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Cuando Jutta von Meissen la mandó llamar, Gisela von Bärbach no se preocupó. Al contrario, en general la invitación personal significaba la concesión de un pequeño privilegio, quizás un papel en uno de los espectáculos históricos que a la condesa le gustaba montar, o una invitación a cantar y tocar el laúd ante un huésped importante.

Gisela dominaba ambas artes e incluso lograba permanecer sentada mientras lo hacía. Por lo demás, seguía siendo la muchacha vivaz e inquieta que hacía años había llegado a la corte galante de Meissen: una audaz amazona y una prestigiosa cetrera. Formaba parte de las escasas señoritas de la nobleza que criaban sus propios halcones y a los mozos de cuadra les agradaba confiarle corceles jóvenes y briosos.

También aquel día recibió el mensaje de su mentora cuando se encontraba en las caballerizas, tras regresar de una cabalgada con Otto, el pequeño hijo de Jutta, montado en la silla delante de ella; le seguía su hermana Hedwig que ya tenía permiso para montar sola. Su poni debía esforzarse para mantenerse a la par de la yegua de Gisela, pero solo lo lograba porque la muchacha refrenaba su cabalgadura, entre otras cosas para que el pequeño Otto no se cayera del caballo. Pero éste solo quería galopar más rápido.

—¡Mañana montaré un semental! —exclamó cuando un mozo lo ayudó a desmontar—. ¿Acaso crees que no soy capaz de hacerlo? —añadió, blandiendo su espada de madera.

Gisela rio.

—Pues sabrás que no es tan difícil, Otto. Un semental es como un joven caballero: siempre ufanándose de su espada y arremetiendo contra su objetivo sin mirar a derecha ni a izquierda. En cambio, resulta más difícil conducir una yegua, requiere tacto y sensibilidad.

El doncel se ruborizó, y ese había sido el propósito de Gisela. En la corte galante de Jutta von Meissen las damas y los caballeros practicaban el arte del coqueteo inteligente y bastante picante, y las muchachas bonitas y atractivas como Gisela de vez en cuando también disfrutaban tomándoles el pelo y abochornando a los jóvenes que aún no se habían convertido en caballeros. Al fin y al cabo, estaban más próximos en edad a ella que la mayoría de los señores de la corte de Jutta, quienes habían sido armados caballeros hacía tiempo y ya habían participado en torneos.

En su mayoría, los caballeros jóvenes cumplían los veinte antes de osar declararse a una dama. Gisela solo había cumplido los catorce, edad apenas suficiente para escuchar las canciones más explícitas de los trovadores o para recompensar a un caballero vencedor en un torneo con un beso, un premio anhelado por casi todos: tal como había previsto su mentora, Gisela se estaba convirtiendo en una beldad. Era delgada y grácil, pero sus estrechos vestidos de corte a la última moda ya dejaban adivinar ciertas curvas. El cabello rubio, rizado y de un brillo dorado le rodeaba el rostro de tez clara, pero ligeramente tostada por el sol durante sus cabalgadas. Sus labios eran carnosos, pero lo más destacado eran sus vivaces ojos verde claro.

Cuando estaba alegre o enfadada sus ojos despedían chispas, pero en el trato con niños o animales su mirada expresaba calidez y consuelo. Ambas actividades le agradaban; no era el sentido del deber lo que la impulsaba a ocuparse de Otto y sus dos hermanas sino sencillamente el placer. Un día ella misma estaría al frente de un hogar y esperaba darle muchos hijos a su esposo. Ese siempre había sido su deseo y, al pensar en su futuro matrimonio, siempre imaginaba un alegre ajetreo en la habitación de los niños.

Últimamente, esos sueños también incluían a un esposo amante con quien intercambiaba besos y caricias. Observaba en secreto a los jóvenes caballeros que honraban la corte galante de Jutta von Meissen y comparaba sus impresiones y preferencias con las otras jóvenes de la corte. Su preferido era un fornido moreno llamado Guido de Valverde, un caballero de la lejana Italia. Por eso Gisela había intensificado sus estudios del idioma italiano, aunque aprender idiomas se le daba muy bien. Jutta solía tomarle el pelo y decirle que era una charlatana. Gisela consideraba que estar condenada al silencio por no saber idiomas equivalía a una tortura.

Y de hecho, lo que daba alas a la aplicación de Gisela eran las conversaciones. Desde que compartía sus aposentos con la hija de un conde oriunda de Champagne, su francés había hecho grandes progresos.

Ahora se preguntó por qué la mandaría llamar la señora Jutta y albergó la secreta esperanza de que la invitaran a participar en un baile o una representación teatral con Guido de Valverde.

—¡Dile a la señora que iré de inmediato! —le dijo al paje que le comunicó el mensaje en la caballeriza.

Antes debía acompañar a los niños a sus aposentos y dejarlos en manos de su niñera. Además, no podía presentarse ante la condesa con su sucio traje de amazona, así que se dirigió a toda prisa a las habitaciones que compartía con su amiga Amelie y se puso un sobrevestido verde tilo encima de una camisola de fino hilo. Por suerte apareció una doncella que le adecentó el cabello, una tarea harto difícil dada su rizada y abundante melena; siempre debía llevar una cinta o una diadema y la de esmalte que le regalara el mercader Dompfaff aún era su predilecta.

Ahora también volvió a ponérsela y luego se echó un rápido vistazo en un espejo de plata que al menos le devolvía una imagen aproximada de su aspecto. Sonrió complacida: le agradaba lo que veía y confió en que ese día también se viera reflejada en los oscuros ojos de Guido de Valverde.

—¿Verás a tu amado? —bromeó Amelie cuando la muchacha salió apresuradamente de sus aposentos. La pequeña francesa acababa de regresar del jardín, donde había practicado con el laúd junto con otras amigas—. ¿Crees que hoy la señora Jutta te prometerá con tu caballero?

Gisela soltó una risita.

—No lo creo, a menos que Guido se haya hecho repentinamente con un feudo.

Como muchos caballeros de la corte de Jutta, Guido de Valverde formaba parte del contingente de caballeros errantes. En su mayoría eran los hijos menores de familias aristocráticas que no podían proporcionarles más que un caballo y una armadura. Con eso viajaban de un torneo a otro, procurando llamar la atención de los castellanos y sus damas. Si lo lograban, obtenían albergue en sus cortes, ayudaban a defender el castillo y podían volverse tan imprescindibles durante las refriegas que, llegado el momento, el señor del castillo les proporcionaba un feudo. Solo entonces podían empezar a pensar en el matrimonio y en fundar una familia. Sin embargo, la gran mayoría jamás alcanzaba dicha meta.

Gisela esperaba encontrar a Jutta von Meissen rodeada de sus damas y caballeros; por las tardes gustaba de sentarse en el jardín o junto a la chimenea, bordando y escuchando las interpretaciones de los trovadores, tanto los jóvenes como los viejos. Walther von der Vogelweide aún permanecía en la corte, pero Jutta también promocionaba a los jóvenes talentos. Además, recibía poetas y les ofrecía albergue y alimento mientras estos componían odas o poemas épicos. Todos cuantos poseían un talento prometedor eran bienvenidos en su corte galante.

Pero ese día, la dama aguardaba a Gisela a solas en su aposento. Se hallaba sentada junto a la chimenea —encendida hacía unos minutos por un criado—, dedicada al bordado. Estaban en primavera y el día había sido soleado, pero de noche refrescaba. En una mesilla reposaba una copa de buen vino y también le sirvió una a Gisela tras invitarla a tomar asiento a su lado.

La joven se disculpó por el retraso, pero la condesa sonrió e hizo un ademán negativo con la mano.

—Me han dicho que saliste a cabalgar con Otto y Hedwig… ¡Ay, cómo te echarán de menos los niños!

—¿Que me echarán de menos? —dijo Gisela, perpleja—. Pero ¡si no pienso marcharme! —añadió, empezando a sentirse incómoda.

—Me temo que sí —repuso Jutta, y bebió un sorbo de vino—. Te he mandado llamar por un motivo especial, Gisela —añadió en tono afable—. Esta mañana recibí una carta de tu padre…

—¿Le sucede algo a mi familia? —preguntó la joven, inquieta.

—No, en absoluto. No quise asustarte. Tu padre y tu hermano se encuentran bien. Lo que ocurre es que tu padre… te ha prometido. Con un amigo. Desea que regreses a tu hogar para celebrar la boda.

De hecho, Friedrich von Bärbach había dicho «un viejo amigo», pero Jutta no sabía muy bien cómo interpretarlo y no quería inquietar a su pupila.

Sin embargo, la muchacha no pareció preocupada en absoluto y una sonrisa iluminó su rostro.

—¿De verdad, señora? ¿En serio? ¿He de casarme? ¡Pero si solo tengo catorce años!

Jutta volvió a asentir.

—Así es, niña, y me hubiese gustado que prolongaras tu permanencia uno o dos años más, con el fin de perfeccionar tus modales cortesanos, pues ello te hubiera convertido en uno de los mejores partidos de Renania. Pero tu señor padre…

En su carta, Friedrich von Bärbach había dejado claro que no les daba mucha importancia a los modales cortesanos y que el pretendiente de su hija no sentía ningún interés por el tema. Jutta no lo conocía, aunque los caballeros de esa familia habían sido sus huéspedes en alguna ocasión y no habían destacado en absoluto por sus virtudes cortesanas.

—¿De quién se trata? —preguntó Gisela, llena de curiosidad, jugueteando con los lazos de su vestido.

—De un tal señor Von Guntheim —contestó Jutta, casi de mala gana—. Odwin…

Gisela reflexionó con el ceño fruncido y solo llegó a una conclusión después de un rato.

—Sí, recuerdo al viejo Guntheim, como solíamos llamarlo. Acudía a la sala de mi padre para beber. Así que se trata de su hijo… Qué raro, creía que se llamaba Wolfram… pero el viejo Guntheim era muy simpático y creo que antes era un reconocido caballero. Seguro que su hijo también es un buen guerrero. ¿Habéis oído hablar de él?

Jutta negó con la cabeza. No obstante, ello podía carecer de importancia; solo escasos herederos de grandes propiedades justaban en torneos y aún menos en lugares tan alejados de sus feudos. Pero como celebraban combates de exhibición en sus propios castillos, no necesariamente corría la voz de una victoria puesto que los caballeros errantes que destacaban en otros lugares jamás permitían que el señor del castillo saliera derrotado…

—Bien, en todo caso es un gran castillo y seguro que él es un hombre imponente —comentó Gisela en tono esperanzado y con una amplia sonrisa—. ¡Soy la primera, señora Jutta! ¡Soy la primera que vos casaréis!

Jutta von Meissen le dirigió una sonrisa un tanto melancólica.

—Eres la primera entre tus amigas, niña —la corrigió—. Pero yo ya he visto regresar a muchas jóvenes al hogar para casarse.

La condesa eligió dichas palabras adrede. Establecía una gran diferencia entre los matrimonios arreglados por ella y los arreglados por las familias de las muchachas. Según su experiencia, el resultado —sobre todo de estos últimos— no siempre era feliz. Muy pocas de esas casi niñas se casaban con el joven y brillante caballero con que soñaban. Casi ninguna de esas historias acababa como un agridulce romance en la corte del rey Arturo, sueño de todas las jóvenes de su corte.

En el fondo, las señoritas nobles como Gisela solo eran una prenda en el juego de alianzas y enemistades, de feudos y propiedades. Alguna que otra de pronto se encontraba prometida con un niño de ocho o nueve años y debía aguardar a que se convirtiera en adulto. Y otras acababan en el lecho de un anciano que esperaba obtener un heredero de su tercera o cuarta mujer. Jutta y las demás damas que dirigían cortes como la suya se esforzaban por iniciar a los caballeros en las reglas cortesanas para que aprendieran a tratar a sus mujeres de un modo honorable y no las golpearan o las desterraran cuando se oponían a sus deseos. Pero todavía existían demasiados defensores de la vieja escuela que descargaban sus iras en las mujeres que les habían depositado en sus lechos solo para poner fin a una querella o para asegurarse una herencia. En ocasiones, dichas mujeres ni siquiera eran de su agrado, les parecían demasiado jóvenes o viejas, demasiado gordas o delgadas. O porque el hijo deseado no aparecía en el plazo de un año…

Jutta elevó una plegaria, rogando que Gisela no acabara casada con un anciano o un violento. Sentía un gran afecto por la alegre muchachita. Ojalá aquel torbellino rubio se hubiera casado con un caballero siciliano o un castellano de corazón ardiente y viviese en una corte soleada.

—Ve y cuéntaselo a tus amigas, niña —le dijo—. Y mañana reuniremos una dote para ti. Sí: sé que tu padre te proveerá de un ajuar estupendo, pero quiero que también te lleves algo mío a tu nueva vida.

Durante los días siguientes, Gisela se vio inmersa en una vorágine de excitación, regalos y felicitaciones. Las otras muchachas la admiraban, aunque la mayoría también sentía cierta envidia. Las nobles señoritas se encontraban muy a gusto en la corte de Jutta, pero en algún momento empezaban a anhelar fundar su propio hogar. En el caso de Gisela, eso había ocurrido muy pronto y Jutta se esforzó por dedicar los últimos días a darle consejos sobre cómo llevar una casa, tratar con los criados y sobre todo con un marido.

—Tu esposo es tu amo, claro está, y has de obedecerle. Pero existen muchas maneras de presentarle tus deseos y conseguir que actúe según tus ideas. Has de conseguir que te permita dirigir tu hogar según tu parecer, porque en las cortes donde hace tiempo que falta la mano de una mujer, a menudo el bodeguero o el cocinero son quienes tienen la sartén por el mango. ¡Has de impedirlo! Has aprendido a leer y escribir, así que debes comprobar los libros, puesto que así también podrás ponerle límites al capellán de la corte. Encárgate de que te muestre las cartas que redacta para tu marido.

—¿Acaso creéis que mi esposo y yo viviremos en el castillo de su padre? —preguntó Gisela en tono ingenuo.

—¿Y dónde si no, niña? —replicó Jutta sacudiendo la cabeza—. ¿Acaso crees que el viejo Guntheim construirá un castillo para ti y su hijo? He oído que el año pasado, Odwin enterró a su tercera o cuarta esposa.

Jutta von Meissen había oído mucho más acerca de la corte de los Guntheim, pero Gisela no tardaría en averiguarlo. Que disfrutara de la felicidad mientras pudiera. De momento, Jutta volcó todo su afecto en ella y le hizo numerosos regalos, incluso joyas de valor, pero la mayor alegría de Gisela se debía a poder llevarse su caballo predilecto: Jutta le regaló Esmeralda, la pequeña yegua oriunda de tierras hispanas, impetuosa pero de paso seguro.

En realidad, el animal estaba destinado a Hedwig, la hija de la condesa, pero demostraba cada vez más ser una amazona timorata; en cambio, Gisela había ayudado a los mozos de cuadra a criar y domar la yegua, y sentía un gran afecto por el animal. Cuando Jutta le dio permiso para llevarla consigo, le rodeó el cuello con los brazos.

—¡Nunca me separaré de ella! —afirmó la muchacha, rebosante de felicidad—. Será un viaje maravilloso. También montaré a Esmeralda cuando mi marido y yo emprendamos viajes. Seguro que viaja con mucha frecuencia, porque supongo que se encargará de cobrar los impuestos y de supervisar a los campesinos.

Dichos deberes casi siempre recaían sobre los herederos de los castillos, con ello aprendían a conocer sus propiedades y evaluar en qué medida podían exigir mayores impuestos a sus campesinos cuando se producía una querella o cuando afrontaban gastos importantes. En su mayoría, los castellanos procuraban ser justos, entre otras cosas porque de lo contrario sus peones escapaban y se instalaban en las ciudades, cada vez más grandes. Según un dicho, el aire de las ciudades te volvía libre. El señor del castillo ya no tenía derecho sobre quienes habían vivido al menos un año en Maguncia o Colonia sin ser molestados. Sin embargo, había caballeros que no lo admitían y seguían explotando a campesinos y jornaleros.

—Pero no a todos los caballeros les agrada que su mujer los acompañe durante esos viajes —la advirtió Jutta, y se guardó sus otras reflexiones para sí. Al fin y al cabo, también los campesinos tenían hijas bonitas y estas no podían negarle sus favores al futuro señor del castillo—. Solo si tu marido te amara mucho…

Gisela rio.

—¡Seguro que lo hará! —dijo divertida—, dado que me hace ir desde tan lejos y no puede esperar hasta que cumpla los dieciséis o diecisiete… ¡Además, querremos tener hijos pronto, así que no podrá mantenerse alejado de mi lecho durante mucho tiempo!

El optimismo de Gisela no tenía límites. Pasó sus últimos días en Meissen danzando por pasillos y jardines y murmurando el nombre de Odwin.