CAPÍTULO XVII

De 15.00 a 21.00

El automóvil personal de sir Nigel Irvine, transportando a Barry Ferndale y Adam Munro, llegó al 10 de Downing Street unos segundos antes de las tres. Cuando la pareja fue introducida en la sala de espera del despacho de la primer ministro, el propio sir Nigel estaba ya allí. Saludó fríamente a Munro.

—Espero que su insistencia en presentar su informe personalmente a la primer ministro estará plenamente justificada, Munro —dijo.

—Creo que así será, sir Nigel —respondió Munro.

El director general del SIS miró con aire burlón a su subordinado. El hombre estaba visiblemente agotado, y el asunto de el Ruiseñor había sido muy duro para él. Sin embargo, eso no era una excusa suficiente para romper la disciplina. Se abrió la puerta del despacho y apareció sir Julian Flannery.

—Pasen, caballeros —indicó.

Adam Munro no conocía personalmente a la primer ministro. Esta, a pesar de llevar dos días sin dormir, parecía tranquila y descansada. Saludó primero a sir Nigel y, después estrechó la mano a los dos hombres a quienes no conocía: Barry Ferndale y Adam Munro.

—Míster Munro —comenzó—, permítame expresar, ante todo, que lamento haber tenido que ponerle a usted en una situación difícil y en posible peligro a su agente en Moscú. No deseaba hacerlo, pero la respuesta a la pregunta del presidente Matthews tenía, realmente, importancia internacional, y no empleo esta frase a la ligera.

—Gracias por decirlo, señora —respondió Munro.

Ella siguió explicando que, precisamente entonces, mientras estaba hablando, el capitán del Freya, Thor Larsen, aterrizaba en la cubierta del crucero Argyll para celebrar una conferencia; y que, para las diez de la noche, estaba previsto que un equipo de hombres rana del SBS asaltaría el Freya, en un intento de aniquilar a los terroristas, antes de que pudiesen hacer funcionar su detonador.

La cara de Munro adquirió la dureza del granito al oír esto.

—Lo cual quiere decir, señora —dijo, claramente—, que si el comando tiene éxito, el secuestro habrá terminado, los dos presos de Berlín se quedarán donde están y la probable ruina de mi agente habrá sido en vano.

Ella tuvo el acierto de parecer sumamente afligida.

—Sólo puedo reiterarle mis disculpas, míster Munro. El plan de tomar el Freya por asalto no ha sido concebido hasta primeras horas de la pasada madrugada, ocho horas después de que Maxim Rudin dirigiese su ultimátum al presidente Matthews. Pero usted había hablado ya con el Ruiseñor. Era imposible dar una contraorden al agente.

Sir Julian entró en el despacho y dijo a la primer ministro:

—Ahora van a poner la comunicación, señora.

La primer ministro pidió a sus tres visitantes que tomaran asiento. Se había instalado un altavoz en un rincón de su despacho, y unos hilos conducían a la antesala contigua.

—Caballeros, va a empezar la conferencia en el Argyll. Escuchemos, y después nos explicará míster Munro la razón del extraordinario ultimátum de Maxim Rudin.

Cuando Thor Larsen se apeó en la cubierta del crucero británico, después de su vertiginoso viaje de ocho kilómetros, suspendido del «Wessex», al rugido de los motores sobre su cabeza se juntó la aguda bienvenida de las gaitas de ordenanza.

El capitán del Argyll avanzó unos pasos, saludó y tendió la mano.

—Richard Preston —saludó.

Larsen correspondió al saludo y le estrechó la mano.

—Bien venido a bordo, capitán —deseó Preston.

—Gracias —repuso Larsen.

—¿Le importa que bajemos al cuarto de oficiales?

Los dos capitanes pasaron del aire libre al mayor camarote del crucero, que era el cuarto de oficiales. Una vez allí, el capitán Preston hizo las presentaciones.

—El Excelentísimo señor Jan Grayling, primer ministro de los Países Bajos. Creo que ya han hablado ustedes por teléfono… Su Excelencia Konrad Voss, embajador de la República Federal Alemana… El capitán Desmoulins, de la Marina francesa; De Jong, de la Marina holandesa; Hasselmann, de la Marina alemana, y el capitán Manning, de la Marina de los Estados Unidos.

Mike Manning alargó la mano y miró a los ojos al barbudo noruego.

—Me alegro de conocerle, capitán.

Se le atragantaron las palabras. Thor Larsen le miró una fracción de segundo más que a los otros jefes navales, y siguió adelante.

—Por último —siguió el capitán Preston—, permita que le presente al comandante Simon Fallon, de los comandos de la Royal Marine.

Larsen miró al bajo y cuadrado infante de Marina y sintió la dureza de su mano en la suya. «A fin de cuentas —pensó—, Svoboda tenía razón.»

A invitación del capitán Preston, se sentaron todos alrededor de la ancha mesa.

—Capitán Larsen, debo dejar bien claro que nuestra conversación será grabada y transmitida directamente sin posible interferencia, desde este camarote a Whitehall, donde la primer ministro de Gran Bretaña estará escuchando.

Larsen asintió con la cabeza. Su mirada se volvía constantemente al americano; todos los demás le observaban con interés; en cambio el marino de los Estados Unidos miraba fijamente la mesa de caoba.

—Antes de empezar, ¿puedo ofrecerle algo? —preguntó Preston—. ¿Una bebida? ¿Algo de comer? ¿Té? ¿Café?

—Sólo un café, gracias. Sin azúcar.

El capitán Preston hizo una seña a un camarero que estaba en la puerta y desapareció en seguida.

—Se ha convenido que, para empezar, formularé la pregunta que interesa y preocupa a todos nuestros Gobiernos —siguió diciendo el capitán Preston—. Los señores Grayling y Voss han aceptado amablemente esto. Desde luego, cada cual puede hacer cualquier pregunta que yo pueda olvidar. Así, pues, en primer lugar, ¿puedo preguntarle, capitán Larsen, lo que sucedió en la madrugada de ayer?

«¿Fue realmente ayer?», pensó Larsen. Sí; las tres de la madrugada del viernes, y ahora eran las tres y cinco de la tarde del sábado. Sólo habían pasado treinta y seis horas. ¡Y parecían una semana!

Breve y claramente, describió el secuestro del Freya durante la guardia de noche; con qué facilidad subieron los atacantes a bordo y encerraron a la tripulación en el cuarto de la pintura.

—Entonces, ¿son siete? —preguntó el comandante de infantería de Marina—. ¿Está seguro de que no son más?

—Completamente seguro —afirmó Larsen—. Sólo siete.

—¿Y sabe usted quiénes son? —preguntó Preston—. ¿Judíos?

—¿Arabes? ¿De las Brigadas Rojas?

Larsen miró, sorprendido, los rostros que le rodeaban. Había olvidado que, fuera del Freya, nadie sabía quiénes eran los secuestradores.

—No —respondió—. Son ucranianos. Nacionalistas ucranianos. El jefe se hace llamar simplemente Svoboda. Me dijo que significa «libertad» en ucraniano. Siempre hablan entre ellos en lo que parece ser ucraniano. Con toda seguridad, es una lengua eslava.

—Entonces, ¿por qué diablos quieren la liberación de dos judíos rusos presos en Berlín? —preguntó, furioso, Jan Grayling.

—No lo sé —respondió Larsen—. El jefe dice que son amigos suyos.

—Un momento —intervino el embajador Voss—. Todos nos hemos dejado sugestionar por el hecho de que Mishkin y Lazareff son judíos y desean ir a Israel. Pero ambos proceden de Ucrania, de la ciudad de Lvov. Mi Gobierno no pensó que podían ser también guerrilleros ucranianos.

—¿Por qué creen que la liberación de Mishkin y Lazareff ayudará a la causa nacionalista ucraniana? —preguntó Preston.

—No lo sé —contestó Larsen—. Svoboda no quiso decírmelo; se lo pregunté, estuvo a punto de contestarme, pero lo pensó mejor. Sólo dijo que la liberación de esos dos hombres sería tan funesta para el Kremlin, que podría provocar un levantamiento popular masivo.

Los rostros de los hombres que le rodeaban reflejaron una total incomprensión. Las últimas preguntas sobre la distribución del barco, el lugar donde estaban Svoboda y Larsen, y las posiciones de los guerrilleros, se llevaron otros diez minutos. Por último, el capitán Preston miró a los otros capitanes y a los representantes de Holanda y Alemania. Todos asintieron con la cabeza. Preston se inclinó hacia delante.

—Bueno, capitán Larsen, creo que ha llegado el momento de decírselo. Esta noche, el comandante Fallon y un grupo de compañeros suyos se acercarán al Freya buceando, subirán a bordo y eliminarán a Svoboda y a sus hombres.

Se echó atrás, para observar el efecto de sus palabras.

—No —replicó Thor Larsen, pausadamente—. No lo harán.

—Perdón, ¿qué ha dicho?

—Que no habrá ataque submarino, a menos que quieran ustedes que el Freya sea volado y hundido. Esto es lo que Svoboda me envió a decirles.

El capitán Larsen repitió, punto por punto, el mensaje de Svoboda a Occidente. Antes de que se pusiera el sol, se encenderían las luces del Freya. El hombre del castillo de proa sería retirado; toda la cubierta anterior, desde la proa hasta la base de la superestructura, quedaría intensamente iluminada.

En las dependencias interiores, todas las puertas que daban al exterior serían cerradas por dentro con llave y cerrojo. Y también se cerrarían todas las puertas interiores, para impedir el acceso a través de una ventana.

El propio Svoboda, con su detonador, permanecería dentro de la superestructura, ocupando uno de los más de cincuenta camarotes existentes en ella. Todas las luces de todos los camarotes serían encendidas, y se descorrerían todas las cortinas.

Un terrorista permanecería en el puente, en comunicación por walkie-talkie con el hombre de lo alto de la chimenea. Los otros cuatro patrullarían continuamente junto a la borda de toda la zona de popa del Freya, provistos de potentes focos, con los que escrutarían la superficie del mar. A la menor señal de burbujas o de alguien trepando por el costado del buque, el terrorista haría un disparo. El hombre de la chimenea daría la alarma al centinela del puente, el cual avisaría por teléfono al camarote ocupado por Svoboda. Esta línea telefónica estaría abierta toda la noche. Al oír la voz de alarma, Svoboda apretaría el botón rojo.

Cuando terminó su explicación se hizo un silencio alrededor de la mesa.

—¡El muy bastardo! —exclamó, furioso, el capitán Preston. Todos los del grupo fijaron la mirada en el comandante Fallon, que observaba a Larsen sin pestañear.

—¿Y bien, comandante? —preguntó Grayling.

—Podríamos subir a bordo por la proa —intervino Fallon. Larsen movió la cabeza.

—El centinela del puente les vería a la luz de los focos —dijo—. No llegarían a la mitad de la cubierta anterior.

—En todo caso, pondremos una trampa en la lancha que tienen para escapar —dijo Fallon.

—Svoboda pensó también en esto —replicó Larsen—. Van a llevarla a popa, donde estará bien iluminada por las luces de cubierta.

Fallon se encogió de hombros.

—Entonces, sólo nos resta el ataque frontal —dijo—: salir del agua disparando, emplear más hombres, subir a bordo contra toda oposición, derribar la puerta y entrar, uno a uno, en todos los camarotes.

—Imposible negó —firmemente Larsen—. No saltarían la borda antes de que Svoboda se enterase y nos enviase a todos al otro mundo.

—Debo decir que estoy de acuerdo con el capitán Larsen —terció Jan Grayling—. No creo que el Gobierno holandés apruebe una misión suicida.

—Ni el Gobierno de Alemania Federal —dijo Voss. Fallon intentó un último recurso.

—Usted está casi siempre a solas con él, capitán Larsen. ¿Sería capaz de matarle?

—Lo haría de buen grado —respondió Larsen—. Pero si está pensando en darme un arma, quíteselo de la cabeza. Cuando regrese, me registrarán minuciosamente, antes de que pueda acercarme a Svoboda. Si me encontrasen un arma, ejecutarían a otro de mis hombres. No voy a llevar nada a bordo. Ni armas, ni veneno.

—Temo que esto ha terminado, comandante Fallon —dijo el capitán Preston—. La operación no daría resultado.

Se levantó de la mesa.

—Bueno, caballeros, si no hay más preguntas para el capitán Larsen, creo que poco más podemos hacer. Ahora tenemos que informar a los Gobiernos afectados. Capitán Larsen, gracias por el tiempo que nos ha dedicado y por su paciencia. En mi camarote personal hay alguien que desea hablarle.

Thor Larsen salió del cuarto de oficiales precedido por una ordenanza. Mike Manning le siguió con mirada llena de angustia. La anulación del plan de ataque por el grupo del comandante Fallon hacía revivir la terrible posibilidad de que tuviese que cumplir las instrucciones llegadas de Washington aquella mañana.

El ordenanza abrió la puerta del camarote particular de Preston, para que entrase el capitán noruego. Lisa Larsen se levantó del borde de la cama, donde había estado sentada contemplando a través de la ventana la oscura silueta del Freya.

—Thor —saludó.

Larsen cerró la puerta de una patada. Abrió los brazos y estrechó en ellos a la mujer que se precipitó a su encuentro.

—Hola, ratoncito de las nieves.

En el despacho particular de la primer ministro, en Downing Street, terminó la transmisión desde el Argyll.

—Nada que hacer —dijo sir Nigel, expresando lo que pensaban todos.

La primer ministro se volvió hacia Munro.

—Bien, míster Munro, parece que sus noticias no serán tan académicas como pensábamos. Si la explicación puede ayudarnos a salir de este atasco, sus riesgos no habrán sido en vano. En pocas palabras, ¿por qué se comporta Maxim Rudin de este modo?

—Porque, como todos sabemos, su supremacía en el Politburó pende de un hilo desde hace meses…

—Por el asunto de las concesiones sobre armamentos a los norteamericanos —le interrumpió mistress Carpenter—. Esa es la cuestión que quiere aprovechar Vishnayev para derribarle.

—Señora, Yefrem Vishnayev ha jugado fuerte, para conquistar el poder supremo en la Unión Soviética y no puede retroceder. Pondrá todos los medios a su alcance para derribar a Rudin, porque si no lo hace, a los ocho días de la firma del Tratado de Dublín, Rudin le destruirá. Los dos hombres de Berlín pueden dar a Vishnayev el instrumento que necesita para que uno o dos miembros del Politburó cambien de bando y se unan a la facción de los halcones.

—¿Cómo? —preguntó sir Nigel.

—Hablando. Soltando la lengua. Llegando vivos a Israel y convocando una conferencia de la Prensa internacional. Infligiendo a la Unión Soviética una terrible humillación ante el público y las naciones.

—¿Por haber matado a un capitán aviador a quien nadie conocía? —preguntó la primer ministro.

—No. No por eso. La muerte del capitán Rudenko en la cabina del avión fue en realidad un accidente. La huida a Occidente era indispensable para los dos hombres, si querían dar publicidad mundial a su verdadera hazaña. Escuche usted, señora: el treinta y uno del pasado octubre, por la noche, en una calle de Kiev, Mishkin y Lazareff asesinaron a Yuri Ivanenko, jefe de la KGB.

Sir Nigel Irvine y Barry Ferndale se incorporaron de un salto como si les hubiese picado una avispa.

—¡Conque fue eso lo que le pasó! —farfulló Ferndale, el experto en asuntos soviéticos—. Yo pensaba que había caído en desgracia.

—Cayó en la tumba —rectificó Munro—. Naturalmente, el Politburó, lo sabe, y al menos uno, quizá dos, de los partidarios de Rudin, han amenazado con cambiar de bando si los asesinos consiguen escapar y humillar a la Unión Soviética.

—¿Está esto de acuerdo con la psicología rusa, míster Ferndale? —preguntó la primer ministro.

Ferndale frotó furiosamente los cristales de sus gafas con el pañuelo.

—Concuerda perfectamente, señora —confirmó, muy excitado—. Interna y externamente. En tiempos de crisis, por ejemplo, de escasez de alimentos, es imperativo que la KGB infunda temor al pueblo, y en particular a las nacionalidades no rusas, para tenerlos a raya. Si desapareciese este temor, si la terrible KGB se convirtiese en un hazmerreír, las repercusiones serían espantosas… desde el punto de vista del Kremlin, naturalmente.

»En el exterior, y especialmente en el Tercer Mundo, la impresión de que el poder del Kremlin es una fortaleza inexpugnable tiene importancia capital para Moscú, si quiere mantener su dominio y continuo avance.

»Sí, esos dos hombres son una bomba de relojería para Maxim Rudin. El asunto del Freya ha encendido la mecha, y el tiempo se acaba.

—Entonces, ¿por qué no se puede informar al canciller Busch del ultimátum de Rudin? —preguntó Munro—. Así comprendería que el Tratado de Dublín, que afecta muchísimo a su país, es más importante que el Freya.

—Porque —intervino sir Nigel— incluso la noticia de que Rudin ha presentado el ultimátum es secreta. Si se divulgase, todo el mundo sabría que se trata de algo más que de la muerte de un capitán aviador.

—Bien, caballeros —dijo mistress Carpenter—, todo esto es muy interesante, incluso fascinador; pero no contribuye a resolver el problema. El presidente Matthews se enfrenta con un dilema: permitir que el canciller Busch suelte a Mishkin y Lazareff, arruinando el tratado, o exigir que los dos hombres permanezcan en la cárcel, con la consiguiente destrucción del Freya, provocando las iras de casi una docena de Gobiernos europeos y la censura de todo el mundo.

»Cierto que intentó una tercera alternativa: pedir al primer ministro Golen que volviese a enviar los dos hombres a Alemania para ser de nuevo encarcelados, una vez liberado el Freya. Con ello trataba de dar satisfacción a Maxim Rudin. Tal vez se la habría dado, o tal vez no. Pero el caso fue que Benyamin Golen se negó. Y así quedó la cosa.

»Entonces, nosotros intentamos también una tercera alternativa: tomar el Freya por asalto y liberarlo. Pero esto se ha hecho imposible. Temo que no hay más alternativas, a menos que los norteamericanos hagan algo que, según sospecho, les ronda por la cabeza.

—¿Qué es? —preguntó Munro.

—Volar el barco con fuego de artillería —contestó sir Nigel Irvine—. No tenemos pruebas de ello, pero los cañones del Moran apuntan directamente al Freya.

—Realmente, hay una tercera alternativa. Podría satisfacer a Maxim Rudin, y debería dar resultado.

—Explíquese, por favor —dijo la primer ministro.

Munro lo hizo. Tardó menos de cinco minutos. Después, se hizo silencio.

—Me parece absolutamente repugnante —opinó al fin mistress Carpenter.

—Señora, permita que le diga, con todo respeto, que tuve la misma impresión cuando traicioné a mi agente, dejándolo en manos de la KGB —replicó Munro, con dureza.

Ferndale le lanzó una mirada de advertencia.

—¿Podríamos disponer de un artificio tan diabólico? —preguntó mistress Carpenter a sir Nigel.

Este estudió las puntas de sus dedos.

—Creo que el Departamento especializado puede obtener esa clase de cosas —respondió, a media voz.

Joan Carpenter suspiró profundamente.

—Gracias a Dios, no me corresponde a mí tomar la decisión. Debe hacerlo el presidente Matthews. Supongo que hay que decírselo. Pero habría que explicárselo personalmente. Dígame, míster Munro, ¿estaría usted dispuesto a realizar este plan?

Munro pensó en Valentina saliendo a la calle, donde acechaban los hombres de trinchera gris.

—Sí —afirmó—, sin el menor reparo.

—El tiempo apremia —dijo vivamente ella—. Si es que tiene que estar en Washington esta noche. ¿Alguna idea, sir Nigel?

—Sale un «Concorde» a las cinco —dijo él—, correspondiente al nuevo servicio con destino a Boston. Si el presidente quisiera, podría hacer que se desviase a Washington.

Mistress Carpenter miró su reloj. Marcaba las cuatro.

—Salga en seguida, míster Munro —dijo—. Informaré al presidente Matthews de las noticias traídas por usted de Moscú y le pediré que le reciba. Entonces podrá exponerle personalmente su un tanto macabra proposición. Es decir, si se aviene a recibirle con tanta rapidez.

Lisa Larsen seguía abrazada a su marido cinco minutos después de haber entrado este en el camarote. Él le preguntó por su casa, por sus hijos. Lisa había hablado con ellos hacía dos horas; el sábado no había colegio, y se hallaban en casa de los Dahl. Estaban bien. Acababan de volver de dar la comida a los conejos de bogneset. Las frases triviales se extinguieron.

—Thor, ¿qué va a pasar?

—No lo sé. No comprendo por qué se niegan los alemanes a soltar a esos dos hombres. No comprendo por qué los norteamericanos no quieren permitirlo. Hablo con ministros y embajadores, y tampoco saben nada.

—Si no ponen en liberad a esos hombres… ¿hará ese terrorista lo que dice? —preguntó ella.

—Es posible —respondió Larsen, reflexivamente—. Creo que lo intentará. Y, en este caso, yo trataré de impedírselo. Tengo que hacerlo.

—Y todos esos capitanes de ahí fuera, ¿por qué no te ayudan?

—Porque no pueden, ratoncito. Nadie puede ayudarme. Tengo que hacerlo yo, o nadie lo hará.

—No me fío del capitán americano —murmuró ella—. Le vi cuando llegué a bordo con míster Geayling. Ni una sola vez me miró a la cara.

—No puede hacerlo. Ni podría mirarme a mí. Compréndelo; tiene orden de volar el Freya.

Lisa se apartó de él y le miró, desorbitados los ojos.

—No puede hacer una cosa así —dijo—. Ningún hombre podría hacer esto a un semejante.

—Lo hará, si tiene que hacerlo. No lo sé de cierto, pero lo sospecho. Los cañones de su barco nos apuntan directamente. Si los americanos piensan que tienen que hacerlo, lo harán. Quemando el cargamento reducirían el daño ecológico y destruirían el arma del chantaje.

Ella se estremeció y volvió a abrazarle. Empezó a llorar.

—Le odio —dijo.

Thor Larsen le acarició los cabellos; su manaza casi le cubría la cabecita.

—No debes odiarle —murmuró—. El tiene sus órdenes. Todos tienen sus órdenes. Y harán lo que les digan unos hombres que están muy lejos, en las cancillerías de Europa y de América.

—No me importa. Les odio a todos.

El se echó a reír y le dio unas palmadas, suaves y tranquilizadoras.

—Hazme un favor, ratoncito de las nieves.

—Lo que tú digas.

—Vuelve a casa. Vuelve a Alesund. Márchate de este lugar. Cuida de Kurt y de Kristina. Y prepara la casa para mi regreso. Cuando todo esto termine, regresaré a casa. Cuenta con ello.

—Vuelve conmigo. Ahora.

—Sabes que tengo que ir allá. Se ha acabado el tiempo.

—No vuelvas al barco —le suplicó ella—. Si lo haces, te matarán.

Respiraba agitadamente, pugnando por no llorar, tratando de no lastimarle.

—Es mi barco —dijo dulcemente él—. Es mi tripulación. Sabes que tengo que ir.

La dejó en el sillón del capitán Preston.

En este mismo instante, el coche que llevaba a Adam Munro salió de Downing Street, pasando entre la multitud de curiosos que esperaban poder echar un vistazo a los poderosos en este momento de crisis, y cruzó Parliament Square, en dirección a Cromwell Road y la carretera de Heathrow.

Cinco minutos más tarde, Thor Larsen era sujetado al sillín por dos marineros de la Royal Navy, agitados sus cabellos por las aspas del «Wessex» que giraban sobre su cabeza.

El capitán Prestan, seis de sus oficiales y los cuatro capitanes de la OTAN, permanecían en fila a pocos metros de distancia. El «Wessex» empezó a elevarse.

—Caballeros —dijo el capitán Preston.

Cinco manos se elevaron hasta las cinco gorras galoneadas, en un saludo simultáneo.

Mike Manning observó al barbudo marino alejándose en el aire. Allá arriba, desde treinta metros, el noruego parecía mirarle fijamente.

«¡Lo sabe! —pensó Manning, con espanto—. ¡Jesús, María y José! ¡Lo sabe!»

Thor Larsen entró en su camarote de día, en el Freya, sintiendo en su espalda el cañón de una metralleta. Svoboda estaba en su sillón acostumbrado. Indicó a Larsen el del otro lado de la mesa.

—¿Le han creído? —preguntó el ucraniano.

—Sí —respondió Larsen—. Me han creído. Y tenía usted razón. Estaban preparando un ataque con hombres rana para después del anochecer. Lo han cancelado.

Drake resopló.

—Mejor así —dijo—. Si lo hubiesen intentado, habría apretado este botón sin vacilar, con suicidio o sin él. No me habrían dado alternativa.

A las doce menos diez, el presidente William Matthews colgó el teléfono; había estado hablando un cuarto de hora con la primer ministro de Gran Bretaña, que le había llamado desde Londres, y miró a sus tres consejeros. Todos ellos habían oído la conversación en el altavoz.

—Ya lo ven —dijo—. Los ingleses no van a realizar su ataque nocturno. Otra alternativa que se desvanece. Lo cual parece querer decir que no tendremos más remedio que volar nosotros mismos el Freya en mil pedazos. ¿Está preparado el buque de guerra?

—En posición, con los cañones dispuestos y cargados —confirmó Stanislav Poklevski.

—A menos que ese Munro tenga alguna buena idea —apuntó Robert Benson—. ¿Querrá usted recibirle, señor presidente?

—Bob, recibiría al mismísimo diablo si me diese la manera de salir de este aprieto —confesó Matthews.

—Al menos podemos estar seguros de una cosa —dijo David Lawrence—. La reacción de Maxim Rudin no era exagerada. A fin de cuentas, era la única que podía tener. En su lucha con Yefrem Vishnayev, ha agotado también todos sus triunfos. Pero, ¿cómo diablos consiguieron esos dos de la cárcel de Moabit liquidar a Yuri Ivanenko?

—Hay que suponer que el jefe del grupo que está en el Freya les ayudó —sugirió Benson—. Nada me complacería tanto como echarle la zarpa al tal Svoboda.

—Sin duda para matarle, ¿no? —sugirió Lawrence, con disgusto.

—Se equivoca —replicó Benson—. Lo tomaría a mi servicio. Es duro, ingenioso y temerario. Está haciendo bailar como muñecos diez Gobiernos europeos.

Era mediodía en Washington y las cinco de la tarde en Londres cuando el «Concorde» levantó sus patas como zancos sobre la pista de cemento de Heathrow, alzó la punta caída de su morro hacia el cielo occidental y puso rumbo a Poniente, cruzando la barrera del sonido.

La norma corriente de no producir el estampido sónico hasta hallarse sobre el alta mar había sido anulada por orden de Downing Street. El afilado dardo dio toda su potencia a los cuatro ruidosos motores «Olympus» inmediatamente después de despegar, y 150 000 libras de fuerza impulsaron al avión hacia la estratosfera.

El piloto bahía calculado llegar en tres horas a Washington, adelantando en dos horas al sol. A medio camino sobre el Atlántico, anunció a sus pasajeros con destino a Boston que, sintiéndolo mocho, tendría que detenerse unos momentos en el aeropuerto internacional de Dulles (Washington), antes de seguir hacia Boston, debido a las acostumbradas «razones técnicas».

Eran las siete de la tarde en Europa Occidental, pero las nueve en Moscú, cuando Yefrem Vishnayev consiguió la entrevista personal, sumamente desacostumbrada en un sábado por la noche, que había estado solicitando de Maxim Rudin durante todo el día.

El viejo dictador de la Rusia soviética accedió a recibir al teórico del partido en el salón de sesiones que tenía el Politburó en la tercera planta del edificio del Arsenal.

Vishnayev llegó acompañado del mariscal Nikolai Kerensky, pero se encontró con que Rudin estaba asistido de sus dos aliados, Dmitri Rykov y Vassili Petrov.

—Advierto que no son muchos los que disfrutan de este brillante fin de semana primaveral en el campo —dijo, con acritud.

Rudin se encogió de hombros.

—Yo estaba disfrutando de una cena íntima con dos amigos —dijo—. ¿Qué les trae al Kremlin a estas horas, camaradas Vishnayev y Kerensky?

No había secretarios ni guardias en el salón; sólo estaban allí los cinco jefazos de la Unión, en irritado enfrentamiento, bajo los globos encendidos en el alto techo.

—Una traición —gritó Vishnayev—. Una traición, camarada secretario general.

Se hizo un silencio ominoso, amenazador.

—Traición, ¿de quién? —preguntó Rudin.

Vishnayev se inclinó sobre la mesa y habló a tres palmos de la cara de Rudin.

—De dos puercos judíos de Lvov —susurró Vishnayev—. De dos hombres que ahora están en una cárcel de Berlín. De dos hombres cuya libertad reclama una banda de asesinos que se han apoderado de un petrolero en el mar del Norte. La traición de Mishkin y Lazareff.

—¿Es verdad —preguntó Rudin, cuidadosamente— que el asesinato del capitán Rudenko, de «Aeroflot», en diciembre pasado, a manos de esa pareja, constituye…?

—¿Y no es también verdad —preguntó Vishnayev, en tono amenazador— que esos dos asesinos mataron igualmente a Yuri ivanenko?

Maxim Rudin deseó ardientemente poder echar una mirada de soslayo a Vassili Petrov, que estaba a su lado. Algo había salido mal. Se había producido una filtración.

Petrov tenía los labios apretados, formando una línea recta y dura. También él, que dominaba ahora la KGB a través del general Abrassov, sabía que el círculo de personas que conocían toda la verdad era pequeño, muy pequeño. Estaba seguro de que el chivato había sido el coronel Kukushkin, el hombre que no había sabido proteger a su amo y que, después, no había sabido liquidar a los asesinos de su amo. Ahora trataba de salvar su carrera, y tal vez su vida, cambiando de chaqueta y haciendo confidencias a Vishnayev.

—La verdad es que existen sospechas en este sentido —dijo Rudin, cautelosamente—. Pero no es un hecho comprobado.

—Tengo entendido que sí lo es —saltó Vishnayev—. Esos dos hombres han sido identificados positivamente como los asesinos de nuestro querido camarada Yuri Ivanenko.

Parecía olvidar —pensó tristemente Rudin— que cuando Ivanenko vivía, él mismo, Vishnayev, le odiaba profundamente y deseaba su muerte.

—Eso es una cuestión académica —dijo Rudin—. Aunque sólo sea por la muerte del capitán Rudenko, los dos asesinos serán liquidados dentro de su cárcel de Berlín.

—O tal vez no —replicó Vishnayev, con bien simulada indignación—. Al parecer, pueden ser liberados por Alemania Federal y enviados a Israel. Occidente es débil; no aguantará mucho tiempo frente a los terroristas del Freya. Si aquellos dos hombres llegan vivos a Israel, hablarán. Y creo, amigos míos, sí, lo creo sinceramente, que todos sabemos lo que van a decir.

—¿Qué pide usted? —preguntó Rudin.

Vishnayev se levantó. Siguiendo su ejemplo, Kerensky también lo hizo.

—Pido —dijo Vishnayev— una reunión extraordinaria del Politburó en pleno, aquí, en este salón, mañana a esta misma hora, las nueve de la noche. Para un asunto de excepcional interés nacional. ¿Estoy en mi derecho, camarada secretario general?

El mechón de cabellos grises de Rudin se movió en señal de asentimiento. El secretario general miró a Vishnayev, frunciendo el ceño.

—Sí —gruñó—; está en su derecho.

—Entonces, hasta mañana a esta misma hora —dijo el teórico del partido, y salió de la habitación.

Rudin se volvió hacia Petrov.

—¿El coronel Kukushkin? —preguntó.

—Así parece. Pero, sea como fuere, Vishnayev lo sabe.

—¿Alguna posibilidad de eliminar a Mishkin y Lazareff dentro de Moabit?

Petrov movió la cabeza.

—No mañana mismo. Con tan poco tiempo, no hay posibilidad de montar una nueva operación a cargo de otro hombre. ¿Hay alguna manera de presionar a Occidente para que los retenga indefinidamente?

—No —negó secamente Rudin—. He ejercido sobre Matthews todas las presiones que tenía a mi alcance. No se me ocurre nada más. Ahora, la cosa depende de él; de él y de ese maldito canciller alemán de Bonn.

—Mañana —dijo Rykov, concienzudamente—, Vishnayev y los suyos traerán a Kukushkin y exigirán que le oigamos. Si, en aquel momento, Mishkin y Lazareff están en Israel…

A las ocho de la tarde, hora europea, Andrew Drake, hablando por medio del capitán Thor Larsen desde el Freya, lanzó su ultimátum definitivo.

A las nueve de la mañana siguiente, o sea, dentro de trece horas, el Freya vertería cien mil toneladas de crudo en el mar del Norte, a menos que Mishkin y Lazareff estuviesen en el aire, volando hacia Tel-Aviv. Y si a las ocho de la tarde no estaban en Israel y habían sido debidamente identificados, el Freya sería volado y hecho pedazos.

—¡Esto colma la medida! —gritó Dietrich Busch, cuando se enteró del ultimátum, a los diez minutos de ser radiado desde el Freya—. ¿Quién se cree que es William Matthews? Nadie, nadie en absoluto, obligará al canciller de Alemania a seguir con este juego. ¡Se acabó!

A las ocho y veinte minutos, el Gobierno federal alemán anunció su decisión unilateral de poner en libertad a Mishkin y Lazareff el día siguiente, a las ocho de la mañana.

A las ocho y media de la tarde llegó al U.S.S. Moran un mensaje personal cifrado, dirigido al capitán Mike Manning. Después de descifrado, decía sencillamente esto: Prepárese para dar la orden de fuego mañana a las siete de la mañana.

Manning estrujó el papel en el cerrado puño y miró hacia el Freya a través de la ventanilla. Estaba iluminado como un árbol de Navidad; los focos y los arcos voltaicos envolvían su imponente superestructura en un blanco resplandor. Y el barco reposaba sobre el océano, a cinco millas de distancia, condenado a muerte e impotente, esperando que uno de sus dos verdugos acabase con él.

Mientras Thor Larsen hablaba por el radioteléfono del Freya a Control del Mosa, el «Concorde» en el que viajaba Adam Munro sobrevoló la cerca del aeropuerto Dulles, con las aletas y el tren de aterrizaje colgando, y el morro erguido como un ave de rapiña de alas en forma de delta, tratando de agarrarse a la pista.

Los asombrados pasajeros, mirando como peces de acuario a través de las pequeñas ventanillas, sólo observaron que el avión no se dirigía a la estación terminal, sino que se detenía, con los motores en marcha, en una zona de aparcamiento contigua a la pista. Un grupo y un automóvil negro estaban esperando.

Un solo pasajero, sin abrigo ni equipaje de mano, se levantó de uno de los asientos delanteros, se dirigió hacia la puerta y bajó corriendo la escalerilla. Segundos más tarde, se retiró ésta, se cerró la puerta y el piloto pidió disculpas y anunció que despegarían inmediatamente en dirección a Boston.

Adam Munro subió al automóvil y se sentó entre sus dos corpulentos acompañantes, que inmediatamente le pidieron su pasaporte. Los dos agentes del servicio secreto del presidente le observaron atentamente, mientras el coche rodaba sobre el asfalto hacia el lugar donde esperaba un helicóptero con las aspas girando, a la sombra de un hangar.

Los agentes se mostraron corteses y amables. Pero tenían que cumplir las órdenes y cachearon minuciosamente a Munro antes de subir al helicóptero, por si llevaba algún arma escondida. Cuando quedaron satisfechos, le invitaron a subir, y el pajarraco se elevó y se dirigió a Washington, cruzando el Potomac y los extensos prados de la Casa Blanca. Cuando aterrizaron a menos de cien metros de las ventanas del Salón Oval, hacía sólo media hora que el avión lo había hecho en Dulles y eran las tres de una templada tarde de primavera en Washington.

Los dos agentes acompañaron a Munro a través del prado, hasta un estrecho callejón que discurría entre el edificio gris de la Oficina Ejecutiva, monstruosidad victoriana de pórticos y columnas; con una asombrosa variedad de tipos de ventana, y la mucho más pequeña y blanca Ala Izquierda, baja y cuadrada estructura parcialmente hundida bajo el nivel del suelo.

Los dos agentes condujeron a Munro a una pequeña puerta a nivel del sótano. En el interior se identificaron e hicieron lo propio con el visitante, mostrando sus credenciales a un policía uniformado y sentado detrás de una mesita. Munro se sorprendió: todo aquello estaba bastante apartado de la fachada principal de la residencia en Pennsylvania Avenue, tan conocida por los turistas y tan amada por los americanos.

El policía habló con alguien por un teléfono interior, y, a los pocos minutos, una secretaria salió de un ascensor. Condujo a los tres recién llegados por un pasillo, al final del cual subieron una estrecha escalera. En la primera planta, correspondiente al nivel del suelo, salieron por una puerta a un corredor alfombrado, donde un ayudante vestido de gris oscuro arqueó las cejas al ver al desgreñado y mal afeitado inglés.

—Tenga la bondad de seguirme, míster Munro —indicó, echando a andar.

Los dos agentes del servicio secreto se quedaron con la joven.

Munro fue conducido por el pasillo, donde había un pequeño busto de Abraham Lincoln. Dos empleados que venían en sentido contrario se cruzaron con ellos en silencio. El guía de Munro torció a la izquierda y se dirigió a otro policía uniformado, sentado a una mesa junto a una puerta blanca y con paneles. El policía examinó también el pasaporte de Munro, miró a éste con visible desaprobación, metió la mano debajo de la mesa y apretó un botón. Sonó un zumbido y el ayudante empujó la puerta. Al abrirse ésta, se apartó e invitó a Munro a pasar. Este avanzó dos pasos y se encontró en el Salón Oval. La puerta se cerró con un chasquido.

Los cuatro hombres que se hallaban en el salón le estaban sin duda esperando, pues todos miraban en dirección a la puerta por la que acababa de entrar. Reconoció al presidente William Matthews, aunque éste era muy distinto del que conocían los electores: fatigado, macilento, diez años más viejo que el hombre sonriente, confiado, maduro pero enérgico, que habían visto en los carteles.

Robert Benson se levantó y acercó a Munro.

—Soy Bob Benson —se presentó.

Le condujo a la mesa, sobre la cual se inclinó William Matthews para estrecharle la mano. Luego, fue presentado a David Lawrence y a Stanislav Poklevski, a los que conocía por sus fotografías en los periódicos.

—Conque —dijo el presidente, mirando con curiosidad al agente inglés desde el otro lado de la mesa— usted es el hombre que dirige a el Ruiseñor, ¿no?

—Que lo dirigía, señor presidente —rectificó Munro—. Por lo que vi hace doce horas, creo que el Ruiseñor ha caído en poder de la KGB.

—Lo lamento —dijo Matthews—. Pero, ¿sabe usted qué diabólico ultimátum me dirigió Maxim Rudin sobre el asunto de ese petrolero? Tenía que saber la causa de su actitud.

—Ahora la sabemos —tercio Poklevski—, aunque no parece cambiar demasiado las cosas, salvo demostrar que Rudin está acorralado, como lo estamos nosotros aquí. La explicación es fantástica; nada menos que el asesinato de Yuri Ivanenko por dos homicidas aficionados en una calle de Kiev. Pero todavía estamos en un brete…

—No tenemos que explicar a míster Munro la importancia del Tratado de Dublín, ni el peligro de guerra en el caso de que Yefrem Vishnayev subiese al poder —dijo David Lawrence—. ¿Ha leído todas las transcripciones de las sesiones del Politburó que le entregó el Ruiseñor, míster Munro?

—Sí, señor secretario —afirmó Munro—. Los leí en la versión original rusa, inmediatamente después de serme entregadas. Sé lo que ambos bandos se están jugando.

—Entonces, ¿cómo diablos podemos salir de esta situación? —preguntó el presidente Matthews—. Su primer ministro me pidió que le recibiese, diciéndome que usted tenía cierto proyecto que ella no podía comunicarme por teléfono. Este es el motivo de su visita, ¿no?

—Sí, señor presidente.

En aquel momento sonó el teléfono. Benson escuchó durante unos segundos y colgó.

—Las cosas se precipitan —anunció—. Ese Svoboda, del Freya, acaba de anunciar que verterá cien mil toneladas de petróleo a las nueve de la mañana, hora europea, o sea, a las cuatro en nuestro reloj. Poco más de doce horas, a partir de este momento.

—¿Y cuál es su sugerencia, míster Munro? —preguntó el presidente Matthews.

—Señor presidente, estamos ante un dilema fundamental. O Mishkin y Lazareff son puestos en libertad y enviados a Israel, caso en el cual hablarán y arruinarán a Maxim Rudin y el Tratado de Dublín, o permanecen donde están, y entonces el Freya será volado desde dentro o tendrá que serlo desde fuera, con toda su tripulación a bordo.

No mencionó la sospecha británica referente al verdadero papel a desempeñar por el Moran, pero Poklevski dirigió una rápida mirada al impasible Benson.

—Lo sabemos, míster Munro —dijo el presidente.

—Pero el verdadero miedo de Maxim Rudin no tiene en realidad nada que ver con la situación geográfica de Mishkin y Lazareff. Lo que realmente le preocupa es que tengan oportunidad de explicar al mundo lo que hicieron, hace cinco meses, en aquella calle de Kiev.

William Matthews suspiró.

—Ya habíamos pensado en eso —dijo—. Pedimos al primer ministro Golen que aceptase a Mishkin y Lazareff, les mantuviese incomunicados hasta que fuese liberado el Freya y los devolviese después a la prisión de Moabit, o, en otro caso, que los retuviese bien aislados en una cárcel israelí, durante diez años. Pero se negó. Dijo que había accedido públicamente a lo que pedían los terroristas, y que no podía retractarse. Y no lo hará. Siento que su viaje haya sido en vano, míster Munro.

—No me refería a eso —dijo Munro—. Durante el vuelo, escribí mi sugerencia, en forma de memorándum, en un papel de notas de la línea aérea.

El presidente leyó el memorándum con expresión de creciente horror.

—Eso es espantoso —replicó, cuando hubo terminado—. Aquí no tengo alternativa. Mejor dicho, elija lo que elija, van a producirse muertes.

Adam Munro le miró sin ninguna compasión. Con el tiempo había aprendido que, en principio, los políticos no ponen muchas objeciones a las pérdidas de vidas, con tal de que no se sepa públicamente que han tenido algo que ver con ello.

—Ha ocurrido antes de ahora, señor presidente —habló, con voz firme—, y sin duda volverá a ocurrir. En «la Empresa» lo llamamos «la Alternativa del Diablo».

Sin decir palabra, el presidente Matthews pasó el memorándum a Robert Benson, el cual lo leyó rápidamente.

—Ingenioso —admitió—. Podría dar resultado, ¿Se llegaría a tiempo?

—Tenemos el equipo —dijo Munro—. El tiempo es escaso, pero suficiente. Yo tendría que estar en Berlín a las siete de la mañana, hora de Berlín, o sea, dentro de diez horas.

—Pero aunque nosotros lo aceptemos, ¿estará de acuerdo Maxim Rudin? —preguntó el presidente—. Sin su conformidad, el Tratado de Dublín fracasaría.

—La única manera de saberlo es preguntándoselo —intervino Poklevski, que había acabado de leer el memorándum y lo pasó a David Lawrence.

El bostoniano secretario de Estado dejó los papeles, como si tuviese miedo de mancharse los dedos.

—Me parece una idea despiadada y repulsiva —opinó—. Ningún Gobierno de los Estados Unidos podría estampar el imprirnatur en semejante plan.

—¿Es peor que permanecer sentado mientras treinta marineros inocentes son quemados vivos en el Freya? —preguntó Munro.

El teléfono volvió a sonar. Cuando Benson hubo colgado el aparato, se volvió hacia el presidente.

—Creo que no tenemos más alternativa que pedir su conformidad a Maxim Rudin —dijo—. El canciller Busch acaba de anunciar que Mishkin y Lazareff serán excarcelados a las cero ocho cero cero, hora europea. Y esta vez no se echará atrás.

—Entonces, tenemos que intentarlo —dijo Matthews—. Pero no asumiré yo solo la responsabilidad. Maxim Rudin tiene que autorizar la puesta en práctica del plan. Hay que avisarle. Le llamare personalmente.

—Señor presidente —dijo Munro—, Maxim Rudin no empleó la línea privada para dirigirle su ultimátum. No está seguro de la fidelidad de algunos miembros del personal dentro del Kremlin. En estas luchas entre facciones, incluso los peces pequeños pueden cambiar de camisa y suministrar información secreta a la oposicion. Creo que esta proposición hay que hacérsela en persona, o se vería obligado a rechazarla.

—No creo que tuviese usted tiempo de volar a Moscú durante la noche y estar en Berlín al amanecer —objetó Poklevski.

—Hay una manera —intervino Benson—. Hay un Blackbird en Andrews que cubriría la distancia en el tiempo previsto.

El presidente Matthews tomó una resolución.

—Bob, lleve personalmente a míster Munro a la base de Andrews. Avisen a la tripulación del Blackbird a fin de que estén preparados para despegar dentro de una hora. Yo telefonearé personalmente a Maxim Rudin, para pedirle que autorice la entrada del avión en el espacio aéreo soviético y que reciba a Adam Munro, como mí enviado especial. ¿Algo más míster Munro?

Munro sacó una hoja de papel de su bolsillo.

—Quisiera que la Compañía enviase urgentemente este mensaje a sir Nigel Irvine, a fin de que él pueda cuidar de lo concerniente a Londres y Berlín —pidió.

—Así se hará —aceptó el presidente—. Ahora, póngase en camino, míster Munro. Le deseo mucha suerte.