Armand de Landes se embarcó en una galera de los templarios en Acre. La Fleur du Temple navegaba a Génova pasando por Messina. Al igual que toda la flota de la orden guerrera, se encontraba entre las mejores embarcaciones de la época. El capitán, un viejo y fornido lobo de mar cuyo aspecto no se parecía al de un monje en absoluto, le mostró a su pasajero la última conquista para la ayuda a la navegación: una brújula magnética china.
—Con la brújula no te desvías de tu rumbo ni siquiera en medio de la niebla o una tempestad —dijo en tono orgulloso—. Además te permite navegar de noche, incluso con el cielo encapotado. Un invento muy útil, en especial si transportas una carga valiosa.
Armand no preguntó que más había a bordo de la Fleur du Temple, además de un par de pacas de seda y cajas con especias orientales, pero se lo imaginó cuando, además de la tripulación formada por marineros comunes, diez templarios bien armados subieron a bordo. Eran hombres silenciosos de gran estatura, seguramente encargados de custodiar la carga. Después la nave ya estaba dispuesta a zarpar, pero entonces el capitán recibió la orden de aguardar la llegada de otro pasajero. El príncipe Malik al Kamil había reservado un sitio y para los templarios suponía un honor trasladar al aristocrático sarraceno a Sicilia.
Los monjes guerreros se esforzaban por mantener buenas relaciones con la nobleza sarracena. Eran excelentes diplomáticos y a menudo habían mediado entre cristianos y musulmanes. En Tierra Santa, ningún tratado de paz y ninguna negociación sobre rescates o intercambio de rehenes se cerraba sin la presencia de los templarios.
Armand, a quien a bordo le adjudicaron un sencillo camarote solo era apto para dormir, observó la llegada del príncipe y se sintió agradablemente sorprendido cuando Malik subió a bordo rápida y ágilmente. El príncipe sarraceno era alto, llevaba el lacio cabello negro más corto que la mayoría de los caballeros cristianos y solo portaba escaso equipaje. Vestía ropa sencilla pero su espada era magnífica. Además, viajaba sin escolta, así que debía de sentirse muy seguro. Puede que ese joven viajara en misión diplomática, pero no cabía duda de que era un guerrero. Armand admiró sus movimientos fluidos: seguro que también manejaría la espada con desenvoltura.
Malik al Kamil saludó amablemente al capitán con una afable sonrisa. Un momento después y sin la menor protesta, ocupó un camarote tan primitivo como el de Armand en la parte central de la nave. Cuando ambos comprobaron que sus camarotes eran anexos, saludó a Armand inclinando la cabeza. Poco después, los dos se encontraron en cubierta y observaron cómo zarpaba la galera. Era temprano por la mañana y el sol bañaba Acre tenuemente. Cuando la silueta de la ciudad se sumergió lentamente en el azul del Mediterráneo, Armand recitó las palabras de un poeta árabe:
—«Acre aún parecía inocente, adormilada pero sin embargo tan bella como una muchacha rubia que parpadea a la luz del amanecer. Sus dorados cabellos se derraman por encima de los techos de las iglesias y los palacios, sus blancas manos se abren hacia el puerto».
El príncipe le dirigió una sonrisa.
—¡Habéis leído a nuestros poetas! —dijo en tono complacido y en francés—. Y sabéis emplear nuestra lengua con gran precisión.
El semblante del príncipe era de rasgos afilados, pero parecía amable y nada duro. Sus ojos castaños expresaban entusiasmo, pero seguro que en ellos también resplandecería el ardor guerrero… y quizá también la suavidad. Armand ya había observado dicha mutabilidad en la mirada de numerosos sarracenos: guerreros valientes hasta la muerte que no obstante lloraban sin avergonzarse cuando las palabras de un poeta los conmovían.
—Solo puedo devolveros el cumplido —contestó Armand haciendo una leve reverencia—. Vos también domináis mi lengua de un modo excelente, lo cual resulta aún más notable puesto que aquí habéis estudiado la lengua de vuestros enemigos, mientras que yo aprendí la árabe en la calle. Nací en Ultramar y todos nuestros criados eran árabes.
El príncipe le guiñó el ojo con expresión burlona.
—¿De modo que llamáis esclavos a vuestros amigos? —preguntó, aunque su sonrisa desmintió la dureza de sus palabras—. Mi padre considera que dominar la lengua de tu enemigo es sensato, ya que de lo contrario, ¿cómo habrían de convertirse en amigos?
Armand volvió a hacer una reverencia.
—Bien dicho, príncipe. Pero los francos también consideran que vuestro padre es sabio. Y en cuanto a nuestros criados… claro que jamás existe la amistad entre amo y esclavo, pero tampoco es necesario que se aborrezcan. Dios coloca a cada uno en su sitio.
El príncipe asintió.
—Vuestro padre tampoco es conocido como un tirano, Armand de Landes, sino como un amo inteligente y justo.
—¿Conocéis mi nombre, príncipe? —preguntó Armand, estupefacto.
—Desde luego —dijo el otro, y rio—. Armand de Landes, hijo de Simon de Landes, cuyo hogar originalmente se encontraba en el sur de Francia y que ahora es castellano en Acre. ¿Acaso creéis que mi padre no hizo averiguaciones sobre esta nave y sus pasajeros? —añadió Malik, fingiendo contar las informaciones de las que disponía con los dedos—. Viajáis por encargo del Gran Maestre de los templarios, con el propósito de llevar una reliquia a Colonia. Una mesa, ¿verdad? ¿Dónde se encuentra? ¿Es que esos diez guerreros están aquí solo para vigilarla? —Y señaló a los dos templarios que se habían situado junto a la entrada de la bodega.
Armand se preguntó si debería sentirse ofendido por haber sido espiado por los árabes de un modo tan obvio, pero por otra parte, el único que podía haberle dado esa información era su propio Gran Maestre, y el supuesto encargo de Armand tampoco era un secreto, así que el joven caballero optó por tomárselo a risa.
—Os equivocáis, príncipe: yo mismo vigilo el tesoro; en realidad nunca me separo de él. Lo protejo con mi cuerpo —dijo y extrajo el pequeño paquete que contenía la reliquia. De todos modos, el hijo del sultán supondría que su viaje se debía a otros motivos aparte de trasladar una astilla de madera: ese tipo de reliquia solía confiarse a algún mercader que comerciara con el extranjero.
—Estoy impresionado —dijo el sarraceno en tono seco.
Entonces ambos jóvenes soltaron una carcajada. Luego se dirigieron a la popa y examinaron las estructuras de la cubierta. Ambos eran caballeros y ambos investigaron las defensas que ofrecían si la nave sufría un ataque o un abordaje.
—¿Sois templario, monsieur Armand? —preguntó Malik por fin—. Hasta ahora no he conocido a ninguno personalmente. ¡Debéis contarme sobre ello!
—¿Así que queréis aprovechar el viaje para averiguar los secretos de la Orden? —repuso Armand, guiñándole un ojo.
El príncipe simuló haber sido desenmascarado.
—¡Por supuesto! Me propongo sonsacaros de dónde provienen vuestros conocimientos secretos sobre arquitectura, construcción de naves, finanzas…
Armand se encogió de hombros.
—Bien, solo soy un doncel corriente, príncipe —dijo—. Pero si he de manifestar mi humilde opinión, creo que se lo debemos todo a la castidad de nuestros caballeros, su disposición a dedicarse por completo a Dios y su ciencia.
El príncipe asintió, y también el templario fingió seriedad.
—Muchos de nuestros grandes arquitectos y artistas eran eunucos —comentó—. Sin embargo, no eran tan combativos como los templarios, pero hablando en serio, monsieur, ¿aún sois un doncel? ¿No sois un poco mayor para eso?
Armand no reveló secretos de los templarios y Malik tampoco habló de la política del sultán, pero ambos se entendían muy bien y eso hizo que el viaje resultara entretenido. Era la primera vez que Armand pasaba cierto tiempo en compañía de un representante de la nobleza sarracena y admiró la cultura y la sinceridad de Malik. Muy pocos príncipes cristianos poseían la misma cultura, entre ellos Federico Hohenstaufen. La mayoría de los caballeros francos ni siquiera sabía leer y escribir. Era asombroso que, no obstante, derrotaran a los sarracenos con bastante frecuencia. Armand se negaba a creer que la brutalidad y el fanatismo triunfaran sobre la sensibilidad y la estrategia, pero quizás era así.
Y aunque de mala gana, tuvo que admitir que el príncipe sarraceno le resultaba más simpático que la mayoría de los caballeros de su propio país. Casi hubiese deseado que la breve relación establecida durante el viaje se convirtiera en una amistad. Pero, al parecer, al príncipe le habían advertido que debía mostrarse cauteloso frente a cualquier cristiano, así que sus conversaciones se limitaron a temas como la arquitectura, la estrategia y la poesía, y dedicaron horas a jugar al ajedrez, un juego que ambos dominaban desde la infancia.
Por fin casi habían alcanzado su primera meta. El estrecho de Messina, que separa Sicilia de Italia, solo se encontraba a un día de viaje. La Fleur du Temple depositaría a su aristocrático pasajero en el puerto de Messina, después atravesaría el estrecho y finalmente alcanzaría Génova. El capitán estaba satisfecho y sus pasajeros y los guardianes de la carga empezaban a relajarse; el viaje había sido muy tranquilo, sin tormentas u otros inconvenientes.
Pero entonces, de madrugada, resonaron gritos y ruido de armas en cubierta. Lo que más alarmó a Armand y Malik —que aún dormían en sus camarotes— fue el tintineo de las espadas. Unos instantes después, ambos se encontraron ante sus camarotes, intercambiaron un breve saludo y echaron un vistazo a sus respectivas armas. Iban en ropa interior, pero se habían armado, por si acaso. Armand llevaba una espada, Malik, la tradicional cimitarra de su pueblo. En silencio, se apresuraron a subir a cubierta, donde reinaba la actividad pero no el pánico.
—¡Capead las velas! —mandó el capitán—. Y por seguridad, poneos en posición de combate. También los marineros han de armarse y que uno vaya a despertar a… ¡Ah, aquí están los señores!
Saludó a sus pasajeros con la cabeza y los puso al tanto de los acontecimientos.
—Hace unos momentos apareció una nave a babor que se aproxima con rapidez. Sois jóvenes y tenéis buena vista: procurad identificar el pabellón. Mi grumete no vio ninguno y tiene vista de lince. Puede que se trate de un error o de una tontería, pero también es posible que la nave enarbole el pabellón negro en cuanto estime que nos consideramos a salvo. En todo caso, no tengo intención de emprender una huida. Aguardaremos aquí y en caso de duda, lucharemos. Sería de ayuda si vosotros también colaboráis.
Ambos caballeros asintieron y Malik manifestó su aprobación; lo que el capitán pretendía hacer era muy valiente: todos los demás mercantes hubieran intentado huir. Si la otra nave resultaba ser un barco pirata, dicha estrategia no habría dado resultado. En su mayoría, los filibusteros navegaban en pequeñas y veloces falúas con las cuales daban alcance a un barco de carga sin mayores dificultades. Y entonces eran los atacantes quienes decidían el momento del abordaje.
Cuando Malik y Armand regresaron a cubierta el sarraceno llevaba una ligera armadura de cuero; los árabes las preferían a las pesadas armaduras de hierro de los cristianos, aunque aquellas no evitaban que sufrieran heridas. A cambio, les proporcionaban una mayor agilidad durante el combate, les permitían eludir las arremetidas de los adversarios y atacar con brío. Por los mismos motivos, Armand había renunciado a la armadura completa y solo llevaba una cota de malla.
Los caballeros intercambiaron una sonrisa.
Casi ningún marinero o grumete poseía una armadura, solo espadas o palos, y seguramente tampoco habían recibido instrucción de esgrima, pero sin duda eran expertos en trifulcas tabernarias y venderían muy caro su pellejo. Por su parte, los templarios que vigilaban el tesoro lucían sus armaduras al completo, quizá con el propósito de intimidar al enemigo.
Si el capitán pirata era listo, cambiaría de rumbo a tiempo.
Pero las cosas se desarrollaron de un modo diferente. Cuando la falúa se aproximó a la galera, izó el pabellón de la calavera y los hombres aparecieron en cubierta con sus espadas y sus arpeos. Los piratas contemplaron los preparativos de los defensores con mucha sangre fría.
—¡Rendíos y bajad las armas! —gritó un hombretón rubio que parecía el jefe pirata—. ¡Y entregadnos vuestra carga!
La respuesta de los templarios fueron sonoras carcajadas.
—¡Sabed que no os rendís a un filibustero cualquiera! ¡Soy Marius de Lombarde, señor del mar de Sicilia!
—¿Lo conocéis? —preguntó el capitán a sus dos pasajeros con el ceño fruncido.
Ambos negaron con la cabeza.
—Bueno, da igual —añadió, poniendo los ojos en blanco y se acercó a la borda—. ¡Os hemos oído, monsieur de Lombarde! —le gritó al pirata—. ¡Pero mañana dará igual cómo os llamabais, así que ahorraos el presentarnos a vuestros hombres! ¡Si queréis mi carga, tendréis que venir por ella!
El templario desenvainó su espada y los piratas lanzaron los primeros arpeos. Después se produjo una espantosa carnicería. Los primeros que se lanzaron al abordaje fueron rechazados por los marineros templarios, que cortaron los cabos de las escalerillas y arrojaron a los asaltantes al mar. Cuantos lograron colgarse de la cubierta se enfrentaron a las espadas de los templarios y de Armand y Malik.
Los piratas lucharon con arrojo, pero no tenían ninguna posibilidad frente a los expertos guerreros. Intentaron atacarlos lanzándose sobre los defensores de a tres o cuatro. Armand, que luchaba delante de un mástil, advirtió que Malik procuraba quitarse de encima a cinco piratas, pero la sangre vertida había vuelto resbaladiza la cubierta y Malik se tambaleaba.
Armand acudió en ayuda del príncipe sarraceno y derribó a dos atacantes de un único mandoble. El árabe acabó con los otros tres. Ambos luchaban espalda contra espalda, pero de pronto los piratas bajaron las armas y dirigieron miradas atónitas al mar.
—¡La falúa está virando a estribor!
—¡Se marcha!
Malik y Armand oyeron gritos y vieron cómo los asaltantes retrocedían y saltaban por la borda para tratar de alcanzar su barco a nado.
—¡Vaya! —exclamó Armand, estupefacto—. ¡El señor del mar de Sicilia pone pies en polvorosa!
—Puede que ya hayamos enviado al bueno de Lombarde a los tiburones y que sea su lugarteniente quien procura poner a salvo su embarcación —comentó Malik—. Probablemente ha tenido en cuenta que su tripulación ha mermado de manera considerable. Podrá recomponerla haciéndose con bellacos como esos en cualquier puerto.
Malik le pegó un puntapié a uno de los cadáveres.
—¿Tendremos que limpiar la cubierta nosotros mismos?
La tripulación estaba ocupada pescando a los frustrados piratas que se mantenían a flote en el agua y maniatándolos; en el siguiente mercado de esclavos proporcionarían una bonita suma, puesto que eran hombres jóvenes y fuertes, pero la satisfacción que le ofrecerían a su futuro dueño era dudosa: al menos a Armand no le parecían dóciles.
Entretanto, el capitán había abierto un tonel de vino.
—¡Venid, brindemos por la victoria! —dijo, tendiéndole una copa a sus pasajeros.
Los tripulantes y los templarios interrumpieron sus tareas para beber también, incluso Malik olvidó excepcionalmente el mandato del Profeta: un trago de vino para recuperar fuerzas después del combate no podía suponer un pecado.
—¡Vuestra espada está muy bien afilada, franco! —le dijo a Armand—. Al parecer, os debo la vida.
—¡Tonterías! Hubierais acabado con esos bribones vos solo, pero me alegro de haberos ayudado.
—No obstante, me gustaría devolveros el detalle —dijo el príncipe.
Armand se encogió de hombros.
—Quizás en otro combate.
Malik sonrió.
—En todo caso, jamás alzaré mi espada contra vos —dijo, se llevó una mano al corazón y luego se la tendió al caballero franco—. ¡A partir de hoy seréis mi compañero de armas! —decretó con firmeza.
Armand le devolvió el gesto y estrechó la mano de su nuevo amigo.
Al día siguiente, Malik al Kamil desembarcó en Messina, pero antes se despidió de Armand con un abrazo. Aunque ambos aseguraron lo contrario, los caballeros dudaron que alguna vez volvieran a encontrarse; las obligaciones de ambos eran muy distintas y aun en caso de que lograran regresar al hogar sanos y salvos, muchas millas y varias fronteras separaban Acre de Alejandría.
Armand desembarcó en Génova y se unió a un grupo de peregrinos que se dirigía a la sagrada ciudad de Colonia a través de los Alpes, por el paso de Brennero.