6

El viaje de regreso de Meissen a Renania fue un acontecimiento jubiloso para Gisela. Jutta von Meissen le proporcionó una escolta que incluía a Guido de Valverde, su caballero predilecto, y la muchacha dedicaba todo el día a conversar y coquetear con los caballeros. Hacía buen tiempo, era una primavera seca y la yegua Esmeralda se movía alegremente entre los pesados corceles de los hombres.

Gisela se hizo la interesante y se cubrió el rostro con el velo. Aunque los caballeros ya habían visto su belleza, argumentó que ya podía considerarse una mujer casada y no era correcto que cualquiera pudiera contemplarla. Los jóvenes participaron en el juego, en parte encantados, en parte con una sonrisa condescendiente; solo torcía el gesto la doncella mayor que por las noches compartía la tienda de Gisela y estaba a su servicio.

—Os comportáis como una niña —la regañó, y para sus adentros consideró que su pequeña ama aún lo era. Según la opinión de la vieja Dimma, debería ocupar la habitación de los niños y no el lecho de un hombre. Por las palabras de Gisela entendió que su futuro esposo era casi de su misma edad. A lo mejor ambos jugarían a «enamorarse y casarse» y los sueños de Gisela se convertirían en realidad.

Gracias al buen tiempo, avanzaban a buen ritmo. La pequeña caravana incluía dos carros con la dote de Gisela, que habrían supuesto un gran impedimento con tiempo lluvioso, porque entonces los caminos a menudo se convertían en un fangal, las ruedas se atascaban y la rotura de ejes estaba a la orden del día.

Sin embargo, esa vez el viaje resultó agradable y transcurrió sin incidentes; al menos Gisela no parecía cansada cuando por fin cabalgó a través del puente levadizo del castillo de su padre. Su mayordomo les dio la bienvenida en el patio, hizo traer vino e indicó a los mozos de cuadra que se encargaran de las cabalgaduras de los caballeros y la señorita.

De pronto Gisela se encontró frente a un muchacho alto y huesudo. Un mechón rubio oscuro de Rupert aún le cubría la frente, pero su expresión ya no era tan malhumorada como antaño, sino varonil y segura de sí misma, al menos hasta ver a Gisela. Recordaba a la muchacha como una niña pesada y ahora se había convertido en una princesa de cabello rubio dorado. Con las prisas por desmontar y saludar a los hombres de su padre, el velo de Gisela se había deslizado y el mozo de cuadra vio su rostro delicado, arrebolado por la cabalgada y la excitación.

—¡Rupert! ¡Te has convertido en un muchacho alto y muy apuesto! —dijo, saludando a su amigo de infancia con una amplia sonrisa—. ¡Habré de tener cuidado de no enamorarme de ti antes de que mi prometido me lleve a mi nuevo hogar!

Rupert compuso una expresión extasiada y un poco tonta, pero Gisela no lo advirtió porque ya se había vuelto hacia su padre, que acababa de aparecer. Llevaba toda la armadura y lo seguía un doncel; debía de haber estado haciendo prácticas de combate. El candidato a caballero era un tanto rollizo, su cara aún era infantil y su expresión, tan culpable como si acabaran de reprenderlo por algo. Y en efecto: Friedrich von Bärbach volvió a echarle una bronca cuando, intentando desmontar antes que su señor, casi se cae del caballo. Ello aumentó su nerviosismo y no logró calmar al caballo de batalla de Von Bärbach mientras este desmontaba, algo que debido a la pesada armadura no resultaba nada sencillo. Cuando el caballo brincó a un lado, el padre de Gisela casi acabó en el suelo.

—¡Voto a bríos, Wolfram, haz el favor de prestar atención! ¡Una muchacha lo haría mejor! ¡Al menos mi indómita hija nunca tuvo miedo de un caballo! —exclamó Bärbach, echando un vistazo a los recién llegados y distinguiendo a su hija, que echó a correr hacia él con una amplia sonrisa.

—¡Padre! —exclamó—. ¡No lo niegues: no me has hecho volver para convertirme en novia sino en moza de cuadra!

Bärbach soltó una carcajada.

—¡Rayos y centellas, Gisela, y yo que creí que en la corte de Meissen te habían convertido en una dama! Pero ¿qué me devuelven? ¡El torbellino de siempre, solo que más bonita y adulta! ¡Santo Cielo, casi se podría envidiar a Guntheim! ¡Yo tampoco diría «no» si me tendieran una cosa tan bonita en el lecho!

Friedrich von Bärbach besó a su hija en ambas mejillas y luego la dejó en manos de la doncella. Entretanto también había aparecido la vieja Margreth, la madre de Rupert y nodriza de Gisela. Como siempre, la expresión de su rostro era amarga y empezó a discutir con Dimma. Por fin —y sin muchos miramientos— la doncella le dijo que le indicara los aposentos dispuestos para ella y su ama, y que luego le llevara comida y bebida a la habitación. Margreth le informó que ella no era una criada.

—¿Ah, no? —replicó Dimma en tono mordaz.

Era una mujer menuda pero sumamente enérgica, muy orgullosa de ocupar el puesto de doncella. Servía a Jutta von Meissen desde los trece años, había acompañado a su ama desde Turingia a la corte de Meissen y acabó siendo la única que tenía derecho a ayudar a Jutta a vestirse y peinarse. Para Gisela suponía un gran privilegio que Jutta se la hubiera cedido durante un tiempo.

—Pues entonces, ¿qué eres? —prosiguió—. Deja de darte aires y pon manos a la obra. Mi ama está cansada tras la larga cabalgada… Por cierto, también puedes prepararle un baño. ¿Disponéis de baños para mujeres o hemos de conformarnos con una tina? En todo caso, haz que calienten agua y luego lleva este arcón a la habitación; contiene esencias aromáticas que refrescarán a mi ama.

Los hundidos ojos azules de Dimma refulgieron autoritariamente. Las arrugas le surcaban el rostro, mas poseía la energía de una amazona.

Por fin Margreth obedeció de mala gana y ordenó a Rupert y otro mozo que cargaran el pesado arcón hasta las caldeadas habitaciones de las damas. El muchacho ansiaba cumplir con dicha tarea y su recompensa fue volver a contemplar los ojos verde claro de Gisela y su esbelta figura. La muchacha se había quitado el abrigo y la pesada prenda exterior, y estaba sentada junto al fuego de la chimenea enfundada en un delicado vestido de seda mientras Dimma le cepillaba el pelo. Rupert no lograba despegar la vista del torrente dorado que se derramaba por los hombros de Gisela.

Finalmente, Dimma también se percató de que el mozo permanecía en la habitación más tiempo del necesario.

—¿Qué esperas para marcharte? —le espetó.

Rupert soltó un graznido, pero Gisela alzó la vista y sonrió.

—No seas tan severa, Dimma, el muchacho y yo somos viejos amigos. Jugamos juntos de niños, ¡yo lo adoraba, Dimma! —explicó y le lanzó una sonrisa cómplice a Rupert—. Y ahora seguro que intenta encontrar las palabras adecuadas para darme la bienvenida, porque te alegras de verme, ¿verdad, Rupert? —Gisela sonrió—. También hay un regalo para ti. Aguarda…

La muchacha se puso de pie y cruzó la habitación; a Rupert le pareció ver un ángel flotando en el aire. Gisela rebuscó en el arcón, extrajo un prendedor de bronce bonitamente cincelado y se lo tendió al mozo. Para un caballero suponía una chuchería sin valor, pero para un mozo de cuadra era una joya.

—Podrás llevarlo con tu traje de domingo y las muchachas de la aldea te halagarán, con la esperanza de que lo conviertas en su regalo de boda.

Rupert se lo agradeció, tartamudeando. Después no supo cómo salió de la habitación y llegó a las caballerizas, pero jamás olvidó el sentimiento que lo embargó: era como estar ebrio de felicidad.

Las escasas mujeres de la corte del padre de Gisela no acostumbraban compartir la mesa de la cena con los caballeros. Gisela era la única muchacha, así que le llevaron la cena a sus aposentos y aquella noche no cenó con su padre y los caballeros de la escolta ni con su prometido.

Gisela supuso que aún no se encontraba en el castillo de Herl; primero deberían informarlo de su llegada. Imaginó que en cuanto recibiera la noticia echaría a correr a las caballerizas, ensillaría su corcel y galoparía hasta el castillo de su padre. Ella vería su llegada desde la ventana de su aposento y se enamoraría de él a primera vista. Y él se ruborizaría y se arrodillaría a sus pies y le daría la bienvenida diciéndole que era su amada.

Pero primero había que despedirse. Los caballeros de la escolta emprenderían el viaje de regreso a Meissen por la mañana. Dimma pidió permiso para quedarse unos días más.

—No sería correcto, señorita, que permanecierais aquí sola con los caballeros y que solo os atendiera esa vieja bruja haragana y engreída. Puede que haya sido vuestra nodriza, pero no se comporta como una madre tutelar y sus modales son tan groseros como los de una campesina. Estoy segura de que la señora Jutta me permitirá quedarme hasta que os hayáis casado y alojado en aposentos más confortables, ¡y contéis con mejores criados a vuestro servicio!

Gisela se burló de las preocupaciones de la vieja doncella.

—¡Hablas de mí como si fuera una noble yegua de criadero! Pero soy perfectamente capaz de arreglármelas sola. No obstante, tienes razón. Sé que ni siquiera la señora Jutta lo haría, ¡y seguro que ninguna me trenzará la corona de novia mejor que tú!

Cuando Gisela la abrazó, Dimma se emocionó. La apreciaba tanto como a la señora Jutta y no dejaba de recordar las palabras de despedida de la condesa: «¡Cuida de la niña, Dimma! Allí donde la envían necesitará la compañía de alguien…».

De alguien para quien fuera algo más que una yegua de criadero.

Aunque Dimma la regañó, Gisela insistió en despedirse de su escolta junto a las caballerizas e incluso besó a los jóvenes caballeros en la mejilla, provocando el bufido indignado de Rupert y la sonrisa de Guido de Valverde.

—Abandono vuestra corte bien recompensado, señorita Gisela —dijo el caballero andante en la melodiosa lengua de su tierra natal.

La chica se pasó el día soñando con que alguna vez lo vería participar en un torneo con su divisa atada a la lanza, pero luego se regañó por serle infiel a Odwin. ¡Era hora de que lo conociera! Gisela tenía mucha imaginación, pero a la larga un sueño no era suficiente.

Esa tarde hizo ensillar a Esmeralda. Se aburría en sus aposentos, porque allí no había nada que hacer y nadie con quien charlar. Además, las habitaciones del castillo estaban pobremente amuebladas y Gisela echaba de menos la vida confortable en la corte de Meissen.

Sin embargo, la cabalgada no discurrió a su gusto. Si bien Rupert le presentó el caballo con elegancia —seguro que imitaba a uno de los huéspedes de su señor—, se ruborizó cuando Gisela permitió que le sostuviera el estribo. Pero la única acompañante apropiada era Dimma, que protestó por tener que volver a montar tras el largo viaje anterior. Era una amazona temerosa y Gisela no pudo galopar a campo traviesa tal como estaba acostumbrada.

Recorrieron un camino que conducía al Rin y observaron a los buscadores de oro. Gisela les regaló unas monedas a sus hijos, cuyo valor seguramente superaba con mucho el jornal de sus padres. El Rin albergaba oro, pero en cantidades muy escasas. Solo los más pobres entre los pobres pasaban sus días a orillas del río correntoso, con la esperanza de que unas pocas pepitas de oro quedaran atrapadas en sus cedazos.

Era de suponer que a los campesinos —que estaban trabajando en sus campos y la saludaban respetuosamente— les iba mejor, pero ellos tampoco parecían bien alimentados. Muchos arrastraban el arado por la tierra reseca con gran esfuerzo; la última cosecha no había sido buena y ese año volvía a reinar la sequía. Lo que para Gisela y sus caballeros supuso el clima ideal para viajar solo era motivo de disgusto para los campesinos. El padre de Gisela era un amo duro, exigía muchos tributos por arrendar sus tierras, incluso cuando estas casi no producían nada.

Gisela y Dimma trazaron una amplia curva en torno al castillo y por fin alcanzaron los abrevaderos de los caballos y los palenques de los caballeros. La corte de Friedrich von Bärbach no era grande. Les había otorgado un par de feudos, cuyos habitantes le prestaban ayuda en caso de disputas y también debían proporcionarle dos docenas de hombres armados. Además, aunque en realidad no tenía necesidad de ellos, siempre ofrecía albergue en el castillo a un par de caballeros errantes. Las tierras de Von Bärbach apenas sufrían amenazas, el padre de Gisela vivía en paz con sus vecinos y su hija solo suponía una prenda más para que todo siguiera igual.

Las tierras de Odwin von Guntheim lindaban con las de Von Bärbach y, aunque ambos eran amigos, existían un par de yugadas limítrofes cuya propiedad estaba en discusión. Esos campos bastante pedregosos y de escaso valor, junto con la mísera aldea, pasarían a formar parte de la dote de Gisela. Para su padre, eso significaba una excelente oportunidad de casar a su hija y encima poner fin a un conflicto antiguo y fastidioso.

Solo unos pocos caballeros retozaban en los palenques al pie del castillo y el espectáculo que ofrecían no podía compararse con el de la corte de Meissen. Allí, Gisela y sus amigas habían observado los juegos de guerra de sus numerosos favoritos durante horas y temblado junto con ellos. En cambio, aquí solo un caballero bastante viejo justaba con el hermano menor de Gisela y con el forzudo pero torpe doncel que había conocido el día anterior, cuando su padre llegó al castillo. El doncel tampoco destacaba en el arte del combate. En ese momento atacaba a un caballero de madera que giraba en círculo gracias a un mecanismo y bajo cuyo brazo —el que blandía la espada— había que deslizarse tras embestirlo. En el primer intento, el caballero de madera le golpeó la espalda y el muchacho solo logró escapar medio colgado del cuello de su caballo. Durante el segundo, la violencia del artilugio rotatorio lo golpeó de lleno y salió catapultado de la silla. Mantenía la visera bajada, pero Gisela estaba convencida de que se había ruborizado.

Rupert, que entrenaba unos caballos en las proximidades, se entretuvo en atrapar al semental del muchacho antes de que se peleara con los demás animales. Cabalgó a pelo y pasó por debajo del artefacto rotatorio, se dio la vuelta, le arrojó una piedra al caballero de madera con su honda e hizo un gesto de burla. Claro que para hacerlo tuvo que soltar las riendas, pero Rupert sabía conducir su caballo solo con la presión de los muslos. Al tiempo que el doncel recibía el caballo sin dar las gracias pero con mirada furibunda, Gisela aplaudió a Rupert y este hizo una reverencia.

—¡No debierais darle ánimos al mozo! —la regañó Dimma—. Ya parece un ternero enamorado y no parece saber mantenerse en su sitio. ¡Acaba de hacer algo como mínimo desvergonzado!

—¡Pero valiente! —lo defendió Gisela, riendo—. ¡Mientras que el doncel… Dios mío, qué tonto! ¿De dónde lo habrá sacado mi padre? Este castillo no es precisamente un lugar ideal para la formación de jóvenes caballeros, pero tampoco deberíamos aceptar a cualquiera.

Gisela no hizo caso de los comentarios de Dimma sobre Rupert, porque era imposible que el mozo estuviera enamorado de ella; como mucho, se trataba de un entusiasmo pasajero, de esos que acostumbraba despertar entre los donceles de Meissen y que le resultaban sumamente halagüeños. La adoración de Rupert tampoco le parecía amenazadora, más bien al contrario. Cuando Gisela dejó a Esmeralda en la caballeriza, cumplimentó a su amigo de infancia por su talento como jinete. Rupert se ruborizó.

—¡Eso no ha sido nada! —dijo en tono abochornado y se sonó los mocos con el borde de la bata.

—Bueno, en todo caso lograste impresionar a ese extraño doncel. ¿Sabes de dónde procede y por qué mi padre lo acogió?

—¿Ese? ¿El señor Wolfram? —bufó Rupert—. Pero ¡si es el hijo de Guntheim! Vuestro padre no puede decirle que se marche por más que se caiga del caballo una y otra vez. Algún día también lo armarán caballero… pero la hermandad de caballeros trata de darle largas.

La sonrisa de Gisela se apagó y se quedó helada. ¿El hijo de Guntheim? ¿Es que iba a casarse con ese palurdo? ¡No, no podía ser! ¡Tenía que haber un hijo mayor! Además se suponía que su futuro esposo se llamaba Odwin y no Wolfram. Lo único extraño es que no recordaba la existencia de otro muchacho…

«¡Dios mío —pensó—, espero que no sea mucho menor que yo!», y se estremeció ante la idea de que la casaran con un niño, aunque eso era improbable. Un compromiso hubiera bastado para establecer las exigencias y Gisela hubiese podido pasar dos años más en la corte de Meissen. ¡Su futuro marido debía ser un hombre adulto y capaz de contraer matrimonio! ¡Un caballero! Porque según la costumbre, los donceles aún no se casaban.

Gisela se despidió de Rubert presa de la consternación, atravesó el patio del castillo y remontó las escaleras hasta sus aposentos, sin dejar de pensar qué hacer… De pronto soltó una carcajada: claro, ¡se lo preguntaría a su padre! En realidad, hacía rato que este debería haberle dado detalles acerca de su prometido, aunque quizá creía que ella estaba al tanto de las circunstancias de la familia Guntheim.

En vez de dirigirse a sus aposentos, fue a la sala de su padre, donde Friedrich von Bärbach estaba comiendo en compañía de sus caballeros. Su hija confió en que no se tomaría a mal su repentina aparición; ya era tarde y en realidad ella no debía andar correteando por el castillo.

No obstante, Von Bärbach ya había bebido bastante y estaba de buen humor. Ocupaba su silla de alto respaldo en la sala, de cuyas paredes colgaban magníficos tapices y finas tallas, y cuando Gisela se presentó ante él haciendo una tímida reverencia, la saludó con una alegre risa. Gisela miró en torno. La gran sala abovedada se utilizaba para celebrar fiestas y recibir huéspedes, pero también para reunirse con los caballeros del castillo. Estos ocupaban las mesas y los bancos pegados a las paredes, disfrutaban de los platos que les servía el mayordomo y se unieron de inmediato a las risas del castellano.

—¿Y bien, mi pequeña valkiria? —bromeó Von Bärbach—. ¿No te basta con cabalgar a través del bosque como un muchacho? ¿También quieres participar del banquete de los caballeros? Tu esposo tendrá que enseñarte modales.

Gisela agachó la cabeza, avergonzada.

—Solo quiero hacerte una pregunta, padre —dijo en el tono más firme que pudo—. Se trata de mi… prometido… —añadió en voz muy baja.

Bärbach volvió a reír.

—Ya veo. ¿Y quieres hacérmela ante todos estos caballeros? Anda, ven, siéntate a mi lado.

Le indicó la silla contigua, reservada para la dueña de la casa o un huésped importante. Gisela tomó asiento y procuró mantener la espalda recta: pronto presidiría una mesa semejante y no tenía por qué avergonzarse.

El escanciador se apresuró a servirle vino, pero Gisela solo bebió un sorbo y rechazó el plato de comida. Había comido a menudo en la gran sala de Meissen: en las cortes galantes las mujeres participaban en casi todos los banquetes, pero casi nunca ocupaban lugares tan destacados. Le pareció que todos los caballeros la miraban fijamente.

—Bien, ¿qué ocurre? —preguntó Von Bärbach—. Habla sin rodeos.

Gisela tragó saliva.

—Padre —dijo en voz baja—, la condesa Jutta me dijo que me has prometido con Odwin von Guntheim, pero que yo sepa, el único hijo de Guntheim se llama Wolfram. ¿No es… no será vuestro doncel con quien he de…?

Friedrich soltó una sonora carcajada.

—¿Lo habéis oído? —preguntó a los demás—. Esta corderita cree que la casaré con nuestro pequeño tonto.

Gisela se sonrojó. Los caballeros le dedicaron miradas divertidas… ¿o algunas más bien expresaban cierta compasión?

—¡No, señorita Gisela, no te preocupes! —dijo Friedrich von Bärbach—. Te casarás con un auténtico hombre. Claro que ya no es muy joven, quizá soñabas con un guerrero lozano, pero todavía es lo bastante fuerte como para hacerte un hijo que será mejor que ese pelele de Wolfram. No te casarás con cualquiera, hija mía, sino con el señor Von Guntheim. Mañana vendrá y…

—¿Con el propio Guntheim? —exclamó Gisela, espantada—. Pero ¡si es un viejo! Y ya ha enterrado a tres mujeres…

—A cuatro —precisó Bärbach en tono sosegado—. Y está impaciente por conquistar a la quinta. ¡Guntheim rebosa de savia! Incluso un joven podría envidiarlo.

Los caballeros volvieron a reír.

—Pues entonces me iré —dijo Gisela, escandalizada. No era manera de despedirse, pero si no abandonaba la sala de inmediato, temía ponerse a gritar.

Su padre asintió con la cabeza.

—Ve y duerme. Mañana por la noche cenarás aquí con tu prometido. Pondrá ojos como platos cuando vea cuán bonita te has vuelto.

En cuanto salió de la sala, Gisela echó a correr.

—Vamos, señorita, ¡no será tan grave!

La vieja Dimma abrazaba a la muchacha disuelta en lágrimas y procuraba consolarla.

—Primero echadle un vistazo; a veces se conservan bastante bien, y tened en cuenta que si sobrevivís a vuestro esposo, heredaríais el castillo y las tierras.

Gisela sacudió la cabeza con desesperación.

—¡Ni siquiera eso, Dimma: lo heredará el noble caballero Wolfram! —dijo en tono amargo—. A menos que le dé un hijo al viejo, pero entonces habrá una disputa. Y no hace falta que le eche un vistazo a Guntheim: lo recuerdo perfectamente. ¡Es tan viejo como mi padre y el doble de gordo!

Era una ligera exageración, pero el viejo caballero que al mediodía siguiente cabalgó hasta el castillo de Bärbach era bastante corpulento. Solo iba ligeramente armado y llevaba una sobrevesta rojo brillante por encima de la cota de malla. El rojo representaba el coraje. En el escudo de los Guntheim aparecían dos cadenas rotas y dos castillos: ambos indicaban tierras conquistadas mediante el combate. Era indudable que, de joven, Odwin había sido un gran guerrero.

«Ahora sería mejor que en su escudo apareciera una copa de vino», pensó Gisela irrespetuosamente. El rostro enrojecido y carnoso del caballero demostraba su afición por el vino y su vientre prominente, el placer por la buena comida. Sostenía las riendas con zarpas que hubieran derribado a un oso y sus muslos eran tan gruesos como troncos. La idea de que se tendiera encima de ella la espantó: ¡semejante montaña de carne la asfixiaría!

Pero ahora debía cumplir con su deber y ofrecerle una copa de buen vino. Su padre le había encargado que le diera la bienvenida al señor von Guntheim en el patio del castillo de Herl. No podía negarse y tampoco podía llevar velo ni tratar de ocultarse de las miradas de los hombres por otros medios. Gisela llevaba un vestido de manga larga verde oscuro que resaltaba su figura y la diadema esmaltada en los cabellos sueltos. Como futuro marido, Guntheim también tenía derecho a un beso. Gisela se estremeció… pero lo lograría: solo debía imaginarse que besaba a Guido de Valverde u otro joven caballero. Se acercó al hombre con la cabeza gacha y los ojos cerrados, pero la voz atronadora de Odwin acabó con la fantasía.

—¿Así que esta es tu hijita, Bärbach? ¡Caramba, mis respetos! Vaya, pensé que me haría con unas yugadas de tierra, ¡y tú me ofreces una princesa! También la hubiera aceptado sin ese par de campos, Friedrich, ya lo creo.

El rubor volvió a las mejillas de Gisela, pero se acercó y le tendió el vino a Odwin, mientras que para sus adentros pergeñaba una descripción del hombre para sus amigas: ojillos azules de cerdo, nariz de remolacha, boca ancha como de sapo… A veces las muchachas se veían obligadas a besar al vencedor de un torneo que no les agradaba y después solían burlarse de él. Las risas del resto de las muchachas eliminaban el recuerdo repugnante.

Pero era imposible que ese hombre estuviera destinado a ser su marido. ¡Madre mía!

De mala gana, Gisela depositó un beso en la mejilla de grandes poros, pero de pronto Odwin la cogió con sus zarpas de oso.

—¡Bah, muchacha, me merezco un beso de verdad! No seas tan remilgada, anda. Acabas de regresar de una corte galante, ¿no? —exclamó, y la abrazó para plantarle un beso húmedo en los labios.

Gisela se quedó sin aliento, pero las cosas empeorarían.

—¿Me prepararás un baño? Por todos los diablos, estoy sucio y muerto de frío tras la cabalgada.

Esa mañana había llovido, pero no tanto como afirmaba Odwin; el lodo casi no había salpicado a su semental y los caballos de su escolta. No obstante, la ropa y el pelo de los caballeros estaban húmedos, si es que en el caso de Odwin se podía hablar de pelo: era prácticamente calvo y solo unas mechas cubrían su manchado cuero cabelludo. El caballero las llevaba largas, quizá como recuerdo de su antigua melena.

Gisela bajó la vista. Nunca había acompañado a un caballero a la casa de baños, la señora Jutta no obligaba a las muchachas a cumplir con semejante tarea. Si bien las cortes galantes tenían fama de ser permisivas, las damas que las dirigían solían prestar mayor atención al honor y el pudor de las muchachas que en las cortes anticuadas. A Jutta von Meissen o a Eleonor de Aquitania jamás se les hubiera ocurrido enviarle una muchacha a un caballero para que le calentara la cama, u obligarla a que le restregaran la espalda. Pero una generación atrás solían obligar a las esposas e hijas de un castellano a cumplir con tales tareas. Odwin parecía recordar dichas costumbres, pero su padre no…

—¿Por qué no, Guntheim? ¡La casa de baños está caldeada y dispondrás de agua caliente… si es que la necesitas y la sangre no te hierve al contemplar a tu futura esposa! —dijo Bärbach soltando una carcajada, como si el pedido de Odwin supusiera una chanza excelente, y le lanzó una mirada a Gisela—. ¿Qué pasa, Gisela? ¿A qué viene esa mirada asustada? ¿Temes verte obligada a cargar con cubos de agua? Lo harán los criados. Solo tendrás que ayudar un poco a tu futuro marido, pero tú, Guntheim, ¡mantendrás las manos quietas! —acabó por advertirle a su huésped, alzando el índice—. Y todo lo demás también. Hasta la noche de bodas…

El caballero rio y Gisela emprendió camino a la casa de baños como si estuviera en trance.

Solo mucho después, tras regresar a su habitación, volvió a sollozar en brazos de Dimma.

—¡Fue repugnante, Dimma, repugnante y humillante! Tuve que ponerme un vestido ligero, como el de las encargadas de los baños, que deja traslucir todo, Dimma… No sabía adónde mirar, sobre todo cuando tuve que desvestir al caballero. Es… es… ¡Dios mío, es como un escuerzo gordo!

—¿Se presentó desnudo ante vos, niña? —preguntó la doncella en tono indignado.

Antaño eso también acostumbraba suceder, pero Jutta había eliminado eso de su corte: allí los hombres y mujeres solo aparecían desnudos ante sus esposas y esposos, a excepción de las encargadas del baño. Si a un caballero le apetecía eso, tenía que dirigirse a la casa de baños pública de la ciudad.

Gisela soltó una amarga carcajada.

—Si te refieres a que me concedió la visión de su «espada», te equivocas, porque la oculta su barriga que, dicho sea de paso, es muy peluda, más que su cabeza. ¡Oh Dimma, no puedo casarme con ese lenguado! La mera idea de que me abrace me da náuseas. Ya fue bastante horrendo enjabonarle la espalda y masajearle los hombros. Me siento sucia, Dimma. ¿Podrías prepararme un baño?

La vieja doncella suspiró y ordenó a dos criadas que trajeran la tina y la llenaran. El castillo de Herl no disponía de un cuarto de baños para mujeres, pero no tuvo inconveniente en satisfacer el deseo de la muchacha.

Dimma ignoraba de cuánto le serviría: la boda se celebraría al cabo de cuatro semanas y Gisela no podría sumergirse en una tina cada vez que su marido la tocara.

—¿Es que no existe otra solución, Dimma? —preguntó Gisela cuando la doncella la cubrió con una manta tras acostarla en el lecho.

Antes de que ese día horroroso tocara a su fin, aún se vio obligada a superar el banquete con los caballeros y encima tuvo que sentarse junto a Guntheim y compartir el plato con él. Gisela apenas logró probar bocado, pese a que Guntheim insistió en darle de comer en la boca como si fuera un pajarillo. Su único consuelo fueron las miradas de los trovadores que interpretaron música durante y después de la cena.

Puede que hubieran visto la desesperación de la joven y quizás esa misma noche compusieran una canción en la que llorarían la suerte de la joven novia junto al viejo caballero.

—Hace mucho que vives en una corte galante, Dimma. ¡Piensa! ¡Ha de haber un modo de zafarse de esto de manera honorable! —pidió Gisela, bebiendo un sorbo del vino caliente especiado que le sirvió la doncella para ayudarle a conciliar el sueño.

Dimma reflexionó. Claro que en las cortes galantes de vez en cuando ocurrían encuentros amorosos no acordes a las buenas costumbres: muchachas que, impulsadas por la pasión, se entregaban a un caballero andante y de pronto se encontraban en estado de buena esperanza y a las que después ya no podían casar sin revelar su secreto…

—De manera honorable resulta difícil —murmuró Dimma.

Gisela hizo un gesto despectivo con la mano.

—¡Pues entonces de manera no honorable! No puedo casarme con Guntheim. ¡Prefiero escapar!

—Dadas las circunstancias, debierais hacer que os rapten —aconsejó la doncella de mala gana, y añadió—: No podéis escapar sola. ¿Adónde iríais? Y no digáis que a Meissen: la señora Jutta no podría acogeros, y supongo que no pretenderéis ganaros la vida en la ciudad, ¿verdad?

—¡Las ciudadanas logran hacerlo! —afirmó Gisela.

Dimma negó con la cabeza.

—Sí, si son miembros de un gremio; y en ese caso, su padre o su tutor las incorporan como aprendizas cuando aún son niñas. Eso ocurre rara vez, en general aprenden su oficio en casa, si la madre ya trabaja como comadrona o el padre le deja a la hija una pequeña tienda en herencia. O si se casan con un jefe del gremio y lo heredan; entonces pueden continuar administrando su negocio. Pero una muchacha cualquiera y sin nombre… ¡Olvidadlo, Gisela!

La chica se mordió los labios.

—¿Quién podría raptarme?

La doncella se encogió de hombros.

—Algún caballero. Sois una niña bonita, Gisela, que podría enamorar a cualquiera. Pero os advierto que casi sería mejor que os quedarais sola que con un caballero andante como marido.

—¿Es que un caballero de esos puede casarse conmigo? —quiso saber la muchacha, pensando en Guido de Valverde; pero ese caballero ahora estaba muy lejos.

—¿Quién habría de impedírselo? Si pertenece a la nobleza y lleva a cabo el matrimonio con vos… Podéis prestar juramento en cualquier corte, incluso en la de vuestro padre. Seguro que se alegraría de no deshonraros, aunque solo vuelva a recuperaros como esposa de un muerto de hambre. Pero puede que vuestro padre rete a duelo al muerto de hambre y lo mate justo después de la boda. Si ello sucediera, os convertiríais en viuda y vuestro padre podría volver a casaros.

Gisela tironeó de las cintas de su camisola de seda.

—En ese caso, la causa condiciona el efecto —murmuró.

Dimma sonrió. Al menos su protegida no había perdido el sentido del humor. ¡Era una muchacha muy valiente! Si solo hubiera algún modo de ayudarla…

—Pero si no escaparais con un muerto de hambre… —dijo Dimma y de pronto una sonrisa iluminó su rostro arrugado: había encontrado la solución, aunque no sería del agrado de Gisela— sino con un heredero… Quizá con un doncel…

Gisela frunció el ceño. Puede que en la corte galante de Meissen hubiera alguna posibilidad, pero aquí…

—No te referirás a… a…

—¡Sí! —dijo Dimma en tono decidido—. Me refiero a Wolfram von Guntheim. Así ni siquiera mancharíais el honor de vuestro padre. Quizá ya haya proclamado por todas partes que os casará con Guntheim, pero ¿a quién le importa si con el padre o con el hijo? Y el viejo Guntheim tampoco retará a duelo a su heredero. Ambos viejos bellacos (perdonad mis palabras, niña) rechinarán los dientes pero luego bendecirán la unión.

La primera que hizo rechinar los dientes fue Gisela, pero durante la noche reflexionó sobre la sugerencia de Dimma. La doncella tenía razón: la única solución honorable consistía en un vínculo con Wolfram von Guntheim. Debía seducir al joven doncel y después huir con él, aunque no dudaba que los hombres de su padre le darían alcance en dos o tres días. Pero entonces ya sería demasiado tarde…

Gisela tenía dos opciones: el padre o el hijo. El viejo verde o el pelele…

Tras pasar una noche en blanco, con gran pesar optó por el segundo.