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Konstanze atravesó el prado florido hasta el linde del bosque con una cesta en la mano, ya llena hasta la mitad con plantas, flores y hierbas a las que Hildegard von Bingen atribuía poderes curativos. Las monjas solían recogerlas y elaboraban elixires, pomadas e infusiones; sin embargo, Konstanze no creía que todas surtieran efecto. De vez en cuando, las afirmaciones de la fundadora del convento acerca de los efectos de las esencias se contradecían con lo que la muchacha descubría en apuntes mucho más antiguos, escritos en latín y griego.

La biblioteca del convento contenía diversos escritos casi olvidados de célebres médicos, tales como Hipócrates y Galeno, aunque solo unas pocas monjas demostraban interés por esos polvorientos códices que a menudo ni siquiera estaban encuadernados sino escritos en pergaminos sueltos. Si bien entre las monjas había mujeres muy instruidas —las benedictinas hacían transcripciones muy correctas de textos en griego y latín, y comprendían muy bien lo que copiaban—, en su mayoría no compartían el ansia de conocimiento de la fundadora.

El afán investigador de Hildegard von Bingen era legendario y con frecuencia las escribientes del convento se encargaban de copiar cartas y negociaciones. No obstante, jamás se criticaban los resultados de la Prophetissa Teutonica, la vidente teutona como también la llamaban, y tampoco los comprobaban; la única que en ciertas ocasiones los cuestionaba era Konstanze. Muchos de los «conocimientos» de la mística radicaban en visiones y experiencias, y la monja no tenía acceso a los escritos de los antiguos maestros porque no dominaba el latín y mucho menos el griego.

Konstanze prefería sumirse en los tesoros secretos de la biblioteca antes que ocuparse de los conocimientos sobre la capacidad curativa de las piedras preciosas o en moler corazones de animales para tratar las dolencias cardíacas de los humanos. Claro que no podía decírselo a nadie, puesto que ya la consideraban una renitente y una rarilla y, si no hubiese sido tan inteligente y diestra en el campo de la medicina, jamás le habrían permitido salir del recinto del convento para recorrer los campos y prados.

Konstanze inspiró el aire fresco y disfrutó de los aromas primaverales. Aún recordaba con horror los primeros años transcurridos en el convento, cuando casi nunca le permitían abandonar su celda, las salas de estudio y la iglesia. Es verdad que no la encerraban, pero el resultado fue aproximadamente el mismo. La novicia Konstanze von Katzbach estaba bajo vigilancia constante y sus maestras eran cualquier cosa menos benévolas. Sin embargo, aún no había logrado descubrir qué error había cometido en aquel entonces.

Al principio, las otras muchachas la habían mirado con desconfianza, porque no era de rancia nobleza. En la intimidad, las novicias se jactaban de los bienes de sus padres y de la dote que habían aportado al convento, todo de un modo muy mundano. Sus hábitos eran de paño fino, mientras que Konstanze solo recibió uno de tela basta, como el que llevaban las hermanas laicas que trabajaban en la cocina o el jardín. Las otras se burlaban de ella porque carecía de ciertas aptitudes que las señoritas de la nobleza aprendían durante la infancia. Konstanze se había criado en el hogar de un campesino. Sabía ordeñar, tejer y ocuparse de un huerto, pero no bordar o tocar el laúd.

Claro que todas sabían que ella tenía visiones y deseaban que les revelara algo. Sobre todo al principio, esperaban que les proporcionara indicios acerca del futuro, pero en ello Konstanze había fracasado más de una vez. Las monjas, en especial la abadesa, no interpretaban las imágenes con la misma benevolencia que los habitantes de su aldea natal. Más bien le hacían preguntas interminables, la obligaban a describir las visiones una y otra vez y procuraban descubrir vínculos con los poderes infernales.

La acusaban de ser una pretenciosa y de intentar destacar, cuando Konstanze hubiera preferido que la dejaran en paz. No quería tener visiones y no se enorgullecía de tenerlas, pero en el convento las sufría con mayor frecuencia que antes, cuando vivía en la aldea. No era ningún milagro, dadas las interminables oraciones, el desarrollo siempre idéntico de las misas, los cánticos y las lecturas, siempre igual de aburridas. En esos casos, su mente vivaz se distraía con facilidad y si no encontraba nada en lo que ocuparse, daba paso rápidamente a las indeseadas visiones. Veía ángeles que se unían al coro de las monjas tras descender del cielo por una escalera dorada. En Pentecostés veía a Jesús recorriendo los campos y bendiciéndolos, seguido de una multitud de ángeles bailando alegremente y luego temblando de frío en la helada iglesia durante la misa de Navidad, veía a María y José —también ateridos— buscando alojamiento. No obstante, para entonces ya sabía que era improbable que ambos hubiesen tenido demasiado frío: en Tierra Santa, en diciembre, el clima era muy benigno.

Con solo pensar en la hermana María, Konstanze experimentaba una sensación de calidez. La médica del convento era la única que la había tratado con afecto durante los primeros años. Incluso tras descubrir sus mentirijillas.

Porque en algún momento, la pequeña Konstanze empezó a mentirles descaradamente a las otras novicias. Se había hartado de que se burlaran de sus visiones. Ocurría que los ángeles danzantes y las Vírgenes Marías muertas de frío no encajaban en absoluto con las sublimes visiones de Hildegard von Bingen, ya que la Prophetissa Teutonica había revelado cosas verdaderamente maravillosas sobre el curso del sol y la luna, la medicina y la música, mientras que hasta entonces Konstanze no había aportado nada a la fe y los conocimientos.

Pero un día, durante la clase dictada por la hermana María, se dio cuenta de que poseía mucha más información sobre las plantas curativas y las especias que las demás novicias y la mayoría de las monjas, y que no se la debía a Dios sino a una abuela con vastos conocimientos sobre las hierbas. Sin embargo, en cierto momento el diablo la impulsó a afirmar que, durante una visión, un ángel le había dicho que la salvia era buena para curar el dolor de garganta y que la consuelda aliviaba los dolores. Para sorpresa de Konstanze, las monjas dieron crédito a sus palabras, solo la madre superiora reaccionó con escepticismo, porque en el fondo no había revelado nada realmente nuevo. Pero ya entonces la muchacha era la mejor alumna del convento en lenguas antiguas y también había descubierto los escritos olvidados de la biblioteca.

Konstanze los estudió con excitación y, a partir de entonces, los «ángeles» le revelaron los síntomas que indicaban una infección y también recetas de purgantes. ¡Por fin había logrado impresionar a la abadesa!

Poco después, la pequeña novicia empezó a buscar remedios contra las enfermedades recurrentes entre las monjas. Cierto día, justo cuando estaba buscando en la obra de Hipócrates información sobre los remedios para las enfermedades oculares, pues una anciana monja estaba perdiendo la vista, la hermana María apareció detrás de su atril.

—Allí no encontrarás la respuesta —dijo en tono amable cuando la muchacha se apresuró a guardar el pergamino griego—. Figura aquí.

Y señaló uno de los códices que reposaban en el estante superior de la biblioteca. Nadie lo alcanzaba y en consecuencia los escritos allí depositados solo eran leídos rara vez.

—No obstante, deberás aprender otra lengua para poder descifrarlos —añadió la monja con una sonrisa.

Konstanze, demasiado estupefacta para inquietarse por haber sido descubierta, los escrutó con sumo interés.

—Pero si es… la lengua de los sarracenos —comentó al observar la indescifrable escritura, similar a una guirnalda de flores.

La monja sonrió.

—A la que Dios, en su insondable sabiduría, también ha creado, al igual que la de los francos, y debido a ello podemos aprovechar su talento para el arte de curar.

—Pero… creí que eran paganos —balbuceó Konstanze.

—¡Este también lo fue! —dijo la monja señalando la obra de Hipócrates—. Prestó su juramento médico ante el altar de Apolo y jamás oyó hablar de Jesucristo. Sea como sea, en su época Nuestro Redentor ni siquiera había nacido.

La hermana María se persignó al pronunciar el nombre de Jesucristo.

—¿Y pensáis que ahí hay más enseñanzas sobre las artes curativas? —preguntó Konstanze, lanzando una mirada anhelante al códice—. ¿Sobre algunas que para nosotras… son desconocidas?

La monja rio.

—Claro, los ángeles aún pueden revelarte muchas cosas —dijo en tono burlón.

—¿Lo… sabíais? —dijo la muchacha, ruborizándose—. ¿Y no me habéis delatado?

—No. ¿Por qué habría de hacerlo, dado que los ángeles no te revelaron nada falso? Solo lamento que no le hubieran transmitido esos conocimientos a nuestra muy respetada Prophetissa, porque entonces en los últimos años hubiese logrado tratar ciertas enfermedades con mayor eficacia.

Konstanze hizo un esfuerzo por comprender.

—¿Así que vos… sabíais todo lo que pone aquí? —dijo señalando la obra de Hipócrates y Galeno—. Pero vos…

—Trato a mis pacientes basándome en los conocimientos médicos básicos de Hildegard, nuestra fundadora, la cual los dejó transcritos para la posteridad en nuestra propia lengua. Así resultan accesibles para numerosas personas y seguro que con ello hizo méritos ante Dios y Su creación, pero no suponían nada nuevo, en especial aquello revelado por los ángeles a la profetisa. ¡Diría que tus ángeles son más expertos en la materia!

Konstanze comprendió y sonrió, abochornada; pero cada respuesta de la hermana María provocaba nuevas preguntas.

—¿Y vos también podéis leerlos? —quiso saber, señalando los códices sarracenos—. ¿Dónde aprendisteis la lengua?

María acercó una escalerilla, se encaramó y cogió los escritos.

—La aprendí de niña —dijo, limpió de polvo las tapas y los depositó en el atril con cuidado—. En Tierra Santa. Era mi lengua materna.

Konstanze, confusa, observó a la monja médica con mirada curiosa: tenía ojos negros como el carbón y la tez oscura. Hasta entonces su aspecto peculiar no le había llamado la atención. En el convento casi no prestaban atención a lo externo, el hábito negro igualaba a todas, pero la hermana María no parecía nacida en Renania.

—Nací en Acre —dijo en tono sereno—. Soy la hija de un príncipe sarraceno; mi verdadero nombre es Mariam al Sidon. Cuando los francos conquistaron la ciudad, mi padre se rindió y mi hermano y yo llegamos a una corte teutónica como rehenes. Allí me crie, recibí una educación cristiana… y cuando debía regresar al hogar y casarme, me negué y en cambio ingresé en este convento. Mi hermano regresó a Tierra Santa y nunca más supe nada de él. Y tampoco del resto de mi familia. Pero conservé mi lengua; mira, esto está redactado por Abu Alí al Usayn ibn Abd Allah ibn Sina: ¡los francos lo llaman Avicena!

Konstanze ya no experimentaba tanto interés por los escritos: la historia de la hermana María le resultaba mucho más fascinante que la medicina.

—Pero ¿por qué no quisisteis casaros? —preguntó—. ¿Por qué preferisteis… esto?

La médica sonrió con cierta melancolía.

—Mi padre quería casarme en Alejandría con un miembro de una corte musulmana. Así que me hubiese visto obligada a retomar mi antigua fe, ¡si es que quería entrar en el harén de mi esposo como primera esposa y no como concubina!

Konstanze la miró con renovado respeto. Era la primera musulmana conversa que conocía. Hasta entonces solo había oído hablar de Cruzadas y mártires francos que se sacrificaban por Cristo. La hermana María incluso había renunciado al matrimonio…

—El harén me daba miedo —reconoció la monja médica—. Mi madre adoptiva me lo describió como una imagen del infierno, aunque yo no lo recordaba así en absoluto: después de todo, nací en un harén. Pero creí a mi madre adoptiva y a los sacerdotes, no quería vivir encerrada en un recinto destinado a las mujeres. —Sonrió—. Y ahora de vez en cuando me pregunto en qué consiste la diferencia entre la vida que rechacé y la que llevo… pero ello linda con la herejía, pequeña, ¡así que no lo has oído! Y yo tampoco quiero saber nada acerca del trasfondo de tus visiones. Bien, ¿quieres aprender a leer estos códices?

Konstanze vaciló.

—¿No podríais limitaros a decirme lo que quiero saber, hermana? Dado que poseéis el conocimiento para curar esa enfermedad ocular…

La monja suspiró.

—Ay, niña, esa enfermedad… hay un medio de curarla, pero se trata de una medida quirúrgica que consiste en pinchar el ojo. No me creo capaz de hacerlo y tampoco les aconsejaría a tus ángeles que lo sugirieran. No podemos actuar como los chapuceros de las ferias, aun cuando estos han conservado algo de la antigua sabiduría. Así que olvida los ojos de la hermana Benedicta, aquí podrás averiguar otras cosas sobre otros remedios. Quizá más de lo poco que yo recuerdo. Ha pasado mucho tiempo desde que estudié estos escritos, muchacha, y tus ojos son más jóvenes que los míos.

A partir de entonces, la hermana oriunda de Tierra Santa le enseñó su idioma natal. Y en las «visiones» de la muchacha de Renania empezaron a deslizarse cada vez más revelaciones procedentes de Oriente extraídas de los escritos de Ar Razi o Ibn Sina.

Mientras que gracias a ello se convertía en una «vidente» respetada, a lo largo de los años las auténticas visiones de Konstanze empezaron a disminuir. Ahora, a los dieciséis años, apenas veía imágenes y eso la alegraba; las otras novicias también dejaron de mofarse de ella. Konstanze era considerada como la sucesora de la hermana María en la botica del convento y eso la complacía. El próximo año haría sus votos y entonces podría dedicarse con mayor celo a la medicina y el cuidado de los enfermos.

La joven no dejaba de repetirse que debería agradecerle a Dios esa vida, abierta ante ella como un libro de fácil lectura. Si no hubiera ingresado en el convento, jamás habría aprendido otros idiomas, el mundo de las bibliotecas no se le hubiese abierto y habría tenido que trabajar mucho más duro en su hogar. En el convento de Rupertsberg, las novicias solo realizaban tareas sencillas, las monjas se dedicaban sobre todo a sus tareas específicas en la iglesia y a las horas de estudio. Vivían confortablemente, mimadas por las laicas cuyo rango era casi idéntico al de las criadas, financiadas por las donaciones de las damas de la nobleza que proveían al convento con gran generosidad. La comida era buena y abundante, la ropa salía limpia y ordenada del lavadero y, en comparación con la vida de su madre y su abuelo, eso era el paraíso… Pero Konstanze no podía evitarlo: ¡aborrecía cada uno de los días que pasaba en aquel lugar!

Se regañaba por dichos pensamientos mientras recogía ajos silvestres para añadir a las hierbas. Cuanto más se acercaba el día de tomar los votos, tanto más a menudo la invadía el anhelo de libertad, de salir fuera sin tener que pedir permiso, ¡o de poder dormir una noche entera —solo una— sin que la despertaran poco después de medianoche para la vigilia y tener que repetir siempre la misma plegaria cuando aún estaba medio dormida! Konstanze consideraba que Dios había creado la noche para que sus criaturas pudieran descansar, y rechazar dicho regalo casi le parecía un pecado…

Además, Konstanze ansiaba la conversación con otras personas: la pequeña comunidad femenina del convento no le bastaba. ¡También le hubiera gustado volver a hablar con un hombre! Y tampoco creía que semejante deseo se debiera a la lascivia, tal como le reprochaba la madre superiora cuando de vez en cuando lograba intercambiar unas palabras con el sacerdote que oficiaba la misa en Rupertsberg.

En realidad no se sentía atraída por el sacerdote ni por su confesor o por alguno de los otros monjes, a quienes apenas conocía. Nunca soñaba con que la besaran o abrazaran, pero había estudiado la correspondencia de Hildegard con hombres como Bernhard de Clairvaux y leído los escritos de médicos y filósofos. Konstanze anhelaba el intercambio de pareceres, compartir sus ideas con personas cuyos horizontes se extendían mucho más allá de los muros del convento de Rupertsberg. Y si de vez en cuando también soñaba con un caballero que la estrechaba entre sus brazos… pues seguro que solo se trataba de pequeñas tentaciones del diablo que superaría con facilidad, ¡si solo la dejaran en paz!

Solo había una criatura masculina con la que Konstanze solía relacionarse fuera del convento, y con esta no tenía que hacerse ningún reproche en cuanto a la lascivia. Peter, su pequeño amigo, no tendría más de diez años. No lo sabía con exactitud, pues sus padres pertenecían a la servidumbre de una obra exterior al convento y no sabían leer ni escribir. Contaban los años según el número de sus hijos: la madre de Peter daba a luz a un niño casi todos los años.

Peter era el mayor y ya realizaba tareas importantes en la aldea: cuidaba ovejas, cuya lana más adelante no servía para confeccionar el fino paño destinado a los hábitos de las monjas, pero sí para la ropa de los criados y las laicas. En invierno las llevaba a pastar en los prados a fin de que rumiaran la escasa hierba como suplemento al heno también escaso, y en verano vivía con ellas al aire libre y vagaba de un prado a otro.

Konstanze casi siempre se encontraba con el chiquillo cuando salía a recoger hierbas por el bosque o el campo, y al niño —a menudo aburrido— le gustaba ayudarle en esa tarea. Casi siempre la sorprendía obsequiándola con un ramito de flores y hierbas que solía secar al sol. En compensación, Konstanze acostumbraba traerle exquisiteces de la cocina del convento.

También ese día había birlado un par de buñuelos que guardaba en la cesta para dárselos al chaval, que siempre estaba hambriento. Su padre hacía grandes esfuerzos para alimentar a su familia y confiaba en que el pequeño pastor se las arreglara al menos en parte por su cuenta, así que Peter ponía trampas para cazar pequeños animales pero rara vez lograba hacerse con un conejo y tampoco era de los que hubieran derrotado a Goliat con la honda. Era un niño debilucho y la escasa comida —sumada a las frías noches que pasaba en el prado junto con los animales— no contribuía a fortalecer sus músculos.

A Konstanze le extrañó que todavía no hubiese aparecido. Hacía casi una hora que recorría el verdor de los prados y, en general, Peter desarrollaba una suerte de sexto sentido que le permitía descubrir cuándo y dónde ella realizaba sus tareas. Para él, la presencia de Konstanze suponía un cambio agradable, al igual que para ella el paseo, y le encantaba charlar con ella mientras se zampaba las exquisiteces a dos carrillos. Konstanze nunca lo regañaba por su carencia de modales: nadie esperaba una conducta cortesana del hijo de un campesino.

Aquel día no había ni rastro de Peter y la muchacha empezó a inquietarse. Puede que el pequeño estuviera enfermo o se hubiera lesionado y nadie lo hubiese advertido. Siempre que las ovejas no se perdieran, nadie se ocupaba del pequeño pastor. Observó el cielo: el sol ya estaba en el cenit y debía regresar al convento para la nona.

Según Hildegard von Bingen, las hierbas que buscaba debían recogerse al mediodía, porque después supuestamente perdían su efecto. Konstanze lo consideraba una superstición, pero la hermana María le había ordenado que se atuviera a ello. La monja médica no quería problemas, así que en la medida de lo posible cumplía con las indicaciones de la fundadora del convento al pie de la letra. Konstanze siempre obedecía esa orden, pero ese día le costaba emprender el camino a casa, preocupada por el chiquillo.

Sabía dónde se encontraba su escondrijo; en cierta ocasión, él le había indicado dónde dormía cuando permanecía junto a las ovejas por las noches. Era un buen lugar: había un par de rocas y si tendía un abrigo por encima quedaba a salvo de la lluvia y el viento. Claro que entonces no podía envolverse en el abrigo, pero el muchacho poseía un vellón de cordero en el cual se acurrucaba. Si seguía a lo largo del arroyuelo que recorría los prados no tardaría en alcanzar el escondrijo de Peter, podría comprobar que se encontraba bien y darle los buñuelos. Konstanze decidió que dicha acción equivalía a una limosna, de modo que dejar de asistir a la oración de la nona no supondría un pecado.

En cuanto se acercó al escondrijo del chaval, la muchacha no tardó en toparse con las primeras ovejas. Pastaban a distancia las unas de las otras; al parecer, Peter no las mantenía reunidas y su perro hirsuto tampoco andaba por allí. Eso la alarmó y echó a correr.

Pero entonces vio que ante las rocas ardía una pequeña hoguera, así que el niño debía de estar bien. Konstanze soltó un suspiro de alivio.

Y por fin también el perro la saludó con un ladrido, aunque no salió del escondrijo. Cuando alcanzó la improvisada choza comprendió el motivo: Peter estaba acurrucado en un rincón, abrazado al perro.

—¿Qué te pasa, Peter? ¿Te encuentras mal? —Tuvo que agacharse para asomarse al interior y comprobó que el pequeño temblaba—. ¿Estás enfermo, Peter?

El chaval no se incorporó, pero negó con la cabeza. Konstanze se sentó junto a la hoguera y aguardó.

—Bien, si no estás enfermo, quizá te apetezcan estos buñuelos —dijo por fin y se los enseñó—. Pero si no tienes hambre, me los comeré yo.

Cuando hizo ademán de pegarle un mordisco al buñuelo, el perro soltó un gañido lastimero y trató de zafarse. Él también quería un buñuelo y Peter siempre estaba dispuesto a compartir las exquisiteces con su único amigo y confidente. Atraídos por el aroma de los buñuelos, ambos acabaron por arrastrarse fuera de la choza.

Aliviada, Konstanze constató que el niño no estaba enfermo, pero sí intimidado y muerto de miedo.

—¿Qué te ha ocurrido, muchacho? —volvió a preguntarle al tiempo que le acariciaba las sucias greñas.

Peter estaba sentado a su lado y le hincó el diente a un buñuelo.

—He… he visto al Señor —soltó sin dejar de masticar, como de costumbre.

—¿Qué dices?

—He visto al Señor. Y las estrellas… cayeron del cielo. Él dijo que eran una señal.

—Últimamente han caído algunas estrellas fugaces —dijo Konstanze, sonriendo. Las monjas las habían visto de camino a la iglesia y también en el convento se especulaba sobre el mensaje que Dios enviaba a la tierra—. Nadie conoce el significado de las estrellas fugaces, pero seguro que no es nada amenazador. Creo que el Señor solo quiere bendecirnos y regalarles una luz a los niños como tú, para iluminarles la noche.

—No, no, él dijo lo que significaban —contestó Peter, negando con la cabeza—. Dijo que enviaría fuego y espadas o algo así si no hago…

—¿Si no haces qué? —preguntó ella, frunciendo el ceño—. Empieza por tragar, los buñuelos no se escaparán. ¿De modo que el Señor habló contigo?

El chico tragó y asintió.

—Se acercó a mi hoguera —dijo—. Parecía un monje… o un peregrino. Sí, era como un peregrino: llevaba un sombrero.

—¿Así que no se limitó a aparecer como por ensalmo? —comentó Konstanze. En sus propias visiones, los ángeles y santos se materializaban de manera bastante repentina.

—¡No, surgió de allí! —exclamó Peter, señalando el bosque. El camino conducía a Maguncia, pero se bifurcaba en diversos lugares—. ¡Y me preguntó si podía tomar asiento!

Konstanze se sorprendió. En sus propias visiones y en las de Hildegard von Bingen, Jesucristo se presentaba con actitud más autoritaria, pero es verdad que a algunos santos se les había aparecido como peregrino o mendigo.

—Le dije que sí, y también le di un poco de comida —continuó el pequeño.

—¿Dices que Jesucristo comió contigo? —Konstanze estaba desconcertada.

—A lo mejor solo era un ángel —replicó el chaval.

En todo caso, la aparición no había tenido inconveniente en disfrutar de los alimentos terrenales.

—Y después me dijo que estaba acostumbrado a pasar hambre. Y que en Tierra Santa todo era horrendo y muy peligroso.

—¿En Tierra Santa? ¿Acaso dijo que venía de allí?

—Sí… no… no lo sé… Pero dijo que en el cielo todos estaban muy tristes porque los paganos aún permanecían allí… en Tierra Santa. Y porque tratan a los peregrinos con mucha maldad… Dijo cosas así. Pero que ahora yo he de cambiarlo.

El buñuelo parecía haber reavivado su espíritu; dejó de balbucear y le ordenó al perro que reuniera a las ovejas.

—¿Dijo que tú, el pequeño Peter, has de liberar Jerusalén? —preguntó Konstanze en tono divertido. La historia le parecía cada vez más inverosímil.

Peter asintió y llamó al perro con un silbido.

—Sí —afirmó—. Porque soy uno de los inocentes. Solo los inocentes lograrán liberar la Ciudad Santa, por eso he de ir a Maguncia y contar lo que el ángel (o el Señor… no estoy seguro pero creo que era Jesucristo), bien, en todo caso he de informar de lo que dijo. Y después debo conducir a los otros inocentes a Jerusalén y rezar. Entonces los paganos depondrán sus espadas y se convertirán al cristianismo.

—Pero ¿cómo se supone que llegaréis hasta allí, Peter? —preguntó Konstanze con una sonrisa y le tendió el segundo buñuelo—. De aquí a Jerusalén hay más de mil millas. Y entre medio se extiende el Mediterráneo…

—Dijo que el mar se abriría —contestó Peter en tono serio—. Eso fue lo que me prometió el ángel. O el Señor. Que lo atravesaríamos sin mojarnos los pies. Como antaño los…

—… los hijos de Israel, encabezados por Moisés. Pero eso ocurrió hace mucho tiempo.

—¡Pero él lo dijo! —insistió Peter para desconcierto de Konstanze, sin hincarle el diente al segundo buñuelo—. Lo que pasa… lo que pasa es que tengo mucho miedo. No puedo predicar. No soy un párroco. Y tampoco quiero marcharme de aquí.

Konstanze asintió con la cabeza y le rodeó el hombro con el brazo. Le costó un esfuerzo, ya no estaba acostumbrada a estar tan próxima a otra persona ni a acariciarla. Antaño, con sus hermanos, le había parecido natural y ahora que Peter se acurrucó entre sus brazos buscando confortarse, comprobó cuánto lo había echado de menos. Pero primero debía encargarse de quitarle el miedo al niño; era imposible que se le hubiera aparecido un ángel. Seguramente se trataba de un peregrino que le habló de Jerusalén y el pequeño había malinterpretado sus palabras. O puede que el hombre fuera un perturbado. En todo caso, debía evitar que el chiquillo fuera por ahí hablando de visiones y apariciones: ella sabía muy bien lo que ello conllevaba.

—¡Presta atención, Peter!: de momento será mejor que no hagas nada —le aconsejó—. Olvida esa historia, ocúpate de las ovejas y no le digas nada a nadie.

Entonces el niño le pegó un mordisco al buñuelo, pero ya no estaba tan hambriento como antes.

—Pero ¿y qué pasa con el fuego del cielo? —preguntó con voz temerosa—. El Señor me castigará si no le hago caso.

—Todos vieron el fuego en el cielo, Peter. Quizá no guarde ninguna relación con el ángel y Dios no se apresurará a castigarte. ¿Conoces la historia de Jonás, ese que no quería ser profeta?

El domingo anterior, el párroco la había mencionado durante el sermón, y Peter debería recordarla.

El pequeño asintió con expresión dubitativa.

—Se lo traga un pez gigante, ¿verdad?

—Así es. Pero antes Dios le pregunta tres veces si realmente se niega a difundir su mensaje. Y después la ballena vuelve a escupirlo, porque Dios no quiso causarle ningún mal, así que no te lanzará a las llamas porque tengas un poco de miedo. Créeme, Peter: si el Señor de verdad ha dispuesto una tarea para ti, se te volverá a aparecer. Mientras tanto has de quedarte tranquilo y no decírselo a nadie, ¿de acuerdo?

Peter le pegó otro mordisco al buñuelo.

—¿Creéis que en ese caso el Señor podrá encontrar a otro más capacitado que yo? —dijo en tono esperanzado.

Konstanze sonrió.

—Quizá. En todo caso, tú no has de preocuparte. Dios Nuestro Señor solo desea tu bien. No te impondrá una tarea que no puedas llevar a cabo —le aseguró, le besó la frente y se puso de pie, no sin antes entregarle el último buñuelo.

Consolado, Peter lo compartió con su perro y Konstanze emprendió el camino a casa.

No llegaría al convento antes de la nona, tendría que darse prisa y poner las hierbas en agua hasta vísperas para que no se estropearan.

Mientras trataba de encontrar una excusa aceptable por el retraso, olvidó al peregrino, la espada flamígera y la conquista de Jerusalén.