Eran las ocho de la tarde en Europa Occidental, las diez de Moscú, y hacía una hora que el Politburó estaba reunido.
Yefrem Vishnayev y sus partidarios empezaban a impacientarse. El teórico del partido sabía que contaba con fuerza suficiente; era inútil seguir esperando. Se puso amenazadoramente en pie.
—Camaradas, los comentarios generales están muy bien, pero no conducen a ninguna parte. Yo he solicitado esta reunión especial de Presidium del Soviet Supremo con un fin, y es que veamos si el Presidium tiene que seguir depositando su confianza en la dirección de nuestro querido secretario general, el camarada Maxim Rudin.
»Todos hemos escuchado los argumentos en pro y en contra del llamado Tratado de Dublín, concerniente a los envíos de cereales que nos han prometido los Estados Unidos, y al precio, a mi modo de ver exageradísimo, que tendríamos que pagar por ello.
»Y últimamente nos hemos enterado de la fuga a Israel de los asesinos Mishkin y Lazareff, hombres que, según se ha demostrado sin la menor sombra de dura, fueron los autores del asesinato de nuestro querido camarada Yuri Ivanenko. Mi moción es la siguiente: que el Presidium del Soviet Supremo no puede seguir confiando en el camarada Rudin para la dirección de los asuntos de nuestra gran nación. Señor secretario general, pido que se ponga a votación esta moción.
Se sentó. Se hizo un silencio. Incluso para los principales actores, y mucho más para los peces menudos que se hallan presentes, la caída de un gigante del poder del Kremlin es un momento terrible.
—Los que voten a favor de la moción… —dijo Maxim Rudin. Yefrem Vishnayev levantó la mano. El mariscal Nikolai Kerensky le imitó. Vitautas, el lituano, hizo lo propio. Hubo una pausa de varios segundos. Mujamed, el tadjik, levantó la mano. Entonces sonó el teléfono. Rudin contestó a la llamada, escuchó y colgó el aparato.
—Desde luego —dijo, impasiblemente—, no voy a interrumpir la votación; pero acabo de recibir unas noticias que pueden interesarles.
»Hace dos horas, Mishkin y Lazareff han muerto, repentinamente, en sus celdas de los sótanos de la jefatura de Policía de TelAviv. Un colega suyo se mató al arrojarse desde el balcón de un hotel de las afueras de la misma ciudad. Hace una hora, los terroristas que secuestraron el Freya en el mar del Norte, para liberar a aquellos hombres, murieron en un mar de petróleo ardiente. Ninguno de ellos llegó a abrir la boca. Y ahora, ninguno de ellos podrá hacerlo jamás.
»Y ahora creo que podemos continuar la votación sobre la propuesta del camarada Vishnayev…
Las miradas se desviaron, calculadoras, y se fijaron sobre el mantel de la mesa.
—Los que voten en contra de la moción —murmuró Rudin.
Vassili Petrov y Dmitri Rykov levantaron la mano. Después lo hicieron el georgiano Chavadze, Shuskin y Stepanov.
Petryanov que en una ocasión había votado con la facción de Vishnayev, miró las manos levantadas, percibió de dónde soplaba el viento, y levantó la suya.
—Séame permitido —dijo Komarov, de Agricultura— expresar mi satisfacción personal de poder votar, con toda confianza, en favor de nuestro secretario general.
Levantó la mano. Rudin le sonrió.
«¡Bergante! —pensó—. Yo mismo te echaré de aquí a patadas.»
—Entonces, con mi propio voto en contra, queda rechazada la moción por ocho votos en contra y cuatro a favor —indicó Rudin—. Creo que no hay más asuntos de que tratar.
No los había.
Doce horas más tarde, el capitán Thor Larsen estaba de nuevo en el puente del Freya y observaba el mar a su alrededor. Había sido una noche memorable. Los marinos británicos le habían encontrado y liberado hacía doce horas, cuando estaba a punto de derrumbarse. Expertos de la Marina habían bajado cautelosamente a los depósitos del superpetrolero y arrancado los detonadores de la dinamita, y subido cuidadosamente las bombas desde las entrañas del buque hasta la cubierta, donde las habían desmontado.
Manos vigorosas habían quitado los cerrojos de la puerta detrás de la cual se hallaban encerrados los tripulantes desde hacía sesenta y cuatro horas, y los marineros liberados habían gritado y bailado de alegría. Y se habían pasado toda la noche haciendo llamadas personales a sus padres y a sus esposas.
Un médico de la Marina había acostado a Thor Larsen en su litera y había curado delicadamente su herida, lo mejor que había podido en aquellas condiciones.
—Desde luego, necesitará una intervención quirúrgica —dijo el médico al noruego—. Pero todo estará preparado cuando llegue en helicóptero a Rotterdam. ¿De acuerdo?
—No —replicó Larsen, a punto de desmayarse—. Iré a Rotterdam, pero en el Freya.
El médico había limpiado y vendado la mano rota, administrando antibióticos contra la infección y morfina contra el dolor. Antes de que hubiese terminado, Thor Larsen se había dormido.
Manos expertas habían conducido durante la noche una serie de helicópteros que se habían elevado para aterrizar en la cubierta del Freya, transportando a Wennerstrom, que iba a inspeccionar su barco, y a los hombres que ayudarían en la maniobra de entrada en el puerto. El bombero había encontrado sus piezas de recambio y reparado las bombas de control de la carga. Se había trasvasado petróleo de uno de los depósitos llenos al que había sido vaciado, para restablecer el equilibrio; y se habían cerrado todas las válvulas.
Mientras el capitán dormía, el primero y segundo oficiales habían examinado el Freya palmo a palmo, desde la proa hasta la popa. El primer mecánico había revisado minuciosamente sus adoradas máquinas, comprobando todos los sistemas, para asegurarse de que nada estaba averiado.
Durante las horas nocturnas, los remolcadores y las lanchas del servicio de incendios habían vertido disolvente concentrado en la zona del mar donde todavía quedaba espuma del petróleo derramado, aunque la mayor parte de éste había ardido en el breve holocausto producido por las granadas de magnesio del capitán Manning.
Momentos antes de la aurora, Thor Larsen se había despertado. El mayordomo le había ayudado cariñosamente a ponerse su ropa, el uniforme de gala de capitán de la «Nordia Line» que había insistido en ponerse. Había deslizado con cuidado la mano herida dentro de la manga con cuatro galones dorados y, después, la había descansado en el cabestrillo que colgaba de su cuello.
A las ocho de la mañana se plantó en el puente, junto a sus primero y segundo oficiales. Los dos prácticos de Control del Mosa estaban también allí, y el más viejo llevaba su «caja parda» de navegación, para mayor seguridad.
Para sorpresa de Thor Larsen, el mar, al norte, al sur y al oeste del Freya, estaba atestado. Había barcas de arrastre procedentes del Humber y del Scheldt y buques de pesca de Lorient y St. Malo, de Ostende y de la costa de Kent. Barcos mercantes de diversos pabellones se mezclaban con buques de guerra de cinco flotas de la OTAN, dentro y fuera de un radio de tres millas.
A las ocho y dos minutos, las gigantescas hélices del Freya empezaron a girar y el grueso cable del ancla arrancó ésta del fondo del océano. Debajo de la popa surgió un gran torbellino de blanca espuma.
En el cielo trazaban círculos cuatro aviones provistos de cámaras de televisión, que mostraban a un mundo expectante la llegada de la diosa de los mares.
Al extenderse la estela detrás de ella y ondear al viento el emblema del casco de vikingo de la compañía, el mar del Norte se llenó de una algarabía de sonidos.
Pequeñas sirenas que parecían agudos silbatos, estruendosos rugidos y alaridos agudos, resonaron sobre el agua, cuando más de cien capitanes de barcos pequeños o grandes, pacíficos o de guerra, hicieron al Freya el saludo tradicional de los marinos.
Thor Larsen contempló el poblado mar a su alrededor y el camino despejado que conducía a la Boya Número Uno del Euro. Después, se volvió al práctico holandés, que estaba a la espera.
—Señor práctico, le ruego que señale la ruta hacia Rotterdam.
El domingo 10 de abril, en Saint Patrick’s Hall, Dublin Castle, dos hombres se acercaron a la gran mesa de roble colocada allí para este fin, y tomaron asiento.
En la Minstrel Gallery, las cámaras de televisión atisbaban a través de los arcos la mesa inundada de luz blanca y transmitían las imágenes a todo el mundo.
Dmitri Rykov estampó cuidadosamente su firma, en nombre de la Unión Soviética al pie de los dos ejemplares del Tratado de Dublín, encuadernados en tafilete rojo, y los pasó a David Lawrence, que firmó en nombre de los Estados Unidos.
A las pocas horas, los primeros barcos cargados de cereales, que esperaban frente a Murmansk y Leningrado, Sebastopol y Odessa, avanzaron en dirección a sus respectivos puertos de amarre.
Una semana más tarde, las primeras unidades de combate emplazadas a lo largo del telón de acero empezaron a cargar sus equipos y a retirarse de las alambradas.
El jueves, 14, la acostumbrada reunión del Politburó en el edificio del Arsenal no tuvo nada de rutinaria.
El último que entró en el salón, porque le retuvo en el exterior un comandante de la guardia del Kremlin fue Yefrem Vishnayev.
Cuando cruzó el umbral, observó que las caras de todos los otros once miembros estaban vueltas hacia él. Maxim Rudin parecía rumiar en la presidencia de la mesa en forma de T. A cada lado del palo de la T había cinco sillones, y todos ellos estaban ocupados. Sólo había un asiento vacante: el situado en la punta de la mesa, de cara a la presidencia.
Yefrem Vishnayev, con aire impasible, avanzó despacio hacia aquel asiento, conocido vulgarmente como «sillón penal». Iba a asistir por última vez a una reunión del Politburó.
El 18 de abril, un pequeño carguero se balanceaba en el mar Negro, a diez millas de la costa de Rumania. Momentos antes de las dos de la madrugada, una lancha rápida se separó del buque mercante y se lanzó a toda velocidad hacia la costa. Se detuvo a tres millas de ésta, y un marinero sacó una potente linterna, apuntó con ella a la invisible playa e hizo una señal: tres destellos largos y tres cortos. No hubo respuesta desde la playa. El hombre repitió cuatro veces la señal. Tampoco hubo respuesta.
La lancha rápida dio media vuelta y volvió al buque mercante. Una hora más tarde, los del barco la guardaron bajo cubierta y se envió un mensaje a Londres.
Londres respondió con otro mensaje cifrado, dirigido a la Embajada británica en Moscú:
—Lamentamos que el Ruiseñor no haya acudido a la cita. Sugerimos regreso a Londres.
El 25 de abril se celebraba una sesión plenaria del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética en el Palacio de Congresos, dentro del Kremlim. Habían venido delegados de toda la Unión, algunos de ellos después de viajar varios miles de kilómetros.
De pie en el estrado, debajo de la desmesurada cabeza de Lenin, Maxim Rudin pronunció su discurso de despedida.
Empezó refiriéndose a la crisis con que se había enfrentado su país hacía un año; hizo una descripción del hambre y la miseria, que puso los cabellos de punta a sus oyentes. Siguió explicando la brillante operación diplomática gracias a la cual, y siguiendo las órdenes del Politburó, Dmitri Rykov se había reunido con los americanos en Dublín y conseguido de ellos el envío de cereales en cantidades que no tenían precedentes, además de importaciones de tecnología y de computadoras, todo ello a un coste mínimo. No mencionó para nada las concesiones en materia de armamentos. Recibió una ovación que duró diez minutos.
Volviendo su atención a la cuestión de la paz mundial, recordó a todos el constante peligro en que ponían a la paz las ambiciones territoriales e imperialistas del Occidente capitalista, ayudados ocasionalmente por enemigos de la paz de la propia Unión Soviética.
Esto era demasiado y producía un inmenso dolor. Pero —siguió diciendo, mientras levantaba un dedo acusador— esas personas que conspiraban en secreto con los imperialistas habían sido descubiertas y anuladas, gracias a la continua vigilancia del incansable Yuri Ivanenko, muerto hacía una semana en un hospital, después de una larga y valerosa lucha contra la dolencia cardíaca que le consumía.
Al oír los presentes la noticia de esta muerte, hubo grandes exclamaciones de espanto y de condolencia por el camarada desaparecido, que les había salvado a todos. Rudin levantó una mano pesarosa, pidiendo silencio.
Pero —les dijo— Ivanenko había tenido un ayudante muy capacitado, antes de su ataque al corazón, en su siempre fiel camarada de armas Vassili Petrov, el cual le había sustituido desde el principio de su enfermedad y había completado la tarea de salvaguardar a la Unión Soviética, como gran campeona mundial de la paz. Hubo una ovación para Vassili Petrov.
Precisamente porque había sido descubierta y destruida la conspiración de la facción enemiga de la paz, dentro y fuera de la Unión Soviética —siguió diciendo Rudin—, había podido la URSS, en su continua lucha por la distensión y la paz, reducir su programa de fabricación de armas por primera vez en muchos años. Y así, gracias a la vigilancia del Politburó y a su identificación de los verdaderos enemigos de la paz, en adelante se podría dedicar una parte mayor del esfuerzo nacional a la producción de bienes de consumo y mejoras sociales.
Esta vez los aplausos se prolongaron durante otros diez minutos.
Cuando la ovación estaba a punto de extinguirse, Maxim Rudin alzó las manos y bajó el tono de su voz.
—En cuanto a él —dijo— había hecho cuanto había podido; pero había llegado el momento de la despedida.
Se hizo un silencio de pasmo, que podía palparse en el aire.
Había trabajado durante largo tiempo, quizá demasiado, llevando sobre sus hombros las cargas más pesadas, y esto había minado su fuerza y su salud.
En el estrado, sus hombros se encogieron, agotados bajo aquel peso abrumador. Hubo gritos de «¡No… No…!»
Era viejo, dijo Rudin. ¿Qué deseaba ahora? Ni más ni menos que lo que querían todos los viejos. Sentarse junto al fuego del hogar, en las noches de invierno, y jugar con sus nietos…
En la tribuna de los diplomáticos, el jefe de la Cancillería británica murmuró al embajador:
—Me parece que esto es demasiado. Tiene más muertes sobre su conciencia que yo pelos en la barba.
El embajador arqueó una ceja y murmuró:
—Considérese afortunado. Si estuviésemos en América, presentaría a sus nietos en el escenario.
Así, pues —concluyó Rudin—, había llegado el momento de decir a sus amigos y camaradas que, según el pronóstico de los médicos, sólo le quedaban unos meses de vida. Con el permiso de sus oyentes, se desprendería de su cargo y pasaría el poco tiempo que le quedaba en el campo que tanto quería, con su familia, que lo era todo para él.
Varios delegados femeninos lloraban ahora a moco tendido.
Sólo quedaba una última cuestión, añadió Rudin. Él pensaba retirarse dentro de cinco días, el último del mes. El día siguiente sería el Primero de Mayo, y un hombre nuevo aparecería en lo alto del Mausoleo de Lenin, para presenciar el gran desfile. ¿Quién sería este hombre?
Debía de ser un hombre joven y vigoroso, prudente y lleno de un patriotismo ilimitado; un hombre que hubiese demostrado su valía en los más altos organismos del país, pero cuya espalda no estuviese aún doblada por la edad. Los pueblos de las quince repúblicas socialistas tenían la suerte de contar con este hombre, proclamó Rudin, en la persona de Vassili Petrov…
La elección de Petrov como sucesor de Rudin fue hecha por aclamación. Los partidarios de otros candidatos habrían sido abucheados si se hubiesen atrevido a hablar. Ni siquiera lo intentaron.
Después de la crisis del secuestro del superpetrolero en el mar del Norte, sir Nigel Irvine hubiese querido que Adam Munro se quedara en Londres o, al menos, que no volviese a Moscú. Pero Munro había acudido personalmente a la primer ministro, para que le diese una última oportunidad de averiguar si su agente, el Ruiseñor, estaba a salvo. Y, en consideración al papel que había desempeñado en la solución de la crisis, la primer ministro había accedido a su deseo.
Desde su reunión con Maxim Rudin en la madrugada del 3 de abril, era evidente que su disfraz había quedado inservible y que nunca más podría actuar como agente en Moscú.
El embajador y el jefe de la Cancillería consideraron su regreso con el mayor recelo, y nada tuvo de extraño que su nombre fuese cuidadosamente excluido de todas las invitaciones diplomáticas y que no fuese recibido por ningún representante del Ministerio soviético de Comercio Exterior. Estuvo, pues, vagando de un lado a otro, como un huésped incómodo y desdeñado, esperando, contra toda esperanza, que Valentina pudiese ponerse en contacto con él y decirle que estaba sana y salva.
En una ocasión, decidió marcar el número de su teléfono particular. No hubo respuesta. Tal vez había salido de casa, pero no se atrevió a probar otra vez. Después de la caída de la facción de Vishnayev, le anunciaron que sólo podía permanecer allí hasta fin de mes. Después, sería llamado a Londres, y su dimisión del servicio sería aceptada de buen grado.
El discurso de despedida de Maxim Rudin produjo gran revuelo en las misiones diplomáticas, que se apresuraron a informar a sus respectivos Gobiernos de la marcha de Rudin y a preparar informes sobre su sucesor, Vassili Petrov. Munro fue excluido de este torbellino de actividad.
Por consiguiente, la sorpresa fue tanto mayor cuando, después del anuncio de una recepción en el Salón de San Jorge del Gran Palacio del Kremlin, en la noche del 30 de abril, llegó a la Embajada británica una invitación para el embajador, el jefe de la Cancillería y míster Adam Munro. Incluso se indicó, en el curso de una conferencia telefónica entre el Ministerio soviético de Asuntos Exteriores y la Embajada, que se confiaba en que Munro asistiría.
La recepción oficial de despedida de Maxim Rudin fue un acontecimiento esplendoroso. Más de cien personas de la Unión Soviética se mezclaron con un número cuatro veces mayor de diplomáticos extranjeros del mundo socialista, de Occidente y del Tercer Mundo. También estaban presentes delegaciones fraternales de partidos comunistas fuera del bloque soviético, que parecían encontrarse un tanto desplazadas entre tantos trajes de etiqueta, uniformes militares, estrellas, condecoraciones y medallas. Habríase dicho que era un zar quien abdicaba, y no el máximo dirigente de un paraíso de trabajadores donde habían sido abolidas las clases.
Los extranjeros se confundían con sus anfitriones rusos bajo las tres mil bombillas de las seis enormes lámparas, intercambiando comentarios y felicitaciones en las capillitas donde se conmemoraba a los grandes héroes zaristas, junto a los otros caballeros de San Jorge. Maxim Rudin se movía entre ellas como un viejo león, aceptando como merecidos los plácemes de los enviados de ciento cincuenta países.
Munro le vio desde lejos, pero no figuraba en la lista de los que debían serle personalmente presentados, ni habría sido prudente que se acercase por propia iniciativa al dimisionario secretario general. Antes de medianoche, Rudin alegó su natural fatiga, se excusó y dejó a los invitados al cuidado de Petrov y de los otros miembros del Politburó.
Veinte minutos más tarde, Adam Munro sintió que le tocaban un brazo. Junto a él estaba un inmaculado comandante, con el uniforme de la guardia pretoriana del Kremlin. Impasible como siempre, el comandante le dijo en ruso:
—Míster Munro, tenga la bondad de acompañarme.
Su tono no admitía réplica. Y Munro no se sorprendió; sin duda su inclusión en la lista de invitados había sido un error; le habían descubierto, y ahora le pedían que se marchase. Pero el comandante se alejó de la puerta principal y pasó al alto salón octogonal de San Vladimiro, subió una escalera de madera guardada por una reja de bronce y salió a la cálida luz de las estrellas de la plaza del Salvador.
El hombre caminaba con absoluto aplomo, cruzando pasillos y puertas que conocía bien, pero que estaban vedados a la mayoría.
Siempre detrás de él, Munro cruzó la plaza y entró en el Palacio Terem. Todas las puertas estaban custodiadas por guardias silenciosos, que las abrían al acercarse el comandante y volvían a cerrarlas cuando habían pasado. Cruzaron la cámara del Salón Frontal y, después, hasta el fondo de la cámara de la Cruz. Aquí, el comandante se detuvo ante una puerta y llamó. Sonó una áspera orden en el interior. El comandante abrió la puerta, se apartó a un lado e indicó a Munro que podía entrar.
La tercera cámara del Palacio Terem, llamado también Palacio de las Cámaras, es el Salón del Trono, el sanctasanctórum de los antiguos zares y la más inaccesible de todas las estancias. Con sus azulejos rojos, dorados y de mosaico, su suelo entarimado y su alfombra de color granate oscuro, es más agradable, más pequeño y más acogedor que todos los demás salones. Era el lugar donde los zares trabajaban o recibían a los emisarios en el más absoluto secreto. Maxim Rudin estaba allí de pie, mirando a través de la ventana. Al entrar Munro, se volvió.
—Bueno, míster Munro, tengo entendido que nos deja.
Habían pasado veintisiete días desde que Munro le había visto por primera vez, en bata y sorbiendo un vaso de leche, en sus habitaciones personales del Arsenal. Ahora llevaba un traje gris oscuro, magníficamente cortado, seguramente en Savile Road, Londres, y lucía en la solapa izquierda las medallas de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética. Un atuendo más adecuado para estar en el Salón del Trono.
—Sí, señor presidente —afirmó Munro.
Maxim Rudin miró su reloj.
—Dentro de diez minutos, seré el señor ex presidente —observó—. Dimito oficialmente a medianoche. Supongo que usted se retira también, ¿eh?
«El viejo zorro sabe perfectamente que tiré mi disfraz la noche que me reuní con él —pensó Munro—, y que también yo tengo que retirarme.»
—Sí, señor presidente. Mañana volveré a Londres y pediré el retiro.
Rudin no se acercó a él ni le tendió la mano. Permaneció en pie al otro lado del salón, precisamente donde antaño se erguían los zares, en el salón que representaba el pináculo del Imperio ruso, y saludó con la cabeza.
—Entonces, debo desearle un buen viaje, míster Munro. Agitó una campanilla de ónice que había sobre la mesa, y la puerta se abrió detrás de Munro.
—Adiós, señor —se despidió Munro.
Y se volvía para salir, cuando Rudin habló de nuevo.
—Dígame, míster Munro, ¿qué opina usted de nuestra Plaza Roja?
Munro se detuvo, intrigado. Era una extraña pregunta, después de una despedida. Pensó un momento y respondió, cautelosamente:
—Que es imponente.
—Imponente, sí —admitió Rudin, como sopesando la palabra—. Tal vez no tan elegante como su Berkeley Square, pero, en ocasiones, también se oye cantar aquí a el Ruiseñor.
Munro se quedó tan inmóvil como los santos pintados en el techo. Le dio un vuelco el estómago y se sintió mareado. La habían detenido, y ella, incapaz de resistir, se lo había contado todo; incluso su nombre en clave y la vieja canción sobre el ruiseñor de Berkeley Square.
—¿La van a fusilar? —preguntó, con voz ronca.
Rudin pareció auténticamente sorprendido.
—¿Fusilarla? ¿Por qué habríamos de hacerlo?
Entonces, serían los campos de trabajo, la muerte en vida, para la mujer que amaba y con la que había estado a punto de casarse en su Escocia natal.
—Entonces, ¿qué le harán?
El viejo ruso arqueó las cejas, con fingida sorpresa.
—¿Hacerle? Nada. Es una mujer leal, una patriota. Y le aprecia mucho a usted, joven. No está enamorada, compréndalo, pero le aprecia de veras…
—No lo entiendo —repuso Munro—. ¿Cómo lo sabe usted?
—Ella me pidió que se lo dijese —respondió Rudin—. No será un ama de casa en Edimburgo. No será mistress Munro. No podrá volver a verle… nunca. Pero no quiere que usted se preocupe por ella, que tema por ella. Está bien, tendrá privilegios y honores en su propio pueblo. Y me pidió que le dijese que no debe inquietarse.
La comprensión que empezaba a abrirse paso en su mente era casi tan perturbadora como el miedo. Munro miró fijamente a Rudin, mientras se extinguía su incredulidad.
—Era suya —dijo, con voz apagada—. Siempre fue suya; desde nuestro primer encuentro en el bosque, exactamente después de que Vishnayev hubiese resuelto hacer la guerra en Europa. Trabajaba para usted…
El viejo zorro del Kremlin se encogió de hombros.
—Míster Munro —gruñó—, ¿de qué otra manera podía hacer llegar mi mensaje al presidente Matthews, con la absoluta certeza de que sería creído?
El impasible comandante de fría mirada se acercó a él; Munro salió del Salón del Trono, y la puerta se cerró a su espalda. Cinco minutos más tarde, salía a pie a la Plaza Roja, por la pequeña puerta de la verja del Salvador. Los maestros de ceremonias estaban ya ensayando el desfile del Primero de Mayo. El reloj, en lo alto, dio las campanadas de la medianoche.
Munro torció a la izquierda, en dirección al «Hotel Nacional», para buscar un taxi. Había andado cien metros y pasaba por delante del mausoleo de Lenin cuando, para sorpresa e indignación de un miliciano, lanzó una carcajada.
F I N