Londres, 20 de noviembre

¡Ese amor puede ser su salvación!, fue la última frase del fisiólogo materialista… ¡Sálvalo Señor del infierno que lo reclama! ¡Benditos sean la señal de cruz hecha por la mano de la virgen y el ramo de rosas que caen en su noche como signo de salvación! ¡Está salvado, míralo bueno, míralo santo! Fueron las frases de la abuelita en el misterioso delirio que tomó forma en una realidad casi divina. El raciocinio de la ciencia, la intuición de la santidad, el grito del sentimiento, todas las voces de la vida se funden en un coro sublime para llamarle, ¡oh, misteriosa criatura de los rizosos cabellos castaños que son de oro donde la luz los toca; de las subyugadoras pupilas azules y de las pálidas mejillas tersas como las hojas de las camelias blancas y de las largas manos alabastrinas que al trazar entre la oscuridad el signo de la redención arrojaron el ramo de rosas que cayó entre la negrura del jardín, como tus miradas cayeron en las sombras de mi alma! ¡Oh, tú, inmaculada, tú, purísima, todo te llama, ven a salvar el alma manchada y débil que siente flotar sobre ella las alas negras de la locura y que te invoca hoy desde el borde del abismo!

Reconcentrado en mí como un piloto que en hora de supremo peligro junta sus fuerzas agotadas para consultar la brújula y alejarse de la tempestad, las palabras de Rivington me han hecho pensar por horas enteras. He hecho al analizarme, una plancha de anatomía moral como dice Bourget en el prefacio de su maravilloso André Cornélis y me he aterrado al verla. Hela aquí:

Hijo único del matrimonio de amor de dos seres de opuestos orígenes, dentro de mi alma luchan y bregan los instintos encontrados de dos razas, como los dos gemelos bíblicos en el vientre materno. Por el lado de los Fernández vienen la frialdad pensativa, el hábito del orden, la visión de la vida como desde una altura inaccesible a las tempestades de las pasiones; por el de los Andrades, los deseos intensos, el amor por la acción, el violento vigor físico, la tendencia a dominar los hombres, el sensualismo gozador. ¿Hasta qué punto el recuerdo de mi padre, de su figura delicada, de su cuerpo endeble, de su recogimiento silencioso, de su pasión por las ciencias exactas, aclara con extraña luz la apariencia de ciertos momentos de mi vida psíquica? La abuelita, la pobre santa, muerta sin que yo le cerrara los ojos, aprendió de aquella familia de ascetas, el desprecio insexual por las debilidades de la carne. «Es una criatura infame, que no tiene perdón ni de Dios ni de los hombres», decía al oír nombrar a una pobre adúltera y un fulgor de indignación le iluminaba los ojos apagados y un temblor de ira le hacía temblar los enjutos labios. La prescindencia de todo lujo, la modestia casi monástica que reinaban en la casa paterna, donde las vajillas de plata dormían guardadas en los viejos escaparates de nogal y los criados desatendían sus quehaceres para ir a la iglesia. Al hundir los ojos en las lejanías del tiempo, surgen ante mí las figuras de la familia: por el lado paterno la de doña Inés Fernández de Sotomayor, la virgen de 22 años que, en vísperas de contraer matrimonio, rompió su compromiso para consagrarse a Dios y entrar al convento de las monjas de Santa Inés, con el nombre de Sor María de la Cruz, a fines del siglo XVIII, la del tercer abuelo que se educó en Salamanca, fue capitán de los reales ejércitos y desempeñó en mi tierra odiosos puestos dados por la Inquisición y más lejos, dominándolas todas, la del hermano del primer antepasado que se trasladó a América para acompañarlo, aquel Álvaro Fernández de Sotomayor y Vergara el arzobispo, sabio, comentador de Tertuliano, que a los setenta años devuelto a España murió virgen y en olor de santidad. Delicadas miniaturas encuadradas de diminutos diamantes, antiguos lienzos españoles donde se destacan figuras descarnadas y animadas de intensa vida espiritual; apolillados cronicones amarillentos, reales cédulas, pergaminos manuscritos por insignes artistas, en que los caracteres góticos de la leyenda alternan con los colores de complicados blasones heráldicos, cuentan las glorias de aquella raza de intelectuales de débiles músculos, delicados nervios y empobrecida sangre cuyos glóbulos desteñidos corren por los ramales azulosos de mis venas. La piedad católica que la animó subsiste en mí transformada en un misticismo ateo, como revive en ciertos degenerados, convertido en mórbidas duplicidades de conciencia, el mal sagrado de los átavos epilépticos.

¡Ah!, sí, pero en los hoyuelos de las mejillas de mi madre reían frescuras de flor, su leche tenía el sabor que tiene la de las campesinas vigorosas; el abuelo materno era un jayán potente y rudo que a los setenta años tenía dos queridas y descuajaba a hachazos los troncos de las selvas enmarañadas y allá en las llanuras de mi tierra cuentan todavía la tenebrosa leyenda de estupros, incendios y asesinatos de los cuatro Andrades, los salvajes compañeros de Páez en la campaña de los Llanos, que recorrieron victoriosos, sembrando el terror en las huestes españolas, al rudo galope de sus potros, con la lanza tendida por el brazo férreo, con la locura en el alma, la sangre quemada por el alcohol y la blasfemia en la boca gruesa solicitadora de besos…

Esos instintos comprimidos y encontrados subsisten en mí, determinan mis impulsos sin que puedan contenerlos las falsas adquisiciones de la educación y del raciocinio; domíname religiosa impresión que me hace doblar las rodillas, si penetro en la semioscuridad de un templo a la hora del crepúsculo y el día en que sentí la mano empapada en la sangre tibia de la Orloff, no pude contener un grito de gozo.

Para que la antinomia de esos encontrados impulsos se hubiera transformado en permanente equilibrio, habría sido preciso que un plan verdaderamente científico de educación los hubiera aprovechado utilizándolos. Las circunstancias decidieron que pasara mis primeros años bajo las más contradictorias influencias. Perdí a mi madre siendo niño; cuando a la muerte de mi padre, al cumplir diecisiete años, salí del colegio de jesuitas donde mi adolescencia se deslizó bajo el yugo de severa disciplina, el estado de mi salud quebrantada por la mala higiene del internado y mi parentesco con los Monteverdes, sobrinos carnales de mi madre y dueños de las propiedades de campo vecinas a las nuestras, me llevaron a vivir, en pleno contacto con la naturaleza, brutal vida de campesinos, en las haciendas, donde bajo la doble influencia de la juventud y del régimen mis músculos se vigorizaron y se enriqueció mi sangre. En aquella temporada de vida singular las cacerías de venados, y los violentos ejercicios atléticos, se alternaban con las orgías vertiginosas en que Humberto Monteverde, borracho y con la rizosa cabeza recostada sobre algún seno desnudo, me gritaba a voz en cuello mientras su padre, don Teodoro, paseaba por sobre la concurrencia la mirada átona de sus ojos enturbiados por el alcohol: «Oye, José, tú y yo no hemos nacido para vivir en sociedad, somos salvajes, somos Andrades, somos los nietos de los llaneros». Extraña temporada aquélla en que la lectura de los más grandes poetas y el hervor sentimental y sensual de la juventud y la dejadez del cuerpo tras de las noches crapulosas, me hicieron escribir mis «Primeros versos»; más extraña si se compara con el año siguiente en que la intimidad con Serrano, el noble amigo que consagró su vida a trascendentales especulaciones resucitó en mí al meditabundo filósofo que heredó de sus abuelos el intenso amor por la vida moral. Extrañas influencias que dieron como resultado que al entrar por primera vez a los veintiún años, corbateado de blanco y con el busto moldeado por un frac de Poole al salón donde hice mi primera conquista aristocrática, cuatro almas: la de un artista enamorado de lo griego, y que sentía con acritud la vulgaridad de la vida moderna; la de un filósofo descreído de todo por el abuso de estudio; la de un gozador cansado de los placeres vulgares, que iba a perseguir sensaciones más profundas y más finas, y la de un analista que las discriminaba para sentirlas con más ardor, animaron mi corazón, que latía bajo la resplandeciente pechera, coquetamente abotonada con una perla negra.

Así, proteica y múltiple, ubicua y cambiante, resistente al influjo de los ambientes, vigorosa por los ejercicios atléticos, por el uso de suculentos manjares y licores añejos, enervada por sensuales delicias, mi personalidad se fue desarrollando y alternaron dentro de mí épocas de salvajez gozadora y ardiente y largos días de meditativo desprendimiento de las realidades tangibles y de ascética continencia.

Un cultivo intelectual emprendido sin método y con locas pretensiones al universalismo, un cultivo intelectual que ha venido a parar en la falta de toda fe, en la burla de toda valla humana, en una ardiente curiosidad del mal, en el deseo de hacer todas las experiencias posibles de la vida, completó la obra de las otras influencias y vino a abrirme el oscuro camino que me ha traído a esta región oscura, donde hoy me muevo sin ver más en el horizonte que el abismo negro de la desesperación y en la altura, allá arriba, en la altura inaccesible, su imagen, de la cual, como de una estrella en noche de tempestad, cae un rayo, un solo rayo de luz.

¿Terror?… ¿Terror de qué?… De todo por instantes… De la oscuridad del aposento donde paso la noche insomne viendo desfilar un cortejo de visiones siniestras; terror de la multitud que se mueve ávida en busca de placer y de oro; terror de los paisajes alegres y claros que sonreían a las almas buenas; terror del arte que fija en posturas eternas los aspectos de la vida, como por un tenebroso sortilegio; terror de la noche oscura en que el infinito nos mira con sus millones de ojos de luz; terror de sentirme vivir, de pensar que puedo morirme, y en esas horas de terror, frases estúpidas que me suenan dentro del cerebro cansado, «¿y si hubiera Dios?… Los pobres hombres están solos sobre la tierra», y que me hace correr un escalofrío por las vértebras.

No, no es terror de eso, es terror de la locura. Desde hace años el cloral, el cloroformo, el éter, la morfina, el haschich, alternados con excitantes que le devolvían al sistema nervioso el tono perdido por el uso de las siniestras drogas, dieron en mí cuenta de aquella virginidad cerebral más preciosa que la otra de que habla Lasegue. Después, la crápula del cuerpo obstinado en experimentar sensaciones nuevas, la crápula del alma empeñada en descubrir nuevos horizontes, después todos los vicios y todas las virtudes, ensayados por conocerlos y sentir su influencia, me han traído al estado de hoy, en que, unos días, al besar una boca fresca, al respirar el perfume de una flor, al ver los cambiantes de una piedra preciosa, al recorrer con los ojos una obra de arte, al oír la música de una estrofa, gozo con tan violenta intensidad, vibro con vibraciones tan profundas de placer, que me parece absorber en cada sensación, toda la vida, todo lo mejor de la vida, y pienso que jamás hombre alguno ha gozado así; y en que otros, cansado de todo, despreciando, odiando todo, sintiendo por mí mismo y por la existencia un odio sin nombre, que nadie ha experimentado, me siento incapaz del más mínimo esfuerzo, permanezco por horas enteras, hebetado, estúpido, inerte, con la cabeza en las manos y llamando a la muerte ya que la energía no me alcanza para acercarme a la sien la boca de acero que podría curarme del horrible, del tenebroso mal de vivir…

¡La locura! ¡Dios mío, la locura! A veces, ¿por qué no decirlo, si hablo para mí mismo? ¡Cuántas veces la he visto pasar, vestida de brillantes harapos, castañeteándole los dientes, agitando los cascabeles del irrisorio cetro, y hacerme misteriosa mueca con que me convida hacia lo desconocido! En una alucinación que la otra noche me dominó por unos minutos las joyas que brillaban sobre el terciopelo negro del enorme estuche, se trocaron a la luz de la lámpara que las alumbraba en los mágicos arreos de su vestido de reina; otra noche en una pesadilla que me apretó con sus garras negras y de la cual desperté bañado en sudor frío, una cabeza horrible, la mitad mujer de veinte años, sonrosada y fresca pero coronada de espinas que le hacían sangrar la frente tersa, la otra mitad, calavera seca con las cuencas de los ojos vacías y negras, y una corona de rosas ciñéndole los huesos del cráneo, todo ello destacado sobre una aureola de luz pálida, una cabeza horrible me hablaba con la boca, mitad labios de rosada carne, mitad huesos pálidos, y me decía: «¡Soy tuya, eres mío, soy la locura!».

¡Loco!… ¡El loco, en el cuartucho oscuro del manicomio, oloroso y orines de ratón, envuelto en la camisa de fuerza!… el loco con el cabello cortado al rape, recibiendo en las flacas espaldas huesosas el chorro helado de la ducha, bajo el ojo imperturbable del hombre de ciencia que anota sus gestos violentos y sus entrecortadas blasfemias para convertirlos en una precisa y razonada monografía…

¿Loco?… ¿y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande para los verdaderos letrados, de los poetas de los últimos cincuenta años, así murió Maupassant, sintiendo crecer alrededor de su espíritu la noche y reclamando sus ideas… ¡Por qué no has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo, que soñaste con dominar el arte, con poseer la ciencia, toda la ciencia, y con agotar todas las copas en que brinda la vida las embriagueces supremas!

¡Pero no!, dulce visión angélica que en mis sueños llevas las manos llenas de lirios blancos y que presente ante mí trazaste con ellas el signo de la redención y arrojaste en mi noche las pálidas flores, el alma que tú favoreciste con tus miradas santificadoras, no irá a desagregarse así.

Cuando en ti pienso, Beatriz que me harás ascender desde el fondo de mi infierno hasta las alturas de tu gloria, los versos de Alighieri, suenan dentro de mi alma como un cántico de esperanza y de consoladora certidumbre:

«Cuando mi Dama camina por alguna parte, Amor extiende sobre los corazones corrompidos una capa de hielo que rompe y destruye los malos pensamientos». El que se exponga a verla o se ennoblece o muere. Cuando alguno digno de mirarla la encuentra, experimenta todo el poder de sus virtudes y si ella lo honra con su saludo lo vuelve tan modesto, tan honrado y tan bueno que llega hasta perder el recuerdo de los que lo ofendieron. Y Dios ha concedido una gracia particular a mi Dama; la persona que le dirija la palabra no puede tener mal fin.

¡Oh, ven, surge, aparécete, Helena! Lo que queda de bueno en mi alma te reclama para vivir. Estoy harto de la lujuria y quiero el amor; estoy cansado de la carne y quiero el espíritu. Hubo en mi alma muladares inmundos que limpió la fuente de aguas vivas abierta en ella por la mirada insostenible de tus ojos azules. Para recibirte, lo que es hoy seca maleza florecerá de flores perfumadas y los sueños buenos de mi adolescencia resucitarán todos cuando tus pies pequeñuelos huellen la tenebrosa puerta de mi espíritu, y te acompañarán como una procesión de ángeles; donde quedan charcos de envenenadas emanaciones, habrá dormidos lagos, apenas rizados por las alas de los cisnes blancos. Si sobre mi cuerpo crispado de voluptuosidad se pasearon manos buscadoras y lascivas, si pedí el olvido a todas las embriagueces de todas las orgías, si rodé como un borracho por la escalera vertiginosa del vicio, fue porque no te había visto todavía. Ten piedad de mí. Para alcanzar tu santidad, porque te siento santa y me apareces ceñida con una aureola de misticismo y casi sagrada, para alcanzar tu santidad, he procurado ser bueno. No hay una mancha en mi vida después de que tus ojos cruzaron sus miradas con las mías. Pero para ser bueno necesito de ti, necesito verte. ¡Ven, surge, aparécete, sálvame, ven a librarme de la locura que avanza en mi cielo como una nube negra preñada de tempestades, ven a salvar lo que queda en mí de los santos de mi raza, del sabio arzobispo y de la dulcísima monja, que en tierra para ti desconocida, duermen, su último sueño, a la sombra de las arcadas góticas, en los viejos sepulcros de piedra!