Estoy mejor ya, acostado todavía, y mientras llega el profesor Charvet, que vendrá a las tres de la tarde, me entretengo en describir, poseído de mi eterna manía de convertir mis impresiones en obra literaria, los síntomas de la extraña dolencia.
Las últimas líneas trazadas aquí tienen fecha del 26. Pasé ese día y los dos siguientes en el mismo estado de malestar indescriptible que experimentaba al escribir entonces. La impresión de angustia se hizo tan intolerable que, a pesar de mis esfuerzos para dominarme, se traducía en involuntario quejido como el que me habría arrancado una neuralgia y la postración se acentuó de tal modo, que los esfuerzos para levantarme y vestirme fueron inútiles. Francisco, aterrado con mi enfermedad y sin orden mía, corrió al escritorio de los Mirandas y a la oficina de Marinoni. Unas horas después, al oír voces, abrí los ojos, que había mantenido cerrados, y al través de la bruma que llenaba el cuarto vi seis caras que se inclinaban sobre la mía, distinguí los bigotazos blancos de don Mariano Miranda, la carita árabe de Vicente, su hijo, la cabezota rubia de Marinoni y la corbata lila de uno de los médicos, un personaje rosado y oloroso a Chypre, que me auscultaba frenéticamente, dándome golpecitos con los dedos llenos de anillos.
Hice un esfuerzo para incorporarme, y la cabeza, como desarticulada por la debilidad, se me fue para atrás sobre los almohadones en que me habían acomodado. La presencia de aquella gente me devolvió un poco de energía, irritándome con las caras de pésame que me mostraban. Logré enderezarme, saludarlos, y le contesté con displicencia al médico de la corbata lila, de las patillas rubias y del pelo rizado, que me preguntaba qué sentía:
—Debilidad y sueño, señor… Debilidad y sueño. Me quejaba porque me dolía un poco la cabeza.
—Creo que estamos en presencia, querido colega —dijo el afeminado personaje, volviéndose a su compañero, un individuo rechoncho y carirredondo, de barbilla castaña y pelada cabeza, que me miraba con expresión entre irónica y despreciativa—, de fenómenos neurasténicos atribuibles al estado de profunda debilidad en que se encuentra el paciente. Hay ciertos puntos relativos al diagnóstico y al tratamiento en que la ilustrada opinión de usted contribuiría a aclarar mis ideas, querido colega.
—Si quieren ustedes hablar a solas pasen al salón —sugirió don Mariano Miranda, mostrándoles el camino.
Dicen que no es grave. Eso fue todo lo que saqué en limpio; lo demás no se lo entiendo: astenia, neurastenia, anemia, epidemia, syrongomelia, camelia, neurosis, corilóporo… qué sé yo, refunfuñó entre dientes, mascando el inevitable cigarro cuya ceniza negrusca caía sobre el tapiz de Aubusson, que cubría el suelo y cuyo humo nauseabundo me revolvió el alma.
—Tú lo que tienes es que vagabundeas mucho —continuó acomodándose en una silla y mareándome con el olor del tabaco—. Haces bien, muchacho; tienes dinero, estás joven y fuerte; pero no abuses, no abuses.
—Oye las noticias de la tierra —comenzó Vicente, con su vivacidad de mico y el insoportable entusiasmo que pone en contar todo lo que se refiere a los demás—. ¿Tú no has recibido las cartas de hoy?… Claro que no. En el escritorio las abrimos hace media hora. Las Reyes que, como tú sabes, le cuentan a Víctor todo cuanto sucede allá, le dan una partida de noticias a cual más inesperadas; la primera, el matrimonio del calaverón de tu primo Heriberto Monteverde, del tronera de Heriberto; ¿adivina con quién?… Con Inés Serrano. ¿No te sorprende?… Casarse Monteverde, todo fuego, con la Serrano, tan fría y tan boba y de posición social inferior a la de él, porque en fin, sea lo que sea, los Monteverdes son los Monteverdes. Parece que irán a pasarse la luna de miel en el Buen Retiro, la hacienda de don Teodoro. Aburrido aquello, ¿eh? Dime, aquí entre los dos: ¿no crees tú que sea puro cálculo de Monteverde ese matrimonio?… Las Reyes le dicen a Víctor que está mal de fortuna y que le debe mucho a Spínola. Tal vez sea cierto. Quién sabe, ¿eh?… A mi papá le parece muy probable; a Alberto también —agregó con aire de malicia—. Nosotros recibimos las órdenes para el trousseau de la novia; la madre encarga un broche de diamantes, que será de lo mejor que se ha mandado para allá en los últimos años… y uno de los hermanos un libro de misa… ¿Ridículo para regalo de matrimonio, no te parece, un libro de misa?… ¡Ah!, pero qué te cuento yo de noticias de allá cuando aquí en la colonia hay una cosa nueva que te interesará muchísimo… Llegó al fin Eduardo Montt, ¿oyes?, y sé de buena tinta que no trajo más que cuatro mil francos; ¡y si lo vieras!… Se ha mandado hacer camisas en casa de Doucet, ropa donde Eppler; comió el domingo en el Café de París, con una cocota famosa y ayer andaba en el Bosque en coche de Remise… ¡Todo eso con cuatro mil francos! Es increíble, ¿ah? ¿Será que juega, no es cierto?… ¿Qué dices tú de eso?… ¿Será que juega?… A mi papá le parece probable.
—A ése habrá que hacerle suscripción para que se vuelva a la tierra, como al Muñoz aquél de las letras protestadas —dijo filosóficamente don Teodoro, mascando su eterno cigarro—. El que dizque tampoco va muy bien de negocios es el paisano aquel casado con la chilena, que compró títulos de Conde y farolea tanto con su intimidad con los Orleans y con los Duques de la Tremaouille…
—Es que no todos tienen las rentas de don José Fernández —le interrumpió Vicente, creyendo decirme una amabilidad—; las renticas que permiten darse la gran vida sin llegar a pedir pesetas… Y a propósito de rentas, ¡qué barbaridad de precios los de las aguafuertes que te mandaron hoy al escritorio… y lo que has de ver es que le parecieron abominables a Alberto, que entiende de pintura! ¡Es que tú tienes unos gustos tan extravagantes!
Los médicos entraron; el buchón de la cara irónica con el ceño fruncido, el de la corbata lila y las doradas patillas más caricontento y más orondo que nunca.
—Mi amable y bondadoso colega ha tenido la bondad de honrarme autorizándome para decirle a usted la opinión que hemos formado respecto de la novedad que usted experimenta. Son graves los desórdenes del sistema nervioso —comenzó ahuecando la voz y emprendiéndola con una disertación interminable en que enumeró todas las neurosis tiqueteadas y clasificadas en los últimos veinte años y las conocidas desde el principio de los tiempos. Me habló del vértigo mental y de la epilepsia, de la catalepsia y de la letargia, de la corea y de las parálisis agitantes, de las ataxias y de los tétanos, de las neuralgias de las neuritis y de los tics dolorosos, de las neurosis traumáticas y de las neurastenias, y con especial complacencia de las enfermedades recién inventadas, del railway frain y del railway spine, de todos los miedos mórbidos, el miedo de los espacios abiertos y de los espacios cerrados, de la mugre y de los animales, del miedo de los muertos, de las enfermedades y de los astros. A todas aquellas miserias les daba los nombres técnicos, kenofobia, claustrofobia, misofobia, zoofobia, necrofobia, pasofobia, astrofobia, que parecían llenarle la boca y dejársela sabiendo a miel al pronunciarlas… El otro individuo, el buchón de la barbilla castaña, continuaba callado, sonriéndose, y tenía cara de divertirse hasta lo infinito con aquella charla exhibicionista de su querido colega.
—¿Y cuál de esas enfermedades creen ustedes que tengo yo? —pregunté divertido ya por el personaje.
—Sería aventurado un diagnóstico en estos momentos en que la indecisión de los síntomas y las escasas nociones que poseemos sobre la etiología del mal, impiden la precisión requerida —dijo con gravedad sacerdotal—. Los síntomas harían creer en una somnosis o en una narcolepsia, pero nada podemos precisar antes de que se regularicen las funciones del tubo digestivo. Ingeniis largiter ventris…
—Hay que purgarlo —soltó el esculapio de la cabeza calva, disparando aquella frase como un pistoletazo, y como si se tratara de un caballo.
Los versos de la zarzuela española me cantaron en la memoria y trajeron involuntaria sonrisa a mis labios.
Juzgando por los síntomas.
Que tiene el animal.
Bien puede estar hidrófobo.
Bien puede no lo estar.
Y afirma el grande Hipócrates.
Que el perro en caso tal.
Suele ladrar muchísimo.
O suele no ladrar.
Hubo una discusión entre las dos notabilidades respecto del que escribiría la fórmula, y al fin el hombre de la barbilla castaña trazó en el papel signos que equivalían a una dosis de sal de Inglaterra, calculada para purgar a un toro de Durham.
—Se tomará usted esto mañana temprano, y una dosis igual pasado mañana, y otra todas las mañanas durante seis días —me dijo con brusquedad—. Al séptimo, estará usted bueno, le doy mi palabra de honor.
—Celebro que no sea nada… Usa pero no abuses —dijo don Mariano levantándose.
—¿Qué sabio, eh? —insinuó mostrándome el personaje de la corbata lila—. Es el médico de Vicentico.
—Y de ella —me murmuró al oído éste al despedirse—, me lo recomendó ella.
Ella es una actriz de los bufos, que se está comiendo la fortuna de los Mirandas, servida en forma de diamantes y de coches por mi bien informado amigo, que nació reporter, como otros nacen ciegos.
—Recuérdame contarte otra noticia que trajo el correo —dijo con aire picaresco sacudiéndome la mano al despedirse.
Salieron. ¿A qué habían venido aquellos buenos amigos?… El uno a fumarse un nauseabundo cigarro, arrellenado en una poltrona más cómoda que las de su despacho; el otro, a traerme su cosecha de vulgaridades; los dos médicos, a cobrar su charla el uno, su estúpida receta el otro.
—¡Deliciosos sus paisanos! —dijo Marinoni, saliendo del rincón donde se había metido desde que entró—. ¡Deliciosos! ¿Pero qué es lo que tienes? Estás desfigurado —agregó al ver mi palidez, mis ojeras profundas y el temblor de mis manos débiles—. ¿Qué te pasa?… Tú estás muy mal. Es necesario que venga Charvet; voy a traerlo; no me gusta tu aspecto —agregó después de que le hube contado el martirio de los últimos días.
A medianoche, después de un sueño que más bien me había quitado que devuelto las fuerzas, un sueño de niño que se muere de debilidad, desperté, presa de mortal sobresalto, sudando frío y dando un grito de angustia.
—¿Qué es esto, amigo mío? —me dijo Charvet, que, sentado al lado del diván, espiaba mi sueño, acomodando los almohadones que me sostenían la cabeza—. ¿Qué es esto? Haga usted un esfuerzo y cuénteme qué le ha pasado.
—Que me estoy muriendo, doctor —le dije estrechándole la mano— que me estoy muriendo sin causa, muriéndome de angustia y de falta de fuerzas.
—¿Usted cometió alguna locura después de ir a mi consulta, no es cierto?… He llegado a imaginarme, mientras lo veía dormido, que ha tenido usted una hemorragia abundante… Déjeme usted examinarlo, dijo acercando la luz. Incorpórese usted un poco para oír el corazón; así, eso es… Bien: ahora, recuéstese usted… póngase ahí el termómetro, no se inquiete usted; crea que haré cuanto esté a mi alcance para mejorarlo. Usted me interesa de veras… Su familia no vive ahora en París, ¿cierto?…
—No tengo familia, doctor; vivo solo con mis criados.
—Pero tiene usted muchos, muchísimos amigos que lo quieren —dijo como para consolarme—. Esta noche al entrar he encontrado gente en el vestíbulo y en el salón… ¿Conque vive usted solo, completamente solo?… volvió a preguntar… Un grado menos de la temperatura normal —dijo mirando el termómetro—; el pulso de un niño moribundo; esa palidez, esa postración, y el día en que usted estuvo en mi consulta, me quedé asombrado de su vigor… El corazón está débil como el de un viejo de setenta años… Vamos, tenga usted confianza en mí; confiéseme usted qué es lo que le ha pasado… ¿Fue muy abundante la hemorragia?…
Cuando le conté que había seguido estrictamente sus prescripciones y cuál había sido mi vida desde que no nos veíamos, se levantó del asiento y comenzó a pasearse por el cuarto a pasos contados y lentos, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y la cabeza inclinada sobre el pecho.
—No puedo soportar por más tiempo lo que siento —le dije incorporándome—. Déme usted algo que me haga dormir o me vuelvo loco. Píqueme usted con morfina, hágame beber cloral, hágame dormir a todo trance, aunque me cueste la vida.
—Yo no puedo hacer eso, señor; mi deber me lo prohíbe —contestó deteniéndose, con aire a la vez ceremonioso y desagradado—. Además, el sueño artificial no le impediría sentir lo que siente. Yo, respecto de usted, no sé más que dos cosas: primera, que si le diera a usted la más pequeña dosis de narcótico, lo envenenaría, porque está usted en un estado de debilidad extrema increíble; segunda, que tengo que levantarle las fuerzas, porque el corazón funciona muy lentamente, y su organismo entero presenta fenómenos graves e inexplicables de depresión y de agotamiento, que no entiendo.
—¿Esto es mortal, doctor? Dígamelo usted francamente, de una vez —le dije con voz trémula.
—Mi pobre amigo —comenzó, sentándose otra vez cerca del diván—: Está usted hablando con un ignorante. Usted ha seguido mis cursos, ha visto mis experiencias; según entiendo, ha leído mis libros, sabe que gozo de alguna fama en el mundo científico… No se extrañe de lo que voy a decirle. Oiga usted… yo no sé lo que usted tiene. Si fuera un charlatán, le diría un nombre rotundamente; inventaría una entidad patológica a qué referir los fenómenos que estoy observando, y lo llenaría de drogas… Lo más que puedo hacer en obsequio suyo es llamar a alguno de mis colegas para que me acompañe a estudiar su caso… Puede ser que él vea más claro que yo. ¿Quiere usted que lo hagamos?
Me denegué abiertamente, y pareció agradecérmelo. A la mañana siguiente volvió y me obligó a beber dos copas de cognac, que me quemaron la garganta y me trastornaron un poco. El viejo espiaba con interés los efectos del licor. Me puso una inyección de éter y me hizo tomar unos gránulos de cafeína. Me prometió que haría preparar inmediatamente un medicamento para que comenzara a tomarlo de hora en hora, y quedó en que volvería antes de la tarde.
—Ofrézcame usted que, por grande que sea el malestar que sienta, no se moverá usted de esta cama ni tomará usted nada que no sea su poción.
Se lo ofrecí, y de hora en hora apuré el contenido de la oscura botella. Era un licor rojizo, perfumado, meloso y amargo en que se fundían diez sabores extraños. A la quinta cucharada, como quemado por un fuego interior, sentía correr la sangre por las venas y estremecimientos de vida vibrándome a lo largo de la columna vertebral. Me provocó levantarme. Tomaba la sexta, cuando entró Charvet con Marinoni.
—¿Ya resucitó usted? —me preguntó el viejo, tendiéndome la mano.
Comencé a hablarle en voz alta, vibrante y llena, y le di las gracias por sus cuidados.
—Me sentía moribundo y estoy lleno de vida, doctor —le dije—; me ha devuelto usted mis fuerzas perdidas en unas horas; ahora va usted a quitarme esta maldita impresión de ansiedad que me desespera, ¿no es cierto?
—Eso desaparecerá en tres o cuatro días, si todo sigue bien. ¿Tendrá usted valor suficiente para pasarlos sin recurrir a los narcóticos?… Si usted lo tiene, me atreveré a pronosticarle una mejoría rápida. Sin embargo, no debo ocultarle un temor que tengo desde ayer; es fácil que de un momento a otro le comience a usted una neuralgia violenta que prolongará su enfermedad por varias semanas. Puede usted levantarse mañana, si no siente dolor alguno, y pasar unas horas en el escritorio. Cuidado con el frío…
El treinta y uno por la tarde me aseguró que me encontraba bien y que en algunos días más podría salir a la calle. Sintiéndome con fuerzas de sobra y desesperado con aquel encierro, en que mis nervios excitados no habían tolerado más compañía que la del suave Marinoni, a quien el recargo de ocupaciones le impedía estar a mi lado, convencí a Francisco, rendido por las noches de vigilia, de que se acostara y preparé mi salida nocturna. Desde el mediodía era ya intolerable lo que estaba sintiendo. El malestar que me hizo ir la primera vez a casa de Charvet, la ansiedad loca del galope en el camino de Sèvres, la horrible angustia de los días pasados, eran un juego de niños junto al martirio de aquella tarde. La perspectiva de la noche insomne del año nuevo, aquel lento sonar de las horas en el viejo reloj del vestíbulo, aquella melancolía sin nombre que me había invadido el alma desde por la mañana, me hacían inaceptable la idea de la reclusión. Quería oír el ruido de la multitud, perderme por unos minutos en el tumulto humano, olvidarme de mí mismo.
Sonó, cerrándose tras de mí, la puerta del hotel. Una ráfaga helada me azotó la cara y me hizo correr un escalofrío por las vértebras. La ansiedad tomó la forma concreta de una idea de movimiento, y tuve que contenerme para no realizar el deseo que surgió en las profundidades de mi ser, de correr como un loco, frenéticamente, hasta caer falto de aliento contra la sábana helada que extendía el invierno sobre el piso de la calle silenciosa. Eran las doce menos veinte minutos cuando salí al bulevar y me confundí con el río humano que por él circulaba. El aspecto de las barracas de año nuevo, negras sobre la blancura de la nieve, de las ventanas de los restaurantes, rojizas por la luz que se filtraba por los despulidos vidrios y las transparentes cortinillas, los esqueletos descarnados de los árboles, que alzaban las desmedradas ramas hacia el cielo plomizo y bajo, la misma animación de la multitud, ruidosa y alegre, aumentaron la horrible impresión que me dominaba. Caminé durante un cuarto de hora con paso bastante firme y… Me detuve un instante cerca de un pico de gas, cuya llama ardía en la oscuridad nocturna como una mariposa de fuego… ¿Cartas transparentes?, me dijo un muchacho, que guardó el obsceno paquete al volverlo a mirar.
La luz de las ventanas de una tienda de bronces me atrajo, y caminando despacio, porque sentía que las fuerzas me abandonaban, fui a pararme al pie de una de ellas.
Una mujer pálida y flaca, con cara de hambre, las mejillas y la boca teñidas de carmín, me hizo estremecer de pies a cabeza al tocarme la manga del pesado abrigo de pieles que me envolvía, y sonó siniestramente en mis oídos el pssit, pssit, que le dirigió a un inglés obeso y sanguíneo, forrado en cheviotte gris, que se había detenido a mi lado y que se fue tras ella. Al volver la cabeza, los faroles de vidrio rojo de un fiacre que cruzó por la bocacalle vecina, distrajeron mi atención por unos segundos. Me fijé luego en la ventana, y en el momento mismo en que vi el gran reloj de mármol negro con su muestra de alabastro y volante montado por fuera, colgando de la mano de una figura de bronce, sostenido por un hilo de metal dorado, comprendí a qué se refería la angustia horrible que había venido sintiendo en los días y las noches anteriores: ¡ah, indudablemente era el terror irrazonado, siniestro y lúgubre del año que iba a comenzar! Faltaban cinco minutos para las doce. El puntero de oro avanzaba sobre la muestra de alabastro. El volante iba y venía: tic tac, tic tac; tic tac; un hilo luminoso sobre el fondo de sombrío: tic tac, tic tac. Los dos espejos laterales de la ventana, al copiarse, reflejaban con un tinte verdoso de cadáver descompuesto mi fisonomía horriblemente desfigurada y pálida, el perfil adelgazado por el sufrimiento de los días anteriores y la maraña de la descuidada barba. Me pareció que estaba preso entre dos muros de vidrio y que jamás podría salir de allí. El volante iba y venía: tic tac, tic tac, y cada oscilación marcaba un grado más de angustia, de terror y de desesperación en mi alma. Rígido el cuerpo, crispados los nervios, exacerbados los sentidos. El murmullo del río humano que corría a mis espaldas se cambió para mis oídos alucinados en un sollozo infinito que iba a perderse en aquellos nubarrones plomizos y grises que encapotaban el cielo. Tic tac, tic tac, tic tac: El volante iba y venía sobre el fondo oscuro de la ventana. A cada segundo que pasaba lo sobrenatural se acercaba más y más para aparecérseme en el fondo del abismo de sombra que se abriría tras de la muestra de alabastro al sonar la hora del año nuevo. La hora se acercaba. Tic tac, tic tac… Quise huir para no ver aquello, y las piernas no obedecieron al impulso de la voluntad. Un frío mortal me subió desde los pies hasta la nuca. En la pesadilla sin nombre en que se deshacía mi ser, vi avanzarse hasta mí el reloj de mármol negro, como un ser viviente, y aterrado caminé para atrás cuatro pasos. Los doce golpes sonaron en mis oídos lentamente, gravemente, cubriendo todos los rumores de la calle con un ruido ensordecedor, metálico y fino de campanas de oro. Confundidos los punteros en uno solo para marcar la hora trágica del horror supremo, el volante se detuvo, inmóvil, como obedeciendo a un mandato de lo invisible. Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia violenta me atravesó la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y caí desplomado sobre el hielo.
Cuando volví en mí estaba en mi cuarto, vestido, con la camisa abierta, acostado en el lecho. Marinoni estaba allí cerca, y Francisco rezaba, arrodillado, las oraciones de los agonizantes. Sobre la mesa cercana a mi lecho ardía un cirio al pie de un Cristo. La luz tétrica de la madrugada se filtraba por los calados de los balcones. Una neuralgia horrible me apretaba la cabeza como en un círculo de fierro; pero la impresión de angustia había desaparecido.
—¡Marinoni! —grité— me he salvado; acércate.
—Por milagro estás vivo. Eres un loco. Si supieras la noche que nos ha hecho pasar. ¿Cómo es eso de que estás bueno?…
—Estoy bueno. Tengo un dolor horrible que me va a matar tal vez, pero no siento la ansiedad de los días pasados.
Dije eso y caí en una especie de letargia profunda.
De los primeros diez días de fiebre conservo confusas impresiones. Mis ojos no acostumbrados a la penumbra gris de la alcoba, percibían oscuramente lo blanco y lo negro del vestido de una hermana de caridad sentada a la cabecera del lecho, y el contorno de la nívea corneta que, contra la oscuridad de la pared, se le antojaba a mi pobre cerebro una garza con las alas abiertas, y por asociación de ideas evocaba el recuerdo de los pantanos de Santa Bárbara.
Al desaparecer la fiebre sentí una debilidad extrema. Ahora estoy en plena convalecencia, siento que la vida me vuelve con cada copa de los añejos vinos españoles que apuro, con cada bocado de los que devoro con apetito pantagruélico, y Charvet está encantado de ver la rapidez con que voy adquiriendo fuerzas.
Parece que el viejo me hubiera cogido cariño. Es sensual hasta las puntas de las uñas; tiene la pasión de la obra de arte, un gusto exquisito, y según dicen, posee la más hermosa colección de tapices persas que existe en París. Cuando viene a verme se acomoda en un sillón cerca del fuego, bebe a traguitos un jerez desteñido de cuarenta años, saboreándolo, viéndole el color al levantar a la altura de los ojos la frágil copa de Salviati, en que se le sirve y oliéndolo con delicia. A veces, como para excusarse de apurar la tercera, dice «excelente», pegándose a la boca los dedos recogidos de la mano, abriéndolos luego y extendiendo el brazo para levantarlo, con un movimiento blando que parece esparcir en el aire el perfume del añejo licor.
—Qué falta hace entre los tesoros de arte que han amontonado usted en su vivienda una mujer, no una querida, que sería incapaz de entender nada de esto, sino una mujer muy joven y de gran raza, que gozara con cada detalle suntuoso y animara con su frescura las magnificencias sombrías de estos aposentos, donde usted debe echar de menos, a veces, una delicada presencia femenina… Cásese usted, amigo mío… El matrimonio es una hermosa invención de los hombres, la única capaz de canalizar el instinto sexual.
»¿Se sonríe porque le hablo así? Ha de saber usted que la medicina no ha sido para mí más que una necesidad, un modo de ganar el pan. Yo tengo nervios de artista, no de hombre de ciencia; por eso me entiendo bien con usted. Aquí entre nosotros le confieso que una de las amarguras de mi vida es que mi nombre va a quedar pegado para toda la eternidad al de una asquerosa alteración de los cordones nerviosos de la médula. Esa idea me revuelve el alma. Un botánico desnicha, en alguna montaña del trópico, una hermosa planta de olorosas flores; un astrónomo observa un cometa, y la humanidad en lo futuro no puede separar su recuerdo de la imagen de los pétalos frescos, o de los luminosos rayos que caen de lo alto… Uno de nosotros, doblado sobre el cadáver sanguinolento, hurgándolo con el bisturí, ve una fea manchita que le parece anómala, somete el tejido al microscopio, gasta sus pobres ojos observándolo, escribe una monografía en que inventa lo que le falta saber, y por premio de sus esfuerzos consigue esto: que un charlatán, al desahuciar a un infeliz cuyo mal ignora, lo acabe de aterrar diciéndole: tiene usted un principio de mal de Brigth… no puedo hacer nada por su salud; estos síntomas denuncian la neuropatía cerebro-cardíaca de Krishaber, la ciencia es impotente; convénzase usted de que lo devora la enfermedad de Charvet… ¿Le parece a usted muy entretenido eso de que le den el nombre de uno a una cosa innoble?, concluyó, con las manos metidas en el fondo de los bolsillos y sacudiendo la cabeza con expresión de asco… Goce usted suavemente de la vida, cásese usted, amigo mío, sea usted feliz…