De 13.00 a 19.00
Si la reacción de los medios de difusión a la transmisión de las nueve había sido muda y especulativa, debido a la incertidumbre sobre la fiabilidad de sus informadores, la reacción a la emisión de las doce fue frenética.
A partir de las doce, ya no hubo la menor duda sobre lo acaecido al Freya, ni sobre lo que había dicho el capitán Larsen por radioteléfono a Control del Mosa. Demasiadas personas lo habían escuchado.
Los titulares preparados a las diez para las ediciones del mediodía de los periódicos de la tarde fueron echados al cesto. Los que pasaron a las prensas, a las doce y media, eran de tono más fuerte y de mayor tamaño. Ya no había signos de interrogación al final de las frases. Se prepararon rápidamente los artículos editoriales y se requirió a los corresponsales especializados en asuntos marítimos y del medio ambiente para que entregasen sus comentarios en el plazo de una hora.
En toda Europa se interrumpieron los programas de radio y de televisión de la hora del almuerzo, para transmitir las últimas noticias a los oyentes y espectadores.
A las doce y cinco en punto, un hombre que llevaba casco y gafas de motorista, y que se cubría con una bufanda la parte inferior del rostro, entró tranquilamente en el vestíbulo del número 85 de Fleet Street y dejó un sobre dirigido al director de noticias de la «Press Association». Más tarde, nadie recordó a aquel hombre; docenas de mensajeros semejantes entran diariamente en aquel vestíbulo.
A las doce y cuarto, el director de noticias abrió el sobre. Contenía una copia de la declaración leída por el capitán Larsen quince minutos antes, aunque sin duda había sido preparada con mucha anterioridad. El director de noticias pasó el documento al director de la agencia, el cual informó a la Policía metropolitana. Esto no impidió que el texto pasara inmediatamente a los telégrafos, tanto de la «P.A.» como de su prima del piso de arriba, «Reuter», que lo difundieron a todo el mundo.
Al salir de Fleet Street, Miroslav Kaminsky tiró el casco, las gafas y la bufanda, a un cubo de basura; tomó un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow y subió al avión de las 2,15 con destino a Tel-Aviv.
A las dos de la tarde fue cobrando intensidad la presión desencadenada por la Prensa sobre los Gobiernos holandés y alemán federal. Ninguno de ambos Gobiernos había tenido tiempo de considerar en paz y tranquilidad las respuestas que había que dar a las exigencias de los secuestradores.
Y los dos empezaron a recibir luego un alud de llamadas pidiendo que accediesen a liberar a Mishkin y Lazareff, para evitar el desastre que acarrearía la destrucción del Freya frente a sus costas.
A la una de la tarde, el embajador alemán en La Haya había hablado directamente con el ministro de Asuntos Exteriores de Bonn, Klaus Hagowitz, el cual interrumpió el almuerzo del canciller. El texto del mensaje de las doce estaba ya en Bonn, transmitido por el servicio de información BND y por el télex de «Reuter». Las redacciones de todos los periódicos alemanes tenían también el texto de «Reuter», y las líneas telefónicas de la Oficina de Prensa de la Cancillería no daban abasto a las llamadas.
A la una cuarenta y cinco, la Cancillería hizo una declaración en el sentido de que había sido convocada para las tres una reunión urgente del Gabinete, a fin de considerar la situación. Los ministros cancelaron sus planes de salida de Bonn para el fin de semana o para visitar sus distritos electorales. A varios se les indigestó el almuerzo.
El alcaide de la prisión de Tegel colgó el teléfono a las dos y dos minutos, con cierta complacencia. No era frecuente que el ministro de Justicia de Alemania Federal se saltase el protocolo y hablase personalmente con él, en vez de hacerlo a través del alcalde gobernador de Berlín Oeste.
Cogió el teléfono interior y dio una orden a su secretario. Sin duda el Senado de Berlín recibiría por conducto reglamentario la misma petición, pero, dado que no podía hablar con el alcalde, que estaría almorzando en alguna parte, tenía que atender las órdenes del ministro de Bonn.
Tres minutos después, uno de sus primeros oficiales del cuerpo de prisiones entró en su despacho.
—¿Ha oído usted las noticias de las dos? —le preguntó el alcaide.
No eran más que las dos y cinco. El oficial le respondió que estaba haciendo su ronda cuando su radio de bolsillo había dado la señal de que acudiese al teléfono, donde había recibido la orden de presentarse en el despacho del alcaide. No; no había oído las noticias. El alcaide le informó de las condiciones transmitidas al mediodía por los terroristas a bordo del Freya. El oficial se quedó boquiabierto.
—¡Ahí es nada! —exclamó el alcaide—. Parece que vamos a ser noticia dentro de pocos minutos. Por consiguiente, hay que cerrar las escotillas. Ya he dado órdenes a los de la puerta principal: no debe permitirse la entrada a nadie, salvo al personal de la prisión. Los periodistas que vengan a preguntar serán enviados a las autoridades municipales.
»En lo tocante a Mishkin y Lazareff, quiero que se triplique la guardia en aquel piso y, particularmente, en su pasillo. Cancele todos los permisos, para que no carezcamos de personal. Traslade a todos los presos de aquel pasillo a otras celdas o a otros pisos. El lugar debe quedar absolutamente aislado. Un grupo del Servicio Secreto llegará de Bonn para interrogar a los presos sobre la identidad de sus amigos del mar del Norte. ¿Alguna pregunta?
El oficial tragó saliva y movió la cabeza.
—Bueno —prosiguió el alcaide—, no sabemos cuánto va a durar esta emergencia. ¿Cuándo termina usted su servicio?
—Esta tarde, a las seis, señor.
—¿Para volver el lunes por la mañana, a las ocho?
—No, señor. El domingo, a medianoche. La semana próxima tengo turno de noche.
—Tendré que pedirle que renuncie a su descanso —dijo el alcaide—. Desde luego, lo recuperará más adelante, además de recibir una buena gratificación. Pero quisiera que se encargase usted de esta tarea. ¿De acuerdo?
—Sí, señor. Lo que usted diga. Pondré inmediatamente manos a la obra.
El alcaide, que gustaba de adoptar actitudes de camaradería con sus subordinados, salió de detrás de su mesa y dio unas palmadas en el hombro del oficial.
—Es usted un buen chico, Jahn. No sé lo que sería de nosotros sin usted.
El jefe de escuadrilla Mark Latham contempló la pista, oyó el aviso de vía libre de la torre de control e hizo una seña con la cabeza a su copiloto. La mano enguantada de éste abrió despacio las cuatro válvulas; en la base de las alas del avión, cuatro motores «Rolls Royce Spey» zumbaron con más fuerza, para alcanzar un impulso de 45 000 libras, y el Nimrod Mark Two despegó de la base de Kinross de la RAF y viró hacia el Sudeste, alejándose de Escocia en dirección al mar del Norte y al Canal.
Aquel joven de treinta y un años, jefe de escuadrilla del servicio de costas, sabía que el avión que pilotaba era uno de los mejores del mundo para la observación de barcos y submarinos. Con su tripulación de nueve hombres, sus perfectas instalaciones de energía y sus aparatos de vuelo y de observación, el Nimrod podía volar sobre las olas a muy baja altura y reducir la velocidad, para escuchar con oídos electrónicos los ruidos de todo movimiento subacuático, o bien elevarse a gran altura y permanecer en ella varias horas, con dos motores parados para ahorrar carburante, observando una enorme zona de océano.
Sus aparatos de radar captaban el menor movimiento de cualquier cosa metálica en la superficie del agua, y sus cámaras podían fotografiar de día y de noche. Era inmune a las tormentas, a la nieve, al granizo y a la cellisca, a la niebla y al viento, a la luz y a la oscuridad. Sus computadoras «Datalink» podían analizar la información recibida, identificar correctamente lo que se veía y transmitir toda la imagen, en términos visuales o electrónicos, a la base o a un buque de la Marina Real conectado con aquellas.
Aquel soleado viernes de primavera, sus órdenes eran mantenerse a cuatro mil quinientos metros sobre el Freya y volar en círculo hasta que fuese relevado.
—Empieza a aparecer en la pantalla, capitán —anunció, por el teléfono interior, el operador de radar de Latham.
En la parte trasera del Nimrod, el operador contemplaba la pantalla, que captaba toda la zona libre de tráfico alrededor del Freya por el lado Norte, y observaba que el gran punto luminoso se movía desde la periferia hacia el centro de la pantalla, a medida que se iban acercando.
—Cámara —pidió serenamente Latham.
En la panza del Nimrod, la cámara de día F.126 giró como un cañón, descubrió el Freya y se detuvo. Automáticamente, ajustó la distancia y el foco, para una máxima claridad. Como topos en su oscura madriguera, los tripulantes vieron al Freya aparecer en la pantalla. A partir de ahora, el avión podría volar como quisiera; las cámaras seguirían enfocando el Freya, ajustándose a la distancia y a los cambios de luz y girando en sus soportes para compensar los movimientos circulares del Nimrod. Aunque el Freya empezase a moverse, seguirían observándole, como ojos sin pestañear, hasta recibir nuevas órdenes.
—Transmitan —ordenó Latham.
La «Datalink» empezó a enviar imágenes a Gran Bretaña y, por ende, a Londres. Cuando el Nimrod estuvo sobre el Freya, se inclinó a babor, y desde su asiento del lado izquierdo, Latham miró hacia abajo. Detrás y debajo de él, la cámara acercó la imagen, como no podía hacerlo el ojo humano. Captó la solitaria figura del terrorista encaramado en el castillo de proa, cuyo rostro enmascarado estaba vuelto hacia arriba, mirando la golondrina plateada a tres millas sobre él. Después, captó al segundo terrorista, subido en lo alto de la chimenea, y acercó la imagen hasta que la negra máscara llenó toda la pantalla. El hombre tenía una metralleta en los brazos, que relucía bajo el sol allá en lo hondo.
—¡Ahí están los muy bastardos! —gritó el hombre de la cámara.
El Nimrod describió una suave curva sobre el Freya. Su dirección fue confiada al piloto automático; se pararon dos motores, se redujo hasta el máximo la fuerza de los otros dos, y el avión comenzó su trabajo. Empezó a trazar círculos, esperando y observando, e informando de todo a la base. Mark Latham cedió el mando a su copiloto, se desabrochó el cinturón y salió de la cabina. Se dirigió a popa, visitó el retrete, se lavó las manos y se sentó en el comedor para cuatro personas, delante del almuerzo conservado caliente. En realidad —pensó— era una manera bastante cómoda de hacer la guerra.
El resplandeciente «Volvo» del jefe de Policía de Alesund subió por el enarenado sendero de la casa de madera, estilo campestre, de Bogneset, a veinte minutos del centro de la ciudad, y se detuvo frente al porche de piedra sin pulir.
Trygve Dahl tenía la misma edad que Thor Larsen. Habían crecido juntos en Alesund, y Dahl había ingresado como cadete en la Policía aproximadamente al mismo tiempo en que Larsen ingresaba en la Marina Mercante. Conocía a Lisa Larsen desde que su amigo la había traído de Oslo después de su boda. Sus hijos eran también amigos de Kurt y de Kristina, jugaban con éstos en el colegio y salían con ellos en barca durante las largas vacaciones de verano.
«¡Maldita sea! —pensó, mientras se apeaba del “Voleo”—. ¿Cómo diablos voy a decírselo?»
Ella no había contestado cuando la había llamado por teléfono, lo cual significaba que debía de haber salido. Los niños estarían en el colegio. Si Lisa había salido a hacer la compra, tal vez alguien se lo habría dicho ya. Pulsó el timbre y, al no obtener respuesta, se dirigió a la parte de atrás de la casa.
Lisa Larsen gustaba de cultivar su espléndido huerto, y la encontró dando trocitos de zanahoria al conejo predilecto de Kristina. La mujer levantó la cabeza y sonrió, al verle aparecer en la esquina de la casa.
«No sabe nada», pensó él. Lisa hizo pasar el resto de las zanahorias a través de los alambres de la jaula y se acercó a Dahl, quitándose los guantes de hortelana.
—Me alegro de verte, Trygve. ¿A qué se debe tu salida de la ciudad?
—Lisa, ¿has oído las noticias de la radio esta mañana?
Ella pensó un poco.
—Escuché las de las ocho, mientras desayunaba. A partir de entonces, siempre he estado en el huerto.
—No contestaste al teléfono.
Por primera vez, una sombra nubló sus brillantes ojos castaños. Su sonrisa de extinguió.
—No. No podía oírlo. ¿Estuvo llamando?
—Escucha, Lisa, y tómalo con calma. Ha sucedido algo. No, no a los niños. A Thor.
Ella palideció bajo su piel tostada y de color de miel. Con mucha delicadeza, Trygve Dahl le contó lo sucedido desde la madrugada, al sur de Rotterdam.
—Por lo que sabemos se encuentra perfectamente. Nada le ha ocurrido, y nada le pasará. Los alemanes tendrán que soltar a esos dos hombres, y todo acabará bien.
Ella no lloró. Permaneció absolutamente tranquila entre las lechugas de primavera, y dijo:
—Quiero ir allá.
El jefe de Policía se sintió aliviado. Podía haber esperado esto de ella, pero se sintió aliviado de todos modos. Ahora podría organizar cosas. Era su fuerte.
—El reactor particular de Harald Wennerstrom llegará al aeropuerto dentro de veinte minutos —dijo—. Yo te llevaré allí. El me llamó hace una hora. Pensó que desearías ir a Rotterdam para estar más cerca. No te preocupes por los niños. He enviado a recogerlos al colegio, antes de que se enteren de esto por los maestros. Cuidaremos de ellos; naturalmente, pueden quedarse en nuestra casa.
Veinte minutos más tarde, ella estaba con Dahl en los asientos traseros del coche de éste, camino de Alesund. El jefe de Policía empleó su radio para que les esperase el transbordador que conducía al aeropuerto. Minutos después de la una y media, el reactor con la enseña plateada y azul de «Nordia Line» corrió sobre la pista, se elevó sobre las aguas de la bahía y puso rumbo al Sur.
Desde los años sesenta, y en particular a lo largo de los setenta, la creciente ola de terrorismo hizo que se estableciese un procedimiento de rutina por el Gobierno inglés para hacerle frente. El organismo principal es el llamado «comité de crisis».
Cuando la crisis es lo bastante grave para afectar a numerosos departamentos y secciones, el comité, que agrupa funcionarios de enlace de todos estos departamentos, se reúne en un punto central, próximo a la sede del Gobierno, para recoger información y poner en correlación las decisiones y las acciones. Este punto central es una cámara perfectamente protegida, dos plantas más abajo de la oficina del Gabinete en Whitehall, y a pocos pasos del 10 de Downing Street, cruzando el césped. En esta habitación se reúne el United Cabinet Office Review Group (National Emergency), o UNICORNE.
Alrededor del salón de sesiones hay varias oficinas más pequeñas: una centralita telefónica, que enlaza el UNICORNE con los diversos Departamentos del Estado, a través de líneas directas que no pueden ser interferidas; una habitación de teletipos enlazados con las principales agencias de noticias; un cuarto de télex y radio y una habitación para las secretarias, con las correspondientes máquinas de escribir y copiadoras. Incluso hay una pequeña cocina, donde un empleado de confianza prepara café y bocadillos.
Los hombres reunidos bajo la presidencia del secretario del Gabinete, sir Julian Flannery, después del mediodía de aquel viernes, representaban todos los departamentos que aquél consideraba que podían verse lógicamente afectados.
En esta fase no se hallaba presente ningún ministro, aunque cada uno de ellos había enviado un representante con categoría, al menos, de adjunto al subsecretario. Correspondían a los ministerios de Asuntos Exteriores, Interior, Defensa, Departamento de Comercio e Industria, Departamento del Medio Ambiente, Agricultura y Pesca, y Energía.
Todos ellos estaban asistidos por una bandada de técnicos especialistas, incluidos tres científicos, en varias disciplinas y, principalmente, en explosivos, barcos y contaminación; el subdirector de Defensa (un vicealmirante), representantes del Servicio de Información de Defensa, de MI-5 y del SIS, un capitán de la Royal Air Force y un veterano coronel de la Royal Marine, llamado Tim Holmes.
—Bueno, caballeros —empezó diciendo sir Martin Flannery—, todos hemos tenido tiempo de leer la transcripción del mensaje radiado a mediodía por el capitán Larsen. Creo que, ante todo, deberíamos sentar algunos hechos de modo indiscutible. Podemos empezar con ese barco, el… Freya. ¿Qué sabemos de él?
Todos los ojos se fijaron en el técnico naval, dependiente del Departamento de Comercio e Industria.
—Esta mañana he estado en «Lloyd’s» y he conseguido un plano del Freya —informó, escuetamente—. Lo traigo aquí. En él se detalla hasta el último tornillo.
Siguió hablando durante diez minutos, con el plano extendido sobre la mesa, describiendo el tamaño, la capacidad de carga y la estructura del Freya, en términos claros y lenguaje vulgar. Cuando terminó, fue requerido el técnico del Departamento de Energía. Este pidió a un ayudante que colocase sobre la mesa una maqueta de metro y medio de un superpetrolero.
—Me la han prestado esta mañana —explicó—; la British Petroleum. Es la maqueta de su superpetrolero British Princess, de un cuarto de millón de toneladas. Pero las diferencias de construcción son pocas; en realidad, el Freya sólo es más grande.
Con ayuda de la maqueta del Princess, señaló dónde estaba el puente, dónde tenía que estar el camarote del capitán, dónde estaban probablemente los depósitos de carga y los de lastre, y añadió que su situación exacta la sabrían cuando la «Nordia Line» pudiese comunicarla a Londres.
Los reunidos observaban su demostración y escuchaban atentamente. Sobre todo, el coronel Holmes; de todos los presentes, él era el único cuyos camaradas de armas tendrían quizá que asaltar el buque y destruir a sus aprehensores. Y sabía que aquellos hombres querrían conocer todos los detalles del Freya real antes de subir a bordo.
—Debo hacer una última observación —dijo el científico del Departamento de Energía—. El barco está lleno de Mubarraq.
—¡Santo Dios! —exclamó otro de los que estaban sentados a la mesa.
Sir Julian Flannery le miró, con benevolencia.
—¿Qué, doctor Henderson?
El hombre que había hablado era el científico del laboratorio de Warren Springs que acompañaba al representante de Agricultura y Pesca.
—Quiero decir —explicó el doctor, con su incorregible acento escocés— que el Mubarraq es un crudo procedente de Abu Dhabi y que tiene algunas de las propiedades del fuel diesel.
Siguió explicando que, cuando se derrama petróleo crudo en el mar, se compone de «fracciones más ligeras», que se evaporan en el aire, y de «fracciones más pesadas», que no pueden evaporarse y que son las que ven los espectadores empujadas a las playas en forma de marea negra.
—Quiero decir —concluyó— que se extendería sobre toda la maldita zona. Se extendería de costa a costa, antes de que se evaporasen las fracciones más ligeras. Envenenaría todo el mar del Norte durante semanas, privando a la vida marina del oxígeno que necesita para existir.
—Comprendo —asintió gravemente sir Julian—. Gracias, doctor.
Siguieron informaciones de otros expertos. El de explosivos, perteneciente a los ingenieros reales, declaró que, colocada en los lugares adecuados, la dinamita industrial podía destruir un barco de aquellas dimensiones.
—También es cuestión de la fuerza latente contenida en el peso representado por un millón de toneladas, sean de petróleo o de cualquier otro material. Si las brechas se abren en los sitios idóneos, el desequilibrio en la masa del buque puede hacer que éste se parta. Y otra cosa: el mensaje leído por el capitán Larsen contenía la frase «al pulsar un botón». Y la repitió. Yo diría que han debido de colocar casi una docena de cargas. La frase «al pulsar un botón» parece indicar que los detonadores deben accionarse por radio.
—¿Es posible esto? —preguntó sir Julian.
—Perfectamente —respondió el zapador, y explicó el funcionamiento del oscilador.
—Pero, ¿no podrían haber conectado hilos a cada carga, conectados también a un disparador? —preguntó a continuación sir Julian.
—Esta es otra cuestión de peso —explicó el ingeniero—. Los hilos tendrían que estar envueltos en plástico impermeable, y la lancha que transportó a los terroristas se habría hundido probablemente bajo el peso de tantos kilómetros de cable.
Otras informaciones versaron sobre la capacidad destructora de la contaminación por petróleo y sobre las escasas probabilidades de rescatar con vida a los tripulantes apresados, y el SIS confesó que carecía de datos que pudiesen llevar a la identificación de los terroristas como pertenecientes a algún grupo extranjero.
El hombre de MI-5, que era en realidad jefe adjunto del departamento C-4 de aquel cuerpo, sección exclusivamente dedicada a la lucha contra el terrorismo en Gran Bretaña, subrayó la extraña naturaleza de las exigencias de los secuestradores del Freya.
—Esos hombres, Mishkin y Lazareff —dijo—, son judíos. Secuestradores de un avión que quisieron escapar de la URSS y acabaron matando a un capitán piloto. Hay que presumir que los que tratan de liberarles son amigos o admiradores suyos. Esto tiende a indicar una hermandad judía. Los únicos que entran en esta categoría son los de la Liga de Defensa Judía. Pero, hasta ahora, éstos se han limitado a manifestarse y a arrojar objetos. En nuestros archivos no consta ningún judío que haya amenazado con despedazar a otras personas para liberar a sus amigos, desde los tiempos del Irgún y del Grupo Stern.
—¡Dios mío! Esperemos que no vuelvan a empezar con eso —observó sir Julian—. Si no son ellos, ¿quiénes pueden ser? El hombre de C-4 se encogió de hombros.
—No lo sabemos —confesó—. No hemos advertido desapariciones de personas consideradas como peligrosas en nuestros archivos, y no hemos hallado, en el mensaje radiado por el capitán Larsen, ningún indicio de su origen. Esta mañana pensé que podían ser árabes, o incluso irlandeses. Pero ninguno de éstos levantaría un dedo para salvar a unos presos judíos. Nos movemos en la oscuridad.
Entonces llegaron unas fotografías, tomadas por el Nimrod una hora antes, y en algunas de ellas se veía al centinela enmascarado. Fueron minuciosamente examinadas.
—MAT 49 —observó brevemente el coronel Holmes, estudiando la metralleta que sostenía en brazos uno de los hombres—. Es francesa.
—¡Ah! —exclamó sir Julian—. Tal vez tenemos algo por fin. ¿Podrían ser franceses esos tipos?
—No necesariamente —respondió Holmes—. Esas cosas se pueden comprar en los bajos fondos. Y los de París tienen fama por su afición a las metralletas.
A las tres y media, sir Julian Flannery suspendió la sesión. Se convino que el Nimrod seguiría volando sobre el Freya hasta ulterior aviso. El subdirector de Defensa propuso, y se aceptó, enviar un barco de guerra que tomase posiciones a poco más de cinco millas al oeste del Freya, para el caso de que los terroristas intentasen escapar amparándose en la oscuridad. En tal supuesto, el Nimrod los localizaría e informaría a la Marina de su posición. El barco de guerra capturaría fácilmente la lancha, ahora atada al costado del Freya.
El Foreign Office pediría a Alemania Federal y a Israel que le tuviesen informado de sus decisiones en lo tocante a las exigencias de los terroristas.
—A fin de cuentas, no parece que el Gobierno de Su Majestad pueda hacer gran cosa en el momento actual —observó sir Julian—. La decisión corresponde al primer ministro israelí y al canciller de Alemania Federal. Personalmente, creo que lo único que pueden hacer es enviar a esos desdichados jóvenes a Israel, por muy repugnante que sea la idea de tener que ceder a un chantaje.
Cuando los otros hubieron salido, sólo el coronel Holmes permaneció en la estancia. Se sentó de nuevo y contempló la maqueta del petrolero de un cuarto de millón de toneladas que tenía delante.
—¿Y si no lo hacen? —preguntó, hablando consigo mismo. Cuidadosamente, empezó a medir la altura de la borda de popa sobre el agua.
El piloto sueco del reactor estaba a cinco mil metros sobre las islas Frisias, preparándose para aterrizar en el aeródromo de Schiedam, en las afueras de Rotterdam. Se volvió y dijo algo a la mujercita que llevaba como única pasajera. Ella se desabrochó el cinturón y se acercó al piloto.
—Le he preguntado si quiere ver el Freya —repitió el piloto. La mujer asintió con la cabeza.
El reactor giró hacia el mar y, cinco minutos más tarde, se inclinó suavemente sobre un ala. Desde su asiento, pegada la cara al cristal de la ventanilla, Lisa Larsen miró hacia abajo: Allá en lo hondo, sobre el mar azul, estaba anclado el Freya, como una sardina gris clavada en el agua. No había ningún barco a su alrededor; estaba completamente solo en su cautividad.
Incluso desde aquella altura, a través del aire claro de primavera, pudo distinguir Lisa Larsen la situación del puente y su lado de estribor; sabía que allí estaba su marido, frente a un hombre que le apuntaba al pecho con una pistola, y con cargas de dinamita debajo de sus pies. No sabía si el hombre de la pistola era un loco, un bruto o un irresponsable. Pero sabía que debía ser un fanático.
Dos lágrimas asomaron a sus ojos y corrieron por sus mejillas. Murmuró entre dientes, y su aliento empañó el disco de cristal que tenía delante.
—Thor, querido, tienes que salir de ahí con vida.
El reactor viró de nuevo e inició su largo descenso hacia Schiedam. El Nimrod, desde una distancia de muchas millas en el cielo, le vio alejarse.
—¿Quién sería? —preguntó el hombre del radar, sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Quién sería quién? —replicó un operador del sonar que no tenía nada que hacer.
—Un pequeño reactor particular que acaba de volar sobre el Freya y ha puesto en seguida rumbo a Rotterdam —dijo el del radar.
—Probablemente el dueño del barco, que ha querido echar un vistazo a su propiedad —sugirió el gracioso de la tripulación, sentado ante la radio.
En el Freya, los dos centinelas fruncieron los párpados para observar aquella cosita metálica en lo alto, que ahora se dirigía al Este, hacia la costa holandesa. Pero no informaron a su jefe; el aparato volaba a una altura muy superior a los tres mil metros.
El Consejo de Ministros de Alemania Federal empezó su sesión exactamente después de las tres de la tarde, en el salón de la Cancillería; como de costumbre, lo presidía Dietrich Busch. Este, también como de costumbre, fue directamente al grano.
—Dejemos clara una cosa: esto no es como lo de Mogadiscio. Esta vez no se trata de un avión alemán con tripulación alemana y con pasajeros en su mayoría alemanes, en un aeropuerto cuyas autoridades estaban dispuestas a colaborar con nosotros. Ahora es un barco sueco, al mando de un capitán noruego, en aguas internacionales; sus tripulantes son de cinco países, incluidos los Estados Unidos; la carga es de propiedad americana y está asegurada por una compañía inglesa, y su destrucción afectaría al menos a cinco naciones costeras, incluida la nuestra. ¿Señor ministro de Asuntos Exteriores?
Hagowitz dijo a sus colegas que había recibido ya corteses preguntas de Finlandia, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Francia y Gran Bretaña, sobre la decisión que pensaba tomar el Gobierno federal. A fin de cuentas, Alemania tenía presos a Mishkin y Lazareff.
—Se han mostrado lo bastante correctos para no ejercer presión alguna capaz de influir en nuestra decisión, pero estoy seguro de que considerarían con la mayor aprensión una negativa por nuestra parte de enviar a Mishkin y Lazareff a Israel.
—Si se cede una vez al chantaje de los terroristas, la cosa no acaba nunca —terció el ministro de Defensa.
—Nosotros, Dietrich, cedimos hace años en el asunto de Peter Lorenz, y lo pagamos caro. Los propios terroristas a quienes pusimos en libertad volvieron después y reanudaron sus operaciones. En Mogadiscio, les plantamos cara y triunfamos; también nos mantuvimos firmes en el caso de Shleyer, y un hombre cayó muerto a nuestros pies. Pero aquéllos fueron asuntos que sólo afectaban a los alemanes. Este es distinto. Las vidas que están en juego no son alemanas; la propiedad no es alemana. Además, los secuestradores presos en Berlín no pertenecen a ningún grupo terrorista alemán. Son judíos que trataron de salir de Rusia de la única manera que creyeron posible. Francamente, nos han puesto en un brete —concluyó Hagowitz.
—¿No es posible que sea un farol, un truco; que realmente no puedan destruir el Freya o matar a su tripulación? —preguntó alguien.
El ministro del Interior movió la cabeza.
—No podemos confiar en eso. Las fotografías que acaban de enviarnos los ingleses demuestran que los hombres armados y enmascarados son bastante reales. Las he enviado al jefe de GSG-9, para que nos diga lo que piensa. Pero lo malo es que acercarse a un barco provisto de radar y de sonar está fuera de sus posibilidades. Para ello se requerirían buceadores u hombres rana.
Al hablar de GSG-9 se refería a la curtida unidad de comandos de Alemania Federal, sacados de las fuerzas de frontera, que habían tomado por asalto el avión secuestrado en Mogadiscio, cinco años atrás.
La discusión prosiguió durante una hora: o había que acceder a las condiciones de los terroristas, teniendo en cuenta la internacionalidad de las probables víctimas en caso de negativa, y resignarse a las inevitables protestas de Moscú; o rechazarlas, confiando en que se tratase de un farol; o consultar con los aliados británicos la idea de tomar el Freya por asalto. Pareció ganar terreno una solución de compromiso, consistente en emplear una táctica dilatoria, ganar tiempo y tratar de averiguar las verdaderas intenciones de los secuestradores del Freya. A las cuatro y cuarto, alguien llamó suavemente a la puerta. El canciller Busch frunció el ceño; no le gustaban las interrupciones.
—¡Adelante! —gritó.
Un auxiliar entró en el salón y murmuró algo al oído del canciller. El jefe del Gobierno federal palideció.
—Du lieber Gott! —suspiró.
Cuando el ligero avión, más tarde identificado como un «Cessna» de propiedad particular, que había despegado del aeródromo de Le Touquet, en la costa francesa, empezó a acercarse, fue localizado por tres zonas de control aéreo diferentes: Heathrow, Bruselas y Amsterdam. Volaba hacía el Norte, y los aparatos de radar lo situaron a mil quinientos metros de altura y en dirección al Freya. El éter empezó a crepitar furiosamente.
—Avión no identificado en posición… Identifíquese y vuelva atrás. Está entrando en una zona prohibida…
Los mensajes eran transmitidos en francés y en inglés, y después lo fueron también en alemán. Pero sin resultado. O el piloto había cerrado su radio, o empleaba un canal equivocado. Los operadores de tierra empezaron a probar otras longitudes de onda.
El Nimrod, que trazaba círculos a gran altura, captó el avión en su radar y trató de comunicar con él.
A bordo del «Cessna», el piloto se volvió desesperadamente al pasajero.
—Piden mi licencia —gritó—. Se diría que están locos.
—¡Cierre la radio! —gritó a su vez el pasajero—. No se preocupe; no pasará nada. No les ha oído. ¿De acuerdo?
El pasajero agarró su cámara y ajustó la lente de teleobjetivo. Empezó a enfocar el superpetrolero, cada vez más próximo. En el castillo de proa, el centinela enmascarado se irguió y frunció los párpados para protegerse los ojos del sol, que estaba ahora en el Sudoeste. El avión procedía del Sur. Después de observar unos segundos, sacó un walkie-talkie del anorak y habló rápidamente.
En el puente, uno de sus colegas oyó el mensaje, miró a través de la pantalla panorámica y salió apresuradamente al ala del puente. Desde allí, también él pudo oír el zumbido del motor. Volvió a entrar en el puente y sacudió a su dormido compañero, dándole varias órdenes en ucraniano. El hombre bajó corriendo al camarote de día y llamó a la puerta.
Dentro del camarote, Thor Larsen y Andriy Drach, sin afeitar y más macilentos que doce horas antes, seguían sentados a la mesa; y el ucraniano seguía empuñando su pistola con la diestra. A un palmo y medio de él estaba su potente radio de transistores, captando las últimas noticias. El enmascarado entró y habló en ucraniano. Su jefe frunció el ceño y ordenó al hombre que ocupase su sitio en el camarote.
Drake salió rápidamente del camarote, corrió al puente y salió al ala del mismo. Al hacerlo, se puso su negra máscara. Miró al «Cessna», que volaba a trescientos metros de altura, describiendo una órbita alrededor del Freya y puso rumbo al Sur, elevándose gradualmente. Al girar el aparato, Drake vio la gran lente zoom que le enfocaba.
En el avión, el audaz fotógrafo estaba entusiasmado.
—¡Fantástico! —gritó al piloto—. Algo único. Las revistas pagarán por esto lo que les pida.
Andriy Drach volvió al puente y empezó a dictar una rápida serie de órdenes. A través del walkie-talkie, dijo al hombre de proa que siguiese vigilando. El centinela del puente fue enviado abajo en busca de dos hombres que estaban durmiendo. Cuando volvieron los tres, les dio más instrucciones. Y cuando él volvió al camarote de día, no despidió al que tenía allí de guardia.
—Creo que ya es hora de que esos estúpidos bastardos europeos sepan que no estoy bromeando —dijo a Thor Larsen.
Cinco minutos más tarde, el operario de la cámara llamó por el teléfono interior al piloto del Nimrod.
—Allá abajo ocurre algo, capitán.
El jefe de escuadrilla Latham salió de la cabina de mando y anduvo hasta la sección central del avión, donde se exhibía la imagen visual de lo que fotografiaban las cámaras. Dos hombres caminaban sobre la cubierta del Freya, apartándose de la enorme superestructura y avanzando a lo largo del desierto suelo. Uno de los hombres, el que marchaba detrás, iba cubierto de negro de los pies a la cabeza y llevaba una metralleta. El de delante llevaba zapatos de lona, pantalón de trabajo y un anorak de nilón con tres rayas negras horizontales en la espalda. Llevaba la capucha levantada para protegerse de la fresca brisa de la tarde.
—Parece que el de atrás es un terrorista, y el de delante, un marinero —dijo el de la cámara.
Latham asintió con la cabeza. No podía ver los colores; las fotografías eran en blanco y negro.
—Acerque la imagen —ordenó— y transmita.
La cámara acercó la imagen hasta que la pantalla encuadró doce metros de cubierta, con los dos hombres avanzando en el centro.
El capitán Thor Larsen sí que podía ver los colores. Miró por la gran ventana delantera de su camarote hacia abajo, con expresión de incredulidad. Detrás de él, el guardián de la metralleta permanecía apartado, pero apuntando el arma al centro del suéter blanco del noruego.
En mitad de la cubierta, reducido su tamaño al de una cerilla por la distancia, el hombre de negro se detuvo, levantó la metralleta y apuntó a la espalda del hombre que tenía delante. Incluso a través de los gruesos cristales pudo oírse el chasquido del disparo. El hombre del anorak rojo se arqueó como si le hubiesen golpeado en la espina dorsal, levantó los brazos, cayó hacia delante, rodó por el suelo y quedó inmóvil debajo de una pasarela, medio cubierto por ella.
Thor Larsen cerró despacio los ojos. Cuando el barco había sido secuestrado, su tercer piloto, el danés-americano Tom Keller, llevaba pantalón castaño y un anorak ligero de nilón de color rojo, con tres rayas negras en la espalda. Larsen apoyó la cabeza sobre el dorso de la mano, apoyada a su vez en el cristal. Después, se irguió, se volvió al hombre que se hacía llamar Svoboda y le miró fijamente.
Andriy Drach le devolvió la mirada.
—Se lo advertí —dijo, furioso—. Les dije exactamente lo que pasaría, y ellos pensaron que podían tomarlo a broma. Ahora sabrán que no pueden hacerlo.
Veinte minutos después, la serie de fotografías que mostraban lo sucedido en la cubierta del Freya empezaron a salir de una máquina en el corazón de Londres. Y veinte minutos más tarde, los detalles, en términos verbales, se imprimían en un teletipo de la Cancillería federal de Bonn. Eran las cuatro y media de la tarde.
El canciller Busch miró a sus ministros.
—Lamento tener que informarles —dijo— de que, hace una hora, alguien quiso por lo visto tomar fotografías del Freya desde un avión, volando bajo. Diez minutos después, los terroristas llevaron a un tripulante hasta la mitad de la cubierta y le ejecutaron, bajo las cámaras del Nimrod británico. Su cadáver yace ahora debajo de una pasarela, medio oculto a la vista desde el cielo.
Hubo un silencio mortal en el salón.
—¿Se le puede identificar? —preguntó uno de los ministros, en voz baja.
—No; su cara aparece casi cubierta por la capucha del anorak.
—¡Bastardos! —exclamó el ministro de Defensa—. Ahora serán treinta familias, en vez de una, las que vivirán angustiadas en Escandinavia. Era verdad, están revolviendo el cuchillo en la herida.
Puesta a votación la proposición de Hagowitz, la mayoría de los presentes se pronunciaron a favor de ella. Consistía en ordenar al embajador alemán en Israel que solicitase una entrevista urgente al primer ministro israelí y que le pidiese, en nombre de Alemania Federal, que accediese a las condiciones puestas por los terroristas. Si esto se conseguía, el Gobierno federal anunciaría que, muy a su pesar y por no tener otra alternativa, soltaría a Mishkin y Lazareff y los enviaría a Israel, para evitar mayores desgracias a hombres y mujeres inocentes, ajenos a Alemania Federal.
—Los terroristas han dado al primer ministro israelí un plazo que terminará a medianoche para ofrecer la garantía que piden —dijo el canciller Busch—. Y nosotros tenemos tiempo hasta el amanecer para poner a los dos secuestradores en un avión. Demoraremos nuestro anuncio hasta que Jerusalén dé su conformidad. Sin ésta, nada podríamos hacer.
Por acuerdo entre los miembros de la OTAN afectados, el Nimrod de la RAF sería el único avión que volaría sobre el Freya, trazando interminables círculos, observando y anotando, y enviando fotos a la base cuando hubiese algo digno de ser mostrado; fotografías que serían inmediatamente transmitidas a Londres y a las capitales de los países interesados.
A las cinco de la tarde se cambió la guardia en el buque; los hombres del castillo de proa y de la chimenea, que llevaban diez horas allí y estaban ateridos de frío, pudieron volver al interior del barco para comer, calentarse y dormir. Otros les sustituirían en la guardia de noche, equipados con walkie-talkies y potentes linternas.
Pero el acuerdo de las naciones aliadas sobre el Nimrod no se extendió a las embarcaciones de superficie. Avanzada la tarde, el crucero ligero francés Montcalm llegó silenciosamente del Sur y se detuvo a poco más de cinco millas náuticas del Freya. Procedente del Norte, donde había estado navegando frente a las islas Frisias, llegó la fragata holandesa de misiles Breda, que se detuvo a seis millas náuticas al norte del impotente petrolero.
Se reunió con ella la fragata de misiles alemana Brunner, inmovilizándose a cinco cables de la primera y observando ambas aquella mole oscura en el horizonte meridional. Del puerto escocés de Leith, donde había estado en visita de cortesía, el H.M.S. Argyll se hizo a la mar y, al aparecer la primera estrella de la tarde en el despejado cielo, se detuvo al oeste del Freya, a la distancia debida.
Era un crucero ligero, de los llamados DLG, de menos de 6000 toneladas, y estaba armado con baterías de misiles «Exocet». Sus modernas turbinas a gasolina y motores a vapor le habían permitido zarpar en el momento de recibir la noticia, y, en el fondo de su casco, una computadora «Datalink» estaba en conexión con la «Datalink» del Nimrod, que seguía trazando círculos a quince mil pies de altura, en el cielo crepuscular. En la cubierta de popa hallábase posado un helicóptero «Westland Wessex».
Los oídos del sonar de los barcos de guerra estaban atentos a los ruidos subacuáticos alrededor del Freya, desde tres de sus lados; en la superficie, el radar escrutaba constantemente el océano. Con el Nimrod en lo alto, el Freya quedaba envuelto en una red invisible de vigilancia electrónica. Y permanecía silencioso e inerte, mientras el sol se hundía detrás de la costa de Escocia.
Eran las cinco en Europa Occidental y las siete en Israel, cuando el embajador de Alemania Federal pidió audiencia al primer ministro, Benyamin Golen. Se le dijo en seguida que la fiesta del sábado había empezado hacía una hora y que, como judío devoto que era, el primer ministro estaba descansando en su casa. Sin embargo, le transmitieron el mensaje, ya que todos sabían lo que ocurría en el mar del Norte. Efectivamente, desde el primer mensaje de Thor Larsen, a las nueve, el servicio de información israelí, Mossad Aliyah Bet, había tenido informada de todo a Jerusalén, y, después de las condiciones anunciadas al mediodía que afectaban a Israel, había preparado numerosos informes. El primer ministro, Golen, los había leído todos antes de empezar oficialmente el sábado a las seis.
—No voy a quebrantar el sábado dirigiéndome en coche a mi despacho —dijo a su ayudante, al telefonearle éste la última novedad—, aunque he contestado a su llamada. Y está demasiado lejos para ir a pie. Pida al embajador que me visite en mi Casa.
Diez minutos más tarde, el automóvil de la Embajada alemana se detuvo delante de la modesta y ascética morada del primer ministro en los suburbios de Jerusalén. El diplomático presentó inmediatamente sus disculpas.
Después del tradicional saludo de Shalom Shabbat, dijo el embajador:
—Señor primer ministro, no le habría molestado por nada del mundo durante el sábado, pero tengo entendido que se puede romper el descanso cuando hay vidas humanas en juego.
El primer ministro Golen inclinó la cabeza.
—Está permitido —reconoció—, siempre que esté en juego o en peligro la vida humana.
—Así ocurre en el presente caso —dijo el embajador—. Le supongo a usted enterado, señor, de lo ocurrido a bordo del superpetrolero Freya en las últimas doce horas.
El primer ministro estaba más que enterado; estaba profundamente preocupado, porque las condiciones radiadas al mediodía habían puesto de manifiesto que los terroristas no podían ser árabes palestinos, y sí, quizá, judíos fanáticos. Pero sus propias agencias de información, Mossad para el exterior, y Sherut Bitachon, más conocida por sus iniciales como Shin Bet, para el interior, no habían podido descubrir ningún indicio de que se hubiese ausentado ninguno de tales fanáticos de los lugares habitualmente frecuentados por ellos.
—Estoy enterado, señor embajador, y lamento que un marinero haya sido asesinado. ¿Qué desea de Israel la República Federal?
—Señor primer ministro, el Gobierno de mi país ha considerado durante varias horas el problema. Aunque le repugna sobre manera doblegarse al chantaje de los terroristas hasta el punto de que, si la cuestión afectase únicamente a Alemania, estaría dispuesto a resistir, en el caso actual piensa que hay que acceder.
»Por consiguiente, mi Gobierno pide que el Estado de Israel se avenga a recibir a Lev Mishkin y a David Lazareff, con las garantías que exigen los terroristas de que no serán procesados ni se otorgará su extradición.
En realidad, hacía varias horas que el primer ministro, Golen, había pensado la respuesta que daría a esta petición. De hecho, la esperaba. Y había decidido cuál sería su posición. Su Gobierno era una coalición muy equilibrada, y, personalmente, creía que muchos o quizá la mayoría de sus miembros estaban tan indignados por la incesante persecución de los judíos y de la religión judía dentro de la URSS que, para ellos, Mishkin y Lazareff podían difícilmente ser considerados como terroristas al estilo de la banda Baader-Meinhof o de la OLP. Ciertamente, algunos aprobaban que tratasen de escapar secuestrando un avión soviético y pensaban que la pistola se había disparado accidentalmente en la cabina de mando.
—Debe usted tener en cuenta dos cosas, señor embajador. Primera: aunque Mishkin y Lazareff puedan ser judíos, el Estado de Israel no tiene nada que ver con sus delitos, ni con la petición de su puesta en libertad.
«Si los terroristas resultan ser efectivamente judíos —pensó—, ¿quién va a creer esto?»
—Segunda: el Estado de Israel no se ve directamente afectado por el riesgo que corre la tripulación del Freya ni por las consecuencias de la posible destrucción del buque. Las presiones y el chantaje no van dirigidos contra el Estado de Israel.
—Lo comprendo perfectamente, señor ministro —repuso el alemán.
—Por consiguiente, si Israel se aviene a recibir a esos dos hombres, debe quedar públicamente en claro que lo hace accediendo a la expresa y vehemente petición del Gobierno federal.
—Esta petición, señor, la formulo en nombre de mi Gobierno.
Quince minutos más tarde, quedó convenida la fórmula. Alemania Federal anunciaría públicamente que había hecho la petición a Israel por su propio interés. Inmediatamente después, Israel anunciaría que había accedido, a pesar suyo, a la petición. Seguidamente, Alemania Federal podría anunciar la puesta en libertad de los presos a las ocho de la mañana siguiente, hora europea. Los anuncios se harían desde Bonn y desde Jerusalén, con intervalos de diez minutos, y empezarían dentro de una hora. Eran las siete y media en Israel y las cinco y media en Europa.
En todo el continente, las últimas ediciones de los periódicos de la tarde fueron arrancadas de manos de los vendedores callejeros por un público de trescientos millones de personas que habían seguido el drama desde media mañana. Los últimos titulares daban cuenta del asesinato de un marinero no identificado y de la detención de un fotógrafo francés y de un piloto en Le Touquet.
Los boletines radiados dieron la noticia de que el embajador de Alemania Federal en Israel había visitado al primer ministro Golen en su domicilio particular durante la fiesta del sábado, y salido de aquella treinta y cinco minutos más tarde. Se ignoraba lo tratado en la reunión, y todos daban rienda suelta a las especulaciones. La Televisión publicó imágenes de todos los que quisieron posar ante las cámaras y de unos cuantos que hubiesen preferido no hacerlo. Estos eran los que sabían lo que pasaba. Las autoridades se negaron a entregar fotografías del cadáver del marinero, tomadas desde el Nimrod.
Los diarios, que estaban preparando la tirada que empezaba a medianoche, reservaban las primeras páginas para el caso de que Jerusalén o Bonn hiciesen alguna declaración, o de que se transmitiese algún otro mensaje desde el Freya. En las páginas interiores, ocupaban muchísimas columnas los artículos técnicos sobre el propio Freya, su cargamento y los efectos de su derramamiento, así como las especulaciones sobre la identidad de los terroristas y los artículos de fondo reclamando la puesta en libertad de los dos secuestradores.
Un suave y templado crepúsculo ponía fin al espléndido día primaveral, cuando sir Julian Flannery presentó su informe a la primer ministro en su despacho del 10 de Downing Street. El informe era completo, aunque sucinto; una obra maestra de redacción.
—Entonces, sir Julian —dijo ella al fin—, debemos presumir que esos hombres son reales, que se han adueñado por completo del Freya, que están en condiciones de volarlo y hundirlo, que no vacilarían en hacerlo y que las consecuencias económicas, humanas y en el medio ambiente, constituirían una catástrofe de espantosas dimensiones.
—Esta, señora, parece ser la interpretación más pesimista; sin embargo, el comité de crisis cree que sería vano adoptar un criterio más esperanzador —respondió el secretario del gabinete—. Sólo han sido vistos cuatro hombres: los dos centinelas y sus relevos. Pensamos que debe de haber otro en el puente, otro vigilando a los presos, y el jefe; esto representa un mínimo de siete. Quizá serían pocos para enfrentarse con un grupo de asalto armado, pero no podemos estar seguros. Podrían no tener dinamita a bordo, o tenerla en cantidad insuficiente, o haberla colocado mal, pero no podemos presumirlo. Podría fallar su detonador y no tener otro de recambio, pero no podemos presumirlo. Podrían no estar dispuestos a matar a otro marinero, pero no podemos presumirlo. Por último, podrían no pensar realmente en volar el Freya y morir con él, pero no podemos presumirlo. Su comité opina que sería una imprudencia presumir menos de lo posible, y que lo posible es lo peor.
Sonó el teléfono particular, y la primer ministro se puso al aparato. Cuando colgó de nuevo, dirigió una débil sonrisa a sir Julian.
—Parece que a fin de cuentas, eludiremos la catástrofe —dijo—. El Gobierno de Alemania Federal acaba de anunciar que ha hecho la petición a Israel. Israel ha contestado que acepta la solicitud alemana. Y Bonn ha respondido anunciando que soltará a los dos hombres a las ocho de la mañana.
Eran las siete menos veinte.
Las mismas noticias llegaron a la radio de transistores del camarote de día del capitán Thor Larsen. Sin dejar de apuntarle, Drake había encendido las luces del camarote y corrido las cortinas hacía una hora. El camarote estaba bien iluminado, caliente, y resultaba casi alegre. La cafetera había sido vaciada cinco veces y llenada de nuevo. Seguía burbujeando. Los dos hombres, el marino y el fanático, estaban macilentos y cansados. Pero uno de ellos estaba apesadumbrado e iracundo por la muerte de un amigo; el otro paladeaba su triunfo.
—Han aceptado —dijo Drake—. Sabía que lo harían. Sus posibilidades eran muy remotas, y las consecuencias, demasiado graves.
Thor Larsen hubiese debido sentirse aliviado por la noticia de la inminente liberación de su barco. Pero la ira que ardía en su interior le privaba incluso de este consuelo.
—Todavía no se ha acabado —gruñó.
—Pero se acabará. Y pronto. Si mis amigos son liberados a las ocho, estarán en Tel-Aviv a la una de la tarde o, como máximo, a las dos. Calculando una hora para la identificación y para la publicación de la noticia por la radio, lo sabremos a las tres o a las cuatro de la tarde de mañana. Después del anochecer, nos iremos y ustedes quedarán sanos y salvos.
—Salvo Tom Keller, que yace en cubierta —gritó el noruego.
—Crea que lo lamento. Pero teníamos que demostrar que hablábamos en serio. No me dejaron ninguna alternativa.
La petición del embajador soviético fue desacostumbrada, y mucho, en el sentido de su rudeza e insistencia. Aunque representan a un país presuntamente revolucionario, los embajadores soviéticos suelen ser muy meticulosos en la observancia de los procedimientos diplomáticos, inventados, en principio, por las naciones capitalistas occidentales.
David Lawrence preguntó repetidamente, por teléfono, si el embajador Konstantin Kirov no podía hablar con él, como secretario de Estado de los Estados Unidos. Kirov le respondió que el mensaje era para el presidente Matthews en persona, sumamente urgente, y que se refería a cuestiones sobre las que el propio presidente Maxim Rudin quería llamar la atención del presidente Matthews.
El presidente accedió a recibir a Kirov, y el largo y negro automóvil, con el emblema de la hoz y el martillo, entró en el recinto de la Casa Blanca a la hora del almuerzo.
En Europa, eran las siete menos cuarto; pero sólo las dos menos cuarto en Washington. El diplomático fue introducido inmediatamente en el Salón Oval, donde le esperaba el presidente, intrigado, confuso y curioso. Se observaron las formalidades, pero sin que ninguno de los interlocutores les prestara mayor atención.
—Señor presidente —comenzó Kirov—. La orden de solicitar esta urgente entrevista con usted me ha sido dada personalmente por el presidente Maxim Rudin. Debo transmitirle su mensaje personal, al pie de la letra. Es el siguiente:
»En el caso de que los secuestradores y asesinos Lev Mishkin y David Lazareff sean excarcelados y librados de su justo castigo, la Unión Soviética no podrá firmar el Tratado de Dublín dentro de dos semanas, ni en cualquier otro tiempo. La Unión Soviética rechazará definitivamente el tratado.
El presidente Matthews miró fijamente al enviado soviético, con pasmado asombro. Tardó varios segundos en hablar.
—¿Quiere usted decir que Maxim Rudin hará trizas nuestro acuerdo?
Kirov permaneció rígido, serio, impertérrito.
—Señor presidente. Esta es sólo la primera parte del mensaje que se me ha ordenado transmitirle. La segunda es que, si se revela la naturaleza o el contenido de este mensaje, la URSS reaccionará exactamente igual.
Cuando se hubo marchado, William Matthews se volvió, desalentado, hacia Lawrence.
—¿Qué diablos pasa, David? No podemos presionar al Gobierno alemán para que revoque su decisión, sin explicar el motivo.
—Creo que tendrá que hacerlo, señor presidente. Con todo respeto, le diré que Maxim Rudin no le deja ninguna alternativa.