Encontré un nido donde esconderme a pensar, una casucha de madera tosca, habitada por una pareja de viejos campesinos. Es un sitio inaccesible donde no llegan turistas, una garganta salvaje de monte, llena del ruido de un torrente que se vuelve niebla al rodar entre enormes pedregones negros y sombreado por pinos y castaños altísimos. He escrito a París pidiendo que me manden a Interlaken una multitud de cosas que me hacen falta, y voy mañana a treparme a mi picacho sin llevar más libros que unos estudios de prehistoria americana, escritos por un alemán y unos tratados de botánica. Siento una emoción rara al pensar en mi escondite.
***
El viejo y la vieja dueños de la casa no han estado nunca en ninguna ciudad ni saben leer ni escribir; me miran como un animal raro, y sólo me dirigen la palabra para decirme buenos días y buenas noches. No pudiendo comer su comida me alimento con la leche de unas vacas que tienen en una explanada vecina. Mi cuarto, el cuarto de don José Fernández, le Richissime Américain, tiene por mobiliario una cama en que no se acostaría por ninguna suma el último de mis criados parisienses, una mesa tosca en que escribo y un enorme platón de madera, que por la mañana me llenan de agua helada, cogida en el torrente para bañarme. Todo eso, por fortuna, más aseado que lo de los mejores hoteles del mundo, probablemente. Las sábanas gruesas de la cama huelen a campo y los muebles relucen como acabados de barnizar. En estos cinco días no se me ha pasado por la cabeza una imagen voluptuosa, no he sentido ningún deseo y me he emborrachado de aire y de ideas.
A la madrugada me levanto y tras del baño helado y la leche que tiene todavía la tibieza de la ubre, trepo por entre la bruma gris penetrada de luz, donde los accidentes de la montaña se ven apenas como sombras azulosas, hasta una colina que domina el paisaje. Es un mar de vapores blancos que se va iluminando, iluminando, hasta que los rayos del Sol lo deshacen y muestran el paisaje envuelto en brumas suaves, que flotan como jirones de un velo de novia, sobre el azul de las montañas lejanas, sobre las verduras de los valles y en último término sobre la blancura de plata de un nevado, allá en el horizonte… Luego se va precisando todo, el cielo se azula, se deshace la niebla, los tonos se acentúan, se hacen más intensas las verduras, se ve lo negro o lo rojizo de tal cual roca desnuda. Sólo se oyen los cantos de los pájaros y el ruido sordo y ahogado del torrente que muge en su cauce de piedras. El aire tiene un olor vegetal y es ralo, ligero… Tendido en la altura, sobre la manta que me acompaña en todos mis viajes, me dejo invadir por la sensación penetrante y profunda de frescura que se desprende de todo aquello. Miro a mi alrededor y en primer término, cerca de la verdura amarillenta y aérea de un grupo de sauces, diviso el viejo molino cuya gran rueda, al girar contra lo negro del paredón enmohecido por la humedad, convierte el chorro de agua que la mueve en hilos y gotas de cristal transparente e impalpable vapor, mientras que las golondrinas que anidan en los aleros y los huecos del edificio vetusto entrecruzan sobre él los amplios semicírculos y encontrados zigzags de su incesante y nervioso revoloteo. Pasa a los pies del molino el camino de cabras que trepa a la cima y en rápida curva se oculta tras de los primeros contrafuertes de la montaña que son a esa hora, vistos desde donde estoy, una masa de negruzca neblina argentada, rizada por los verdes matorrales que se destacan sobre el segundo contrafuerte cuya confusa masa de detalles esfuma la niebla velándolos. Allá a lo lejos, la oscuridad azulosa de los montes del fondo, con sus perfiles de puntiagudos picachos y denteladas rocas que se cortan oscuras en un ángulo de anfractuosas sinuosidades sobre el diáfano azul pálido del cielo y la blancura deslumbrante de las nubes matinales.
Vuelvo los ojos hacia abajo y veo el valle con lo verdoso de su alfombra vegetal, sobre la cual flota un poco de niebla, manchado aquí y allá con las masas oscuras de los matorrales y de los grupos de árboles, cruzado por las líneas delgadas y amarillentas de los caminos, por los hilos negros de la ferrovía y por el plateado zigzag del torrente que lo atraviesa; y en un recodo de la hondonada, al pie de la montaña diviso los techos, la cúpula de la iglesia y el cementerio del pueblecito, medio oculto por la oscuridad verdosa del follaje, y al frente, en el horizonte donde la niebla interpuesta vuelve a borrar los detalles, las ondulaciones de los perfiles y la confusa masa azulosa de otra cordillera, que abriéndose en irregular brecha, muestra en el fondo la cegadora blancura inmaculada de un ventisquero.
La naturaleza, pero la naturaleza contemplada así, sin que una voz humana interrumpa el diálogo que con el alma pensativa que la escucha entabla ella, con las voces de sus aguas, de sus follajes, de sus vientos, con la eterna poesía de las luces y de las sombras. Cuando aislado así de todo vínculo humano, la oigo y la siento, me pierdo en ella como en una nirvana divina. Una noche en medio del Atlántico, sentado en la popa del buque donde dormían ya los pasajeros, tranquilo, sin preocupación personal ninguna, me abandoné como lo he hecho estas mañanas a su misterioso sortilegio y a la fascinadora orgía que es para mí contemplarla. No había luna. El buque era una masa negra que huía en la sombra. El mar calmado y el cielo de un azul sombrío y purísimo se confundían en el horizonte; las constelaciones y los planetas resplandecían en el fondo del azul infinito: el hervidero de soles de la Vía Láctea era un camino de luz pálida en la inmensidad negra y abajo la estela que dejaba el barco era otra vía láctea, donde entre la fosforescencia verde azulosa ardía sutil polvo de diamantes. En la primera hora de quietud pensativa volvieron a mi mente escenas del pasado, fantasmas de los años muertos, recuerdos de lecturas remotas; luego lo particular cedió a lo universal; algunas ideas generales, como una teoría de musas que llevaran en las manos las fórmulas del universo, desfilaron por el campo de mi visión interior. Luego cuatro entidades grandiosas, el Amor, el Arte, la Muerte, la Ciencia, surgieron en mi imaginación, poblaron solas las sombras del paisaje, visiones inmensas suspendidas entre dos infinitos del agua y del cielo; luego aquellas últimas expresiones de lo humano se fundieron en la inmensidad negra y olvidado de mí mismo, de la vida, de la muerte, el espectáculo sublime entró en mi ser por decirlo así y me dispersé en la bóveda constelada, en el océano tranquilo, como confundido en ellos en un éxtasis panteísta de adoración sublime. Instantes inolvidables cuya descripción se resiste a todo esfuerzo de la palabra. La luz de la madrugada que destiñó el brillo de las estrellas y le devolvió al mar su glauca coloración mareante, me hizo volver a las realidades de la vida.
Ya que no éxtasis de ésos, producidos por la grandiosidad de la escena, sí he sentido por momentos bajar sobre mi espíritu una suprema paz en las horas pasadas en el picacho a donde subo. El plan que reclamaba el fin único a que consagrar la vida me ha aparecido, claro y preciso como una fórmula matemática. Para realizarlo necesito un esfuerzo de cada minuto por años enteros, una voluntad de hierro que no ceda un instante. Más o menos será éste. Tengo que aumentar al doble o al triple de lo que vale hoy mi fortuna para comenzar. Si la comisión de ingenieros, mandada de Londres por Morrell & Blundell, da un dictamen favorable, sobre las minas de oro que tengo casi negociadas con ellos y que en la mortuoria de mi padre se avaluaron en una suma insignificante, las minas me darán al vendérselas varios millones de francos. Deben los ingleses cablegrafiar a París, de un momento a otro y los Mirandas me avisarán por telégrafo a Ginebra, donde iré a pasar el mes de agosto. Hecha esa operación trasladaré a Nueva York todo mi capital y fundaré con Carrillo la casa para llevar a cabo los negocios que tiene él pensados. Tras de Carrillo están los Astor, los millonarios que no han dado un paso en falso desde que comenzaron a negociar y en manos de él mi oro trabajará por mí, mientras me consagro en alma y cuerpo a recorrer los Estados Unidos, a estudiar el engranaje de la civilización norteamericana, a indagar los porqués del desarrollo fabuloso de aquella tierra de la energía y a ver qué puede aprovecharse, como lección, para ensayarlo luego, en mi experiencia. Desde Nueva York iré por temporadas a Panamá a dirigir en persona las pesquerías de perlas, que darán al explotar los bancos desconocidos hasta hoy, maravillas como las que produjeron cuando Pedrarias Dávila remitió a los Reyes de España la que remata la Corona Real. Todo el oro que esas explotaciones produzcan y lo que hoy poseo estará listo para el momento en que regrese a mi tierra, no a la capital sino a los estados, a las provincias que recorreré una por una, indagando sus necesidades, estudiando los cultivos adecuados al suelo, las vías de comunicación posibles, las riquezas naturales, la índole de los habitantes, todo esto acompañado de un cuerpo de ingenieros y de sabios que serán para mis compatriotas, ingleses que viajan en busca de orquídeas. Pasaré unos meses entre las tribus salvajes, desconocidas para todos allá y que me aparecen como un elemento aprovechable para la civilización por su vigor violento las unas, por su indolencia dejativa las otras.
Luego me instalaré en la capital e intrigaré con todas mis fuerzas y a empujones entraré en la política para lograr un puestecillo cualquiera, de ésos que se consiguen en nuestras tierras sudamericanas por la amistad con el presidente. En dos años de consagración y de incesante estudio habré ideado un plan de finanzas racional, que es la base de todo gobierno y conoceré a fondo la administración en todos sus detalles. El país es rico, formidablemente rico y tiene recursos inexplotados, es cuestión de habilidad, de simple cálculo, de ciencia pura, resolver los problemas actuales. En un ministerio, logrado con mis dineros y mis influencias puestas en juego, podré mostrar algo de lo que se puede hacer cuando hay voluntad. De ahí a organizar un centro donde se recluten los civilizados de todos los partidos para formar un partido nuevo, distante de todo fanatismo político o religioso, un partido de civilizados que crean en la ciencia y pongan su esfuerzo al servicio de la gran idea, hay un paso. De ahí a la presidencia de la república previa la necesaria propaganda, hecha por diez periódicos que denuncien abusos anteriores, previas promesas de contratos, de puestos brillantes, de grandes mejoras materiales, otro… Eso por las buenas. Si la situación no permite esos platonismos, como desde ahora lo presumo, hay que recurrir a los resortes supremos para excitar al pueblo a la guerra, a los medios que nos procura el gobierno con su falso liberalismo para provocar una poderosa reacción conservadora, aprovechar la libertad de imprenta ilimitada que otorga la Constitución actual, para denunciar los robos y los abusos del gobierno general y de los estados, a la influencia del clero perseguido para levantar las masas fanáticas, al orgullo de la vieja aristocracia conservadora lastimada por la oclocracia de los últimos años, al egoísmo de los ricos, a la necesidad que siente ya el país de un orden de cosas estables; proceder a la americana del sur y tras de una guerra en que sucumban unos cuantos miles de indios infelices, hay que asaltar el poder, espada en mano y fundar una tiranía, en los primeros años apoyada en un ejército formidable y en la carencia de límites del poder y que se transformará en poco tiempo en una dictadura con su nueva constitución suficientemente elástica para que permita prevenir las revueltas de forma republicana por supuesto, que son los nombres lo que les importa a los pueblos, con sus periodistas de la oposición presos cada quince días, sus destierros de los jefes contrarios, sus confiscaciones de los bienes enemigos y sus sesiones tempestuosas de las Cámaras disueltas a bayonetazos, todo el juego.
Este camino que me parece el más práctico, puesto que es el más brutal, requiere, para tomarlo, otros estudios que haré con placer, cediendo a la atracción que sobre mi espíritu han ejercido siempre los triunfos de la fuerza. ¡Con qué placer os estudiaré, monstruosas máquinas de guerra, cuyo acero donde estalla la mezcla explosiva, derrama la lluvia de proyectiles en el campo enemigo y siembra la muerte en las filas destrozadas; granadas de fulminantes picratos y que al estallar reducíais los piafantes caballos y los cuerpos de los jinetes a informes despojos sangrientos; cómo inquiriré los secretos de vuestra estrategia, las sutilezas de vuestra táctica, sombras de monstruos a quienes la humanidad degradada venera, legendarios Molochs, Alejandros, Césares, Aníbales, Bonapartes, al pie de cuyos altares enrojece el suelo la hecatombe humana y humea como un incienso el humo de las batallas!
¡Oh!, qué delicia la de escribir, después de instalar un gobierno de fuerza, grande y buen amigo, al acreditar los respectivos plenipotenciarios que pedirán su reconocimiento ante todos los presidentes de todas las republiquitas a la americana del centro o del sur donde las cosas se hacen así y de pensar que en virtud de un plan elaborado con la frialdad con que se resuelve la incógnita de una ecuación, llegó uno al puesto que ambiciona con el fin de modificar un pueblo y elevarlo y verificar en él una vasta experiencia de sociología experimental. Ningún esfuerzo me parecerá excesivo para coronar la altura que representa sólo la posibilidad de comenzar a obrar ampliamente.
En ésa lejanía están los años decisivos, en que todo habrá de ser energía y acción. Equilibrados los presupuestos por medio de sabias medidas económicas: disminución de los derechos aduaneros, que a la larga, facilitando enormes introducciones duplicará la renta; supresión de los inútiles empleos, reorganización de los impuestos sobre bases científicas, economía de todo género; a los pocos años el país es rico y para resolver sus actuales problemas económicos, basta un esfuerzo de orden; llegará el día en que el actual déficit de los balances, sea un superávit que se transforme en carreteras, en ferrocarriles indispensables para el desarrollo de la industria, en puentes que crucen los ríos torrentosos, en todos los medios de comunicación de que carecemos hoy, y cuya falta sujeta a la patria, como una cadena de hierro y la condena a inacción lamentable.
Esos serán los años de aprovechar los estudios previos, verificados por los sabios y los ingenieros que la recorrieron años antes pagados con mi oro. En aquellos climas que van desde el calor de Madagascar, en los hondos valles equinocciales, hasta el frío de Siberia, en los luminosos páramos donde blanquea la nieve perpetua, surgirán, incitados por mis agentes y estimulados por las primas de explotación, todos los cultivos que enriquecen, desde el banano cantado por Bello en su oda divina hasta los líquenes que cubren las glaciales rocas polares; todas las crías de animales útiles desde los avestruces que pueblan las ardientes llanuras de África, hasta los rengíferos del polo. Innumerables rebaños pastarán en las fecundas dehesas, doblaránse bajo el peso de los racimos cárdenos, las ramas de los cafetos; en perspectivas regulares donde el ojo se pierde en el crepúsculo verde producido por la sombra del guamo protector, ágil trepará la vainilla por los troncos disformes de los cauchos, colgando de sus frágiles bejucos sus aromáticas urnas y en las serranías abruptas el platino y el oro, la plata y el iridio, brillarán ante los ojos del minero, tras de la excavación fatigosa y el complicado laboreo del mineral nativo.
Dudoso de mis propias aptitudes, por grandes que sean los estudios que haya hecho para ese entonces, llamaré economistas de fama europea y consultaré los más grandes estadistas del mundo para proceder acorde con ellos al arbitrar las medidas que coronarán la obra.
Ideadas y planteadas éstas se hará conocer la tierra nueva y desbordante de riqueza en los mercados europeos gracias a agentes fiscales que los recorran y a los esfuerzos de una diplomacia sagaz, ampliamente renteada y escogida entre la flor y nata de los talentos nacionales. Los bonos depreciados antes serán una inversión tan segura como los consolidados ingleses y colosales empréstitos lanzados por los Hutk y los Rothschild y suscritos en condiciones favorables, permitirán completar los resultados perseguidos en la constante labor. La inmigración atraída por el precio mínimo a que se harán las adjudicaciones de baldíos en los territorios hoy desiertos, afluirá como un río de hombres, como un Amazonas cuyas ondas fueran cabezas humanas y mezcladas con las razas indígenas, con los antiguos dueños del suelo que hoy vegetan sumidos en oscuridad miserable, con las tribus salvajes, cuya fiereza y gallardía nativas serán potente elemento de vitalidad, poblará hasta los últimos rincones desiertos, labrará el campo, explotará las minas, traerá industrias nuevas, todas las industrias humanas. Para atraer esa inmigración civilizada, colosales steamers de compañías subvencionadas por el gobierno con sumas que permitan reducir a un mínimo, suprimir casi el costo del pasaje, cruzarán el Atlántico e irán a recoger a los tripulantes, ansiosos de nueva vida, en los puertos de la vieja Europa, de donde el hambre los arrojan, en los del Japón y China, países desbordantes de población hambreada y en las amplias radas de la península índica de donde el nativo pobre, el paria desheredado, el bengalí de dulzura casi femenina, emigrarán ansiosos de una patria nueva, para no sentir en la espalda el látigo inglés que los flagela.
Monstruosas fábricas donde aquellos infelices encuentren trabajo y pan nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen extienden sus ramas seculares las colosales ceibas, entrelazadas de lianas que trepan por ellas como serpientes, y sombrean el suelo pantanoso, nido de reptiles y de fiebres; como una red aérea los hilos del telégrafo y del teléfono agitados por la idea se extenderán por el aire; cortarán la dormida corriente de las grandes arterias de los caudalosos y lentos ríos navegables, a cuya orilla crecerán los cacaotales frondosos, blancos y rápidos vapores que anulen las distancias y lleven al mar los cargamentos de frutos y convertidos éstos en oro en los mercados del mundo, volverán a la tierra que los produjo a multiplicar, en progresión geométrica, sus fuerzas gigantescas.
¡Luz! ¡Más luz!… Las últimas palabras del poeta sublime de Fausto serán el lema del pueblo que así emprende el camino del progreso. La instrucción pública atendida con especial empeño y propagada por todos los medios posibles desde el kindergarten donde los chicuelos aprenden a deletrear entre las rosas, hasta las grandes universidades en que los sabios de ochenta años, encanecidos sobre los instrumentos de observación, se entregan a las más audaces especulaciones que solicitan el pensamiento humano, levantará al pueblo a una altura intelectual y moral superior a la de los más avanzados de Europa. Libre el país de los pavorosos problemas que minan las viejas sociedades europeas y estallan en ellas en alaridos nihilistas y reventar de bombas, mirará tranquilo hacia el futuro.
La capital transformada a golpes de pica y de millones, como transformó el Barón Haussman a París, recibirá al extranjero adornada con todas las flores de sus jardines y las verduras de sus parques, le ofrecerá en amplios hoteles refinamientos de confort que le permitan forjarse la ilusión de no haber abandonado el risueño home y ostentará ante él, en la perspectiva de anchas avenidas y verdeantes plazoletas, las estatuas de sus grandes hombres, el orgullo de sus palacios de mármol, la grandeza melancólica de los viejos edificios de la época colonial, el esplendor de teatros, circos y deslumbrantes vitrinas de almacenes, bibliotecas y librerías que junten en sus estantes los libros europeos y americanos ofrecerán nobles placeres a su inteligencia y como flor de esos progresos materiales podrá contemplar el desarrollo de un arte, de una ciencia, de una novela que tengan sabor netamente nacional y de una poesía que cante las viejas leyendas aborígenes, la gloriosa epopeya de las guerras de emancipación, las bellezas naturales y el porvenir glorioso de la tierra regenerada.
Establecer una dictadura conservadora como la de García Moreno en el Ecuador o la de Cabrera en Guatemala y pensar que bajo ese régimen sombrío con oscuridades de mazmorra y negruras de inquisición, se verifique el milagro de la transformación con que sueño, parece absurdo a primera vista. No lo es si se medita. Está cansado el país de peroratas demagógicas y falsas libertades escritas en la carta constitucional y violadas todos los días en la práctica y ansía una fórmula política más clara, prefiere ya el grito de un dictador de quien sabe que procederá de acuerdo con sus amenazas, a las platónicas promesas de respeto por la ley burladas al día siguiente. El éxito de la enorme empresa depende de la habilidad con que, al normalizarse la situación, después del triunfo, se inicien las modificaciones que lentamente cambiarán la situación del partido vencido y le permitirán volver a la escena política aleccionado por la ruda lección de la derrota y por los primeros años de régimen estrecho en que sus conductores comprendan lo inútil de la lucha a mano armada. Soñarán entonces en transacciones que les permitan escalar puestos secundarios o vociferarán contra los abusos cometidos, pero sus discursos no encontrarán eco porque el pueblo sentirá ya las ventajas del nuevo régimen. El desarrollo industrial absorberá parte de las fuerzas que antes producían hondas perturbaciones al agitarse en la política y las concesiones, paulatinamente otorgadas, irán atrayéndole al gobierno la opinión de la juventud, desengañada de los viejos ideales y el apoyo de los capitalistas de todos los bandos, que desean seguridad y bienestar. A cada progreso realizado en el orden material, a cada derecho respetado, corresponderán las filas opuestas con un movimiento que las acerque y permitan nuevas concesiones y a la larga, serenados los ánimos y desaparecidos de la escena los antiguos caudillos llenos de ideas exageradas, cuya presencia en ella, impedía devolver la elasticidad necesaria al juego del organismo social, una oposición moderada, apenas viable, porque no tendrá abusos que denunciar ni reclamos que alzar a lo alto como banderas de guerra, establecerá un equilibrio casi perfecto entre las exigencias de los más avanzados y la prudencia previsiva de los más retrógrados.
Lento aprendizaje de la civilización por un pueblo niño, que al traducirse en mi cerebro en una imagen plástica y casi grotesca por la reducción, me haces pensar en los gateos del chiquitín que balbucea sílabas informes; en las andaderas que le impiden caer al ensayar los primeros pasos, en los pinitos que hace entre una silla y una mesa, en el cuarto que atraviesa, apoyándose en los muebles, en las caminadas de a diez metros que sorprenden a la mamá sonriente, hasta que el músculo endurecido por el ejercicio y el vigor de los nervios le permiten caminar colgado de la mano de la nodriza… Las piernecitas que apenas lo sostienen, tendrán más tarde tendones y músculos y osatura formidable con que oprima los ijares del caballo fogoso en que cruce la llanura y las manos pequeñas llenas de sonrosados hoyuelos, cuyos dedillos sostenían con dificultad el juguete preferido, alzarán la azada para labrar el suelo de la patria y la espada para defenderlo…
Veo mentalmente la transformación del país en los personajes que me acompañarán en cada época y en cada escena de la tarea, desde la entrada a la capital, a sangre y fuego, entre el estallido de las bombas y las descargas de la fusilería del ejército vencedor, mandado por lo más selecto de la aristocracia conservadora, mis primos los Monteverde, atléticos, brutales y fascinadores, improvisados generales en los campos de batalla, debido a sus audacias de salvajes; los viejos jefes encanecidos en el servicio, el general Castro y los dos Valderrama, por ejemplo, hasta el día en que estos vejetes venerables y estorbosos para mi plan duerman tranquilos en la tumba junto con los jefes civiles del partido vencido, que sesentones y tiritando de miedo presenciaron el triunfo cruento el día en que se implantó la dictadura. Los que eran en ese entonces mozuelos insulsos, convertidos los unos en ventrudos ministros de Estado y los otros en flacos periodistas de la oposición, se darán cuenta, en esa época distante a donde llega mi imaginación, de que los problemas que a sus padres les parecieron insolubles, se resolvieron casi de por sí al fundar un gobierno estable y darles ocupación a los vagos, al cultivar la tierra y al tender rieles que facilitarán el desarrollo del país.
En ese entonces, desprendido del poder que quedará en manos seguras, retirado en una casa de campo rodeada de jardines y de bosques de palmas, desde donde se divise en lontananza el azul del mar y no lejos la cúpula de alguna capilla sombreada por oscuros follajes, saciado ya de lo humano y contemplando desde lejos mi obra, releeré a los filósofos y a los poetas favoritos, escribiré singulares estrofas envueltas en brumas de misticismo y pobladas de visiones apocalípticas que contrastando de extraña manera con los versos llenos de lujuria y de fuego que forjé a los veinte años, harán soñar abundantemente a los poetas venideros. En ellos pondré, como en un vaso sagrado, el supremo elixir que las múltiples experiencias de los hombres y de la vida, hayan depositado en el fondo de mi alma ardiente y tenebrosa.
Llevaré allí la existencia desencantada y dulcísima de un don Pedro II desposeído del trono, que lee a Renan en las tardes de meditación. Depurado mi ser de todo sentimiento humano e inaccesible a toda emoción que no venga de alguna verdad, desconocida de los hombres y entrevista por mí, en el apaciguamiento de la vejez y con la serenidad que dan los sueños realizados, al morir, nada más, sobre mi cadáver todavía tibio, comenzará a formarse la leyenda que me haga aparecer como un monstruoso problema de psicológica complicación ante las generaciones del futuro.
Mientras no haya realizado siquiera la primera parte de ese plan no dormiré tranquilo. Que es grande… Más grande era el de Bolívar al jurar la libertad de un continente en la falda del Montepincio, el de Bonaparte cuando encerrado a los veinte años en el cuartico de Dôle, pobre militarcillo desconocido, soñaba en cambiar la faz de Europa y en repartir tronos a sus hermanos como quien reparte un puñado de monedas.
—Yo estaba loco cuando escribí esto, no Sáenz —exclamó Fernández, interrumpiendo la lectura, dirigiéndose al médico y sonriéndole amistosamente…
—Es la única vez que has estado en tu juicio —contestó Sáenz con frialdad.
—Me habían ocurrido todas las cosas posibles e imposibles respecto de ti, menos ésta, que alguna vez se te hubieran ocurrido semejantes barrabasadas. Tú, presidente de la república, qué degradación para ti —soltó Rovira con acento indignado. Tú de presidente de la república…
—Dime, ¿las ventas de las minas, los negocios en Nueva York y las pesquerías de perlas te dieron los resultados que esperabas, José? —preguntó Luis Cordovez con aire meditabundo.
—Superiores a lo que esperaba —respondió el poeta…
—Y entonces qué te detuvo, di, ¿qué te detuvo para hacer eso que habrías podido hacer y que era grande, enorme? —preguntó Cordovez con su entusiasmo de siempre.
—Los pasteles trufados de hígado de ganso, el champaña seco, los tintos tibios, las mujeres ojiverdes, las japonerías y la chifladura literaria —contestó Oscar Sáenz con displicencia, desde su sillón perdido en la sombra.
—Eres más psicólogo que fisiólogo —respondió Fernández.
—Y tú eres un chiflado porque habiendo concebido eso hace ocho años, nos lo estás leyendo aquí ahora, en vez de haberlo realizado de parte a parte…
El té servido por Francisco, el criado viejo que acompañó al poeta desde que lo vio nacer, interrumpió la lectura por unos instantes.
—¡Tres tazas de té has bebido, tres tazas! —le gritó Sáenz a Fernández, sin poderse contener al verlo llenar por tercera vez la frágil tacita de porcelana y agitar el aromático licor con la cucharilla.
—¡Fernández, sigue! —dijeron en coro Cordovez, Sáenz y Pérez, mientras que Juan Rovira se levantaba para despedirse diciendo…
—Soy una bestia… Nadie te quiere como yo. Me encanto al oír a los inteligentes recitar tus versos y llamarte gran poeta; de repente se me antoja oírte leer algo como esta noche; pongo toda la atención que Dios me dio, y mi palabra de honor que me quedo a oscuras de la mayor parte de lo que oigo… ¡Qué tiene que ver todo eso que nos has leído, con el nombre de la quinta, con el cuadro de la galería ni con la marca de los libros empastados en cuero blanco!… Soy una bestia… Mañana te mandaré las parásitas que llegaron hoy del cafetal.
—¿Las odontoglosum? —preguntó Fernández, usando el nombre técnico de la planta por hábito adquirido al hablar de botánica con el inglés que cuida el invernáculo.
—No entiendo eso, las que querías, mandaron un mundo… Mañana las tendrás. —Y después de apretar las manos de los amigos, en la suya grande, dura y tostada, salió refunfuñando entre dientes—. Decididamente no entiendo nada de eso, ¡soy una bestia!
—¡José, sigue! —dijo Cordovez con impaciencia al ver caer la portiere roja sobre las espaldas del gigante.
Y Fernández leyó así a la luz de la lámpara: