De medianoche a 08.00
El Consejo de Ministros de Alemania Federal volvió a reunirse en la Cancillería a la una de la madrugada, y, cuando Dietrich Busch expuso a los ministros la petición de Washington, éstos reaccionaron de un modo que varió entre la desesperación y la furiosa indignación.
—Bueno, ¿por qué no quiere decirnos el motivo? —preguntó el ministro de Defensa—. ¿Es que no confía en nosotros?
—Él dice que tiene un motivo de importancia enorme, pero que no puede exponerlo, ni siquiera por la línea privada —respondió el canciller Busch—. Esto nos coloca ante un dilema: o creerle, o decir que es un embustero. En el actual estado de cosas, no puedo hacer lo último.
—¿Tiene él alguna idea de lo que van a hacer los terroristas cuando se enteren de que Mishkin y Lazareff no serán puestos en libertad al amanecer? —preguntó otro.
—Sí, creo que la tiene. Al menos, el texto de todos los mensajes entre el Freya y el Control del Mosa están en su poder. Como todos sabemos, los secuestradores han amenazado con matar a otro tripulante, o derramar veinte mil toneladas de crudo, o ambas cosas a la vez.
—Entonces, dejemos que cargue él con la responsabilidad —propuso el ministro del Interior—. ¿Por qué tenemos que cargar nosotros con la culpa, si sucede tal cosa?
—No tengo la menor intención de que así sea —respondió Busch—, pero esto no contesta la pregunta. ¿Accedemos o no a la petición del presidente Matthews?
Se hizo un momentáneo silencio, roto por el ministro de Asuntos Exteriores:
—¿Cuánto tiempo pide?
—El mayor posible —respondió el canciller—. Parece que tiene algún plan para salir del punto muerto, para buscar una tercera alternativa. Pero cuál sea el plan, o cuál pueda ser la alternativa, sólo él lo sabe; él, y unas cuantas personas a las que sin duda ha confiado su secreto —añadió, con cierta amargura—. Pero nosotros no estamos entre ellas.
—Bien. Personalmente creo que está abusando un poco de nuestra amistad —dijo el ministro de Asuntos Exteriores—, pero también creo que deberíamos darle un margen de confianza, aunque dejando bien claro, al menos oficiosamente, que lo hacemos a petición suya, no por nuestra propia iniciativa.
—Quizá piensa tomar el Freya por asalto —sugirió el ministro de Defensa.
—Nuestros hombres dicen que sería sumamente arriesgado —replicó el ministro del Interior—. Habría que nadar al menos tres millas por debajo del agua; trepar por una lisa superficie de acero desde el mar hasta la cubierta; penetrar en la superestructura sin ser observados desde lo alto de la chimenea, y acertar el camarote donde se encuentra el jefe de los terroristas. Si, como sospechamos, éste tiene al alcance de la mano el mecanismo de control remoto para hacer explotar las cargas, habría que matarle antes de que pudiese apretar el botón.
—En todo caso, es demasiado tarde para hacerlo antes del amanecer —dijo el ministro de Defensa—. Habría que hacerlo de noche, por lo cual, como mínimo, habría que esperar a las diez de la noche, o sea, veinte horas a partir de este momento.
Por último, a las tres menos cuarto, el Gabinete alemán acordó acceder a la petición del presidente Matthews: un aplazamiento indefinido de la puesta en libertad de Mishkin y Lazareff, aunque a reserva de observar constantemente las posibles consecuencias de ello y revocar la decisión si, en Europa occidental, llegase a considerarse imposible seguir reteniendo a los dos presos.
Al propio tiempo, se pidió reservadamente al portavoz del Gobierno que confiase a dos de los más fieles medios de comunicación que sólo la fuerte presión de Washington había obligado a Bonn a cambiar de rumbo.
Eran las once de la noche en Washington, las cuatro de la mañana en Europa, cuando el presidente Matthews recibió la noticia de Bonn. Envió una calurosa acción de gracias al canciller Busch y preguntó a David Lawrence:
—¿Ha llegado ya la respuesta de Jerusalén?
—No —respondió Lawrence—. Sólo sabemos que Benyamin Golen ha concedido una audiencia personal a nuestro embajador.
Cuando el primer ministro israelí fue molestado por segunda vez durante la noche del sábado, sus nada abundantes dotes de paciencia estaban llegando al límite. Recibió al embajador de los Estados Unidos en bata, y su acogida fue sumamente fría. Eran las tres de la mañana en Europa, pero las cinco en Jerusalén, y las primeras débiles luces de la mañana del domingo teñían los montes de Judea.
Escuchó impávido, de labios del embajador, la petición personal del presidente Matthews. Lo que le preocupaba era la identidad de los terroristas que estaban a bordo del Freya. Ninguna acción terrorista encaminada a sacar de la cárcel a presos judíos se había montado desde los días de su propia juventud, cuando se luchaba aquí, en el mismo suelo que pisaba ahora. Entonces, lo habían hecho para liberar a guerrilleros judíos de la prisión británica de Acre, y él mismo había participado en la lucha. Pero habían pasado treinta y cinco años, y el panorama había cambiado. Ahora, Israel condenaba rotundamente el terrorismo, la captura de rehenes, el chantaje contra los regímenes. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, cientos de miles de paisanos suyos simpatizarían en secreto con los dos jóvenes que habían tratado de escapar del terror de la KGB por el único medio que tenían a su alcance. Los electores no aclamarían francamente a aquellos jóvenes como héroes, pero tampoco les condenarían como asesinos. En cuanto a los enmascarados del Freya, existía una posibilidad de que también fuesen judíos, e incluso (que Dios no lo quisiera) israelíes. La tarde anterior había esperado que el asunto terminase antes de ponerse el sol, que los presos de Berlín estuviesen en Israel y que los terroristas del Freya hubiesen sido capturados o muertos. Esto habría provocado mucho revuelo, pero se habría extinguido pronto.
Ahora sabía que no los pondrían en libertad. La noticia difícilmente podía inclinarle en pro de la petición americana, que, en todo caso, era imposible. Cuando el embajador hubo terminado, movió la cabeza.
—Por favor, transmita a mi buen amigo William Matthews mis mejores deseos de que este desgraciado asunto pueda terminar sin más pérdidas de vidas humanas —respondió—. Pero, en la cuestión de Mishkin y Lazareff, mi posición es ésta: Si, en nombre del Gobierno y del pueblo de Israel, y a requerimiento de Alemania Federal, he dado públicamente mi palabra de no encarcelarlos ni devolverlos a Berlín, tengo que cumplirla. Lo siento, pero no puedo acceder a su petición y devolverlos a Alemania en cuanto haya sido liberado el Freya.
No necesitó explicar lo que el embajador americano sabía ya; que aparte la cuestión del honor nacional, ni siquiera el argumento de que las promesas obtenidas coactivamente no tenían fuerza de obligar daría resultado en este caso. La indignación del partido religioso nacional, de los extremistas Gush Emunim, de la Liga de Defensa Judía, de los cientos de miles de electores judíos llegados de la URSS en el último decenio, impedía que cualquier primer ministro israelí renegase de su compromiso, contraído internacionalmente, de respetar la libertad de Mishkin y Lazareff.
—Bueno, valía la pena intentarlo —comentó el presidente Matthews, cuando el cablegrama llegó a Washington, una hora más tarde.
—Esto quiere decir que ya no existe la posible «tercera alternativa» —observó David Lawrence—, aunque Maxim Rudin la hubiese aceptado, cosa que dudo mucho.
Faltaba una hora para la medianoche; las luces estaban encendidas en cinco departamentos del Gobierno, desparramados en la capital, como ardían en el Salón Oval y en otras veinte habitaciones de la Casa Blanca, donde hombres y mujeres esperaban, junto a los teléfonos y los teletipos, noticias de Europa. Los cuatro hombres del Salón Oval se dispusieron también a esperar la reacción del Freya.
Dicen los médicos que las tres de la mañana señalan el momento más bajo de la energía humana, la hora de la fatiga, de las reacciones más lentas, de la más triste depresión. También marcaba un ciclo solar y lunar completo para los dos hombres que se enfrentaban en el camarote del capitán del Freya.
Ninguno de los dos había dormido esta noche, ni la anterior; ambos llevaban cuarenta y ocho horas sin descansar, y estaban macilentos y tenían los ojos enrojecidos.
Thor Larsen, en el epicentro de un torbellino de actividad internacional, de Gabinetes y Consejos, de juntas y embajadas, de intrigas y consultas, que mantenían las luces encendidas en tres continentes desde Jerusalén hasta Washington, estaba jugando su propio juego. Oponía su propia capacidad de permanecer despierto a la voluntad del fanático que tenía delante, sabiendo que, si fallaba, lo pagarían sus tripulantes y su barco.
Larsen sabía que el hombre que se hacía llamar Svoboda, joven y consumido por su propio fuego interior, tensos los nervios por el café y por la emoción de la partida empeñada contra el mundo, habría podido ordenar que atasen al capitán noruego para ofrecerse él mismo un poco de descanso. Y, así, el barbudo marino aguantaba sentado delante del cañón de una pistola y ponía a prueba el orgullo de su aprehensor, confiando en que éste aceptaría su desafío y se negaría a ceder y a declararse vencido en el juego de resistir al sueño.
Fue Larsen quien propuso el consumo continuado de tazas de fuerte café, bebida que él sólo tomaba con leche y azúcar dos o tres veces al día. Fue él quien llevó la voz cantante, de día y de noche, provocando al ucraniano con suposiciones de que fracasaría en definitiva, y retractándose cuando la irritación del hombre se hacía peligrosa. Largos años de experiencia, muchas noches pasadas bostezando y un severo entrenamiento como capitán de barco, habían enseñado al gigante barbudo a permanecer despierto y alerta en las guardias de noche, mientras sus marineros dormían y sus subalternos se caían de sueño.
Así jugaba su juego solitario, sin armas ni municiones, sin teletipos ni cámaras nocturnas, sin ayuda y sin compañía. Toda la soberbia tecnología puesta por los japoneses en su nuevo barco le era ahora de tanta utilidad como unos clavos enmohecidos. Si apretaba demasiado al hombre que estaba al otro lado de la mesa, éste podía perder los estribos y tirar a matar. Si creía que fallaba algo, podía ordenar la ejecución de otro marinero. Si se sentía demasiado adormilado, podía hacerse relevar por otro terrorista más despierto y echarse a dormir, frustrando los propósitos de Larsen.
Larsen tenía aún motivos para creer que Mishkin y Lazareff serían puestos en libertad al amanecer. Cuando estuviesen sanos y salvos en Tel-Aviv, los terroristas se prepararían para abandonar el barco. Pero, ¿lo harían? ¿Podrían hacerlo? ¿Les dejarían marchar tan fácilmente los barcos de guerra que les rodeaban? Incluso lejos del Freya, Svoboda podía apretar el botón y volar el petrolero si era atacado por los buques de la OTAN.
Pero esto no era todo. El hombre de negro había matado a uno de sus tripulantes. Thor Larsen no se lo perdonaba, quería verle muerto. Y por esto seguía hablando al hombre que tenía delante, durante toda la noche, negándole el sueño y negándoselo él mismo.
Whitehall tampoco dormía. El comité de crisis estaba reunido desde las tres de la mañana, y a las cuatro tenía información completa de las operaciones.
En todo el sur de Inglaterra, los camiones cuba de «Shell», «British Petroleum» y otra docena de empresas, estaban cargando disolvente concentrado en el depósito de Hampshire. Conductores de ojos soñolientos los llevaban, vacíos, a Hampshire, y, cargados, a Lowestoft, transportando cientos de toneladas de concentrado al puerto de Suffolk. A las cuatro de la mañana, los depósitos habían sido vaciados, y las mil toneladas de que disponía la nación se dirigían a la costa oriental.
Idéntico camino seguían las bolsas hinchables destinadas a formar barrera para contener el petróleo derramado lejos de la costa mientras el disolvente hacía su trabajo. Y la empresa que fabricaba éste había recibido instrucciones de elevar la producción al máximo hasta nueva orden.
A las tres y media, Washington había comunicado que el Gobierno de Bonn había accedido a retener algún tiempo más a Mishkin y Lazareff.
—¿Sabe Matthews lo que está haciendo? —preguntó alguien.
El rostro de sir Julian Flannery permaneció impasible.
—Debemos suponer que sí —respondió, suavemente—. También debemos suponer que el Freya verterá un poco de petróleo. Los esfuerzos de esta noche no habrán sido en vano. Al menos, ahora estamos casi preparados.
—Y también debemos suponer —añadió el funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores— que, cuando se publique la noticia, Francia, Bélgica y Holanda nos pedirán ayuda para luchar contra la marea negra que pueda producirse.
—En tal caso, haremos lo que podamos —dijo sir Julian—. Y ahora, ¿qué hay de los aviones y las lanchas del servicio de incendios?
Las informaciones que llegaban a la sala de UNICORNE reflejaban lo que ocurría en el mar. Desde el estuario del Humber, varios remolcadores se dirigían al Sur, hacia el puerto de Lowestoft, mientras otras embarcaciones capaces de derramar líquido sobre la superficie del mar salían del Támesis e incluso de la base naval de Lee, para reunirse en el lugar previsto de la costa de Suffolk. Pero no eran lo único que se movía aquella noche alrededor de la costa sur.
Frente a los altos acantilados de Beachy Head, la Cutlass, la Scimitar y la Sabre, transportando el vario, complejo y letal equipo del grupo de asalto de hombres-rana más intrépido del mundo, enfilaban sus proas al Nordeste, dejando atrás Sussex y Kent, en dirección al punto donde el crucero Argyll permanecía anclado en el mar del Norte.
El estrépito de sus motores resonaba en las murallas enyesadas de la costa meridional, y los que tenían el sueño ligero en Eastbourne oían el lejano zumbido.
Doce infantes de Marina del Servicio de Lanchas Especiales (S.B.S.) se agarraban a las barandillas de la saltarina embarcación, contemplando sus preciosos kayaks y las cestas que contenían trajes de buceador, armas y desacostumbrados explosivos, todo ello indispensable para su oficio. Estos equipos eran transportados sobre la cubierta.
—Confío en que esos petardos no estallarán —comentó el joven teniente que mandaba la Cutlass, dirigiéndose al infante de Marina que tenía al lado y que era el segundo jefe del grupo.
—No estallarán —dijo confiadamente éste—, hasta que nosotros los usemos.
En una habitación contigua al salón principal de conferencias, debajo de la sala del Gobierno, el alto oficial contemplaba las fotografías del Freya, tomadas de día y de noche. Comparaba la configuración observable en las fotos del Nimrod con el plano a escala proporcionado por «Lloyd’s» y con la maqueta del superpetrolero British Princess prestada por la «B.P.»
—Caballeros —habló el coronel Holmes a los hombres reunidos en el salón contiguo—, creo que es hora de que consideremos una de las alternativas menos apetecibles que quizá tengamos que tomar.
—¡Oh, sí! —exclamó sir Julian, de mala gana—. La «opción dura».
—Si el presidente Matthews —prosiguió Holmes— sigue oponiéndose a la excarcelación de Mishkin y Lazareff, y Alemania Federal sigue aceptando su requerimiento, puede llegar el momento en que los terroristas se den cuenta de que el juego ha terminado, de que su chantaje no dará resultado. En tal circunstancia, es muy posible que se nieguen a aceptar su derrota y vuelen el Freya en mil pedazos. Personalmente, pienso que esto no ocurrirá antes del anochecer, por lo cual disponemos de unas dieciséis horas.
—¿Por qué al anochecer, coronel? —preguntó sir Julian.
—Porque, a menos que todos ellos sean unos suicidas, aunque podrían serlo, debemos presumir que tratarán de escapar aprovechando la confusión. Ahora bien, si quieren salvar la vida, es muy posible que abandonen el barco y accionen el detonador de control remoto desde cierta distancia del costado del Freya.
—¿Qué propone usted, coronel?
—Dos cosas, señor. La primera tiene que ver con la lancha de los terroristas. Esta sigue amarrada al lado de la escalerilla. En cuanto anochezca, un buceador podría acercarse a esta lancha y aplicarle un ingenio explosivo de acción retardada. Si el Freya estallase, no se salvaría nadie ni nada en un radio de media milla. Por consiguiente, propongo una carga que explote gracias a un mecanismo accionado por la presión del agua. Al apartarse la lancha del costado del buque, su propio impulso hará que el agua penetré en un tubo debajo de la quilla. Esta agua hará funcionar un disparador, y, sesenta segundos más tarde, la lancha volará por los aires, antes de que los terroristas se hayan alejado a media milla del Freya y, por consiguiente, antes de que puedan accionar su propio detonador.
—La explosión de la lancha, ¿no puede provocar la de las cargas del Freya? —preguntó alguien.
—No. Si ellos tienen un detonador de control remoto, ha de funcionar electrónicamente. Y la carga volará la lancha y hará trizas a los terroristas. Ninguno de ellos sobrevivirá.
—Pero si el detonador se hunde, ¿no puede la presión del agua oprimir el botón? —preguntó uno de los científicos.
—No. Debajo del agua, el detonador de control remoto es inofensivo. No puede radiar su mensaje a las grandes cargas de los depósitos del petrolero.
—Excelente —admitió sir Julian—. Pero, ¿no puede ejecutarse este plan antes de que anochezca?
—No —respondió Holmes—. Un hombre rana deja siempre una estela de burbujas. En un mar agitado esto podría pasar inadvertido; pero, estando en calma, sería demasiado visible. Uno de los centinelas podría fijarse en las burbujas. Y esto provocaría lo que estamos tratando de evitar.
—Está bien; sea después de anochecer —aceptó sir Julian.
—Pero hay otra cosa, que hace que me oponga a la idea de sabotear la lancha como único procedimiento. Si, como puede ocurrir, el jefe de los terroristas está dispuesto a morir con el Freya, podría no abandonar el barco con el resto de su equipo. Por consiguiente, creo que debemos asaltar el barco durante la noche y apoderarnos del jefe antes de que pueda usar su detonador.
El secretario del Gabinete suspiró.
—Comprendo. Y supongo que también tendrá un plan para ello, ¿no?
—Personalmente, no. Pero quisiera presentarles al comandante Simon Fallon, jefe del Servicio de Lanchas Especiales.
Aquello era la encarnación de las pesadillas de sir Julian Flannery El comandante medía apenas un metro sesenta de estatura, aunque parecía igualar esta cifra con la anchura de su espalda, y era uno de esos hombres que hablan de desintegrar a otros seres humanos con la misma tranquilidad con que hablaba lady Flannery de trinchar verduras para una de sus famosas ensaladas provenzales.
Al menos en tres encuentros, el pacífico secretario del Gabinete había tenido ocasión de conocer oficiales del SAS; pero ésta era la primera vez que veía al jefe de la otra y más pequeña unidad especializada: el SBS (Special Boat Service). Todos —dijo para sus adentros— eran de la misma calaña.
El SBS había sido constituido en principio para la guerra convencional, para actuar como especialistas en ataques contra instalaciones costeras, desde el mar. Por esto sus miembros eran reclutados de los comandos de la Marina. Como condiciones básicas, debían ser físicamente aptos en grado extremo, y expertos en natación, navegación, buceo, escalada, marcha y lucha.
Partiendo de esta base, tenían que perfeccionarse en paracaidismo, explosivos, demolición y las al parecer infinitas técnicas de cortar cuellos o romper nucas, con cuchillos, lazos de alambre o, simplemente, con las manos desnudas. En esto, y en su capacidad de vivir por sus propios medios en el campo, o más aún fuera de él, durante largos períodos de tiempo, sin dejar rastro de su presencia, se parecían a sus primos del SAS.
En cambio, se diferenciaban de ellos por sus habilidades subacuáticas. Con trajes de hombre rana podían nadar distancias prodigiosas, colocar cargas explosivas e incluso despojarse de su equipo natatorio mientras surcaban el agua sin levantar una olita, y salir del mar con su arsenal de armas especiales colgado del cuerpo.
Algunas de sus armas eran bastante corrientes: cuchillos y lazos de alambre. Pero desde que empezó la terrible ola de terrorismo a finales de los años sesenta, habían adquirido juguetes nuevos que les entusiasmaban.
Todos eran tiradores expertos, con su rifle «Finlanda» de alta precisión y perfeccionado a mano, arma de fabricación noruega que había sido considerada, quizá, como el mejor rifle del mundo. Podía llevar, y generalmente llevaba, un intensificador de imagen, una mira telescópica larga como un bazuka, un silenciador completamente eficaz y una guarda para ocultar el fogonazo.
Para derribar puertas en medio segundo preferían, como los del SAS, las escopetas de cañón corto que disparaban cargas sólidas. Nunca apuntaban a la cerradura, porque podía haber cerrojos detrás de la puerta; hacían dos disparos simultáneos para hacer saltar ambos goznes, derribaban la puerta de una patada y abrían fuego con las metralletas «Ingram», provistas de silenciadores.
También había en su arsenal unas granadas cegadoras ensordecedoras, que habían sido empleadas por el SAS para ayudar a los alemanes en Mogadiscio y que eran un refinado perfeccionamiento de las granadas «aturdidoras». Porque no sólo aturdían, sino que también paralizaban. Al medio segundo de soltar la aguja, estas granadas, arrojadas en un espacio limitado, ocupado por los terroristas y sus rehenes, producían un triple efecto. El destello cegaba al menos por treinta segundos a quienes mirasen en su dirección; el estampido atacaba los tímpanos, produciendo un momentáneo dolor y una pérdida segura de concentración, y la «explosión» era un sonido tonal que penetraba en el oído medio y paralizaba durante diez segundos todos los músculos.
Durante las pruebas, uno de sus hombres había tratado de apretar el gatillo de una pistola apoyada sobre el costado de un compañero, en el momento en que estallaba la granada. Le había sido imposible. Tanto los terroristas como sus rehenes perdían los tímpanos, pero éstos podían rehacerse. Cosa que no podían hacer los rehenes muertos.
Mientras dura el efecto paralizador, los libertadores disparan a medio palmo sobre las cabezas, y sus camaradas se arrojan sobre los rehenes, derribándolos al suelo. Inmediatamente después, los tiradores bajan la puntería más de medio palmo.
La posición exacta de un rehén y un terrorista, dentro de una habitación cerrada, puede determinarse aplicando un estetoscopio electrónico en el lado externo de la puerta. No hace falta que hablen dentro de la habitación; la respiración puede oírse y localizarse exactamente. Los salvadores se comunican mediante un complicado sistema de señales que no permite equivocaciones.
El comandante Fallon colocó la maqueta del Princess sobre la mesa de conferencias y se aseguró de que todos le prestaban atención:
—Propongo —empezó a decir— que se pida al crucero Argyll que se ponga de lado en relación al Freya y que, antes del amanecer, lance las lanchas de asalto, con sus hombres y equipos, por el otro lado, de manera que no puedan ser vistas por el centinela de la chimenea del Freya, ni siquiera con gemelos. Esto nos permitirá hacer todos los preparativos durante la tarde, sin que nos observen. Para el caso de que acudiese algún avión alquilado por la Prensa, quisiera que se mantuviese el cielo despejado. Y también que se impusiese silencio a todas las embarcaciones cargadas de detergentes que estuviesen dentro de nuestro campo visual.
Nadie puso objeciones a esto. Sir Julian Flannery, tomó un par de notas.
—Cuatro kayaks, con dos hombres cada uno, se acercarán al Freya en la oscuridad, antes de salir la luna, y se detendrán a una distancia de tres millas. El radar no descubrirá las canoas. Son demasiado pequeñas, se elevan poco sobre el agua y son de madera y de lona, materiales que no son eficazmente registrados por el radar. Los remeros llevarán prendas de caucho, de cuero, de lona, etc., y todas las hebillas serán de plástico. El radar del Freya no captará absolutamente nada.
»En los asientos de atrás, irán los hombres rana; sus botellas de oxígeno tienen que ser de metal; pero, a tres millas de distancia, no darán una señal mayor que un bidón de petróleo, insuficiente para provocar alarma en el puente del Freya. Cuando hayan llegado a las tres millas, los buceadores tomarán una brújula que apunte a la popa del Freya, la cual podrán ver, porque está iluminada, como las brújulas son fosforescentes, nadarán guiándose por ellas.
—¿Por qué no han de dirigirse a la proa? —preguntó el capitán de escuadrilla de la Air Force—. Está más a oscuras.
—En parte, porque habría que eliminar al centinela del castillo de proa, el cual puede estar al habla con el puente mediante un walkietalkie —explicó Fallon—. En parte, porque habría que recorrer un largo trecho sobre cubierta, y tienen un faro que puede manejarse desde el puente. Y en parte, porque la superestructura, vista de frente, es una pared de acero de cinco pisos de altura. Podríamos escalarla, pero tiene ventanas de camarotes, y algunos de éstos podrían estar ocupados.
»Los cuatro buceadores, uno de los cuales seré yo, nos reuniremos a popa del Freya. Allí ha de haber un pequeño saliente de poca, altura. Ahora bien, hay un hombre en lo alto de la chimenea, que tiene treinta metros. Pero un centinela a treinta metros de altura tiende a mirar a su alrededor, más que directamente hacia abajo. Para más seguridad, quiero que el Argyll encienda su faro y lo dirija a un buque próximo, creando un espectáculo que distraiga al centinela. Nosotros subiremos a la popa desde el agua, después de tirar las aletas, las máscaras, las botellas de oxígeno y los cinturones lastrados. Iremos descubiertos y descalzos, con sólo los trajes de caucho. Llevaremos las armas colgadas de cinturones anchos especiales.
—¿Cómo podrán trepar por el costado del Freya, cargados con quince kilos de metal, después de haber nadado tres millas? —preguntó uno de los funcionarios ministeriales.
Fallon sonrió.
—Sólo hay nueve metros como máximo hasta la barandilla de popa —explicó—. Cuando hacíamos prácticas en las instalaciones petrolíferas del mar del Norte, subimos cincuenta metros de acero vertical en cuatro minutos.
Pensó que no era necesario entrar en detalles sobre el entrenamiento que requería tal hazaña, ni sobre el equipo que la había hecho posible.
Los técnicos habían inventado hacía tiempo algunos notables instrumentos de escalada para el SBS. Entre ellos figuraban las planchas magnéticas de ascensión. Eran como platos y estaban ribeteadas de goma, para poder aplicarlas sobre metal sin hacer ruido. Debajo de la goma había un anillo de acero que podía ser imantado con enorme potencia.
La fuerza magnética podía ponerse o quitarse mediante un interruptor accionado por la mano del hombre sujeta al dorso del plato. La carga eléctrica procedía de una pequeña pero infalible batería de níquel-cadmio, colocada en el interior del plato.
Los buceadores estaban entrenados para salir del agua, estirar el brazo, fijar el primer plato y dar la corriente. El imán sujetaba la plancha a la estructura de acero. El hombre, colgado de ella, subía el otro brazo más arriba y sujetaba la segunda plancha. Sólo cuando ésta estaba bien asegurada, soltaba el primer disco, lo elevaba y volvía a fijarlo. Mano a mano, a fuerza de muñecas y antebrazos, seguía subiendo, balanceando libremente el cuerpo, las piernas, los pies y el equipo, sin más puntos de apoyo que las manos.
Tan fuertes eran los imanes, y tan fuertes los brazos y los hombros, que los comandos podrían trepar, en caso necesario, por una superficie inclinada cuarenta y cinco grados hacia fuera.
—El primer hombre sube con estas planchas especiales —prosiguió Fallon—, llevando una cuerda. Si la cubierta de popa está tranquila, sujeta la cuerda, y los otros tres pueden subir en diez segundos. Ahora bien, aquí, al pie de la chimenea, esta caseta de turbina proyecta una sombra bajo la lámpara de la puerta de la superestructura al nivel del piso «A». Nos ampararemos en esta sombra. Todos llevaremos trajes negros y nos habremos pintado de negro la cara, las manos y los pies.
»El mayor peligro está en cruzar esta zona iluminada de la cubierta de popa, que separa la caseta de la turbina de la superestructura donde están los camarotes.
—Entonces, ¿cómo van a hacerlo? —preguntó el vicealmirante, fascinado por este regreso de la tecnología a los tiempos de Nelson.
—No lo haremos, señor —respondió Fallon—. Estaremos al otro lado de la chimenea, en relación con el punto donde está estacionado el Argyll, o sea, en dirección contraria a la nuestra. Entonces, saldremos de la sombra y doblaremos la esquina de la superestructura en este punto, donde está la ventana del depósito de la ropa sucia. Cortaremos el cristal de la ventana sin hacer ruido, con un soplete en miniatura accionado por una botellita de gas, y entraremos por aquella. Las probabilidades de que la puerta de aquel depósito esté cerrada son ínfimas. A nadie se le ocurre robar ropa sucia; por consiguiente, nadie cierra la puerta. Por ella pasaremos al interior de la superestructura, saliendo a un pasillo que está a pocos metros de la escalera principal que conduce a los pisos «B», «C» y «D», y al puente.
—¿Dónde encontrarán al jefe de los terroristas, al hombre del detonador? —preguntó sir Julian Flannery.
—Mientras subamos la escalera, escucharemos en todas las puertas, por si se oyen voces —dijo Fallon—. Si las oímos, abriremos la puerta y eliminaremos a los que estén allí con nuestras pistolas provistas de silenciador. Dos hombres entrarán en el camarote, y dos se quedarán de guardia en el exterior. Y así sucesivamente. Si tropezamos con alguien en la escalera, haremos lo mismo. De esta manera, deberíamos llegar al piso «D» sin ser observados. Una vez allí, tendremos que actuar según lo calculado. Una de las puertas corresponde al camarote del capitán; uno de nuestros hombres se encargará de ella, la abrirá, entrará y disparará sin hacer preguntas. Otro se encargará del camarote del primer maquinista, que está en el mismo piso, y hará lo mismo. Los otros dos cuidarán del puente; uno, con granadas, y el otro, con la «Ingram». El puente es demasiado grande para elegir los blancos. Tendremos que barrerlo con la «Ingram» y derribar a todos los que estén allí cuando la granada los haya paralizado.
—¿Y si uno de ellos es el capitán Larsen? —preguntó un funcionario ministerial.
Fallon observó la mesa.
—Lo siento —respondió—, pero no se pueden identificar los blancos.
—¿Y si el jefe no está en ninguno de los camarotes? Supongamos que el hombre del detonador de control remoto está en otra parte. En cubierta, tomando el aire. En el lavabo. O durmiendo en otro camarote. ¿Qué pasa entonces?
Steve Fallon se encogió de hombros.
—¡Bang! —exclamó—. El gran estallido.
—Hay veintinueve tripulantes encerrados allá abajo —protestó un científico—. ¿No pueden sacarles de allí, o al menos subirlos a la cubierta, para que tengan una posibilidad de salvarse a nado?
—No, señor. He reflexionado sobre todas las maneras de llegar al cuarto de la pintura, si es que realmente están allí. Tratar de bajar a él por la caseta de cubierta daría al traste con la operación; los cierres podrían chirriar, y, al abrir la puerta de acero, la cubierta se inundaría de luz. Y si lo hiciésemos por el interior de la estructura principal, bajando al cuarto de máquinas para intentar llegar hasta ellos, tendría que dividir mis fuerzas. Además, el cuarto de máquinas es muy grande; tiene tres pisos y está abovedado como una catedral. Con que hubiese allí un solo hombre, y estableciese comunicación con el jefe antes de que pudiésemos silenciarle, todo se habría perdido. Creo que nuestra mayor probabilidad de éxito está en apoderarnos del hombre del detonador.
—Si el buque fuese volado, estando usted y sus hombres en él, ¿podrían saltar por la borda y nadar hasta el Argyll? —preguntó otro funcionario ministerial.
El comandante Fallon miró al hombre, y en su semblante tostado por el sol se pintó la irritación.
—Si el barco fuese volado, señor, cualquiera que estuviese nadando en un radio de doscientos metros sería absorbido por las corrientes de agua que penetrarían en el agujero.
—Disculpe, míster Fallon —terció apresuradamente el secretario del Gabinete—. Sé que mi colega estaba solamente preocupado por la seguridad de ustedes. La cuestión es ésta: el porcentaje de probabilidades de eliminar al hombre del detonador es una cifra muy problemática. Si no pudiesen impedir que pulsase el botón, provocarían precisamente el desastre que tratamos de evitar…
—Con el mayor respeto, sir Julian —intervino el coronel Holmes—, le diré que, si los terroristas amenazan durante el día de hoy con volar el Freya a cierta hora de la noche, y el canciller Busch no rectifica en el asunto de poner en libertad a Mishkin y Lazareff, no habrá más remedio que intentar la operación del comandante Fallon. Estaremos en un callejón sin salida. No tendremos otra alternativa.
Hubo un murmullo de asentimiento entre los reunidos. Sir Julian declaró:
—Está bien. El Ministerio de Defensa tendrá a bien ponerse en contacto con el Argyll; éste deberá ponerse de costado en relación con el Freya, para hacer de pantalla a las lanchas de asalto del comandante Fallon, cuando éstas lleguen allí. El Ministerio del Medio Ambiente dará instrucciones a los controladores del tráfico aéreo para que localicen y desvíen a cualquier avión que trate de acercarse al Argyll a cualquier altura. Los diversos departamentos responsables advertirán a los remolcadores y otras embarcaciones cerca del Argyll que no deben revelar a nadie los preparativos del comandante Fallon. Y ahora, ¿qué va usted a hacer, comandante?
El comandante Fallon miró su reloj. Eran las cinco y cuarto.
—La Marina me prestará un helicóptero de la base de Battersea, que me transportará a la cubierta de popa del Argyll —dijo—. Yo estaré allí cuando lleguen por mar mis hombres y el equipo. Y ahora, si me permiten…
—Vaya con Dios; y buena suerte, joven.
Todos los reunidos se levantaron, mientras el comandante, un poco nervioso, recogía la maqueta, los planos y las fotografías, y salía con el coronel Holmes, en dirección a la base de helicópteros situada junto al Thames Embankment.
El fatigado sir Julian Flannery salió del salón lleno de humo de tabaco y envuelto en el frío ambiente del nuevo día de primavera, antes del amanecer, se dispuso a informar a la primer ministro.
A las seis de la mañana, Bonn publicó una sencilla declaración en el sentido de que, después de estudiar debidamente todos los factores en juego, el Gobierno federal alemán había llegado a la conclusión de que no podía someterse a un chantaje y, por consiguiente, había sido reconsiderado el acuerdo de poner en libertad a Mishkin y Lazareff a las ocho de la mañana.
En cambio —seguía diciendo la declaración—, el Gobierno federal haría todo lo posible para entablar negociaciones con los secuestradores del Freya, encaminadas a lograr la liberación del barco y de sus tripulantes mediante proposiciones alternativas.
Los aliados europeos de Alemania Federal fueron informados de esta declaración una hora antes de su publicación. Cada primer ministro se hizo esta pregunta:
—¿Qué diablos se propone Bonn?
La excepción fue Londres, que lo sabía. Pero, oficiosamente, se informó a todos los Gobiernos de que el cambio de posición de Alemania se debía a fuertes presiones americanas sobre Bonn durante la noche, y, además, se les dijo que Bonn sólo había accedido a demorar la puesta en libertad, pendiente de ulteriores acontecimientos, que se esperaba fuesen más optimistas.
Después de dar la noticia, el portavoz del Gobierno de Bonn celebró dos breves y privados desayunos de trabajo con influyentes periodistas alemanes, durante los cuales se dio a entender a cada uno de éstos, en términos oblicuos, que el cambio de política sólo se había debido a una brutal presión de Washington.
Los primeros noticiarios radiados del día difundieron la declaración de Bonn en el mismo momento en que los oyentes leían sus periódicos, que anunciaban confiadamente la puesta en libertad de los dos secuestradores a la hora del desayuno. Esto no gustó nada a los directores de los periódicos, que se echaron encima de la Oficina de Prensa del Gobierno, pidiendo una explicación. Ninguna de las que se les dieron satisfizo a nadie. Los periódicos del domingo, que se estaban preparando aquel sábado, se dispusieron a publicar un número explosivo a la mañana siguiente.
En el Freya, la noticia de Bonn fue recibida a través del servicio mundial de la BBC, sintonizado por Drake en su radio portátil a las seis y media. Como otras muchas partes interesadas en Europa, el ucraniano escuchó la noticia en silencio y, después, estalló:
—¿Qué diablos están pensando ahora?
—Algo ha salido mal —dijo Thor Larsen, lisa y llanamente—. Han cambiado de idea. No se saldrán ustedes con la suya.
Drake se inclinó sobre la mesa y apuntó su pistola a la cara del noruego.
—No eche las campanas al vuelo —gritó—. Berlín no está sólo jugando de un modo estúpido con mis amigos. O conmigo. Está jugando con su precioso barco y con su tripulación. No lo olvide.
Durante unos minutos estuvo sumido en profunda reflexión; después, empleó el intercomunicador del capitán para llamar a uno de sus hombres del puente. Este entró en el camarote sin quitarse la máscara y habló a su jefe en ucraniano, pero el tono de su voz revelaba preocupación. Drake le confió la vigilancia del capitán Larsen y se ausentó quince minutos. Cuando volvió, ordenó bruscamente al capitán del Freya que le acompañase al puente.
La llamada fue recibida en Control del Mosa a las siete menos un minuto. El Canal Veinte seguía reservado exclusivamente para el Freya, y el operador de guardia esperaba algo, pues también él había oído la noticia de Bonn. Cuando llamó el Freya, puso en marcha el magnetófono.
La voz de Larsen parecía cansada, pero su tono era sereno al leer el comunicado de sus aprehensores:
—En vista de la estúpida decisión del Gobierno de Bonn de retractarse de su acuerdo de poner en libertad a Lev Mishkin y David Lazareff a las cero ocho cero cero horas de esta mañana, los actuales poseedores del Freya anuncian lo siguiente: Si Mishkin y Lazareff no son excarcelados y puestos en un avión con rumbo a Tel-Aviv antes del mediodía de hoy, el Freya verterá veinte mil toneladas de crudo en el mar del Norte, a las doce en punto. Cualquier intento de impedirlo o de entorpecer la operación, o si cualquier barco o avión entra en la zona prohibida alrededor del Freya, éste será inmediatamente destruido, con su tripulación y su cargamento.
Terminada la transmisión, se cerró el canal. No se hicieron preguntas. Casi cien puestos de escucha oyeron el mensaje, y, a los quince minutos, éste fue difundido por los noticiarios de la mañana en toda Europa.
A primeras horas de la mañana, el Salón Oval del presidente Matthews empezaba a tomar el aspecto de un consejo en tiempo de guerra.
Los cuatro hombres que se hallaban en él se habían quitado la chaqueta y aflojado la corbata. Los ayudantes entraban y salían, con mensajes de la sala de comunicaciones para alguno de los consejeros presidenciales. Las correspondientes salas de comunicaciones de Langley y del departamento de Estado estaban en conexión directa con la Casa Blanca.
Eran las 7.15 en Europa, las 2.15 en Washington, cuando llegó la noticia del ultimátum de Drake que fue transmitida a Robert Benson. Este la entregó al presidente Matthews, sin decir palabra.
—Supongo que debíamos esperarlo —dijo el presidente, con voz cansada—. Mas no por ello resulta menos doloroso.
—¿Creen ustedes que, sea quien fuere, estará dispuesto a hacerlo? —preguntó el secretario David Lawrence.
—Hasta ahora ha hecho todo lo que ha prometido, ¡maldito sea! —respondió Stanislav Poklevski.
—Supongo que Mishkin y Lazareff estarán fuertemente custodiados en Tegel —dijo Lawrence.
—Ya no están en Tegel —respondió Benson—. Fueron trasladados momentos antes de la medianoche, hora de Berlín, a Moabit. Es una cárcel más moderna y segura.
—¿Cómo lo sabe, Bob? —preguntó Poklevski.
—He hecho que vigilasen Tegel y Moabit, desde el comunicado del mediodía del Freya —respondió Benson.
Lawrence, el diplomático de la vieja escuela, pareció indignado.
—¿Obliga la nueva política a espiar incluso a nuestros aliados? —saltó.
—No exactamente —respondió Benson—. Lo hemos hecho siempre.
—¿Por qué el cambio de cárcel, Bob? —preguntó Matthews—. ¿Piensa Dietrich Busch que los rusos intentarán apoderarse de Mishkin y Lazareff?
—No, señor presidente; piensa que lo intentaré yo —dijo Benson.
—Creo que existe una posibilidad en la que quizá no hayamos reparado —intervino Poklevski—. Si los terroristas del Freya cumplen lo anunciado y derraman veinte mil toneladas de crudo, y amenazan con verter otras cincuenta mil durante el día, las presiones sobre Busch pueden hacerse irresistibles…
—Eso es indudable —observó Lawrence.
—Quiero decir que Busch podría decidir actuar por su cuenta y liberar a los secuestradores sin contar con nadie más. Recuerden que él no sabe que el precio de tal acción sería la anulación del Tratado de Dublín.
Se hizo un silencio que duró varios segundos.
—Nada puedo hacer para impedírselo —dijo, a media voz, el presidente Matthews.
—En realidad, sí que puede —rectificó Benson.
Los otros tres centraron inmediatamente su atención en él. Pero cuando dijo lo que podía hacer el presidente, tanto éste como Lawrence y Poklevski pusieron cara de repugnancia.
—Nunca podría dar esa orden —negó el presidente.
—Desde luego, es terrible —convino Benson—, pero es la única manera de imponernos al canciller Busch. Y, si trata de hacer planes secretos para soltar prematuramente a la pareja, lo sabremos. No importa cómo; lo sabremos. Veamos las cosas como son: la alternativa sería la anulación del tratado y las consecuencias de la reanudación de la carrera de armamentos que aquella traería consigo. Si el tratado es anulado, seguramente se interrumpirá el envío de cereales a Rusia. En este caso, Rudin puede caer…
—Lo cual hace que reaccione tan locamente en este asunto —observó Lawrence.
—Tal vez sí; pero su reacción es ésta, y, mientras no sepamos el motivo, no podremos juzgar su locura —resumió Benson—. Mientras tanto, si el canciller Busch conoce privadamente la proposición que acabo de hacer, es posible que se contenga durante algún tiempo más.
—¿Quiere decir que podríamos emplearlo como una espada de Damocles sobre la cabeza de Busch? —inquirió, esperanzado, Matthews—. ¿Que tal vez no haría falta que lo hiciésemos?
En aquel momento llegó un mensaje personal de la primer ministro londinense, Carpenter, para el presidente.
—Es toda una mujer —opinó Matthews, cuando lo hubo leído—. Los ingleses piensan que podrían combatir el primer derramamiento de veinte mil toneladas de petróleo, pero no más. Están preparando un plan para el asalto del Freya por hombres rana especializados, después de ponerse el sol, y para liquidar al hombre del detonador. Creen que tienen probabilidades de éxito.
—Si es así, sólo tenemos que mantener a raya al canciller alemán por otras veinte horas —dijo Benson—. Señor presidente, Le aconsejo que ordene lo que acabo de proponerle. Lo más probable es que no tenga que llevarse a cabo.
—Pero, ¿y si tuviese que hacerse, Bob? ¿Si tuviese que hacerse…?
—Entonces, se haría.
William Matthews se llevó las manos a la cara y se frotó los cansados ojos con las puntas de los dedos.
—¡Dios mío! No debería pedirse a nadie que diese una orden como ésa —exclamó—. Pero, si no hay más remedio…, dé la orden, Bob.
El sol acababa de elevarse sobre el horizonte oriental, o sea, sobre la costa holandesa. En la cubierta de popa del crucero Argyll, ahora puesto de lado en relación a la posición del Freya, el comandante Fallon contemplaba las tres lanchas rápidas de asalto amarradas al costado de sotavento. Las tres eran invisibles desde el puesto de vigilancia de la chimenea del Freya. Como también lo era la actividad que se desarrollaba en ellas, mientras el grupo de comandos de Fallon preparaba sus kayaks y desenvolvía las extrañas piezas de su equipo. Era un amanecer claro y brillante, que prometía otro día cálido y soleado. El mar estaba en calma. El capitán del Argyll, Richard Preston, se reunió con Fallon.
Juntos contemplaron los tres ágiles galgos marinos que habían traído los hombres y el equipo de Poole en ocho horas. Las embarcaciones se mecieron en la estela de un barco de guerra que pasó por el Oeste a varios cables de distancia. Fallon levantó la cabeza.
—¿Quién es ése? —preguntó, señalando con la cabeza el buque de guerra gris, de pabellón norteamericano, que navegaba rumbo al Sur.
—La Armada americana ha enviado un observador —respondió el capitán Preston—. El USS Moran. Se estacionará entre nosotros y el Montcalm. —Miró su reloj—. Las siete y media. Van a servir el desayuno en el comedor. Si quiere acompañarnos…
Eran las siete y cincuenta minutos cuando llamaron a la puerta del camarote del capitán Mike Manning, que estaba al mando del Moran.
Este se hallaba anclado después de navegar durante la noche, y Manning, que había permanecido todo el tiempo en el puente, se estaba ahora afeitando la barba. Cuando entró el telegrafista, Manning tomó el mensaje de manos de aquél y le echó una mirada, sin dejar de afeitarse. Después, se interrumpió y se volvió hacia su subordinado.
—Está en clave —dijo.
—Sí, señor. Lleva la indicación de que sólo usted debe leerlo, señor.
Manning despidió al hombre, abrió la caja fuerte y sacó su código personal de descifrado. La clave no era corriente, pero tampoco extraordinaria. Empezó a recorrer con un lápiz las columnas de números, buscando los grupos en el mensaje que tenía delante y sus correspondientes combinaciones de letras. Cuando hubo terminado, permaneció sentado en su mesa y observó fijamente el mensaje, por si se había equivocado. Lo comprobó desde el principio, confiando en que fuese una broma. Pero no lo era. La comunicación iba dirigida a él, vía STANFORLANT; a través del Departamento de Marina, Washington. Y era una orden presidencial que le dirigía, a él personalmente, el jefe supremo de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, con sede en la Casa Blanca, Washington.
—No puede pedirme eso —jadeó—. Nadie puede pedir una cosa así a un marino.
Pero el mensaje se la pedía, en términos inequívocos:
En el caso de que el Gobierno de Alemania Federal ponga en libertad, por decisión unilateral, a los secuestradores presos en Berlín, el USS Moran debe hundir al superpetrolero Freya con su artillería, procurando por todos los medios incendiar el cargamento y reducir al mínimo los perjuicios de contaminación. Esta acción deberá realizarse en cuanto el USS Moran reciba la señal RAYO. Repito: RAYO. Destruya este mensaje.
Mike Manning tenía cuarenta y tres años, estaba casado y era padre de cuatro hijos, todos los cuales vivían con su madre en las afueras de Norfolk, Virginia. Llevaba veintiún años al servicio de la Marina de los Estados Unidos y nunca le había pasado por la cabeza desobedecer una orden oficial.
Se dirigió a la portañola y contempló, sobre cinco millas de océano, la baja silueta que se recortaba contra el sol naciente. Pensó en sus granadas a base de magnesio, perforando la piel indefensa del monstruo, penetrando en la masa de petróleo volátil que había en su interior. Pensó en los veintinueve hombres acurrucados debajo de la línea de flotación, a veinticinco metros bajo la superficie del agua, en un ataúd de acero, esperando el rescate, pensando en sus familias, en los bosques de Escandinavia. Estrujó el papel en la mano.
—Señor presidente —murmuró—. No sé si podré hacerlo.