CAPÍTULO XIV

De 19.00 a medianoche

El presidente William Matthews quedó aturdido por la inesperada rapidez y por la brutalidad de la reacción soviética. Esperó, mientras iban a buscar al director de la CIA, Robert Benson, y a su consejero de seguridad, Stanislav Poklevski.

Cuando los dos se reunieron con el secretario de Estado en el Salón Oval, Matthews les explicó la enojosa visita del embajador Kirov.

—¿Qué diablos se proponen? —preguntó el presidente.

Ninguno de sus tres principales consejeros pudo darle una respuesta. Se hicieron varias suposiciones, la principal de las cuales era que Maxim Rudin había sufrido un revés en el seno del Politburó y no podía llevar adelante el Tratado de Dublín, caso en el cual el asunto del Freya no era más que un pretexto para abstenerse de firmar aquél.

Pero la idea fue unánimemente descartada; sin el tratado, la Unión Soviética no recibiría el trigo, y estaba ya gastando sus últimas reservas. También se sugirió que la muerte del piloto de «Aeroflot», capitán Rudenko, representaba un descrédito que el Kremlin no podía tolerar; pero esto fue igualmente rechazado: los tratados internacionales no se rompen por la muerte de un piloto.

El director de la CIA resumió, al cabo de una hora, lo que pensaban todos.

—Esto no tiene sentido —dijo— y, sin embargo, debe tenerlo. Maxim Rudin no reaccionaría como un loco a menos que tuviese un motivo, un motivo que ignoramos.

—Pero esto no nos saca del espantoso dilema en el que nos encontramos —intervino el presidente Matthews—. O dejamos que Mishkin y Lazareff sean liberados, con el fracaso del más importante tratado de desarme de nuestra generación y el riesgo de una guerra dentro de un año, o nos oponemos a tal liberación y obligamos a Europa Occidental a sufrir el mayor desastre ecológico de nuestra época.

—Tenemos que encontrar una tercera alternativa —dijo David Lawrence—. Pero, ¡por mil diablos!, ¿cuál?

—Sólo podemos buscar en un sitio —respondió Poklevski—. Dentro de Moscú. La respuesta está dentro de Moscú, en alguna parte. No creo que podamos decidir una política encaminada a evitar ambas alternativas catastróficas, si no sabemos por qué Maxim Rudin ha reaccionado de este modo.

—Creo que se refiere usted a el Ruiseñor —terció Benson—. Pero no tenemos tiempo. No se trata de semanas, ni de días, sino sólo de horas. Creo, señor presidente, que debería usted tratar de hablar personalmente con Maxim Rudin por la línea directa. Pregúntele, de presidente a presidente, por qué adopta esta actitud sobre los dos secuestradores judíos.

—¿Y si se niega a darme la razón? —inquirió Lawrence—. Podría haberlo hecho a través de Kirov. O enviado una carta personal…

El presidente Matthews tomó su decisión.

—Llamaré a Maxim Rudin —dijo—. Pero si no quiere responder a mi llamada o se niega a darme una explicación, tendremos que deducir que es objeto de presiones insuperables dentro de su propio círculo. Mientras tanto, voy a confiar a mistress Carpenter el secreto de lo que acaba de pasar aquí y pedirle su ayuda a través de sir Nigel Irvine y de el Ruiseñor. Sólo como último recurso, llamaré al canciller Busch, en Bonn, y le pediré que me dé un poco más de tiempo.

Cuando el que llamaba dijo que quería hablar personalmente con Ludwig Jahn, la telefonista estuvo a punto de negarse. Numerosos reporteros habían llamado y preguntado por determinados oficiales, a fin de obtener detalles sobre Mishkin y Lazareff. La telefonista tenía órdenes concretas: nada de llamadas.

Pero cuando el hombre le dijo que era primo de Jahn y que éste tenía que asistir a la boda de su hija el día siguiente al mediodía, la telefonista se ablandó. Los asuntos de familia eran harina de otro costal. Pasó la llamada, y Jahn la recibió en su oficina.

—Supongo que me recuerda —dijo la voz a Jahn.

El oficial le recordaba bien; era aquel ruso con ojos de verdugo de un campo de trabajo.

—No debe llamarme aquí —murmuró, con voz ronca—. Y yo no puedo hacer nada. La guardia ha sido triplicada y se han cambiado los turnos. Ahora estoy de guardia permanente y duermo aquí, en la oficina. Estas son las órdenes hasta nuevo aviso. Ahora nadie puede acercarse a esos dos hombres.

—Le conviene encontrar un pretexto para salir durante una hora —dijo la voz del coronel Kukushkin—. Hay un bar a cuatrocientos metros de su puerta de servicio. —Dio el nombre del bar y la dirección. Jahn no conocía el bar, pero sí la calle—. Dentro de una hora —repitió la voz—, si no quiere que…

Sonó un chasquido.

Eran las ocho de la tarde en Berlín, y era ya noche cerrada.

La primer ministro británica estaba cenando tranquilamente con su marido, en sus habitaciones privadas del piso alto de Downing Street, 10, cuando le pidieron que atendiese a una llamada personal del presidente Matthews. Cuando pusieron la comunicación, volvía a estar en su despacho. Los dos jefes de Gobierno se conocían bien y se habían visto una docena de veces desde la elección de aquella mujer como primer ministro de Gran Bretaña. Cuando estaban a solas, se llamaban por sus nombres de pila, pero, aunque las conversaciones supersecretas a través del Atlántico no podían ser intervenidas por nadie, se grababan en cinta magnetofónica, y, por ello, observaron las formalidades de rigor.

En términos cuidadosos y sucintos, el presidente Matthews explicó a la primer ministro el mensaje que había recibido de Maxim Rudin a través de su embajador en Washington. Joan Carpenter quedó aturdida.

—Por el amor de Dios, ¿por qué? —preguntó.

—Ahí está el problema, señora —respondió la voz, arrastrando las palabras, desde el otro lado del Atlántico—. No hay explicación. Absolutamente ninguna. Y he de decirle otras dos cosas. El embajador Kirov me advirtió que, si llegaba a conocerse públicamente el mensaje de Rudin, el Tratado de Dublín sería igualmente rechazado. ¿Puedo contar con su discreción?

—Naturalmente —respondió la mujer—. ¿Cuál es la otra cosa?

—He tratado de hablar con Rudin por la línea de urgencia. No lo he conseguido. De esto debo deducir que tiene problemas en el seno del propio Kremlin y no puede revelarlos. Si he de serle franco, esto me ha colocado en una situación imposible. Pero una cosa es segura: no puedo dejar que se anule el tratado. Es demasiado importante para todo el mundo occidental. Tengo que luchar por él. No puedo dejar que lo destruyan un par de secuestradores en una cárcel de Berlín; y no puedo dejar que un puñado de terroristas, desde un petrolero en el mar del Norte, desencadenen un conflicto armado entre el Este y Occidente, como el que indudablemente se produciría.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, señor presidente —dijo la primer ministro, desde su despacho de Londres—. ¿Qué quiere que haga? Me imagino que tiene usted más influencia que yo sobre el canciller Busch.

—No se trata de esto, señora. Hay otras dos cosas. Nosotros tenemos cierta información sobre las consecuencias que tendría para Europa la voladura del Freya, pero presumo que la de ustedes es más completa. Necesito conocer todas las consecuencias y opciones lógicamente posibles, para el caso de que los terroristas a bordo del Freya resolviesen lo peor.

—Sí —admitió mistress Carpenter—. Durante todo el día, nuestros técnicos han realizado un estudio a fondo del barco, de su cargamento, de sus posibilidades de contener la marea negra, etc. Hasta ahora no hemos considerado la idea de tomar el barco por asalto. Ahora tendremos que hacerlo. Le enviaré información sobre todos estos aspectos dentro de una hora. ¿Qué más?

—Esto es lo más peliagudo, y casi no sé cómo pedírselo —dijo William Matthews—. Pensamos que el comportamiento de Rudin debe de tener una explicación, y, mientras no la conozcamos, andaremos a tientas en la oscuridad. Si he de resolver esta crisis, tengo que saber algo más. Necesito aquella explicación. Necesito saber si existe una tercera alternativa. Quisiera pedirle que diga a su gente que se valga de el Ruiseñor por última vez y me dé la respuesta a la incógnita.

Joan Carpenter reflexionó. Siempre había seguido la política de no entrometerse en el servicio de sir Nigel Irvine. A diferencia de algunos de sus predecesores, se había abstenido firmemente de meter las narices en los servicios secretos para satisfacer su curiosidad. Desde su subida al poder había doblado los presupuestos del SIS y de MI-5, había elegido profesionales curtidos como directores de ambos, y había sido recompensada con su inquebrantable lealtad. Contando con ésta, había confiado en que no la abandonarían. Y no lo habían hecho.

—Haré lo que pueda —dijo al fin—. Pero se trata de algo que afecta al mismo corazón del Kremlin, y contamos con pocas horas. Si es posible, se hará. Le doy mi palabra.

Terminada la conferencia, llamó a su marido para decirle que no la esperase; estaría toda la noche en su despacho. Ordenó a la cocina que le trajesen una cafetera llena de café. Una vez arregladas estas cosas prácticas, telefoneó a sir Julian Flannery a su casa empleando una línea normal; le dijo que había surgido una nueva crisis y le pidió que volviese en seguida a la oficina del Gobierno. Su última llamada no la hizo por una línea normal, sino por la secreta, que comunicaba con la jefatura de la Empresa. Pidió que localizasen a sir Nigel Irvine, dondequiera que estuviese, y que le dijesen que acudiese inmediatamente al Número 10. Mientras esperaba, conectó la televisión de su despacho, en el momento en que empezaba el noticiario de las nueve de la BBC. Había comenzado una noche muy larga.

Ludwig Jahn se deslizó en el compartimiento y se sentó, sudando un poco. Desde el otro lado de la mesa, el ruso le miró con frialdad. El rollizo celador no podía saber que aquel temible ruso estaba luchando por su propia vida; no daba la menor señal de ello.

Escuchó impasible, mientras Jahn le explicaba las nuevas medidas que se habían tomado a partir de las dos de la tarde. En realidad, no tenía amparo diplomático; se ocultaba en un escondite de la SSD en Berlín Oeste, como invitado de sus colegas alemanes orientales.

—Como cabe ver —terminó Jahn—, no puedo hacer nada. No podría introducirle en aquel pasillo. Hay tres hombres de guardia, como mínimo, de día y de noche. Cualquiera que entre en el corredor, incluso yo mismo, tiene que mostrar su pase, y todos nos conocemos. Hemos trabajado juntos durante años. Ninguna cara nueva sería admitida, sin avisar al alcaide.

Kukushkin asintió despacio con la cabeza. Jahn sintió renacer su esperanza. Le dejarían marchar; le dejarían en paz; no causarían daño a su familia. Todo había terminado.

—Usted puede entrar en el pasillo, naturalmente —dijo el ruso—. Y en las celdas.

—Sí; soy el Ober Wachtmeister. A intervalos periódicos, tengo que comprobar que están sin novedad.

—¿Duermen por la noche?

—Tal vez. Se han enterado del asunto del mar del Norte. Les quitaron las radios después de las emisiones del mediodía, pero otro preso incomunicado les gritó las noticias antes de que fuesen sacados del pasillo todos los demás reclusos. Tal vez dormirán, tal vez no.

El ruso asintió lúgubremente.

—Entonces —dijo—, usted hará el trabajo.

Jahn se quedó boquiabierto.

—No, no —balbuceó—. Usted no lo comprende. No podría usar una pistola. Soy incapaz de disparar contra nadie.

El ruso colocó sobre la mesa dos tubitos parecidos a plumas estilográficas.

—Nada de pistolas —replicó—. Esto. Sólo tiene que acercar el extremo abierto, éste, a unos centímetros de la boca y la nariz del hombre dormido, y apretar este botón. La muerte se produce en tres segundos. La inhalación de cianuro potásico en forma de gas causa la muerte instantánea. Al cabo de una hora, los efectos son idénticos a los de un fallo cardíaco. Cuando lo haya hecho, cierre las celdas, vuelva a las dependencias del personal, limpie bien los tubos y póngalos en el armario de otro celador que tenga también acceso a las dos celdas. Muy sencillo, muy claro. Y nadie podrá acusarle.

Lo que Kukushkin acababa de exponer al horrorizado oficial de prisiones era una versión actualizada de las pistolas de gas venenoso con que el departamento de «asuntos mojados» de la KGB había asesinado a los nacionalistas ucranianos Stepan Bandera y Lev Rebet, en Alemania, dos decenios atrás. El principio seguía siendo sencillo, y la eficacia del gas había sido aumentada por ulteriores investigaciones. Dentro de los tubos había unas pequeñas ampollas de ácido prúsico. El gatillo soltaba un muelle y éste accionaba un percutor que rompía el vidrio. Simultáneamente, el ácido era vaporizado por el aire comprimido de un depósito que también se abría al apretar el botón. Impulsado por el aire comprimido, el gas salía del tubo en una nube invisible, que se introducía en las vías respiratorias de la víctima. Una hora más tarde se había desvanecido el olor a almendras amargas del ácido prúsico y los músculos del cadáver se habían relajado de nuevo; los síntomas eran los de un ataque al corazón.

Desde luego, nadie creería que los dos jóvenes habían sufrido ataques cardíacos simultáneos, y se realizaría una investigación. Pero los tubos del gas, encontrados en el armario de uno de los celadores, acusarían casi indefectiblemente a éste.

—Yo… yo no puedo hacer esto —murmuró Jahn.

—Pero yo puedo enviar a toda su familia aun campo de trabajo del Ártico para toda la vida, y lo haré —murmuró el ruso—. Un sencillo dilema, Herr Jahn. Vencer sus escrúpulos durante diez breves minutos, a cambio de la vida de toda su familia. Piénselo.

Kukushkin asió la mano de Jahn, la volvió y colocó los tubos en su palma.

—Piénselo —dijo—, pero de prisa. Después, entre en las celdas y haga lo que le he dicho. Esto es todo.

Salió del compartimiento y se marchó. Minutos más tarde, Jahn cerró la mano, se metió los tubitos de gas en el bolsillo del impermeable y volvió a la prisión de Tegel. A medianoche, dentro de tres horas, relevaría al jefe de turno de noche. A la una de la madrugada, entraría en las celdas y lo haría. Sabía que no tenía alternativa.

Al ponerse en el cielo los últimos rayos del sol, el Nimrod que sobrevolaba el Freya había sustituido su cámara de día F.126 por la de noche F.135. Por lo demás, nada había cambiado. La cámara de visión nocturna, enfocada hacia abajo, con su mira infrarroja, podía captar casi todo lo que pasaba a una distancia de cinco mil metros. Si el capitán del Nimrod lo deseaba, podía tomar fotografías estáticas con ayuda del flash electrónico de la F. 135, o encender el potentísimo faro del avión.

Pero la cámara nocturna no captó la figura con anorak que yacía en cubierta desde media tarde y que ahora empezó a moverse muy despacio, deslizándose debajo de la pasarela y retrocediendo, centímetro a centímetro, hacia la superestructura. Cuando el personaje cruzó por fin el umbral de la puerta medio abierta y se irguió en el interior, nadie se dio cuenta. Al amanecer, se presumió que el cadáver había sido arrojado al mar.

El hombre del anorak bajó a la cocina, frotándose las manos y temblando repetidamente. En la cocina encontró a uno de sus colegas y se sirvió un café caliente. Cuando hubo terminado, volvió al puente y buscó su propia ropa: el pantalón deportivo y el suéter negros con que había subido a bordo.

—¡Uf! —exclamó al hombre del puente, con su acento americano—. Desde luego, diste en el blanco. Pude sentir el golpe de los tacos, de los cartuchos sin bala en la espalda del anorak.

El guardián del puente sonrió.

—Andriy me dijo que lo hiciese bien —respondió—. Y dio resultado. Mishkin y Lazareff saldrán de la cárcel a las ocho de la mañana. Por la tarde, estarán en Tel-Aviv.

—Estupendo —dijo el ucraniano-americano—. Esperemos que el plan de Andriy para sacarnos de este barco salga tan bien como lo demás.

—Saldrá —aseguró el otro—. Y ahora, será mejor que te pongas la máscara y devuelvas esa ropa al yanqui del cuarto de la pintura. Y duerme un poco. Entras de guardia a las seis de la mañana.

Sir Julian Flannery volvió a convocar el comité de crisis al cabo de una hora de su conversación privada con la primer ministro. Esta le había explicado el motivo del cambio de la situación, pero él y sir Nigel debían ser los únicos en saberlo y no debían hablar. Sólo debía decirse a los miembros del comité que, por razones de Estado, la puesta en libertad de Mishkin y Lazareff al amanecer, podía demorarse o cancelarse, según fuese la reacción del canciller alemán.

De otra parte, todos los datos que llegaban a Whitehall sobre el Freya, su tripulación, su cargamento y sus posibles riesgos, eran transmitidos fotográficamente a Washington.

Sir Julian había tenido suerte; la mayoría de los principales expertos del comité vivían dentro de un radio de sesenta minutos en coche de Whitehall. Casi todos habían sido localizados mientras cenaban en sus casas, ya que ninguno se había marchado al campo; dos lo habían sido en sendos restaurantes, y uno, en el teatro. A las nueve y media, todos estaban nuevamente sentados en el UNICORNE.

Sir Julian declaró que ahora tenían que presumir que todo el asunto había pasado del campo de una especie de ejercicio, a la categoría de una crisis grave.

—Tenemos que suponer que el canciller Busch estará de acuerdo en aplazar la puesta en libertad, en espera de que se aclaren ciertas cuestiones. En tal caso debemos presumir que los terroristas pondrán al menos en práctica su primera amenaza, o sea, soltar una cantidad de petróleo del Freya. Por consiguiente, tenemos que ver la manera de contener y destruir una posible primera ola de veinte mil toneladas de crudo; pero, además, hemos de prever el caso de que dicha cifra se multiplique por cincuenta.

El panorama no podía ser más sombrío. La indiferencia pública durante años había conducido a la negligencia política; sin embargo, las cantidades de disolventes de petróleo en poder de los británicos, y los vehículos para su transporte en caso de marea negra, representaban más que los del resto de Europa juntos.

—Hay que suponer que nos corresponderá el esfuerzo principal para reducir los daños ecológicos —dijo el hombre de Warren Springs—. En el asunto Amoco Cádiz de 1978, los franceses no quisieron aceptar nuestra ayuda, aunque teníamos mejores disolventes y mejores sistemas de distribución que ellos. Sus pescadores pagaron cara esta estupidez. El anticuado detergente que emplearon, en vez de nuestros concentrados, causó unos efectos tóxicos peores que los del propio petróleo. Y no lo tenían en cantidad suficiente, ni disponían de los sistemas de distribución adecuados. Fue como tratar de matar un pulpo con un tirachinas.

—Yo estoy seguro de que los alemanes, los holandeses y los belgas no vacilarán en pedir una acción conjunta de los aliados en este asunto —intervino el hombre del Foreign Office.

—Tenemos que estar preparados —dijo sir Julian—. ¿Cuáles son nuestras disponibilidades?

El doctor Henderson, de Warren Springs, explicó:

—El mejor disolvente, en forma concentrada, puede disolver, es decir, dividir el petróleo en minúsculos glóbulos que permitan a las bacterias naturales completar la destrucción, a razón de veinte veces su propio volumen. Un galón de disolvente, por veinte galones de crudo. Tenemos mil toneladas en depósito.

—Lo necesario para disolver veinte mil toneladas de crudo —observó sir Julian—. Pero, ¿y si se derrama un millón de toneladas?

—No habrá nada que hacer —respondió lúgubremente Henderson—. Nada en absoluto. Si empezásemos ahora a producir más disolvente, podríamos fabricar mil toneladas cada cuatro días. Para un millón de toneladas, necesitaríamos cincuenta mil toneladas de disolvente. En realidad, esos locos enmascarados podrían destruir casi toda la vida marina en el mar del Norte y el canal de la Mancha, y contaminar las playas desde Hull hasta Cornualles, en nuestra costa, y desde Bremen hasta Ushant, en la de enfrente.

Todos guardaron silencio durante un rato.

—Supongamos que derraman la primera cuba —dijo, al fin, sir Julian—. Lo otro sería increíble.

El comité acordó cursar inmediatamente órdenes para reunir, durante la noche, hasta la última tonelada de disolvente de los almacenes de Hampshire; llamar, a través del Ministerio de Energía, a todos los camiones-cuba de las Compañías de petróleo; llevar todo el cargamento a la explanada de Lowestoft, en la costa oriental, y movilizar y dirigir a Lowestoft todos los remolcadores de la Marina provistos de mangueras, incluidas las unidades contra incendios del puerto de Londres y sus equivalentes de la Royal Navy. De este modo se esperaba que, por la mañana, toda la flotilla estaría en el puerto de Lowestoft, cargando disolvente.

—Si el mar permanece en calma —dijo el doctor Henderson—, la marea negra se deslizará suavemente al nordeste del Freya, en dirección al norte de Holanda, a una velocidad de unos dos nudos. Esto nos dará tiempo. Cuando cambie la marea, debe retroceder en sentido contrario. Pero si se levanta el viento, puede moverse más de prisa y en todas direcciones, según sople aquél sobre la superficie del agua. En todo caso, podríamos combatir una marea negra de veinte mil toneladas.

—No podemos llevar nuestros barcos a la zona de cinco millas alrededor del Freya, por tres de sus lados, ni entre el Freya y la costa holandesa —observó el subdirector de Defensa.

—Pero podemos observar la marea negra desde el Nimrod —intervino el capitán del grupo de la RAF—. En cuanto salga de aquella zona, sus barcos pueden empezar a trabajar.

—Todo eso está muy bien, para combatir la amenaza de derramamiento de veinte mil toneladas —dijo el hombre del Foreign Office—. Pero después, ¿qué?

—Nada —respondió el doctor Henderson—. Después de esto, habremos agotado todos nuestros recursos.

—Si es ésta la situación, nos espera un enorme trabajo administrativo —dijo sir Julian.

—Hay otra alternativa —dijo eI coronel Holmes—. La alternativa más dura.

Se hizo un incómodo silencio alrededor de la mesa. Sólo el vicealmirante y el capitán de grupo no compartían esta incomodidad; estaban interesados. Los científicos y los burócratas estaban acostumbrados a los problemas técnicos y administrativos, a sus remedios y soluciones. Todos sospecharon que el duro coronel vestido de paisano hablaba de agujerear el pellejo a alguien.

—Puede que a ustedes no les guste esta alternativa —dijo serenamente Holmes—, pero esos terroristas han matado a un marinero a sangre fría. Igual pueden matar a los otros veintinueve. El barco cuesta ciento setenta millones de dólares; la carga, ciento cuarenta millones, y la operación limpieza costaría el triple de esto. Si, por la razón que sea, el canciller Busch no puede o no quiere soltar a los presos de Berlín, puede no quedarnos más alternativa que tratar de asaltar el buque y liquidar al hombre del detonador antes de que lo emplee.

—¿Qué propone, exactamente, coronel Holmes? —preguntó sir Julian.

—Propongo que pidamos al comandante Fallon que venga de Dorset, y escuchemos lo que tenga que decirnos —respondió Holmes.

Así se acordó, suspendiéndose la sesión hasta las tres de la madrugada. Eran las diez menos diez de la noche.

Durante la reunión, no lejos de la sede del Gobierno, la primer ministro había recibido a sir Nigel Irvine.

—Conque ésta es la situación, sir Nigel —concluyó—. Sí no podemos encontrar una tercera alternativa, o bien serán liberados los presos y Maxim Rudin romperá el Tratado de Dublín, o bien aquéllos permanecerán en la cárcel y sus amigos destruirán el Freya. En el segundo supuesto, cabe la posibilidad de que esos hombres no se decidan a hacerlo, pero no debemos hacernos ilusiones. También podríamos intentar tomar el barco por asalto, pero las probabilidades de éxito serían pocas. Para poder encontrar una tercera alternativa, tenemos que saber por qué razón ha adoptado Maxim Rudin su actitud. Por ejemplo, ¿puede ser un golpe de audacia? ¿Está tratando de engañar a Occidente con el riesgo de unos enormes prejuicios económicos, para compensar sus propios problemas sobre el trigo? ¿Está realmente dispuesto a cumplir su amenaza? Tenemos que saberlo.

—¿De cuánto tiempo dispone, señora primer ministro? ¿De cuánto tiempo dispone el presidente Matthews? —preguntó el director general del SIS.

—Debemos presumir que, si los secuestradores del avión no salen de la cárcel al amanecer, tendremos que entretener a los terroristas, ganar tiempo. Pero quisiera poder darle algo al presidente mañana por la tarde.

—Con mi experiencia de muchos años en el servicio, yo diría, señora, que esto es imposible. En Moscú están ahora en mitad de la noche. El Ruiseñor es virtualmente inalcanzable, salvo en los encuentros convenidos con mucha antelación. Intentar una cita inmediata podría significar el fin de aquel agente.

—Conozco sus normas, sir Nigel, y las comprendo. La seguridad de un agente en el campo adversario tiene capital importancia. Pero también la tienen los asuntos de Estado. La anulación del tratado o la destrucción del Freya son asuntos de Estado. Lo primero podría poner en peligro la paz durante años; tal vez pondría a Yefrem Vishnayev en el poder, con todas sus consecuencias. Si el Freya fuese destruido y con él el mar del Norte, sólo las pérdidas financieras de «Lloyd’s», e indirectamente de la economía británica, serían desastrosas; eso sin hablar de los treinta marineros. Yo no ordeno nada, sir Nigel; sólo le pido que compare estas alternativas seguras con el posible riesgo de un solo agente ruso.

—Señora, haré lo que pueda. Le doy mi palabra —dijo sir Nigel, y volvió a su Cuartel General.

Desde una oficina del Ministerio de Defensa, el coronel Holmes telefoneó a Poole, Dorset, jefatura de otro servicio, el SBS. El comandante Simon Fallon estaba tomando una jarra de cerveza en el comedor de oficiales, cuando te avisaron que le llamaban por teléfono. Los dos jefes de Infantería de Marina se conocían bien.

—¿Has seguido el caso del Freya? —preguntó Holmes, desde Londres.

El otro chascó la lengua.

—Pensé que acabarías metiendo las narices en esto —dijo Fallon—. ¿Qué es lo que quieren?

—Las cosas se están poniendo mal —explicó Holmes—. A fin de cuentas, es posible que los alemanes tengan que cambiar de idea y retener a esos dos payasos en Berlín. Acabo de pasar una hora con el comité, convocado de nuevo. No les gustaba, pero tienen que considerar nuestro sistema. ¿Tienes alguna idea?

—¡Claro! —respondió Fallon—. He estado pensando en eso todo el día. Pero necesitaría una maqueta y un plano. Y equipo.

—Bien —aceptó Holmes—. Tengo el plano aquí, y una buena maqueta de otro barco parecido. Reúne a los muchachos. Saca todo el equipo de los almacenes: trajes de buceador, imanes, toda clase de herramientas, bombas de gases lacrimógenos; todo lo que tú digas. Lo que te sobre podrás devolverlo. Voy a pedir a la Marina que vayan desde Portland a recogerlo todo: los materiales y los hombres. Y ahora, designa un buen sustituto, coge tu coche y ven inmediatamente a Londres. Preséntate en mi despacho, lo antes que puedas.

—No te preocupes —dijo Fallon—. Tengo ya todo el equipo preparado. Envía a recogerlo todo cuanto antes. Me pongo inmediatamente en camino.

Cuando el duro y rechoncho comandante volvió al bar, se hizo un silencio. Sus hombres sabían que había recibido una llamada telefónica de Londres. A los pocos minutos empezaron a despertar suboficiales e infantes de Marina en sus cuarteles y se cambiaron la ropa que llevaban en el comedor por el uniforme negro y la boina verde de su unidad. Antes de medianoche estaban todos esperando en el muelle de piedra, en su sección acordonada de la base naval, aguardando la llegada del transporte que había de llevarles, con su equipo, adonde fuese necesario.

Una luna brillante se elevaba al oeste de Portland Bill, cuando las tres lanchas rápidas Sabre, Cutlass y Scimitar, salieron del puerto rumbo a Poole. Al abrirse las válvulas; se elevaron las tres proas, se sumergieron las popas en la espumeante agua y resonó el trueno de los motores en toda la bahía.

La misma luna iluminó la larga cinta de la carretera de Hampshire, mientras el «Rover» del comandante Fallon devoraba los kilómetros que le separaban de Londres.

—Y ahora, ¿qué diablos le digo al canciller Busch? —preguntó el presidente Matthews a sus consejeros.

Eran las cinco de la tarde en Washington; aunque en Europa hacía mucho rato que era de noche, los últimos rayos de sol de la tarde caían aún sobre la rosaleda de allende los ventanales de la Casa Blanca y donde los primeros capullos se abrían al calor primaveral.

—No creo que pueda usted revelarle el verdadero mensaje transmitido por Kirov —dijo Robert Benson.

—¿Por qué no? Se lo he dicho a Joan Carpenter, y sin duda ella ha tenido que decirlo a Nigel Irvine.

—Hay una diferencia —observó el jefe de la CIA—. Los ingleses pueden tomar las precauciones necesarias para hacer frente a un problema ecológico del mar frente a sus costas, convocando para ello a sus expertos. Es un problema técnico, y Joan Carpenter no necesitó convocar a su Consejo de Ministros. En cambio, al pedirle a Dietrich Busch que retenga a Mishkin y Lazareff, con el riesgo de provocar una catástrofe en sus países vecinos europeos, sin duda querrá consultar con su Gabinete…

—Es un hombre honrado —intervino Lawrence—. Si sabe que el precio es el Tratado de Dublín, se creerá obligado a compartir este conocimiento con su Gabinete.

—Y aquí está el problema —concluyó Benson—. Quince personas, como mínimo, se enterarían de esto. Y no faltaría quien lo confiara a su esposa o a sus ayudantes. Todavía no hemos olvidado el caso Guenther Guillaume. Hay demasiadas filtraciones en Bonn. Y si el asunto llegara a difundirse, significaría también el fin del Tratado de Dublín, pasara lo que pasara en el mar del Norte.

—Dentro de un minuto me pondrán con él. ¿Qué diablos le digo? —repitió Matthews.

—Dígale que tiene una información que no puede explicar por teléfono, ni siquiera por una segura línea transatlántica —sugirió Poklevski—. Dígale que la puesta en libertad de Mishkin y Lazareff provocaría un desastre mayor que el que puede derivarse de entretener unas horas a los terroristas del Freya. Pídale, simplemente, que le dé un poco de tiempo.

—¿Cuánto? —preguntó el presidente.

—Lo más posible —respondió Benson.

—¿Y cuando se acabe el tiempo? —inquirió el presidente.

Entonces llegó la llamada de Bonn. Habían localizado al canciller Busch en su casa. El presidente dijo que le pasaran la comunicación por la línea privada. No hacían falta traductores: Dietrich Busch hablaba inglés con fluidez. El presidente Matthews habló durante diez minutos, mientras el jefe del Gobierno alemán le escuchaba con creciente asombro.

—Pero, ¿por qué? —preguntó al fin—. No creo que el asunto pueda afectar a los Estados Unidos.

Matthews sintió la tentación de decírselo. Pero Robert Benson le amonestó con un dedo.

—Por favor, Dietrich. Debe creerme. Le pido que confíe en mí. Ni por esta línea, ni por cualquiera de las que cruzan el Atlántico, puedo ser tan explícito como quisiera. Ha surgido algo, de enormes proporciones. Escuche, voy a serle todo lo franco que me es posible. Hemos descubierto algo sobre esos dos hombres; su puesta en libertad dentro de las próximas horas sería desastrosa en este momento. Sólo le pido tiempo, amigo Dietrich; un poco de tiempo. Un compás de espera, hasta que puedan resolverse ciertas cosas.

El canciller alemán estaba de pie en su despacho, mientras las notas de Beethoven llegaban a través de la puerta desde el salón, donde había estado fumando un cigarro y escuchando un concierto en el estéreo. Decir que se sentía receloso, habría sido poco. Que él supiera, la línea transatlántica montada hacía años para que pudiesen comunicar directamente los jefes de la OTAN, y que era comprobada periódicamente, era absolutamente segura. Además —pensó— los Estados Unidos tenían unas comunicaciones magníficas con su Embajada en Bonn y, si lo deseaban, podían enviar un mensaje personal por medio de ella. No se le ocurrió que Washington podía, simplemente, no confiar en su Gabinete para un secreto de esta magnitud, después del repetido descubrimiento de agentes alemanes orientales en la misma sede del poder junto al Rin.

Por otra parte, el presidente de los Estados Unidos no era propenso a hacer llamadas por la noche, ni a formular peticiones a tontas y a locas. Busch sabía que debía tener buenas razones para hacerlo ahora. Pero lo que le pedía no podía concedérselo sin consultarlo.

—Ahora son aquí las diez de la noche —dijo a Matthews—. Tenemos tiempo hasta el amanecer para decidir. Nada nuevo ocurrirá hasta entonces. Volveré a convocar mi Gabinete durante la noche y consultaré con ellos. No puedo prometerle más.

El presidente William Matthews tuvo que contentarse con esto.

Cuando hubo colgado el teléfono, Dietrich Busch reflexionó durante un largo rato. Algo se estaba cociendo —pensó—, algo que tenía que ver con Mishkin y Lazareff, incomunicados en sus celdas de la prisión de Tegel, en Berlín Oeste. Si les ocurría algo, el Gobierno federal no podría librarse de un alud de censuras dentro de Alemania, tanto por parte de los medios de difusión como de la oposición. Y teniendo en cuenta que se acercaban las elecciones regionales…

Su primera llamada fue para Ludwig Fischer, el ministro de Justicia que también estaba en la capital. Se había convenido en que ningún ministro saldría al campo aquel fin de semana. Su sugerencia fue aceptada inmediatamente por el ministro de Justicia. Trasladar a la pareja de la anticuada prisión de Tegel a la mucho más nueva y segura cárcel de Moabit era precaución elemental. Ningún agente de la CIA podría penetrar jamás en Moabit. Fischer telefoneó inmediatamente esta orden a Berlín.

Hay ciertas frases, bastante inocentes, que, si son empleadas por el primer encargado de las comunicaciones en clave de la Embajada británica en Moscú y dirigidas al que éste conoce como residente del SIS en la Embajada, significan en realidad: «Venga inmediatamente; algo urgente acaba de llegar de Londres.» Tal fue la frase que hizo que Adam Munro se levantase de la cama a medianoche (hora de Moscú; las diez en Londres) y cruzase la ciudad en dirección al muelle de Maurice Thorez.

Al volver de Downing Street a su despacho, sir Nigel Irvine había comprendido que la primer ministro tenía toda la razón. Comparado con la anulación del Tratado de Dublín o con la destrucción del Freya, con su tripulación y su cargamento, era un mal menor el hecho de poner a un agente ruso en peligro de ser descubierto. Tener que decirle a Munro lo que debía hacer, y cómo tenía que hacerlo, no le causaba ninguna satisfacción. Pero antes de llegar al edificio del SIS, sabía que era algo indispensable.

La sala de comunicaciones del sótano estaba realizando su trabajo de rutina cuando entró sir Nigel, sorprendiendo al personal nocturno. Su mensaje por télex llegó a Moscú en menos de cinco minutos. Nadie discutió el derecho del Amo a hablar directamente con su residente en Moscú en mitad de la noche. Treinta minutos más tarde, el télex de Moscú transmitió en clave el mensaje de que Munro estaba allí, esperando.

Los operadores de ambos extremos de la línea, hombres de gran experiencia, gozaban de una absoluta confianza; tenía que ser así, puesto que cursaban, como mensajes de rutina, informaciones capaces de derribar Gobiernos. Desde Londres, el télex enviaba su embrollado y seguro mensaje a un bosque de antenas de las afueras de Cheltenham, lugar más conocido por sus carreras de caballos y su colegio de señoritas. Allí, las palabras se convertían automáticamente en una comunicación cifrada y absolutamente secreta, que era enviada, sobre la dormida Europa, a una antena del tejado de la Embajada. Cuatro segundos después de salir de Londres, el mensaje aparecía claramente en el télex del sótano de la antigua casa del magnate del azúcar en Moscú.

Allí, el operario se volvió a Munro, plantado a su lado.

—Es el Amo en persona —informó, descifrando el mensaje que llegaba—. Debe de ser algo importante.

Sir Nigel tenía que decirle a Munro lo esencial del mensaje de Kirov al presidente Matthews, comunicado hacía sólo tres horas. Sin este conocimiento, Munro no podría pedir a el Ruiseñor que respondiese a la pregunta de Matthews: «¿Por qué?»

—No puedo hacerlo —dijo Munro al impasible operario, al leer por encima del hombro de éste. Y, cuando hubo terminado el mensaje de Londres, añadió—: Conteste lo siguiente: «Imposible, repito, imposible obtener esta clase de respuesta en tiempo señalado.» Envíelo.

El intercambio entre sir Nigel Irvine y Adam Munro duró quince minutos. «Debe de haber una manera de establecer contacto inmediato con R», sugirió Londres. «Sí, pero sólo en caso de gran urgencia», respondió Munro. «Este es un caso de gran urgencia», replicaron desde Londres. «Pero R sólo podría empezar a investigar dentro de unos días —observó Munro—. El Politburó no debe reunirse hasta el jueves próximo.» «¿Y las grabaciones de la reunión del jueves pasado?», preguntó Londres. «El jueves pasado, el Freya aún no había sido secuestrado», replicó Munro. Por último, sir Nigel hizo lo que no habría querido hacer.

—Lo siento —escribió la máquina—, pero la orden de la primer ministro es perceptiva. A menos que se intente evitar este desastre, tendrá que cancelarse la operación de traer a R a Occidente.

Munro contempló con incredulidad la cinta de papel que salía del télex. Por primera vez se veía cogido en la red de sus propios intentos de ocultar su amor por la agente a sus superiores de Londres. Sir Nigel Irvine creía que el Ruiseñor era un amargado desertor ruso llamado Anatoly Krivoi, mano derecha del belicista Vishnayev.

—Transmita a Londres lo siguiente —dijo, hoscamente, al operario—: Lo intentaré esta noche. Stop. Declino responsabilidad si R se niega o es desenmascarado durante el intento. Stop.

La respuesta del Amo fue breve: De acuerdo. Proceda. Era la una y media en Moscú, y hacía mucho frío.

Las seis y media en Washington, y el crepúsculo caía sobre los prados de césped al otro lado de las ventanas a prueba de balas, detrás del sillón del presidente, por lo que se encendieron las luces. El grupo reunido en el Salón Oval estaba esperando; esperando noticias del canciller Busch, de un desconocido agente en Moscú, de un terrorista enmascarado y de origen desconocido, sentado sobre una bomba de un millón de toneladas frente a las costas de Europa y con un detonador en el bolsillo. Esperando la oportunidad de una tercera alternativa.

Sonó el teléfono; la llamada era para Stanislav Poklevski. Este escuchó, cubrió el micrófono con una mano y dijo al presidente que era el Departamento de Marina, que respondía a su pregunta de hacía una hora.

Había un navío de la armada de los Estados Unidos en la zona del Freya. Había hecho una visita de cortesía a la ciudad costera danesa de Esbjerg y volvía atrás para reunirse con su escuadra de las Fuerzas Navales del Atlántico, que navegaba entonces al oeste de Noruega. El barco estaba ya muy lejos de la costa danesa y había puesto rumbo al Noroeste para encontrarse con sus aliados de la OTAN.

—Que lo desvíen hacia allí —ordenó eI presidente.

Poklevski transmitió la orden del jefe supremo al Departamento de Marina, el cual no tardó en enviar señales, por medio del Cuartel General de STANFORLANT, al buque de guerra americano.

Inmediatamente después de la una de la madrugada, el USS Moran, que estaba a mitad de camino entre Dinamarca y las islas Orcadas, viró en redondo, dio la máxima potencia a sus motores y navegó a la luz de la luna en dirección al canal de la Mancha. Era un barco de misiles dirigidos, de casi 8000 toneladas, que, aunque más pesado que el crucero ligero británico Argyll, estaba clasificado como destructor, o DD. Marchando a toda máquina en un mar en calma, su velocidad de casi treinta nudos le permitiría llegar a su lugar de estacionamiento, a cinco millas del Freya, a las ocho de la mañana.

Había pocos coches en el aparcamiento del «Hotel Mojarski», emplazado cerca del extremo de la Kutuzovsky Prospekt. Todos estaban a oscuras y vacíos, salvo dos.

Munro vio encenderse y apagarse las luces del otro automóvil, por lo que se apeó de su propio vehículo y se dirigió a aquél. Cuando se sentó en el asiento del pasajero, al lado del conductor, Valentina estaba asustada y temblorosa.

—¿Qué pasa, Adam? ¿Por qué me has llamado a mi apartamento? Pueden haber escuchado.

El la rodeó con un brazo y percibió su temblor debajo del abrigo.

—He llamado desde una cabina pública —la tranquilizó—, sólo para decirte que Gregor no podía acudir a tu cena. Nadie sospechará nada.

—A las dos de la madrugada —protestó ella—. Nadie hace una llamada como ésa a las dos de la madrugada. El vigilante nocturno me vio salir del edificio de apartamentos. Sin duda informará de ello.

—Lo siento, querida. Escucha.

Le contó la visita del embajador Kirov al presidente Matthews, la tarde anterior; le dijo que el mensaje había sido transmitido a Londres, y que le habían pedido a él, a Munro, que averiguase por qué adoptaba el Kremlin semejante actitud en el asunto de Mishkin y Lazareff.

—No lo sé —repuso simplemente ella—. No tengo la menor idea. Quizá porque aquellos animales mataron al capitán Rudenko, que deja mujer e hijos.

—Valentina, hemos escuchado al Politburó durante los últimos nueve meses. El Tratado de Dublín es vital para tu pueblo. ¿Por qué ha de ponerlo Rudin en peligro, sólo por esos dos hombres?

—No lo pone en peligro —respondió Valentina—. Occidente puede controlar la marea negra, si explota el petrolero. Y puede pagar el perjuicio. Occidente es rico.

—Pero hay treinta hombres a bordo de aquel barco, querida. También ellos tienen mujer e hijos. La vida de treinta hombres, contra la prisión para dos. Tiene que haber otra razón más grave.

—No lo sé —repitió ella—. No ha sido mencionada en las reuniones del Politburó. Tú sabes también esto.

Munro contempló, afligido, el parabrisas. Había esperado, contra toda esperanza, que ella pudiese tener una respuesta para Washington, algo que hubiese oído dentro de la sede del Comité Central. Por último, decidió que tenía que decírselo todo.

Cuando hubo terminado de hablar, Valentina se quedó mirando fijamente a la oscuridad, con ojos muy abiertos. El creyó ver un atisbo de lágrimas, a la pálida luz de la luna.

—Ellos prometieron… —murmuró ella—, ellos prometieron que nos sacarían a Sasha y a mí de Rumania, dentro de quince días.

—Se han echado atrás —confesó él—. Necesitan que les hagas este último favor.

Ella apoyó la frente en sus manos enguantadas, sobre el volante del automóvil.

—Me descubrirán —murmuró—. Tengo mucho miedo.

—No te descubrirán —replicó él, tratando de tranquilizarla—. La KGB actúa más despacio de lo que cree la gente, y, cuanto más alta es la posición del sospechoso, mayor es su lentitud. Si puedes conseguir esta información para el presidente Matthews, creo que podré convencerles de que os saquen de aquí, a ti y a Sasha, dentro de unos pocos días, no de dos semanas. Inténtalo, amor mío, por favor. Es la última oportunidad que nos queda de estar juntos algún día.

Valentina miró fijamente a través del cristal.

—Hubo una reunión del Politburó esta tarde —dijo al fin—. Yo no estuve allí. Era una reunión especial, fuera de programa. Normalmente, los viernes por la tarde se marchan todos al campo. La transcripción empezará mañana, mejor dicho, hoy; a las diez de la mañana. El personal ha tenido que renunciar a su fin de semana a fin de tenerla lista para el lunes. Tal vez hablen del asunto.

—¿Podrías entrar y ver las notas, escuchar las grabaciones? —preguntó él.

—¿En mitad de la noche? Me harían preguntas.

—Inventa una excusa, querida. Cualquier excusa. Di que quieres empezar y terminar pronto tu trabajo, para poder marcharte.

—Lo intentaré —aceptó ella, al fin—. Lo intentaré por ti, Adam, no para la gente de Londres.

—Conozco a la gente de Londres —dijo Adam Munro—. Os sacarán de aquí a Sasha y a ti, si les ayudas ahora. Será el último riesgo; de veras, el último.

Ella pareció no haberle oído y haber vencido, de momento, su miedo a la KGB, a verse acusada de espionaje, a las espantosas consecuencias de su captura, si no lograba escapar a tiempo. Cuando habló, su voz era completamente tranquila.

—¿Conoces «Dyetsky Mira», la tienda de juguetes? Espérame allí esta mañana a las diez.

El se quedó plantado sobre el asfalto, viendo alejarse las luces de cola del coche de ella. Ya estaba. Le habían pedido que lo hiciera, le habían exigido que lo hiciera, y lo había hecho. Él gozaba de inmunidad diplomática, para librarse de la Lubianka. Lo peor que podía pasarle era que su embajador fuese llamado al Ministerio de Asuntos Exteriores el lunes por la mañana, para recibir de Dmitri Rykov una enérgica protesta y la orden de expulsión de Adam Munro. En cambio, Valentina iba a penetrar en los archivos secretos, sin contar siquiera con la protección de un comportamiento normal y acostumbrado. Miró su reloj. Siete horas; tendría que esperar siete horas, con un nudo en el estómago y los nervios de punta. Regresó a su coche.

Ludwig Jahn permaneció de pie en la puerta abierta de la prisión de Tegel y observó cómo se perdían calle abajo las luces posteriores de la furgoneta blindada que se llevaba a Mishkin y Lazareff.

A diferencia de Munro, él no tenía que esperar más, no tenía que soportar una tensión que se estiraría a lo largo del amanecer y duraría hasta la mañana. Para él, todo había terminado.

Se dirigió sin hacer ruido a su oficina de la primera planta y cerró la puerta. Durante unos momentos permaneció de pie junto a la ventana abierta; después, echó una mano atrás y lanzó la primera pistola de cianuro hacia lo lejos, en el seno de la noche. Ludwig Jahn era gordo, pesado, torpe. Un ataque al corazón sería considerado como una posibilidad aceptable, con tal de que no descubriesen ninguna prueba de lo contrario.

Se asomó a la ventana y pensó en sus sobrinitas que estaban en el Este, al otro lado del Muro, y recordó sus caritas sonrientes, cuando el tío Ludo les había llevado sus regalos de Navidad, hacía de esto cuatro meses. Cerró los ojos, sostuvo el otro tubo debajo de la nariz y apretó el gatillo.

Sintió en el pecho un dolor terrible, como si hubiesen descargado sobre él un tremendo martillazo. Al aflojar los dedos, el tubo se escapó de ellos, cayó y repiqueteó en la calle. Jahn se dobló sobre sí mismo, golpeó el antepecho de la ventana, salió rebotado hacia atrás y se derrumbó en el interior de su oficina. Estaba muerto. Cuando le encontrasen creerían que había abierto la ventana, en busca de aire, al sentir el primer dolor. Kukushkin no se habría salido con la suya. Las campanadas de la medianoche quedaron ahogadas por el rugido de un camión que aplastó el tubo y lo hizo añicos junto al bordillo.

El secuestro del Freya se había cobrado su primera víctima.