CAPÍTULO XVI

De 08.00 a 15.00

«Dyetski Mir» significa «El Mundo de los Niños» y es la tienda de juguetes más importante de Moscú, con cuatro pisos llenos de muñecas, muñecos, juguetes y juegos. Comparada con sus equivalentes occidentales, las instalaciones son sencillas, y las mercancías, vulgares; pero es lo mejor que tiene la capital soviética, dejando aparte las tiendas «Beriozka», frecuentadas, sobre todo, por los extranjeros que pagan con divisas fuertes.

Por una ironía no premeditada, se halla situada en la plaza Dzerzhinsky, frente al Cuartel General de la KGB, que no es precisamente un mundo infantil. Adam Munro se presentó en la planta baja de la tienda de juguetes momentos antes de las diez de la mañana, hora de Moscú, cuando eran las ocho en el mar del Norte. Empezó a examinar un oso de nilón, como preguntándose si lo compraría para su retoño.

Dos minutos después, alguien se colocó a su lado, delante del mostrador. Adam vio, por el rabillo del ojo, que ella estaba pálida y que tenía apretados y descoloridos los gordezuelos labios.

La mujer asintió con la cabeza y empezó a hablar en voz baja, pero natural, como sin dar importancia a lo que decía.

—Pude ver la transcripción, Adam. La cosa es grave.

Cogió un muñeco que imitaba a un monito de piel artificial y, siempre sin levantar la voz, comunicó a Munro lo que había descubierto.

—Eso es imposible —murmuró él—. Todavía está convaleciente de un ataque al corazón.

—No. Fue asesinado el treinta y uno de octubre pasado, por la noche, en una calle de Kiev.

Dos vendedoras, apoyadas en la pared a seis metros de ellos, les miraron sin curiosidad y volvieron a su parloteo. Una de las pocas ventajas de las tiendas moscovitas es el poco caso que le hacen a uno los dependientes.

—¿Y esos dos de Berlín fueron los asesinos? —inquirió Munro.

—Así parece —afirmó lentamente ella—. Y ellos temen que, si escapan a Israel, celebren una conferencia de Prensa e inflijan una intolerable humillación a la Unión Soviética.

—Provocando la caída de Maxim Rudin —murmuró Munro—. No es extraño que no quiera consentir su puesta en libertad. No puede hacerlo. Tampoco él tiene alternativa. ¿Y tú? ¿Estás a salvo, querida?

—No lo sé. No lo creo. Se mostraron recelosos, aunque no dijeron nada. El hombre de la centralita telefónica informará sobre tu llamada, y el portero dirá que salí de madrugada. Y sacarán sus consecuencias.

—Escucha, Valentina; voy a sacarte de aquí. Rápidamente, en los próximos días.

Por primera vez, ella se volvió y le miró a la cara. Munro vio que estaba a punto de llorar.

—Se acabó, Adam. He hecho lo que me pediste, y, ahora, es demasiado tarde. —Se puso de puntillas y le besó ligeramente, ante los asombrados ojos de las dependientas—. Adiós, Adam, amor mío. Lo siento.

Se volvió, se detuvo un momento para sobreponerse, cruzó la puerta cristalera y salió a la calle, como había cruzado antaño el Muro para volver al Este. Desde el sitio donde estaba, con una muñeca de cara de plástico en la mano, Adam la vio llegar a la acera y perderse de vista. Un hombre envuelto en una trinchera gris, que estaba limpiando el parabrisas de un coche, se irguió, hizo una seña a su compañero sentado detrás del cristal y echó a andar detrás de Valentina.

Adam Munro sintió que el dolor y la ira subían a su garganta, como una bola de ácido pegajoso. Los ruidos de la tienda fueron ahogados por un zumbido en sus oídos. Apretó la mano sobre la cabeza de la muñeca, aplastando y haciendo añicos la sonriente carita bajo la cofia de blonda. Una dependienta se acercó rápidamente a él.

—La ha roto —indicó—. Son cuatro rublos.

Comparadas con el revuelo del público y de los medios de difusión, producido la tarde anterior alrededor del canciller de Alemania Federal, las recriminaciones que cayeron sobre Bonn el sábado por la mañana tuvieron la fuerza de un huracán.

El Ministerio de Asuntos Exteriores recibió un alud de peticiones, en los términos más apremiantes, de las Embajadas de Finlandia, Noruega, Suecia, Dinamarca, Francia, Holanda y Bélgica, para que fuesen recibidos sus embajadores. Todos éstos fueron atendidos, y todos ellos formularon, en la cortés fraseología de la diplomacia, la misma pregunta: «¿Qué diablos sucede?»

Los periódicos y las emisoras de radio y de televisión llamaron al personal con permiso de fin de semana, tratando de obtener la máxima información sobre el caso, lo cual no resultaba fácil. No había fotografías del Freya desde el secuestro, salvo las tomadas por el fotógrafo francés, que habían sido confiscadas al ser él detenido. En realidad, esas fotografías estaban siendo estudiadas en París, aunque las tomadas por las sucesivas Nimrods eran igualmente buenas y llegaban a poder del Gobierno francés.

A falta de noticias sólidas, los periódicos trataban de echar mano a lo que podían. Dos atrevidos ingleses sobornaron al personal del «Hotel Hilton», de Rotterdam, para que les prestasen sendos uniformes, y trataron de introducirse en la suite donde Harry Wennerstrom y Lisa Larsen estaban prácticamente sitiados.

Otros buscaron a ex primeros ministros, funcionarios ministeriales y capitanes de petroleros, para pedirles su opinión. Grandes sumas de dinero fueron ofrecidas a las esposas de los tripulantes, que habían sido localizadas en su mayoría, para que se dejasen fotografiar mientras pedían la liberación de sus maridos.

Un ex jefe mercenario ofreció tomar él solo por asalto el Freya, a cambio de un millón de dólares; cuatro arzobispos y diecisiete parlamentarios de diferentes tendencias se ofrecieron como rehenes, en sustitución del capitán Larsen y sus tripulantes.

—¿Separadamente, o en grupo? —gruñó Dietrich Busch, cuando le informaron de ello—. Ojalá estuviese William Matthews a bordo, en vez de esos treinta buenos marineros. De ser así, yo aguantaría hasta Navidad.

Mediada la mañana, los soplos recogidos por los dos astros alemanes de la Prensa y de la Radio empezaron a surtir efecto. Sus respectivos comentarios a través de la Radio y la Televisión alemanas fueron recogidos por las agencias de noticias y por los corresponsales en Alemania, y estudiados a fondo. Y empezó a circular la versión de que, en realidad, Dietrich Busch había actuado, en las horas que precedieron a la aurora, bajo una fortísima presión americana.

Bonn se negó a confirmarlo, pero tampoco lo negó. Las respuestas evasivas del portavoz del Gobierno sirvieron para que la Prensa se afirmase en su creencia.

Al salir el sol en Washington, cinco horas más tarde que en Europa, el interés se dirigió hacia la Casa Blanca. A las seis de la mañana, hora de Washington, los periodistas acreditados en la Casa Blanca pidieron una entrevista con el presidente en persona. Tuvieron que contentarse, aunque no quedaron satisfechos, con un aturrullado y evasivo portavoz oficial. En realidad, éste se mostró evasivo porque no sabía qué decir; sus repetidas preguntas al Salón Oval sólo le valieron nuevas instrucciones de que dijese a los sabuesos de la Prensa que el asunto correspondía a Europa y que eran los europeos quienes debían hacer lo que creyesen mejor, con lo que la cuestión rebotaba de nuevo contra el cada vez más indignado canciller alemán.

—¡Por mil diablos! ¿Cuánto tiempo más va a durar esto? —gritó el agitado William Matthews a sus consejeros, mientras rechazaba un plato de huevos revueltos poco después de las seis de la mañana, hora de Washington.

La misma pregunta se hacía, y no se contestaba, en docenas de oficinas de América y de Europa, aquella inquieta mañana sabatina.

Desde su despacho de Texas, el dueño del millón de toneladas de crudo Mubarraq almacenado, peligrosamente, debajo de la cubierta del Freya, llamó por teléfono a Washington.

—¡Me importa un bledo la hora de la mañana que sea! —gritó al secretario del director de la campaña del partido—. Quiero que se ponga al aparato. Dígale que le llama Clint Blake. ¿Entendido?

Cuando, al fin, se puso al aparato el director de la campaña del partido político al que pertenecía el presidente, no estaba de muy buen humor. Pero cuando colgó el teléfono, estaba francamente desolado. Una contribución de un millón de dólares en una campaña electoral no era grano de anís en ningún país del mundo, y Clint Blake no había hablado en broma al amenazar con retirar aquella subvención a su partido y dársela a la oposición.

Parecía importarle muy poco que el cargamento estuviese plenamente asegurado contra toda pérdida por «Lloyd’s». Aquella mañana, el tejano estaba furioso.

Harry Wennerstrom estuvo casi toda la mañana hablando por teléfono con Estocolmo, llamando a todos sus amigos y conocidos en las esferas del Gobierno, de la navegación y de la Banca, para que presionasen al primer ministro sueco. Las presiones fueron eficaces y se trasladaron sobre Bonn.

En Londres, el presidente de «Lloyd’s», sir Murray Kelso, encontró al subsecretario permanente del Departamento del Medio Ambiente en su despacho de Whitehall. Generalmente, el sábado no es un día en que los funcionarios británicos estén en sus oficinas; pero aquél no era un sábado normal. Sir Rupert Mossbank había vuelto apresuradamente del campo, antes del amanecer, cuando llegó de Downing Street la noticia de que Mishkin y Lazareff no serían puestos en libertad. Mostró un sillón a su visitante.

—Un maldito asunto —indicó sir Murray.

—Realmente espantoso —corroboró sir Rupert.

Hizo que les sirviesen el té, y los caballeros sorbieron la infusión.

—La cuestión es —dijo sir Murray, al fin— que se hallan en juego enormes cantidades. Cerca de mil millones de dólares. Aunque los países víctimas de la marea negra, si es volado el Freya, opten por reclamar los perjuicios a Alemania, y no a nosotros, todavía tendremos que soportar la pérdida del barco, del cargamento y de la tripulación. Esto representa unos cuatrocientos millones de dólares.

—Supongo que podrán cubrirlos —dijo ansiosamente sir Rupert.

«Lloyd’s» era más que una compañía; era una institución, y, dado que el Departamento de sir Rupert cuidaba de la Marina Mercante, el hombre se sentía directamente afectado.

—¡Oh, sí! Podremos cubrirlos. Tendremos que hacerlo —afirmó sir Murray—. Lo malo es que una cantidad tan importante tendría que reflejarse en las ganancias invisibles del país, correspondientes al año. En realidad, podría romper el equilibrio. Y, si hubiese que solicitar otro préstamo del FML…

—El asunto es de competencia de los alemanes, ¿sabe? —indicó Mossbank—. En realidad, nada podemos hacer.

—Sin embargo, se podría presionar un poco a los alemanes en esta cuestión. Desde luego, los secuestradores de aviones son unos bastardos; pero en estas circunstancias, ¿por qué no dejar que se larguen esos dos incordios de Berlín? Cuanto más lejos se vayan, tanto mejor será.

—Déjele en mis manos —dijo Mossbank—. Veré lo que puedo hacer.

En su fuero interno, sabía que no podía hacer nada. El informe confidencial que había guardado en su caja fuerte decía que el comandante Fallon iría allí en kayak dentro de once horas, y, hasta entonces, la orden de la primer ministro era que se retuviese la línea.

A media mañana el canciller Dietrich Busch recibió la noticia del proyectado ataque de los submarinistas en el curso de una entrevista privada con el embajador británico. Eso le apaciguó muy poco.

—¡Conque se trataba de eso! —exclamó, cuando hubo examinado el proyecto desplegado ante sus ojos—. ¿Por qué no pudieron decírmelo antes?

—Porque no estábamos seguros de que fuese factible —dijo suavemente el embajador, de acuerdo con las instrucciones recibidas—. Estuvimos trabajando en ello durante toda la tarde de ayer y toda la noche última. Al amanecer, tuvimos la seguridad de que era perfectamente realizable.

—¿Qué probabilidades de éxito consideran que tienen? —preguntó Dietrich Busch.

El embajador carraspeó.

—Calculamos que las probabilidades son de tres a uno a nuestro favor —respondió—. El sol se pone a las siete y media. A las nueve, la oscuridad es total. Nuestros hombres actuarán a las diez de esta noche.

El canciller consultó su reloj. Faltaban doce horas. Si los ingleses intentaban la acción y tenían éxito, sus hombres rana se llevarían buena parte del mérito, pero también se lo reconocerían a él, por mantenerse firme. Si fracasaban, la responsabilidad sería de ellos.

—Así, pues, todo depende ahora de ese comandante Fallon. Está bien, señor embajador, continuaré representando mi papel hasta las diez de esta noche.

Aparte sus baterías de misiles dirigidos, el USS Moran estaba armado con dos cañones navales «Mark 45», de 125 mm; uno en la proa y el otro en la popa. Eran del tipo más moderno, apuntados por radar y controlados por computadora.

Cada uno de ellos podía disparar un cargador entero de veinte granadas, en rápida sucesión y sin tener que recargar, y la secuencia de los diversos tipos de proyectil podían predeterminarse en la computadora.

Habían quedado muy atrás los viejos tiempos en que las municiones de los cañones navales tenían que sacarse manualmente del pañol, elevarse mecánicamente a la torre del cañón y ser introducidas en la recámara por sudorosos artilleros. En el Moran, las granadas eran seleccionadas según su tipo y efectos por las computadoras, de entre las del pañol de municiones; los proyectiles eran subidos automáticamente a la torre, y los cañones eran cargados, disparados, vaciados, vueltos a cargar y disparados de nuevo, sin que la mano del hombre tuviese que intervenir para nada.

La puntería se hacía por radar; los ojos invisibles del barco buscaban el blanco de acuerdo con instrucciones programadas; afinaban la puntería teniendo en cuenta el viento, la distancia y los movimientos del blanco y del propio barco, y después, la mantenían hasta nueva orden. La computadora trabajaba en armonía con los ojos del radar, absorbiendo en fracciones de segundo la menor desviación del propio Moran, del blanco o de la fuerza del viento. Una vez fijada la puntería, nada importaba que el blanco empezase a moverse, y el Moran podía ir a donde quisiera; los cañones se desplazarían simplemente y en silencio sobre sus soportes, manteniendo fijas sus mortales bocas sobre el punto al que debían ir a parar sus granadas. Un mar encrespado podía obligar al Moran a cabecear y a mecerse; el blanco podía guiñar y oscilar; nada de eso importaba, porque lo compensaba la computadora. Incluso la pauta a seguir por las granadas disparadas podía predeterminarse.

Para mayor seguridad, el oficial de artillería podía observar el blanco con ayuda de una cámara montada a gran altura, y dar nuevas instrucciones al radar y a la computadora, si quería cambiar de blanco.

El capitán Mike Manning observaba el Freya desde la borda con grave atención. Quienquiera que hubiese aconsejado al presidente, había hecho un buen trabajo. Si el Freya vertía en el mar su millón de toneladas de crudo, el daño producido por la contaminación del agua sería enorme. Pero si el cargamento era incendiado estando aún en los depósitos, o a los pocos segundos de partirse el buque, ardería. En realidad, haría más que arder: explotaría.

Normalmente, es muy difícil quemar el petróleo crudo; pero, si se calienta lo bastante, alcanza inevitablemente su punto de ignición y se inflama. El crudo Mubarraq que transportaba el Freya era el más ligero de todos, y, si se introducían masas de magnesio inflamado, que ardían a más de 1000 grados centígrados, en el interior del casco, se lograría aquel efecto y aún sobraría un buen margen de calor. El noventa por ciento del cargamento no llegaría nunca al mar en forma de petróleo, sino que se inflamaría, formando una bola de fuego de más de 3000 metros de altura.

Todo lo que quedaría del cargamento sería una capa de espuma, que se deslizaría sobre la superficie del mar, y un negro penacho de humo del tamaño de la nube que se cernió antaño sobre Hiroshima. Del barco propiamente dicho no quedaría nada; pero el problema de la contaminación se reduciría a proporciones que permitirían solucionarlo. Mike Manning envió a buscar a su oficial artillero, teniente Chuck Olsen.

—Quiero que cargue y prepare el cañón de proa —ordenó, lisa y llanamente.

Olsen empezó a tomar nota de las órdenes:

—Proyectiles: tres perforadoras semiblindadas; cinco estrellas de magnesio; dos explosivas potentes. Total: diez. Después, repetir la serie. Total: veinte.

—Sí, señor. Tres PSB, cinco estrellas, dos EP. Repetir la misma fórmula.

—La primera granada, sobre el blanco; la siguiente, doscientos metros más adelante; la tercera, a otros doscientos metros. Después, en dirección contraria, las cinco estrellas de magnesio, a intervalos de cuarenta metros. Después, otra vez adelante, con las dos de alta potencia, a cien metros la una de la otra.

El teniente Olsen anotó las órdenes de su capitán. Manning miró por encima de la borda. A cinco millas de distancia, la proa del Freya apuntaba directamente al Moran. La operación, tal como la había dictado, haría que las granadas perforadoras cayesen en línea desde la punta del Freya hasta la base de la superestructura; después, las de magnesio retrocederían hasta la proa, y después, las explosivas avanzarían de nuevo hacia la superestructura. Las perforadoras semiblindadas rajarían la cubierta metálica sobre los depósitos, de la misma manera que un bisturí raja la piel; las estrellas de magnesio caerían en una línea de cinco en las aberturas; las explosivas empujarían el crudo inflamado hacia todos los depósitos de babor y estribor.

—Comprendido, mi capitán. ¿Dónde ha de caer la primera granada?

—A diez metros sobre la proa del Freya.

La pluma de Olsen se detuvo sobre el papel de su bloc. El teniente miró fijamente lo que acababa de escribir; después, levantó la mirada hacia el Freya, anclado a cinco millas de distancia.

—Capitán —indicó muy despacio—, si hace usted eso, el buque no sólo se hundirá, no sólo arderá, no sólo explotará. Se evaporará.

—Esas son mis órdenes, míster Olsen —replicó impertérrito Manning.

El joven suecoamericano estaba palidísimo.

—¡Por el amor de Dios! ¡Hay treinta marineros escandinavos a bordo!

—Míster Olsen, conozco las circunstancias. O cumple usted mi orden y prepara el cañón, o dígame que se niega a hacerlo. El oficial de artillería se cuadró.

—Cargaré y prepararé el cañón como usted ordena, capitán Manning —respondió—; pero no lo dispararé. Si alguien debe apretar ese condenado botón tendrá que hacerlo usted mismo.

Hizo un saludo perfecto y se alejó, en dirección al puesto de control de fuego, debajo de la cubierta.

«No tendrás que hacerlo —pensó Manning, junto a la borda—. Si el propio presidente me lo ordena, dispararé yo mismo. Después dimitiré.»

Una hora más tarde, el «Westland Wessex» del Argyll llegó sobre el Moran y descolgó un oficial de la Royal Navy sobre la cubierta. El oficial pidió hablar en privado con el capitán Manning y fue conducido al camarote del americano.

—Con los saludos del capitán Preston, señor —dijo el mensajero, entregando a Manning una carta de Preston.

Cuando aquél hubo acabado de leerla, se retrepó en su asiento como un reo librado de la horca. La carta le decía que los ingleses despacharían un equipo de hombres rana armados, a las diez de la noche, y que todos los Gobiernos habían convenido en no emprender ninguna acción independiente en el intervalo.

Mientras los dos oficiales hablaban a bordo del USS Moran, el avión de pasajeros que traía a Adam Munro a Occidente estaba cruzando la frontera soviéticopolaca.

Al salir de la tienda de juguetes de la plaza Dzerzhinsky, Munro se había dirigido a una cabina pública y telefoneado al jefe de la cancillería de su Embajada. Le había dicho al sorprendido diplomático, en lenguaje cifrado, que había descubierto lo que querían saber sus superiores, pero que no volvería a la Embajada, sino que marchaba directamente al aeropuerto para tomar el avión del mediodía.

Cuando el diplomático hubo informado de esto al Foreign Office, y éste lo hubo transmitido al SIS, y se envió un mensaje en el sentido de que Munro mandase sus noticias por telégrafo, era ya demasiado tarde. Munro estaba tomando su avión.

—¿Qué diablos está haciendo? —preguntó sir Nigel Irvine a Barry Ferndale, en la jefatura del SIS en Londres, cuando se enteró de que su pájaro anunciador de tormenta regresaba a casa volando.

—No tengo la menor idea —respondió el jefe de la sección soviética—. Quizás el Ruiseñor ha sido descubierto y él quiere volver urgentemente, antes de que estalle el incidente diplomático. ¿Debo ir a recibirle?

—¿Cuándo aterriza?

—A las dos menos cuarto, hora de Londres —respondió Ferndale—. Creo que debería ir. Parece que trae la respuesta a la pregunta del presidente Matthews. Francamente, siento curiosidad por saber qué demonio puede ser.

—También yo —confesó sir Nigel—. Tome un coche que tenga teléfono y manténgase en contacto conmigo, personalmente.

A las doce menos cuarto, Drake envió uno de sus hombres a buscar al bombero del Freya y llevarlo al cuarto de control del cargamento, en la cubierta «A». Dejando a Thor Larsen bajo la vigilancia de otro terrorista, bajó al cuarto de control, sacó los fusibles del bolsillo y los colocó en su sitio. Las bombas tuvieron de nuevo energía para funcionar.

—¿Qué hacen para descargar la mercancía? —preguntó al marinero—. Alguien sigue apuntando a su capitán con una metralleta, y haré que la dispare si intentan algún truco.

—El sistema de tuberías del barco termina en un solo punto; un haz de tubos al que llamamos múltiple —dijo el bombero—. Las mangueras de la instalación de tierra son enchufadas al múltiple. Después, se abren las grandes válvulas del múltiple y comienza el bombeo.

—¿Cuál es su velocidad de descarga?

—Veinte mil toneladas por hora —respondió el hombre—. Durante la descarga se mantiene el equilibrio del barco extrayendo la mercancía de varios tanques en diferentes puntos del barco, simultáneamente.

Drake había observado que una ligera corriente fluía hacia el Nordeste, a un nudo por hora, en dirección a las islas Frisias. Señaló un depósito en la mitad del Freya y en el lado de babor.

—Abra la válvula maestra de aquél —ordenó.

El hombre vaciló un segundo, pero obedeció.

—Bien —dijo Drake—. Cuando se lo ordene, ponga las bombas en funcionamiento y vacíe todo el depósito.

—¿Al mar? —preguntó el bombero, con incredulidad.

—Al mar —repitió con voz hosca Drake—. El canciller Busch va a saber lo que significa realmente la presión internacional.

Al acercarse el mediodía del sábado, 2 de abril, Europa contuvo el aliento. Todos sabían que los terroristas habían ejecutado ya a un marinero, porque alguien había violado el espacio aéreo de encima del barco, y había amenazado con otra ejecución o con verter petróleo crudo a las doce en punto.

El Nimrod que había sustituido al del jefe de escuadrilla Latham había casi agotado el carburante a las once de la mañana, por lo que Latham había regresado a su puesto, y sus cámaras habían empezado a zumbar al transcurrir los últimos minutos que faltaban para el mediodía.

Muchas millas por encima de él, un satélite espía «Cóndor» transmitía un chorro continuo de imágenes, que llegaban a la pantalla de televisión del Salón Oval, donde se hallaba sentado un ojeroso presidente norteamericano. El Freya apareció delicadamente en el cuadro, surgiendo como un dedo de la parte inferior.

En Londres, hombres de categoría e influencia se hallaban reunidos delante de una pantalla, en el salón de sesiones del Gabinete, observando las imágenes captadas por el Nimrod. Este había empezado a transmitir a las doce menos cinco, y las fotos eran transmitidas al Datalink del Argyll y, de allí, a Whitehall.

A lo largo de las barandillas del Montcalm, del Breda, del Brunner, del Argyll y del Moran, marinos de cinco naciones se pasaban los gemelos de mano en mano. Sus oficiales, desde los puntos más altos que podían alcanzar, permanecían con sus catalejos pegados a los ojos.

El servicio mundial de la BBC transmitió las campanadas de las doce en el Big Ben. En el salón del Gabinete, a doscientos metros del Big Ben y dos pisos bajo el nivel de la calle, alguien exclamó:

—¡Dios mío! ¡Están vaciando crudo!

A tres mil millas de allí, en el Salón Oval, cuatro norteamericanos en mangas de camisa presenciaban el mismo espectáculo.

Del costado de babor del superpetrolero surgía un chorro de petróleo rojizo y pegajoso.

Tenía el grueso de un torso humano. Impulsado por las potentes bombas del Freya, el petróleo saltaba la borda de babor y caía al mar en una cascada de ocho metros. A los pocos segundos, el agua azul verdosa perdió su color y adquirió el tono de algo putrefacto. Al subir el petróleo a la superficie, se formó una enorme mancha, que se alejaba del casco del buque a impulsos de la corriente.

La descarga prosiguió durante una hora, hasta que se hubo vaciado aquel depósito. La gran mancha tomó la forma de un huevo, más ancha cerca de la costa holandesa y adelgazándose cerca del barco. Por último, la masa de petróleo se separó del Freya y empezó a desplazarse a la deriva. El mar estaba en calma y, por eso, la mancha permaneció unida, pero ensanchándose al extenderse el crudo ligero sobre la superficie del agua. A las dos de la tarde, una hora después de terminar el vertido, la mancha tenía dieciséis kilómetros de longitud y once de anchura en su parte más ancha.

Al alejarse el «Cóndor», la mancha desapareció de la pantalla en Washington. Stanislav Poklevski cerró el aparato.

—Eso no es más que la cincuentava parte de la carga —dijo—. Los europeos van a volverse locos.

Robert Benson contestó a una llamada telefónica y se volvió hacia el presidente Matthews.

—Langley acaba de informar a Londres —dijo—. Su hombre de Moscú ha telegrafiado diciendo que tiene la respuesta a nuestra pregunta. Afirma que sabe por qué amenaza Maxim Rudin con anular el Tratado de Dublín si Mishkin y Lazareff son puestos en libertad. Lleva personalmente la noticia a Londres, donde debe aterrizar dentro de una hora.

Matthews se encogió de hombros.

—Si ese comandante Fallon va a atacar con sus hombres rana dentro de nueve horas, tal vez aquello ya no importe —dijo—. De todos modos, me interesa saberlo.

—El hombre informará a sir Nigel Irvine, el cual lo comunicará a mistress Carpenter. Tal vez podría pedirle que le llamase por la línea privada en cuanto lo sepa —sugirió Benson.

—Así lo haré —afirmó el presidente.

Eran las ocho de la mañana en Washington, y la una de la tarde en Europa, cuando Andrew Drake, que había permanecido pensativo y retraído mientras derramaban el petróleo, resolvió establecer de nuevo contacto.

A la una y veinte, el capitán Thor Larsen habló de nuevo a Control del Mosa, pidiendo que le pusiesen inmediatamente en comunicación con el primer ministro holandés, Jan Grayling. La conexión con La Haya se estableció en el acto; se había previsto la posibilidad de que el primer ministro tuviese ocasión, tarde o temprano, de hablar personalmente con el jefe de los terroristas y pedirle una negociación en nombre de Holanda y de Alemania.

—Le escucho, capitán Larsen —dijo el holandés al noruego, en inglés—. Soy Jan Grayling.

—Señor primer ministro, habrá usted visto cómo han derramado veinte mil toneladas de crudo de mi barco —dijo Larsen, mientras el otro mantenía el cañón de la pistola a dos centímetros de su oído.

—Desgraciadamente, sí —admitió Grayling.

—El jefe de los guerrilleros propone una conferencia.

La voz del capitán tronó en el despacho del primer ministro en La Haya. Grayling miró vivamente a los dos altos funcionarios que le acompañaban. El magnetófono siguió rodando, impasiblemente.

—Comprendo —dijo Grayling, que no comprendía nada, pero trataba de ganar tiempo—. ¿Qué clase de conferencia?

—Una conferencia personal con los representantes de las naciones costeras y otras partes interesadas —explicó Larsen, leyendo el papel que tenía delante.

Jan Grayling cubrió el micrófono con la mano.

—El bastardo quiere conversar —dijo, muy excitado, y, de nuevo por teléfono, declaró—: En nombre del Gobierno holandés, acepto que la conferencia se celebre aquí. Por favor, informe de eso al jefe de los guerrilleros.

En el puente del Freya, Drake movió la cabeza y cubrió el teléfono con la mano. Discutió rápidamente con Larsen.

—No en tierra —replicó Larsen, por teléfono—. Tiene que ser en el mar. ¿Cómo se llama ese crucero británico?

—Su nombre es Argyll —respondió Grayling.

—Hay en él un helicóptero —dijo Larsen, siguiendo las instrucciones de Drake—. La conferencia se celebrará a bordo del Argyll. A las tres de la tarde. Deberán asistir: usted, el embajador alemán y los capitanes de los cinco buques de guerra de la OTAN. Nadie más.

—Comprendido —dijo Grayling—. ¿Asistirá personalmente el jefe de los guerrilleros? En tal caso, tendré que consultar con los ingleses, para que garanticen su seguridad.

Hubo una pausa, mientras se desarrollaba otra conferencia en el puente del Freya. Después volvió a hablar el capitán Larsen.

—No; el jefe no asistirá. Enviará a un representante. A las tres menos cinco, el helicóptero del Argyll podrá acercarse a la pista del Freya. No deben ir en él soldados ni marinos. Sólo el piloto y un ayudante, ambos desarmados. La escena será observada desde el puente. Nada de cámaras. El helicóptero se mantendrá a una altura no inferior a seis metros. El ayudante bajará un sillín, y el emisario será izado de la cubierta y transportado al Argyll. ¿Entendido?

—Perfectamente —contestó Grayling—. ¿Puedo preguntar quién será el representante?

—Un momento —dijo Larsen, y la línea enmudeció.

En el Freya, Larsen se volvió a Drake y preguntó:

—Bueno, míster Svoboda, si no va usted mismo, ¿a quién enviará?

Drake sonrió brevemente.

—A usted —dijo—. Usted me representará. Creo que es quien mejor puede convencerles de que no bromeo en cuanto se refiere al barco, a la tripulación y al cargamento. Y de que se me está acabando la paciencia.

El teléfono que el primer ministro Grayling tenía en la mano volvió a animarse.

—Me dicen que seré yo —dijo Larsen, y se cortó la comunicación.

Jan Grayling consultó su reloj.

—Las dos menos cuarto —dijo—. Faltan setenta minutos. Diga a Konrad Voss que venga aquí; prepare un helicóptero en el punto más próximo a este despacho que sea posible. Que me pongan en comunicación directa con mistress Carpenter, en Londres.

Apenas acabó de hablar cuando su secretario particular le dijo que Harry Wennerstrom le llamaba por teléfono. El viejo millonario, en su suite del «Hilton» de Rotterdam, había adquirido un receptor de radio durante la noche y montado una vigilancia permanente del Canal Veinte.

—Usted va a ir al Argyll en helicóptero —le dijo al primer ministro holandés, sin el menor preámbulo—. Le agradecería que llevase con usted a mistress Lisa Larsen.

—Bueno, no sé… —empezó a decir Grayling.

—¡Por lo que más quiera, hombre! —tronó el sueco—. Los terroristas no se enterarán y si el asunto no termina bien, puede ser la última vez que ella vea a su marido.

—Que esté aquí dentro de cuarenta minutos —aceptó Grayling—. Saldremos a las dos y media.

La conversación por el Canal Veinte había sido escuchada por todos los servicios de información y por la mayor parte de los medios de difusión. Las líneas telefónicas zumbaban ya entre Rotterdam y nueve capitales europeas. La Agencia de Seguridad Nacional, en Washington, envió inmediatamente una transcripción al presidente Matthews, por teletipo. Un ayudante cruzó a toda velocidad el espacio que separaba la oficina del Gabinete del despacho de mistress Carpenter, en el 10 de Downing Street. El embajador israelí en Bonn solicitó encarecidamente al canciller Busch que preguntasen al capitán Larsen, en interés del primer ministro Golen, si los terroristas eran o no judíos, y el jefe del Gobierno alemán le prometió hacerlo así.

Los periódicos de la tarde, y las emisoras de radio y TV de toda Europa, prepararon los titulares de las ediciones de las cinco de la tarde, y cuatro Ministerios de Marina recibieron frenéticas llamadas en solicitud de información, si se celebraba la conferencia y en cuanto se supiese el resultado.

En el momento en que Jan Grayling colgaba el teléfono, después de hablar con Thor Larsen, el reactor que traía a Adam Munro de Moscú tocó el asfalto de la pista cero uno del aeropuerto de Heathrow, en Londres.

El pase del Foreign Office que llevaba Barry Ferndale permitió a éste acercar su coche al pie de la escalerilla del avión y recoger a su pálido colega procedente de Moscú, invitándole a acomodarse en el asiento de atrás. El automóvil era mejor que la mayor parte de los empleados por «la Empresa»; el conductor quedaba aislado de los pasajeros, y había un teléfono en comunicación directa con la jefatura del servicio.

Mientras cruzaban el túnel de salida del aeropuerto y entraban en la carretera M4, Ferndale rompió el silencio.

—Un viaje muy pesado, ¿eh, muchacho? —dijo.

Pero no se refería al viaje en avión.

—Desastroso —gruñó Munro—. Creo que el Ruiseñor está acabado. Sé de cierto que era seguido por la oposición. Tal vez le hayan detenido ya.

Ferndale procuró consolarle.

—Mala suerte —dijo—. Siempre es terrible perder un agente. Le trastorna a uno. Yo perdí un par de ellos, ¿sabe? Y uno murió de mala manera. Pero son gajes de nuestro oficio, Adam. Es parte de lo que Kipling solía llamar el Gran juego.

—Salvo que esto no es un juego —replicó Munro—. Y tampoco lo es lo que va a hacerle la KGB a el Ruiseñor.

—Desde luego que no. Lo siento. No debía decir esto. —Ferndale hizo una pausa, expectante, mientras el automóvil se incorporaba a la corriente del tráfico en la M4—. Pero consiguió usted la respuesta a nuestra pregunta. ¿Por qué se opone Rudin con tanta furia a la liberación de Mishkin y Lazareff?

—La respuesta a la pregunta de mistress Carpenter —inquirió hoscamente Munro—. Sí; la tengo.

—¿Y es?

—Ella lo preguntó —dijo Munro—, y ella tendrá la respuesta. Espero que le gustará. Ha costado una vida conseguirla.

—Adam, hijo mío, su actitud no me parece muy prudente —dijo Ferndale—. No se puede visitar a la primer ministro así como así. Incluso el Amo tiene que pedir audiencia.

—Entonces, dígale que la pida en mi nombre —dijo Munro, señalando el teléfono.

—Creo que tendré que hacerlo —replicó Ferndale, en voz baja.

Era una lástima que un joven de talento hiciese pedazos su carrera, pero, por lo visto, Munro había agotado su capacidad de resistencia. Ferndale no iba a interponerse en su camino; el Amo le había dicho que se mantuviese en contacto con él. Exactamente lo que iba a hacer.

Diez minutos más tarde, mistress Joan Carpenter escuchaba atentamente la voz de sir Nigel Irvine por el teléfono privado.

—¿Quiere darme personalmente la respuesta, sir Nigel? —preguntó—. ¿No se sale eso de lo normal?

—Sí, señora. En realidad, es algo inaudito, Temo que signifique que míster Munro va a separarse del servicio. Pero, a menos que pidiese a los especialistas que le extrajesen su información, no podría obligarle a dármela a mí. Verá usted, ha perdido un agente con el que, según parece, había trabado una amistad personal durante los últimos nueve meses, y eso ha colmado la medida.

Joan Carpenter reflexionó un momento.

—Siento profundamente haber sido la causa de semejante desdicha —dijo—. Quisiera disculparme con míster Munro de lo que me vi obligada a pedirle. Por favor, diga a su chófer que le traiga al Número Diez. Y venga usted también inmediatamente.

La línea enmudeció, sir Nigel Irvine permaneció un rato mirando fijamente el teléfono. «Esa mujer nunca deja de sorprenderme», pensó. «Muy bien, Adam; quieres tu momento de gloria, hijo mío, y lo tendrás. Pero será el último. Después, tendrás que cambiar de oficio. No querernos primadonnas en el servicio.»

Mientras se dirigía a su coche, Sir Nigel pensó que, por muy interesante que pudiese ser la explicación, ahora era una cuestión académica, o pronto lo sería. Dentro de siete horas, el comandante Simon Fallon subiría a bordo del Freya con tres compañeros y liquidaría a los terroristas. Después de lo cual, Mishkin y Lazareff seguirían quince años más en el lugar donde se hallaban.

A las dos de la tarde, de nuevo en el camarote de día, Drake se inclinó hacia Thor Larsen y le dijo:

—Probablemente se pregunta usted por qué he convocado esta conferencia en el Argyll. Sé que, cuando se encuentre usted allí, les dirá quiénes y cuántos somos; las armas que llevamos y los sitios donde colocamos las cargas. Ahora, escuche con atención, porque debe decirles algo más, si quiere salvar su barco y su tripulación de una destrucción instantánea.

Hablo durante más de media hora. Thor Larsen, le escuchó impasible, asimilando las palabras y sus implicaciones. Cuando hubo terminado, el capitán noruego dijo:

—Se lo diré. No porque tenga el menor interés en salvarle el pellejo, míster Svoboda, sino porque no quiero que mate a mi tripulación y destruya mi barco.

Sonó una llamada del intercomunicador en el interior del camarote a prueba de ruidos. Drake respondió y miró a través de la ventana hacia la lejana proa. Acercándose desde el lado de alta mar, muy despacio y con mucha precaución, distinguió el helicóptero «Wessex» del Argyll, con la enseña de la Royal Navy pintada claramente en la cola.

Cinco minutos más tarde, bajo la mirada de unas cámaras que transmitían sus imágenes a todo el mundo, imágenes contempladas por hombres y mujeres, a cientos e incluso a miles de kilómetros de distancia, el capitán Thor Larsen, patrón de la embarcación más grande que jamás se hubiese construido, salió de la superestructura y apareció al aire libre. Había insistido en ponerse los pantalones negros y se había abrochado la chaqueta de la Marina Mercante con los cuatro galones dorados de capitán de barco, sobre el suéter blanco. También llevaba puesta la gorra bordada con el emblema del casco de vikingo de la «Nordia Line». Era el mismo uniforme que habría tenido que ponerse la tarde anterior para enfrentarse por primera vez con la Prensa mundial. Irguiendo los cuadrados hombros empezó la larga y solitaria caminata por la extensa cubierta de su barco, hasta el punto donde el sillón y el cable pendían del helicóptero, a medio kilómetro delante de él.