Ginebra, 11 de agosto

¿Por dónde empiezo? No sé. Es tan delicado, tan dulce, tan extraño, tan aterrador lo que siento, que temo al querer decir la impresión con palabras, destrozar su frescura, como se destrozaría el esmalte de luz de una mariposa de Muzo, al quererla fijar con un clavo de hierro. Fue ayer tarde en un comedorcito reservado que tiene vista sobre el jardín del hotel, y por cuyos balcones abiertos venía con la brisa del lago, el olor moribundo de las madreselvas que lo enmarcan. Comía solo, deseoso de evitar las promiscuidades y el ruido de la mesa común, y leía las Soledades, de Sully Prudhomme, a la luz de las bujías del candelabro. Un criado, entreabrió la puerta, encendió las de otro, puesto en la mesita vecina, colocó sobre ella un menú del día y volviendo a la puerta entreabierta, doblado en dos pronunció un pus pouvez entre Mosié, pus pouvez entré, Mademuasell, con su más puro acento alemán. Entraron ella adelante, él atrás, correspondieron la venia que les hice levantándome y desembarazada ella del abrigo de viaje y del sombrero que le daba cierto parecido, por su forma extraña, con el retrato de una princesita hecho por Van Dyck, que está en el Museo de La Haya, se sentaron a comer.

Lentamente, mientras examinaba yo la extraña figura del hombre, se quitó ella los guantes de Suecia y se frotó las manos, dos manecitas largas y pálidas de dedos afilados como los de Ana de Austria en el retrato de Rubens, con que se echó para atrás los bucles de la suelta cabellera castaña, rizosa y sedeña que donde la luz la hería de frente tenía visos de oro. La voz argentina y fresca sonó entonces discutiendo los platos de la comida…

—Para ti vino del Rhin y queso, ¿no, papá? —decía—, para mí leche y fresas…

El hombre, que podría tener cincuenta años, pero con la cabeza y la barba blancas de canas como un anciano, la miraba con dulzura paternal, que hacía más extraño contraste con la expresión dolorosa de las líneas de su fisonomía fina de noble o de artista, admirablemente modelada y cuya distinción aumentaban los cabellos crespos y la fina barba blanca cortada en punta y el verde desteñido de sus ojos apasionados.

—Vas a comer sola —le dijo— estoy ansioso por leer los detalles, y colocó sobre la mesa, doblado a lo largo un periódico impreso en caracteres alemanes…

—Lee —contestóle ella, acercando el candelabro para que la luz cayera sobre la hoja.

Una simpatía irresistible me había ligado a ellos, en esos segundos, en que, olvidados de mi presencia, los examinaba con mi curiosidad insaciable. Sin duda habían querido huir de la vulgaridad de los comensales de la table d’hote, al refugiarse en el comedor reservado. Para que aquellas canas blanquearan sus sienes, para que las hondas arrugas de sufrimiento surcaran así su frente amarillenta de pensador, para que aquella indeleble expresión dolorosa le marcara así las facciones, debía él haber sufrido horriblemente, porque el vigor de su naturaleza se adivinaba en las líneas del cuerpo, moldeado por un vestido gris, de refinada elegancia y el perfil enérgico daba a pensar en un militar acostumbrado al mando y retirado del servicio. El otro perfil, el de ella, ingenuo y puro como el de una virgen de Fra Angélico, de una insuperable gracia de líneas y de expresión, se destacaba sobre el fondo sombrío del papel del comedor, iluminado de lleno por la luz del candelabro. Completaban su belleza los cabellos, que se le venían y le caían sobre la frente estrecha en abundosos rizos, las débiles curvas del cuerpecito de quince años, con el busto largo y esbelto, vestido de seda roja, las manos blanquísimas y finas. Al bajar los párpados, un poco pesados, la sombra de las pestañas crespas le caía sobre las mejillas pálidas, de una palidez sana y fresca como la de las hojas de una rosa blanca pero de una palidez exangüe, profunda, sobrenatural casi, y por la curva armoniosa de los labios rosados flotaba una sonrisa supremamente comprensiva. No le había visto los ojos y fascinado como estaba por la gracia de su figura ideal, por la impresión de frescura y de aristocracia que manaba de toda ella, como emana el aroma de una flor que se abre, soñaba en vérselos. De repente sacudió la cabeza hacia atrás, y agitando los sedosos bucles de la cabellera castaña, la volvió en la dirección de mi asiento y los clavó en mí mirándome fijamente, con expresión severa. Eran unos grandes ojos azules, penetrantes, demasiado penetrantes, cuyas miradas se posaron en mí como las de un médico en el cuerpo de un leproso, corroído por las úlceras, y buscaron las mías como para penetrar, con despreciativa y helada insistencia hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma. Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante una mirada de mujer. Me parecía que, en los segundos que sostuve la suya había leído en mí, como en un libro abierto la orgía de la víspera, la borrachera de opio, y penetrando más lejos, la puñalada a la Orloff, las crápulas de París, todas las debilidades, todas las miserias, todas las vergüenzas de mi vida. Incliné la cabeza avergonzado como un chiquillo de escuela sorprendido en falta, buscando una estrofa del libro. Sentía que sus miradas se habían posado en él, que ya sabía que era un libro de poesías, de aquellas poesías de Sully Prudhomme dulces y penetrantes como femeniles quejidos… Con la mirada que le dirigí habría querido pedirle perdón por haberla contemplado con mis ojos que han visto la maldad humana y se han deleitado en su espectáculo, porque la luz de pureza, de santidad que irradió en los suyos a la primera mirada que cruzamos, me había sugerido no sé qué extraña impresión de místico respeto irresistible… Al mirarla de nuevo me encontré con sus pupilas fijas en mí, y habría bajado las mías si no hubiera visto en el azul de las suyas, en la curva de los labios finos, en toda la dulce fisonomía una expresión, de lástima infinita, de suprema ternura, compasiva, más suave que ninguna caricia de hermana. Aquella mirada derramó en mi espíritu la paz que baja sobre un corazón de cristiano después de confesar sus faltas y de recibir la absolución; una paz profunda y humilde, llena de agradecimiento por la piedad divina que leía en sus ojos.

—Si erré antes, fue porque no sabía que existieras sobre la tierra, criatura de pureza y de luz. Tóquenme otra vez tus miradas y mi alma será salva —decía en el fondo de mi conciencia entenebrecida una voz que vibraba como un canto de esperanza.

—Descienda la paz sobre ti, pero no te alejes de mi camino, pobre alma oscura y enferma, yo seré tu conductora hacia la luz, tu Diotima y tu Beatriz —decían las pupilas azules.

Un coro de esperanzas resonó dentro de mí como una música mística en la semioscuridad de una iglesia abandonada. Realmente, la delicia que experimentaba al mirarla, con su misteriosa palidez mortal, sus cabellos de oro sombrío y sus radiosas pupilas azules clavadas en las mías, tenía algo del encanto con que me fascinan ciertas músicas, ciertas frases de Bach y de Beethoven, al vibrar en mis oídos.

Una expresión no ya de piedad misericordiosa sino de inefable ternura iluminó su semblante pálido, leve sonrisa que se dirigió hacia mí como un rayo de luz, arqueó la ingenua curva de sus labios y la fisonomía se humanizó sin perder su nobleza majestuosa y un ensueño de ternura divina se dilató dentro de mí, como la luz de la aurora entre la oscuridad de una madrugada tétrica disipando las sombras, llenándome el alma de claridades tibias, de temblores de savia, de frescuras de agua cristalina y de cantos de pájaros, que suben hacia el Sol, vencedor de la noche.

Los recuerdos de mis liviandades pasadas desaparecieron ahuyentados por la luz, la fuente de aguas vivas brotó del peñasco árido, y las imágenes de un idilio se desarrollaron y vivieron en el fondo de mi espíritu. Sería en el fondo del bosque, donde la sombra de las ramas cae sobre la alfombra de hojas secas y rojizas y sobre el césped blando. Vestida de blanco, sentada en musgosa roca, yo arrodillado a sus pies, con la frente febril apoyada en sus rodillas, acariciarían mi cabeza sus largas manos pálidas, y la caricia derramaría en mí, no la fiebre voluptuosa del amor humano, sino la calma luminosa del amor divino. Con la voz ahogada le diría que la había buscado por largos años, que mis labios, quemados por los cálidos borgoñas y los champañas ardientes de las orgías de la Tierra, tenían sed de su amor infantil y puro, como del agua de una fuente oculta donde se copian los helechos y se refleja el cielo. Las estrofas dulcísimas de Fray Luis de León, subían de mi boca hacia ella como un cántico:

Alma divina, en velo.

De femeniles formas encerrada.

Cuando viniste al suelo.

Robaste de pasada

La celestial, riquísima morada.

Volví a buscar las pupilas azules y sus miradas de misteriosa ternura me decían que consentía en mis sueños y una expresión de soberano amor esplendía de la pálida faz, vuelta hacia mí. Ante mi imaginación sobreexcitada y que había perdido la noción de la realidad, el oro de los cabellos sueltos, heridos por la luz de las bujías, revistió el brillo de una aureola que irradiaba sobre el fondo oscuro del comedor.

Al levantar los ojos verdosos del periódico que leía, el padre, dirigióle la palabra en italiano y rompió la fascinación. En las frases que en el mismo idioma le contestó ella, percibí los nombres de la Malloggia, de Silvaplana y de San Moritz entre las dulces sílabas cantantes de la lengua de Leopardi, que tomaban en su boca sonoridades de música.

—Sírvanos usted el café en el departamento —dijo al criado el hombre de la barba blanca, levantándose y pasándole el abrigo y ayudándole a fijar, con infinitas delicadezas como de madre, sobre los rizos castaños de la indómita cabellera la singular toca negra que atrajo mis miradas cuando entraron.

Salieron del comedor, él adelante, ella atrás, y al volver la cabeza para que fuera mía otra mirada larga, pensativa y profunda de los grandes ojos azules, el brillo de éstos, la palidez exangüe y como luminosa del semblante y la esbeltez del cuerpo largo y delgado, les dieron a mis ojos, al verla, así, sobre el fondo negro que enmarcaba la puerta, el aspecto de una aparición.

Unos minutos después, al levantarme de la mesa, el brillo de un objeto caído al pie del asiento donde se había sentado, me hizo acercarme y recogerlo. Era un camafeo sobre cuyo fondo gris lo blanco del relieve forjaba una rama con tres hojas, y revoloteando sobre ellas, una mariposa con las alas abiertas. La piedra estaba montada en oro mate, en forma de broche y la joya, de una perfección insuperable de trabajo, se le había caído seguramente al quitarse el abrigo.

La guardé para entregársela al día siguiente y encontrar en la ocasión dada por la casualidad, un principio de relaciones, y salí a buscar en el registro de la portería los nombres de los singulares viajeros. Habían llegado hacía tres horas y había dicho él que pasarían dos días en el hotel al tomar el departamento marcado con el número 9, una gran sala con dos alcobas laterales, situado en el segundo piso y con vista sobre el jardín. Venían de Niza, no habían anotado el lugar adónde se dirigían y estaban inscritos con los nombres de Conde Roberto de Scilly y Helena de Scilly Dancourt.

Una idea extraña me cruzó por la mente. Aquel nombre, Helena, no evocaba en mí ninguna figura de mujer que se fundiera con él, ninguna de las que han atravesado mi vida, dejándome la melancolía de un fin de amor tras de los fugitivos entusiasmos, se llamaba así, soñé en la princesa Helena del idilio de Tennyson y mentalmente la llamé Helena, como a una amiga de la infancia.

Una mano enguantada de cabritilla oscura se apoyó en mi hombro sacándome de mis sueños. Era la de Enrique Lorenzana, uno de mis amigos de la adolescencia, que vive en Londres y que, de paso por Ginebra, en los días anteriores, había venido a verme sin lograrlo porque mi criado, mientras estuve bajo la influencia del opio, no dejó entrar a nadie al departamento, dando como excusa, por orden mía, una enfermedad grave.

—Hombre —me dijo estrechándome la mano entre las suyas— he venido a verte tres veces y no lo he conseguido… ¿Ha sido grave el mal? Estás horriblemente desfigurado y pálido y tienes un aire de crápula, que a no conocerte me haría pensar horrores de ti —agregó familiarmente y después de conversar conmigo y media hora en el cuarto de fumar, donde dos yanquis atléticos y sanguíneos infectaban el aire con el humo de sus cigarrillos de Virginia y se envenenaban sistemáticamente con whisky, oloroso a petróleo, me obligó a vestirme y a acompañarlo a una conferencia de historia que daba esa noche una notabilidad local. Puso en su empeño para llevarme, la dulzura grave de un hermano que quiere arrancar a otro de dolorosas ideas por medio de una distracción impuesta casi. Indudablemente con su perspicacia de fisonomista nato, me leyó en la cara los estragos del opio.

Al volver a pie al hotel, con una medianoche espléndida, constelada de estrellas, entre cuyo cielo brillaba la Luna en su último cuarto, como una joya de plata sobre un estuche de raso negro, los follajes de los árboles, que se mecían al soplo del viento, las aguas del lago, con sus transparencias profundas donde temblaban reflejos de astros, eran un cuadro digno del sentimiento nuevo que llenaba todo mi ser y me hacía volver a los puros y lejanos días de mi adolescencia. La mirada de las pupilas azules, radiosas en la fisonomía mortalmente pálida que enmarcaban los rizosos cabellos castaños iluminaba mi espíritu. Soñando en ella salvé la puerta de hierro de la verja del hotel y, temiendo el insomnio seguro en mi lecho, comencé a pasearme por el jardín. La vegetación oscura manchada de blanco aquí y allí por las flores abiertas olía, como un frasco de esencia rara, brillaban arriba las estrellas, y, en la quietud de la medianoche, se oía el silencio. De repente al levantar la cabeza para ver el cielo al través de los árboles que extendían contra él las masas negras de sus ramazones, vi iluminado en la fachada, uno de los balcones del segundo piso, con los cristales abiertos, y las cortinas blancas caídas. Una larga sombra de mujer, como envuelta en un manto que le cayera de la cabeza sobre los hombros, se destacaba confusa sobre la blancura de niebla del transparente. Era Ella: era ésa la alcoba de la izquierda del departamento número 9. Seguramente el padre dormía ya, en la de la derecha donde no había luz.

Movido por un impulso irresistible arranqué unas cuantas flores de los matorrales, calculé el peso necesario para que el ramo llegara a su destino, fijé en él mi tarjeta y volví a bajar al jardín. La luz alumbraba todavía los transparentes blancos caídos hasta el suelo, y agitados suavemente por la brisa nocturna. La sombra había desaparecido. Con el corazón saltándoseme del pecho, como un ladrón que teme ser descubierto, me escondía en la sombra de un matorral, y de pie sobre el banco de piedra, tiré el ramo, que cruzó por el aire y fue a caer adentro, en el cuarto, por entre la abertura de las cortinas.

Éstas se levantaron un momento después y me dejaron ver en el fondo oscuro del aposento la luz de la lámpara que ardía cobijada por amplia pantalla de gasa. Volviéndole la espalda, caminó de frente la silueta negra y larga, como la de una virgen de Fra Angélico, llegó al balcón y con la cabeza alzada hacia el cielo, levantó la mano derecha a la altura de los ojos, trazando con ella lentamente una cruz en la sombra, mientras que la izquierda arrojaba con fuerza algo que atravesó el espacio, y vino a caer a mis pies —blanco como una paloma— sobre el suelo sombrío. Era un gran ramo de flores, que regó pálidos pétalos en el espacio oscuro al cruzarlo y rebotó al tocar la tierra… en el ruido de su caída me pareció oír las palabras del delirio de la abuelita agonizante, «Señor, sálvalo de la locura que lo arrastra, sálvalo del infierno que lo reclama»… Hondo estremecimiento de religioso temor me sacudió la carne, corrió por mi espalda un escalofrío sutil y como si me hubiera tocado la muerte, caí desfallecido sobre el banco de piedra. Al volver en mí y recordar la escena busqué las flores cuya blancura se veía en la sombra, para convencerme de que no había soñado. Era un ramo de pálidas rosas té que levanté para besarlo. Volví los ojos a la fachada del hotel que estaba ya oscura y muerta, y por cuyos balcones cerrados no filtraba un solo rayo de luz.

Cuando desperté esta mañana, después de un dormir enfermizo, conseguido con dos gramos de cloral y lleno de las imágenes del día, de los ojos azules, de la faz pálida, de la cabellera castaña, del incesante revoloteo de una mariposilla blanca sobre tres hojas verdes y del ramo de rosas, el Sol rayaba de oro las persianas de mis balcones. Eran las diez y media. Busqué con los ojos las flores, creyendo que la escena nocturna formaba parte de la pesadilla del cloral. Ahí estaban en el jarrón de bohemia donde las había puesto al acostarme. Medio marchitas ya pendían algunas sobre la mesa y dos de ellas cubrían el camafeo montado en oro verdoso.

Tras del baño y la minuciosa toilette con que quise hacer desaparecer las huellas del opio y del cloral, bajé al comedor a tomar el té matinal. Me sentía triste y con el corazón oprimido por un peso extraño. El criado que me sirvió la víspera trajo el desayuno y con él un telegrama de Miranda y Compañía llegado en las primeras horas de la mañana. Venciendo cierta repugnancia lo mandé a preguntarle al conserje del hotel si el señor Scilly y la señorita habían salido. Cuando volvió, tomado ya el té y leído el telegrama, lo esperaba con ansiedad.

—El señor y la señorita se fueron esta mañana, a primera hora, llevando sus equipajes en un coche particular que vino a buscarlos. El conserje le oyó decir a él a la estación, pero no oyó el nombre de la estación… ¿El señor toma más té? —preguntó mirando la taza vacía.

¿Dónde buscarla cuando termine en Londres el negocio con Morrell & Blundell? ¿Dónde buscarla, porque necesito verla como necesito respirar, volverla a ver, bañar mi alma en la luz de sus ojos azules, besar sus manos largas y blancas, arrodillado a sus pies? ¿Por qué la bendición y el ramo de rosas que coinciden de tan singular manera con las frases del delirio de la viejecita agonizante?… ¿Conque el misterio puede adquirir así forma material, mezclarse a nuestra vida, codearnos a la luz del Sol?… El ramo de rosas está ya encerrado en una caja de cristal que me permitirá llevarlo en el viaje, y la caja se ha perfumado con el tenue olor de las flores moribundas.

Miranda & Compañía me avisan haber recibido carta de Morrell, diciéndoles que aceptan el precio que fijé a las minas, en virtud del informe de la comisión de ingenieros que volvió ya y cuyo dictamen esperábamos para cerrar el negocio.

Estaré en Londres el 15, como lo exigen, para firmar las escrituras, y me iré de aquí hoy mismo para soñar con ella mientras viajo.

¿Dónde estará?… En la Engadina, seguramente… Le oí nombrar a la Malloggia, a Silvaplana y a Saint Moritz… Terminado mi asunto con los banqueros ingleses la iré a buscar allá, y si no la encuentro la buscaré en toda Europa, en todo el mundo porque necesito verla para vivir.