Armand de Landes dejó a un lado el libro que estaba leyendo. Las palabras de la Prophetissa Teutonica oriunda de Bingen en la lejana Renania no lograban despertar su interés, sobre todo porque sus visiones estaban vertidas en un latín que dejaba mucho que desear. En todo caso, su descripción de la gloria celestial no podía competir con la belleza de la puesta de sol en el Mediterráneo, y tampoco con la visión del desierto iluminado por los últimos rayos de sol, que despertaban resplandores rojos y dorados en la arena y las murallas de Acre mientras el astro rey parecía lanzar flechas plateadas por encima del mar.
Las almenas del templo de Acre ofrecían a Armand una vista panorámica: el cuartel general de la Orden de los Caballeros Pobres de Cristo del Templo de Salomón predominaba por encima de casi todos los edificios del último gran enclave de los francos en Tierra Santa. Armand tuvo que hacer un esfuerzo para desviar la mirada del panorama y procuró que la lectura al menos le proporcionara nuevos conocimientos sobre música y medicina, pero incluso la lista de hierbas curativas y métodos diagnósticos confeccionada por Hildegard von Bingen le resultó bastante primitiva.
—No es necesario que leas eso. Esa mujer era una ignorante y una petulante. Su genialidad consistía en adjudicarse méritos a sí misma. ¡Ni siquiera sabía latín!
Las palabras de la madre Ubaldina expresaban todo su desprecio por su correligionaria ya fallecida. Ella misma hablaba y leía latín con fluidez, y también árabe, griego y arameo. Se rumoreaba que había participado en gran medida en la traducción de los escritos secretos a cuyo descubrimiento los templarios supuestamente debían su poder y sus conocimientos sobre arquitectura, economía y diplomacia.
Sin embargo, la auténtica pasión de la madre Ubaldina era la medicina. Se ocupaba del hospital del Temple y había proporcionado importantes obras a la biblioteca de los caballeros templarios, claro que casi siempre de manera anónima. No había secciones femeninas en la orden del Temple. En su entorno se toleraba la presencia de Ubaldina y de un número reducido de otras benedictinas y cistercienses, pero oficialmente no eran partícipes de los secretos y jamás se mencionaba su presencia ante extraños. Puede que las duras críticas de Ubaldina contra Hildegard von Bingen también se debieran a cierta envidia, pero ni por toda la gloria del mundo aquella monja huesuda y lenguaraz se hubiera dejado encerrar en un convento renano para enseñarles el arte del canto a muchachas de la nobleza.
—Sería mejor que leyeras a Ibn Sina o a Ar Razi —le dijo a su alumno—. Incluso Hipócrates tenía más que decir, si bien en su mayoría sus escritos ya han sido superados. ¿Acaso te intimidan los escritos árabes? ¡Deberías trabajar en ello, Armand! Si de verdad quieres adquirir conocimientos, los idiomas no pueden suponer una barrera. Pero ahora entra, empieza a refrescar y he de hablar contigo por encargo del Gran Maestre.
Armand cerró el libro, abandonó las almenas y siguió a Ubaldina hasta su sobrio estudio junto a la biblioteca. Una conversación por encargo del Gran Maestre: eso no prometía nada bueno. Para ser preciso, sonaba a la obligación de tomar una decisión, y en el fondo hacía tiempo que Armand se lo esperaba. No podía permanecer eternamente bajo el ala de la madre Ubaldina estudiando los secretos de los templarios sin prestarle ayuda a la Orden. Además, no existía ningún inconveniente: Armand provenía de una de las mejores familias, su padre pertenecía a la alta nobleza francesa, su madre era una princesa bávara… pero él era el hijo menor, por tanto no podía contar con una herencia, ni en Outremer ni en el sur de Francia.
Armand sentía interés por las ciencias, pero no era un individuo casero. De hecho, había sido armado caballero hacía tiempo: Jean de Brienne en persona, el rey de Jerusalén, le había dado el espaldarazo; logró destacar en el torneo inmediatamente subsiguiente y había gozado derribando a todos esos caballeros que se habían mofado de él cuando prefería la sala de estudios al campo de batalla. Pero a la larga, ello no suponía una solución y Armand no se hacía ilusiones, puesto que la única manera de ser aceptado como guerrero y también como científico y filósofo suponía formar parte de la Orden de los Templarios.
En el Temple se encontró con personas que compartían su manera de pensar, que apoyaron su afán de saber y que no le impusieron límites de miras estrechos. Los templarios no tenían inconveniente en mantener una relación cordial con judíos y sarracenos si esta era útil para sus fines. Armand hubiese estado encantado de ser uno de ellos… ¡si no fuera por la existencia del juramento de castidad!
A fuer de ser sincero, no se sentía llamado a servir a Dios como monje. Armand era joven, solo tenía dieciocho años y gracias a su rizado cabello castaño claro y sus ojos color avellana era bastante apuesto; le agradaba seguir a las muchachas con la mirada. No había tenido muchas experiencias, pero le complacía contemplar las suaves curvas de las criadas en las tascas de los francos o cavilar sobre los secretos de las beldades aristocráticas que en Ultramar se ocultaban tras sus velos casi en la misma medida que sus hermanas orientales. ¿Es que de verdad merecía la pena renunciar a todo de por vida, solo por los libros?
—Toma asiento, Armand.
Las palabras de Ubaldina interrumpieron sus tristes reflexiones; sirvió una copa de vino para él y otra para ella, lo cual lo desconcertó. ¿Es que pretendía prepararlo para una mala noticia? ¿Acaso el Gran Maestre ya había tomado una decisión?
—Guillaume de Chartres me rogó que te encomendara una tarea, Armand.
Armand arqueó las cejas mientras Ubaldina jugueteaba con su copa. ¿Desde cuándo el Gran Maestre de los templarios se expresaba con tanta cautela? Sobre todo frente a un doncel… Dado que aún no había hecho sus votos, a pesar de toda su dignidad como caballero, Armand ocupaba el rango más bajo en la jerarquía de la Orden, así que más bien era de esperar que recibiera un mandato.
—Para ser precisos, he sido yo quien te propuso —prosiguió la monja, pero luego pareció no saber cómo seguir y bebió un sorbo de vino.
Armand la imitó.
—¡Será un honor para mí, madre Ubaldina! No os decepcionaré, solo habéis de decirme qué he de hacer.
Ubaldina se mordió el labio inferior y, debido a sus rasgos severos y aguileños, el gesto casi resultó cómico.
—Bien… eso es precisamente lo que complica el asunto, hijo mío, porque en realidad ignoramos de qué se trata. Tu tarea consiste en averiguarlo, por así decir…
Armand frunció el ceño.
—¿No sería mejor que me contarais toda la historia?
Ubaldina asintió y jugueteó con su velo con aire pensativo.
—Al parecer, algo está por empezar. Su Santidad el papa Inocencio III ha convocado una tercera cruzada.
Una sonrisa surcó el rostro de Armand, ligeramente tostado y de rasgos finos.
—Bueno, eso no es ninguna novedad. La única pregunta es si en ese caso realmente enviará a los cruzados a Ultramar o si se trata de acabar con ciertos herejes en Francia u otro lugar.
En los últimos años, el fervor papal por convertir herejes se había concentrado en los cátaros del sur de Francia, pero con ello no logró que la mayoría de los albigenses regresaran al seno de la Madre Iglesia, sino que acabaran en la hoguera mientras los cruzados se apropiaban de sus bienes terrenales.
Tanto el padre de Armand como los demás señores de Outremer ya no sentían la misma alegría ante los llamados del Papa, más bien temían a la chusma enviada por la Iglesia. El entusiasmo de los nobles y los ciudadanos respetables por la liberación de Tierra Santa se había desvanecido hacía años. Quien en esas fechas aún cogía la cruz más bien tendía a ser un fugitivo o tenía como objetivo hacerse con un botín. La última leva de la Iglesia en la lucha por los Santos Lugares estaba formada por caballeros bandidos y bribones incapaces de enfrentarse a los ejércitos bien armados de los sarracenos, y por eso luchaban contra los herejes en su propia tierra.
—Si solo fuera eso no resultaría inquietante —dijo Ubaldina—. Pero en Occidente algo se ha puesto en movimiento; no tenemos información concreta, solo es una sospecha compartida por muchos de nuestros legados, especialmente en los ámbitos directamente relacionados con Roma. Al parecer, existe un plan… El Papa está aguardando algo. Parece tenso pero también autosatisfecho, dicen los señores del Temple, no tan impaciente y enfadado como de costumbre, más bien como… como un gato que ronda el cuenco de leche. —Ubaldina sonrió y la expresión pícara le ablandó el rostro—. Claro que yo no he dicho eso, ¡sino monsieur de Chartres! —añadió en tono pudoroso.
Armand tuvo que esforzarse por no soltar una carcajada. Ubaldina jamás lo hubiera admitido, pero hacía tiempo que su alumno sabía que el respeto de la monja por el representante de Dios en la Tierra era apenas mayor que el que sentía por sus ajadas correligionarias en la remota Bingen. El Gran Maestre compartía dicha opinión, al menos en cuanto a la actitud del Santo Padre frente al problema de Tierra Santa. Según su opinión, el Papa no tenía ni idea al respecto.
Y también otras decisiones del Príncipe de la Iglesia les eran ajenas a los templarios. Por ejemplo: ¿por qué el Papa perseguía a los seguidores de Pedro Valdés con tanta dureza cuando poco antes había reconocido la Orden de San Francisco de Asís? Según la opinión de Guillaume de Chartres, los principios de ambos eran idénticos. Tanto el uno como el otro predicaban que había que seguir a Cristo viviendo en la pobreza y habían convertido la proclamación del Evangelio en su único deber.
Armand se restregó la nariz; siempre lo hacía cuando reflexionaba.
—Pero aún no lo comprendo, madre Ubaldina. ¿Qué se supone que puedo hacer yo? ¿He de cabalgar hasta Roma?
La religiosa negó con la cabeza.
—No, no hasta Roma, hijo mío, el acontecimiento no tendrá lugar en Roma. Allí todos están de acuerdo, más bien sospechan que se desatará en tierras francesas o alemanas… Hemos decidido que primero te enviaremos a Colonia.
—Pero ¿por qué a Colonia?, puesto que nadie sabe…
La monja se encogió de hombros.
—Es un intento, Armand. Y tenemos un buen pretexto para enviarte a Colonia. El arzobispo de Colonia le compró una reliquia a uno de los mercaderes de aquí por un precio increíblemente elevado, y ahora intentan encontrar un modo seguro de enviarla allende el mar.
Armand puso los ojos en blanco.
—Supongo que una vez más se trata de una astilla de la Vera Cruz, ¿verdad?
Al igual que todos cuantos se criaron en Tierra Santa y no eran ciegos y sordos, sabía que los mercaderes del lugar —tanto cristianos como sarracenos— hacían grandes negocios con viejos trozos de madera por un precio exorbitante. El Gran Maestre solía bromear diciendo que con todas las astillas que hasta entonces habían llegado a Occidente provistas de un certificado de santidad se podrían fabricar al menos tres cruces.
Ubaldina sacudió la cabeza, pero también sonrió.
—Es un trozo de la mesa en que el Señor celebró la Última Cena. Es algo nuevo, como mínimo, y no hemos de burlarnos. ¡Todo aquello que reafirma la fe de las personas goza de la bendición divina! —añadió la monja y se persignó; Armand la imitó.
—Bien, entonces llevaré esa mesa a Colonia —dijo—. ¡Espero que no sea muy voluminosa!
Ubaldina soltó una carcajada.
—El mercader no es tonto, y seguro que está dispuesto a permitir que un gran número de comunidades reciba un trozo de la santa mesa —dijo imitando los movimientos de un leñador.
Pero Armand estaba demasiado inmerso en el encargo para captar la ironía.
—Pero entonces, ¿qué he de hacer? ¿Debo quedarme allí? ¿Adónde he de ir? ¿Y por qué yo, precisamente? ¿Acaso no hay hermanos más experimentados y aptos para realizar esta… averiguación?
La monja negó con la cabeza.
—Hemos reflexionado al respecto, pero te elegimos a ti conscientemente. Eres joven y perteneces a la nobleza. Nadie espera nada preciso de ti. Una vez que hayas entregado la reliquia, podrás hacer lo que te apetezca sin levantar sospechas. Recaba información en tierras alemanas, o sigue cabalgando hasta Francia. Escucha las palabras de los predicadores callejeros y visita un par de castillos, aunque no creemos que la nobleza guarde alguna relación con el asunto. Hablas alemán y francés con fluidez y ese es otro motivo para enviarte a ti. Y también deberías poder arreglártelas en Italia. Déjate llevar, Armand. No deseamos que hagas nada, porque de todos modos tú solo no puedes impedir nada. Solo has de observar. Sencillamente, nos gustaría saber a qué nos enfrentamos.
Armand bebió otro trago de vino y se removió en la silla, incómodo.
—Más bien parece una aventura que un encargo, madre. Debería fascinarme. Si solo… perdonad, madre, pero habláis como si esperaras que apareciera un monstruo apocalíptico.
Ubaldina no rio, sino que se limitó a vaciar la copa de un trago.
—No sería la primera vez, hijo mío, que la Iglesia desencadena un monstruo que después ignora cómo controlar.