Frente de la hoja de papel en que escribo está el telegrama de Marinoni desplegado. Lo he leído veinte veces y he necesitado dos horas de reflexión para despertarme de la sangrienta pesadilla. «Puede volver, dice, la policía ignora todo. Ella ayer, perfectamente, en el Bosque, con un vestido nuevo. Comió en buena compañía en la Cascada. Felicitaciones sinceras». ¿Dónde fue la herida entonces, si no dejó huella?… Siento todavía el calor de la sangre en la mano y ahí en la maleta de viaje está la camisa con el puño empapado en sangre. Al día siguiente.
La escena brutal, la idea del asesinato, la huida, la angustia, me habían impedido leer, entendiéndola, la carta de Emilia. Sólo comprendía que había muerto la viejecita, lo único que me quedaba de familia verdadera sobre la Tierra y sentía como un peso que me oprimiera el pecho, como un nudo en la garganta y como una negrura en el alma, pero los detalles de la muerte los ignoraba, como si no los hubiera leído. Quiero copiar la carta, aquí para encontrarla más tarde, dentro de unos años al releer este diario maldito, y revivir las horas singulares de estos días en que esa impresión noble se mezcló con la angustia de un crimen. Dicen así los renglones trazados en el papel de gruesa orla negra por la mano débil de Emilia:
«Mi carta del primero te decía que tu abuelita estaba extremadamente débil y que había tenido varios vértigos en los últimos días. La situación se agravó desde la noche del 2. El doctor Alvarez, a quien mandé llamar a pesar de que ella se opuso, la obligó a guardar la cama desde ese día y me hizo saber que era inútil todo esfuerzo para salvarla por ser lo que estábamos viendo el fin de la enfermedad, tal como lo había previsto desde hacía años. Se limitó a prescribir quietud completa y una poción narcótica. Sin insinuación de nadie mandó llamar ella al Arzobispo, quien era su confesor, como recuerdas, y después de confesar recibió la comunión con su fervor acostumbrado. En los días que precedieron a la muerte no recibió a nadie, con excepción del Prelado, y me habló continuamente de ti, con más amor que nunca y de la muerte que esperaba con tranquilidad absoluta. El ocho por la noche comenzó un delirio extraño, sin fiebre, precursor del fin, en que divagó continuamente alternando sus oraciones preferidas con extrañas frases referentes a ti. “¡Señor, sálvalo, sálvalo del crimen que lo empuja, sálvalo de la locura que lo arrastra, sálvalo del infierno que lo reclama. Por tu agonía en el huerto, y por tu corona de espinas, por tus sudores de sangre y por la hiel de la esponja, sálvalo del crimen, sálvalo de la locura, sálvalo del infierno! —decía agitándose sobre las almohadas—. Lo vas a salvar: míralo bueno, míralo santo. ¡Benditos sean la señal de la cruz hecha por la mano de la Virgen, y el ramo de rosas que caen en su noche como signo de salvación! ¡Está salvado! ¡Míralo bueno, míralo santo! Benditos sean”. Una expresión de beatitud suave reemplazó en la cara fina la angustia de antes y adormecida, la respiración estertorosa, devolvió a Dios el alma. Perdóname si te doy estos dolorosos detalles de la agonía. Te conozco y sé que te harán sufrir pero que quieres saberlos.
»Murió como una santa, como había vivido. A la estancia mortuoria sólo entramos don Francisco Cordovez, el doctor Alvarez, el Arzobispo y yo. El Prelado estuvo largo tiempo arrodillado cerca del féretro. Para mí la velada mortuoria fue una impresión mística superior a todas las que he sentido en mi vida. Estaba segura de que aquel cadáver era el de una santa de la raza de las Mónicas, y que su alma había recibido ya el premio de la existencia sin mancha. La expresión del cadáver, de la cabeza fina con las facciones como depuradas por la muerte, enmarcada por la blancura de las canas que parecían de nieve a la luz de los cirios, era de una serenidad infinita. Desde el fondo de los cuadros de Vázquez que adornan la alcoba, los santos sus amigos parecían contemplarla, sacando la cabeza del lienzo y saliéndose de entre el oro desteñido de los antiguos marcos españoles. Esa noche pasada al lado de la santa muerta me dará valor para sufrir todos los males de la vida con la esperanza de morir así.
»El cadáver ocupa la bóveda central en el monumento de la familia, cerca a tu padre. La casa está cerrada y en su alcoba, a tu vuelta, si algún día vuelves, encontrarás todavía el olor de los cirios mortuorios, pues la llave no saldrá de mis manos mientras viva.
»Tu pena es la mía. Te acompaño con todo mi corazón y a Dios y a la Santa que hoy vela por ti en el cielo les pido por tu felicidad con todo el fervor de mi cariño por ti. Emilia…».
¡Mi felicidad… Dios mío! Qué fácil que las líneas anteriores las leyera en una prisión, detenido por haber asesinado a una de las hetairas de más renombre de la Babilonia moderna… ¡Ah!, ¡la impresión que me ha causado la lectura de esa carta el mismo día en que debí cometer un crimen, en que lo cometí casi! La santa muerta, allá en la alcoba tendida de antiguo damasco oscuro y yo el mismo día en que supe su muerte, huyendo como un asesino, ¡después de haber querido matar a una mujer indefensa!
La vi por primera vez, oyendo la música sobrehumana de las Walkirias, en un palco de la Opera. Había llegado de Viena la víspera. El fondo carmesí de la pared del palco realzaba la pureza de su perfil de Diana Cazadora como un estuche de raso rojo el oriente de una perla sin tacha; entre los cabellos de un rubio pálido, en los lóbulos de las orejas diminutas, alrededor de las muñecas redondas y finas y sobre el corpiño bajo de gasa verde pálida que dejaba medio desnudo el seno, brillaban, ardían, las diáfanas esmeraldas de mi tierra, las luminosas esmeraldas de Muzo.
La expresión soñadora de la cabeza rubia, la palidez dorada de la tez, el color del aéreo vestido, el brillo de aquellas joyas de reina la hacían semejar más que una mujer de carne y hueso una aparición irreal, ondina habitadora de las profundidades de un lago o Willy salida del fondo negro y misterioso de las florestas. La cabalgata de las Walkirias poblaba el aire, la sobrehumana música llenaba la sala con sus sobrehumanas vibraciones y ella, como subyugada por la insistencia de mis ojos que la devoraban desde el palco, volvió a mirarme. La primera mirada, lenta y penetrante como un beso columbino, me hizo correr un escalofrío de voluptuosidad por la espalda… Tres días después era mía.
Esa delicada criatura ataviada e idealizada por proveedores artistas fue el ídolo de estos seis últimos meses. ¡Oh, las primeras noches de delicia sensual en el amplio lecho profundo, dorado y ornamentado como un altar; la palidez ambarina, las líneas perfectas, el olor a magnolia, el vello de oro sedoso de aquel cuerpo de veinte años, extendido en voluptuosas posturas sobre las sábanas de raso negro! ¡Oh, las caricias lentas, sabias e insinuantes de aquellas manos delgadas y nerviosas; la lascivia de aquellos labios que modulaban los besos como una cantatriz de genio modula las notas de una frase musical! ¡Oh!, el refinamiento de sensualidad, la furia del goce, la gravedad casi religiosa de todos los minutos consagrados al amor, como si en vez de tener de él la miserable noción moderna que lo relega al dominio de lo inmundo lo sintiera ella grave y noble y como una función augusta. Así debieron de amar las sacerdotisas de la Afrodita que creían en su Diosa y consideraban sagrado el Acto.
A los quince días de la primera noche sabía ya qué extraña mistificación era aquella criatura y la comprendía menos que antes, a pesar de eso. Se llamaba María Legendre, el otro era el nombre de guerra. El padre y la madre vivían en una callejuela de Batignolles, él, zapatero de viejo, brutal y alcoholizado; ella, una pobre mujer, delgaducha, pálida, de aire enfermizo, a quien sacudía el marido cada vez que bebía más de lo necesario. Criaban dos hijas más, insignificantes. ¿Por qué misterio ésta había ido a dar cuatro años antes de que yo la encontrara a manos de un ex presidente de la república sudamericana, que arrojado de su tierra por una de esas revoluciones que constituyen nuestro sport predilecto, llegó a París desbordante de oro y de color local, en busca de seguridad y de placeres y la colmó de regalos en un año?… ¿El Duque ruso que de paso por París vivió más tiempo en la alcoba de ella que en otros lugares y la llevó luego a Petersburgo, de donde volvió rebautizada con apellido de princesa y dueña de las esmeraldas fabulosas y del collar de diamantes, fue quien le educó los sentidos y despertó en ella ese sensualismo sibarítico, que me sedujo desde el primer momento como una fascinación, o su educador fue más bien el perverso poeta italiano de quien se enamoró locamente y a quien colmó de regalos, sin que el vate famélico y complaciente protestara contra aquel papel equívoco de favorito pagado?… No lo sé, ni me importa saberlo, ni lo sabré nunca. La encontré instalada en un departamento pequeño, cuyos balcones miraban sobre el parque Monceau, amueblado con un refinamiento de gusto inverosímil en una mujer aún nacida sobre las gradas de un trono.
La salita con las paredes tendidas de una sedería japonesa, amarilla como una naranja madura, y con bordados de oro y de plata hechos a mano, amueblada sobriamente con muebles que habrían satisfecho las exquisiteces del esteta más exigente; la alcoba tapizada de antiguos brocateles de iglesias, desteñidos por el tiempo; con su mobiliario auténtico del siglo XVI y el cuarto de baño, donde lucía una tina de cristal opalescente como los vidrios de Venecia, junto a las mesas de tocador, todas de cristal y de níquel, sobre la decoración pompeyana de las paredes y del piso, sugerían la idea de que algún poeta que se hubiera consagrado a las artes decorativas, un Walter Crane o un William Morris, por ejemplo, hubiera dirigido la instalación, detalle por detalle.
Al visitarla la primera vez comprendí claramente que ninguna noción estética había determinado la escogencia de todo eso; que lo tenía porque le había gustado como a otras les gustan la felpa rosada, las terracotas de a seis francos, las oleografías y las flores de trapo, y cuando por exigencia suya comí en su departamento, lo suculento de las viandas, lo inédito de las salsas y lo añejo de los vinos me hizo ver que poseía aquellos primores de la industria artística, solamente porque necesitaba como cosa corriente y a cualquier precio sensaciones profundas y finas. ¿Pero de dónde diablos había sacado aquella aristocracia de los nervios, más rara quizás que las de la sangre y la inteligencia, ella la hija de un zapatero mugriento?… Enigma insoluble… El té que bebía en frágiles tazas chinas, dignas de una vitrina de museo, era té de caravana comprado a precio absurdo y sostenía ingenuamente que era el menos malo que había encontrado en París; tomaba el único café libre de toda sofisticación que he bebido en Europa; vivía quejándose de la mesa y al proponerle que fuéramos a comer en algunos de los restaurantes afamados, hacía una mueca de asco, como si en todos ellos juntos no se pudiera encontrar un beef steak devorable; cultivaba con pasión la manía de los encajes antiguos y los amontonaba sin usarlos en el enorme armario de maderas olorosas, perfumado por Guerlain con aromáticas yerbas, en donde amontonadas en pilas simétricas y enormes, deslumbraban el ojo las blancas batistas de sus ropas íntimas, y lo acariciaban los pálidos matices de las camisas de dormir, frágiles como telarañas, de las enaguas bordadas como pañuelos de baile y de los calzones de seda olorosos a iris de Florencia y franjiponia.
En su boca de fresa la frase aquélla de la princesita al oír los aullidos del pueblo pidiendo pan: ¿Si no tienen pan, por qué no comen bizcochos?… parecería natural; el lujo es su elemento como el agua el de los peces, pero un lujo como inconsciente e ingénito…
—Tú estudias… ¿cierto? —me preguntaba una tarde, tendidos ambos en el diván turco del saloncito de la izquierda—. ¿Para qué, dime? —añadió ingenuamente.
—Para saber —le contesté sorprendido.
—Y qué sacas con saber —añadió besándome—. La vida no es para saber, es para gozar. Goza, gozar es mejor que pensar —añadió con acento de convicción íntima.
Y parece que yo hubiera aceptado su filosofía, a juzgar por mis últimos meses, en que no he abierto un libro y he abandonado el griego y el ruso y los estudios de gramática comparada y los planes de mis poemas, y los negocios, para vivir preocupado sólo de placeres, de sport, de fiestas, de esgrima, en una incesante cacería de sensaciones… Me estaba ahogando por falta de aire intelectual, acostumbrado al silencio que forma también parte de la naturaleza de Lelia, porque en días enteros de estar juntos no atravesaba una palabra, hundiéndome lentamente en una atonía intelectual increíble… ¡Oh, la Circe que cambia los hombres en cerdos!… En los minutos de lucidez me sentía agonizar entre la materia como el Emperador arrojado a las letrinas por el pueblo romano.
La primera vez que encontré a la de Roberto en casa de Lelia, la monstruosa sospecha se me clavó en la imaginación. Alta, huesosa, delgada, los ojos ardientes, el seno sin relieve, calzada y vestida con estilo masculino y con algo hombruno en toda ella, en el bozo que le sombrea el labio delgado, en los ademanes bruscos, en la voz de modulaciones graves, la italiana me fue odiosa sólo al verla…
—¿Quién es? ¿Por qué la tratas? —le pregunté a la Orloff.
—Porque me gusta —contestó y se encerró en el silencio de siempre.
Una tarde, al entrar, las lámparas no estaban encendidas y el salón se adormecía en la oscuridad del crepúsculo. Oí en uno de los rincones oscuros un cuchicheo, y antes de encender una cerilla pasó rozándome un bulto y salió a la antecámara. Lelia al ver luz se incorporó en el diván donde estaba recostada…
—¿Quién salió de aquí? —pregunté nervioso, Angela de Roberto, ¿no es cierto?…
—Sí… —contestó con su tranquilidad inalterable.
—¿Y por qué la recibes, si sabes que me es odiosa? —dije sin poderme contener.
—Porque me gusta —contestó, volviendo a encerrarse en su silencio enigmático, y la noche que siguió a esa tarde fue una de las más deliciosas noches de mi vida…
El 22 por la tarde me fui a verla, a pedirle una taza de té y a llevarle una miniatura encantadora, montada por Bassot, en un círculo de diminutas perlas rosadas. Me abrió la camarera, y al verme hizo una mueca extraña, de burla, de alegría, de miedo, un gesto extravagante que me lo sugirió todo. Al hacer saltar la puerta de la alcoba que se deshizo al primer empujón brutal, y cedió rompiéndose, un doble grito de terror me sonó en los oídos y antes de que ninguna de las dos pudiera desenlazarse, había alzado con un impulso de loco duplicado por la ira, el grupo infame, lo había tirado al suelo, sobre la piel de oso negro que está al pie del lecho, y lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con las manos violentas con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra. No sé cómo saqué de la vaina de cuero el puñalito toledano damasquinado y cincelado como una joya que llevo siempre conmigo y lo enterré dos veces en la carne blanda; sentí la mano empapada en sangre tibia, envainé el arma, bajé en dos saltos la escalera oyendo los gritos y me metí en un fiacre dándole al cochero las señas del escritorio de Miranda.
De ahí, después de pedirle una suma al cajero y de recoger mi correspondencia llegada una hora antes, fui a mi hotel para que Francisco arreglara un saco de viaje, salí en otro coche pedido por el conserje y llegué a la estación a tomar el tren, el primero que saliera, para cualquier parte… Tomé el que me trajo a Bâle, donde dormí, y desde el día siguiente estoy aquí, donde, con una angustia suprema, he esperado el telegrama de Marinoni, que tengo abierto frente a la página que escribo… En fin, no he matado a nadie, fue un rasguño, ayer estaba comiendo en el Restaurante de la Cascada, y ¡respiro!…
Ahora analizo fríamente. ¿Por qué cometí esa brutalidad digna de un carretero e intenté un asesinato de que me salvó el tamaño del puñal que es más bien una joya que un arma, yo el libertino curioso de los pecados raros que ha tratado de ver en la vida real, con voluptuoso diletantismo, las más extrañas prácticas, inventadas por la depravación humana, yo el poeta de las decadencias que ha cantado a Safo la lesbiana y los amores de Adriano y Antinoo en estrofas cinceladas como piedras preciosas? ¿Celos? Sería grotesco… ¿Odio por lo anormal?… No, puesto que lo anormal me fascina como una prueba de rebeldía del hombre contra el instinto… ¿Entonces?… Fue un movimiento irrazonado, un impulso ciego, inconsciente, como el que una tarde del otoño pasado me hizo insultar sin motivo al diplomático alemán que me habían presentado diez días antes, dando ocasión para un duelo estúpido en la frontera belga y para que Marinoni me creyera loco.