20 de marzo

—Cuanto le puedo contar es cuanto le he contado; diríjase usted al profesor Mortha, a quien Scilly Dancourt le escribe con frecuencia sobre sus chifladuras de orientalismo y de historia religiosa —dijo, con su voz ruda y levantándose de la silla, en el salón del Círculo, el viejo General des Zardes—. Diríjase usted a Mortha… Ahora resulta usted preocupado también de esoterismo y de religiones. Creía que la vida de cuartel que ha llevado lo había preservado de esas vagabunderías. Y es usted joven para ser General —agregó con irónica expresión, torciéndose el viejo mostacho canudo.

—Yo no soy General —le contesté, riéndome, al oír aquella salida.

—Pues es extraño… Todos los paisanos de usted que yo he conocido en el Círculo, son generales —gruñó, despidiéndose.

Poco más había adelantado con la conversación que tuve con él y que acabó con aquella frase evocatoria de las charreteras de fácil adquisición en nuestras repúblicas latinoamericanas. Contóme en ella la campaña hecha por ambos, él como Coronel, Scilly Dancourt como Capitán en la quinta división del ejército mandado por el General de Tailly, las marchas y contramarchas, las indecisiones y los desaciertos de la funesta campaña; me pintó al pobre Emperador átono y decaído, sumido en la incertidumbre y en el silencio; puso por las cumbres a Trochu que, al decir suyo, habría salvado a Francia si hubiera realizado sus planes; llamó imbéciles a Rouher, a Montauban y a Chevreau; insultó a Bazaine, glorificó a Mac Mahon; me describió a gritos y con voces técnicas las batallas de Saint Privat, de Wissenbourg y de Froeschwiller, y el aire de mortal tristeza y de embrutecimiento de Napoleón al ver entrar sucesivamente a la Prefectura de Sedán a Ducrot, a Douay luego, a Lebrun después; el diálogo brutal entre Ducrot y Wimpfen y la salida de éste a parlamentar con el enemigo.

—Scilly Dancourt —me dijo energizándose—, no vio el fin de la batalla, ni figura su nombre en el registro de las vergonzosas capitulaciones, ni se llevó de Sedán en los ojos el horror de ver a nuestros noventa mil soldados que, inutilizados por los días que pasaron en el campo de la miseria, con los pies metidos entre el barro, empapados por la lluvia, temblando de hambre y de sed, de frío y de vergüenza y sintiendo la trágica sacudida del desmoronamiento del imperio, esperaban a los batallones de reclutas alemanes que habían de llevarlos prisioneros a Prusia. No, Scilly Dancourt no vio nada de esto. Después de animar a los nuestros con su coraje de león, de excitarlos con el grito, con el ademán y con el ejemplo, y de recibir tres heridas, al ver perdida la batalla, desapareció, nadie sabe cómo. Revuelta el alma por las desgracias de Francia, pasó a Inglaterra, donde contrajo matrimonio unos años después con la hija de un actor o de un músico de fama, y cuando murió ésta, se ausentó de Europa… Ya le digo a usted, el único que sabe de él es Mortha, a quien le escribe sobre esas chifladuras de religiones y de orientalismos.

El corazón se me saltaba del pecho al entrar la última vez al entresuelo de techo bajo y ruin aspecto situado en una callejuela del Barrio Latino, donde el autor de «Las Religiones de Oriente» recibe los escasos visitantes que van a distraerlo de sus preocupaciones habituales, la interpretación de seculares textos sagrados, de los viejos himnos litúrgicos y de los cultos primitivos de la humanidad. ¡Voy a hablarle de Scilly Dancourt y va él a decirme dónde encontraré a Helena!, pensaba dentro de mí, sentado ya en un canapé de la pobre y aseada salita que precede el cuarto de estudio, y contemplando una escultura asiria, un cuerpo de león alado con cabeza humana de luenga y rizada barba, coronada por la tiara sacerdotal, que, frente a frente del Budha ventrudo, que sonríe sobre la pobre y negruzca chimenea, forma el único adorno de la estancia.

Mortha es un viejecito adorable, con una cara larguísima cuya amarillenta y apergaminada piel cruzan hondas arrugas verticales, y una cabellera de seda blanca toda despeinada, de la cual le caen pelos sueltos y largos por sobre la frente enorme y los ojos vivísimos y negros. Cuando se ríe hay algo de infantil en la alegría, que le anima la cara, y canas, arrugas y ojos, todo se ríe. Sus libros y la necesidad de obtener indicaciones sobre una inscripción lapidaria fueron la disculpa con que me le presenté hace ya varios días. Me habló en la primera entrevista de unos pergaminos egipcios que estaban para la venta en Londres, hícelos comprar allí por Morrell & Blundell, se los envié y estamos al partir de un confite; me cree un egiptólogo consumado.

Al entrar al cuarto, lleno de papeles, de piedras, de restos de estatuas y de inscripciones, estaba escribiendo algo con su letrica finísima, y un rayo de sol que se colaba por la ventana le hacía brillar como plata las canas blanquísimas.

—¿Escribía usted, querido maestro? —preguntéle.

—Sí, anotaba la traducción hecha por mi cofrade Máspero, del himno descubierto por Grebaut cerca de las necrópolis de Zaouyet el Anyan. Oiga usted qué sublimidad:

Tú te levantas, benéfico Ammón Ra Harmakouti. Tú te despiertas, verídico Señor de los dos horizontes, ardes, resplandeces, subes y culminas. Los hombres y los dioses se arrodillan ante ésa que es tu forma. ¡Oh, Señor de las formas!

Una hora entera en que lo hice hablar y no hablé para que no descubriera mi superchería, y al cabo de la cual lo traje por enredados caminos al asunto en que tengo puesta toda mi alma.

—¡Ah, sí! Scilly Dancourt —me dijo—; pero Scilly Dancourt no es un especialista, es un hombre que quiere saber todo lo referente a todas las religiones. Los ritos egipcios del Antiguo Imperio los conoce bastante. Hace seis años recibí su última carta, datada en Abydos, donde estaba estudiando los bajorrelieves del templo. Tenía buenos datos para ser dados por un aficionado, pero su fuerte son las religiones de la India. Es uno de los pocos europeos que ha logrado entrar al fondo de los santuarios de Benarés y cultivar relaciones íntimas con los sacerdotes budistas de las pagodas del Sur; pero no vaya usted a creerlo un hombre de ciencia, y sobre todo, un hombre desinteresado en sus estudios. Lo que él persigue es la esencia misma de las religiones, lo sobrenatural, con que nada tenemos que ver los que procedemos de buena fe. No hay religión que no haya estudiado, haciendo para ello enormes viajes e inauditos gastos, visitando los santuarios y recorriendo los lugares en que nació. A estos últimos charlatanismos de la fuerza psíquica y de las telepatías, de las sugestiones a largas distancias y de las apariciones luminosas, los conoce como Crookes, y creo que se ríe de ellos. Estuvo en el Congreso de Religiones de Chicago, en 1893, sin tomar parte en él, y estoy seguro de que les habría podido enseñar algo de la suya a cada uno de los asistentes. Nosotros nos escribíamos hasta hace seis años, y de repente dejó de contestarme. Supe después por mi colega Chennevieres que lo encontró en Roma, que estaba allí con un hijo suyo. Parece que ese joven ha hecho los mismos estudios que el padre, y que fue quien lo indujo a abandonarlos, para entregarse al culto católico con raro fervor. Me ha referido Chennevieres que vivían cerca al Vaticano, que el Papa los recibía frecuentemente y que comulgaban todos los días en la misa dicha por Su Santidad. Yo he seguido escribiéndole a Scilly de acuerdo con la promesa que le hice de comunicarle los resultados obtenidos en mis estudios de las antiguas religiones de Egipto, pero no me ha vuelto a contestar.

—¿Y le escribe usted a Roma sabiendo que él viaja continuamente? —le pregunté.

—No, son sus banqueros quienes corren con dirigirle las cartas; yo las envío a la oficina de Lazard, Casseres y Compañía. Poco más deben de interesarle mis pacientes investigaciones a nuestro amigo, que lo que buscaba en sus viajes no era la ciencia de los orígenes y del desarrollo de las religiones, sino un culto que practicar, y por fin vino a dar al catolicismo, para lo cual sobraban todas las vueltas que dio. ¡Cuando yo le digo a usted que Scilly Dancourt no ha sido nunca un sabio y que sus investigaciones no eran desinteresadas!

Al fin di con el hilo de la luz que busco, con la pista que sigo para encontrarte, ¡oh!, camino que me llevarás hacia ella, pensé sorprendido de la feliz casualidad que me hizo poner en manos de Lazard, Casseres y Compañía, las sumas que había mantenido en casa de Miranda hasta el año antepasado. ¡Bendita seas tú, Actriz de los Bufos, ídolo de mi amigo el instintivo reporter don Vicente, que con tu apetito de diamantes y el dominio que ejerces sobre él y el temor que sentí de que fuera a caer mi oro en tus rosadas manecitas, junto con los patacones de don Mariano, hiciste surgir en mi cerebro la idea de trasladar mis fondos a casa de los judíos!, pensaba subiendo la escalera monumental del escritorio de éstos. Un banquero judío sirve para todo… hasta para decirle a uno dónde está la visión con que sueña. ¡Oh, Israel!, murmuré dentro de mí mismo al empujar la puerta del escritorio.

Nathaniel Casseres, doblado en dos, las narices de águila, los ojos verdosos, el collar de barba rubia, todo él encantado de verme, me estrechó la mano con afectuoso ademán y me juró que su familia había estado consternada con mi enfermedad. Vivió el tipo cuatro años en Buenos Aires y habla español, un español aprendido en Francfort, que destroza los oídos.

—¿A qué depemos el fonor de per al señor Fernández en ésta su casa?… ¿Tiene compras que hacer u ortenes que tar?…

Y al explicarle que deseaba saber el lugar donde estaba su cliente y que le suplicaba me informara de él:

—¡Ah, sí! Puen cliente, puen hombre, puena persona el señor Chilly… Puen cliente, puen hombre, puena persona, pero no puedo informarlo a usted te lo que tesea… y más o menos me explicó esto. Los únicos negocios que la casa de Lazard, Casseres y Compañía tiene con el Conde, consisten en recibir de una compañía de seguros sobre la vida gruesa suma que le paga ésta, a la cual entregó su capital para recibir renta viajera. Al oírlo me corrió un estremecimiento de frío por las espaldas. Y si llegara a morir, ¿qué sería de la suerte de Helena, abandonada, sola, sin fortuna, sin amigos?…

—Otra operación hacemos por su cuenta —continuó el obsequioso Nathaniel—, es pagar instalamentos de un seguro de vida de una hija suya, para que ésta lo reciba al cumplir veinte años; un seguro fuerte, que le devolverá a la señorita Scilly Dancourt el capital que su padre entregó a la compañía, hábil operación, pero que sobre todo satisface los gustos de nuestro cliente, que no quiere ocuparse de negocios, ni de dinero, y que gira a nuestro cargo por cualquier suma que se le ofrezca, desde cualquier punto de Europa, Asia, América, Africa u Oceanía, donde toman sus cheques nuestros banqueros, porque la casa tiene agentes en todo el mundo —agregó, complacido—. Para él no llega aquí más correspondencia que la de un sabio su amigo. Hace tres años recibimos del señor Scilly telegrama de Roma, dando orden de no enviarles esas cartas, y la casa, cumpliendo las suyas, las guarda aquí. El no escribe nunca.

—¿Y dónde está fechado el último cheque del señor de Scilly? —pregunté.

—He dado a usted todos esos datos en estricta reserva, y así le daré el otro. Permítame usted hablo con el tenedor de libros para informarlo.

—De Alejandría, y es por una suma fuerte. Probablemente seguiría para Oriente… El año pasado, por esta época, recibimos un cheque de Benarés… ¡Puen cliente, puen amigo, puena persona el señor de Chilly Tancourt!

Y haciendo reverencias y ofreciéndome que la casa estaría a mis órdenes siempre, me acompañó hasta la puerta, por donde salí desesperado.

¡Dios mío, un mes perdido así, cultivando imbéciles, oyendo referir la batalla de Sedán y leer los himnos a Ammón Ra Harmakouti, y sabiendo por los judíos cómo está colocada la fortuna del padre, todo esto sin encontrar el camino que me lleve hacia ella! Hoy me sé la historia de los Scilly como tal vez no la sabrá el Conde, que no tiene cara de darle importancia a esas vanidades. Cuanto libro he encontrado que pueda darme luz sobre los antepasados de Helena, lo he leído con una paciencia de benedictino. Tengo la cabeza llena de nombres y de hechos que van desde el año de cuarenta y ocho, en que un Scilly, amigo íntimo de Lamartine, figuró en la política, hasta el mil trescientos veintisiete, en que otro partió para la primera Cruzada. Sé sus armas y sus blasones, su escudo de combate y su grito de guerra. ¡Dios mío! ¿Y qué me importa todo eso si pierdo la esperanza de encontrarla y si me desespera perder esa esperanza? ¡Helena, amor mío, Helena, amor mío de mi alma, ven, surge, aparécete ante mis ojos cansados de buscarte y hunde en ellos las penetrantes miradas de tus pupilas azules, para que veas hasta mi alma y que en ella sólo te reflejas tú, como en las aguas de un lago dormido, el cielo constelado de astros!