Armand de Landes nunca había sentido tanto frío. Había pasado más de una noche en el desierto solo envuelto en su abrigo y casi se había congelado, pero aquello no tenía comparación con los Alpes, donde la nieve aún cubría los pasos incluso ahora en primavera. Además, Armand procuraba reprimir el terror humillante que le provocaba cada paso que daba su caballo. Aunque su corcel no hacía ni un movimiento en falso, el joven caballero sufría de vértigo.
El guía alpino, un italiano joven y despreocupado llamado Gianni, le había asegurado que el animal ya había atravesado el paso en más de diez ocasiones, pero Armand no podía disfrutar del impresionante panorama de los profundos valles y las altas cimas cubiertas de nieve. Sentía náuseas cada vez que el camino pasaba junto a un precipicio, y el bochorno resultaba aún peor puesto que una dama y sus doncellas formaban parte del grupo de viajeros.
Fiorina d’Abruzzo no daba muestras de debilidad alguna. La joven peregrinaba a Colonia a fin de pedir disculpas por haber jurado en falso, un juramento que su padre la había obligado a prestar en su lecho de muerte. El viejo había sido un cruzado y puede que hubiera cometido más de una fechoría en Tierra Santa. En todo caso, se había arrepentido de ello y como expiación prometió la mano de su hija a Dios: Fiorina y su dote irían a parar a un convento. Sin embargo, la muchacha se casó con un caballero andante y vivía feliz en las tierras de su padre. Armand se preguntó cómo se las habría arreglado para que su tutor bendijera dicho matrimonio, pero probablemente una parte de la dote había acabado en los bolsillos de un tío o un sobrino que consideraba que allí el dinero estaría a mejor recaudo que en un convento.
Pero entonces Fiorina sintió remordimientos de conciencia y emprendió un peregrinaje.
—Claro que sería mejor peregrinar a Tierra Santa o al menos a Santiago de Compostela —dijo—. Pero no lograré llegar hasta allí antes del nacimiento de mi hijo y seguro que mi padre hubiera preferido que su nieto naciera en el castillo de sus antepasados y no de camino —añadió, guiñándole un ojo.
Fiorina d’Abruzzo era tan bonita como valiente. Bajo su severa estola a veces asomaban rizos negros, tenía ojos ámbar y parecía disfrutar de cada minuto del viaje. Armand consideró bastante improbable que Dios lo aceptara como penitencia, pero a él le daba igual. En todo caso, Fiorina era una agradable compañera que había planeado su viaje con mucha prudencia.
Gianni condujo al grupo a través del paso de Brennero y no a lo largo del trayecto más breve a través del Mont Cenis o el paso de San Gotardo. El diligente guía le aseguró a la signora que a lo largo de ese camino jamás había perdido una persona o un animal.
—Los senderos son bastante anchos y las subidas no demasiado abruptas —afirmó—. Este camino ya fue reforzado por los romanos. Aquí y acullá se ha desprendido algún tramo, pero…
Armand prefería no pensar en cuán peligrosos debían de ser los otros pasos si los sinuosos senderos y las abruptas laderas a lo largo de los cuales avanzaban se consideraban fáciles de recorrer.
Sin embargo, el joven guía mantuvo su promesa: cuando tras varios agotadores días de viaje, el grupo alcanzó Innsbruck, todos se encontraban perfectamente. La signora Fiorina remuneró a Gianni y durante la siguiente compra de caballos, Armand por fin pudo mostrarse útil y escogió animales fuertes y bonitos para el viaje a Renania: palafrenes para Fiorina y sus doncellas, y tres resistentes caballos castrados para los peregrinos varones. Él mismo alquiló un corcel: en Basilea los templarios le proporcionarían una cabalgadura adecuada.
El grupo no tardó en alcanzar la ciudad situada en la curva del Rin. Fiorina oró en su maravillosa catedral y Armand pasó la noche en la encomienda de los templarios, pero allí no le proporcionaron noticias. El rey Federico permanecía en Sicilia y, en general, nadie prestaba oídos al renovado llamado del Papa a emprender otra cruzada.
—Todo está tranquilo —resumió el comandante de los templarios cuando Armand le entregó la carta dirigida a Guillaume de Chartres. En ella le informaba acerca del ataque pirata y de su amistad con el príncipe sarraceno. Por lo demás, él tampoco tenía nada que informar.
Desde Basilea los viajeros solo debían seguir el curso del Rin para alcanzar Colonia. En general, los peregrinos pernoctaban en las casas de huéspedes de los conventos junto al camino, generalmente acompañados por Armand, pero cuando se tomaban un descanso cerca de las ciudades más grandes, él solía acudir a fondas y tascas para cumplir con su misterioso encargo. Aparte de la multitud de monjes mendicantes en las calles, no notó nada digno de atención.
—¡Minoritas! —se lamentó el abad de uno de los conventos a orillas del Rin, con el cual comentó la presencia de los mendicantes—. Predican la pobreza y una vida sencilla, la victoria de la inocencia sobre la ausencia de fe y la paz sobre la guerra. No tengo objeciones al respecto, pero logran reunir multitudes y se hacen con muchas limosnas que nosotros necesitamos urgentemente.
El convento del abad sostenía una gran enfermería y una leprosería. Estaba claro que los monjes realizaban una buena obra y no podían renunciar ni a un solo penique. Armand les proporcionó una generosa donación y Fiorina hizo lo mismo.
El grupo de viajeros disfrutaba del clima seco y los peregrinos se alegraron de que su viaje estuviera bendecido por una buena estrella. De hecho, no tardaron en alcanzar Renania y pasaron por las ciudades de Worms y Maguncia. Ante las murallas de Colonia, una imponente construcción que disponía de doce puertas, la más extensa del reino alemán, Armand se despidió de los demás.
—A lo mejor podéis regresar con nosotros —sugirió Fiorina, que lamentaba la despedida.
Pero Armand lo dudó. Puede que su encargo lo llevara a Francia y tal vez incluso a España o Inglaterra, así que no contaba con regresar pronto.
Atravesó la puerta de Severino y sonrió cuando, a sus espaldas, Fiorina proclamó que las doce puertas de Colonia suponían un recuerdo de la celestial Jerusalén. Muy pronto, se encontró en el bullicioso mercado, rodeado de los habituales aromas, saltimbanquis, músicos y rateros. Sancta Colonia —el nombre que recibía la ciudad desde el siglo anterior— no le pareció especialmente santa.
Armand preguntó por la residencia del arzobispo, donde recibió una cordial acogida y muy escasa atención a la reliquia que suponía la excusa de su viaje. Un secretario del arzobispo se hizo cargo de ella y le hizo saber que la astilla de la mesa de la Última Cena estaba destinada a ser un obsequio para un colega. Armand no se sorprendió: ¿quién habría de rezar ante una astilla de una mesa, cuando dos relicarios más allá reposaban los huesos de los tres Reyes Magos? Colonia albergaba abundantes reliquias y no le interesaban las de segunda categoría.
Pero el arzobispo Dietrich von Hengebach era considerado un íntimo amigo del Gran Maestre de los templarios y puede que Guillaume de Chartres hubiera compartido sus ideas y sus temores con él, y quisiera transmitírselos a través de un mensajero. Sin embargo, a Armand lo desconcertó que el príncipe de la Iglesia no solo lo recibiera personalmente sino que incluso lo invitara a compartir la cena después de Vísperas: una cena, no un banquete. ¿Acaso el prelado de Colonia tenía intención de cenar a solas con un doncel?
Armand vagabundeó por la ciudad y en esta ocasión lo que llamó su atención no fueron los monjes mendicantes sino un excitado grupo de niños y adolescentes. Parecían dirigirse a la catedral y reían y charlaban como si allí los esperara una aventura. Armand estuvo a punto de unirse a ellos, pero luego optó por escoger un albergue para asearse antes de visitar al arzobispo; no quería causar mala impresión presentándose ante el príncipe de la Iglesia sin haberse mudado de ropa.
Armand preguntó por una casa de baños pública, se aseó y se puso un atuendo sencillo pero elegante de paño gris, adecuado para un caballero y también para un hombre de letras, pero apenas indicado para asistir a un banquete.
Por suerte, su elección resultó completamente idónea. El arzobispo recibió al joven a solas en sus aposentos privados y la comida era sencilla: pan, queso, carne asada fría… pero en las copas resplandecía un vino magnífico. El secretario del prelado sirvió a su amo y al huésped de este, y luego se retiró.
El arzobispo, un hombre alto, rubio y de mediana edad, en cuyo rostro de rasgos nobles destacaban unos ojos azules de mirada inteligente, le tendió la mano a Armand para el beso ritual. El joven templario besó el anillo arzobispal e hincó la rodilla ante el prelado, quien le ayudó a incorporarse.
—Tomad asiento, amigo mío, y dejaos de formalidades. No he hecho preparar una cena importante para evitar la presencia de cocineros y mayordomos. Me someten a una vigilancia cada vez mayor, mi colega quiere destituirme (por encargo del Papa, desde luego): por lo visto, no ofrezco suficiente apoyo a sus objetivos. Pero ello no ha de importaros. Sé por encargo de quién viajáis, y en efecto: ¡creo que algo está ocurriendo!
Armand aguzó el oído.
—¿A qué os referís, reverendísimo? —preguntó.
El arzobispo se encogió de hombros.
—Básicamente me ocurre lo mismo que a vuestro Gran Maestre: no logro identificar el trasfondo del asunto, pero es un hecho que algo se está cociendo aquí, en Colonia. Algo como… ¡una nueva cruzada!
En Colonia la vida se iniciaba con el canto del gallo, pero Armand no creía que el niño Nikolaus empezara a predicar tan temprano por la mañana. Quienes acudían a las misas matutinas eran sobre todo piadosos artesanos, hombres de negocios y mujeres: a esa hora los jóvenes no abundaban en las calles, a excepción de los mendigos, por supuesto. Estos ya haraganeaban en las plazas cuando los ciudadanos se dirigían al trabajo.
Pero ahora que el sol ya casi alcanzaba el cenit, los mercados estaban atestados y abrían las primeras tascas, Armand volvió a notar la presencia de grupos de niños. Muchachas que llevaban a sus hermanos menores de la mano, escolares que a esa hora debían estar estudiando y no correteando por la ciudad, y aprendices que aprovechaban los pequeños encargos de sus maestros para independizarse.
Ese día, Armand los siguió hasta la catedral y, en efecto, en los peldaños de la puerta principal estaba un muchacho, un chiquillo delicado de unos diez años, vestido correcta y sencillamente.
—¡Nikolaus! ¡Allí está Nikolaus!
Una muchacha junto a Armand descubrió al niño y lo saludó con la mano. Otros la imitaron. El chiquillo les lanzó una sonrisa tímida; estaba flanqueado por varios monjes que vestían hábitos pardos —Armand no logró identificar la orden a que pertenecían— y por un hombre cuyo rostro se semejaba al del niño, aunque sus rasgos, más que angelicales, parecían los de un hurón.
Era el padre de Nikolaus; el arzobispo lo había mencionado.
Entonces los niños y adolescentes empezaron a apiñarse en la plaza ante la catedral; algunos parecían haber pernoctado en aquella. Además aparecieron adultos curiosos, mendigos y muchachas de la calle, que de momento no tenían mucho que hacer y disfrutaban con cualquier entretenimiento.
Al parecer, el chiquillo en los peldaños de la catedral quería seguir aguardando, pero los monjes le dijeron algo y lo empujaron hacia delante.
Armand lo observó con más detenimiento. Su aspecto se correspondía con la descripción del prelado de Colonia: la encarnación de un ángel de rasgos suaves y todavía infantiles, grandes ojos azules, cabellos rizados castaño claro, hoyuelos encantadores y labios sonrosados.
—Dicen que hace unos días aún cantaba en las tascas —le había informado el arzobispo—. El padre se gana un dinero con el niño. Pertenecía a la baja nobleza, pero Dios sabe en qué derrochó sus bienes o si alguna vez poseyó alguno. En todo caso, el muy bribón saca tajada del niño y el pequeño tiene suerte de poseer una voz tan angelical, porque de lo contrario quizá se viera obligado a ejercer otras artes.
En ese momento Nikolaus empezó a hablar.
—Sois tantos… —dijo en tono vacilante— tantos… que casi me da miedo. Pero debo hablaros porque es el deseo de Dios. Dios me lo ha encargado y yo… yo no puedo desobedecerlo.
Las lágrimas ahogaban la voz del niño. Las personas reunidas en la plaza de la catedral soltaron un gemido ahogado.
—Como veréis, soy pobre… como muchos de vosotros. Mi padre y yo hemos de trabajar duro para ganarnos el pan y a menudo no tenemos dinero para sentarnos a la lumbre de una tasca o pernoctar en un sitio caldeado. Pero hace unos días me sonrió la suerte: un campesino me permitió cuidar de sus ovejas ante las puertas de la ciudad, solo por poco tiempo; pero me sentí orgulloso y feliz cuando me dirigí a orillas del Rin con los animales: ¡la mujer del campesino fue muy bondadosa y me dio un poco de pan y queso!
La sonrisa del chiquillo expresaba tanto agradecimiento que incluso el escéptico Armand se conmovió. Luego alzó la cabeza y prosiguió:
—Y encendí una hoguera en el prado junto a la orilla, y entonces sucedió: ¡se me apareció un ángel! Llevaba la ropa sencilla de un peregrino, como si quisiera indicarme el camino a seguir, y entonces me habló de los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa. De las penurias que han de pasar para visitar las ciudades santas y de cuán amargo resulta ver Jerusalén en manos paganas. Dijo que debido a ello Jesús Nuestro Señor derrama lágrimas amargas en el cielo y que solo desea que los creyentes realicen nuevos esfuerzos para liberar la Ciudad Santa. Debido a su infinita misericordia no quiere castigar a los paganos con fuego y guerra. No: esta vez ellos mismos han de comprender la verdad, tener la oportunidad de convertirse y arrodillarse ante el Dios verdadero. Pero ¿quién logrará convencerlos de ello?, le pregunté. ¿Quién dispone de tanto poder e influencia? Y entonces me reveló un secreto: la nueva cruzada ha de ser una cruzada de los inocentes. ¡Una cruzada de niños! No hemos de ir a Tierra Santa con espadas sino con plegarias. No con catapultas y torres de asalto sino entonando alegres canciones. Entonces, dijo el ángel, los enemigos del auténtico Redentor comprenderán que antaño transitaron por caminos equivocados, arrojarán a un lado sus espadas, caerán de rodillas y alabarán a Dios junto con nosotros.
—¿Con nosotros? —preguntó un muchacho de la primera fila.
—¡Sí, con nosotros! —exclamó Nikolaus—. Porque el ángel me escogió a mí para conducir esta cruzada y os llamó a todos, os escogió a todos para que obréis el milagro y lo veáis. Debéis venir conmigo a la dorada ciudad de Jerusalén. Entonces, anegado en lágrimas, el sultán abrirá las doce puertas y nos franqueará el paso y nos arrojarán flores a nuestros pies. Y entonaremos el Hosanna junto con los paganos, que entonces dejarán de serlo.
Las palabras del muchacho resonaron en toda la plaza. La gente lo vitoreó con entusiasmo y por un instante incluso Armand se rindió al hechizo de aquella visión. Basta de sangre, basta de espadas, basta de combates y enemistades; en cambio, adorar a Dios junto a tus amigos. Armand se vio a sí mismo caer de rodillas ante la Cruz al lado de Malik al Kamil, se vio abogando por la fuerza de la oración junto a su compañero de armas…
Pero entonces se desprendió de la fantasía. Los sarracenos no abjurarían de su Profeta solo porque unos niños oraran. Además, otras afirmaciones de aquel «ángel» debían tomarse con mucha cautela, por ejemplo, la historia de las penurias de los peregrinos en Tierra Santa. Claro que una peregrinación a Jerusalén era peligrosa: Armand aún recordaba la travesía de los Alpes, y la del desierto tampoco era precisamente agradable, pero los creyentes no debían temer nada de los hombres del sultán. Saladino, el vencedor de Ricardo Corazón de León y hermano del soberano actual, había concedido salvoconductos a los peregrinos para que pudieran acceder a los Santos Lugares, y Al Adil respetaba la graciosa medida de su antecesor. Los templarios se hubiesen enterado de cualquier incidente, porque proteger a los peregrinos formaba parte de los deberes de la Orden.
—¿Y cómo atravesarás el mar? —dijo una voz entre la multitud. Por lo visto, Armand no era el único que albergaba dudas.
La sonrisa de Nikolaus se volvió sobrenatural.
—¡El mar se abrirá ante nosotros! —prometió a su público—. ¡Al igual que antaño se abrió el mar Rojo ante Moisés! Lo atravesaremos sin mojarnos los pies y la Puerta Dorada de Jerusalén nos iluminará…
Eso no se correspondía con la realidad: Jerusalén no se encontraba a orillas del mar. Los niños tendrían que desembarcar en Acre o Jaffa.
Armand confiaba cada vez menos en el ángel Nikolaus, al contrario que su público, seducido por la dulce voz del chiquillo y sus promesas.
—Así que solo decidme: ¿estáis dispuestos a acompañarme? ¿Queréis ayudar a erigir el Reino de Dios en la Tierra? Porque eso es exactamente lo que me prometió el ángel: una vez que la Ciudad Santa sea liberada, se iniciará una era de amor y paz. Nadie pasará hambre ni frío. Nadie será desgraciado ni temeroso. Si llevamos a cabo su plan, ¡Dios cuidará de todos!
El entusiasmo de los presentes llegó al máximo. Al mirar en derredor, Armand no se sorprendió: solo unos pocos niños estaban bien vestidos y alimentados. La inmensa mayoría consistía en mendigos y muertos de hambre, aprendices y muchachas, y se daban por convencidos ante la perspectiva de alcanzar una Edad de Oro donde nunca más pasarían hambre. A los otros, los escolares e hijos de burgueses, más bien les atraía la aventura. Y a estos se añadirían otros más.
—¡Pues entonces enviaré a mis heraldos! —exclamó Nikolaus tras escuchar las breves palabras que le susurró uno de los monjes—. ¿Quién de vosotros quiere viajar a Sajonia en mi nombre? ¿A Westfalia, Turingia y Mecklenburgo? ¿Quién se siente llamado para llevar la buena nueva a Holstein y Franconia? ¡Todos los niños del reino se nos unirán de camino a Jerusalén!
Como era de esperar, el número de candidatos abrumó a Nikolaus. Sollozando de felicidad, abrazó a cada muchacho que daba un paso adelante. Armand advirtió que luego la selección quedaba en manos de los monjes que acompañaban al niño ángel. No enviarían a mendigos, sino a hijos de burgueses, quizás a aristócratas que dispusieran de caballos. Entonces el pequeño profeta bendijo a todos los presentes y luego hizo un llamamiento a las muchachas y muchachos para que prestaran el juramento de los cruzados. Los niños, pero también numerosos adultos e incluso algunos ancianos, avanzaron sin vacilar y un escalofrío recorrió la espalda de Armand. ¿Acaso sabían a qué se estaban comprometiendo? Nadie podía desligarse de ese juramento, uno estaba obligado a cumplirlo hasta que Jerusalén fuera liberada o hasta la muerte.
Pasarían horas antes de que Nikolaus hubiera besado y abrazado a todos los dispuestos a prestar juramento y Armand consideró que no era necesario presenciar ese espectáculo. Regresó a su albergue y redactó un nuevo informe para Guillaume de Chartres en el que presentaba una relación detallada de los antecedentes de Nikolaus y sus visiones, y de sus propias dudas.
«Claro que puede ser una casualidad que ese muchacho ya tenga experiencia como actor —escribió—, y puede que debido a ello Dios, en su infinita sabiduría, lo haya elegido como portavoz. Sin embargo me parece curioso y creo que merece la pena seguir investigando el asunto. Así que si vos y la Orden estáis de acuerdo, me uniré al “ejército” de los niños y procuraré averiguar algo más al respecto».
Armand dejó la carta en la encomienda de los templarios para que la enviaran a destino. Después se preparó para la cruzada.