CAPÍTULO XVIII

De 21.00 a 06.00

Cuando el helicóptero se elevó del prado de la Casa Blanca, los agentes del servicio secreto se quedaron en tierra. El asombrado piloto se encontró con que transportaba al misterioso inglés de arrugado traje y al director de la CIA. Al elevarse sobre Washington, el río Potomac resplandeció a su derecha bajo los rayos del sol poniente. El piloto puso rumbo al Sudeste, en dirección a la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews.

En el Salón Oval, Stanislav Poklevski, invocando a cada frase la autoridad personal del presidente Matthews, hablaba por teléfono con el comandante de aquella base. Las protestas del oficial se extinguieron poco a poco. Por último, el consejero de Seguridad Nacional pasó el teléfono a William Matthews.

—Sí, general; soy William Matthews y éstas son mis órdenes. Diga al coronel O’Sullivan que tiene que preparar inmediatamente un vuelo directo de Washington a Moscú, por la ruta del Ártico. El permiso para entrar sin peligro en el espacio aéreo soviético le será radiado antes de que salga del cielo de Groenlandia.

El presidente volvió a su otro aparato, el teléfono rojo a través del cual estaba tratando de hablar directamente con Maxim Rudin en Moscú.

En la base de Andrews, el comandante en persona salió al encuentro del helicóptero al aterrizar éste. De no haber estado presente Robert Benson, a quien el general de las Fuerzas Aéreas conocía de vista, difícilmente se habría avenido a aceptar a un inglés desconocido como pasajero del avión de reconocimiento más rápido del mundo, y menos para ir a Moscú. Diez años después de haber entrado en servicio, este reactor figuraba aún en la lista secreta, tan perfeccionados eran sus sistemas y sus piezas.

—Muy bien, señor director —dijo por último—; pero tengo que decirle que el coronel O’Sullivan está todo lo irritado que puede estar un hombre de Arizona.

Tenía razón. Mientras Adam Munro era conducido al vestuario de pilotos, donde le dieron un traje de aviador, unas botas y un casco con balón de oxígeno, Robert Benson encontró al coronel George T. O’Sullivan, en la sala de navegación, apretando un cigarro entre los dientes y estudiando mapas del Ártico y del Báltico Oriental. El director de la CIA esperaba tal vez algo peor, pero, indudablemente, el mal humor del otro se reflejaba en su poca cortesía.

—¿Me ordena usted en serio que lleve este pájaro por encima de Groenlandia y de Escandinavia y lo meta en el corazón de Rusia? —preguntó, con aire truculento.

—No, coronel —respondió Benson, serenamente—. Se lo ordena el presidente de los Estados Unidos.

—¿Sin mi copiloto operador de sistema? ¿Y con un maldito inglés ocupando su asiento?

—Resulta que el maldito inglés lleva un mensaje personal del presidente Matthews para el presidente Rudin, de la URSS, que tiene que ser entregado esta noche y no puede discutirse de otro modo —dijo Benson.

El coronel de las fuerzas aéreas le miró fijamente durante un instante.

—Bueno —aceptó—, ojalá sea tan importante.

Veinte minutos antes de las seis, Adam Munro fue conducido al hangar donde estaba el avión, a cuyo alrededor se agitaban numerosos técnicos que lo preparaban para el vuelo.

Había oído hablar del «Lockheed SR71», apodado Blackbird por su color; lo había visto en fotografía, pero nunca en la realidad. Era en verdad impresionante. El afilado y cónico morro parecido a un proyectil, se elevaba en un ángulo obtuso, y muy atrás, surgían del fuselaje unas finísimas alas en delta, controladas al mismo tiempo que la cola.

Los motores estaban emplazados casi en la punta de las alas y eran como finas vainas que albergaban las turbinas «Pratt y Whitney JT11D», capaz cada una de ellas con ayuda del quemador auxiliar, de producir un impulso de 32 000 libras. Dos timones en forma de cuchilla se elevaban encima de ambos motores, para el control de la dirección. El cuerpo del avión y los motores daban la impresión de tres jeringuillas hipodérmicas, unidas solamente por las alas.

Las estrellitas blancas de los Estados Unidos dentro de sus círculos blancos indicaban la nacionalidad del avión; por lo demás, el «SR71» era negro desde el morro hasta la cola.

Los ayudantes de tierra le ayudaron a meterse en el angosto asiento de atrás, en el que se hundió más y más, hasta que el borde de las paredes laterales de la carlinga quedó por encima de sus orejas. Cuando bajasen la tapa, ésta formaría una línea casi continua con el fuselaje, para reducir la resistencia al aire, Si quería mirar, sólo vería las estrellas sobre su cabeza.

El hombre que hubiese debido ocupar aquel asiento habría comprendido la asombrosa instalación de pantallas de radar, sistemas preventivos y controles de cámara, porque el «SR71» era esencialmente un avión espía, concebido y equipado para volar a alturas muy superiores al alcance de la mayor parte de los cazas y de los cohetes interceptores, fotografiando lo que se veía abajo.

Unas solícitas manos conectaron los tubos que salían de su traje a los sistemas del avión: radio, oxígeno, fuerza anti-G. Munro vio que, delante de él, el coronel O’Sullivan se acomodaba en el asiento delantero, con facilidad nacida de la costumbre, y conectaba sus propios y vitales sistemas. Cuando se conectó la radio, la voz del hombre de Arizona tronó en sus oídos.

—¿Es usted escocés, míster Munro?

—Sí, lo soy —respondió Munro, dentro del casco.

—Yo soy irlandés —dijo la voz—. ¿Es usted católico?

—¿Qué?

—Si es católico, ¡hombre!

Munro pensó un momento. En realidad, no tenía creencias religiosas.

—No —negó—, Iglesia de Escocia.

El hombre de delante expresó su disgusto.

—¡Jesús! Veinte años en las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, y tengo que hacer de chófer a un protestante escocés.

La tapa de triple perspex de la carlinga, capaz de resistir las tremendas diferencias de presión atmosférica en eI vuelo a enorme altura, se había cerrado sobre ellos, Un silbido indicó que la cabina estaba ahora plenamente presurizada. Arrastrado por un tractor que debía rodar delante del morro del avión, el «SR71» salió del hangar a la luz de la tarde.

Desde dentro, sólo se oyó un ligero zumbido cuando los motores se pusieron en marcha. Fuera, los operarios de tierra se estremecieron, a pesar de llevar protegidos los oídos, con el estruendo que retumbó en los hangares.

El coronel O’Sullivan pidió inmediatamente vía libre para despegar, mientras hacía las al parecer innumerables comprobaciones previas. El Blackbird se detuvo en el principio de la pista principal y se meció sobre las ruedas al ponerlo el coronel en posición; después, Munro oyó la voz de éste:

—Sea quien fuere el Dios a quien reza usted, empiece a hacerlo y agárrese fuerte.

Algo parecido a un tren a toda marcha golpeó a Munro en toda la espalda; era el asiento moldeado al que estaba sujeto. No pudo ver ningún edificio para calcular la velocidad, sólo el pálido cielo azul allá en lo alto. Cuando el reactor alcanzó los 150 nudos, el morro se levantó del asfalto; medio segundo después, las ruedas principales se separaron del suelo y O’Sullivan alzó el tren de aterrizaje.

Libre de estorbos, el «SR71» se inclinó hacia atrás basta que sus tubos de escape apuntaron directamente a Maryland, y emprendió su ascensión. Subía casi verticalmente, como un cohete, del cual se diferenciaba poco. Munro yacía sobre la espalda, con los pies en alto, percibiendo solamente la continua presión del respaldo sobre la espina dorsal, mientras el Blackbird se elevaba hacia un cielo que pronto se volvió azul oscuro, violeta y, por último, negro.

En el asiento delantero, el coronel O’Sullivan conducía el aparato, es decir, seguía las instrucciones que, respondiendo a sus dedos, le daba la computadora de a bordo. Esta le informaba de la altura, de la velocidad, del ángulo de ascensión, del rumbo y la dirección, de las temperaturas exterior e interior, de las temperaturas de los motores y de los tubos de escape, de los niveles de oxígeno y del acercamiento a la velocidad del sonido.

Debajo de ellos, Filadelfia y Nueva York quedaron atrás como ciudades de juguete; cuando volaban sobre el norte del Estado de Nueva York cruzaron la barrera del sonido, sin dejar de subir y de acelerar. A 24 000 metros, altura superior en 8 kilómetros a la que vuela el «Concorde», el coronel O’Sullivan apagó los quemadores auxiliares y niveló la altura de vuelo.

Aunque no había acabado de ponerse el sol, el cielo aparecía intensamente negro, pues, a semejante altura hay tan pocas moléculas de aire capaces de reflejar los rayos del sol, que prácticamente no existe la luz. Pero todavía hay moléculas en número bastante para causar una fricción en la superficie de un avión como el Blackbird. Antes de dejar atrás el Estado de Maine y la frontera canadiense, habían alcanzado una velocidad de casi tres veces la del sonido. Ante los asombrados ojos de Munro, la negra piel del «SR71», hecha de titanio puro, empezó a tomar un color rojo de cereza a causa del calor.

Dentro de la cabina, el sistema de refrigeración del avión mantenía una agradable temperatura, proporcional a la del cuerpo de sus ocupantes.

—¿Puedo hablar? —preguntó Munro.

—Claro —dijo la voz lacónica del piloto.

—¿Dónde estamos ahora?

—Sobre el golfo de San Lorenzo —respondió O’Sullivan—. Con rumbo a Terranova.

—¿Cuántos kilómetros hay hasta Moscú?

—Desde la base de Andrews, siete mil ochocientos trece.

—¿Cuánto tiempo de vuelo?

—Tres horas y cincuenta minutos.

Munro calculó. Habían despegado a las seis de la tarde, hora de Washington, que eran las once de la noche, hora europea. Esto quería decir que, en Moscú, era la una de la madrugada del domingo 3 de abril. Aterrizarían, aproximadamente, a las cinco de la mañana, hora de Moscú. Si Rudin aceptaba su plan y el Blackbird podía llevarle a Berlín, ganarían dos horas al volar en sentido contrario. Tendría el tiempo justo para llegar a Berlín al amanecer.

Llevaban volando poco menos de una hora cuando la última tierra del Canadá, el cabo Harrison, quedó detrás de ellos, y se encontraron sobre el cruel Atlántico del Norte, rumbo al cabo Farewell, punta meridional de Groenlandia.

—Señor presidente Rudin, escúcheme, por favor —pidió William Matthews.

Hablaba enérgicamente delante de un pequeño micrófono colocado sobre su mesa, el llamado Teléfono Rojo, aunque en realidad no es un teléfono. Gracias a un amplificador colocado al lado del micrófono, los que se hallaban en el Salón Oval podían oír el murmullo del traductor simultáneo que hablaba en ruso al oído de Rudin, en Moscú.

—Maxim Andreievich, creo que los dos somos demasiado viejos en nuestro oficio y que hemos trabajado de firme y demasiado tiempo para asegurar la paz a nuestros pueblos, para que nos dejemos engañar y permitamos que nuestros esfuerzos se vean frustrados, en el último momento, por una pandilla de asesinos que se ha apoderado de un petrolero en el mar del Norte.

Hubo unos segundos de silencio, y después sonó la tosca voz de Rudin, hablando en ruso. Un joven auxiliar del departamento de Estado, colocado al lado del presidente, hizo la traducción en voz baja:

—Entonces, amigo William, debe usted destruir el petrolero y eliminar el arma del chantaje, porque yo no puedo hacer más de lo que he hecho.

Bob Benson dirigió una mirada de advertencia al presidente. No había ninguna necesidad de decirle a Rudin que Occidente sabía ya la verdad sobre Ivanenko.

—Lo sé —convino Matthews, a través del micrófono—. Pero yo tampoco puedo destruir el petrolero. Con ello me arruinaría. Pero puede haber otra manera. Le pido de todo corazón que reciba al hombre que ha salido ya de aquí en avión y se dirige a Moscú. Lleva una proposición que puede ser la solución para los dos.

—¿Quién es ese americano? —preguntó Rudin.

—No es americano, sino inglés —rectificó el presidente Matthews—. Se llama Adam Munro.

Hubo una larga pausa. Por último, la voz de Rusia dijo, en tono contrariado:

—Den a mis auxiliares los detalles del vuelo: altura, velocidad, rumbo. Ordenaré que se permita la entrada a su avión y recibiré personalmente a su enviado en cuanto llegue. Spakoinyo notch, William.

—Le desea que pase una buena noche, señor presidente —dijo el intérprete.

—Debe estar bromeando —dijo William Matthews—. Comuniquen a su agente el plan de vuelo del Blackbird y digan al piloto de éste que continúe su viaje.

A bordo del Freya la medianoche. Empezaba el tercero y ultimo día para los cautivos y sus aprehensores. Antes de veinticuatro horas, Mishkin y Lazareff estarían en Israel, o el Freya y todos los de a bordo estarían muertos.

A pesar de su amenaza de elegir un camarote diferente, Drake estaba convencido de que los infantes de Marina no atacarían aquella noche, y prefirió permanecer donde estaba, Thor Larsen le observaba, ceñudo, desde el otro lado de la mesa del camarote de día. El agotamiento de los dos hombres era casi total, Larsen, luchando contra el cansancio que trataba de obligarle a reclinar la cabeza sobre los brazos para dormir, continuaba su juego de mantener también despierto a Svoboda, zahiriendo al ucraniano para forzarle a constestar.

Había descubierto que la manera más segura de provocar a Svoboda, de hacerle gastar sus últimas reservas de energía nerviosa, era llevar la conversación a la cuestión de los rusos.

—No creo en su levantamiento popular, míster Svoboda —dijo—. No creo que los rusos se alcen jamás contra sus amos del Kremlin. Estos pueden ser malos, torpes y brutales pero saben que, ante la menor sombra de peligro, pueden contar con el ilimitado patriotismo ruso.

Por un momento, pareció que el noruego se sabia extralimitado. Svobeda apretó la culata de la pistola con la mano, su rostro palideció de furor.

—¡Al diablo con su patriotismo! —gritó, poniéndose en pie—. Estoy harto de la palabrería de los escritores y de los liberales occidentales sobre el que llaman maravilloso patriotismo ruso.

«¿Qué clase de patriotismo es ése, que sólo puede subsistir destruyendo el amor de otros pueblos por su patria? ¿Qué me dice de su patriotismo, Larsen? ¿Qué me dice del amor de los ucranianos por su patria esclavizada? ¿Qué me dice de los georgianos, los armenios, los lituanos, los estonios, los letones? ¿Por qué no se les permite ser patriotas? ¿Por qué tienen que someterse todos a ese tan cacareado y mareante amor a Rusia?

»Odio ese sangriento patriotismo. No es más que chauvinismo, como lo ha sido siempre, desde Pedro e Iván. Sólo puede existir gracias a la conquista y la esclavización de las naciones circundantes.

Estaba plantado ante Larsen, junto a la mesa, agitando su pistola y jadeando a causa del esfuerzo de sus gritos. Después, se dominó y volvió a sentarse. Señalando a Thor Larsen con el cañón de la pistola, como si fuese un dedo, le dijo:

—Llegará un día, tal vez no muy lejano, en que el imperio ruso empezará a resquebrajarse. Llegará un día en que los rumanos ejercerán su patriotismo, y también los polacos y los checos. Les seguirán los alemanes y los búlgaros. Y los bálticos y los ucranianos, y los georgianos y los armenios. Y el imperio ruso se resquebrajará y se derrumbará, como se derrumbaron los imperios romano y británico, porque al fin se hizo intolerable la arrogancia de sus mandarines.

»Dentro de veinticuatro horas, yo mismo introduciré el escoplo en la estructura y descargaré un tremendo martillazo. Y si usted o cualquier otro se interpone en mi camino, morirá. Conviene que lo crea.

Dejó la pistola sobre la mesa y suavizó el tono de su voz.

—En todo caso, Busch ha aceptado mis condiciones y esta vez no se echará atrás. Esta vez, Mishkin y Lazareff llegarán a Israel.

Thor Larsen observó clínicamente al joven. Se había arriesgado mucho, porque éste había estado a punto de usar su pistola. Pero había aflojado su concentración; casi se había puesto a su alcance, Probaría otra vez; haría otro intento, en la hora triste que precede a la aurora…

Mensajes cifrados y urgentes habían circulado toda la noche entre Washington y Omaha, y de aquí a las numerosas estaciones de radar que son ojos y oídos de la Alizanza Occidental, en un círculo electrónico alrededor de la Unión Soviética. Ojos invisibles habían observado aquella estrella fugaz que era el Blackbird, volando al este de Islandia en dirección a Escandinavia, en su ruta hacia Moscú. Como habían sido puestos sobre aviso, los centinelas no dieron la voz de alarma.

Al otro lado del telón de acero, mensajes procedentes de Moscú anunciaron a los centinelas soviéticos la próxima llegada de aquel avión. Por consiguiente, no se tomó medida alguna para interceptarlo, antes al contrario se abrió un pasillo desde el golfo de Botnia hasta Moscú, para que el Blackbird pudiese seguir su ruta en paz.

Pero, por lo visto, una base de aviones de caza no había oído el aviso o, si lo había oído, no le había hecho caso; o quizás había recibido órdenes secretas de las reconditeces del Ministerio de Defensa, contradiciendo las del Kremlin.

En la zona ártica, al este de Kirkenes, dos «Mig25» se elevaron de la nieve hacia la estratosfera, en misión de interceptación. Eran del modelo «25E», ultramoderno, más potente y mejor armado que el viejo modelo de los años setenta, el «25A».

Podían alcanzar 2,8 veces la velocidad del sonido, a una altura máxima de 24 kilómetros. Pero los seis misiles aire-aire «Acrid», que cada uno de ellos llevaba prendidos debajo de las alas, podían elevarse otros 6 kilómetros. Los dos aviones subían con toda su potencia, encendidos los motores suplementarios, elevándose más de 3000 metros por minuto.

El Blackbird estaba sobre Finlandia, en dirección al lago Ladoga y Leningrado, cuando el coronel O’Sullivan gruñó a través del micrófono:

—Tenemos compañía.

Munro salió de su encantamiento. Aunque no sabía gran cosa de la tecnología del «SR71», la pequeña pantalla de radar que tenía delante no podía ser más elocuente. Aparecían en ella dos pequeños destellos, que se acercaban rápidamente.

—¿Quiénes son? —preguntó, y, por un momento, el miedo le hizo sentir un nudo en la boca del estómago.

Maxim Rudin había autorizado personalmente el viaje. Seguro que él no… Pero, ¿podía ser otra persona?

Delante el coronel O’Sullivan tenía otra pantalla de radar. Observó durante unos segundos la velocidad de acercamiento.

—Son «Mig25» —anunció—. A dieciocho mil metros, y subiendo de prisa. ¡Malditos rusos! Sabía que no podíamos fiarnos de ellos.

—¿Piensa dar la vuelta y regresar hasta Suecia? —preguntó Munro.

—Nopi —respondió el coronel—. El presidente de los Estados Unidos dijo que debía llevarle a Moscú, señor inglés, y a Moscú le llevaré.

El coronel O’Sullivan encenció los dos motores suplementarios; el aumento de potencia causó a Munro la impresión de una coz de mula en la base de la espina dorsal. El contador «Mach» empezó a subir hasta rebasar la marca que indicaba una velocidad triple de la del sonido. En la pantalla de radar, las señales avanzaron más despacio y acabaron deteniéndose.

El morro del Blackbird se levantó ligeramente; en la rarificada atmósfera, buscando un débil apoyo en el tenue aire que lo rodeaba, el avión superó la marca de los 24 kilómetros y siguió subiendo.

Debajo de ellos, el comandante Piotr Kuznetsov, al mando de la escuadrilla de dos aparatos, aumentó hasta el máximo la potencia de sus dos motores a reacción «Tumansky». Su aparato era bueno y contaba con la mejor tecnología al alcance de los soviets, pero, con sus dos motores, producía cinco mil libras de impulso menos que los motores gemelos del avión americano. Además, llevaba los misiles fuera del fuselaje, y éstos actuaban a manera de freno.

Sin embargo, los dos «Mig» alcanzaron los 21 kilómetros de altura, acercándose a la distancia en que los cohetes podrían alcanzar su objetivo. El comandante Kuznetsov armó sus seis misiles y dijo a su ayudante que estuviese preparado para cumplir las órdenes.

El Blackbird estaba rozando los 27 kilómetros de altura, y el radar indicó al coronel O’Sullivan que sus perseguidores estaban casi a 22,5 kilómetros del altitud, por lo que faltaba poco para que quedase al alcance de sus cohetes. En una persecución directa, no habrían podido competir con él en velocidad ni en altura; pero era una maniobra de interceptación en la que atajaban el ángulo entre sus respectivos rumbos.

—Si pensara que son aviones de escolta —confesó a Munro—, dejaría que esos bastardos se acercasen. Pero nunca me he fiado de los rusos.

Munro sudaba copiosamente dentro de su traje térmico. El había leído el informe de el Ruiseñor, cosa que no había hecho el coronel.

—No son aviones de escolta —replicó—. Tienen orden de liquidarme.

—¡No me diga! —gruñó la voz del coronel—. ¡Malditos traidores bastardos! Pero el presidente de los Estados Unidos quiere que usted llegue vivo a Moscú, señor inglés.

El piloto del Blackbird puso en marcha toda la batería de sus defensas electrónicas. Anillos de ondas interceptoras invisibles surgieron del veloz y negro reactor, llenando la atmósfera, en muchos kilómetros a la redonda, de lo que, en un aparato de radar, equivale a un cubo de arena lanzado a los ojos.

La pequeña pantalla que el comandante Kuznetsov tenía delante se convirtió en un campo nevado, como cuando se funde la lámpara principal de un aparato de televisión. Otro mecanismo, digital, le decía que aún faltaban quince segundos para que la víctima se pusiese al alcance de sus cohetes. Pero, poco a poco, empezó a girar en sentido contrario, indicándole que el blanco se había perdido en algún lugar de la gélida estratosfera.

Medio minuto más tarde, los dos cazas se inclinaron sobre un ala y empezaron a descender en dirección a su base del Ártico.

De los cinco aeropuertos que rodean Moscú, uno, Vnukovno II, nunca es visitado por los extranjeros. Está reservado para los grandes personajes del partido, y su flota de reactores es mantenida siempre a punto por las Fuerzas Aéreas. Allí fue donde, a las cinco de la mañana, hora local, aterrizó el Blackbird en el suelo ruso.

Cuando el reactor, que empezaba a enfriarse, llegó a la zona de aparcamiento, fue inmediatamente rodeado por un grupo de oficiales envueltos en gruesos abrigos y tocados con gorros de piel, pues, a primeros de abril y antes del amanecer, aún hace mucho frío en Moscú. El hombre de Arizona levantó la cubierta de la cabina, accionando sus resortes hidraúlicos, y miró, aterrorizado, a la multitud que les rodeaba.

—¡Rusos! —jadeó—. ¡Ya empiezan a enredar en mi pájaro! —Se desabrochó el cinturón y se puso en pie—. ¡Eh! ¡Fuera las manos de mi máquina! ¿Lo oís?

Adam Munro dejó al desolado coronel tratando de impedir que los de las Fuerzas Aéreas rusas encontrasen las llaves de entrada de carburante para repostar el avión, y subió a un automóvil negro, en compañía de dos agentes de seguridad del Kremlin. En el coche le permitieron quitarse el traje de aviador y ponerse el pantalón y la chaqueta, que, durante todo el viaje había llevado enrollados y sujetos entre las rodillas y, que parecía que acababan de salir de una máquina lavadora.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, el precedido por una pareja de motoristas que habían despejado el camino hasta Moscú, entró en el Kremlin por la puerta de Borovitsky, rodeó el Gran Palacio y se dirigió a la puerta lateral del edificio del Arsenal. A las seis menos dos minutos, Adam Munro fue introducido en el apartamento privado del jefe de la URSS, y encontró al viejo envuelto en una bata y tomando una taza de leche caliente. El hombre le indicó una silla. La puerta se cerró a su espalda.

—Conque es usted Adam Munro —dijo Maxim Rudin—. Bueno, ¿cuál es la proposición del presidente Matthews?

Munro se sentó y, por encima de la mesa, miró a Maxim Rudin. Le había visto varias veces en actos oficiales, pero nunca tan de cerca. Parecía fatigado y tenso.

No harina ningún intérprete presente. Rudin no hablaba inglés. Munro pensó que, mientras él estaba en el aire, Rudin había tenido tiempo de comprobar su nombre y sabía perfectamente que era un diplomático de la Embajada británica y que hablaba ruso.

—La proposición, señor secretario general —empezó a decir Munro, en un ruso muy fluido— entraña la posibilidad de persuadir a los terroristas a bordo del Freya de que abandonen el barco sin haber conseguido lo que buscan.

—Permita que deje una cosa bien clara, míster Munro no quiero que se hable mas de la liberación de Mishkin y Lazareff.

—Claro que no, señor. En realidad, yo pensaba que podríamos hablar de un Ivanenko.

Rudin le miró, pero su rostro permaneció impasible. Levantó despacio su taza de leche y bebió un sorbo.

—Verá usted, señor: uno de aquellos dos ha contado ya alguna cosa —confesó Munro.

Para reforzar su argumento, tuvo que informar a Rudin de que también él sabía lo que le había pasado a Ivanenko. Pero se guardó de decirle que lo sabía por alguien de dentro del Kremlin, para el caso de que Valentina estuviese aún en libertad.

—Afortunadamente —prosiguió—, lo dijo a uno de los nuestros, y se ha guardado absoluta reserva.

—¿De los suyos? —murmuró Rudin—. ¡Ah, sí! Creo saber a quiénes se refiere. ¿Quién más lo sabe?

—El director general de mi organización, la primer ministro británica, el presidente Matthews y tres de sus principales consejeros. Y ninguno de los que lo saben tiene la menor intención de hacerlo público. En absoluto.

Rudin pareció reflexionar unos momentos.

—¿Puede decirse lo mismo de Mishkin y Lazareff?

—Aquí está el problema —admitió Munro—. Ese ha sido siempre el problema, desde que los terroristas (que, de paso, le diré que son emigrados ucranianos) se apoderaron del Freya.

—Ya le dije a William Matthews que la única manera de salir del paso era destruyendo el Freya. Costará un montón de vidas, pero se evitarán muchos disgustos.

—Se habrían evitado muchos disgustos si hubiese sido derribado el avión en el que escaparon los dos jóvenes asesinos —replicó Munro.

Rudin le miró fijamente, por debajo de sus hirsutas cejas.

—Fue un error —dijo simplemente.

—¿Cómo lo ha sido, esta noche, enviar a dos «Mig25» que han estado a punto de derribar el avión en que yo viajaba? El viejo ruso levantó vivamente la cabeza.

—Yo no lo sabía —se defendió.

Por primera vez, Munro creyó que decía la verdad sobre aquel punto.

—Debo decirle, señor, que destruir el Freya no daría resultado. Es decir, no resolvería el problema. Hace tres días, Mishkin y Lazareff no eran más que dos insignificantes secuestradores fugitivos, condenados a quince años de prisión. En cambio, hoy son casi célebres. Pero se presume que su libertad es lo único que se pretende. Nosotros sabemos que hay algo más.

»Si el Freya fuese destruido —prosiguió Munro—, todo el mundo se preguntaría por qué era de tan vital importancia mantenerles en la cárcel. Hasta ahora, nadie se ha dado cuenta de que lo importante no es su encarcelamiento, sino su silencio. Una vez destruido el Freya, su cargamento y su tripulación, para impedir que salgan de la cárcel, ya no tendrían motivos para seguir callando. Y, precisamente por lo sucedido al Freya, el mundo les creería cuando revelasen lo que han hecho. Mantenerles en prisión no serviría ya de nada.

Rudin asintió despacio con la cabeza.

—Tiene usted razón, joven —admitió—. Los alemanes les prestarían oídos, y ellos tendrían su conferencia de Prensa.

—Exactamente —dijo Munro—. Y ahora, escuche mi sugerencia.

Le expuso el mismo plan de operaciones que había explicado a mistress Carpenter y al presidente Matthews en las últimas doce horas. El ruso no manifestó sorpresa, ni horror. Sólo interés.

—¿Daría resultado? —preguntó al fin.

—Tiene que darlo —contestó Munro—. Es la última alternativa. Hay que dejar que vayan a Israel.

Rudin miró el reloj de pared. Eran más de las 6.45 de la mañana, hora de Moscú. Dentro de catorce horas tendría que enfrentarse con Vishnayev y con el resto de Politburó. Esta vez no habría ataques indirectos; esta vez, el teórico del partido propondría oficialmente un voto de censura. Movió la canosa cabeza en señal de asentimiento.

—Hágalo, míster Munro —aceptó—, hágalo y procure que salga bien. Porque si sale mal, se habrá acabado el Tratado de Dublín, y también el Freya.

Apretó un botón y la puerta se abrió inmediatamente. Allí estaba un inmaculado comandante de la guardia pretoriana del Kremlin.

—Necesitaré enviar dos señales —dijo Munro—: una, a los americanos, y la otra, a los míos. Un representante de cada Embajada espera fuera de las murallas del Kremlin.

Rudin dictó las órdenes pertinentes al comandante de la guardia, el cual asintió con la cabeza e invitó a Munro a que le siguiese. Cuando cruzaban la puerta, Maxim Rudin llamó:

—¡Míster Munro!

Munro se volvió. El viejo estaba igual que cuando él había llegado: asiendo fuerte con ambas manos su taza de leche.

—Si algún día necesita otro empleo, míster Munro —ofreció, en tono áspero—, venga a verme. Aquí siempre hay un sitio para los hombres de talento.

Al salir el automóvil «Zil» del Kremlin por la puerta de Borovitsky, a las siete de la mañana, el sol tempranero empezaba a acariciar la punta del campanario de la catedral de San Basilio. Dos largos coches negros esperaban junto al bordillo, Munro se apeó del «Zil» y se acercó sucesivamente a los dos automóviles. Confió un mensaje al diplomático americano, y otro al diplomático inglés. Antes de que emprendiese el vuelo hacia Berlín, sus instrucciones habrían llegado a Londres y a Washington.

A las ocho en punto, el «SR71» levantó el morro en forma de proyectil sobre la pista de asfalto del aeropuerto Vnukovno II y puso rumbo a Poniente, en dirección a Berlín, a 1600 kilómetros de allí. Su piloto, el coronel O’Sullivan, estaba francamente disgustado, después de pasar tres horas observando cómo su precioso pájaro era repostado por un equipo de mecánicos de las Fuerzas Aéreas soviéticas.

—¿Adónde quiere ir ahora? —gritó, por el teléfono interior—. No puedo llevar esto a Tempelhof, ¿sabe? No hay espacio suficiente.

—Aterrice en la base británica de Gatow —ordenó Munro.

—Primero, los rusos; ahora, los ingleses —gruñó el hombre de Arizona—. No sé por qué no exhibimos este pájaro en una exposición abierta al público. Se diría que hoy tiene todo el mundo derecho a echarle un buen vistazo.

—Si esta misión tiene éxito —dijo Munro—, es posible que el mundo ya no necesite al Blackbird.

El coronel O’Sullivan, lejos de mostrarse complacido, consideró esta posibilidad como un desastre.

—¿Sabe lo que voy a hacer si eso ocurre? —gritó—. Me convertiré en chófer de taxi. Estoy seguro de que tendré la práctica suficiente.

Allá abajo, quedó atrás la ciudad de Vilna, en Lituania. Volando a doble velocidad que la del sol naciente, estarían en Berlín a las siete de la mañana, hora local.

Mientras Adam Munro iba en su automóvil desde el Kremlin al aeropuerto, sonó el teléfono interior entre el puente y el camarote de día en el Freya; eran las cinco y media.

Svoboda contestó a la llamada, escuchó unos momentos y respondió en ucraniano. Desde el otro lado de la mesa, Thor Larsen le observaba entre los párpados medio cerrados.

Fuese lo que fuere lo que le habían dicho, lo cierto es que el jefe de los terroristas se quedó perplejo; se sentó frunciendo las cejas y mirando fijamente la mesa, hasta que uno de sus hombres acudió a relevarle en la vigilancia del capitán noruego.

Svoboda dejó al capitán bajo el cañón de la metralleta de su enmascarado subordinado y subió al puente. Cuando volvió, diez minutos más tarde, parecía irritado.

—¿Qué pasa? —preguntó Larsen—. ¿Otro contratiempo?

—He hablado con el embajador alemán en La Haya —dijo Svoboda—. Parece que los rusos se han negado a permitir que cualquier avión de Alemania Federal, oficial o particular, emplee los pasillos aéreos para salir de Berlín Oeste.

—Es lógico —dijo Larsen—. No es probable que ayuden a escapar a los dos hombres que asesinaron a un capitán de sus líneas aéreas.

Svoboda despidió a su compañero, que salió, cerró la puerta y volvió al puente. El ucraniano se sentó de nuevo.

—Los ingleses han ofrecido ayudar al canciller Busch, poniendo a su disposición un reactor de comunicaciones de la Royal Air Force, para transportar a Mishkin y Lazareff de Berlín a TelAviv.

—Yo lo aceptaría —dijo Larsen—. A fin de cuentas, los rusos son capaces de cerrarle el paso a un avión alemán, incluso derribándolo y alegando después que ha sido un accidente. Pero nunca se atreverían a disparar contra un reactor militar de la RAF en uno de los pasillos aéreos. Está usted a punto de triunfar; no lo desdeñe por un tecnicismo. Acepte el ofrecimiento.

Svoboda miró al noruego, con ojos nublados por la fatiga, acusando la falta de sueño.

—Tiene razón —admitió—, podrían derribar un avión alemán. En realidad, he aceptado.

—Entonces, no hay más que hablar —dijo Larsen, forzando una sonrisa—. Vamos a celebrarlo.

Tenía dos tazas de café ante él, llenadas mientras esperaba el regreso de Svoboda. Empujó una de ellas sobre la larga mesa; el ucraniano alargó una mano para cogerla. En toda su bien proyectada operación, fue el primer error que cometió…

Thor Larsen se lanzó contra él sobre la mesa, dando suelta a toda la furia acumulada durante las últimas cincuenta horas, con la violencia de un oso enloquecido.

El guerrillero se echó hacia atrás, estiró el brazo y llegó a coger la pistola, a punto de disparar. Un puño como una maza le alcanzó en la sien izquierda y le hizo caer de la silla, de espaldas sobre el suelo del camarote.

Si hubiese estado menos en forma, habría quedado fuera de combate. Pero estaba bien adiestrado y era más joven que el marino. Al caer, la pistola se escapó de su mano y rodó por el suelo. Se incorporó, desarmado, como un luchador, para replicar al ataque del noruego, y ambos cayeron de nuevo, con los brazos y las piernas entrelazados, entre los fragmentos de la silla y las dos tazas de café hechas añicos.

Larsen trataba de aprovechar su peso y su fuerza, y el ucraniano, su juventud y su rapidez. Estas le daban ventaja. Hurtando el cuerpo a las manazas del noruego, se escabulló y se acercó a la puerta. A punto estuvo de alcanzarla; pero cuando sus manos iban a asir el tirador, Larsen se lanzó sobre la alfombra y le derribó asiéndole de los tobillos.

Los dos hombres volvieron a levantarse al mismo tiempo, a un metro el uno del otro y situado el noruego entre Svoboda y la puerta. El ucraniano lanzó un puntapié que alcanzó a Larsen en la ingle, haciéndole caer. Pero éste se recobró, se levantó y se arrojó contra el hombre que había amenazado con destruir el barco.

Svoboda debió de recordar que el camarote estaba virtualmente insonorizado. Luchaba en silencio, golpeando, haciendo regates, mordiendo y lanzando patadas, y los dos rodaron sobre la alfombra, entre muebles y cacharros rotos. En alguna parte, debajo de ellos, estaba la pistola que habría podido poner fin a la lucha, y, bajo el cinturón de Svoboda, estaba el oscilador que, si era apretado el botón, pondría ciertamente fin a todo.

En realidad, el combate terminó al cabo de dos minutos; Thor Larsen soltó una mano, agarró la cabeza del ucraniano y la golpeó contra la pata de la mesa. Svoboda se puso rígido un instante y, después, sus músculos se aflojaron y perdió el conocimiento. Un hilillo de sangre fluyó sobre su frente.

Jadeando de fatiga, Thor Larsen se levantó del suelo y miró al hombre inconsciente. Con mucho cuidado, desprendió el oscilador del cinturón del ucraniano, lo sostuvo en la mano izquierda y se acercó a la ventana de estribor de su camarote, que estaba cerrado con dos tornillos de palomilla. Empezó a desenroscar con una mano. El primero se soltó, y empezó a trabajar en el segundo. Unos momentos más, un fuerte lanzamiento, y el oscilador saldría por la ventana, volaría sobre tres metros de plancha de acero de la cubierta y se hundiría en el mar del Norte.

En el suelo, detrás de él, la mano del joven terrorista se deslizó sobre la alfombra hacia el sitio donde yacía su pistola. Larsen había desenroscado el segundo tornillo y tiraba de la ventana de marco metálico para abrirla, cuando Svoboda se incorporó penosamente detrás de la mesa y disparó.

El estampido de la pistola en el camarote cerrado fue ensordecedor. Thor Larsen se tambaleó y se apoyó en la pared, junto a la ventana abierta, y miró primero su mano izquierda y, después, a Svoboda. El ucraniano, desde el suelo, le miraba, a su vez, con incredulidad.

La bala había herido al capitán en la palma de la mano izquierda, que era la que sostenía el oscilador, y clavado trocitos de plástico y de vidrio en la carne. Durante diez segundos, los dos hombres se miraron fijamente, esperando la serie de explosiones que marcaría el final del Freya.

Pero no se produjeron. El proyectil de punta blanda había hecho añicos el detonador, y éste, al romperse, no había alcanzado el grado tonal necesario para estimular los detonadores de las bombas debajo de la cubierta.

Poco a poco, el ucraniano se puso en pie, agarrándose a las mesas para sostenerse. Thor Larsen contempló el continuo chorreo de la sangre que fluía de su mano herida y caía sobre la alfombra. Después, miró al jadeante terrorista.

—He ganado, míster Svoboda. He ganado. Ya no podrá destruir mi barco y mi tripulación.

—Usted lo sabe, capitán Larsen —dijo el hombre de la pistola yo también—. Pero ellos…

Señaló a través de la ventana abierta las luces de los barcos de guerra de la OTAN, en la penumbra que precedía a la aurora.

—… ellos no lo saben. El juego continúa. Mishkin y Lazareff llegarán a Israel.