Fue Roberto Blundell, quien lo arregló todo. Es judío por la madre y con la perspectiva del negocio proyectado, habría hecho más por tenerme contento, si yo lo hubiera exigido. Íbamos juntos el día que la encontré por primera vez y me quedé maravillado con su belleza que le valió hasta hace dos años la protección de un miembro de la familia real. Parece que Blundell y ella son viejos amigos y me supongo que algo le llegará a su cartera de cuero de caimán y esquineras de oro, de la fuerte suma que le entregué previamente con la condición de que todo se haría de acuerdo con mis deseos.
Al penetrar en la alcoba la sangre me encendía las mejillas y me zumbaba en los oídos y vi a la sombra de las cortinas verdemar de azulosos cambiantes el oro del amplio catre y las blancuras de espuma y de nieve de donde emergía el busto, con el seno desnudo casi, mal oculto por la abierta camisa de batista, todo alumbrado por la luz de una lamparilla eléctrica que fingía milagrosa flor de luz sonrosada entre las hojas de bronce que la sostenían a la cabecera del lecho. Ven, me gritó sonriendo y mostrando entre los rosados labios el esmalte de la dentadura maravillosa; ven, y tendió los brazos, esparciendo en el ambiente el olor de una mata de rosas que sacude el aire tibio de la primavera.
¡Sí! ¡Ve, me gritaban los glóbulos de la sangre, encendida por el deseo; los nervios tendidos por la continencia de tres meses, los músculos vigorizados por la castidad, ve, sacia tu sed en ese puro vaso de nácar que quiere sentir tus labios, bésalos, sáciate, hártate, agoniza de voluptuosidad en sus brazos en un espasmo de interminables vibraciones!
Separándolos de los de ella, volví los ojos hacia el fondo oscuro de la alcoba, donde la sombra se aglomeraba resistente a la luz eléctrica por el color sombrío de los tapices y di un grito… Acaba de ver unidas, en lo alto del muro, como en una medalla antigua, el perfil fino y las canas de la abuelita y sobre él, el perfil sobrenaturalmente pálido de Helena, en una alucinación de un segundo.
—¿Por qué gritas? —preguntó, sin que desapareciera de sus labios frescos la sonrisa deliciosa de voluptuosidad que los arqueaba—. ¿Por qué gritas? Lo que está caído ahí sobre la alfombra es un ramo de flores que recibí hoy de Niza, recógelo, tráemelo y bésame —agregó reclinando los rizos rubios de la hermosa cabeza sobre el holán de los almohadones. Recogí el ramo, que no había visito antes y con él en la mano me acerqué al lecho, donde el torneado brazo, blanco, blanco y fragante circundó mi cuello.
¡Eres hermoso! —dijo clavándome los ojos negros de acariciadora mirada y atrayéndome hacia ella—. Eres hermoso, pero ¿por qué miras esas flores con ojos de loco?, son unas flores que me trajeron de Niza y las había olvidado ahí… ¡Mira la mariposita blanca que se vino entre la caja! —gritó mirando el insecto que emprendió vuelo por el aire de la alcoba perfumada y tibia.
Pretexté un vértigo y me despedí besándole las manos con que me detenía y trayendo en las mías el olor de las rosas té que formaban el ramo, y en los ojos el aleteo de la mariposilla blanca, que volaba ahí en ese momento y en mis sueños hace cuatro noches, cuando en pesadilla de indecible horror, rodaba yo al fondo del abismo vertiginoso. Helena venía de Niza la tarde en que la encontré en Ginebra… Las frescas rosas té del ramo que he tenido en mis manos esta noche, están atadas con la misma cinta de extrañas labores en forma de cruz que sujeta las del otro ramo que ya no es más que un cementerio de flores negras y marchitas entre la caja de cristal que las guarda. Al inclinarme para respirar el olor de las flores frescas, en la alcoba donde soñé dejar mi enfermedad gastando la savia acumulada en tres meses, alzó de ellas el vuelo la mariposa blanca de mi sueño, la mariposa del camafeo, porque las dos son una sola… Doy por sentado que fue una alucinación febril, haber visto juntas las dos cabezas de los seres cuyas palabras y miradas me envuelven hoy en una trama de sombras, pero… ¿por qué estas casualidades que toman para mí la forma de un interrogante abierto sobre el misterio?… ¿Por qué la cinta con la misma labor extraña de cruces entrelazadas?; ¿por qué estas flores nacidas en el mismo sitio que las otras probablemente, llegan, en el momento preciso, al lugar donde iba yo a envilecerme con un placer comprado, para no pensar en Ella?
Temí la locura al salir de las orgías brutales de la carne y ahora el noble amor por la enigmática criatura que me parecía traer en las manos un hilo de luz conductor que habría de guiarme por entre las negruras de la vida, ese amor delicioso y fresco que me ha rejuvenecido el alma, es causa de supremas angustias porque mi razón se agota inquiriendo los porqués del misterio que lo envuelve.
¡Si lograra verla, cambiar estos sueños que me enloquecen por la serenidad que esparcirían en mi alma las primeras frases cambiadas con Ella!
Mi profesor de griego que viene diariamente, me había hablado varias veces de su amigo Sir John Rivington, el gran médico que ha consagrado sus últimos años a la psicología experimental y a la psicofísica y cuyas obras, «Correlación de las epilepsias larvadas con la concepción pesimista de la vida», «Causas naturales de apariencias sobrenaturales» y sobre todo «La higiene moral» y «La evolución de la idea de lo Divino», lo colocan a la altura de los grandes pensadores contemporáneos, de Spencer y de Darwin, por ejemplo. Conocía yo los libros de Rivington de tiempo atrás y los leía y releía con grande entusiasmo, porque la observación directa y precisa de los hechos, la lógica perfecta de los raciocinios, sólidos como una cadena de hierro y las escasas pero segurísimas deducciones generales que de ellas desprende, hacen de esa lectura jugoso y fortificante alimento para mi espíritu vacilante y curioso de los problemas de la vida interior. Esas obras estarán en pie cuando muchas de las vastas teorías de otros filósofos que gozan hoy de más fama que él, vayan desmoronándose a los golpes de pica de posteriores investigaciones.
Conseguí para Rivington dos cartas de introducción, releí sus libros antes de ir a la consulta, por creerlo útil para mi plan y por especialísimo favor logré una conferencia nocturna en que conversamos largamente por horas enteras, solos en su amplio gabinete, lleno de curiosos instrumentos de observación y de obras técnicas referentes a su especialidad, y en su sala donde he tenido una emoción inolvidable.
La primera impresión que produce mi médico con la frescura casi infantil de sus mejillas sonrosadas y llenas que contrastan con la barba rizosa y gris y la singular vitalidad que revelan sus miradas y los ágiles movimientos del cuerpo recio y membrudo no debilitado por los sesenta y cinco años que lleva gallardamente, es la de una perfecta salud corporal y mental. Benévola sonrisa de inteligencia ilumina aquella fisonomía grave y desde el primer momento experimenté cerca de él la impresión de confianza que inspira un hombre envejecido en el estudio de las miserias humanas.
—Doctor —le dije sentándome en el sillón que me ofrecía—, tiene usted enfrente a un enfermo curioso que en perfecta salud corporal, viene a buscar en usted los auxilios que la ciencia puede ofrecerle para mejorar su espíritu. El catolicismo les da a sus fanáticos, directores espirituales a quienes se entregan. Yo, falto de toda creencia religiosa, vengo a solicitar de un sacerdote de la ciencia, cuyos méritos conozco, que sea mi director espiritual y corporal. ¿Acepta usted el cargo?
—Lo acepto —contestó con gravedad sonriente, exigiendo de antemano, como los ministros del noble culto que usted nombra, contrición por los pecados contra la higiene que usted haya cometido y el firme propósito de la enmienda… Cuénteme usted sus pecados…
Con la ingenuidad de un adolescente que abre su alma al sacerdote que ha de absolverlo, le referí mi vida, sin atenuar nada, ni mis ímpetus idealistas, ni mis desmedidas ambiciones de saber, de gloria, de riquezas y de placeres, ni las crapulosas orgías, los mujeriles desfallecimientos y las miserables inacciones que me postran por temporadas. Le conté los últimos seis meses con mayor sinceridad quizás que la que he empleado en estas notas escritas para mí mismo.
Oía sin quitarme los ojos que bajaba yo al suelo por momentos, sin mover una mano, sin que su impasible fisonomía griega tradujera la más mínima emoción.
—Cuente usted ahora los antecedentes de su familia, descríbamela, pínteme usted su país, la ciudad donde usted se formó, dígame usted cuanto crea que pueda ilustrarme.
Lo hice sencillamente y hablé por largo tiempo sin que dejara de prestarme atención por un segundo, ni me quitara de encima los ojos.
—Ahora tenga usted la bondad de exponerme la organización actual de su vida, sus planes para el futuro, todo lo que se refiere al presente.
Hablé contándole mi existencia casi monástica desde mi encuentro con Helena, los planes que abrigo respecto de mi país, le referí el incidente que tuvo lugar en la alcoba de Constanza Landseer, mis estudios de griego y árabe, los infructuosos ensayos hechos para encontrar a la que es hoy toda la vida de mi alma… hasta que esta pregunta hecha con la ingenuidad de niño que tienen los sabios cuando se trata de cuestiones de sentimiento, me desconcertó porque no supe qué responderle.
—¿Usted tiene intenciones de casarse con esa hermosa joven si la encuentra, y de fundar una familia? —Al no darle yo respuesta porque me quedé confuso y como avergonzado por aquella pregunta, se levantó para traer y colocar sobre la mesa varios aparaticos, a cuyo examen me sometió sucesivamente, haciéndome permanecer de pie, sentarme, recostarme, contar, vendándome los ojos para picarme con alfileres o levantar pesas sujetas a las piernas; estrechar un globo de caucho, ceñirme a la muñeca un mecanismo de reloj terminado con una pluma que trazaba sobre una cinta larga línea ondulante y rítmica; levantar diversas masas de hierro, buscar la incógnita de una ecuación y traducir por escrito un texto de Aristófanes del original griego, mientras que él contaba los minutos inclinado sobre el cronómetro como tomándole el pulso a mi inteligencia.
—Hay aquí un error —dijo examinando la hoja de papel que le tendía—, estos adjetivos se refieren a la acción que denota el verbo y no al sujeto de la frase.
Y entonces comenzó otro examen de todo mi cuerpo, casi desnudo sobre un diván de marroquí negro, examen durante el cual analizaba yo el extraño efecto que me habían producido sus palabras: ¿Usted tiene intenciones de casarse con esa hermosa joven, si la encuentra, y de fundar una familia?
¡Dios mío, yo, marido de Helena! ¡Helena mi mujer! La intimidad del trato diario, los detalles de la vida conyugal, aquella visión deformada por la maternidad… Todos los sueños del universo habían pasado por mi imaginación menos ése que me sugerían las frases del especialista.
—Sería usted un modelo fisiológico —dijo, cuando después del examen, volvimos a sentarnos cerca del pesado escritorio de nogal—, si fuera un poco más amplia su cavidad torácica y si no existiera cierta desproporción entre su desarrollo muscular y su fuerza nerviosa; es raro que su organismo haya soportado los excesos a que usted lo ha sometido.
—Tiene usted que comenzar —continuó con una voz pausada, baja y suavísima, por regularizar todas, absolutamente todas, sus funciones, sin detenerse a pensar que hay funciones nobles y bajas en el ser humano—. A pesar de que manifiesta usted entusiasmo por la ciencia que no admite hoy separación alguna entre los fenómenos de la vida y los considera todos, desde la respiración y la nutrición, hasta las más altas ideaciones y los sentimientos más nobles como manifestaciones de una misma causa, los unos comprensibles por caer bajo el dominio de nuestros actuales métodos de observación y de análisis y los otros incomprensibles todavía por lo rudimentario de los aparatos que apenas comenzamos a emplear para observarlos, a pesar de que afirma usted que no tiene creencias religiosas, es usted un espiritualista convencido, un místico casi, tal vez contra su gusto. Sus frases lo han revelado. Puede usted tener deseos de no creer pero las influencias atávicas que subsisten en usted lo obligan a creer y usted procede de acuerdo con ellas en lo que se refiere a la clasificación de sus actos; haga un esfuerzo, triunfe usted de sí mismo, regularice su vida, déle usted en ella el mismo campo a las necesidades físicas que a las morales, que llama usted, a los placeres de los sentidos que a los estudios, cuide el estómago y cuide el cerebro y yo le garantizo la curación.
»Regularice usted su vida y déle una dirección precisa y sencilla —continuó después de otro largo silencio, en que me pareció leer cierta simpatía en la fría mirada de sus ojos—. Lo primero que debe hacer es distraerse, forzándose a alternar sus estudios con diversiones, nobles si usted las prefiere así; frecuente los teatros y los conciertos; tendría mucho gusto en llevarlo a casa de uno de mis mejores amigos donde se toca excelente música de los viejos maestros alemanes y donde encontraría usted buena compañía. Devuélvales a las necesidades sexuales su papel de necesidades por más que le repugne y no mezcle usted sus sensaciones de ese orden con sentimentalismos ni con emociones estéticas que lo exalten; esto mientras encuentre usted a la joven a quien ama y se case usted con ella para normalizar en la vida marital los impulsos de su instinto.
»No le incomode a usted que le hable de su amor en esos términos —dijo al ver el gesto que hice involuntariamente al oír la frase—, ese ideal tiene usted que convertirlo en su esposa, usted necesita, antes que todo, como un niño asustado por la apariencia de un objeto que no ha visto bien y cuyo miedo se desvanece al tocarlo, encontrar a esa señorita, tratarla, ver si su carácter y sus ideas coinciden con los de usted y, si es así, casarse con ella para que desaparezca el fantasma que usted se ha forjado. Es un fantasma. Lo vio usted estando bajo la influencia del opio y de una profunda debilidad causada por la orgía de la víspera, la impresión que le causaron a usted sus miradas en el comedor y el capricho que tuvo ella de tirarle un ramo de rosas, han determinado en usted una autosugestión, que ha ido prolongándose gracias al violento cambio de régimen a que ha sometido usted su organismo y al aislamiento en que se ha encerrado. No ha habido impresiones externas que la combatan, y sigue desarrollándose, y como coincide con una frase que lo había impresionado a usted, por haberla dicho una persona de su familia al morir, ha ido revistiendo apariencias sobrenaturales…
Se calló, inclinando la cabeza pensativa y la levantó al cabo de unos momentos de silencio, sonriéndose.
—Tenga usted la bondad de repetirme la descripción de la figura de la señorita cuando usted la ve vestida de blanco y con los lirios en la mano y le parece recordar una frase latina. —Lo hice con la paciencia con que un enfermo le cuenta por segunda vez al vulgar esculapio un síntoma de la dolencia física que lo aqueja.
—¿Se siente usted nervioso esta noche? —me preguntó sonriendo aún con una franca sonrisa que le arqueó los labios y me reveló la animalidad potente de su organismo.
—No, doctor, estoy en perfecta calma, la conversación con usted me ha tranquilizado como una dosis de bromuro —le respondí, sonriendo a mi vez.
—¿Quiere usted ver su visión pintada en un lienzo, por un pintor que murió hace años? —me dijo, sin dejar de sonreír, excitado por la perplejidad que revelaba mi semblante al oír la extraña propuesta.
—Como usted guste —contesté sin saber a derechas qué decía y lleno de una curiosidad infantil que se mezclaba con cierta angustia extraña.
—Perdone usted, voy a dar orden de que enciendan luz en mi salón donde está la pintura. Qué extraña casualidad —agregó hablando consigo mismo y levantándose para apretar un timbre eléctrico a cuya llamada obedeció el criado vestido de frac que se presentó unos instantes después en el cuarto.
—¿Las señoras están en la sala? —le preguntó.
—No, señor; acaban de retirarse a sus alcobas.
—¿Están encendidas las lámparas en la sala?
—Sí, señor —contestó el sirviente.
—Ponga usted una, donde alumbre bien el cuadro que está en la pared de la derecha, y sírvanos usted el té allá —ordenó, y volviéndose a mí, familiarmente, como si la perspectiva de un triunfo hubiera roto el hielo que nos separaba, me golpeó el hombro como a un amigo viejo y me dijo:
—Un capricho de mi mujer me hizo comprar hace diez años, haciendo un esfuerzo por cierto, porque la estrechez de mi presupuesto de entonces no me permitía fantasías de ésas, la tela que voy a mostrarle. ¿Usted estuvo en Londres cuando era niño? —me preguntó con animación súbita.
—Sí, doctor —le respondí—, vine con mi padre y pasé aquí un mes del que conservo recuerdos muy confusos.
—¿Dónde vivían ustedes?
—En un hotel cerca del Regent Street que no he encontrado ahora —contesté impaciente y enervado por el interminable interrogatorio.
—Y la exhibición del lienzo tuvo lugar ahí cerca en la galería donde lo compré —dijo hablando consigo mismo. Venga usted a verlo, añadió levantándose para mostrarme el camino, y alzando el portier que separaba el gabinete de un cuarto oscuro que atravesamos para entrar al salón donde ardían cuatro lámparas.
—¿Se parece? —preguntó desde el sillón donde se había acomodado para ver el efecto que me estaba produciendo la contemplación de la pintura, al cabo de largo rato en que yo, como hipnotizado por aquella realidad de mi visión no podía separar los ojos de la figura de Helena, que vestida con el fantástico traje y el manto blanco de mis sueños, y llevando en las manos los lirios pálidos, pisaba una orla negra que estaba al pie de la pintura, y sobre la cual se leía en caracteres dorados como las coronas de un cuadro bizantino, la frase «Manibus date lilia plenis».
—¿Se parece? —repitió Rivington—. Venga usted a sentarse aquí desde donde la verá bien y tomará el té conmigo, hablando de ella.
—Es ella, doctor, es ella —le dije sentado ya en el sitio que me designaba, y volviendo los ojos hacia la divina aparición que me sonreía, enmarcada de oro sobre la pared oscura—. Es ella, doctor; pero ¿cómo se explica este misterio que rodea todo lo que a ella se refiere; que me hace encontrar aquí ese lienzo que es su retrato; la noche en que vengo a hablarle a usted de ella?, ¿cómo me hizo encontrar el ramo de rosas y la mariposilla blanca la noche en que fui a buscar otra mujer para olvidarla por unas horas?, ¿cómo se explica usted todo eso? —agregué sin poderme contener.
—Vuelve usted a ver el fantasma y a soñar con lo sobrenatural —contestó con gravedad casi severa—. Aplíquese usted a encontrar causas y no a soñar. Me ha descrito usted a la señorita como una figura semejante a las de las vírgenes de Fra Angélico y este cuadro es obra de uno de los miembros de la cofradía prerrafaelita, el grupo de pintores ingleses que se propusieron imitar a los primitivos italianos hasta en sus amaneramientos menos artísticos. Es claro que la señorita no sirvió de modelo porque según me dice usted cuando más podrá tener quince años y hace veinte que fue pintado el cuadro; pero, dígame: ¿qué tiene de extraño que el modelo fuera una tía o la madre de la que usted encontró en Ginebra y que las dos se parecieran mucho? Ahora, ¿por qué se juntaban en su imaginación cierto verso latino y la figura que usted veía? Porque un recuerdo de esta pintura y de la leyenda que tiene al pie vistas por usted hace muchos años, resucitó en su memoria, gracias a la analogía que hay entre la fisonomía de su amada y la que representa este dibujo… La memoria es como una cámara oscura que recibe innumerables fotografías. Quedan muchas guardadas en la sombra; una circunstancia las retira de allí, recibe la placa un rayo de sol que la imprime sobre la hoja de papel blanco, y heme aquí que usted se pregunta quién hizo el retrato, sin recordar el momento en que el negativo recibió el rayo de luz que lo trazó en las sales de plata. Vamos, ¿todavía está usted viendo el fantasma? Deseche usted esas ideas místicas que son un resto del catolicismo de sus antepasados, prefiera usted la acción al sueño inútil, busque usted desde mañana a la joven, cásese con ella y será usted muy feliz. ¿No es cierto que será usted muy feliz? —preguntó con interés.
—Muy feliz, doctor —contesté sirviéndome el té, traído por el criado.
—No tome usted más que una taza, debe medirse usted en el uso de los excitantes. Una taza de té por la noche, nada más, y una pequeña de café, a la comida. Disminuya usted el vino, pero no brusca, sino gradualmente, reemplácelo por cerveza, suprima poco a poco los licores y los condimentos, haga comidas abundantes pero sin refinamiento alguno; cambie los ejercicios fuertes como la equitación y la esgrima, que son excitantes musculares, por decirlo así, y haga largas caminatas a pie por el campo. Quisiera que convencido usted de que es preciso huir de toda excitación de cualquier naturaleza que sea, fuera abandonando paulatinamente sus hábitos de lujo excesivo y sus preocupaciones de arte para dirigir su inteligencia y sus esfuerzos en el sentido de alguna vasta especulación industrial, una ferrería, una fábrica, que le permitiera hacer continuas combinaciones para ensancharla y lo entretuviera con los detalles de su administración. Vea usted, en lugar de pensar en ir a civilizar un país rebelde al progreso por la debilidad de la raza que lo puebla y por la influencia de su clima, donde la carencia de estaciones no favorece el desarrollo de la planta humana, asóciese usted con alguna gran casa inglesa a cuya industria sea aplicable el arte, con unos fabricantes de muebles o de porcelanas, de vidrieras o de telas lujosas para tapizar y consagre usted su talento a hacer por ese medio objetivo la educación estética de los consumidores. Con una sola idea de arte aplicada a la industria se ennoblece ésta como se perfuman hectolitros de alcohol con una gota de esencia de rosas. Ése sería un hermoso plan. Oiga usted otro. Vuelva usted a su país y aplique usted su fortuna a una gran explotación agrícola que lo hará inmensamente rico y lo divertirá con todas las experiencias de aclimatación de razas, animales y plantas exóticas que puedan desarrollarse en esos climas. También le será provechosa si le permite vivir en el campo. Aquí en Londres dirigiendo su manufactura, allá en América desarrollando sus empresas podrá usted vivir tranquilo educando a su familia y haciendo feliz a la señorita que se encontró en Ginebra. Pero de preferencia abandone su sueño de regreso a la patria y establézcase aquí. ¿Francamente, no cree usted más cómodo y más práctico vivir dirigiendo una fábrica en Inglaterra que ir a hacer ese papel de Próspero de Shakespeare con que usted sueña, en un país de calibanes?
»Además, ésa es la vida que le conviene —continuó después de meditar un poco—. Deseche esos sueños políticos que son irrealizables. Usted no tiene el hábito de ejecutar planes y ésa es una educación, un entrainement, dijo usando la palabra francesa; hay que comenzar ideando y llevando a cabo cosas pequeñas, prácticas, fáciles, para lograr al cabo de muchos años enormidades de ésas con que usted sueña. Me hace usted la impresión de un niño que se siente robusto y al ver a un gimnasta de profesión jugar con pesas de a doscientos kilogramos cree que puede hacerlo sin maliciar que las fuerzas de sus músculos apenas le permitirán recoger la pelota de caucho, con que juega.
»Abandone usted esos sueños —continuó—; abandone los sueños de gloria, de arte, de amores sublimes, de grandes placeres, la ciencia universal, todos los sueños. El sueño es el enemigo de la acción. Piense usted, conciba un plan pequeño, realícelo pronto y pase a otro. La delicia de vivir, que usted experimenta hoy, cortada por bruscas depresiones que lo postran, es al mismo tiempo la causa de sus ambiciones desmedidas, y el peligro futuro para usted; la causa, porque es ella la que le hace desear continuamente impresiones nuevas en la esperanza de que son gratas, el peligro porque revela una sensibilidad exagerada, una especie de hiperestesia que lo imposibilita para resistir el dolor, el día en que éste llame a su puerta. ¿Conoce usted el dolor? —preguntó pensativo.
—He sufrido, doctor, menos quizá que la mayor parte de los hombres y puesto que es convenido que todo detalle de mi vida interior lo conocerá usted, debo decirle que en los momentos de sufrimiento se produce en mí un placer superior al dolor mismo, el de sentir ese dolor, el de conocer las impresiones nuevas que me procura.
—Ése es el síntoma que completa el cuadro —continuó—: Hay en usted por el momento tal embriaguez de vida que me hace recordar la frase de Goethe: «La juventud es una embriaguez de sangre». Todo le aparece a usted hermoso, risueño, grandioso, todo lo atrae, todo reclama su atención. El día en que su sistema, cansado por los abusos, se debilite, los nervios transmitirán de preferencia las sensaciones desagradables o dolorosas, mortal apatía lo dominará a usted inhibiéndolo para la acción, su estómago gastado y sin fuerzas digerirá mal, trabajará escasamente su cerebro y entonces será usted el reverso de la medalla, su misantropía, su odio por todo, su desencanto no tendrán límites. Todo joven gozador es el proyecto de un anciano melancólico, los botones de rosa se convierten en rosas marchitas; sólo lo duro guarda la forma que desafía el tiempo. Si usted lo piensa bien, verá que el ascetismo, que es la última palabra de las religiones, es el secreto de la paz interior: endureciendo al hombre por las privaciones voluntarias a que lo somete, lo insensibiliza para el sufrimiento.
»Esa quimera que se ha forjado usted de dominarlo todo, de gozar con los sentidos y siendo al tiempo mundano, artista, sabio, guerrero y conductor de hombres, es el supremo absurdo. Mientras usted no se encierre en una especialidad y olvide el resto, se sentirá usted mal. Me argüirá usted que han existido hombres que lo han realizado casi, que el Vinci poseyó todas las ciencias y las artes de su tiempo y que quizás no hubo región alguna de los conocimientos humanos por donde Goethe no paseara su inteligencia poderosa. Me permitiré observarle que la ciencia en el tiempo en que vivió Leonardo era un embrión apenas, y que el hombre de Weimar vivió setenta y tantos años estudiando metódicamente. El simple acto de pensar agota; vea usted a mi querido amigo Heriberto Spencer, que se ha ceñido siempre a las prescripciones de la higiene más absoluta y está pagando ya con su falta de fuerzas sus colosales estudios; recuerde usted a muchos literatos franceses contemporáneos, neurópatas o imposibilitados para la producción en plena juventud y comprenderá usted que el abuso de trabajo mental es el peor de los abusos.
»Honradamente es mi deber decirle a usted que la herencia y la vida que usted ha llevado me hacen temer por su porvenir en caso de que usted no cambie de régimen. Hay en usted un doble atavismo, caso curioso, de impulsivos inconscientes casi, y de cerebrales unificados. Si usted logra equilibrar esas tendencias que luchan entre ellas y consigue que sus facultades mentales dirijan sus instintos, está usted salvado, si continúa su vida con esas alternativas de ascetismo y de crápula, con esos estudios sin orden, con esos planes imposibles, irá a dar el día en que menos lo espere, al tropezar con una circunstancia imprevista, a la imbecilidad o a la locura.
»Creo inútil decirle que los excitantes y los narcóticos que usted ha usado han hecho la mitad de la obra al producir su estado de hoy. Es usted un predispuesto y son los predispuestos los que dan a la morfina, al opio, el éter, amplia cosecha de víctimas. Búsquela usted desde mañana —dijo mirando el cuadro al cual había yo dirigido los ojos—, y al encontrarla cásese con ella y funde un hogar, donde dentro de veinte años vea usted a sus hijos sucederle en los negocios y tenga la satisfacción de recordar los extravíos de su juventud, como recuerda uno un peligro cuando ya está salvado de él. Ese amor puede ser su salvación…
—Y has resistido ocho años de la misma vida de entonces y hoy, cuando te hablo yo como te hablaba Rivington, hoy cuando todavía es tiempo, te ríes de mí y no me haces caso —dijo gravemente Oscar Sáenz desde su asiento, perdido en la semioscuridad carmesí de la estancia lujosa.
—Hoy es diferente —respondió Fernández con cierta superioridad—, he distribuido mis fuerzas entre el placer, el estudio y la acción; los planes políticos de entonces los he convertido en un sport que me divierte, y no tengo violentas impresiones sentimentales porque desprecio a fondo a las mujeres y nunca tengo al tiempo menos de dos aventuras amorosas para que las impresiones de una y otra se contrarresten y…
—Y para que las heroínas hagan contraste, insinuó Luis Cordovez, la una rubia y lánguida, lectora de Heine y la otra morena y ardiente, lectora de la Pardo Bazán; una sentimental como una colegiala y la otra sensual desde las puntas de las uñas hasta la médula de los huesos.
Una sonrisa de vanidad iluminó la fisonomía fatigada del poeta.
—Continúa, José; me ha mejorado tu lectura —dijo Máximo Pérez, desde el diván vecino donde estaba recostado.