De 06.00 a 16.00
La cárcel de Moabit, en el Berlín Oeste, se compone de dos partes. La más vieja es anterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero durante los años sesenta y principios de los setenta, cuando la banda Baader-Meinhof sembró el terror en Alemania, se construyó una nueva sección. En ésta se incluyeron sistemas de seguridad ultramodernos, el acero y el hormigón más resistentes, circuitos cerrados de televisión, puertas y rejas electrónicamente controladas.
En el piso superior, David Lazareff y Lev Mishkin fueron despertados en sus respectivas celdas por el alcaide de Moabit, a las seis de la mañana del domingo 3 de abril de 1983.
—Van a ser liberados —les anunció bruscamente— y enviados a Israel en avión esta mañana. El despegue está programado para las ocho. Prepárense para la partida; saldremos hacia el aeropuerto a las siete y media.
Diez minutos más tarde, el comandante militar del sector británico hablaba por teléfono con el alcalde-gobernador.
—Lo siento terriblemente, Herr Burgomeister —dijo al berlinés occidental—, pero el avión no puede despegar del aeropuerto de Tegel. En primer lugar, según lo acordado entre nuestros Gobiernos, se empleará un reactor de la Royal Air Force, y las instalaciones de nuestro aeropuerto de Gatow son más adecuadas para el suministro de carburante y para la puesta a punto de nuestros propios aviones. Otra razón es que queremos evitar el caos de una invasión por parte de la Prensa, cosa que lograremos fácilmente en Gatow. A usted le resultaría mucho más difícil conseguirlo en el aeropuerto de Tegel.
En su fuero interno, el alcalde-gobernador se sintió bastante aliviado. Si los ingleses se encargaban de toda la operación, recaería sobre ellos la responsabilidad de cualquier posible desastre; y Berlín estaba incluido en las próximas elecciones regionales.
—Entonces, ¿qué quiere usted que hagamos, general? preguntó.
—Londres me ha dicho que le pida que meta a esos dos pájaros en una furgoneta cerrada y blindada, dentro de la cárcel de Moabit, y que haga que los lleven directamente a Gatow. Sus hombres nos los entregarán secretamente dentro del recinto del aeropuerto, y, desde luego, firmaremos recibo de entrega.
La Prensa tuvo menos motivos de satisfacción. Más de cuatrocientos reporteros y fotógrafos habían acampado frente a la prisión de Moabit, desde que Bonn había anunciado, la noche anterior, que los presos saldrían de la cárcel a las ocho. Estaban afanosos por conseguir fotografías de la pareja al salir en dirección al aeropuerto. Otros equipos de periodistas montaban guardia en el aeropuerto civil de Tegel y buscaban sitios ventajosos para sus cámaras en las altas terrazas de la estación terminal. Todas sus ilusiones se verían frustradas.
La ventaja de la base británica de Gatow era que se hallaba en uno de los lugares más aislados y alejados del centro, dentro del perímetro vallado de Berlín Oeste, en la ribera occidental del ancho río Havel, muy cerca de la frontera con la Alemania Oriental comunista que rodea por todos lados la ciudad sitiada.
Dentro de la base se había desarrollado una actividad controlada, durante varias horas antes del amanecer. Entre las tres y las cuatro, una versión de la RAF del «HS 125», reactor al que las fuerzas aéreas llaman el Dominie, había llegado procedente de Gran Bretaña. Estaba equipado con depósitos de combustible capaces de extender su radio de acción, con sobradas reservas para volar desde Berlín a TelAviv, pasando sobre Munich, Venecia y Atenas, sin tener que penetrar en ningún espacio aéreo comunista. Su velocidad de crucero, 900 kilómetros por hora permitiría al Donrime realizar su viaje de 3500 kilómetros en poco más de cuatro horas.
Después de aterrizar, el Dominie había sido llevado a un apartado hangar donde había repostado y había sido revisado. Tan absorta estaba la Prensa observando la prisión de Moabit y el aeropuerto de Tegel, que nadie advirtió un esbelto «SR71» negro, que sobrevoló la frontera entre Alemania Oriental y Berlín Oeste, en el rincón extremo de la ciudad, y aterrizó en la pista principal de Gatow exactamente a las siete y tres minutos. También este avión fue llevado rápidamente a un hangar vacío, donde un equipo de mecánicos de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Tempelhof cerró inmediatamente las puertas, en previsión de miradas curiosas, y empezó a trabajar en él. El «SR71» había cumplido su misión. Y, por fin, el aliviado coronel O’Sullivan se encontró rodeado de paisanos y satisfecho de que su próximo punto de destino fuesen sus amados Estados Unidos de América.
Su pasajero salió del hangar y fue saludado por un joven jefe de escuadrilla que esperaba en un «Land Rover».
—¿Míster Munro?
—Sí.
Munro le mostró su documento de identidad, que fue minuciosamente examinado por el oficial de las Fuerzas Aéreas.
—Dos caballeros le están esperando en el cuarto de oficiales, señor.
Los dos caballeros habrían podido demostrar, si hubiesen sido requeridos para ello, que eran dos funcionarios de poca importancia, adscritos al Ministerio de Defensa. En cambio, ninguno de los dos habría confesado que realizaba trabajos experimentales en un laboratorio muy secreto, cuyos descubrimientos, cuando se lograban, eran inmediatamente clasificados como Top Secret.
Ambos vestían con pulcritud y llevaban sendas carteras de mano. Uno de ellos usaba lentes y era médico, o, mejor dicho, lo había sido hasta que había resuelto abandonar la profesión de Hipócrates. El otro era subordinado suyo, enfermero de oficio.
—¿Traen el equipo que pedí? —preguntó Munro, sin el menor preámbulo.
Por toda respuesta, el hombre más viejo abrió su cartera y extrajo de ella una caja plana, no mayor que una caja de cigarros. La abrió y mostró a Munro lo que había en ella, sobre una capa de algodón.
—Diez horas —dijo—. No más.
—No es mucho —repuso Munro.
Eran las siete y media de una brillante mañana de sol.
El Nimrod del servicio de costas seguía dando vueltas y más vueltas a tres mil metros sobre el Freya. Aparte observar el petrolero, cuidaba también de examinar el petróleo vertido al mediodía del día anterior. La gigantesca mancha continuaba moviéndose perezosamente sobre la superficie del agua, todavía fuera del alcance de las mangueras de disolvente, ya que las embarcaciones que las llevaban no podían acercarse a la zona alrededor del Freya.
Después de ser derramado, el petróleo se había desplazado poco a poco hacia el nordeste del buque, a razón de un nudo por hora, en dirección a la costa norte de Holanda. Pero durante la noche se había detenido, ya que había empezado el reflujo, y la brisa se había desviado varios puntos. Antes del amanecer, la mancha había retrocedido, había pasado de nuevo junto al Freya y había llegado a dos millas al sur de éste, en dirección a Holanda y Bélgica.
En los remolcadores y las lanchas del servicio de incendios, cada uno de ellos provisto de la carga máxima de concentrado disolvente, los científicos procedentes de Warren Springs hacían votos para que el mar permaneciese en calma y no arreciase el viento hasta que pudiesen empezar a actuar. Un súbito cambio del viento o un empeoramiento del tiempo, y la gigantesca mancha podía dividirse y ser impulsada hacia las costas de Europa o de Inglaterra.
Los meteorólogos de Gran Bretaña y del continente observaban con aprensión el acercamiento de un frente procedente del estrecho de Dinamarca, el cual traía un aire frío que acabaría con la prematura ola de calor, y, posiblemente, viento y lluvia. Veinticuatro horas de turbonada agitarían el mar en calma e impedirían dominar la marea negra. Los ecólogos pedían al cielo que la llegada del aire frío no produjese más que niebla marina.
En el Freya, a medida que transcurrían los minutos que faltaban para las ocho, aumentaba la tensión nerviosa. Andrew Drake, auxiliado por dos hombres provistos de metralletas, para impedir otro ataque por parte del capitán noruego, permitió que Larsen emplease su botiquín de urgencia. Pálido a causa del dolor, el capitán había extraído de su destrozada mano todos los pedazos de cristal y de plástico que había podido, y después se la había vendado, suspendiéndola de un tosco cabestrillo. Svoboda le observaba desde el otro lado del camarote, después de ponerse un pequeño esparadrapo sobre el corte de la frente.
—Es usted un valiente, Thor Larsen; debo decirlo en su honor —declaró—. Pero nada ha cambiado. Todavía puedo verter hasta la última tonelada de petróleo con las propias bombas del barco, y, antes de que llegue a la mitad de las distancias que nos separa de los barcos de guerra, le prenderé fuego y todo habrá terminado. Esto es exactamente lo que haré a las nueve, si los alemanes vuelven a renegar de su palabra.
A las siete y media en punto, los periodistas que esperaban frente a la prisión de Moabit vieron recompensada su vigilia. Por primera vez se abrieron las puertas de Klein Moabit Strasse y apareció el morro de una furgoneta blindada. Desde varias ventanas de apartamentos del otro lado de la calle, los fotógrafos tomaron todas las fotos que pudieron, que no fueron muchas, mientras arrancaban los coches de la Prensa, dispuestos a seguir a la furgoneta adondequiera que fuese.
Simultáneamente, empezaron las emisiones radiadas al extranjero, y los reporteros de la radio hablaron excitadamente a través de sus micrófonos. Sus palabras iban directamente a las capitales para las que hablaban, incluida la del hombre de la BBC. Su voz retumbó en el camarote de día del Freya, donde Andrew Drake, causa primera de todo aquel revuelo, permanecía sentado delante de su radio.
—Están en camino —anunció, con satisfacción—. Ya no habrá que esperar mucho. Sólo el tiempo de darles los últimos detalles sobre la recepción en TelAviv.
Salió y se dirigió al puente; dos hombres se quedaron vigilando al capitán del Freya, derrumbado en su silla detrás de la mesa, luchando con su agotado cerebro contra los dolores de su sangrante y destrozada mano.
La furgoneta blindada, precedida de motoristas que hacían sonar sus sirenas, cruzó la alta puerta de la valla de acero de la base británica de Gatow, y la barrera descendió con el tiempo justo de cerrar el paso al primer coche de la Prensa que trataba de introducirse. El coche se detuvo con un estridente chirrido de neumáticos. La doble puerta se cerró. A los pocos minutos, una multitud de reporteros y de fotógrafos indignados vociferaban detrás de la valla para que les dejasen entrar.
Gatow no contiene solamente una base aérea; también hay allí una unidad del Ejército, y su jefe era aquel día un general de brigada. Los hombres de la puerta pertenecían a la Policía Militar; eran cuatro gigantes tocados con gorra roja, con la visera hundida hasta la nariz, inmóviles e impertérritos.
—¡No pueden hacer eso! —gritó un indignado fotógrafo de Spiegel—. Exigimos que se nos deje ver la partida de los presos.
—Ya está bien, Fritz —dijo, tranquilamente, el sargento Farrow—. Yo cumplo órdenes.
Los reporteros corrieron a los teléfonos públicos para quejarse a sus directores. Estos se quejaron al alcalde-gobernador, el cual les dijo que lo lamentaba mucho y prometió hablar inmediatamente con el comandante de la base de Gatow. Cuando dejó de sonar el teléfono, se retrepó en su sillón y encendió un cigarro.
Dentro de la base, Adam Munro entró en el hangar donde estaba el Dominie, acompañado del jefe encargado del mantenimiento de los aviones.
—¿Cómo está ese aparato? —preguntó Munro al suboficial (técnico) encargado de la puesta a punto de todos los elementos mecánicos.
—Perfectamente, señor —respondió el veterano mecánico.
—No, no lo está —dijo Munro—. Creo que si mira debajo de la cubierta de uno de los motores, descubrirá una mala conexión eléctrica, que debe ser reparada.
El suboficial miró al desconocido con asombro, y después, volvió la mirada a su superior.
—Haga lo que él dice, míster Barker —ordenó el jefe—. Tiene que haber una demora por motivos técnicos. El Dominie no debe estar a punto de despegar hasta dentro de un rato. Pero las autoridades alemanas deben creer que la avería es auténtica. Levante la cubierta del motor y ponga manos a la obra.
El suboficial Barker llevaba treinta años preparando aviones para la Royal Air Force. Las órdenes del jefe no debían discutirse, aunque hubiesen sido sugeridas por un desaseado paisano que hubiera debido avergonzarse de su manera de vestir y, sobre todo, de su descuido en afeitarse.
El alcaide de la prisión, Alois Bruckner, había llegado en su propio coche para presenciar la entrega de sus presos a los ingleses y el despegue del aparato rumbo a Israel. Cuando se enteró de que el avión no estaba a punto, se indignó y exigió verlo con sus propios ojos.
Llegó al hangar acompañado del jefe de la base de la RAF, y se encontró con que el técnico Barker tenía la cabeza y los hombros metidos en el motor de estribor del Dominie.
—¿Qué sucede? —preguntó, impaciente.
El suboficial Barker sacó la cabeza.
—Un corto circuito, señor —respondió—. Lo acabo de descubrir al probar los motores. No creo que me lleve demasiado tiempo el repararlo.
—Esos hombres deben salir a las ocho, dentro de diez minutos —dijo el alemán—. A las nueve, los terroristas del Freya van a derramar cien mil toneladas de petróleo.
—Hago todo lo que puedo, señor. Y ahora, si me deja continuar mi trabajo… —dijo el suboficial.
El comandante de la base sacó a Herr Bruckner del hangar. Tampoco él tenía la menor idea de lo que significaban las órdenes de Londres, pero eran órdenes y había que cumplirlas.
—¿Quiere que vayamos al comedor de oficiales a tomar una tacita de té? —sugirió.
—No quiero ninguna tacita de té —dijo el contrariado Herr Bruckner—. Sólo quiero que esos hombres salgan para Tel-Aviv. Pero, ante todo, tengo que telefonear al alcalde.
—El comedor de oficiales es el sitio más adecuado para eso —dijo el comandante—. A propósito, como los prisioneros no pueden permanecer mucho más tiempo en la furgoneta, he ordenado que los trasladen a las celdas de la Policía Militar del cuartel Alexander. Allí estarán cómodos y a salvo.
Eran las ocho menos cinco cuando el corresponsal de radio de la BBC fue informado personalmente por el comandante de la base de la RAF de la avería técnica del Dominie, y siete minutos más tarde, se radió esta información en el noticiario de las ocho, como añadido especial. La noticia fue escuchada en el Freya.
—Será mejor que se apresuren —dijo Svoboda.
Adam Munro y los dos paisanos entraron en las celdas de la Policía Militar exactamente después de las ocho. Era una pequeña instalación, sólo empleada para encerrar ocasionalmente a algún preso militar, y había en ella cuatro celdas en hilera, Mishkin estaba en la primera; Lazareff, en la cuarta. El paisano más joven introdujo a Munro y a su colega en el pasillo que conducía a las celdas; luego cerró la puerta del corredor y se quedó apoyado de espaldas en ella.
—Un último interrogatorio —dijo el enfurruñado sargento de guardia de la PM—. Son del servicio secreto.
Se golpeó con un dedo el lado de la nariz. El sargento se encogió de hombros y volvió al cuarto de guardia.
Munro entró en la primera celda. Lev Mishkin, vestido de paisano, estaba sentado en el borde de la litera, fumando un cigarrillo. Le habían dicho que por fin iba a salir para Israel, pero todavía estaba nervioso y desconocía lo que había pasado en los últimos tres días.
Munro le miró fijamente. Casi había temido el momento de encontrarse con él. Pero de no haber sido por aquel hombre y su loco plan para asesinar a Yuri Ivanenko, persiguiendo algún remoto sueño, su amada Valentina estaría ahora haciendo sus bártulos y preparándose para el viaje a Rumania, la conferencia del partido, las vacaciones en la playa de Mamaia y el bote que había de llevarla a la libertad. Volvió a ver la espalda de la mujer amada, cruzando la puerta de cristales y saliendo a aquella calle de Moscú, y al hombre de la trinchera que se erguía tras ella.
—Soy médico —dijo en ruso—. Sus amigos, los ucranianos que han exigido su puesta en libertad, han insistido en que nos aseguremos de que estén médicamente preparados para el viaje.
Mishkin se levantó y se encogió de hombros. El caso fue que no estaba preparado para el golpe de cuatro rígidos dedos en el plexo solar, ni para el frasquito aplicado debajo de su nariz al jadear en busca de aire, incapaz de evitar la inhalación del vapor que salía de la pequeña botella. Cuando el gas adormecedor llegó a sus pulmones, sus piernas se doblaron, sin que pudiera lanzar un grito, y Munro le sostuvo por las axilas antes de que llegase al suelo. Después, fue tendido cuidadosamente en la litera.
—El efecto dura cinco minutos, no más —dijo el funcionario del Ministerio—. Luego despertará con la cabeza cargada, pero sin malas consecuencias. Debe actuar de prisa.
Munro abrió la cartera de mano y sacó la caja que contenía la jeringuilla hipodérmica, el algodón hidrófilo y una botellita de éter. Después de mojar el algodón en el éter, frotó una zona del antebrazo del preso para esterilizar la piel, acercó la jeringuilla a la luz y apretó hasta que salió un chorrito de líquido rosado, expulsando las últimas burbujas.
La inyección fue administrada en menos de tres segundos y aseguró que Lev Mishkin permanecería bajo sus efectos al menos durante dos horas, más tiempo del necesario, pero que no podía reducirse.
Los dos hombres cerraron la puerta de la celda y se dirigieron a la de David Lazareff, el cual no había oído nada y paseaba arriba y abajo, rebosando nerviosa energía. El vapor del frasquito produjo el mismo efecto instantáneo. Dos minutos más tarde, el hombre recibió también su inyección.
El paisano que acompañaba a Munro buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una cajita plana de metal. La tendió a Munro.
—Ahora, le dejo solo —dijo, fríamente—. A mí no me pagan para esto.
Ninguno de los dos secuestradores sabía ni sabría jamás lo que les habían inyectado. En realidad, era una mezcla de dos narcóticos, llamados «Pethadene» y «Hyacine» por los ingleses, y «Meperidine» y «Scopolamine» por los americanos. Combinados, producen efectos muy notables.
Hacen que el paciente permanezca despierto, aunque ligeramente soñoliento; dispuesto y capaz de obedecer las órdenes que se le den. También producen el efecto de contraer el tiempo, de modo que, al menguar los efectos al cabo de casi dos horas, el paciente tiene la impresión de que se ha sentido algo mareado durante sólo unos segundos. Por último, causa una amnesia total, y así, cuando los efectos cesan del todo, el paciente no recuerda nada de lo sucedido durante el período intermedio. Sólo un reloj puede indicarle que ha pasado el tiempo.
Munro volvió a entrar en la celda de Mishkin. Ayudó al joven a sentarse en la cama, de espalda a la pared.
—Hola —le saludó.
—Hola —respondió Mishkin, y sonrió.
Hablaban en ruso, pero Mishkin no lo recordaría nunca.
Munro abrió su plana cajita de metal, extrajo de ella las dos mitades de una larga cápsula en forma de torpedo, parecida a las que se emplean para curar los resfriados, y enroscó aquellas mitades.
—Quiero que tome esta cápsula —dijo, ofreciéndosela con un vaso de agua.
—Muy bien —aceptó Mishkin, y la tragó sin hacerse rogar.
Munro sacó de su cartera un reloj de pared, de esos que funcionan con pilas, y ajustó un mecanismo de la cara posterior de aquél. Después lo colgó en la pared. Las manecillas marcaban las ocho, pero estaban inmóviles. Dejó a Mishkin sentado en su litera y volvió a la celda del otro preso. Cinco minutos más tarde había terminado su trabajo. Recogió su cartera y salió del pasillo de las celdas.
—Tienen que permanecer incomunicados hasta que el avión esté a punto —dijo al sargento de la PM, al pasar por el cuarto de guardia—. No debe verles nadie. Son órdenes del comandante de la base.
Por primera vez, Andrew Drake hablaba directamente con el primer ministro holandés, Jan Grayling. Más tarde, los expertos ingleses en lingüística determinarían que la voz registrada en la cinta magnetofónica era originaria de algún lugar situado en un radio de treinta kilómetros de la ciudad de Bradford, Inglaterra; pero entonces sería demasiado tarde.
—Estos son los requisitos de la llegada de Mishkin y Lazareff a Israel —dijo Drake—. Antes de una hora a partir del despegue del avión en Berlín, el primer ministro Golen deberá garantizar que les concederá el derecho de residencia. Si no es así, la liberación de mis amigos será considerada como inútil. Además:
»Primero: los dos serán conducidos, a pie y a paso lento, por delante de la terraza de observación del principal edificio terminal del aeropuerto Ben Gurión.
»Segundo: el acceso a dicha terraza debe ser libre para el público. La fuerza de seguridad israelí no debe efectuar controles de identidad ni coartar los movimientos del público.
»Tercero: si se hubiese producido alguna suplantación de los presos, si algún actor hubiese representado su papel, yo lo sabría a las pocas horas.
»Cuarto: tres horas antes de que el avión aterrice en el aeropuerto Ben Gurión, la radio israelí tiene que publicar la hora de su llegada y declarar que cualquier persona que desee presenciarla podrá hacerlo con toda libertad. Esto debe radiarse en hebreo, en inglés, en francés y en alemán. Eso es todo.
—Señor Svoboda —respondió apresuradamente Jan Grayling—, todos estos requisitos han sido anotados y serán inmediatamente transmitidos al Gobierno israelí. Estoy seguro de que serán aceptados. Pero, por favor, no corte. Tengo una información urgente de los ingleses de Berlín Oeste.
—Adelante —dijo secamente Drake.
—Los técnicos de la RAF que trabajan en el reactor, en un hangar de Gatow, dicen que esta mañana, al comprobar los motores, descubrieron una importante avería eléctrica. Le pido que crea que no se trata de ninguna excusa. Están trabajando a toda prisa para reparar la avería. Pero eso significa un retraso de una hora o dos.
—Si es un truco —saltó Drake—, va a costarle a sus costas una marea de cien mil toneladas de crudo.
—No es un truco —replicó vivamente Grayling—. Todos los aviones están expuestos a una avería técnica. Es lamentable que esto le ocurra precisamente ahora a ese avión de la RAF. Pero será reparado, mejor dicho, está siendo reparado en este momento.
Hubo una pausa, mientras Drake reflexionaba.
—Quiero —dijo al fin— que el despegue sea presenciado por cuatro reporteros diferentes de radios nacionales, cada uno de ellos en contacto directo con su oficina principal. Quiero transmisiones en directo del despegue del avión. Las emisoras deben ser la Voz de América, la Voz de Alemania, la BBC y la ORTF francesa. Todas en inglés y dentro de los cinco minutos después de haber despegado el avión.
Jan Grayling pareció aliviado.
—Conseguiré que el personal de la RAF en Gatow permita que sus reporteros presencien el despegue —aceptó.
—Mejor que sea así —dijo Drake—. Aplazaré tres horas el derramamiento del petróleo. Pero al mediodía empezaremos a verter las cien mil toneladas al mar.
Se oyó un chasquido y se interrumpió la comunicación.
Aquel domingo por la mañana, el primer ministro Benyamin Golen estaba sentado a la mesa de su despacho en Jerusalén. El sábado había terminado, y era un día laborable como otro cualquiera; y eran más de las diez de la mañana, dos horas más tarde que en la Europa Occidental.
Apenas había colgado el teléfono el primer ministro holandés, cuando la pequeña unidad de agentes de Mossad, establecida en un apartamento de Rotterdam, transmitió el mensaje del Freya a Israel. Se anticiparon en más de una hora a los conductos diplomáticos normales.
Fue el consejero personal del primer ministro en cuestiones de seguridad quien llevó a éste la transcripción de la emisión del Freya y la dejó sobre su mesa, sin decir palabra. Golen la leyó rápidamente.
—¿Qué se proponen? —preguntó.
—Están tomando precauciones contra una suplantación de los presos —dijo el consejero—. Habría sido un truco sencillo: hacer pasar a dos jóvenes por Mishkin y Lazareff a primera vista, y efectuar una sustitución.
—Entonces, ¿quién va a reconocer a los verdaderos Mishkin y Lazareff aquí, en Israel?
El consejero de seguridad se encogió de hombros.
—Alguien situado en la terraza de observación —sugirió—. Deben de tener un compañero en Israel que les conoce de vista, o mejor aún, a quien Mishkin y Lazareff pueden reconocer.
—¿Y una vez hecho el reconocimiento?
—Sin duda darán alguna señal por radio, confirmando a los hombres del Freya que sus amigos han llegado sanos y salvos a Israel. A falta de esta señal, pensarán que han sido engañados y cumplirán su amenaza.
—¿Otro de los suyos? ¿Aquí, en Israel? Sería demasiado —dijo Benyamin Golen—. Pase que tengamos que hacer de anfitriones de Mishkin y Lazareff, pero no de otras personas. Quiero que aquella terraza sea disimuladamente vigilada. Si cualquier observador recibe una señal de aquellos dos a su llegada, quiero que le sigan. Hay que dejar que envíe su mensaje; pero, después, hay que detenerle.
En el Freya, la mañana transcurría con angustiosa lentitud. Cada quince minutos, Andrew Drake, resiguiendo las ondas de su radio portátil, captaba las noticias emitidas en inglés por la Voz de América o por el servicio mundial de noticias de la BBC. El mensaje era siempre el mismo: el avión aún no había despegado. Los mecánicos seguían trabajando en el motor averiado del Dominie.
Poco después de las nueve, los cuatro reporteros de radio designados por Drake como testigos de la partida del avión fueron admitidos en la base de Gatow y acompañados por policías militares al comedor de oficiales, donde les sirvieron café y bizcochos. Se les facilitó comunicación teléfonica directa con sus oficinas en Berlín, desde donde se mantuvieron abiertos los circuitos de radio con sus países de origen, Ninguno de ellos se tropezó con Adam Munro, que había pedido prestado el despacho particular del comandante de la base y estaba hablando con Londres.
A sotavento del crucero Argyll, las tres lanchas rápidas, Cutlass, Sabre y Scimitar, esperaban amarradas, El comandante Fallon había reunido en la Cutlass su grupo de doce comandos del Servicio de Lanchas Especiales.
—Hemos de suponer que las potencias interesadas soltarán a esos bastardos —les dijo—. Dentro de las próximas dos horas, despegarán de Berlín Oeste con rumbo a Israel. Deberían llegar allí en cuatro horas y media, aproximadamente. Por consiguiente, si los terroristas cumplen su palabra, abandonarán el Freya esta tarde o esta noche.
»No sabemos hacia dónde se dirigirán, pero, probablemente, será hacia Holanda. El mar está limpio de barcos en aquel sector. Cuando estén a tres millas del Freya, fuera del radio de acción en que un transmisor-detonador de poca potencia podría hacer estallar los explosivos, los expertos de la Royal Navy subirán a bordo del Freya y desactivarán las bombas. Pero eso no nos incumbe.
»Nosotros vamos a apresar a esos bastardos, y yo me encargaré del que se hace llamar Svoboda. Es mío, ¿comprendido?
Todos asintieron con la cabeza, y algunos sonrieron. Habían sido adiestrados para la acción y, hasta ahora, se la habían impedido. Su instinto de cazadores reclamaba una presa.
—La lancha que tienen ellos es mucho más lenta que la nuestra —prosiguió Fallon—. Tendrán una ventaja de ocho millas, pero calculo que podremos alcanzarles a tres o cuatro millas de la costa. El Nimrod está en el aire, en comunicación radiofónica con el Argyll. El Argyll nos dará las directrices que nos hagan falta. Cuando nos acerquemos a ellos, emplearemos nuestros faros. Y cuando les localicemos, acabaremos con ellos. Londres dice que a nadie le interesa hacer prisioneros. No me preguntéis por qué; tal vez quieren imponerles silencio para siempre, por razones de las que nada sabemos. Nos han encargado un trabajo, y vamos a hacerlo.
A pocas millas de distancia, el capitán Mike Manning observaba también el paso del tiempo, minuto a minuto. También él esperaba la noticia de Berlín de que los mecánicos habían terminado su trabajo en el motor del Dominie. Las noticias de la madrugada, mientras permanecía sin poder dormir en su camarote, esperando la temida orden de disparar sus granadas y destruir el Freya con su tripulación, le habían sorprendido. Cuando menos lo esperaba, el Gobierno de los Estados Unidos había cambiado su actitud de la tarde anterior; lejos de oponerse a la excarcelación de los hombres de Moabit, aun a costa de la aniquilación del Freya. Washington no ponía ya ningún obstáculo. Pero su principal sentimiento era de alivio; un alivio inmenso, al pensar que la orden asesina había sido derogada, salvo que… salvo que algo se estropease todavía. Hasta que aquellos dos judíos ucranianos no hubiesen aterrizado en el aeropuerto Ben Gurión, no estaría del todo convencido de que la orden de convertir el Freya en una enorme pira funeraria había pasado a la historia.
A las diez menos cuarto, en las celdas del sótano del cuartel Alexander de la base de Gatow, Mishkin y Lazareff dejaron de experimentar los efectos del narcótico que les había sido administrado a las ocho. Casi al mismo tiempo, los relojes colgados en las paredes de ambas celdas se animaron. Las manecillas empezaron a moverse sobre las esferas.
Mishkin sacudió la cabeza y se frotó los ojos. Se sentía adormilado, con la cabeza ligeramente confusa. Lo atribuyó al descanso interrumpido, a las horas sin dormir, a la excitación. Miró el reloj de la pared; marcaba las ocho y dos minutos. Sabía que, cuando él y Lazareff habían cruzado el cuarto de guardia en dirección a las celdas, el reloj de aquél marcaba las ocho en punto. Se estiró, saltó de la litera y empezó a pasear arriba y abajo. Cinco minutos más tarde, en el otro extremo del corredor, Lazareff hizo aproximadamente lo mismo.
Adam Munro entró en el hangar donde el suboficial Barker seguía trajinando en el motor de estribor del Dominie.
—¿Cómo va eso, míster Barker? —preguntó.
El veterano técnico salió de las entrañas del motor y miró, desesperado, al paisano.
—¿Puedo preguntarle, señor, cuánto tiempo voy a tener que seguir representando esta comedia? El motor está perfectamente. Munro consultó su reloj.
—Son las diez y media —dijo—. Quisiera que dentro de una hora, exactamente, telefonease a la sala de los tripulantes y al comedor de oficiales, y les informase de que el avión está a punto para emprender el vuelo.
—O sea, a las once y media —dijo el suboficial Barker.
En una de las celdas, David Lazareff miró de nuevo el reloj de pared. Pensaba que había estado media hora paseando, pero el reloj marcaba las nueve. Había pasado una hora, una hora que le había parecido muy corta. Sin embargo, cuando se está incomunicado en una celda, eI tiempo engaña curiosamente los sentidos. En todo caso, los relojes funcionan con exactitud. Nunca se le ocurrió pensar, como tampoco se le ocurrió a Mishkin, que sus relojes marchaban a doble velocidad para recuperar los cien minutos, perdidos, ni que habían sido sincronizados para coincidir con los relojes de fuera de las celdas precisamente a las once y media en punto.
A las once, el primer ministro Jan Grayling telefoneó desde La Haya al alcalde-gobernador de Berlín Oeste.
—¿Qué diablos pasa, Herr Burgomeister?
—No lo sé —gritó el desesperado funcionario berlinés—. Los ingleses dicen que casi han terminado con su maldito motor. No comprendo por qué demonios no pueden emplear un avión de pasajeros de la «British Airways», del aeropuerto civil. Nosotros pagaríamos los perjuicios inherentes a suprimir un vuelo para llevar dos pasajeros a Israel.
—Bueno, pues yo debo decirle que dentro de una hora esos locos del Freya van a derramar cien mil toneladas de petróleo —dijo Jan Grayling—, y que mi Gobierno hará responsable de ello a los ingleses.
—Estoy completamente de acuerdo con usted —dijo la voz de Berlín—. Todo este asunto es pura locura.
A las once y media, el suboficial Barker cerró la cubierta del motor y bajó. Se dirigió a un teléfono que había en la pared y llamó al comedor de oficiales. El comandante de la base se puso al aparato.
—Está listo, señor —anunció el técnico.
El oficial de la RAF se volvió hacia los hombres que se agrupaban a su alrededor, entre ellos, el alcaide de la prisión de Moabit y cuatro reporteros de la radio que estaban en comunicación constante con sus oficinas.
—La avería ha sido reparada —les dijo—. El avión despegará dentro de quince minutos.
Desde las ventanas del comedor observaron cómo el esbelto y pequeño reactor era remolcado al aire libre. El piloto y el copiloto subieron a bordo y pusieron en marcha ambos motores.
El alcaide entró en las celdas de los presos y les informó de que estaban a punto de partir. Su reloj marcaba las 11.35, igual que los relojes de pared.
Los dos presos, que seguían guardando silencio, fueron escoltados hasta el «Land Rover» de la PM y conducidos, junto con el alcaide alemán, al reactor que les esperaba. Seguidos del sargento mecánico de las Fuerzas Aéreas, que sería el otro único ocupante del Dominie en su vuelo hasta Ben Gurión, subieron la escalerilla sin mirar atrás y se acomodaron en sus asientos.
A las 11.45, el piloto comandante Jarvis abrió las dos válvulas, y el Dominie despegó de la pista del aeródromo de Gatow. Siguiendo instrucciones del controlador del tráfico aéreo, giró limpiamente hacia el pasillo aéreo que, en dirección Sur, conduce de Berlín Oeste a Munich, y desapareció en el cielo azul.
Dos minutos después, los cuatro reporteros hablaban en directo a sus oyentes, desde el comedor de oficiales de Gatow. Sus voces informaron a todo el mundo que, a las cuarenta y ocho horas del primer requerimiento formulado desde el Freya, Mishkin y Lazareff habían emprendido el vuelo hacia Israel y la libertad.
En los hogares de treinta oficiales y marineros del Freya, escucharon la noticia; en treinta casas de los cuatro países escandinavos, madres y esposas dieron rienda suelta a sus sentimientos, y los niños preguntaron por qué lloraba mamá.
La noticia llegó también a la flotilla de remolcadores y embarcaciones lanzadoras de detergente, desplegadas al oeste del Argyll, y hubo muchos suspiros de alivio. Ni los científicos ni los marinos tenían la menor duda de que no habrían podido combatir con éxito cien mil toneladas de crudo derramadas en el mar.
En Texas, el magnate del petróleo, Clint Blake, escuchó la noticia de la NBC mientras desayunaba aquel domingo bajo el sol, y exclamó:
—¡Ya era hora!
Harry Wennerstrom oyó la emisión de la BBC en su suite de hotel de Rotterdam y sonrió satisfecho.
En todas las redacciones de periódicos, desde Irlanda hasta el Telón de Acero, se estaban preparando las ediciones de la mañana del lunes. Equipos de escritores componían toda la historia, desde la invasión del Freya a primeras horas del viernes, hasta el momento actual. Se reservaban espacios para la llegada de Mishkin y Lazareff a Israel y para la liberación del Freya. Antes de que la primera edición entrase en prensa a las diez de la noche, habría tiempo de incluir casi todo el fin de la historia.
A las doce y veinte minutos, hora europea, el Estado de Israel accedió a las peticiones hechas desde el Freya para la pública concesión del derecho de residencia y para la identificación de Mishkin y Lazareff en el aeropuerto Ben Gurión, dentro de cuatro horas.
En su habitación del sexto piso del «Hotel Avia», a cinco kilómetros del aeropuerto Ben Gurión, Miroslav Kaminsky oyó la noticia en su radio portátil. Se retrepó en su sillón, con un suspiro de alivio. Al llegar a Israel a última hora de la tarde del viernes pasado, había esperado ver llegar el sábado a sus viejos camaradas partisanos. En vez de ello, había escuchado por radio el cambio de actitud del Gobierno alemán en la madrugada, el compás de espera de este día y el derramamiento del petróleo al mediodía. Y se había roído las uñas, porque no podía ayudar ni podía descansar, hasta que, en definitiva, se había tomado la decisión de liberarlos. Ahora, también para él pasarían de prisa las horas, hasta el aterrizaje del Dominie a las cuatro y quince, hora europea, que eran las seis y quince, hora de TelAviv.
En el Freya, Andrew Drake oyó la noticia de que el avión había despegado, con una satisfacción que le compensó de su fatiga. La aceptación de sus condiciones por el Estado de Israel, treinta y cinco minutos más tarde, fue puro formulismo.
—Ya están en camino —dijo a Larsen—. Cuatro horas para llegar a TelAviv, y estarán a salvo. Y cuatro horas después o incluso antes sí hay niebla, nos marcharemos nosotros. La Marina vendrá a liberarles. Le curarán la mano como es debido, y recuperará usted su tripulación y su barco… Debería estar contento.
El capitán noruego estaba hundido en su sillón, tenía amoratadas las ojeras, pero se resistía a dar al joven la satisfacción de quedarse dormido. Para él la cosa no había terminado aún, ni terminaría hasta que las peligrosas cargas explosivas hubiesen sido removidas de los depósitos y el último terrorista hubiese salido de su barco. Sabía que estaba a punto de derrumbarse. El agudo dolor de la mano se había transformado en un sordo latido que le subía por el brazo hasta el hombro, y la fatiga le hacía sentirse mareado. Pero no quería cerrar los ojos.
Levantó la vista y miró al ucraniano con desprecio.
—¿Y Tom Keller? —le preguntó.
—¿Quién?
—Mi tercer oficial, el hombre a quien mataron por la espalda sobre cubierta, el viernes por la mañana.
Drake se echó a reír.
—Tom Keller está abajo con los otros —confesó—. La ejecución fue una comedia. Uno de mis hombres se puso la ropa de Keller. Y las balas eran de fogueo.
El noruego gruñó. Drake le miró con interés.
—Puedo permitirme ser generoso —dijo— porque he ganado. Lancé a toda la Europa Occidental una amenaza contra la que nada podía hacer, y les ofrecí unas condiciones que no podían rehusar. En una palabra, no les di ninguna alternativa. Usted estuvo a punto de vencerme; estuvo a un pelo de conseguirlo.
»Desde las seis de esta mañana, en que destruyó el detonador, los comandos habrían podido tomar el buque por asalto cuando hubiesen querido. Afortunadamente, no lo saben. Pero podrían haberlo hecho si usted se lo hubiese indicado. Es usted un valiente, Thor Larsen. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Largarse de mi barco —respondió Larsen.
—Pronto lo haré; muy pronto, capitán.
Volando a gran altura sobre Venecia, el comandante Jarvis movió ligeramente los controles, y el veloz dardo de plata giró unos pocos grados al Sudeste, para iniciar la ruta a lo largo del Adriático.
—¿Cómo están los clientes? —preguntó al sargento.
—Sentados tranquilamente, contemplando el paisaje —respondió el sargento por encima del hombro.
—Que continúen así —dijo el piloto—. La última vez que viajaron en avión, acabaron matando al capitán.
El sargento se echó a reír.
—Les vigilaré —prometió.
El copiloto golpeó con el dedo el mapa que tenía sobre las rodillas.
—Tres horas para aterrizar —anunció.
Las noticias desde Gatow habían sido escuchadas también en todas partes del mundo. En Moscú, los boletines fueron traducidos al ruso y depositados sobre la mesa en un apartamento privado del extremo privilegiado de Kutuzovsky Prospekt, donde dos hombres estaban almorzando, poco después de las dos de la tarde, hora local.
El mariscal Nikolai Kerensky leyó el mensaje mecanografiado y descargó un puñetazo sobre la mesa.
—¡Les han soltado! —gritó—. Se han dado por vencidos. Los alemanes y los ingleses han cedido al fin. Los dos jóvenes judíos vuelan rumbo a TelAviv.
Yefrem Vishnayev tomó en silencio el mensaje de la mano de su compañero y lo leyó. Después, se permitió una fría sonrisa.
—Esta noche —dijo—, cuando presentemos el coronel Kukushkin y sus pruebas ante el Politburó, Maxim Rudin estará acabado. Indudablemente, prosperará el voto de censura. A medianoche, Nikolai, la Union Soviética será nuestra. Y dentro de un año, lo será toda Europa.
El mariscal del Ejército Rojo escanció dos generosas raciones de vodka «Stolichnaya». Tendió uno de los vasos al teórico del partido y levantó el suyo.
—Por el triunfo del Ejército Rojo.
Vishnayev levantó su copa. Raras veces probaba el alcohol; pero había excepciones.
—Por un mundo realmente comunista —dijo.