28 de abril

¡Oh, la extraña y deliciosa criatura! Entramos juntos, abrió con su llave la puerta del vestíbulo, que atravesó rápidamente, y cuando llegué al saloncito amable, después de quitarme el abrigo, en uno de cuyos amplios bolsillos estaba el collar de diamantes disimulado entre las flores, ya había encendido las lámparas. La desnudez de la pieza estrecha, amueblada sólo con dos sillas, un diván, un velador y una lámpara, y la expresión de su carita seria, disiparon mis últimas dudas. No, aquélla no era una mujer comprable; ¡quién sabe qué capricho loco por la valiosa joya la había hecho recibirme, y qué había entendido al oír mi frase brutal!

—Siéntese usted —me dijo, ya sentada en un sillón de brocatel grisoso, al pie de una alta lámpara, de la cual caía, en cuadro, la luz sobre la alfombra, suavizada por un pantallón de gasa de un verde desteñido.

Fue ella quien rompió primero el silencio. Yo me contenté, mientras duró éste, con extasiarme los ojos recorriéndola toda, desde la masa espesa de los cabellos oscuros, que le coronaban la cabeza, de enérgica y finas facciones, hasta los piececitos angostos y largos que calzados con un zapato bajo de resplandeciente charol, dejaban adivinar su blancura por entre los calados de la media de seda negra, fina como un encaje.

—¿Usted ha vivido en los Estados Unidos? —fue la primera frase que, después de otro silencio, me dirigió la boca encarnada y fresca, en un francés gutural y bronco, que me hizo sonreír involuntariamente al oírlo—. ¿No?… Eso equivale, más o menos, a que usted no me entienda y tal vez a que me juzgue mal, y lo probable es que no podamos hacer nada —continuó asomándosele a los ojos la misma tristeza de niño consentido a quien se le niega un juguete, que le había visto en la joyería al oír los precios de los diamantes—. ¡Ah, pero usted habla inglés mejor que yo! Tal vez podamos entendernos; perdone usted que lo deje solo unos segundos, añadió, levantándose.

¡Estas americanas del Norte!, pensaba para mi coleto, haciendo mía la frase del empleado de Bassot, que había oído por la mañana.

—Aquí están —dijo, poniendo sobre una mesita que acercó, unas cajas de terciopelo y de raso y encendiendo dos bujías para facilitarme el examen—. Véalas usted, avalúelas y después le haré mi propuesta.

—Valen la mitad de lo que vale el mejor de los collares que usted vio en la calle de la Paz —le contesté con calma imperturbable y sin una sonrisa, después de examinar el contenido de los estuches, marcados los unos con el nombre de Tiffany, los otros con los de varios joyeros parisienses de segundo orden, y donde no había una sola piedra sin defecto—. Esto ha sido escogido más en vista del tamaño que de la calidad; usted convendrá conmigo en que los diamantes, o son pajizos o tienen defectos, rayas o quebraduras que los hacen desmerecer; en que los rubíes no son del mismo matiz y en que una de las esmeraldas del broche es más pálida que las otras y tiene jardín —le dije asumiendo de lleno mi papel de negociante en joyas.

—¡Cosas de John, que no distingue! Yo prefiero un diamantito así de grande, dijo mostrándome la punta de la uña rosada, blanca y brillante de uno de los dedos, pero que no tenga mácula, a una tapa de botellón con viso pajizo. Y, sonriéndose por primera vez: ¡usted es un maestro, y qué refinado!, how refined —añadió sin quitar los ojos de la perla negra que me abotonaba la pechera—. Pero, en fin: usted conviene conmigo en que estas joyas valen la mitad de lo que vale el collar; pues oiga usted mi propuesta: le daré a usted mi nombre, que ya va siendo una garantía, y esto —dijo, mostrando los estuches y un pagaré por la diferencia con el precio del collar—. Dentro de tres meses le enviaré de Chicago el valor total de éste, y usted me devolverá lo mío, junto con el pagaré cancelado, entregándolo todo en el Consulado de los Estados Unidos, donde formalizaremos la operación, mañana, a primera hora. ¿Acepta usted? —preguntó, sonriéndose con alegría.

—No acepto, señora —respondí con estudiada frialdad, deleitándome en ver cómo bajaba los ojos, que se le humedecieron, y cómo le caía sobre las mejillas la sombra de las largas pestañas crespas—. ¿Qué ganaría yo con ese negocio?

—Como usted me dijo esta mañana que podría procurarme el collar —contestó con un mohín de despecho.

—Pero usted entendió mal —comencé, con una voz que trataba de hacer firme, sin lograrlo—. Hay una combinación por la cual usted tendrá la joya esta noche, sin pagar ni un centavo por ella —insinué, mirándole al fondo de los ojos, que había levantado del suelo, ya serenos, y que me miraban fijamente.

—Se ha equivocado usted, señor —me contestó, encendiéndosele las mejillas y poniéndose en pie con un movimiento brusco de todo el cuerpo y mirándome con una expresión profunda de desprecio y de ira—. ¡Se ha equivocado usted, señor! ¿Conque se ha atrevido usted a creer que mi pasión por las piedras va hasta hacerme olvidar quién soy y que esos diamantes pueden comprarme?… ¿Pero no ve usted, infeliz que esas cajas llenas de joyas que le ofrezco son mías, muy mías?… ¡Ah, es que usted no sabe mi nombre y cree que le voy a robar la diferencia —dijo gritando—, soy Nelly…! —y ahí un apellido alemán con falsa terminación inglesa, el de un millonario de Chicago, conocido en el mundo entero como uno de los más fuertes empresarios de ferrocarriles de los Estados Unidos—. ¡Qué bien se ve que no ha vivido usted en mi tierra cuando entiende tan mal mi proceder y me juzga así! —continuó sin sentarse y con la expresión de angustia de quien se siente manchado por infame e inmerecida sospecha.

Recogí el fino pañuelo de batista y encajes, perfumado de clavel, que se le cayó al suelo al levantarse, y le dije, respirando el olor y con voz dulce:

—Señora: hónreme usted con permitirme permanecer aquí unos instantes más, y crea usted que habla con un caballero. —Puse el pañuelillo sobre el velador y busqué nervioso la cartera, y abriéndola le tendí una de mis tarjetas de visita—. Si usted se siente ofendida al terminar nuestra conversación, que me envíe su marido mañana dos testigos que arreglen con los míos las condiciones de un encuentro… Usted le dirá que esta noche me he entrado tras de usted, que volvía a su casa, y que he pretendido besarla y poseerla. Haga usted eso, pero déjeme hablarle —le grité, casi poseído de la furia de coronar el plan que se había formado dentro de mí en esos minutos.

¡Cómo! ¿Usted es el señor Fernández, don José Fernández, el autor de los Poemas Paganos, que tradujo Murray? —dijo, sentada ya y alzando los ojos de la diminuta hoja de papel bristol—. Y yo que no lo había reconocido… También es que el retrato es muy viejo, ¿cierto? No tenía usted barba entonces… Ignoraba completamente que viviera en París. Siéntese usted, señor Fernández; va usted a tomar el té conmigo y vamos a hablar de sus versos. Así olvidaremos la estúpida historia del collar…

¡Ah! ¿Conque leíste el articulillo aquel publicado en un magazine de Boston y escrito por el yanqui que visitó mi tierra y que me pagó los quinientos dólares que le presté, llamándome en él gran poeta, traduciendo una parte de mis estrofas y haciendo imprimir con su traducción el retrato que acompaña la segunda edición de Los Primeros Versos? ¿Con que lo has leído, mi yanqui adorable y frenéticamente altiva, y quieres que hablemos de mis Poemas Pagano?

—Hablemos de sus versos, de los Poemas Paganos. Los conozco en la traducción de Murray, publicada en el «Nort American Magazine». ¡Qué hermosos, fascinadores! How lovely, fascinating —dijo, sonriéndome—, hablemos de sus versos, señor Fernández.

—No, señora; hablemos de usted y del collar que usted desea y que su marido no quiere comprarle, que le está haciendo cometer locuras y que me ha hecho a mí presentarme en su casa y tener el honor de hablar con usted.

—Vuelve usted al collar… Sea… ¿Qué es lo que pretende usted decirme? —me dijo con mal disimulada impaciencia y un gesto de orgullo—. Tengo la esperanza de que usted me crea una señora y de que no va a hacerme perder la ilusión de creerlo a usted un caballero.

—Lo que pretendo decirle —comencé, temblándome la voz de emoción—, es que le suplico a usted, del modo más respetuoso, que acepte esa joya que pongo a sus pies sin pedirle más sino que, cuando la luzca usted sobre su cuerpo de diosa, recuerde usted al hombre a quien hizo feliz permitiéndole satisfacer un antojo suyo. Si usted acepta mi propuesta, el collar estará en sus manos dentro de un minuto y yo me iré sin haberla besado, para no volver a verla, si usted lo exige.

—¿Habla usted en serio? —me preguntó con honda agitación inexplicable, al oír mi respuesta.

—Señora: sólo espero que usted me permita y luego irme, porque temo ser inoportuno.

—¡Dios mío, Dios mío! ¡Busca el modo de hacerme feliz y me conoció esta mañana; y el otro me insulta cuando le ruego y me deja sola para irse a buscar mujeres perdidas en Nueva York! ¡Qué vida! —articuló entre los sollozos que la ahogaban, acostando la cabeza contra el espaldar del sillón y cubriéndose los ojos llenos de lágrimas con el pañuelito de batista oloroso a claveles.

Los sollozos la sacudían toda; los nervios triunfaban de aquella naturaleza rica y enérgica.

Salí a la antecámara, busqué el ramo y entrando en puntas de pies fui a arrodillarme junto al sillón donde lloraba, como la serpiente se arrastró al pie de Eva inocente al ofrecerle la poma. Los sollozos y las lágrimas seguían, y yo guardaba silencio.

—¡Nelly! —le dije cuando comenzó a calmarse, circuyéndole el talle fino con un brazo, acariciándole la frente con las flores del ramo, y cantándole una cancioncilla monótona con que las nodrizas en Florida arrullan a los chiquillos para que se duerman—. No llore, Nelly; las flores la están besando para contentarla; los diamantes la quieren ver, Nelly linda y fresca como las flores; Nelly radiosa y fría como los diamantes que valen menos que esas lágrimas.

Vencida por aquellos mimos y sorprendida al oírlos, apartó el pañuelo y hundió los ojos en los purpúreos cálices de las gloxinias y en las blancas hojas de las gardenias, donde temblaban los diamantes como gotas de luz.

—No, no —dijo sonriéndose, con una sonrisa que le alumbraba los ojos húmedos como un rayo de sol un paisaje de primavera recién mojado por la lluvia—. No, no; si usted no acepta mi propuesta, no me hable más; eso vale una suma loca. Mi padre, que es millonario y que me adora, nunca me los habría regalado. No, lléveselos usted y regáleme las flores. ¡Están lindas!, dijo, respirando el ramo. Guarde usted eso, recogiendo el hilo de platino, animado de luminosa vida por la palpitación blanca, roja, azul de las pedrerías radiosas que se irisaban a la luz de las bujías y de la lámpara. Fernández: ¿por qué me quiere usted regalar eso?

Hablábamos, ella con la cabeza adorable, cuyos oscuros rizos me acariciaban la frente, doblada sobre la mía, que casi se apoyaba en sus rodillas, hincado como estaba a sus pies, respirando su aroma de flor y circuyéndola con los brazos.

—Porque los poetas andan por el mundo sólo para realizar los antojos de las diosas como usted —le respondí cubriendo de besos una de las manos suaves y frías, conque hacía esfuerzos para alejarme de ella—. Nelly: esos diamantes van a hacer que usted se acuerde de mí al verlos más tarde; no me niegue usted la delicia de pensar que voy a vivir en su memoria en sus noches de triunfo.

Y mis labios, recorriendo los ramales azulosos de las venas, que se transparentaban bajo el fino cutis de la muñeca delgada, subían por el brazo torneado y blanco, desnudo hasta el codo de la negra manga de opaca seda ornamentada de azabaches.

—¿Y por qué quiere que yo me acuerde de usted por los diamantes? Me acordaré de usted porque sé sus versos deliciosos y porque lo he visto así arrodillado a mis pies, queriendo realizar un antojo mío a costa de una suma enorme y diciéndome cosas que nadie me había dicho nunca… ¡Qué cosas las que usted me dice! Cómo se ve que usted es poeta, un gran poeta, añadió con tono convencido. ¿Quiere usted oír sus versos, dichos por mí en mi lengua? Es menos hermosa que la suya. Los sé de memoria. Oiga usted…

Y recitó con su voz de oro las estrofas del canto a Venus, que dicen las glorias de la Afrodita al nacer de las olas marinas.

—Ahora va usted a decírmelos en su idioma; no lo entiendo, pero suena como una música. How noble, how musical —decía poniendo la orejilla sonrosada cerca a mi boca, que le recitaba paso, muy paso, mis mejores endecasílabos.

Hablábamos así, perdidos en la delicia de saborear la esencia de los versos y de sentirnos cerca, sin que ella, la orgullosa de unos minutos antes, ni yo, el respetuoso admirador que le había jurado que se iría sin besarle las puntas de los dedos, nos diéramos cuenta del vértigo que se estaba apoderando de ambos. Sin saber cómo, estaba sentado en el sillón y la tenía sentada en las rodillas. Uno de los piececitos colgaba sobre la alfombra. El encaje de seda negra de la media transparentaba la blancura del pie angosto y largo y de la pantorrilla de túrgida curva, descubierta por la falda negra donde lucía el brillo mate de los azabaches. Le estaba besando la nuca, llena de vello dorado, y sentía estremecerse bajo mis labios todos sus nervios. La manecita fija que agarraba la mía hundía crispada en mi carne las uñas sonrosadas y puntiagudas. En el silencio sólo oíamos las palpitaciones de nuestras arterias.

—Más versos, más paso… —me dijo con expresión acariciadora, acercando a mi mejilla ardiente la suya fría y aterciopelada y embriagándome con su olor a pan fresco y a claveles húmedos.

Le dije las estrofas que pintan los grupos de palomas blancas sobre el altar de Cypris, envueltas por el humo aromático del sacrificio y aleteando entre las rosas, y se las dije en su lengua, mientras que le envolvía la muñeca en el collar que le circuyó el brazo pálido, como una serpiente de luz, y comenzó a irradiar con el brillo de sus centenares de facetas.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó de repente, paseándome suavemente la mano blanca por los cabellos y por la barba—. ¿Veintiséis? Yo, dieciocho; él tiene cuarenta y dos… ¿Con quién vives?… ¿Solo?… ¿Ni padre, ni madre, ni mujer, ni hijos? ¿Nada? ¿Solo en ese hotel?… El otro día me detuve a ver la fachada. Es antigua, ¿cierto?… Y majestuoso, majestic. ¿Y vives solo ahí?… Vives como un príncipe. ¿Y no te da tristeza estar solo?… ¿Y qué haces?… Cómo gozarás de la vida, ¿no?

—No. Adoro la belleza y la fuerza y escribo versos de ésos que sabes —le digo con tono triste y mintiéndole para acabar de fascinarla.

—¿Y recibes mujeres? —me preguntó, riéndose con una picardía deliciosa.

—No, porque no las encuentro tan bellas como Nelly —le respondí envolviéndola en una mirada de deseo loco. Hacía ocho meses que no daba un beso ni recibía una caricia.

—¡Es imposible! ¡Es irreal!, it is irreal… Júrame que eso es cierto —dijo con voz ahogada y hablándome al oído.

—Te lo juro. Yo quiero lo perfecto y no lo encuentro. Lo demás me causa asco. Y cuando hallo una mujer de quien me enamoro en una hora con todas mis fuerzas y a quien le suplico que conserve unas pobres piedras para que se acuerde de mí, una a cuyos pies pasaría la vida arrodillado y por cuyos besos daría mi alma, ella rehúsa mi amor y me tira a la cara el regalo conque sueño hacerla feliz un minuto.

—No —dijo—, suéltame y espera… Y se levantó para dejar la salita.

—¿Te vas, Nelly?

—Pero vuelvo en este momento —respondió levantando el portier, que cayó tras de ella.

¡Será tuya, será tuya! Me gritaba por dentro la voz de los llaneros. ¡Será tuya!

—¿Te gusto así? —me preguntó volviendo a sentarse en mis rodillas en el ángulo del cuarto donde había más sombra y extendía sus blandos cojines un diván turco, amplio como un lecho nupcial—. No me lo he estrenado todavía. Míralo.

El corpiño de terciopelo negro de un traje de baile, sujeto en los hombros por dos lazos, sobre uno de los cuales lucía el ramo de gloxinias y de gardenias, dejaba ver las blancuras túrgidas del seno, que ondulaba con rítmico movimiento bajo el hilo de platino animado de luminosa vida, por la palpitación blanca, roja y azul de las pedrerías que se irisaban en la media luz de crepúsculos. ¿Te gusto así?, preguntó, inclinándose para ver los diamantes y dejándome hundir la mirada en los tesoros que ocultaba mal el terciopelo del corpiño.

—¡Si nos hubiéramos encontrado antes! Me voy mañana para Nueva York, Fernández, mi poeta —comenzó, reclinando la cabeza en mi hombro y envolviéndome el cuello con los brazos desnudos y fragantes—. ¡Si nos hubiéramos encontrado hace un mes! Tal vez me habrías amado… Qué felices seríamos, ¿cierto?

—No seríamos más felices que ahora, Nelly, porque te amo con toda mi alma. Pero no te irás mañana; te quedarás aquí y yo viviré de rodillas, adivinándote los pensamientos.

—Me voy mañana por la mañana; tengo todo listo, cerrados los baúles, tomado el pasaje… Esta tarde puse un cablegrama avisándolo. Mi padre me espera por minutos. Pediré el divorcio al llegar y viviré tranquila.

—Es un canalla, ¿no es cierto, amor mío? —le dije al oído—; no te quiere y no te da las joyas que quieres.

—Es un canalla, un brutal, y no me quiere. ¿Qué importan las joyas? Tú me las das… Ya ves, y si no me las das, me dices cosas dulces y deliciosas, ¿no es cierto? —contestó ciñéndose a mí—. Me llevo el collar, ¿qué me pides en cambio? —dijo soltando los brazos y sujetándome las manos con las suyas—. ¿Qué me pides en cambio?…

—Yo, nada; lo que quiero es que seas feliz un minuto y que te acuerdes de mí. Dime que lo guardarás siempre y me iré dichoso sin darte un solo beso.

—¿Conque quieres hacerme feliz e irte?… El collar es mío… ¿Aceptas un regalo que voy a hacerte? —me dijo al oído con una expresión de triunfo… Yo también te voy a hacer un regalo, pero inverosímil, digno de ti que eres poeta; un regalo que tú mismo vas a creer que es un sueño. Yo también quiero hacerte feliz siendo feliz. Quiero ser feliz una noche. No lo he sido nunca. Odio el tiempo. El tiempo es una cosa estúpida, ¡a stupid thing!… que sólo existe para el cuerpo, añadió mirándome con la cara inspirada, como la de una pitonisa. En mi tierra queremos suprimirlo con la electricidad, con el vapor, con la inteligencia. Allá creamos en una década ciudades más grandes que las de Europa, que tienen seis siglos, y hemos hecho una civilización de doscientos años. El tiempo es una cosa estúpida que se arrastra. Yo quiero suprimirlo en mi vida… ¿Entiendes?… te amo, Fernández… Me voy mañana. Otra se iría llevándose su amor; yo, quiero dártelo; te amo, me suspiró al oído, besándome.

—Y yo te adoro, Nelly —respondí buscando con locura sus labios primero, y hundiendo luego la frente en el seno blando, perfumado y fresco.

—No; déjame, déjame; aquí, no; llévame; ¿no vives solo? —articuló ceñida a mí y crispada por el deseo; iremos a pie, donde quieras…

—Mi coche espera en la puerta… Ven —dije como en un sueño, un instante después, en el vestíbulo, abrigándole los hombros desnudos y apagando las luces.

De la noche sólo me quedan el recuerdo de su belleza sonriente bajo las amplias cortinas de terciopelo de mi lecho, en la alcoba alumbrada apenas por la lámpara bizantina de oscuro cristal rojo; la impresión de tenaz frescura y el perfume de su cuerpo adolescente y el arrullo de su voz al instarme para que fuera a los Estados Unidos. Ven en el verano, me decía; John no estará allá. Nos encontrarás en New Port y te presentaré a mi padre y a todos nuestros amigos… Buscaremos un lugar en dónde vernos, un cottage rodeado de árboles y de flores, y seré feliz… Si me ofreces venir, no pido el divorcio; tolero lo de hoy a cambio de que estés tranquilo y me ames. Júrame que irás… ¡Bésame! Su delirio de goce frisaba a la altura del mío, y la noche fue un solo beso, entrecortado por sollozos de voluptuosidad.

—Todo ha sido irreal y adorable… Irreal and lovely… Tú eres irreal y adorable… Te espero en junio en New Port. —Fue la última frase, gritada desde la barandilla del enorme vapor que soltaba las amarras y la negra columna de humo, ennegreciendo el cielo del Havre hasta donde fui a acompañarla. Todavía tengo en los ojos su fina silueta envuelta en el largo sobretodo gris de viaje, y la palpitación del pañuelito blanco que agitaba al irse alejando el barco sobre las olas gris verdosas del Atlántico, bajo un cielo nublado, plomizo y sombrío, como un alma llena de remordimientos.