La lectura de dos libros que son como una perfecta antítesis de comprensión intuitiva y de incomprensión sistemática del Arte y de la vida, me ha absorbido en estos días: forman el primero mil páginas de pedantescas elucubraciones seudocientíficas, que intituló Degeneración un doctor alemán, Max Nordau, y el segundo, los dos volúmenes del diario, del alma escrita, de María Bashkirtseff, la dulcísima rusa muerta en París, de genio y de tisis, a los veinticuatro años, en un hotel de la calle de Prony.
Como un esquimal miope por un museo de mármoles griegos, lleno de Apolos gloriosos y de Venus inmortalmente bellas, Nordau se pasea por entre las obras maestras que ha producido el espíritu humano en los últimos cincuenta años. Lleva sobre los ojos gruesos lentes de vidrio negro y en la mano una caja llena de tiquetes con los nombres de todas las manías clasificadas y enumeradas por los alienistas modernos. Detiénese al pie de la obra maestra, compara las líneas de ésta con las de su propio ideal de belleza, la encuentra deforme, escoge un nombre que dar a la supuesta enfermedad del artista que la produjo y pega el tiquete clasificativo sobre el mármol augusto y albo. Vistos al través de sus anteojos negros, juzgados de acuerdo con su canon estético, es Rossetti un idiota, Swinburne un degenerado superior, Verlaine, un medroso degenerado, de cráneo asimétrico y cara mongoloide, vagabundo, impulsivo y dipsómano; Tolstói, un degenerado místico e histérico; Baudelaire, un maniático obsceno; Wagner, el más degenerado de los degenerados, grafónomo, blasfemo y erotómano. ¡Dichoso clasificador de manías que no has sentido la vida y no has encontrado en tu vocabulario técnico la fórmula en qué encerrar las obras maestras de las edades muertas!, oye: ¿eran neurópatas consumados los hombres del Renacimiento, cuyas obras, telas y mármoles y bronces, donde el oro y la sombra de los años acumulan misterio sobre misterio, turban a los sensitivos de hoy con el enigma cautivador de sus líneas y de sus medias tintas? Mira los Cristos dolientes y sombríos, más heridas que carne y más alma que cuerpo, que languidecen entre las sombras de los lienzos del Sodoma; interroga la sonrisa ambigua de las figuras del Vinci; respira el hedor que se desprende de las telas de Valdez Leal; contempla la crueldad refinada y bárbara de las crucifixiones del Españoleto; vuelve tus manos rudas hacia el fondo de los siglos y distribuye tiquetes de clasificación patológica a ésos que sintieron y expresaron lo que sienten los hombres de hoy. ¡Oh, grotesco doctor alemán, Zoilo de los Homeros que han cantado los dolores y las alegrías de la Psiquis eterna, en este fin de siglo angustioso, tu oscuro nombre está salvado del olvido!…
Tus rudas manos tudescas no alcanzaron a coger en su velo la mariposa de luz que fue el alma de la Bashkirtseff, ni a profanar analizándola, una sola de las páginas del diario. «María Bashkirtseff, escribiste, una degenerada muerta joven, tocada de locura moral, de un principio del delirio de las grandezas y de la persecución y de exaltación erótica morbosa». (Dégénérescence, volumen II, página 121). Y escrita la frase en que acumulaste cuatro entidades patológicas para definir una de las almas más vibrantes y más ardientes del tiempo presente, flotó sobre tus labios gruesos deliciosa sonrisa de satisfacción beata y estúpida.
Desde el fondo de la sencilla tumba que guarda tus cenizas en el Cementerio de Passy y a donde irán los intelectuales de mañana a cubrir de flores el mármol que conserva tu nombre, desde el fondo del tiempo donde llegarás agrandada por la leyenda, perdona, ¡oh muerta dulcísima!, al maniático seudosabio que te inmortalizó juntándote con Wagner y con Ibsen, en la expresión de su desprecio profundo.
Quiere Mauricio Barrés, en las sutiles páginas que intitula «La leyenda de una Cosmopolita», y en que estudia a la Bashkirtseff, darnos de ella, ya que no un retrato definitivo, tres impresiones instantáneas de tres actitudes suyas y nos la presenta adolescente, en las sabanas heladas de Rusia, dejando desarrollarse en sí el vigor espiritual y sensual que animara su vida; en plena juventud, dándole por fondo del retrato los ramajes oscuros, al través de los cuales vibra la música de una orquesta, al caer de la tarde, en un lugar de aguas de Bohemia y, tocada ya por la mano fría de la tisis que le abrillanta los ojos con artificial brillo y le colora las mejillas pálidas con la agitación de la sangre empobrecida, bajo el sol de Niza, sonriente y con el corpiño florecido por diminuto ramo de mimosas y de anémonas. Ninguno de los negativos del ideólogo me satisface. Cierro los ojos y me la forjo así, de acuerdo con las páginas del Diario: Es alta noche… La familia, cansada de las fatigas triviales del día, duerme tranquilamente. Ella, en el cuarto silencioso donde la rodean sus libros predilectos, Spinoza, Fichte, los más sutiles de los poetas, los más acres de los novelistas modernos, acodada sobre el escritorio, cayéndole sobre la masa de cabellos castaños la luz tibia de la lámpara, la cabeza apoyada en la mano pálida, vela y recapitula el día. Se ha levantado a la madrugada, y al correr las persianas del balcón, para procurarse una noche artificial y favorable al estudio, el paso de un grupo de obreros por la calle, llena de la bruma de la madrugada y azotada por la lluvia, la ha hecho enternecerse al pensar en la suerte de esos miserables. Tras de varias horas de lectura de Balzac, en que ha vivido en comunión con aquel genio enorme, el proyecto del cuadro con que sueña, del cuadro que ha de inmortalizarla, la ha hecho ir a Sèvres, donde la espera, el modelo, y allí en el luminoso paisaje de primavera, las manos temblándole de artística fiebre, los ojos bien abiertos para verlo todo, los nervios tendidos para realizar el milagro de trasladar al lienzo la frescura de los renuevos, la tibieza del sol que ilumina el campo, la carne sonrosada del modelo, sobre la cual flotan las diáfanas sombras de las ramas de un durazno en flor; el verde húmedo de la yerba tierna, el morado de las violetas y el amarillo de los renúnculos que esmaltan el prado, el azul del cielo pálido en el horizonte, ha trabajado, olvidada de sí misma, en un frenesí, en una locura de arte, hora tras hora, el día entero. Por la tarde, rendida, desencantada de la pintura hasta el fondo del alma, convencida de que serán vanos todos sus esfuerzos para alcanzar la meta soñada, hubo un instante en que tuvo que contenerse para no rasgar el lienzo en que trabajó con todas sus fuerzas. Un detalle de elegancia le hace olvidar la momentánea angustia. Doucet, el costurero, la espera para ensayarle un vestido de crespón de seda rosado, que tiene por todo adorno una guirnalda de rosas de Bengala, y que han combinado ambos para que, al lucirlo ella en el próximo baile, la concurrencia, al verla atravesar el salón moderno por entre la corrección de los fracs negros y de las blancas pecheras, tenga la ilusión de contemplar sonriente y animada por la vida, la más hermosa de las pinturas de Greuze. ¡Y el vestido la ha entusiasmado! Por una hora se olvida de la artista que es, del filósofo que funciona dentro de ella y que analiza la vida a cada minuto y a quien preocupan los problemas eternos… No, ella no es eso, siente que ha nacido para concentrar en sí todas las gracias y los refinamientos de una civilización, que su papel verdadero, el único a la medida de sus facultades, es el de una Madame Récamier, que su teatro será un salón donde se junten las inteligencias de excepción y de donde irradie la doble luz de las supremas elegancias mundanas y de las más altas especulaciones intelectuales… Los hombres más ilustres del momento serán los huéspedes de ese centro, allí sonreirá suavemente Renan, moviendo la gran cabeza bonachona, con ademán episcopal; Taine vendrá a veces y se dejará oír, un poco absorto por instantes en su incesante pensar, animado otras, preguntando en frases cortas, netas, precisas como fórmulas; Zola, ventrudo y pálido, contará el plan de su novela futura; Daudet paseará por sobre las obras de arte que destacan sus cartones sobre las viejas tapicerías desteñidas, la mirada curiosa de sus ojos de miope y apoyará en el brocatel de los sillares la enmarañada melena de piferaro; los pintores, Bastien Lepage, el preferido, chiquitín, enérgico, chatico, con su rubia barba de adolescente; Carrolus Durán, con sus aires de espadachín y de tenorio; el Maestro Tony Robert Fleury, el de la dulce fisonomía árabe y los ojos dormidos; los poetas Coppée, Sully Prudhomme, Theuriet, todos ellos serán recibidos allí como en una casa del arte y se sentirán ajonjeados y mimados como por una hermana. Ella tendrá en las manos el cetro, será la Vittoria Colonna de mañana, rodeada por esa corte de pensadores y de artistas…
¡Oh sueños vanos deshechos como bombas de jabón que nacen, se coloran y revientan en el aire!… Al salir de casa de Doucet, la idea de hablar con el médico, que le dice la verdad respecto del mal que la está devorando, se le impone, ¡se ha sentido tan enferma en los últimos días, han sido tan agudos los dolores que la han atormentado, tan intensa la fiebre que le ha quemado las venas; tan profundo el decaimiento que la ha postrado por horas enteras!… En el silencio grave del salón de consultas el esculapio la ausculta lentamente, golpea, con blandos golpecitos de las yemas de los dedos, las espaldas gráciles, aplica atento el oído sobre la piel tersa como el raso, del busto delicado, y tras del minucioso examen prescribe cáusticos que queman el seno, aplicaciones de yodo que manchan y desfiguran, drogas odiosas, un viaje al Mediodía que equivale a abandonarlo todo, arte, sociedad, placeres y para justificar las prescripciones rígidas y con su frialdad de hombre de ciencia, acostumbrado al dolor ajeno, suelta las frases brutales. Está tísica… el pulmón derecho destrozado por los tubérculos, el izquierdo invadido ya, esa sordera que la atormenta desde hace meses irá aumentando; la tos que la sacude y la lastima, los insomnios atroces que la agotan, todo eso va a crecer, a tomar fuerza, y a dilatarse como las llamaradas de un incendio, a acabar con ella…
¡Que está tísica! Sí, lo siente, lo sabe. Hubo un momento en que al salir de la casa del sabio se abandonó al desaliento y se sintió cerca de la muerte, pero hace dos horas ha olvidado su mal… Por la gran ventana abierta del taller, cercano al cuartico donde está ahora, se veía el cielo nocturno, de un azul profundo y transparente; la luz de la Luna se filtraba por allí e inundaba la penumbra de su sortilegio pacificador. Sentada ella en el piano, al vibrar bajo sus dedos nerviosos el teclado de marfil, se extendía en el aire dormido la música de Beethoven, y en la semioscuridad, evocada por las notas dolientes del nocturno y por una lectura de Hamlet, flotaba pálido y rubio, arrastrado por la melodía como por el agua pérfida del río homicida, el cadáver de Ofelia, Ofelia pálida y rubia, coronada de flores… el cadáver pálido y rubio coronado de flores, llevado por la corriente mansa…
Verdad que hacía dos horas la magia de la música la hizo olvidarse de todo, de sí misma y de la tisis, pero ahora, desvanecido el encanto, sola, sentada frente al escritorio, acodada sobre éste, la luz tibia de la lámpara, cayéndole sobre la masa de cabellos castaños, la cabeza apoyada en la mano delicada, ahora al recapitular el día, la lectura de Balzac, la furia de trabajo artístico en Sèvres, el ensayo del vestido, el sueño de grandeza mundana, los momentos pasados en el piano, todo se borra ante la realidad cruel de la enfermedad que avanza en el gran silencio religioso de la medianoche; la siniestra profecía del hombre de ciencia llena sola, oscura y siniestra como un horizonte nublado, el campo de su visión interior… Morir, Dios mío, morir así tísica a los veintitrés años, al comenzar a vivir, sin haber conocido el amor, única cosa que hace digna a la vida de vivirla, morir sin haber realizado la obra soñada, que salvará el nombre del olvido; morir dejando el mundo, sin haber satisfecho los millones de curiosidades, de deseos, de ambiciones que siente dentro de sí, cuando el conocimiento de seis lenguas vivas, de dos lenguas muertas, de ocho literaturas, de la historia del mundo, de todas las filosofías del arte en todas sus formas, de la ciencia, de las voluptuosidades de la civilización, de todos los lujos del espíritu y del cuerpo, cuando los viajes por toda Europa y la asimilación del alma de seis pueblos, sólo han servido para desear la vida con ardor infinito y concebir planes cuya realización requeriría diez vidas de hombre. ¡Morir así, sintiéndose el embrión de sí mismo, morir cuando se adora la vida, deshacerse, perderse en la sombra! ¡Imposible!…
La idea de la lucha contra el mal la domina ahora… hay que luchar… un año destinado a vencerlo será suficiente. En plena salud más tarde ganará el tiempo perdido; tules diáfanos y blancuras de mimosas y de camelias velarán sobre lo túrgido del seno las manchas de los cáusticos y del yodo, y el cuerpo entero ostentará la coloración suave de la sangre vivificada por el aire tibio y salino del Mediterráneo. ¡Hay que luchar, hay que vivir! Hay que pintar las Santas Mujeres, guardando el sepulcro. La Magdalena sentada, de perfil, el codo apoyado en la rodilla derecha y la barba en la mano, con el ojo átono, como si no viera nada, pegada a la piedra que cierra el sepulcro y con el brazo izquierdo caído en una postura de infinito cansancio. En la actitud de María, de pie, tapándose la cara con la mano, y con los hombros levantados por un sollozo, destacando la silueta oscura sobre el cielo plomizo del crepúsculo, debe adivinarse una explosión de lágrimas, de desesperación, de dejo, de agotamiento definitivo. A lo lejos, entre la semioscuridad de la hora trágica que esfuma los contornos de las cosas, se adivinarán las formas de los que acaban de enterrar al Cristo y sobre el lienzo flotará la atmósfera sombría de un dolor infinito. Hay que pintar; hay que pintar a Margarita, después del encuentro con Fausto, con el seno agitado y los ojos brillantes y las mejillas encendidas por el fuego de amor que le hacen correr por las venas las palabras del gallardo caballero. El cuadro de Sèvres no la satisface; hay que pintar otro en pleno aire como los de Bastien y encerrar en él un paisaje de primavera, donde por sobre una orgía de tonos luminosos, de pálidos rosados, de verdes tiernos, se oigan cantos de pájaros y murmullos cristalinos de agua y se respiren campesinos olores de savia y de nidos; la calle, ese canal de piedra, por donde pasa el río humano, hay que estudiarla, verla bien vista, sentirla, para trasladar a otros lienzos sus aspectos risueños o sombríos, los efectos de niebla y de sol; entre las líneas geométricas de las fachadas, el piso húmedo por la lluvia reciente, los follajes pobres de los árboles que crecen en la atmósfera pesada de la ciudad, y sobre el banco del boulevard exterior, quietas y en posturas de descanso para sorprender en ellas, no el gesto momentáneo de la acción sino el ritmo misterioso y la expresión de la vida, hay que pintar dos chicuelas flacuchas, ajadas por la pobreza y el vicio ancestral y un bohemio grasiento y lamentable con la cara encendida y los ojos encarnados por el uso de venenosos alcoholes, que sigue, melancólicamente, con la mirada turbia y vaga, el humo de la pipa que se está fumando; pero no, ese cuadro por perfecto que sea no será el desiderátum, porque está viciado de canallería moderna, como dice Saint Marceaux, hay que hacer algo grande y noble… Concluidos ésos, será Homero quien da el tema, y se lavará los ojos de toda la vulgaridad de la vida diaria, forjando en un lienzo enorme a Alcinoos y a la Reina, sentados en el trono, en una galería de altas columnas de mármol rosado, rodeados por la Corte, mientras que Nausicaa, apoyada en una de las pilastras, oye a Ulises contarle al Rey sus aventuras interminables y Demodocuos, cuyo canto ha interrumpido el viajero, malhumorado como un poeta a quien no oyen, apoya en las rodillas la lira y vuelve la cabeza para mirar hacia afuera… Hay que pintar eso pero pintarlo de veras, en plena pasta, con una factura potente, rica, sólida donde nadie reconozca una manecita de mujer; hay que pintarlo vívido, caliente, amplio de tal modo que el que vea el cuadro sienta lo que sintió ella al manejar los pinceles y las brochas. ¡Hay tanto que hacer para llegar allá! Todos esos cuadros requieren estudios previos, composiciones complicadas, preparación de detalles y querría estarlos haciendo ya, haberlos hecho, no perder un minuto… Hay tanto que hacer y la vida es tan corta… Los proyectos de escultura la fascinan porque la escultura es honrada y no engaña al ojo con los colores, ni admite farsas ni tapujos… Modelará todo lo que sueña: moribunda de amor y de tristeza, caída sobre las arenas de la playa al ver huir en el horizonte la vela del barco que lleva a Teseo, una Ariadna con el pecho lleno de sollozos; luego un bajo relieve colosal con seis figuras sorprendidas en actitudes llenas de gracia, y las esculturas serán tales que Saint Marceaux mismo se entusiasme, y las pinturas tendrán tal arte que el jurado imbécil no podrá menos de darle la primera medalla, en un salón próximo. ¡Ah!, la medalla, cómo la ha deseado, cómo la desea desde hace tiempo, cómo la ha perseguido, cómo la ve en sus sueños; la medalla la hará comprender que hizo bien en consagrarse a la pintura, que no se ha equivocado, que es alguien, que puede amar, pensar, vivir como viven todos, tranquila, sin atormentarse con tantas ambiciones. Cuando se la den podrá vivir como todo el mundo, y entonces sus fuerzas, dirigidas en otro sentido la llevarán lejos, muy lejos, se abandonará a la delicia de sentir, la dominará una pasión profunda por un hombre superior que la entienda, irá a respirar por temporadas el aire perfumado y tibio de Niza, de San Remo, de Sorrento, volverá a España, a Toledo, a Burgos, a Córdoba, a Sevilla, cuyos nombres ennoblecen con sólo pronunciarlos, a Granada, a embelesarse con las policromías de las arquitecturas árabes, con los follajes frescos de los laureles rosa y de los castaños gigantes, con lo azul del cielo; a Venecia, donde sube hacia el firmamento, por entre ruinosos palacios de mármol, una fiebre sutil de los canales verdosos, a ver la melancólica fiesta que son las pinturas de Tiépolo; a Milán, donde sonríen las creaciones del Vinci y a Roma, sobre todo, a Roma, la ciudad madre, la metrópoli, el único lugar del mundo que le ha llenado el corazón, porque al ponerse el sol tras de las cúpulas de la Basílica, centro de la cristiandad, alumbra las huellas del arte de hace veinticinco siglos, la complicación de la vida moderna más fastuosa y más amplia y sugiere a las almas pensativas la fórmula de lo que será la sensibilidad de mañana.
¡Ah! Dios mío, y Rusia, Rusia, la madre, la patria, la tierra del nihilismo, y de los zares, con su semicivilización tan diferente de la civilización latina, sus costumbres peculiares, su pueblo supersticioso y medio salvaje, su aristocracia gozadora; su arte propio y su singular literatura; Rusia la reclama: irá a Petersburgo, donde la recibirá la Corte, a Moscú, a Kieff, la ciudad santa, llena de catedrales y conventos; volverá a respirar en los campos solariegos el aire que en la niñez le infundió la fiebre que la anima, y esos múltiples viajes, esas experiencias casi opuestas de la vida los alternará con las temporadas de París, en el salón aquel lleno de hombres de genio; con días distribuidos entre las fiestas mundanas, donde seducirá a todos su elegancia, y la lectura de filósofos y la audición de las músicas de Haendel y de Beethoven y la continuación de sus estudios, de otros estudios nuevos con que sueña, sociología, política, lenguas orientales, historia y literatura de pueblos que no conoce bien y cuya alma se asimilará para agrandar su visión del universo. Vivirá así y todo eso lo hará con todos sus nervios, con toda su alma, con todo su ser, arrancándole a cada sensación, a cada idea, un máximo de vibraciones profundas.
Ahora un desfallecimiento interior la embarga; ha sentido una picada ahí, en el punto que el médico le mostró como foco de la enfermedad que la devora y el punzante dolor vuelve a traerla a la realidad… ¡Ah!, sí, la tos, el sudor, el insomnio, los cáusticos, las unturas de yodo, el viaje al mediodía, el aniquilamiento… la muerte… el fin, todo eso está cerca. ¿Y Dios, en dónde está si la deja morir así, en plena vida, sintiendo esa exuberancia de fuerzas, esos entusiasmos locos por verlo todo, por sentirlo todo, por comprender el Universo, su obra?… ¿Dios, en dónde está si la deja morir así, después de haber sido buena, después de no haber hablado nunca mal de nadie, ni proferido una queja por las amarguras que le han tocado en suerte, de haber derramado a su alrededor el oro para enjugar lágrimas, después de regalar su esmeralda favorita para distraer a alguien, que no la quiere, de un sufrimiento de un instante?… ¿Después de haber llorado por los dolores ajenos, de haber llevado su piedad hasta querer a los animales humildes? Si existe, si es la bondad suprema, ¿por qué la mata así, a los veintitrés años antes de vivir y cuando quiere vivir?… ¿Dónde está el buen Dios, el Padre Eterno de las criaturas?… ¡Ah!, no existe. Spinoza, se lo ha enseñado, las lecturas científicas, le han mostrado el universo como una eterna reunión de átomos, regida, desde los millones de soles que arden en el fondo del infinito hasta el centro misterioso de la conciencia humana, por leyes oscuras e inconmovibles, que no revelan una voluntad suprema tendiente al bien… sí, un torbellino de átomos en que las formas surgen, se acentúan, se llena, se deshacen para volver a la Tierra y renacer en otras formas que morirán a su vez arrastradas por la eterna corriente… No. Eso no puede ser. Ella no es atea, ella quiere creer, ella cree. La Biblia contiene las palabras que calman y confortan; los versos del Salmo XCI, «Te cubrirá con sus alas poderosas; en seguridad estarás bajo su abrigo», le cantan en la memoria; el Salvador, con la cabeza aureolada y los brazos abiertos camina ahora sobre las agitadas olas negras del océano de sus pensamientos y dice las palabras suaves que le derraman en el alma una divina paz inefable: «Bienaventurados los que tengan hambre y sed de justicia porque ellos serán hartos…». Y desfalleciente ella de mística emoción, mentalmente se prosterna a los pies del Divino Maestro…
¡Súbita asociación de ideas fórjase en su cerebro y esa dulce imagen huye disipada por el recuerdo de las obras de Renan y de Strauss, en que éstos, con su análisis de concienzudos exegetas, muestran al Cristo al través de los textos interpretados con rígido criterio, no como al Hombre Dios, encarnado para purgar los pecados del mundo, sino como la más alta expresión de la bondad humana. Los libros de crítica y de historia religiosa que he leído allí mismo en el silencio de ese gabinetico de estudio donde está sentada ahora, ahuyentan al divino fantasma del consolador de los hombres… No hay a quién invocar en los momentos de desesperante angustia… y la muerte viene, la muerte está cerca. Un sudor frío le moja las sienes, el cansancio la dobla, y en la claridad fría y difusa del amanecer que se filtra por los cristales y va atenuando, atenuando la luz tibia de la lámpara que alumbró la velada pensativa, siente un escalofrío que la obliga a levantarse, a absorber dos cucharadas de jarabe de opio para conciliar el sueño por una hora y a amontonar sobre el catre de bronce dorado los blandos edredones forrados en suave seda, para devolverle calor a su cuerpecito endeble, minado por la tisis, que dormirá ahora, en el tibio nido por breve espacio, y para siempre, dentro de unos meses, en el fondo de la tumba, bajo el césped húmedo del cementerio!…
Mañana estará levantada desde temprano, se sonreirá al contemplar en el espejo su tez aterciopelada y rósea como un durazno maduro, los grandes ojos castaños que se sonríen al mirar; la espesa cabellera que le cae sobre los hombros de graciosa curva, y ebria de vida, y hambrienta de sentir comenzará el día, lleno de las mismas fiebres, de los mismos sueños, de los mismos esfuerzos y de los mismos desalientos de la víspera.
Es así como la he visto al leer el Diario. Ésa es la composición del lugar, que para proceder de acuerdo con los métodos exaltantes de Loyola, el sutil psicólogo, he hecho para sentir todo el encanto de aquélla a quien Mauricio Barrés propone que veneremos bajo la advocación adorable de Nuestra Señora del Perpetuo Deseo… Jamás figura alguna de virgen, soñada por un poeta, Ofelia, Julieta, Virginia, Graziella, Evangelina, María, me ha parecido más ideal ni más tocante que la de la maravillosa criatura que os dejó su alma escrita en los dos volúmenes que están abiertos ahora, sobre mi mesa de trabajo y sobre cuyas páginas cae, al través de las cortinas de gasa japonesa que velan los vidrios del balcón, la diáfana luz de esta fresca mañana de verano parisiense…