Estuve diez días sin saber de mí. Lo primero que vi al abrir los ojos, a la sombra de las cortinas de terciopelo de la cama y en la media luz artificial de la alcoba, fue la gran cabeza de Charvet inclinada sobre la mía. Me hundía en los entreabiertos ojos la mirada aguda y penetrante de los suyos, y los tenía tan cerca de los míos, que le veía una a una las pestañas grisosas.
—¿Me conoce usted, Fernández?
—Sí, maestro —articulé con dificultad y con voz apagada.
—¡Está salvado! —oí que decía, y al volver a cerrar los ojos para hundirme en el pesado letargo, alcancé a ver dos cabezas de mujer que cuchicheaban en la sombra.
Después, nada, ni pensamiento alguno, ni imagen alguna que cruzara la inconsciencia en que estaba sumido. De cuando en cuando unas manos que me levantaban la cabeza, la luz de una bujía, el brillo de una cuchara de plata y el sabor de una droga que me quemaba la garganta; a veces un dolor que me cruzaba la cabeza de sien a sien, y por instantes la sensación de caer, como una piedra entre lo negro de una noche sin astros.
Cuando comenzó a dolerme todo el cuerpo, como magullado y herido, y las sensaciones externas fueron acentuándose, me quejaba como un niño y me debatía como un energúmeno para no tomar las cucharadas.
—Eso es ya la mejoría; va volviendo —decía la voz acariciadora de Charvet—; ya hay voluntad. ¡Si es una naturaleza de hierro!
—Amigo mío —me dijo el primer día en que después de larguísimo sueño y de sentirme vivo al despertar, hice un esfuerzo para moverme—, tiene usted enfermedades capaces de desconcertar al que más seguro esté de su ciencia. Ha estado usted entre la vida y la muerte; hubo un instante en que el corazón estuvo tan débil, que con el oído puesto sobre él esperé las últimas palpitaciones, y en que la temperatura bajó grado y medio de lo normal. Ahora su corazón funciona bien y la temperatura acusa ligera fiebre. Ha sido el mismo accidente de hace un año, pero mucho más grave. Está usted hoy, como entonces, como si hubiera tenido una hemorragia copiosa. ¡Tenemos que hacer sangre, amigo mío!…
Y he hecho sangre, como dice él, en la convalecencia, que le ha parecido rápida y que me ha parecido interminable, porque no veía la hora de ponerme en movimiento; mi juventud y el vigor de mi organización, ayudados por sus sabias indicaciones, triunfaron de la horrible debilidad en que me dejó el vértigo.
Ahora acabo de pasearme por el hotel, que está vacío, completamente vacío, con las paredes y los pisos desnudos. Mis pasos repercuten en los salones desiertos y como agrandados por falta de muebles. Tiene todo él, alumbrado por el frío sol de invierno, la tristeza de los sitios donde vivimos, dejando algo de nosotros mismos, y que no volveremos a ver nunca. Mañana vendrá a habitar entre sus cuatro paredes otro, quizá menos desgraciado que el que lo abandona.
Muebles y objetos de arte, caballos y coches, todo el fastuoso tren que fue como la decoración en que me moví en estos años de vida en el viejo continente, me esperan ya en el vapor que al romper el día comenzará a cruzar las olas verdosas del enorme Atlántico para ir a fondear en la rada donde se alza, con el eléctrico fanal en la mano, la estatua de la Libertad, modelada por Bartholdi.
Voy a pedirles a vulgares ocupaciones mercantiles y al empleo incesante de mi actividad material lo que no me darían ni el amor ni el arte, el secreto para soportar la vida, que me sería imposible en el lugar donde, bajo la tierra, ha quedado una parte de mi alma. El coche que me llevará a la estación para tomar el tren que me aleje de París para siempre irá primero al lugar donde he pasado las mañanas de los últimos días.
Al llegar a él el 28 de octubre, con una tarde destemplada y húmeda, Marinoni se alejó suplicándome que lo esperara por unos momentos. Seguramente quería estar solo para conmemorar el aniversario. Caminé unos pasos, y al sentir lo mojado del piso, fui a detenerme bajo las ramas de un árbol y cerca de una columna que tenía la inscripción medio borrada por los años la lluvia. Recorrí con las miradas el horizonte cobrizo, sobre el cual cortaban sus negruras finas, como los calados de un encaje, las cimas de los árboles de la entrada, sacudidos por el viento. Allá, lejos, entre las sombras que empezaban a envolver el paisaje, dorada por un rayo del sol, brillaba la cúpula de los Inválidos. Por sobre la ciudad, confusamente delineada, sobresalían las masas negras de las torres de Nuestra Señora, y el cielo rojizo se reflejaba en la corriente del río.
Al bajar los ojos hacia el suelo alfombrado por las hojas marchitas, cuyo olor melancólico estaba respirando en la tristeza del paisaje, tropezaron mis miradas con una rama que pendía, rota, del rosal vecino y cuyas tres hojas se agrupaban en la misma disposición que tienen las del camafeo de Helena. Una mariposilla blanca se detuvo sobre ellas un instante, y levantando el vuelo vino a tocarme la frente.
Sobrecogióme al verla el supersticioso terror que me invadió al ver la otra alzarse de entre el ramo de rosas blancas, en la alcoba de Constanza Landseer; me crispó el recuerdo de la pesadilla de Londres, en que, rodando hacia el fondo de un abismo negro, veía arriba, arriba, las tres hojas de una rama y el revoloteo de la mariposa blanca sobre la claridad azul del cielo; y al recordar el horrible sueño, una ansiedad sin nombre, una impresión de miedo irrazonado e irresistible, me aflojó las piernas y me quitó las fuerzas. Comprendí que iba a caerme en ese instante, ahí, sobre el barro, y a morirme del mismo mal que me hizo caer en el bulevar la última noche del año antepasado, al detenerse el volante y cruzarse los punteros de oro sobre la muestra de alabastro. Las doce campanadas ensordecedoras que oí aquella noche comenzaron a sonarme en los oídos. Dando media vuelta para buscar un punto de apoyo en el monumento que tenía a la espalda, y cerrando los ojos, alcance a cogerme de la verja baja de hierro y de la pilastra que formaba la esquina. Caí de rodillas apoyándome con la mano derecha en el suelo y agarrándome con la izquierda de la baranda de metal frío. El desvanecimiento iba pasando y la impresión de terror disminuía. Abrí al fin los ojos. Vi blanco; hice un esfuerzo horrible para levantarme, y de pie ya, agarrado de la baranda, los volví a cerrar instantáneamente, porque sentí que me volvía el vértigo. De repente di un grito de terror. Había sentido unas manos que se apoyaban en mis hombros. Volví la cabeza. Era Marinoni que había vuelto y me había cogido por detrás.
—¿Qué tienes? —preguntó, asustado.
—El vértigo… —alcancé a contestarle.
—Quédate quieto; deja que te pase; yo te tengo para que no te caigas —dijo y me sostuvo con todo su cuerpo—. Suelta la verja; eso es, apóyate en mí. Quédate quieto…
—Ya pasó —le dije al sentir que disminuía gradualmente la angustia, y levanté la cabeza. Al hacerlo, leí la inscripción negra sobre el mármol blanco, que encierra la verja; di otro grito, que sonó en todo el cementerio, y caí desplomado.
De ahí hasta el despertar en la alcoba, con la cabeza apoyada en los almohadones y los ojos de Charvet fijos en los míos, no tengo recuerdo ninguno.
Hace doce días hice mi primera salida para ir al cementerio, a donde he vuelto después, todas las mañanas, a cubrir de flores la losa que reza su nombre y dice la fecha y la hora de su muerte. Es la última hora del año, en que agonicé de angustia frente al reloj de mármol negro, viendo juntarse los punteros de oro para marcar el minuto supremo sobre la muestra de alabastro, tras de la cual creí sentir que iba a aparecérseme lo Desconocido. La hora del tren se acerca. Oigo el ruido del coche que se detiene frente a la puerta del hotel.
Viene a buscarme para ir a llevarle las últimas flores que pondré sobre su tumba.
¿Su tumba? ¿Muerta tú?… ¿Convertida tú en carne que se pudre y que devorarán los gusanos?… ¿Convertida tú en un esqueletito negro que se deshace? No, tú no has muerto; tú estás viva y vivirás siempre, Helena, para realzar el místico delirio de las abuelas agonizantes, arrojando en el alma de los poetas ateos, entenebrecida por las orgías de la carne, el pálido ramo de rosas y para hacer la señal que salva, con los dedos largos de tus manos alabastrinas.
¿Muerta tú?… ¡Jamás! Tú vas por el mundo con la suave gracia de tus contornos de virgen, de tu pálida faz, cuya mortal palidez exangüe alumbran las pupilas azules y enmarca la indómita cabellera que te cae en oscuros rizos sobre los hombros.
¿Muerta tú, Helena?… No, tú no puedes morir. Tal vez no hayas existido nunca y seas sólo un sueño luminoso de mi espíritu; pero eres un sueño más real que eso que los hombres llaman la Realidad. Lo que ellos llaman así es sólo una máscara oscura tras de la cual se asoman y miran los ojos de sombra del misterio, y tú eres el Misterio mismo.
José Fernández, al suspender la lectura, cerró el libro, empastado en marroquí negro, y ajustándole la cerradura de oro con la mano nerviosa, lo colocó sobre la mesa.
Los cuatro amigos guardaron silencio, un silencio absoluto en que se oía el ir y venir de la péndola del antiguo reloj del vestíbulo, el murmullo de la lluvia, que sacudía las ramazones de los árboles del parque, el quejido triste del viento y el revoloteo de las hojas secas contra los cristales del balcón.
Adormecíase en él la semioscuridad carmesí del aposento. El humo tenue de los cigarrillos de Oriente ondeaba en sutiles espirales en el círculo de luz de la lámpara atenuada por la pantalla de encajes antiguos. Blanqueaban las frágiles tazas de china sobre el terciopelo color de sangre de la carpeta, y en el fondo del frasco de cristal tallado, entre la transparencia del aguardiente de Dantzing, los átomos de oro se agitaban luminosos, bailando una ronda, fantástica como un cuento de hadas.