Ayer saltó otro edificio destrozado por una bomba explosiva, y la concurrencia mundana aplaudió en un teatro del bulevar hasta lastimarse las manos, La Casa de Muñecas, de Ibsen, una comedia al modo nuevo, en que la heroína, Nora, una mujercilla común y corriente, con una alma de eso que se usa, abandona marido, hijos y relaciones para ir a cumplir los deberes que tiene consigo misma, con un yo que no conoce y que se siente nacer en una noche como hongo que brota y crece en breve espacio de tiempo. Así a estallidos de melinita en las bases de los palacios y a golpes de zapa en lo más profundo de sus cimientos morales, que eran las antiguas creencias, marcha la humanidad hacia el reino ideal de la justicia, que creyó Renan entrever en el fin de los tiempos. Ibsen y Ravachol le ayudan, cada cual a su modo; cae el primer magistrado de Francia herido por el puñal de Cesáreo Santo, y escribe Suderman La dama vestida de gris, donde la abnegación y el amor a la familia toman tintes de sentimientos grotescos, sin que el final de cuento de hadas, agregado por el novelista a su obra, como un farmaceuta hábil, echaría jarabe para dulcificar una pócima que contuviera estricnina, alcance a disimular el acre sabor de la letánica droga.
Tórnase el arte en medio de propaganda antisocial, síntoma curioso que coincide con la tendencia negadora de la ciencia falsa, la única al alcance de las multitudes.
¡Mientras más pura es la forma del ánfora más venenoso puede juzgarse el contenido; mientras más dulce el verso y la música, más aterradora la idea que entrañan!
Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con que se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad optimista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana. El frío viento del Norte, que trajo a tu tierra la piedad por el sufrimiento humano que desborda en las novelas de Dostoievski y de Tolstói, acarrea hoy la voz terrible de Nietzsche.
Oye, obrero que pasas tu vida doblado en dos, cuyos músculos se empobrecen con el rudo trabajo y la alimentación deficiente, pero cuyas encallecidas manos hacen todavía la señal de la cruz, obrero que doblas la rodilla para pedirle al cielo por los dueños de la fábrica donde te envenenas con los vapores de las mezclas explosivas, oye, obrero, ¿nada evocan en tu rudimentario cerebro las rudas sílabas de ese nombre germano, Nietzsche, cuando vibran en tus oídos?… Los ecos del Norte las repercuten, suenan ya en todo Europa y sus discípulos predican el evangelio de mañana. No lo creas parecido al evangelio que cuenta la historia del pálido Nazareno diciendo las consoladoras bienaventuranzas junto a las ondas azules del dormido lago de Tiberiades y expirando en lo alto de la cruz, con el cuerpo amoratado por los golpes y la pálida frente destrozada por la corona de espinas; es un evangelio que cuenta la historia de Zaratustra, en una cueva, meditando, entre el águila y la serpiente, en el reavalúo de todos los valores. ¿Nada le sugiere tampoco esa frase a tu obtuso entendimiento?… Es que la humanidad había estado recibiendo como verdaderas, nociones falsas sobre su origen y su destino, y el profundo filósofo encontró una piedra de toque en qué ensayar las ideas como se ensayan las monedas para saber el oro que contienen. Eso es lo que se llama reavaluar todos los valores. Lo que tú llamas conciencia, eso que te atormenta cuando crees haber cometido una falta, no es más que el instinto de la crueldad que puedes ejercer contra los otros, y que al no ejercerlo, porque la sociedad te lo impide encerrándote en la noción del deber, como a un león en una jaula de fierro, te atormenta como atormentarían sus inútiles garras al flavo animal si las hundiera en su propia carne al no poder destrozar los barrotes rígidos ni la presa deliciosa. Esos mismos deberes en que crees, no son más que la invención con que una raza potente y noble de hombres alegres que reían entre los incendios, los estupros, los asesinatos y los robos, sujetó a las razas de débiles vencidos, de que hizo sus esclavos. Los buenos entre los vencedores eran los más crueles, los más brutales, los más duros, y los esclavos inventaron como virtudes las cualidades opuestas a las que veían en sus amos: la continencia, el sacrificio de sí mismo, la piedad por el sufrimiento ajeno. En la revuelta de los esclavos, que tuvo lugar hace siglos, fue necesaria una víctima para que tuvieran una bandera que levantar, un hombre que juntara en sí todas aquellas falsas virtudes y muriera por afirmarlas, e Israel crucificó al Cristo, a ése que tú creías Dios, y triunfó la moral de los débiles, la que te enseñó tu padre, ésa sobre la cual está fundada la sociedad de hoy.
¿Tú no sabías nada de eso, obrero que con las manos encallecidas por el trabajo haces todavía la señal de la cruz y te arrodillas para pedir por los dueños de la fábrica donde te envenenan los vapores de las mezclas explosivas? Pues sábelo, y regenerado por la enseñanza de Zaratustra, profesa la moral de los amos; vive más allá del bien y del mal. Si la conciencia son las garras con que te lastimas y con que puedes destrozar lo que se te presente y coger tu parte de botín en la victoria, no te las hundas en la carne, vuélvelas hacia afuera; se el sobrehombre; el Ubermensch libre de todo prejuicio, y con las encallecidas manos con que haces todavía, estúpido, la señal de la cruz, recoge un poco de las mezclas explosivas que te envenenan al respirar sus vapores, y haz que salte en pedazos, al estallido del fulminante picrato, la fastuosa vivienda del rico que te explota. Muertos los amos serán los esclavos los dueños y profesarán la moral verdadera en que son virtudes la lujuria, el asesinato y la violencia. ¿Entiendes, obrero?…
Así, a estallidos de melinita en las bases de las ciudades y a golpes de zapa en lo más profundo de sus cimientos morales, que eran las antiguas creencias, marche la humanidad hacia el reino ideal de la justicia que entrevió Renan en el fin de los tiempos. Nietzsche, Ibsen y Ravachol le ayudan, cada cual a su modo.
Allá en las más excelsas alturas de lo intelectual, noble grupo de desinteresados filósofos, indaga, investiga, sondea el inefable misterio de la vida y de las leyes que la rigen, y transforma sus pacientes estudios en libros que carecen de categóricas afirmaciones, que apenas anotan lo bien sabido, lo que cae bajo el dominio de la observación; en libros que muestran en el límite de la humana ciencia «las olas negras del océano del misterio para embarcarnos en el cual no tenemos ni barca ni brújula», al decir de la grandiosa frase de Littré. Coincide la impresión religiosa que esos grandes espíritus experimentan al considerar el problema eterno y expresan en sus obras, con el renacimiento idealista del arte, causado por la inevitable reacción contra el naturalismo estrecho y brutal que privó hace unos años. En vez de las prostitutas y de las cocineras, de los ganapanes y de los empleadillos que ganan cien pesetas al mes, deléitanse los novelistas en pintarnos grandes damas que se mueven en suavísimos ambientes, magas que realizan los prodigios de los antiguos teúrgos y sabios que poseen los secretos supremos. Tórnase la música de sensual modulación que acariciaba los oídos y sugería voluptuosas tentaciones, en misteriosa voz que habla al cerebro; pasan místicas sombras por entre el crepúsculo que envuelve las estrofas de los poetas y toman forma en los lienzos, las visiones del más allá. Los exploradores que vuelven de la Canaan ideal del arte, trayendo en las manos frutas que tienen sabores desconocidos y deslumbrados por los horizontes que entrevieron, se llaman Wagner, Verlaine, Puvis de Chavannes, Gustave Moreau.
En manos de los maestros la novela y la crítica son medios de presentar al público los aterradores problemas de la responsabilidad humana y de discriminar psicológicas complicaciones; ya el lector no pide al libro que lo divierta sino que lo haga pensar y ver el misterio oculto en cada partícula del Gran Todo.
¿Dudas todavía del renacimiento idealista y del neomisticismo, espíritu que inquieres el futuro y ves desplomarse las viejas religiones?… Mira: del oscuro fondo del Oriente, patria de los dioses, vuelven el budismo y la magia a reconquistar el mundo occidental. París, la metrópoli, les abre sus puertas como las abrió Roma a los cultos de Mitra y de Isis; hay cincuenta centros teosóficos, centenares de sociedades que investigan los misteriosos fenómenos psíquicos; abandona Tolstói el arte para hacer propaganda práctica de caridad y de altruismo, ¡la humanidad está salvada, la nueva fe enciende sus antorchas para alumbrarle el camino tenebroso!
¡Ah, sí! ¿Pero tú no sabes, crítico optimista, que cantaleteas el místico renacimiento, y al ver esos síntomas cantas hosanna en las alturas y paz sobre la tierra a los hombres de buena voluntad, qué es lo que le llega al pueblo, a la masa, al rebaño humano, de todos esos fulgores que te deslumbran, del inarmónico coro que forman esas voces al rezar el «Padre nuestro que estás en los cielos», que es la oración a la moda, entre los intelectuales de hoy?… Pues voy a decírtelo: lo que el pueblo comienza a saber es lo que le enseñan los vulgarizadores de la falsa ciencia, la única vulgarizable, los Julio Verne de la psicología y de la doctrina evolucionista, es que el hombre tuvo por antepasado al mono y que el deber es sólo el límite de la fuerza de que disponemos. Hay voces que le gritan a las multitudes: «Mira: ese viejecito pálido, vestido de blanco, que se pasea prisionero por el Vaticano, es un farsante; ese muñeco que está allá arriba en la cúspide del edificio social, un imbécil». Y mientras los neomísticos inventan sus religiones para poetas, para venteros millonarios o para sabios purificados por el estudio, el populacho alza los ojos y mira. Así los alzaba hace ciento veinte años, para ver, entre la atmósfera de la corte, perfumada de mariscala, los tacones rojos de las favoritas, las empolvadas pelucas, las chorreras de encajes, las casacas de colorines de los cortesanos que rodeaban al sifilítico monarca. Voltaire no había reído aún; Rousseau no había llorado todavía. Oyó la fiera de repente la blasfemia y el sollozo, se sacudió del letargo en que dormía, clavó las garras en la presa dorada y el charco de sangre del Terror mostró el poder de sus garras y los destrozos de su ira sangrienta.
En los últimos años, al alzar las miradas hacia lo alto lo que el león ha visto es la cara imbécil de papá Grévy, y tras de ella el perfil judío de Daniel Wilson, que, como un ratero, se guardaba el oro, producto de la venta de gloriosas condecoraciones; lo que ha visto es al brave général, caracoleando en el negro caballo; lo que ha visto es el asunto de Panamá, aquella lluvia de lodo que salpicó las canas de Lesseps y las frentes de tantos de sus senadores ilustres.
¿Crees tú, crítico optimista que cantaleteas el místico renacimiento y cantas hosanna en las alturas, que la ciencia notadora de los Taine y de los Wündt, la impresión religiosa que se desprende de la música de Wagner, de los cuadros de Puvis de Chavannes, de las poesías de Verlaine y la moral que le enseñan en sus prefacios Paul Bourget y Eduardo Rod, sean cadenas suficientes para sujetar a la fiera cuando oiga el Evangelio de Nietzsche?… El puñal de Cesáreo Santo y el reventar de las bombas de nitroglicerina pueden sugerirte la respuesta.