El hilo de luz que me hará encontrarla, está en el misterioso parecido del cuadro de Rivington con ella, pensé hace dos semanas y por un fenómeno que es frecuente en mí y que me hace tomar siempre el camino más largo y perderme en él cuando trato de investigar algo que me interesa, en vez de irme derecho al viejo, o de preguntarle el nombre del pintor de la misteriosa tela y de continuar inquiriendo hasta dar con la verdad, me entregué, con loco entusiasmo al estudio de los orígenes y del desarrollo de la escuela prerrafaelista, de las vidas y de las obras de sus jefes y de las causas que determinaron la aparición de ella en el mundo del arte.
He salido de mi tarea con unas cuantas percepciones nuevas de la belleza y guarda mi espíritu algo como el perfume y el alma del ideal que animaba a los nobles artistas que ilustraron la cofradía; como un suave olor rancio de incienso, producido por la ingenua piedad suavísima de los pintores precentistas, y como un deslumbramiento causado por el colorido de ciertas telas inmortales. En resumen, jamás me había sentido más ridículo en el interior; quise saber de Helena, y he sabido detalles de la vida del Beato Angélico de Fiesole, leído cartas de Rossetti y de Holman Hunt, canzones de Guido Cavalcanti y de Guido Guinicelli, versos de William Morris y de Swinburne, visto cuadros de Rossetti y de Sir Edward Burne Jones. En resumen, todo se complica dentro de mí, y toma visos literarios, una curiosidad se agrega a otra, los atractivos de la obra de arte me hacen olvidar los más graves intereses de la vida, y sin la llamada brutal a la realidad, dada por el doctor Rivington antier, habría pasado quién sabe cuánto tiempo sin buscarla, soñando en Ella, con la imaginación dando vueltas alrededor de su radiosa imagen, y los ojos persiguiendo en poemas y cuadros, frases y lineamientos que me hicieran recordarla.
No soy práctico. Rivington me lo ha dicho en tono despreciativo y yo que lo sé mejor que él me sonrío al pensar en el desprecio que revelaba su voz al decírmelo. No soy práctico, ya lo creo, y los hombres prácticos me inspiran la extraña impresión de miedo que produce lo ininteligible.
Percibir bien la realidad y obrar en consonancia en ser práctico. Para mí lo que se llama percibir la realidad quiere decir no percibir toda la realidad, ver apenas una parte de ella, la despreciable, la nula, la que no me importa. ¿La realidad? Llaman la realidad todo lo mediocre, todo lo trivial, todo lo insignificante, todo lo despreciable; un hombre práctico es el que poniendo una inteligencia escasa al servicio de pasiones mediocres, se constituye una renta vitalicia de impresiones que no valen la pena de sentirlas. De esa concepción del individuo arranca la organización actual de la sociedad, que el más ilustre de sus detractores llama «una sociedad anónima para la producción de la vida de emociones limitadas», y esa concepción de la vida sirve de base a la estética de Max Nordau que clasifica las verdaderas obras de arte como productos patológicos y a la asquerosa utopía socialista que en los falansterios con que sueña para el futuro, repartirá por igual pitanza y vestidos a los genios y a los idiotas.
¡La realidad! ¡La vida real! ¡Los hombres prácticos!… ¡Horror! Ser práctico es aplicarse a una empresa mezquina y ridícula, a una empresa de aquéllas que vosotros despreciasteis, ¡oh!, celosos, ¡oh!, creadores, ¡oh padres de lo que llamamos el alma humana, que impedisteis con vuestras sublimes locuras que nuestros ojos iluminados por un resto de la luz que irradió de vuestros espíritus, no sean los ojos átonos de los rumiantes! Tú no fuiste práctico, sublime guerrero, poeta que soñaste y realizaste la independencia de cinco naciones semisalvajes, para venir a morir, bajo techo ajeno, sintiendo dentro de ti la suprema melancolía del desengaño, a la orilla del mar que baña tus natales costas; ni tú tampoco, pobre genovés soñador que le diste un mundo a la Corona de España, para morir entre cadenas; ni tú, manco inmortal, que pasaste miserias sin cuento; ni tú, florentino sublime que con el alma llena de las ardientes visiones de tu Divina Comedia, mendigaste el pan del desterrado, ni tú, Tasso, ni tú, Petrarca, ni tú, pobre Rembrandt, ni tú, enorme Balzac, perseguido por los ruines acreedores, ni vosotros, todos, ¡oh!, poetas, ¡oh!, genios, ¡oh!, faros, ¡oh padres del espíritu humano que atravesasteis la vida, amando, odiando, cantando, soñando, mendigando mientras que los otros se enriquecían, gozaban y morían satisfechos y tranquilos!
Divago al escribir. Cada uno de esos hombres al olvidar las miserables materialidades de la vida lo hacía para realizar algún plan grande que inmortalizara su memoria. Yo pierdo inútilmente mi tiempo entretenido como un niño en futilidades más o menos hermosas, sin buscar la única, que devolverá la paz a mi espíritu conturbado.
Cuando puse los pies en el salón de consulta de Rivington, todas las impresiones de las últimas dos semanas refluían a mi memoria y olvidado de los detalles de la vida real, se movía mi espíritu en un ambiente de etéreas delicadezas y sobrenaturales y deliciosos sentimientos producidos por la contemplación incesante de los cuadros y la lectura de los versos de Rossetti. Ese ambiente de ardiente y melancólico misticismo poblado de ensueños referentes a Helena y perfumado de ella, como el aire de suntuoso retrete femenino del aroma de las flores que agonizan aromándolo, me había envuelto por largas horas, como una niebla espiritual, impidiéndome el contacto con el mundo exterior. Disipóse como por encantamiento al sentarme en uno de los sillones de la consulta y recorrer con los ojos la concurrencia que esperaba, haciendo antesala, el turno obligado para solicitar los auxilios del hombre de ciencia. Frente a mí un viejazo apoplético y obeso, envuelto en pesado abrigo de pieles, con el cogote rojo como jamón y rugoso como un cuero de caimán, los ojos cubiertos por dobles anteojos negros, y los enormes pies deformados por la gota, calzados con gruesos botarrones, roncaba a pierna suelta. Se había dormido esperando el turno. En un ángulo de la sala una mujer de anguloso perfil, canosa y con cara de hambre miraba con sus ojuelos grises cargados de odio, a una pobre chiquilla de doce a trece años de ralos cabellos de un rubio sucio, desteñida tez salpicada de pecas, y descolorida boca entreabierta que dejaba ver los dientes picados y las encías desteñidas. En otro sillón estaba sentado un hombrecillo enclenque, de color de aceituna que guardaba una quietud absoluta, inquietante, inverosímil, y por entre aquellos cuatro individuos, de miserable y dolorosa apariencia, se paseaba a grandes pasos por el salón un fantástico personaje, desmesuradamente largo y flaco, de aspecto caricatural, que se retorcía con furia los pelos de larguísimo bigotillo encerado y cuyos gestos sacudidos seguían con indulgente solicitud los ojos de un hombre de treinta años, vestido con refinada elegancia, pero en cuya delicada y hermosa fisonomía, de una palidez extraña, se leían los signos de definitivo e irremediable agotamiento.
La chiquilla del pelo rubio se sacudió toda, dio un gritico agudo de pájaro herido y agitó sus miembros débiles un estremezón nervioso; despertóse con un ronquido bronco el personaje de las pieles y se frotó con la enorme mano rojiza y rellena como un guante de esgrima la faz apoplética, no hizo un movimiento el individuo verde aceituna, que parecía una estatua de cera, y visiblemente humillado, al sentirse en aquella asamblea de incurables, el enfermo elegante que un momento antes paseaba por todo el cuarto la mirada de sus ojos cansados, los volvió a un anillo de rubíes que le adornaba el dedo meñique de la mano izquierda.
Excitado por la vista de aquellos infelices, surgió en el fondo de mí el orgullo de la vida, de la juventud y del vigor y con involuntario movimiento me apreté con la derecha, crispada casi, el bíceps del brazo izquierdo, que sobresalía elástico y fuerte, formando como una masa de hierro, bajo la gruesa cheviotte del vestido de invierno; la sangre se me subió a las mejillas y con brusco movimiento me levanté para salir… No, yo no estaba enfermo, yo no era un incurable, un harapo humano como aquellos desgraciados. ¿Enfermo, yo? ¿De qué? De un exceso de vida, de un exceso de ideas, de un exceso de fuerza y como si hubiera visto la muerte al ver aquellos restos de persona que iban a buscar modo de aliviar sus días miserables, deseé en ese minuto todos los placeres de la vida, todos los sabores, los perfumes, los colores, las líneas, las músicas, los contactos deliciosos; me provocó apurarlo todo ahí, en ese minuto, antes de que mi cuerpo se deformara y se convirtiera en una miseria como las que estaba viendo.
Tan profunda fue la impresión que no caí en la cuenta de la salida de la persona cuya consulta había terminado, ni vi, en el primer momento, a Rivington, que por la puerta entreabierta del gabinete me miraba de pies a cabeza, con ojos de inquietud.
—Doctor —dije saludándolo olvidado de que había enfermos que debían precederme.
—Siga usted —dijo con cierta brusquedad, haciéndome entrar al cuarto.
Ahí siguió una escena grotesca en que sin poderme dominar y llorando como una mujer, abrazado a aquel jayán, casi desconocido para mí, le conté la atroz impresión que me había producido su horrible clientela, y le supliqué que me asegurara que no estaba enfermo, que no me volvería loco, y en que con frases estúpidamente sentimentales le supliqué que me permitiera enviar un pintor a su casa para obtener una copia del cuadro. Suave como una madre que maneja a un muchacho enfermo, consentido y antojadizo, el especialista se denegó a mi deseo y con su gravedad acostumbrada, me hizo ver todo lo que había de anormal y de enfermizo en mi estado de espíritu de esos momentos.
—Yo había creído menos grave su caso. Es preciso que usted aproveche las fuerzas que le quedan para buscar la curación inmediatamente; vaya usted desde mañana a buscar a esa señorita, diviértase, distráigase, no sueñe más; el sueño es un veneno para usted. Juegue, emborráchese, más bien. Eso sería más higiénico en su estado de hoy. No pierda usted un minuto, vaya a buscarla. Usted la encontrará y si quiere la hará su esposa. Está usted joven, posee una hermosa fortuna, tiene usted todos los elementos para ser feliz; no pierda su tiempo en inútiles desvaríos… Sea feliz.
Le he remunerado al viejo esa extraña consulta, terminada por esa fantástica receta, con largueza de príncipe. Creía que me devolvería el cheque, pero no, lo guardó y lo empleará bien de seguro. Tanto mejor.
Dentro de diez días estaré en París, reinstalado en mi hotel, y consagrado a buscarla. Pienso con horror en volver a la ciudad donde mi vida se deslizó por tanto tiempo en medio de asquerosas delicias. Tú hueles a fábrica y a humo, mi Londres fuliginoso y negro, la trabazón aérea de telegráficas redes cruza tu cielo opaco; tiene tu ferrocarril subterráneo aspecto de pesadilla grotesca; el pueblo que te habita ignora la sonrisa; tú París, acaricias al viajero con la amplitud de tus elegantes avenidas, con la gracia latina de tus moradores, con la belleza armoniosa de tus edificios, ¡pero en el aire que en ti se respira se confunden olores de mujer y de polvos de arroz, de guiso y de peluquería! Eres una cortesana. Te amo despreciándote como se adora a ciertas mujeres que nos seducen con el sortilegio de su belleza sensual y sé bien que los pies de Helena no huellan tu suelo, ¡oh pérfida y voluptuosa Babilonia!
De la temporada de Londres me llevo una deliciosa impresión de recogimiento y de vida interior exacerbada hasta lo indecible. Dos idiomas que eran para mí letra muerta, el griego y el ruso; dos ramos de la actividad humana que me eran extraños, todas las artes de la guerra y la agronomía con todos sus progresos realizados en la última mitad de este siglo me son completamente familiares. Amplia cosecha de impresiones de arte, lecturas de los originales de los trágicos griegos que conocía antes en malas traducciones, de los poetas anteriores a Shakespeare, de toda la pléyade moderna, desde el sensual y vibrante Swinburne hasta la mística Cristina Rossetti; inefables en sueños provocados por los cuadros de Holman Hunt, Whistler y de Burne Jones, todo eso me has dado, ¡ciudad monstruo que me apareces casi ideal porque mientras he vivido en tu seno he vivido con su recuerdo!
Al comenzar los tapiceros a desarmar la casa me he quedado sorprendido del número de objetos de arte y de lujo que insensiblemente he comprado en estos seis meses y los he remirado uno por uno, con cariño, porque en lo futuro me recordarán una época de mi vida más noble que los últimos años. Tú irás a adornar el vestíbulo del hotel en París, enorme vaso etrusco que ostentas en tus bajorrelieves hermosa procesión de sátiros y de ninfas, y por sobre las cabezas de carnero que forman tus asas, las orquídeas del trópico, enredarán sus tallos florecidos de níveas mariposas vegetales, salpicadas de violado y de púrpura; os cruzaréis en guerrera panoplia sobre la partesana, cincelada como una joya, vosotras, espadas árabes de policromas empuñaduras, con las tersas hojas de complicados gavilanes y retorcidas contraguardas que templaron en las aguas del Tajo los maestros toledanos del siglo XVI y las árabes moharras y peligrosas franciscas con las finas dagas damasquinadas de oro; contra lo desteñido de vuestros matices moribundos, antiguos brocateles pesados, sonreirán los dos cuadros de Gainsborough y de Reynolds que compré en la venta del mes anterior; vosotros, ejemplares de Shelley, de Burne, de Keats, de Tennyson y de Rossetti, que lleváis sobre el marroquí blanco de las primorosas pastas, grabadas las tres hojas y la mariposa del camafeo, iréis a esperar sobre el velador veneciano de malaquita que recorran vuestras páginas sus ojos, sorprendidos de encontrar allí el diseño de su joya perdida, y tú, rubí único, rubí de Burmah, pagado a Bentzen en una fortuna, rubí que ardes como una ascua y brillas como un rayo de luz, ¡tú irás a irradiar, como una cristalización sangre, sosteniendo el anillo nupcial, y empalideciendo más la sobrenatural blancura de sus dedos afilados, en su pálida mano de reina!