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—¿Y bien? ¿Qué sucede en la Ciudad Santa? —preguntó el sultán en tono de chanza y salió al amplio balcón de la sala de recepciones del palacio de Alejandría, desde donde se apreciaba un panorama excepcional de la ciudad iluminada por el sol, las cúpulas doradas de las mezquitas, el faro y el mar—. ¿Aún siguen reuniendo astillas de la cruz del Mesías?

Mohamed al Yafa siguió a su señor y cogió un dátil de una fuente cargada de exquisiteces, dispuestas para el sultán y su huésped.

—Que yo sepa, de momento se dedican a repartir los muebles del albergue donde Jesús celebró la Última Cena —contestó sonriendo—. Hace poco, yo también logré compensar los costes del viaje cuando visité Venecia disfrazado de mercader franco. El banco en que aquella noche Jesús tomó asiento junto a Juan, su discípulo predilecto…

El sultán soltó una sonora carcajada. Era un hombre menudo y ágil de unos cincuenta años, en cuyos cabellos y barba renegridos ya aparecían hebras plateadas. Pero la mirada de sus ojos negros como el carbón aún era juvenil y su semblante, vivaz.

—No obstante… —prosiguió Al Yafa y adoptó un tono grave— su Papa confía en que pronto pueda volver a llevarse sus reliquias sin coste alguno. Quiere emprender una nueva cruzada.

Abu-Bakr Malik al Adil, soberano de Egipto, aguzó el oído, ligeramente inquieto.

—¿Crees que podría reunir un ejército digno de mención? —preguntó.

Mohamed al Yafa, su espía en las ciudades de Occidente, se encogió de hombros.

—No me lo parece, mi señor; sin embargo, considero que deberíamos tomárnoslo en serio. Los francos siguen suponiendo una amenaza: nunca sabes cuál será su próxima ocurrencia.

Al Yafa se frotó la barba rubio rojiza. Era un musulmán creyente y muy fiel al sultán, pero su rostro indicaba sus orígenes con claridad. Era de tez clara y sus ojos de mirada aguda eran azules y brillantes como el acero. Todo ello sugería que él también casi había pertenecido a los aborrecidos francos, enemigos de los verdaderos creyentes. Su madre de origen inglés, Elizabeth de Kent, le había contado que su padre era un caballero anglosajón que viajó a Tierra Santa con el séquito de Ricardo Corazón de León.

Lamentablemente, no demostró demasiada habilidad en protegerse a sí mismo y a su familia cuando guerreros sarracenos atacaron a los viajeros en el camino de Jaffa a Acre. En aquella escaramuza el padre de Mohamed encontró la muerte y sus bienes y su mujer cayeron en manos de los bandidos. Por suerte la joven Elizabeth era una beldad y gracias a ello acabó en el harén del sultán. Solo entonces descubrieron que estaba en estado de buena esperanza, pero el padre de Al Adil se mostró compasivo: permitió que la esclava diera a luz a su hijo y que este permaneciera en el harén durante los acostumbrados seis años, si bien recibió el nombre de Mohamed y fue criado en la fe del Profeta.

Elizabeth no se resistió; se daba por satisfecha con haber escapado de los bellacos y los tratantes de esclavos y se mostró muy agradecida. El sultán la apreciaba como ocasional amante y el pequeño Mohamed se convirtió en el compañero de juegos del heredero al trono, apenas mayor que él. Hacía años que ambos aprovechaban el hecho de que Elizabeth le hubiese enseñado diversas lenguas a su hijo y transmitido suficiente información sobre el cristianismo como para que pudiera pasar por un mercader inglés en cualquier lugar.

Ya de niño demostró una gran facilidad para aprender idiomas y ahora dedicaba gran parte del año a viajar por Occidente disfrazado de mercader cristiano, reuniendo información para el sultán. Era una actividad muy lucrativa: Al Yafa se presentaba ante el sultán vistiendo ricos atuendos, y su camisa de brocado enriquecido con hilos dorados era apenas menos preciosa que el atavío del soberano.

—¿Piensas en algo especial, amigo, o solo manifiestas la fundada desconfianza frente a nuestros enemigos? —quiso saber Al Adil.

Al Yafa se encogió de hombros.

—No lo sé, mi señor. Llámalo… llámalo un presentimiento. Los reyes de Castilla, Aragón y Navarra se han aliado contra los almohades de Al Ándalus. El Papa hará que los príncipes alemanes elijan a su pupilo como rey. A lo mejor ese Federico le demuestra su agradecimiento proporcionándole un ejército.

El sultán negó con la cabeza.

—Tonterías, Mohamed, ese ya tiene bastantes problemas en su propio país. Además, aún está en Sicilia, ¿no? ¡Jamás conseguirá organizar una cruzada en un futuro previsible!

—Solo es una especulación, mi señor —replicó Al Yafa en tono humilde—. Quizá me equivoque. Desde luego, Inocencio vuelve a parecer bastante pacífico. Acaba de aceptar una nueva Orden cuyos miembros se denominan a sí mismos minoritas o franciscanos y predican que el poder de la oración supera el de la espada.

El sultán rio.

—¿De veras? Eso no le cuadra al viejo Inocencio. Le encanta oír el entrechocar de los aceros.

—Pero esos monjes mendicantes gozan de una gran aceptación —comentó Mohamed—. Uno tropieza con ellos en cada plaza y cada puerto, viajan por doquier e incluso algunos han sido vistos en tu reino.

—Si no causan problemas, pues que acudan para rezar, eso aún no le ha hecho daño a nadie —dijo Al Adil—. Solo resulta un tanto extraño que el Papa los apoye, pero bueno, eso es asunto suyo. No comprendo qué te inquieta, amigo.

Al Yafa trató de encontrar las palabras adecuadas.

—Solo puedo decirte que no soy el único. Los templarios también están inquietos. Dicen que el Gran Maestre está preocupado. Opina que el Papa planea algo, pero no suelta prenda. No quiero inquietarte, mi dignísimo señor, espada del Profeta… pero ¡deberíamos estar preparados para recibir una sorpresa no precisamente agradable!

El sultán tomó aire.

—Bien, entonces mantendremos listo el ejército, aunque lo hago de mala gana: nada es peor (y más costoso) que un montón de jóvenes guerreros ociosos deseosos de combatir pero que no encuentran un enemigo… y estoy pensando en un joven guerrero muy especial. ¿Estás satisfecho con mi hijo, Mohamed? ¿O ya ha olvidado todo desde que nos dejaste?

Al mencionar a su heredero una sonrisa iluminó el rostro del sultán. Era muy improbable que Malik al Kamil hubiera desatendido sus estudios solo porque su maestro hubiese permanecido un par de meses en el extranjero. Mohamed al Yafa instruía al joven caballero en la lengua de los francos, sobre todo en aquella difícil de aprender hablada en tierras alemanas, y también le enseñaba francés e italiano. El joven hablaba inglés con fluidez, puesto que había pasado unos años en la corte de Ricardo Corazón de León y este lo había armado caballero.

Al Adil opinaba que era necesario estudiar al enemigo para poder combatirlo con mayor eficacia. Según decía, los almohades de Al Ándalus no se tomaban esa máxima con suficiente seriedad y por eso, si el ejército español se reunía, quienes pagarían los platos rotos serían ellos. Su hijo Malik sabía hacer ambas cosas: negociar y combatir. Salía bien parado en los torneos de los francos, pero también dominaba la técnica de combate —a menudo más eficaz— de su propio pueblo. Al Adil se sentía optimista cuando consideraba que en un futuro previsible podría depositar la responsabilidad de su país en manos del joven.

A Mohamed al Yafa también se le dibujó una sonrisa al pensar en su alumno.

—¡Tu hijo y heredero sigue haciéndote honor! —dijo, haciendo una ligera reverencia—. Y la perspectiva del viaje a Sicilia lo anima; ha estudiado la lengua italiana con entusiasmo. Lo enviarás allí, ¿verdad? ¿A pesar de mis… presentimientos?

El plan del príncipe incluía enviarlo a la corte de Sicilia, pero también a algunas ciudades-repúblicas como Génova, con las que Egipto mantenía buenas relaciones. Los Dux y los magistrados se sentirían honrados de darle la bienvenida a un miembro de la casa real egipcia, puesto que no sentían rechazo por las personas de otras creencias. Lo único que les importaba a Venecia, Génova y las otras ciudades portuarias eran las ganancias obtenidas a través del comercio exterior. Confiaban en obtener mejores condiciones si cortejaban al príncipe. Y al propio futuro soberano el viaje le ofrecería la oportunidad de contemplar otros modos de vida: las ciudades-estado y las repúblicas les eran ajenas a los sarracenos.

El sultán asintió con la cabeza.

—¡Precisamente debido a esos presentimientos! Considero positivo que también Malik se forme una idea de lo que se cueza por allí. Y también se encontrará con Federico Hohenstaufen en Sicilia, pues este aún tardará en regresar a Alemania, y puede que se muestre locuaz. A lo mejor conoce los planes del Papa, que es su padrino. En todo caso, Malik frecuentará círculos a los que un mercader no tiene acceso y podrá informarnos desde otra perspectiva.

—¡Una decisión sabia, mi señor! —lo alabó Al Yafa—. Te ruego me permitas ilustrar a tu hijo acerca del mayor alcance de su encargo. Ello avivará su entusiasmo.

El sultán sonrió.

—Con mucho gusto te doy permiso para que le adelantes mis intenciones —dijo—, pero al final seré yo mismo quien le informará al respecto. Estará encantado de formar parte de mis consejeros. ¡Y tú bien sabes cuánto te admira! ¡No cabe duda de que se esforzará por superarte en su papel de espía del sultán!