De 16.00 a 20.00
Frente a la costa del sur de Haifa, el pequeño Dominie viró por última vez y empezó a descender en línea recta hacia la pista principal del aeropuerto Ben Gurión, tierra adentro cerca de Tel-Aviv.
Aterrizó exactamente después de cuatro horas y media de vuelo, a las 4.15, hora europea. Eran las 6.15 en Israel.
En el Ben Gurión, la terraza superior del edificio destinado a los pasajeros estaba llena de curiosos, sorprendidos de tener libre acceso al espectáculo en un país obsesionado por las medidas de seguridad.
A pesar de la exigencia de los terroristas del Freya de que no hubiese policías presentes, la rama especial israelí estaba allí. Algunos de sus miembros llevaban uniforme del personal de «El Al»; otros vendían refrescos, o barrían el vestíbulo, o se hacían pasar por taxistas. El detective inspector Avram Hirsh estaba en la camioneta de reparto de un periódico, sin hacer nada con los montones de diarios de la tarde que podían estar o no estar destinados al quiosco del vestíbulo principal.
Después de aterrizar, el avión de la Royal Air Force fue conducido por un jeep del control de tierra a la zona asfaltada de delante de la terminal de pasajeros. Aquí esperaba un grupito de funcionarios, para hacerse cargo de los dos pasajeros de Berlín.
No lejos de allí estaba también aparcado un reactor de «El Al», desde cuyas ventanillas dos hombres provistos de gemelos observaban entre las aberturas de las cortinillas las caras de los que se hallaban en la terraza. Cada uno de ellos tenía un walkie-talkie en la mano.
Miroslav Kaminsky se encontraba entre los varios cientos de personas de la terraza, confundido entre los inocentes curiosos.
Uno de los funcionarios israelíes subió la escalerilla del Dominie penetró en el interior de éste. Volvió a salir al cabo de dos minutos, seguido de David Lazareff y Lev Mishkin. Dos jóvenes entusiastas de la Liga de Defensa judía, que estaban en la terraza, desplegaron una pancarta que llevaban escondida debajo de sus chaquetas. En ella se leía simplemente: «Bien venidos», y estaba escrita en hebreo. También empezaron a aplaudir, hasta que varios de sus vecinos les impusieron silencio.
Mishkin y Lazareff levantaron la cabeza para mirar a la gente de la terraza, mientras eran conducidos por delante de la estación terminal, precedidos por un grupo de funcionarios y seguidos de dos policías uniformados. Varios curiosos agitaron la mano: la mayoría observó en silencio.
Desde el interior del avión de pasajeros aparcado, los hombres de la rama especial seguían observando, en busca de alguna señal de reconocimiento, por parte de los refugiados de algunos de los que estaban detrás de la barandilla.
Lev Mishkin fue el primero que vio a Kaminsky y, torciendo la boca, murmuró rápidamente algo en ucraniano. Su acción fue captada inmediatamente por un micrófono enfocado a la pareja desde una furgoneta situada a cien metros de distancia. El hombre que dirigía aquel micrófono, parecido a un rifle, no distinguió la frase; pero sí que la entendió su compañero, provisto de auriculares. Este había sido elegido precisamente porque conocía el ucraniano. Murmuró, a través del walkie-talkie:
—Mishkin acaba de hacer una observación a Lazareff. Ha dicho: «Ahí está, cerca del final de la terraza; es el de la corbata azul.»
Dentro del avión aparcado, los dos observadores enfocaron sus gemelos al final de la terraza. Entre ellos y la estación terminal, el grupo de funcionarios continuaba su solemne desfile ante los curiosos.
Mishkin desvió la mirada, después de localizar a su colega ucraniano. Lazareff paseó la suya por la hilera de caras de la terraza, descubrió a Miroslav Kaminsky y le hizo un guiño. Era cuanto necesitaba Kaminsky los presos no habían sido suplantados.
Uno de los que estaban detrás de las cortinillas del avión dijo: «Le tenemos», y empezó a hablar por su radio manual:
—Estatura mediana, poco más de treinta años, cabellos castaños, ojos castaños, viste pantalón azul, chaqueta deportiva de tweed y corbata azul. Es el séptimo u octavo empezando desde el extremo de la terraza, en dirección a la torre de control.
Mishkin y Lazareff desaparecieron en el interior del edificio. La muchedumbre de la terraza, terminado el espectáculo, empezó a dispersarse. Bajó la escalera hacia el gran vestíbulo. Al pie de aquella, un hombre de cabellos grises barría las colillas del suelo y las metía en un cubo. Al pasar la gente delante de él, descubrió a un hombre con chaqueta de tweed y corbata azul. Y siguió barriendo, mientras el hombre cruzaba el vestíbulo.
Después, el barrendero metió la mano en su cubo, sacó una cajita cuadrada, de color negro, y murmuró:
—El sospechoso se dirige a pie a la puerta de salida número cinco.
Delante del edificio, Avram Hirsh levantó un paquete de periódicos de la tarde de la caja de su camioneta y lo lanzó a una carretilla manejada por un colega suyo. El hombre de la corbata azul pasó a pocos palmos de él, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, se dirigió a un coche de alquiler que estaba allí aparcado y subió a él.
El detective inspector Hirsch cerró la puerta trasera de su camioneta, se dirigió a la portezuela correspondiente al pasajero y saltó al asiento correspondiente.
—El «Volkswagen Golf» de allí, en el aparcamiento —indicó al conductor, que era el agente detective Bentsur.
Cuando el coche de alquiler salió del aparcamiento, en dirección a la salida principal del aeropuerto, la camioneta le siguió a doscientos metros de distancia.
Diez minutos más tarde, Avram Hirsch avisó a los otros coches de la Policía que le seguían:
—El sospechoso entra en el aparcamiento del «Hotel Avia».
Miroslav Kaminsky tenía la llave de su habitación en el bolsillo. Cruzó rápidamente el vestíbulo y tomó el ascensor hasta el sexto piso, donde estaba su habitación. Sentándose en el borde de la cama, descolgó el teléfono y pidió línea. Se la dieron y empezó a marcar el número.
—Ha pedido línea —informó la telefonista al inspector Kirsch, que estaba a su lado.
—¿Puede averiguar el número que está marcando?
—No; el teléfono es automático para las llamadas locales.
—¡Maldita sea! —exclamó Hirsch—. ¡Vamos!
El y el detective Bentsur corrieron hacia el ascensor.
El teléfono de la oficina de la BBC en Jerusalén respondió al tercer timbrazo.
—¿Habla usted inglés? —preguntó Kaminsky.
—Desde luego —afirmó la secretaria israelí desde el otro extremo de la línea.
—Entonces, escuche —dijo Kaminsky—. Sólo lo diré una vez. Para que el superpetrolero Freya sea liberado sin el menor daño, el primer párrafo del noticiario de las seis del servicio mundial de la BBC, hora europea, debe incluir la frase: «No hay alternativa.» Si no se incluye esta frase en la primera noticia de la emisión, el barco será destruido. ¿Lo ha entendido bien?
Se hizo una pausa de varios segundos, mientras la joven secretaria del corresponsal en Jerusalén tomaba unas rápidas notas en un bloc.
—Sí, creo que sí. ¿Quién es? —preguntó.
Ante la puerta de la habitación del «Avia», dos hombres se reunieron con Avram Hirsch. Uno de ellos llevaba una escopeta de cañón corto. Ambos vestían uniforme del personal del aeropuerto. Hirsch llevaba todavía el uniforme de la compañía distribuidora de periódicos: pantalón verde, blusa verde y gorro verde. Escuchó en la puerta hasta que oyó el chasquido del teléfono al ser colgado el aparato. Después, se echó hacia atrás, sacó su revólver reglamentario e hizo una señal con la cabeza al hombre de la escopeta. Este apuntó cuidadosamente a la cerradura, disparó, y todo el conjunto metálico se desprendió de la madera. Avram Hirsch saltó delante de él, dio tres pasos en la estancia, se agachó, sosteniendo la pistola con ambas manos, apuntó al blanco y dio el alto al ocupante de la habitación.
Hirsch era un sabra, nacido en Israel hacía treinta y cuatro años, hijo de dos inmigrantes que habían sobrevivido a los campos de la muerte del Tercer Reich. Durante su infancia sólo se hablaba en su casa yiddish o ruso, pues tanto su padre como su madre eran judíos rusos.
Supuso que el hombre que tenía delante era también ruso, pues no tenía ningún motivo para pensar lo contrario. Por consiguiente, le dijo en ruso:
—Stoi…
Su voz retumbó en la pequeña habitación.
Miroslav Kaminsky estaba en pie junto a la cama, con la guía telefónica en la mano. Cuando se abrió de golpe la puerta, dejó caer la guía al suelo, y ésta se cerró, impidiendo que cualquier investigador pudiese ver la página en la que había estado abierta y averiguar el número al que había llamado.
Al oír aquel grito, no vio la habitación de un hotel de las afueras de TelAviv; vio una pequeña casa de campo al pie de los Cárpatos y volvió a oír los gritos de unos hombres de verde uniforme que asaltaban el refugio de su grupo. Miró a Avram Hirsch, vio el gorro y el uniforme verdes y se acercó a la ventana abierta.
Volvía a oírles, corriendo tras él entre los arbustos y gritando sin parar: Stoi… Stoi… Stoi… Lo único que podía hacer era correr, correr como un zorro perseguido por los sabuesos, salir por la puerta de atrás de la casa de campo y meterse en la espesura.
Retrocedió de espaldas, cruzó la puerta cristalera de la pequeña galería y, al dar con la rabadilla en la baja baranda, salió despedido por encima de ésta. Al chocar contra el suelo del aparcamiento, después de un salto de quince metros, se rompió la espina dorsal, la pelvis y el cráneo. Avram Hirsch se asomó a la barandilla, miró el cuerpo destrozado y preguntó al agente Bentsur:
—¿Por qué diablos tenía que hacerlo?
El avión de servicio que había traído a los dos especialistas de Inglaterra a Gatow la tarde anterior, emprendió el regreso hacia el Oeste poco después de despegar el Dominie con rumbo a TelAviv. Adam Munro subió a él y, haciendo uso de la autoridad que le había conferido el Gobierno, ordenó que le dejasen en Amsterdam, antes de llegar a Inglaterra.
También se había asegurado de que el helicóptero «Wessex» del Argyll le esperase en Schipol. Eran las cuatro y media cuando el «Wessex» se posó sobre la cubierta de popa del crucero. El oficial que recibió a Munro a bordo observó su aspecto con visible desaprobación, pero le condujo hasta el capitán Preston.
Lo único que sabía éste era que su visitante pertenecía al Foreign Office y había estado en Berlín supervisando la partida de los secuestradores hacia Israel.
—¿Quiere lavarse y asearse un poco? —le preguntó.
—Con mucho gusto —aceptó Munro—. ¿Alguna noticia del Dominie?
—Ha aterrizado hace quince minutos en Ben Gurión —respondió el capitán Preston—. Haré que mi camarero le planche el traje, y estoy seguro de que encontraremos una camisa a su medida.
—Preferiría un suéter grueso —repuso Munro—. Aquí hace mucho frío.
—Sí, y eso puede ser un problema para nosotros —dijo el capitán Preston—. Hay una ola de aire frío procedente de Noruega. Puede que esta tarde tengamos niebla.
Y, en efecto, poco después de das cinco se levantó una espesa niebla, al llegar el aire frío del Norte, después de la ola de calor, y establecer contacto con la tierra y el mar caldeados.
Cuando Adam Munro se hubo lavado y afeitado y puesto un suéter blanco de marino y unos pantalones negros de sarga, volvió a reunirse con el capitán Preston en el puente. La niebla se espesaba cada vez más.
—¡Maldita sea! —exclamó Preston—. Parece que todo se pone a favor de esos terroristas.
A las cinco y media, la niebla había ocultado totalmente al Freya y envolvía los buques de guerra, que no podían verse entre ellos, salvo por medio del radar. El Nimrod podía observarlos a todos, y al Freya, en su radar, y seguía volando en aire despejado a tres mil metros de altura. Pero el mar había desaparecido bajo lo que parecía una manta de lana gris. Justo después de las cinco, la corriente cambió de nuevo hacia el Nordeste, arrastrando la mancha de petróleo entre el Freya y la costa holandesa.
El corresponsal de la BBC en Jerusalén era un hombre de gran experiencia en la capital israelí y tenía muchas y buenas relaciones. En cuanto se enteró de la llamada telefónica recibida por su secretaría, llamó a un amigo suyo del servicio de seguridad.
—Este es el mensaje —le dijo—, y voy a enviarlo seguidamente a Londres. Pero no tengo la menor idea sobre la persona que telefoneó.
Su interlocutor rió entre dientes.
—Envíe el mensaje —dijo—. En cuanto al hombre del teléfono, sabemos quién es. Gracias.
Muy poco después de las cuatro y media llegó al Freya la noticia radiada de que Mishkin y Lazareff habían aterrizado en el aeropuerto Ben Gurión.
Andrew Drake se echó atrás en su silla y lanzó una exclamación.
—¡Lo hemos conseguido! —gritó a Thor Larsen—. ¡Están en Israel!
Larsen asintió lentamente con la cabeza. Trataba de no pensar en el continuo dolor de su mano herida.
—Le felicito —dijo, sarcásticamente—. Tal vez ahora podrán abandonar mi barco e irse al diablo.
Sonó el teléfono del puente. Hubo un rápido intercambio de frases en ucraniano, y Larsen oyó que el que llamaba lanzaba un grito de júbilo.
—Más pronto de lo que usted se imagina —dijo a Larsen—. El vigía de la chimenea dice que un grueso banco de niebla avanza desde el Norte hacia esta zona. Con un poco de suerte, ni siquiera tendremos que esperar a que anochezca. La niebla será aún mejor para nuestros fines. Lo único que lamento es que cuando nos marchemos, tendré que esposarle y sujetarle a la pata de la mesa. Pero la Marina le liberará al cabo de un par de horas.
El noticiario radiofónico de las cinco incluyó un despacho de Tel-Aviv en el sentido de que se habían cumplido las condiciones impuestas por los secuestradores en lo referente a la recepción de Mishkin y Lazareff en el aeropuerto Ben Gurión. Ahora, el Gobierno israelí mantendría bajo custodia a los dos hombres llegados de Berlín, hasta que el Freya fuese abandonado sin mayores perjuicios. En el caso de que no se hiciese así, el Gobierno israelí consideraría nulo su compromiso y enviaría de nuevo a la cárcel a Mishkin y Lazareff.
En el camarote de día del Freya, Drake se echó a reír.
—No tendrán necesidad de hacerlo —dijo a Larsen—. Ahora, ya no importa lo que me suceda a mí. Dentro de veinticuatro horas, esos dos hombres celebrarán una conferencia de Prensa internacional. Y, cuando lo hagan, capitán Larsen, cuando lo hagan, descargarán un golpe como nunca se haya visto contra las murallas del Kremlin.
Larsen observó a través de la ventana cómo se hacía la niebla más espesa a cada instante.
—Los comandos pueden ampararse en esa niebla para tomar el Freya por asalto —dijo—. Sus faros no servirían ya de nada. Dentro de pocos minutos no podrán ver las burbujas que los hombres rana produzcan en el agua.
—Eso ya no importa —replicó Drake—. Nada importa ahora. Salvo que Mishkin y Lazareff tengan su oportunidad de hablar. Por eso se ha hecho todo. Y por eso ha valido la pena todo lo que hemos hecho.
Los dos judíos ucranianos habían sido llevados en una furgoneta de la Policía, desde el aeropuerto Ben Gurión a la jefatura superior de Policía de Tel-Aviv, y encerrados en celdas separadas. El primer ministro, Golen, estaba dispuesto a cumplir su parte en el trato: liberar a los dos hombres, a cambio de la salvación del Freya, de su tripulación y de su carga. Pero no consentiría que el desconocido Svoboda le hiciese ninguna jugarreta.
Para Mishkin y Lazareff, era la tercera celda que ocupaban en un día; pero ambos sabían que sería la última. Al despedirse en el pasillo, Mishkin hizo un guiño a su amigo y le gritó en ucraniano:
—No estaremos en Jerusalén el año próximo: estaremos allí mañana.
En una oficina del piso alto, el superintendente jefe del lugar hizo una llamada telefónica de rutina al médico de la Policía, para que reconociese a los dos recién llegados, y el médico prometió acudir inmediatamente. Eran las siete y media, hora de Tel-Aviv.
Los últimos treinta minutos antes de las seis transcurrieron en el Freya con lentitud de caracol. En el camarote de día, Drake había sintonizado su radio con el servicio mundial de la BBC y esperaba con impaciencia el noticiario de las seis.
Azamat Krim, ayudado por tres de sus compañeros, bajó una cuerda desde la borda del petrolero hasta la sólida barca de pesca que se balanceaba junto al casco del buque desde hacía dos días y medio. Una vez estuvieron los cuatro en la parte descubierta de la barca, empezaron los preparativos para que el grupo pudiese abandonar el Freya.
A las seis sonaron las campanadas en el Big Ben de Londres y empezó la emisión del noticiario de la tarde.
«Habla el servicio mundial de la BBC. Son las seis de la tarde en Londres, y éstas son las noticias que les ofrece Peter Chalmers.»
Cambió la voz. En el cuarto de oficiales del Argyll, el capitán Preston y la mayoría de sus oficiales, agrupados alrededor de la radio, escucharon al locutor. El capitán Mike Manning hizo lo propio en el USS Moran, y la misma emisión fue escuchada en Downing Street, en La Haya, en Washington, en París, en Bruselas, en Bonn y en Jerusalén. En el Freya, Andrew Drake permanecía inmóvil, observando la radio sin pestañear.
«Hoy, en Jerusalén, el primer ministro, Benyamin Golen, ha manifestado que, habiendo llegado de Berlín Oeste los dos presos, David Lazareff y Lev Mishkin, no tiene más alternativa que cumplir su compromiso de poner en libertad a los dos hombres, siempre que el superpetrolero Freya sea liberado, con su tripulación sana y salva…»
—No tiene más alternativa —gritó Drake—. Esta es la frase. Miroslav lo ha hecho.
—Ha hecho, ¿qué? —preguntó Larsen.
—Los ha reconocido. Son ellos. No hay ninguna suplantación.
Se recostó en su silla y lanzó un profundo suspiro.
—Todo ha terminado, capitán Larsen. Le alegrará saber que nos marchamos.
En el armario personal del capitán había un par de esposas, con sus llaves, para el caso de tener que sujetar a alguien a bordo. Se habían dado casos de locura en el mar. Drake puso una de las esposas en la muñeca derecha de Larsen y la cerró. Sujetó la otra a la pata de la mesa. La mesa estaba atornillada al suelo. Drake se detuvo en el umbral de la puerta y dejó las llaves de las esposas sobre un estante.
—Adiós, capitán Larsen. Tal vez no lo crea usted, pero lamento haber tenido que derramar ese petróleo. Nunca habría ocurrido, si esos imbéciles no hubieran tratado de engañarme. También lamento lo de su mano, que igualmente se habría podido evitar. No volveremos a vernos; por consiguiente, le digo adiós.
Cerró la puerta del camarote con llave, bajó corriendo los tres tramos de escalera hasta la cubierta «A» y salió al exterior, donde estaban agrupados sus hombres. Llevaba su radio de transistores.
—¿Todo listo? —preguntó a Azamat Krim.
—Todo listo —respondió el tártaro de Crimea.
—¿Todo en orden? —preguntó Drake al ucranianoamericano que era experto en embarcaciones pequeñas.
El hombre asintió con la cabeza y respondió:
—Todos los sistemas funcionan.
Drake miró su reloj. Eran las seis y veinte minutos.
—Muy bien. A las seis cuarenta y cinco, Azamat tocará la sirena, y la barca y el primer grupo saldrán al mismo tiempo. Azamat y yo saldremos diez minutos más tarde. En cuanto lleguéis a la costa holandesa, debéis separaros, actuando cada cual por su cuenta.
Miró por encima de la borda. Junto a la barca de pesca, dos botes rápidos hinchables, «Zodiac», oscilaban sobre el mar brumoso. Ambos habían sido sacados de la barca e hinchados en la última hora. Una de ellas era del modelo de cuatro metros y cuarto, y tenía capacidad para cinco hombres. En la más pequeña, de tres metros, podían ir cómodamente dos. Con los motores fuera borda de cuarenta caballos, podían alcanzar una velocidad de treinta y cinco nudos en un mar en calma.
—Ahora ya no tardarán —dijo el comandante Simon Fallon, de pie junto a la borda de proa de la Cutlass.
Las tres lanchas rápidas de patrulla, hasta entonces invisibles desde el Freya, habían sido apartadas del costado occidental del Argyll y estaban ahora amarradas debajo de la popa, con las proas apuntando al lugar donde se hallaba el Freya, envuelto en la niebla, a cinco millas de distancia.
Los hombres del SBS se habían repartido a razón de cuatro por cada lancha, y todos iban armados de fusiles ametralladores, granadas de mano y cuchillos. Una de las lanchas, la Sabre, llevaba también a bordo cuatro expertos en explosivos de la Royal Navy, y sería la que se dirigiría al Freya para liberarlo, en cuanto el Nimrod que sobrevolaba el lugar anunciase que la barca de los terroristas se había apartado del superpetrolero y alcanzado una distancia superior a las tres millas. La Cutlass y la Scimitar perseguirían a los terroristas y les darían caza, antes de que pudiesen perderse en el laberinto de islotes y caletas de la costa holandesa al sur del Mosa.
El comandante Fallon estaría al mando del grupo de persecución de la Cutlass. A su lado, y para disgusto suyo, estaba el hombre del Foreign Office, míster Munro.
—Resguárdese bien cuando nos acerquemos a ellos —le dijo Fallon—. Sabemos que tienen metralletas y pistolas, y tal vez algo más. Personalmente, no comprendo por qué se empeña en venir.
—Digamos que siento un interés personal por esos bastardos —dijo Munro— y, en particular, por míster Svoboda.
—¡También yo! —gruñó Fallon—. Y Svoboda es mío.
A bordo del USS Moran, Mike Manning había oído la noticia de la llegada de Mishkin y Lazareff a Israel, sanos y salvos, y se había sentido tan satisfecho como Drake en el Freya. Para él, como para Thor Larsen, era el fin de una pesadilla. Ya no tendría que bombardear el Freya. Lo único que sentía era que las lanchas rápidas de la Royal Navy tendrían el placer de perseguir a los terroristas, cuando éstos emprendiesen la huida. La angustia que había sentido Manning durante un día y medio se había convertido ahora en ira.
—Me gustaría echarle la zarpa a ese Svoboda —confesó el comandante Olsen—. ¡Con qué satisfacción le retorcería el cuello!
Como en el Argyll, las pantallas de radar del Brunner, del Breda y del Montcalm, barrieron el océano en busca de señales de que la barca de pesca se alejaba del costado del Freya. Pasadas las seis y cuarto, no había aún ninguna señal.
El cañón de proa del Moran, todavía cargado, giró en su torre blindada, dejando de apuntar al Freya y haciéndolo a un lugar vacío, a tres millas al sur de aquél.
A las ocho y diez, hora de TelAviv, Lev Mishkin estaba de pie en su celda subterránea cuando sintió un dolor en el pecho. Algo duro como una piedra parecía crecer rápidamente en su interior. Abrió la boca para gritar, pero se le cortó el aliento. Se dobló hacia delante, cayó de bruces y expiró sobre el suelo de la celda.
Delante de la puerta de la celda había un policía israelí de guardia permanente, con instrucciones de mirar al interior al menos cada dos o tres minutos. Menos de sesenta segundos después de la muerte de Mishkin, aplicó un ojo a la mirilla. Lo que vio le hizo lanzar un grito de espanto y meter frenéticamente la llave en la cerradura para abrir la puerta. Un compañero que estaba en el pasillo, más abajo, frente a la puerta de Lazareff, oyó el grito y corrió en su ayuda. Entraron juntos en la celda de Mishkin y se inclinaron sobre la postrada figura.
—Está muerto —farfulló uno de los dos.
El otro salió corriendo al pasillo y pulsó el timbre de alarma. Después, corrieron a la celda de Lazareff y penetraron en ella.
El segundo preso estaba doblado sobre la cama, apretados los brazos sobre el cuerpo, en un paroxismo de dolor.
—¿Qué le pasa? —gritó uno de los guardias.
Pero lo dijo en hebreo, idioma que Lazareff no comprendía. El moribundo logró pronunciar cuatro palabras en ruso. Ambos guardias las oyeron claramente y pudieron más tarde repetir la frase a unos oficiales que lograron traducirla:
—Jefe… de… KGB… muerto.
Fue todo lo que dijo. Su boca dejó de moverse, y el hombre yació de costado sobre la litera, fija su mirada ciega en el uniforme azul que tenía delante.
El timbre de alarma hizo que acudiesen el superintendente jefe, una docena de oficiales destinados allí y el médico, que había estado tomando café en el despacho del jefe de Policía.
El doctor reconoció rápidamente a los dos hombres, observando su boca, su cuello y sus ojos, tomándoles el pulso y auscultando su pecho. Terminado su trabajo, salió de la segunda celda. El superintendente le siguió al pasillo; estaba terriblemente preocupado.
—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó al médico.
—Más tarde les haré la autopsia —dijo el doctor—, si no la encargan a otro. En cuanto a lo que ha pasado, puedo asegurar que han sido envenenados.
—Pero no han comido nada —protestó el policía—. Ni han bebido nada. Precisamente iban a servirles la cena. ¿Puede haber sido en el aeropuerto…, en el avión…?
—No —respondió el médico—. Un veneno de acción lenta no habría surtido efecto con tanta rapidez y simultáneamente. Los sistemas corporales varían demasiado. O bien se envenenaron ellos mismos, o bien se les administró una fuerte dosis de veneno instantáneo, que muy bien pudiera ser cianuro potásico, cinco o diez segundos antes de su muerte.
—Eso es imposible —gritó el jefe de Policía—. Mis hombres estuvieron delante de las celdas en todo momento. Ambos presos fueron cacheados y registrados antes de entrar en ellas. Se les examinó la boca, el ano, todo. No llevaban cápsulas de veneno escondidas. Además, ¿por qué tenían que suicidarse? Acababan de conseguir la libertad.
—No lo sé —respondió el médico—, pero ambos murieron envenenados, con pocos segundos de diferencia.
—Voy a telefonear inmediatamente al despacho del primer ministro —dijo tristemente el superintendente jefe, y salió de su oficina.
El consejero de seguridad personal del primer ministro, como casi todos los demás hombres de Israel, era un ex soldado. Pero el hombre a quien todos los que estaban en un radio de diez kilómetros del Knesset llamaban simplemente Barak no había sido nunca un soldado corriente. Había empezado como paracaidista a las órdenes del comandante Rafael Eytan, el legendario Raful. Después, había sido trasladado y se había convertido en comandante de la distinguida Unidad 101 del general Arik Sharon, donde había permanecido hasta que una bala le había dado en la rótula, un amanecer, durante un asalto a una casa de apartamentos de Beirut donde se alojaban unos palestinos.
Desde entonces se había especializado en el campo más técnico de las operaciones de seguridad, imaginando lo que él habría hecho para matar al primer ministro israelí e invirtiendo los términos, para proteger a su señor. El fue quien recibió la llamada de TelAviv y entró en el despacho donde estaba trabajando Benyamin para darle la noticia.
—¿Dentro de las mismas celdas? —repitió el asombrado primer ministro—. Entonces debieron de tomarse ellos mismos el veneno.
—Yo no lo creo así —negó Barak—. Tenían motivos más que sobrados para desear vivir.
—Entonces, ¿han sido asesinados?
—Así parece, señor primer ministro.
—¿Quién podía desear su muerte?
—La KGB, naturalmente. Uno de ellos murmuró algo sobre la KGB, en ruso. Parece que dijo que el jefe de la KGB quería su muerte.
—Pero ellos no estuvieron en poder de la KGB. Hace doce horas, estaban en la prisión de Moabit. Después, estuvieron ocho horas en manos de los ingleses. Y después, dos horas con nosotros. Mientras han estado en nuestro poder, no han tomado nada; ni comida, ni bebidas; nada. Por consiguiente, ¿cómo han podido absorber un veneno de efecto instantáneo?
Barak se acarició la barbilla, y un destello de comprensión brilló en sus ojos.
—Hay una manera, señor primer ministro. Una cápsula de acción retardada.
Cogió una hoja de papel y trazó un diagrama.
—Es posible proyectar y confeccionar una cápsula como ésta. Se compone de dos mitades; una de ellas está surcada de manera que puede enroscarse en la otra mitad antes de que la víctima la trague.
El primer ministro contempló el diagrama con creciente furor.
—Prosiga —ordenó.
—Una mitad de la cápsula es de una sustancia cerámica, tan inmune a los efectos de los jugos gástricos del cuerpo humano como a los del ácido mucho más fuerte que lleva en su interior. Además, es lo bastante resistente como para no romperse por la acción de los músculos de la garganta al tragarla.
»La otra mitad es de un compuesto plástico, lo bastante fuerte como para resistir los jugos gástricos, pero no el ácido que lleva dentro. En esta segunda porción está el cianuro. Entre ambas mitades, hay una laminilla de cobre. Al juntarse las dos porciones, el ácido empieza a corroer aquella laminilla. La víctima traga la cápsula. Varias horas más tarde, según el grueso del cobre, el ácido lo ha quemado y pasa a través de la lámina. Es el mismo principio que se emplea en ciertos tipos de detonadores a base de ácido.
»Cuando el ácido atraviesa la laminilla de cobre, destruye rápidamente la cubierta de plástico de la segunda cámara, y el cianuro pasa al cuerpo de la víctima. Creo que este efecto puede retrasarse hasta diez horas, momento en que la cápsula indigestible ha llegado al intestino grueso. En cuanto sale el veneno, la sangre lo absorbe rápidamente y lo envía al corazón.
Barak había visto al primer ministro irritado, e incluso furioso, en otras ocasiones. Pero nunca pálido y tembloroso de ira como ahora.
—Conque me han enviado dos hombres con cápsulas de veneno dentro del cuerpo —susurró— dos bombas de relojería ambulantes, programadas para estallar cuando llegasen a nuestras manos, ¿eh? Israel no será acusado de este crimen. Publique inmediatamente la noticia de estas muertes. En seguida, ¿ha comprendido? Y diga que se está realizando, ahora mismo, un examen patológico. Es una orden.
—Si los terroristas no han abandonado aún el Freya —observó Barak, esta noticia podría hacerles cambiar de idea.
—Los responsables del envenenamiento de Mishkin y Lazareff habrían tenido que prevenirlo —gritó el primer ministro Golen—. Por poco que retrasásemos el anuncio, Israel sería acusado de haberles asesinado. Y esto no puedo consentirlo.
La niebla no se levantaba; antes al contrario, se espesaba más y más. Cubría el mar desde la costa de East Anglia hasta las Walcherens. Envolvía a la flotilla de embarcaciones dispersas, que se resguardaban al oeste de los buques de guerra, y a los propios barcos de la Armada. Formaba remolinos alrededor de la Cutlass, la Sabre y la Scimitar, que esperaban bajo la popa del Argyll, con los motores zumbando suavemente, dispuestas a lanzarse en persecución de su presa. Y también cubría con un sudario al mayor petrolero del mundo, anclado entre los barcos de guerra y la costa holandesa.
A las seis y cuarenta y cinco minutos, todos los terroristas, menos dos, bajaron al mayor de los botes rápidos hinchables. Uno de los dos que se habían quedado, el ucranianoamericano, saltó a la vieja barca de pesca que les había traído hasta allí, y miró hacia arriba.
Desde la borda, Andrew Drake asintió con la cabeza. El hombre apretó el botón de puesta en marcha, y el sólido motor tosió y se animó. La proa de la barca apuntaba hacia el Oeste, y el timón estaba sujeto con una cuerda para mantener el rumbo.
El terrorista aceleró gradualmente el motor, conservando la marcha en punto muerto.
Oídos atentos, humanos y electrónicos, captaron el ruido del motor por encima del agua; inmediatamente se cruzaron órdenes y preguntas entre los barcos de guerra, y entre el Argyll y el Nimrod, que seguía evolucionando en lo alto. El piloto del avión de reconocimiento consultó su pantalla de radar, pero no descubrió el menor movimiento en el mar que se extendía debajo de él.
Drake habló rápidamente a través de su radio manual, y Azamat Krim, que estaba en el puente, apretó el botón de la sirena del Freya.
El aire se llenó de ruido estruendoso, al romper la sirena el silencio de la niebla y del mar en calma.
En el puente del Argyll, el capitán Preston gruñó, impaciente.
—Están tratando de ahogar el ruido del motor de la barca —observó—. No importa; la captaremos con el radar en cuanto se separe del costado del Freya.
Segundos después, el terrorista que estaba en la barca puso la marcha «adelante», y la embarcación de pesca, con el motor funcionando a muchas revoluciones, arrancó violentamente y se apartó de la popa del Freya. El terrorista dio un salto, agarró la cuerda que pendía encima de él, levantó los pies y dejó que la barca vacía se deslizase por debajo de su cuerpo. A los dos segundos, aquella se había perdido de vista, en dirección a los buques de guerra que esperaban al Oeste.
El terrorista se balanceó en el extremo de la cuerda y, después, descendió al bote rápido donde le aguardaban sus cuatro compañeros. Uno de éstos tiró de la correa del motor; el fuera borda tosió y rugió; los cinco hombres se agarraron a los asideros y el timonel aceleró. El motor se sumergió en el agua y el bote hinchable se separó de la popa del Freya, alzó el morro desafiador y empezó a surcar el mar en calma, en dirección a la costa de Holanda.
El operador de radar del Nimrod descubrió inmediatamente el casco de acero de la barca de pesca; en cambio, el bote rápido de goma no dio ninguna señal.
—La barca se ha puesto en marcha —transmitió a los del Argyll—. ¡Caray! Avanza directamente hacia ustedes.
El capitán Preston miró la pantalla del radar en el puente de su barco.
—Los tengo —dijo, y observó el puntito que se alejaba de la gran mancha blanca producida por el Freya.
—Es verdad —añadió—. Viene directamente hacia nosotros. ¿Qué diablos pretenderán hacer?
Vacía y a toda marcha, la barca de pesca navegaba a una velocidad de quince nudos. Dentro de veinte minutos, estaría entre los buques de guerra, pasaría entre ellos y llegaría hasta la flotilla que estaba detrás.
—Deben de pensar que podrán deslizarse a través de la barrera de nuestros barcos de guerra y perderse después entre los remolcadores, al amparo de la niebla —sugirió el primer oficial, que estaba al lado del capitán Preston—. ¿Y si enviamos la Cutlass a cortarles el paso?
—No voy a poner en peligro a unos buenos soldados, por mucho empeño que tenga el comandante Fallon en entablar su lucha personal —dijo Preston—. Esos bastardos han matado ya a un marinero del Freya, y las órdenes del Almirantazgo son concretas. Hay que emplear los cañones.
La operación a bordo del Argyll fue muy sencilla, fruto de una larga práctica. Se pidió cortésmente a los otros cuatro buques de guerra de la OTAN que no abriesen fuego y dejasen la tarea a cargo del Argyll. Sus cañones de proa y de popa, de cinco pulgadas, giraron suavemente, apuntaron al blanco y dispararon.
Incluso a una distancia de tres millas, el blanco era muy pequeño. En todo caso, se salvó de la primera andanada, aunque los proyectiles hicieron brotar muchos surtidores a su alrededor. Esto no significaba ningún espectáculo para los observadores del Argyll, ni para los hombres agazapados en las tres lanchas rápidas que estaban junto a él. Pasara lo que pasara, la niebla lo hacía invisible; sólo el radar podía ver dónde caían las granadas, y la barca que saltaba sobre las revueltas aguas. Sin embargo, el radar no podía decir a sus dueños que no había nadie empuñando el timón, ni nadie que, temeroso, tratase de refugiarse en la popa.
Andrew Drake y Azamat Krim permanecían sentados en silencio en su bote rápido para dos personas, junto al Freya, y esperaban. Drake sujetaba la cuerda que pendía de la borda del superpetrolero. A través de la niebla, ambos oyeron los primeros estampidos sordos de los cañones del Argyll. Drake hizo una señal con la cabeza a Krim, éste puso en marcha el motor fuera borda. Drake soltó la cuerda y el bote hinchable se alejó rápidamente, ligero como una pluma, rozando el agua al aumentar su velocidad, y ahogado el ruido de su motor por el estruendo de la sirena del Freya. Krim miró su muñeca izquierda, a la que había atado una brújula impermeable, y cambió el rumbo unos grados al Sur. Había calculado que, a toda velocidad, tardaría cuarenta y cinco minutos en llegar desde el Freya al laberinto de islas que constituyen Bevelandia del Norte y del Sur.
A las siete menos cinco, la barca de pesca fue alcanzada directamente por la sexta granada del Argyll. El explosivo partió la barca por la mitad levantándola a medias sobre el agua y volviendo la proa y la popa boca abajo. El depósito de carburante estalló y el casco de acero se hundió como una piedra.
—Un impacto directo —informó el oficial artillero desde las entrañas del Argyll, donde él y sus subordinados observaban por radar el desigual duelo—. Se ha hundido.
El punto se desvaneció en la pantalla; la aguja iluminada siguió girando, pero sólo mostró el Freya a cinco millas de distancia. En el puente, cuatro observaban lo mismo, y se hizo un momento de silencio. Para todos ellos, era la primera vez que su barco causaba realmente alguna muerte.
—Que salga la Sabre —ordenó el capitán Preston, sin levantar la voz—. Ahora podrán subir a bordo y rescatar el Freya.
El operador de radar, en la oscura cabina del Nimrod, observó atentamente su pantalla. Podía ver todos los buques de guerra, todos los remolcadores, y el Freya al este de ellos. Pero en un lugar más allá del Freya, oculto a los ojos de los barcos de la Armada por la masa del superpetrolero, un punto diminuto parecía alejarse hacia el Sudeste; era tan pequeño que casi le había pasado inadvertido; no mayor que el que habría podido producir un bidón metálico de tamaño mediano. En realidad, era la cubierta metálica del motor fuera borda de un bote rápido hinchable. Los bidones de metal no pueden desplazarse sobre el océano a treinta nudos por hora.
—Nimrod a Argyll. Nimrod a Argyll…
Los oficiales que estaban en el puente del crucero escucharon, con desazón, la noticia que les dio el avión desde lo alto. Uno de ellos corrió al ala del puente y gritó la información a los marinos de Portland que esperaban en sus lanchas patrulleras.
Dos segundos después, la Cutlass y la Scimitar habían partido, llenando con el rugido de sus motores gemelos diesel la niebla que les rodeaba. Largos plumeros blancos de espuma surgieron de sus proas, que se elevaron más y más, mientras las popas se hundían en la estela y las espirales de bronce batían el agua espumosa.
—¡Malditos sean! —gritó el comandante Fallon al oficial de Marina que estaba a su lado en la pequeña caseta del timón de la Cutlass—. ¿Qué velocidad podemos alcanzar?
—Tal como está el mar, más de cuarenta nudos —le gritó a su vez el marino.
No es bastante, pensó Adam Munro, agarrado con ambas manos a un barrote, mientras la barca saltaba y se encabritaba como un caballo desbocado en la niebla. El Freya estaba todavía a cinco millas de distancia, y el bote de los terroristas, a otras cinco más allá. Aunque le aventajasen en diez nudos, tardarían una hora en alcanzar al bote hinchable que llevaba a Svoboda a lugar seguro, en los recovecos de la costa holandesa donde podría ocultarse fácilmente. Y llegaría allí en cuarenta minutos, tal vez menos.
La Cutlass y la Scimitar navegaban a ciegas, rasgando la niebla en jirones, que volvían a juntarse detrás de ellas. En un mar frecuentado por embarcaciones, habría sido una locura navegar a tal velocidad en condiciones de visibilidad cero. Pero este mar estaba desierto. En la caseta del timón de cada lancha, sus comandantes escuchaban un chorro constante de información enviada por el Nimrod, vía Argyll: su propia posición y la de la otra patrullera; posición del Freya, imposible de ver entre la niebla; posición de la Sabre, muy lejos a su izquierda, dirigiéndose al Freya a menor velocidad; rumbo y velocidad del punto móvil que representaba el medio de huida de Svoboda.
Muy al este del Freya, el bote hinchable con el que Andrew Drake y Azamat Krim buscaban su salvación parecía estar de suerte. Bajo la niebla, el mar se había calmado todavía más, y la lisura del agua les permitía aumentar incluso su velocidad. Casi toda la embarcación estaba fuera del agua, y sólo la hélice del zumbador motor se hundía profundamente bajo la superficie. A poca distancia, visible a pesar de la niebla, Drake pudo observar restos de la estela dejada por sus compañeros, que habían salido diez minutos antes que ellos. Era extraño —pensó— que las huellas permaneciesen tanto rato en la superficie del mar.
En el puente del USS Moran, situado al sur del Freya, el capitán Mike Manning estudiaba también su pantalla de radar. Podía ver el Argyll a lo lejos, hacia el Noroeste, y el Freya al Norte y ligeramente hacia el Este.
Entre ellos la Cutlass y la Scimitar eran visibles, ganando rápidamente distancia. Lejos, hacia el Este, podía distinguir el punto diminuto del bote rápido, un punto tan pequeño que casi se confundía con el fondo lechoso de la pantalla. Pero estaba allí. Manning observó la distancia que separaba al fugitivo de sus perseguidores.
—No le alcanzarán —dijo, y dio una orden a uno de sus oficiales.
El cañón de cinco pulgadas de la proa del Moran giró lentamente hacia la derecha, buscando un blanco en alguna parte entre la niebla.
Un marinero se plantó al lado del capitán Prestan, que seguía absorto en la observación de la persecución a través de la niebla, tal como la mostraba su propio radar. Sabía que sus cañones eran inútiles; el Freya estaba casi entre él y el blanco, por lo que disparar sería demasiado arriesgado. Además, la mole del Freya confundía el blanco en la pantalla de radar, que, por allí, no podría transmitir correctamente la información a los cañones, a efectos de puntería.
—Con su permiso, señor —dijo el marinero.
—¿Qué hay?
—Acaban de dar una noticia, señor. Los dos hombres que hoy llegaron a Israel han muerto, señor. Han muerto en sus celdas.
—¿Muertos? —exclamó el capitán Prestan, con incredulidad—. Entonces, todo esto ha sido para nada. Me pregunto quién diablos puede haberlo hecho. Habrá que decírselo a ese tipo del Foreign Office cuando vuelva. Le interesará.
Delante de Andrew Drake, el mar seguía en absoluta calma. Tenía una lisura lustrosa, oleosa, que resultaba antinatural en el mar del Norte. Él y Krim estaban casi a mitad del trayecto hacia la costa holandesa, cuando el motor tosió por primera vez. Volvió a hacerlo varios segundos más tarde y, después, continuamente. Menguó la velocidad y se redujo la potencia.
Azamat Krim aceleró con fuerza. El motor dio un estampido, tosió de nuevo y reanudó la marcha, pero con un zumbido gangoso.
—Se está calentando mucho —gritó Krim a Drake.
—No puede ser —chilló Drake—. Debería funcionar a todo gas al menos durante una hora.
Krim se asomó a un lado del bote y metió una mano en el agua. Observó la palma y la mostró a Drake. Unos hilillos de petróleo crudo se deslizaban hacia su muñeca.
—Está obstruyendo los tubos de refrigeración —explicó Krim.
—Parece que pierde velocidad —informó el operador del Nimrod al Argyll, el cual transmitió la información a la Cutlass.
—¡Vamos! —gritó el comandante Fallon—. Todavía podremos alcanzar a esos bastardos.
La distancia empezó a menguar rápidamente. El bote hinchable navegaba a diez nudos por hora. Pero Fallon no sabía, como tampoco lo sabía el joven oficial que manejaba el timón de la veloz Cutlass, que se estaban acercando al borde del gran lago de petróleo formado en la superficie del océano. Ni que su presa se encontraba ahora en mitad del mismo.
Diez segundos después, se paró el motor de Azamat Krim. Se hizo un silencio que parecía de otro mundo. A lo lejos pudieron oír el zumbido de los motores de la Cutlass y la Scimitar, que avanzaban hacia ellos a través de la niebla.
Krim juntó ambas manos en forma de cuenco y mostró a Drake el líquido recogido con ellas.
—Es nuestro petróleo, Andrew; es el petróleo que derramamos. Estamos en el centro de él.
—Se han detenido —informó el timonel de la Cutlass a Fallon, que estaba a su lado—. El Argyll dice que se han detenido. Dios sabe por qué.
—Los pillaremos —gritó Fallon, entusiasmado, descolgando del hombro su metralleta «Ingram»
En el USS Moran, el oficial artillero Chuck Olsen informó a Manning:
—Tenemos la distancia y la dirección.
—Abran fuego —ordenó Manning, serenamente.
Siete millas al sur de la Cutlass, el cañón de proa del Moran empezó a escupir granadas, en regular y rítmica secuencia. El comandante de la Cutlass no podía oír los disparos, pero éstos podían oírse desde el Argyll, que le ordenó reducir la marcha. Avanzaba en derechura a la zona donde se había detenido la motita reflejada en las pantallas de radar, y el Moran estaba haciendo fuego contra aquel mismo sector. El comandante quitó gas a sus válvulas gemelas, y la encabritada lancha perdió velocidad hasta que se detuvo, cabeceando delicadamente.
—¿Qué diablos está haciendo? —gritó Fallon—. No pueden estar a más de una milla delante de nosotros.
La respuesta le llegó del cielo. En algún lugar encima de ellos y a una milla por delante de la proa, se produjo un ruido como de un tren en marcha al pasar las primeras granadas del Moran en busca del blanco.
Las tres granadas perforadoras semiblindadas cayeron directamente en el agua, levantando surtidores de espuma a unos cien metros del bote hinchable que se mecía en el mar.
Las granadas de magnesio llevaban espoletas reguladas. Estallaron en cegadoras ráfagas de luz blanca a pocos metros de la superficie del mar, derramando lindas y delicadas estrellas de magnesio encendido sobre una amplía zona.
Los hombres de la Cutlass guardaron silencio, al ver iluminarse la niebla que tenían delante. A cuatro kilómetros a estribor, la Scimitar se había detenido también, en el mismo borde de la mancha de petróleo.
El magnesio cayó sobre el crudo, elevando su temperatura más allá del punto de ignición. Los ligeros fragmentos de metal ardiente, menos pesados de lo necesario para atravesar la capa de espuma, se posaron y siguieron ardiendo sobre el petróleo.
Ante los ojos de los marineros y de los infantes de Marina que observaban, el mar se incendió; una llanura enorme, de varias millas de longitud y de anchura, empezó a brillar; primero, con resplandor rojizo; después, más vivo y ardiente.
Sólo duró quince segundos. En este tiempo, el mar ardió. Más de la mitad de las veinte mil toneladas de petróleo derramadas se inflamaron y se quemaron. En pocos segundos, su temperatura subió a cinco mil grados centígrados. El terrible calor deshizo la niebla en un radio de varias millas, en seis segundos, y las llamas blancas alcanzaron una altura de un metro o metro y medio sobre la superficie del agua.
Los marineros y los infantes de Marina observaban en absoluto silencio aquel infierno que empezaba a sólo cien metros delante de ellos, y algunos se tapaban la cara para resguardarla del intenso calor.
En mitad del fuego, surgió una llamarada alta, como si hubiese explotado un depósito de gasolina. El petróleo ardiente no hacía el menor ruido, al extinguirse los destellos de su breve vida.
Desde el centro del incendio, rodando sobre el agua, un solo grito humano llegó a oídos de los marineros:
—Shche ne vmerla Ukraina…
Después, silencio. Las llamas menguaron, temblaron y se extinguieron. Volvió a caer la niebla.
—¿Qué diablos quiere decir eso? —murmuró el comandante de la Cutlass.
Fallon se encogió de hombros.
—No lo sé. Alguna jerga extranjera.
Detrás de ellos, Adam Munro contemplaba los últimos fulgores de las llamas moribundas.
—Traducido libremente —dijo—, quiere decir: «Ucrania resucitará.»