Cinco meses sin haber escrito aquí una línea. Fue un estímulo apenas la noche de delicias pasada con Nelly, una gota de licor para el que agoniza de sed, sed non satiata! Me excitó, bebimos, me emborraché, y ahora tengo en el alma el dejo que queda en el cuerpo después de una borrachera. El baile tuvo por objeto deslumbrarlas, y de tal modo las deslumbró, que cuando amaneció y las últimas notas de la orquesta vibraron en la atmósfera de los salones impregnados de emanaciones humanas y del melancólico perfume de las flores moribundas, ya había besado las tres bocas codiciadas y obtenido de ellas la promesa de las tres citas.
Suntuosa fiesta, al decir de los diarios bulevarderos, que me fastidiaron con los detalles del lujo en ella desplegado por le Richissime Americain don Joseph Fernández et Andrade. ¿Suntuosa fiesta? No sé, pero, en todo caso, un poco más elegante y más artística que las que he alcanzado a ver hasta hoy. Digo más artística, porque en los salones que amueblaban y ornamentaban objetos dignos de figurar en cualquier museo, y en el hall, decorado con exóticas plantas y raras flores, se oyeron los penetrantes sones del violín mágico de Sarasate, las quejas de la guitarra incomparable de Jiménez Manjón y vibraron las cálidas notas, que al decir de Monteverde, cuestan a libra esterlina cada una, de la voz del tenor a la moda. Digo más elegante porque una parte del París frívolo y mundano, que por la tarde se exhibe en la Avenida de las Acacias y se da cita, en las noches de estreno en los grandes teatros, codeó en ella por unas horas al París artista y pensador, que vive encerrado en los talleres, en los gabinetes de experimentación o doblado sobre las páginas que pasado mañana serán el libro a la moda. Según decires, la concurrencia salió sorprendida de las exquisiteces de la mesa y la calidad de los añejos licores. Un murmullo de aprobación corrió por las salas, cuando al mariposear el cotillón agitando en ronda rítmica sus alas de cintas y gasas, se repartieron los regalillos a los danzantes.
La impresión verdaderamente grata que tuve fue ver mezclado lo más distinguido y simpático de la colonia hispanoamericana con lo más linajudo y empingorotado del aristocrático barrio. Logré que los compatriotas que honran a la Tierra con su ciencia, Serrano el filólogo y Mendoza el estadista, dejaran su encierro claustral para asomarse aquí por unos instantes. Duquesas vejanconas de tantísimas campanillas y retumbantes nombres, cuyo origen remonta a la Roma de los Antoninos, paseáronse al brazo de generales, expresidentes de nuestras repúblicas, que ostentaban uniformes más de oro que de paño; hubo miembro del Jockey Club que le hiciera la corte a una chicuela recién llegada, que tenía todavía en los ojos el recuerdo del cielo del trópico y en los oídos el rumor de la brisa entre los cafetales, y hasta se divirtió el grupo donde lucían la calva de Manouvrier, el filósofo espiritualista, las arrugas de Mortha, mi exprofesor de arqueología egipcia, y el monóculo del novelista psicólogo, autor de «Los Perfiles Femeninos», que, despreciando esa noche a las mujeres, que preguntaban por él para hacerle la corte, fue a esconderse entre aquellas anticuallas y a conversar con el doctor Charvet, que me dijo, al pasar por cerca de él, golpeándome el hombro:
—Así se hace. Goce usted suavemente de la vida, amigo mío; goce usted suavemente de la vida.
¿Qué me importó el éxito de la fiesta?… Si mi lucidez de analista me hizo ver que para mis elegantes amigos europeos no dejaré de ser nunca el rastaquouère, que trata de codearse con ellos empinándose sobre sus talegas de oro; y para mis compatriotas no dejaré de ser un farolón que quería mostrarles hasta dónde ha logrado insinuarse en el gran mundo parisiense y en la high life cosmopolita.
Eso no impidió que las tres mujeres concurrieran y que mi plan se realizara.
¿Y eso qué me importa, si ninguna de las tres ha podido darme lo que le pido al amor, y sólo me queda hoy el orgullo de haber seducido en unas horas a las tres bellezas de quien nadie se atrevería a sospechar y que la concurrencia entera designó como las tres reinas de la fiesta?
¿Y eso qué me importa, si yo no vivo para los demás, sino para mí mismo, y si ese triunfo no me satisface, porque sé que tal vez ellas mismas ignoran las razones que tuvo cada una para entregárseme y para colmarme de caricias locas?…
¿Y qué me importan esas ideas sobre el amor, ni qué me importa nada, si lo que siento dentro de mí es el cansancio y el desprecio por todo, el mortal dejo, el spleen horrible, el tedium vitae que, como un monstruo interior cuya hambre no alcanzara a saciarse con el universo, comienza a devorarme el alma?…
¡Vosotros conocisteis ese mal sin nombre y sin remedio, patricios romanos que, hartos de los goces de la carne, ahítos de las declamaciones de los filósofos y de los versos de los poetas y de las creaciones del arte heleno y latino, abandonábais los triclinios de marfil recubiertos de púrpura, sobre los cuales caían en lluvia las aromosas esencias y las rosas de Poestum, tirabais al suelo la áurea copa cincelada, llena de vino de Chypre, y la corona de rosas que os ceñía la frente y, despreciando la sensual delicia que os brindaba la cortesana desnuda a vuestro lado, corríais a buscar en la despreciada enseñanza de los rudos discípulos del Nazareno, en la práctica de la pobreza y de la humildad, una fe nueva y una esperanza sublime que os hiciera cambiar de vida, abrazaros a la cruz, desafiar las iras del Emperador y, transfigurados por el éxtasis, ir a esperar la hora de la muerte bajo las garras de los leones, sobre la arena ensangrentada del circo!
¡Ah!, sí, eso fue entonces. En nuestra época mediocre y ruin no queda camino abierto para las almas del temple de las vuestras, que siente lo que sentisteis. Lo sublime ha huido de la Tierra. La fe ciega que en su regazo de sombra les ofrecía una almohada dónde descansar las cabezas a los cansados de la vida, ha desaparecido del universo. El ojo humano al aplicarlo al lente del microscopio que investiga lo infinitesimal y al lente del enorme telescopio que, vuelto hacia la altura, le revela el cielo, ha encontrado, arriba y abajo, en el átomo y en la inconmensurable nebulosa, una sola materia, sujeta a las mismas leyes que nada tienen que ver con la suerte de los humanos. Sutiles exegetas y concienzudos comentadores estudiaron los viejos textos sagrados y los analizaron descubriendo en ellos no las palabras, que son el camino, la verdad y la vida, sino las sabias prescripciones de los civilizadores de las naciones primitivas y la leyenda forjada por un pueblo de poetas. El cadáver del Redentor de los hombres yace en el sepulcro de la incredulidad, sobre cuya piedra el alma humana llora como lloró la Magdalena sobre el otro sepulcro.
«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…». La oración que la santa de las guedejas de plata me enseñó de rodillas cuando apenas podía balbucirla, viene a mis labios de hombre y no la puedo rezar. ¡Tú estás vacío, oh, cielo, hacia dónde suben las oraciones y los sacrificios!
¡Neomisticismo de Tolstói, teosofismo occidental de las duquesas chifladas, magia blanca del magnífico poeta cabelludo, de quien París se ríe, budismo de los elegantes que usan monóculo y tiran florete; culto a lo divino, de los filósofos que destruyeron la ciencia, culto del yo, inventado por los literatos aburridos de la literatura; espiritismo que crees en las mesas que bailan y en los espíritus que dan golpecitos, grotescas religiones del fin del siglo XIX, asquerosas parodias, plagios de los antiguos cultos, dejad que un hijo del siglo, al agonizar éste, os envuelva en una sola carcajada de desprecio y os escupa a la cara!
Es esa hambre de certidumbres, esa sed de lo absoluto y de lo supremo, esa tendencia de mi espíritu hacia lo alto, lo que he venido engañando con mis aventuras amorosas, como engañaba mi sed de éstas con las jugarretas de las últimas noches de castidad. Pero el hambre de creer no hay con qué saciarla que no sea con la creencia misma… ¿Y en qué creerás, alma mía, alma melancólica y ardiente, si los hombres son ese miserable tropel que se agita, cometiendo infamias, buscando el oro, engañando a las mujeres, burlándose de lo grande, y si ya murieron los dioses?
Quizás el Amor tuvo sabores acres y extáticos que pudieran reemplazar a la fe. El de lo místico vino en las rudas épocas medievales, y en la expansión grandiosa de pasiones que fue del Renacimiento. Amar temblando, porque al través de la puerta de la alcoba, tibia y perfumada por los besos, se oía el ruido de los pasos y de las armas de los matones enviados por el marido, que subían a vengar la afrenta; amar orando, porque la Dama revestía aspecto de Madona; amar sin satisfacer el amor e inmortalizando el nombre de Ella en canciones o en estatuas, ser Benvenuto Cellini o Godofredo, Alighieri, Petrarca o Miguel Angel, cuando Ellas se llamaban Beatriz Portinari, Laura o Vittoria Colonna, fue empresa de hombres; pero hoy, en estas sociedades decrépitas, en que el adulterio es fácil y practicable sin peligro, como un sport; en que la vida de la mujer es toda entera una lenta y gradual preparación para la caída y en que los maridos vienen a visitar al afortunado para pedirle favores, es miseria indigna de un hombre.
Tal vez mi misantropía me lleva a juzgar a esos infelices engañados peor de lo que merecen. Habrán creído que lo que vieron la noche del baile fue un flirt sin consecuencia y explotable para ellos gracias a mi juventud y a mi dinero; pero lo cierto es que las circunstancias se han enlazado de tan extraño modo, que se necesitaría benevolencia de santo para no juzgarlos como los juzgo, por lo menos como unos imbéciles. Oye, Pepillo, me dijo el amigo Rivas, usando el antipático nombre con que me llama; vengo a pedirte un favor que sólo tú puedes hacerme.
—Estoy a tus órdenes —le respondí, creyendo que se trataba de un duelo en que debía acompañarlo como testigo, y sorprendido de oírlo hablar así—. ¿Tomas café? —añadí, ofreciéndole, porque tomaba el mío, acabando de comer en el cuarto de fumar, cuando entró como un huracán, y con aire agitado y la respiración anhelante.
—No, no tomo; me pone nervioso. Oyes, Pepe: vas a hacerme un serviciazo, de ésos que sólo a un amigo íntimo se le pueden pedir. No me lo niegas, ¿eh? —añadió, entrecortado—; júrame que no me lo niegas.
—Si te digo que estoy a tus órdenes.
—¿Conque dejas de ir a Fausto por ayudarme? ¿No tienes plan para esta noche?… Bien, ¡cómo te lo agradezco! Pues, mira: tenemos cuatro, Amorteguí, Rodríguez, Saavedra y yo una cena con cuatro mujeres, pero de lo fino, ¿oyes?… cuatro horizontales que te quedarías bobo si te dijera los nombres… ¡cuatro de lo bueno!, ¡y suponte la que se me atraviesa! Consuelo está indispuesta y no tengo quién me la acompañe y me da pena dejarla sola. Ya ves… Y eso de quedarse uno conversando con su mujer, porque ella se siente débil y de acostarse a las once, después de tomar el té, cuando tiene entre manos una cena con cuatro tipos como Rodríguez y con cuatro mujeres así, de lo fino… No, si estaba desesperado. A fuerza de cavilar mientras comíamos, se me ocurrió la cosa; ¿no ves?… Yo me vuelvo a casa, porque le dije que salía por un momento; entras tú de visita y te haces el afanado; me dices que Amorteguí me estaba buscando con urgencia en el bulevar, porque tiene que hablar conmigo esta noche de un negocio. ¡Te juro que es ella la que me hace salir! Me voy y tú me la acompañas hasta lo más tarde posible, ¿no?, para que no caiga en la cuenta de la hora a que vuelvo, si se desvela, como le sucede casi todas las noches. ¿Qué tal el plan, eh? ¿Cómo te parece mi combinación? ¿Admirable, cierto?… Me ayudas…
—Admirable —le dije—. De mil amores; me tienes allá dentro de media hora a lo sumo. —Y salió hecho unas pascuas, retorciéndose los bigotes y sintiéndose un Maquiavelo.
—¿Qué primor me trae usted ahí? —me preguntó la dejativa y lánguida criatura, cuando después de salir el otro, nos quedamos solos en el cuartico donde recibe a sus íntimos—. ¿Alguna de esas cosas que sólo usted encuentra? —dijo para disimular la turbación en que estaba al sentirse sola conmigo después del beso delicioso cambiado en el fondo del invernáculo desierto donde me la llevé por unos segundos la noche del baile, y de los juramentos de amor con que lo acompañé.
—¿Qué primor me trae, José?… ¿Flores? ¡Dios mío, flores rosadas de las de Guaimis…! ¡Las mismas! —dijo, toda trémula, como acariciando con los ojos el ramo de orquídeas que se había puesto en las rodillas, y que acababa yo de formar en el invernadero al salir de la casa—. ¡Dios mío!, ¿y dónde consigue usted flores de nuestra tierra en París, José?
—En casa, Consuelo —le dije, sentándome a su lado, sobre la misma turquesa de donde se había levantado al verme entrar unos momentos antes—. En casa, Consuelo… Desde una tarde, hace nueve años, tengo siempre, esté donde estuviere, unas plantas que cuido mucho para que den flores de ésas… desde hace nueve años y desde una tarde —dije, mirándola, para ver el efecto de las sugestiva frase que había estudiado desde el momento en que el astuto Rivas me contó su plan en el cuarto de fumar.
Se puso pálida, más pálida que lo está siempre; le temblaron las manos y los labios, y bajó los ojos al suelo.
Nueve años antes, casi niños ella y yo, una tarde deliciosa, una tarde del trópico, de ésas que convidan a soñar y a amar con el aroma de las brisas tibias y la frescura que cae del cielo, sonrosado por el crepúsculo, volvíamos por un camino estrecho, sombreado de corpulentos árboles y encerrado por la maleza, al pueblecillo donde salía a veranear su familia. Nos habíamos adelantado al grupo de paseantes. Yo, diciéndole que la adoraba, recitándole estrofas del Idilio, de Núñez de Arce, y sintiéndome el Pablo de aquella Virginia vestida de muselina blanca, que apoyaba su bracito en el mío.
—Quiero flores de ésas —me dijo, mostrándome un ramo de parásitas rosadas que colgaban de la rama de un arbusto, y al entregárselas, en la semioscuridad del camino, donde el aire era tibio y volaban las luciérnagas y aromaban los naranjos en flor, la cogí en mis brazos y la besé con todo el ardor de mis dieciocho años, y ella me devolvió los idílicos besos con su boca virgen y fresca.
—Son flores de Guaimis, Consuelo —le dije—. Desde esa tarde tengo siempre plantas de ésas en casa para respirar en su olor el beso de entonces, que ha sido el minuto más feliz de mi vida. Desde entonces hasta la noche en que, viviendo, ya aquí, supe que usted se había casado con Rivas, no ha habido un solo día en que no piense en usted con la misma ternura. Si su padre no se hubiera reído entonces de mi amor, porque era yo un niño, y no me hubiera prohibido volver a su casa, como lo hizo, ¡qué feliz hubiera sido y qué distinta mi suerte! Entonces me amó usted, no me lo niegue; déjeme creer que fue así; después me olvidó. Ojalá hubiera hecho yo lo mismo. Antes de anoche, al verla a usted en casa, entre las verduras del invernáculo, con ese vestido de muselina blanca que la hacía parecida a la que me hizo feliz con su cariño de niña, y al sentirme cerca de usted, me olvidé de todo, me sentí el de entonces, sentí por usted el mismo amor de ese instante, aumentado por nueve años de pensar en usted, y tuve la audacia de robarle un beso, que fue un éxtasis… Ahora vengo a pedirle a usted perdón, Consuelo, por esa audacia sin nombre, y se lo pido en nombre de nuestro amor de niños, y de rodillas… Consuelo: ¿me perdona?, continué, ya arrodillado, al pie de ella y besándole las manos, que me abandonaba, inertes. ¿Usted, con toda su dulzura, no le podrá perdonar a un hombre que la ha adorado toda su vida y que no hace más que soñar con usted, que le hable así, porque no puede callar por más tiempo? Dime —añadí, volviendo al tuteo delicioso que usábamos cuando niños—, dime, Consuelo: ¿no ves que te adoro con toda mi alma?, ¿no comprendiste que la fiesta de la otra noche no tuvo más objeto que verte en casa, que sentirte cerca unos minutos, que sentir tus manos en las mías?, ¿no sientes que estas flores tienen el mismo olor de nuestras flores del Guaimis?… Respíralas; ¿no les sientes el olor del beso de entonces?…
Ya la tenía en mis brazos, envuelta, fascinada, subyugada por mi comedia de sentimentalismos, que se transformó dentro de mí en sensual delirio al sentir que me devolvía los besos que le daba, y al oírla decirme: «La otra noche me iba muriendo en el invernáculo cuando me besaste. Yo no he hecho más que pensar en ti desde entonces. Si me casé, fue por venir a París y verte. Yo nunca le he dado un beso a Rivas. Júrame que me adoras, porque me parece un sueño oírtelo decir… ¡José, José! ¡Por Dios! Pero esto es un crimen adorarnos así; un crimen espantoso siendo yo su mujer».
—No, no es un crimen, mi amor; sería un crimen si él te quisiera, si no fuera quien es, si no se hubiera casado contigo por tu fortuna, si no te abandonara como te abandona, si yo no te adorara así, Consuelo, ¿no es cierto que es una locura que me quede aquí un segundo más? —dije, dominándome para lograr la promesa que buscaba, cuando puede volver de un momento a otro y sorprender algo en nuestras caras de la delicia que han sido estos momentos—. ¿No es cierto que es una locura, cuando mañana podemos pasar horas enteras juntos, donde no tengamos que temer, en casa, donde haremos de cuenta que no estamos en París y respiraremos en el invernáculo el olor de nuestros bosques?… ¿Qué? —insistí al oír la respuesta—. ¿Qué? ¿Te da miedo ir? ¿Y no te acuerdas de que estamos en París, donde nadie mira a nadie y de que vivimos a dos pasos?… ¿Alguna vez ha venido Rivas a mediodía, mientras andas tú por los almacenes, o te pregunta dónde has estado? Podemos pasar juntos seis horas, que valdrán para mí por seis años de felicidad… ¿Me tienes miedo?… ¿No sabes que mi amor es tan puro como lo era entonces, que me basta verte, oírte para ser feliz y que no te daré un beso si no quieres?…
Y vino y fue mía; y después ha venido dos veces, sin pedírselo casi, porque ha querido, porque necesita caricias como necesita respirar, y porque el otro, el hombre astuto de las maquiavélicas combinaciones, anda cenando con sus horizontales, que le están comiendo medio lado, y tiene abandonada esa flor de sensualidad y de inocencia, que se pasa muchos días y muchas noches sola, porque no tiene casi relaciones en París.
Con otras armas cayó la otra, la rubia baronesa alemana, que tiene la carnadura dorada de las Venus del Ticiano y está exenta de todo prejuicio, según dice ella, la lectora de Hauptman y de German Bahr. Con ésa afecté frialdad absoluta la noche del baile y me limité a hablarle en alemán y referirle con sencillez el duelo con su pariente el Secretario de Embajada, y a hacerla confidente de mi desprecio por los hombres. Creyéndome de mármol, mientras paseábamos juntos por las salas, emprendió una conversación destinada probablemente a cerciorarse de mis escasas facultades amatorias y a escandalizarme con el desprecio profundo que manifestaba por todas las conveniencias sociales y todas las ideas corrientes sobre moral. La dejé hablar largamente. La oía como si no la entendiera, sin contestarle más que lo necesario, para que siguiera hablando, y clavándole los ojos en el seno de Juno, medio desnudo de un corpiño de terciopelo verde oscuro, sobre el cual esplendían magníficos diamantes, y en los labios rojos como una fresa madura. Clavaba ella los ojos en mí, como buscando el efecto de sus frases audaces y de su belleza majestuosa, y se sonreía con una sonrisa de desafío al verme palidecer por instantes, al crecer dentro de mí la tentación que me estaba crispando los nervios.
—Todas ésas son teorías, señora; teorías y nada más. Usted en la práctica es una puritana rígida y respeta hasta los más estúpidos lazos con que nos sujeta la sociedad. Si usted viviera de verás, más allá del bien y del mal, como dice Nietzsche, sería otra cosa; pero no es así. Si yo le diera a usted un beso ahora —dije, haciéndola sentarse en un saloncito donde no había nadie—, usted haría que su marido me mandara un par de testigos; y si la invitara a comer sola conmigo mañana, a las siete de la noche, no volvería a contestarme el saludo.
—Haga usted el ensayo —me respondió, llevando su audacia y mi excitación al paroxismo y valiéndose de una frase que lo envolvía todo.
La besé frenéticamente, y acudió a la cita al día siguiente por la tarde.
—Lo que me ha fascinado en usted —decía al salir de casa—, es su desprecio por la moral corriente. Los dos nacimos para entendernos. Usted es el sobrehombre, el Ubermensch con que yo soñaba.
Con la Musellaro fue otra historia. So pretexto de amor al arte pagano y de mi entusiasmo por los poetas modernos de Italia, habíamos tenido en los últimos tiempos conversaciones indeciblemente libertinas. La iba a ver desde tres meses antes, los martes por la noche, en que recibe en su casa la flor y nata de los condes y marqueses arruinados y de los pintores y músicos de la Colonia. Me había recitado los más ardientes poemas en que D’Annunzio canta las glorias de la carne, con voz ligeramente ronca y velada, medio cerrados los oscuros ojos que, con la mate blancura de la piel, lo puro del perfil y lo espeso de la cabellera negra, hacen soñar con una romana de los tiempos del Imperio; me había oído decirle cosas sin nombre, sin ruborizarse. Sus formas esculturales y sus ademanes de reina atraían las miradas masculinas la noche del baile. Por haber venido varias veces a casa, con el marido, a ver mis colecciones de medallas, de camafeos y de piedras grabadas, se sentía como en la suya y hacía los honores. Esa noche emanaba de ella un tibio olor de Chypre, que, confundido con el de su cuerpo, la envolvía, al bailar, como en una atmósfera espesa de voluptuosidad. En los brazos redondos y de ideal blancura, sobre el descote cortado en cuadro y sobre los negros cabellos ondeados y brillantes, ardían los rubíes sangrientos, que tenían el mismo matiz de la opaca seda del traje, bordado de argentadas pasamanerías que llevaba puesto.
—Julia —le dije llevándola hacia el rincón donde una copia de la Venus de Milo destaca sus blancuras de mármol sobre la pesada cortina del fondo—, esta noche la belleza de usted embriaga, como embriagaría un vino de Falerno, bebido en copa de oro. Si usted pudiera verse con unos ojos de hombre, se enamoraría de usted misma. Sueña uno al verla a usted con no vivir en este siglo dejativo y triste, en que hasta el placer se mide y se tasa, sino en la época de los Borgias, provoca verla presidiendo una orgía de príncipes, en que el sabor de los besos se mezclara con el del veneno.
—Usted sueña en eso porque tiene músculos de jayán y nervios de artista del Renacimiento; a todos estos parisienses les parezco vulgar, de fijo; para ellos la distinción consiste en ser flaca y pálida. Los dos deberíamos ser más íntimos, porque nos parecemos mucho; ambos somos paganos —me dijo, quemándome con sus miradas de fuego y mareándome con su olor perverso y sugestivo.
—Esa intimidad depende de usted. Si usted viniera a verme el jueves por la mañana, nos sentiríamos paganos hasta las médulas de los huesos; le leería unos versos y le mostraría unas aguafuertes de Felicien Rops, que usted no conoce, porque son dignas del Museo Secreto de Nápoles…
—Si estoy loca por verlas —me dijo, con la cara iluminada por la alegría y estrechándome el brazo contra el seno de diosa—. Vendré a las ocho. Musellaro no se levanta nunca antes de las doce.
Y un beso selló el tácito pacto que contenían aquellas frases; un beso dado detrás de la cortina, a que le volvían las espaldas los concurrentes, empeñados en ver a Sarasate, que se levantaba para comenzar a tocar el violín, al que le arrancaba misteriosos quejidos.
¿Donjuanismo? ¿Seducción?… Respecto de Consuelo, tal vez, en quien toqué las más ocultas fibras del sentimiento al recordarle nuestros infantiles y dulcísimos amores; no con las otras dos, viciosas, coleccionadoras de sensaciones, aleccionadas por quién sabe qué predecesores míos, corrompidas por el arte y la literatura y empeñadas cada una de ellas en ver en mí el personaje que les han mostrado como ideal los librejos ponzoñosos que han leído sin entenderlos. ¿Seducción? No; si nadie seduce a nadie. Si es la idea del placer la que nos seduce… Tan ardiente era el deseo en ellas como en mí; dentro de unos años no recordarán la aventura, y si la recuerdan, les parecerá a ambas tan inocente como me parece a mí ahora.
¿Y esto llaman crimen los moralistas severos, que predican su moral en dramas de tres actos? ¿Crimen? ¡Halagar a una mujer, idealizarle el vicio, ponerle al frente un espejo donde se mire más bella de lo que es, hacerla gozar de la vida por unas horas y quedarse sintiendo desprecio por ella, asco de sí mismo, odio por la grotesca parodia del amor y ganas de algo blanco, como una cima de ventisquero, para quitarse del alma el olor y el sabor de la carne!
Musellaro me llamó la otra noche en el Círculo, donde le habían limpiado los bolsillos la víspera, y con mil zalamerías serviles y poniendo por las cumbres mis conocimientos de arte, me habló de un cofrecito de plata, cincelado por Pollaiuolo, que vendía un amigo suyo en Florencia.
—Vale siete mil francos —me dijo—. Al momento en que supe que lo vendían, pensé en avisárselo a usted, seguro de que se quedará con él. Mi amigo no quiere que se sepa su nombre. Es un objeto que ha pertenecido a su familia desde hace trescientos años, y del cual se desprende, obligado por las circunstancias. Usted sabe cómo van las cosas en Italia.
—De sobra. Telegrafíele usted a primera hora diciéndole que lo ha colocado y que me lo envíe —le respondí—. Le enviaré a usted el cheque mañana mismo.
¡Me río del cofre cincelado por Pollaiuolo! Recibiré algún chirimbolo recién salido del molde. ¡Lo que va a reírse de mí el afortunado marido de la admiradora de Petronio!
El de Olga, el barón alemán delgaducho y triste, que tiene la manía de las estampillas de correo y las colecciona con entusiasmo de colegial, acaba de salir de aquí para pedirme un favor especial. Quiere el Busto del Libertador, una condecoración que da el Gobierno de Venezuela; y al efecto, desea que hable con el simpático mozo autor de Espirales de humo, que representa a aquella nación en París y con quien sabe que me ligan relaciones de amistad. Dentro de unas semanas tendrá su medalla y se la colgará al uniforme para que luzca al lado de las siete con que lo engalana al llevarlo, y recibirá una estampilla de mi colección.
—¿Siempre ha sido así, no es cierto? —preguntó, volviendo a mirarla, como fastidiado por mi solicitud.
—Siempre —le contestó, tendida en la otomana y envuelta en los pliegues de la rosada bata de seda floja que huele a heliotropo blanco—. Siempre —le contestó, sonriendo, con su dulzura de moribunda.
—También es que no quiere salir; mira, Pepillo: tú que estás desocupado, paséala; a mí los negocios no me dejan un minuto libre; si lo tuviera, lo haría. Tú que sabes tanto de cuadros y de estatuas, llévamela a los museos; yo no tengo tiempo. ¿Por qué no vas al Louvre mañana con Fernández? —le preguntó—. ¿No decías que tenías ganas de ir?
—¿Iremos, no, José? Es que cuando uno no está acostumbrada a la vida de Europa, no se le ocurre salir con un amigo, ¿cierto?… Y los ojos árabes me miraban con delicia, y la cabeza, recostada sobre los cojines blandos de la otomana, me ofrecía millones de besos para el día siguiente.
—Es que las mujeres no malician lo que lo absorben a uno los negocios —continuó el otro—. Tú que sabes la complicación de los míos, suponte si tendré tiempo para pasearla y distraerla como querría…
¿Y si lo tienes para jugar billar y bacarat en el club y para pasarte las semanas enteras con tus famosas horizontales e ir a cenar con ellas, grandísimo tarambana?, pensaba yo entre mí al oírlo.
—¿De modo, Paco, que me autorizas formalmente para pasearla y distraerla? —le pregunté con una frialdad de viejo de setenta años.
—Le vengo suplicando desde que llegó, que salga a conocer a París, ¡y maldito el caso que me hace!
—Oiga usted, Consuelo: su marido me la entrega para que la haga pasear y la distraiga; después usted no alegue que no le ha dado permiso para ir a tal o cual parte.
—No, llévala a donde quieras; ve con Fernández a donde te lleve, ¿oyes?… ¡Ah!, las diez —dijo, sacando el reloj—; tengo que salir; tú me excusas, ¿cierto? Tengo una cita con Amorteguí para un negocio importante.
Dizque al día siguiente le preguntó ella que si no hablarían los que nos conocen al vernos juntos en mi coche, y le dijo él soltando la carcajada:
—No: si a Fernández lo conocen todos… ¿Tú sabes cómo lo llaman? El Casto José. No te afanes por lo que digan, que no dirán nada…
¡Y me lo contaba ella, riéndose con la boca carnuda y deliciosa, recostada en uno de los divanes de mi biblioteca! Me voy a pasar contigo los días enteros, si quieres, me decía; para que me consientas y me quieras; si no, me muero… Estoy muy enferma, ¿sabes? Tengo fiebrecita todas las noches, desde hace un año, desde que vine. No estudies tanto, agregaba, viendo los atlas, las cartas geográficas, los gruesos volúmenes abiertos sobre las mesas y los estantes enormes de la biblioteca; te matas si sigues estudiando así. Mira: vas a descansar paseándome; desde mañana le echo la llave a este cuarto de viejo y comenzamos nuestras excursiones…
Dicho y hecho. Como no quería que la vieran conmigo, los sitios predilectos fueron los alrededores de París, los pueblecitos rientes y llenos de verdura, las salas de los museos, las iglesias más distantes del centro.
Cluny no me gusta; hay allí tanto vejestorio, y aquello huele a sacristía; lo que me encanta es el Luxemburgo, que tiene cuadros nuevos, y esos jardines tan lindos, cerca.
—¿Y esto es lo que ponderan? —me preguntaba, viendo los arcos de piedra renegrida y las misteriosas esculturas de las torres de Nuestra Señora—. ¡Cuánto más linda San Francisco, que es nueva y tiene tantos dorados! Yo comencé una vez a leer una novela que se llama como esta iglesia, y no seguí porque no entendía nada. ¿Tú has oído hablar de ella?… Creo que es de Dumas.
Resucitó con mi amor. Dio en no querer que saliéramos y se pasaba los días envuelta en la rosada bata de seda floja, viendo dibujos a la sanguínea, aguafuertes, grabados en acero y acuarelas de los que guardan mis cartones; examinando los camafeos uno por uno. Mira esta pintura, me decía, mostrándomela y paseando por las salas desiertas sus miradas curiosas y la languidez dejativa y rítmica de su cuerpo delicioso, que ondula como las palmas de nuestra tierra, al soplo del viento del mar. ¿Hacerla comer algo que la alimentara?… No; golosinas y frutas, pastelillos rellenos de confituras, confites, caramelos y almendras de la casa Boissier y albérchigos y uvas moscateles, que destrozaba con sus dientes de azulosa blancura.
—Te vas a morir de anemia, Consuelo —le dije una mañana, en que, sentados ambos en el comedor, no quería probar un ala de pollo que le ofrecía, suplicándole.
—Pero si tú sabes que nunca como carne. Dame café negro; eso sí, y una copita de marrasquino —continuó tendiéndome la taza de Sevres y la frágil copa en forma de lirio—. Dime: ¿a que tú no has pensado en esto?, ¿qué tienen aquí que sea tan bueno como lo que tenemos nosotros allá? Mira el café, el chocolate, las piñas, la vainilla, las esmeraldas, el oro, todo eso, que es lo mejor, viene de nuestra tierra. ¿Te acuerdas de las piñas del Guaimis?… Se las manda coger uno a los negros, y se las traen por montones… ¡Aquí sólo las comen los millonarios, los príncipes!… ¿De qué te ríes? —me preguntó, seria, al ver la sonrisa que no pude contener al oírla…
—De pensar que a las mujeres que nacen allá no las consiguen ni los príncipes —le dije, aludiendo a la carcajada que le soltó al de Pontavento la noche del baile en que quiso besarle una mano.
—No, ésas son para los que las conocen desde que nacieron y las consienten como tú a mí. Éstas de aquí serán más lindas y más elegantes —dijo—; pero no saben querer. Aquí nadie quiere a nadie. ¿Sabes tú lo que a mí me parecen las parisienses? Muñecas vivas —añadió, soltando una carcajada—. ¿Tú crees que alguna de ésas es capaz de querer como queremos nosotras?…
Así se han ido tres meses casi, en diálogos de ésos, en siestas dormidas en las dos hamacas, que hice colocar entre las palmas del invernáculo, en paseos de que volvíamos con los ojos llenos del color y el olor del campo, donde pasábamos las mañanas en rasguear una bandola que tenía yo en mi escritorio como adorno y hacer sonar en el aire de París las dejativas canciones de la tierra donde nacimos… Le he ofrecido ir a San Sebastián y a Biarritz, para donde se la llevó Paco a ver toros.
—Oye: allá oiremos siquiera hablar español y no me llamarán Madame. Vamos a estar felices; vendrás, ¿cierto?
—¡Me la has curado, Pepillo! Mírala cómo está de rosada y de gorda… Han sido los paseos contigo. No sé cómo agradecértelo. Si vieras el bueno humor que tiene ahora. Antes vivía suspirando. Ven a San Sebastián y allá completarás la obra. ¿Te esperamos precisamente? Instale tú, Consuelo —le decía el marido esta mañana, al dejarlos en la estación, donde cruzamos la última mirada, y le estreché la mano, que no volveré a sentir en las mías por mucho tiempo, porque, cansado de besos, de mimos, de enervamientos y de lascivias, me iré dentro de tres semanas a Nueva York a ver si los negocios a la americana y el hard work me curan del mal de vivir y del asco de la vida, que estoy sintiendo.