CAPÍTULO XII

De 09.00 a 13.00

—Control del Mosa, Control del Mosa. Aquí el Freya.

La voz de barítono del capitán Thor Larsen retumbó en la sala principal de control del achaparrado edificio de la punta del Anzuelo de Holanda. En la oficina del primer piso, con sus ventanas mirando al mar del Norte, ahora cegadas por las cortinas para evitar el sol de la mañana y dar mayor claridad a las pantallas de radar, cinco hombres esperaban sentados.

Dijkstra y Schipper seguían de guardia, sin pensar ya en el desayuno. Dirk van Gelder se había puesto en pie detrás de Dijkstra, presto a ponerse al aparato en cuanto hiciesen la llamada. En otra consola, uno de los hombres del turno de día cuidaba del tráfico del estuario, dando entrada y salida a los barcos, pero manteniéndolos alejados del Freya, cuya mancha en la pantalla de radar estaba en el límite del campo visual, sin dejar de ser más grande que todas las demás. El primer oficial de seguridad marítima, adjunto a Control del Mosa, estaba también presente.

Cuando se recibió la llamada, Dijkstra se levantó de su silla, colocada delante del altavoz, y Van Gelder se sentó en ella. Agarró el mango del micrófono, carraspeó y pulsó el interruptor de «transmisión».

Freya, aquí Control del Mosa. Hable, por favor.

Más allá de los confines del edificio, que sólo parecía a los ojos de todos una achaparrada torre de control de tráfico aéreo plantada en la arena, otros oídos escuchaban. Durante la primera transmisión, otros dos barcos habían captado parte de la conversación y, en los noventa minutos intermedios, había habido un poco de chismorreo entre los radiotelegrafistas de los buques. Ahora eran una docena los que escuchaban atentamente.

En el Freya, Larsen sabía que podía pasar al Canal 16, hablar a Scheveningen Radio y pedir que le pusiesen con el Control del Mosa para mayor reserva, pero los oyentes no tardarían en encontrar aquel canal. Por consiguiente, siguió en Canal 20.

Freya, a Control del Mosa. Quiero hablar personalmente con el presidente de la Junta del Puerto.

—Aquí, Control del Mosa. Dirk van Gelder al habla. Yo soy el presidente de la Junta del Puerto.

—Soy el capitán Thor Larsen, al mando del Freya.

—Sí, capitán Larsen; conozco su voz. ¿Cuál es su problema?

En el otro extremo, en el puente del Freya, Drake señaló con el cañón de su pistola la declaración escrita que tenía Larsen en la mano. Larsen asintió con la cabeza, pulsó el interruptor de «transmisión» y empezó a leer por teléfono:

—Voy a leer una declaración preparada. Por favor, no me interrumpa ni haga preguntas.

»A las tres de esta mañana, el Freya ha sido tomado por hombres armados. Tengo sobrados motivos para creer que hablan en serio y están dispuestos a cumplir todas sus amenazas, si no son atendidas sus exigencias.

En la torre de control sobre la arena, todos los que estaban detrás de Van Gelder contuvieron el aliento. El cerró sus fatigados ojos. Durante años había aconsejado que se tomasen medidas de seguridad para proteger de los secuestradores a aquellas bombas flotantes. No le habían hecho caso, y ahora había sucedido al fin. La voz siguió hablando, mientras el magnetófono giraba impasible:

—En este momento, toda mi tripulación está encerrada en la parte inferior del barco, detrás de puertas de acero, sin posibilidad de escapar. Hasta ahora no han sufrido ningún daño. Yo estoy en el puente, donde me apuntan con una pistola.

»Durante la noche han colocado cargas explosivas en lugares estratégicos, en diversos puntos del interior del casco del Freya. Yo mismo las he visto y puedo asegurar que, si explotasen, destruirían el Freya, matarían en el acto a toda la tripulación y verterían un millón de toneladas de crudo en el mar del Norte.

—¡Dios mío! —exclamó una voz detrás de Van Gelder.

Este agitó una mano con impaciencia, imponiendo silencio al que había hablado.

—Estas son las exigencias inmediatas del hombre que ha apresado al Freya. Primera: tiene que interrumpirse en seguida todo tráfico marítimo en la zona delimitada por un arco de cuarenta y cinco grados al sur de un punto situado al este del Freya, y de cuarenta y cinco grados al norte del mismo punto; es decir, dentro de un arco de noventa grados entre el Freya y la costa holandesa.

»Segunda: ninguna embarcación, de superficie o submarina, debe intentar acercarse al Freya en un radio de cinco millas. Tercera: ningún avión debe pasar sobre el Freya dentro de un círculo de cinco millas de radio y a menos de tres mil metros de altura. ¿Está claro? Conteste.

Van Gelder agarró el micrófono con fuerza.

Freya, aquí Control del Mosa. Habla Dirk van Gelder. Sí, está claro. Haré despejar todo el tráfico de superficie en la zona comprendida en un arco de noventa grados entre el Freya y la costa holandesa, y en un sector de cinco millas marinas alrededor del Freya por los otros lados. Ordenaré al control de tráfico del aeropuerto de Schipol que impidan el paso de aviones dentro del radio de cinco millas a menos de tres mil metros. Cambio.

Hubo una pausa y volvió a oírse la voz de Larsen:

—Me dicen que si se realiza algún intento para contravenir estas órdenes, habrá una represalia inmediata y sin ulterior aviso del Freya verterá veinte mil toneladas de crudo inmediatamente, o uno de mis marineros será… ejecutado. ¿Comprendido? Conteste.

Dirk van Gelder se volvió hacia sus oficiales de tráfico.

—¡Dios mío! Despejen de barcos toda esa zona, ¡de prisa! Y comuniquen con Schipol. Díganles que nada de vuelos comerciales, ni de aviones particulares, ni de helicópteros que quieran tomar fotografías. ¡Nada! Y ahora, ¡muévanse!

Después, dijo a través del micro:

—Comprendido, capitán Larsen. ¿Algo más?

—Sí —afirmó la voz incorpórea—. No habrá más contacto por radio con el Freya hasta las doce cero cero horas. A esta hora, el Freya volverá a llamarles. Deseo hablar directa y personalmente con el primer ministro de los Países Bajos y con el embajador de Alemania Federal. Ambos deben estar presentes. Eso es todo.

El micrófono enmudeció. En el puente del Freya Drake tomó el aparato de la mano de Larsen y lo colocó en su sitio. Después, hizo una seña al noruego y volvieron al camarote de día. Cuando se hubieron sentado a ambos lados de la ancha mesa, Drake dejó su pistola y se recostó en la silla. Al levantarse el borde del suéter, Larsen vio el oscilador letal prendido en el cinturón.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Larsen.

—Esperar —respondió Drake—, mientras Europa empieza a volverse loca.

—Le mataran —dijo Larsen—. Pudo subir a bordo, pero no podrá bajar. Es posible que tengan que hacer lo que usted ordena, pero cuando lo hayan hecho, le estarán esperando.

—Lo sé —confesó Drake—. Pero le diré una cosa: no me importa morir. Lucharé por mi vida, naturalmente; pero moriré antes de ver arruinado mi proyecto.

—¿Tanto desea la liberación de esos dos hombres en Alemania? —preguntó Larsen.

—Así es. No puedo explicarle la razón, y, si lo hiciese, no lo comprendería. Pero desde hace muchos años, mi país, mi pueblo, ha sufrido ocupaciones, persecuciones, prisión y muerte. Y a nadie le importó un bledo. Ahora amenazo con matar un solo hombre o con herir a Europa Occidental en su bolsillo, y ya verá lo que hacen. Para ellos es un desastre. Para mí, el desastre esta en la esclavitud de mi tierra.

—¿Cuál es exactamente su sueño? —preguntó Larsen.

—Una Ucrania libre —admitió sencillamente Drake—. Algo que no podrá lograrse, a menos que se produzca un levantamiento popular de millones de personas.

—¿En la Unión Soviética? —inquirió Larsen—. Eso es imposible. Nunca ocurrirá.

—Podría ocurrir —replicó Drake—. Podría. Ya ha sucedido en Alemania Oriental, en Hungría, en Checoslovaquia. Pero, ante todo, hay que romper la convicción de esos millones de que nunca podrán triunfar, de que sus opresores son invencibles, logrado esto, las compuertas se abrirán de par en par.

—Nadie lo creerá —replicó Larsen.

—En Occidente, no. Pero eso es lo curioso. Aquí, en el Oeste, todos dirán que yerro en mis cálculos. Pero en el Kremlin saben que no es así.

—¿Y está usted dispuesto a morir por ese… levantamiento popular? —preguntó Larsen.

—Si es necesario, sí. Ese es mi sueño. Amo a aquella tierra, a aquella gente, más que a mi propia vida. Esta es mi ventaja; en un radio de cien millas a nuestro alrededor, no hay nadie más que quiera algo más que a su vida.

Ayer, Larsen habría estado quizá de acuerdo con aquel fanático. Pero algo ocurría en el interior del corpulento y pausado noruego que le sorprendió a él mismo. Por primera vez en su vida, odiaba a un hombre hasta el punto de querer matarle.

Dentro de su cabeza, una voz decía: «Me importa un bledo tu sueño ucraniano, señor Svoboda. No vas a matar a mi tripulación, ni a destruir mi barco.»

En Felixstowe, en la costa de Suffolk, el oficial de la guardia de costas se alejó rápidamente de la radio y descolgó el teléfono.

—Póngame con el Departamento del Medio Ambiente, en Londres —pidió al telefonista.

—¡Dios mío! Los holandeses están ahora en un buen lío —dijo su ayudante, que también había oído la conversación entre el Freya y Control del Mesa.

—No sólo los holandeses —añadió el oficial—. Echa un vistazo al mapa.

En la pared había un mapa de toda la porción meridional del mar del Norte y del extremo septentrional del canal de la Mancha. La costa de Suffolk estaba precisamente delante del estuario del Mosa. El oficial de la guardia de costas había marcado con lápiz la posición del Freya. Estaba exactamente a mitad de camino entre las dos costas.

—Si estalla, muchacho, nuestras costas estarán también bajo un palmo de petróleo desde Hull hasta Southampton.

Minutos después hablaba con un funcionario de Londres, uno de los hombres de la sección del Ministerio específicamente dedicada a luchar contra los riesgos del petróleo. Lo que le dijo hizo que se enfriase del todo la primera taza de té de aquella mañana en Londres.

Dirk van Gelder pudo encontrar al primer ministro en su residencia, precisamente cuando éste se disponía a salir para ir a su despacho. El tono apremiante del presidente de la junta del Puerto hizo que el joven auxiliar del jefe del Gobierno pasara la comunicación a éste.

—Jan Grayling al aparato —dijo el primer ministro. Su rostro se contrajo al escuchar a Van Gelder.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—No lo sabemos —respondió Van Gelder—. El capitán Larsen no hizo más que leer una declaración preparada de antemano. No podía apartarse de ella, ni responder a preguntas.

—Si le estaban amenazando, quizá se vio obligado a confirmar la colocación de los explosivos. Tal vez no es más que un farol —sugirió Grayling.

—No lo creo, señor —replicó Van Gelder—. ¿Quiere que le lleve la grabación?

—Sí, e inmediatamente; en su propio coche —respondió el primer ministro—. Vaya directamente a la Presidencia del Gobierno.

Colgó el teléfono y se dirigió a su automóvil, pensando desaforadamente. Si aquella amenaza era real, la espléndida mañana de verano había traído consigo la crisis más grave de su período de gobierno. Al apartarse su coche del bordillo, seguido del inevitable vehículo de la Policía, se retrepó en su asiento y trató de pensar en lo que tendría que hacer antes que nada. Naturalmente, tenía que convocar una reunión urgente del Gabinete. Y la Prensa no tardaría en hacer acto de presencia. Muchos oídos habían escuchado sin duda la conversación entre el barco y la costa, y alguien informaría a la Prensa antes del mediodía.

Tendría que informar a diversos Gobiernos extranjeros, a través de sus embajadas. Y autorizar la inmediata constitución de un comité de expertos para hacer frente a la crisis. Afortunadamente, disponía de bastantes expertos después de los secuestros realizados por sudmoluqueños en años anteriores. Al detenerse el coche delante del edificio de la Presidencia del Gobierno, miró su reloj. Eran las nueve y media.

La frase «comité de crisis» era también pensada, aunque no pronunciada, en Londres. Sir Rupert Mossbank, subsecretario permanente del Departamento del Medio Ambiente, hablaba por teléfono con el secretario del Gabinete, sir Julian Flannery.

—Todavía es pronto, naturalmente —dijo sir Rupert—. Todavía no sabemos quiénes son, ni cuántos, ni si hablan en serio, ni si hay realmente bombas a bordo. Pero si aquella enorme cantidad de crudo se derramase, la cosa sería realmente grave.

Sir Julian reflexionó un momento, contemplando Whitehall a través de su ventana del primer piso.

—Has hecho bien en llamarme en seguida, Rupert —agradeció—. Creo que lo mejor que puedo hacer es informar inmediatamente a la primer ministro. Mientras tanto, y como precaución, ¿podrías pedir a dos de tus mejores expertos que redacten un informe sobre las posibles consecuencias que tendría la voladura del barco? Me refiero al petróleo derramado, la zona marítima afectada, las corrientes, la velocidad, el sector de nuestra costa que podría verse perjudicado por la marea negra. Todo esto. Estoy seguro de que ella lo pedirá.

—Ya he pensado en eso, viejo.

—Bien —dijo sir Julian—. Magnífico. Hazlo cuanto antes. Presumo que ella querrá saberlo todo. Como siempre.

Había trabajado con tres primeros ministros, y el último era, con mucho, el más exigente y expeditivo. Durante años había circulado el chiste de que el partido en el Gobierno estaba lleno de viejas de ambos sexos; afortunadamente, ahora era regido por un verdadero hombre. Se llamaba mistress Joan Carpenter. El secretario, del Gabinete obtuvo en pocos minutos la conformidad a su visita y, bajo el brillante sol de la mañana, se encaminó al Número Diez, con decisión, pero sin prisa, como era su costumbre.

Cuando entró en el despacho particular de la primer ministro, ésta se hallaba sentada a su mesa, donde había estado trabajando desde las ocho de la mañana. Un juego de café de porcelana color marfil estaba colocado sobre una mesita auxiliar, y tres cajas rojas de papeles aparecían abiertas en el suelo. Sir Julian admiraba a aquella mujer. Revisaba los documentos con tal presteza, que a las diez había acabado de clasificarlos, prestando su conformidad a unos, rechazando otros, pidiendo más información o haciendo una serie de preguntas, siempre pertinentes.

—Buenos días, primer ministro.

—Buenos días, sir Julian. Hace una hermosa mañana.

—Es verdad, señora. Desgraciadamente, nos ha traído también algo muy desagradable.

Se sentó, a un ademán de la primer ministro, y describió minuciosamente todos los detalles que conocía del suceso en el mar del Norte. Ella le escuchaba absorta, alerta.

—Si eso es verdad —dijo, llanamente—, ese barco, el Freya, podría ocasionar un desastre ambiental en nuestra costa.

—Así es, aunque todavía no sabemos exactamente cuáles son las posibilidades de hundir un buque tan gigantesco con explosivos que debemos presumir industriales. Desde luego, hay personas que pueden dictaminar sobre ello.

—En el caso de que sea cierto —dijo la primer ministro—, creo que debemos constituir un comité de urgencia para que estudie las implicaciones. Y si no lo es, habremos tenido ocasión de realizar unas útiles maniobras.

Sir Julian arqueó una ceja. La idea de poner en ascuas a doce departamentos ministeriales y considerarlo como unas maniobras no le había pasado por la cabeza. Pensó que tal vez tenía cierto encanto.

Durante media hora, la primer ministro y el secretario del Gabinete hicieron una lista de las materias en que necesitarían asesoramiento técnico, si querían estar debidamente informados de las alternativas, en caso de secuestro de un superpetrolero en el mar del Norte.

En lo tocante al propio superpetrolero, éste estaba asegurado en el Lloyd, donde tendrían un plano completo de su estructura. Y hablando de la estructura, la Sección Marítima de «British Petroleum» tendría un experto en construcción de petroleros que podría estudiar aquel plano y dictaminar exactamente sobre la verosimilitud de la amenaza.

A los efectos de la contaminación, convinieron en llamar al primer analista del laboratorio de Warren Spring, dependiente del Departamento de Comercio e Industria y del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, y que estaba en Stevenage, muy cerca de Londres.

Se pediría al Ministerio de Defensa que enviase un oficial en activo del Cuerpo de Ingenieros, experto en explosivos, para que estudiase este aspecto del asunto; y, al Departamento del Medio Ambiente, técnicos que pudiesen calcular el alcance de la catástrofe para la ecología del mar del Norte. Trinity House, jefatura superior de los Servicios de Pilotaje en las costas de Gran Bretaña, debería informar sobre las mareas y la velocidad de las corrientes. La relación y enlace con los Gobiernos extranjeros corresponderían al Foreign Office, que enviaría un observador. A las diez y media pensaron que la lista estaba completa. Sir Julian se disponía a marcharse.

—¿Cree usted que el Gobierno holandés será quien lleve este asunto? —le preguntó la primer ministro.

—Es pronto para saberlo, señora. De momento, los terroristas quieren exponer sus condiciones a míster Grayling en persona, al mediodía, o sea, dentro de una hora y media. Estoy seguro de que La Haya se sentirá capaz de manejar la cuestión. Pero si las condiciones no pueden aceptarse, o si el barco estalla por la razón que sea, nosotros nos veríamos igualmente afectados como nación costera.

»Además, nuestra capacidad de lucha contra la marea negra es la mas avanzada de Europa; por consiguiente, hay que suponer que nuestros aliados del otro lado del mar del Norte nos pedirían ayuda.

—Entonces, conviene que nos preparemos cuanto antes —dijo la primer ministro—. Otra cosa, sir Julian. Probablemente no habrá que llegar a tanto, pero si no pudiesen cumplirse las exigencias de los secuestradores, tendremos que estudiar la posibilidad de tomar el buque por asalto, liberar a la tripulación y desactivar las cargas.

Por primera vez, sir Julian se sintió inquieto. Había sido funcionario civil durante toda su vida, desde que salió de Oxford con las mejores calificaciones. Creía que la palabra, escrita o hablada, podía, con tiempo, resolver la mayor parte de los problemas. En cambio, aborrecía la violencia.

—¡Ah, sí, primer ministro! Desde luego, sería un último recurso. Creo que lo llaman la «opción dura».

—Los israelíes tomaron por asalto un avión de pasajeros en Entebbe —murmuró la primer ministro—. Los alemanes hicieron lo mismo en Mogadiscio. Los holandeses asaltaron un tren en Assen, cuando no les quedó otra alternativa. Supongamos que eso volviese a ocurrir.

—Bueno, quizá volverían a hacerlo.

—¿Podrían los marinos holandeses realizar una misión semejante?

Sir Julian eligió cuidadosamente sus palabras. Tenía la visión de los toscos marinos arrastrando los pies por todo Whitehall. Era mejor mantener alejada a esa gente, dejarles en Exmoor, dedicados a sus juegos mortales.

—Para tomar por asalto un buque en alta mar —dijo—, creo que sería imposible hacer aterrizar un helicóptero sobre la cubierta. Sería descubierto por los centinelas y, además, el barco lleva una pantalla de radar. Por la misma razón, cualquier embarcación sería igualmente descubierta. Ahora no se trata de un avión sobre una pista de cemento, ni de un tren parado, señora. Es un barco, a más de veinticinco millas de la costa.

Confió en que esto pondría fin a la cuestión.

—¿Y qué me dice de un asalto por submarinistas u hombres-rana armados? —preguntó la mujer.

Sir Julian cerró los ojos. Ya habían salido a relucir los hombres-rana. Estaba convencido de que los políticos leían demasiadas novelas.

—¿Hombres-rana armados, señora?

Los ojos azules siguieron mirándole fijamente.

—Tengo entendido —dijo claramente la primer ministro— que, en este aspecto, nuestro país es de los más avanzados de Europa.

—Es muy posible que sea así, señora.

—¿Quiénes son los expertos subacuáticos?

El Servicio Especial de Lanchas, señora primer ministro.

—¿Y quién es el enlace de Whitehall con nuestros servicios especiales? —preguntó ella.

—Un coronel de la Infantería de Marina, llamado Holmes, que está en el Ministerio de Defensa —respondió sir Julian.

La cosa se ponía mal; lo veía venir. Ya con anterioridad habían empleado el equivalente terrestre del SEL, el más conocido Servicio Especial del Aire o SEA, para ayudar a los alemanes en Mogadiscio, y también en el asedio de Balcombe Street. Harold Wilson había querido conocer con todo detalle los juegos mortales que entablaban aquellos bárbaros con sus adversarios. Por lo visto, había llegado el momento de que empezasen otra fantasía al estilo james Bond.

—Pida al coronel Holmes su colaboración en el comité de Urgencia; naturalmente, sólo con carácter consultivo.

—Desde luego, señora.

—Y prepare el Unicorne. Espero que esté escuchando al mediodía, cuando los terroristas dicten sus condiciones.

A trescientas millas de allí, al otro lado del mar del Norte, reinaba en Holanda una frenética actividad.

En su despacho de la capital costera de La Haya, el primer ministro, Jan Grayling, y los suyos, estaban montando un comité de urgencia parecido al que mistress Carpenter proyectaba en Londres. Lo primero que se necesitaba saber eran las consecuencias exactas que podían preverse, para los seres humanos y para el medio ambiente, de los daños que sufriese en el mar un buque como el Freya, y las diversas opciones que podían ofrecerse al Gobierno holandés.

Para lograr esta información se estaba convocando a la misma clase de expertos, por sus conocimientos especializados: en navegación, mareas negras, corrientes, direcciones, previsión meteorológica e incluso perspectivas militares.

Después de entregar la grabación del mensaje transmitido desde el Freya a las nueve, Dirk van Gelder volvió a Control del Mosa, con instrucciones de Jan Grayling de permanecer junto al radioteléfono VHF, para el caso de que el Freya volviese a llamar antes del mediodía.

El fue quien, a las diez y media, recibió la llamada de Harry Wennerstrom. Después de desayunar en su suite del «Rotterdam Hilton», el viejo magnate naviero ignoraba todavía el desastre acaecido en su barco. Sencillamente, nadie había pensado en avisarle.

Wennerstrom llamaba para enterarse de los progresos del Freya, que, según creía, debía encontrarse ahora en el Canal Exterior, avanzando lentamente y con cuidado hacia el Canal Interior, varios kilómetros más allá de Boya Uno de Euro, siguiendo una ruta exacta de cero ocho dos y medio grados. Se disponía a salir de Rotterdam, con su acompañamiento de notables, para observar la aparición del Freya a la hora de almorzar, que era cuando la marea alcanzaba su máxima altura.

Van Gelder se excusó por no haberle telefoneado al «Hilton» y le explicó minuciosamente lo ocurrido a las 07.30 y a las 09.00 horas. Después, la línea permaneció muda durante un rato. Wennerstrom habría podido reaccionar inmediatamente en el sentido de decir que el barco capturado más allá del horizonte occidental valía 170 millones de dólares USA y llevaba petróleo por valor de otros 140 millones. Pero, en definitiva, su reacción fue más humanitaria, y dijo:

—Hay treinta tripulantes míos a bordo, señor Van Gelder. Permítame que le diga, desde ahora, que si le ocurre algo a alguno de ellos, por no aceptarse las condiciones de los terroristas, consideraré directamente responsables a las autoridades holandesas.

—Señor Wennerstrom —replicó Van Gelder, que también había mandado un barco en su carrera—, estamos haciendo todo lo que podernos. Se están cumpliendo al pie de la letra las exigencias de los terroristas sobre las distancias que deben guardarse alrededor del Freya. Pero todavía no han expuesto sus condiciones. El primer ministro está ahora en su despacho de La Haya, haciendo lo que puede, y volverá aquí al mediodía para recibir el próximo mensaje del Freya.

Harry Wennerstrom colgó el teléfono y se quedó mirando a través de las ventanas del cuarto de estar, hacia el Oeste, donde el barco de sus sueños permanecía anclado en mar abierto, en poder de unos terroristas armados.

—Cancele el viaje en comitiva al Control del Mosa —ordenó de pronto a una de sus secretarias—. Cancele el lunch con champaña. Cancele la recepción de esta tarde. Cancele la conferencia de Prensa. Me voy.

—¿Adónde, señor Wennerstrom? —preguntó la sorprendida joven.

—A Control del Mosa. Solo. Haga que el coche me esté esperando cuando llegue al garaje.

Dicho lo cual, el viejo salió en tromba de sus habitaciones y se dirigió al ascensor.

El mar se estaba vaciando alrededor del Freya. Trabajando conjuntamente con sus colegas británicos de Flamborough Head y de Felixstowe, los oficiales holandeses de control de tráfico marítimo desviaban a los barcos hacia nuevas rutas al oeste del Freya y siempre a más de cinco millas de éste.

Al este del buque secuestrado se ordenó a las embarcaciones del tráfico costero que se detuviesen o volviesen atrás, y se interrumpieron las entradas y salidas de Europort y de Rotterdam. A los irritados capitanes, que no cesaban de llamar a Control del Mosa pidiendo explicaciones, se les decía simplemente que había surgido una emergencia y que debían evitar a toda costa la zona marítima cuyas coordenadas les eran indicadas.

Era imposible mantener a oscuras a la Prensa. Varias docenas de periodistas de publicaciones técnicas y navales, así como corresponsales de los diarios más importantes de los países vecinos, estaban ya en Rotterdam, adonde habían llegado al objeto de asistir a la recepción prevista para la tarde, con el fin de celebrar la entrada triunfal del Freya. A las once de la mañana empezaron a sentir curiosidad debida, en parte, a la cancelación de la excursión al Anzuelo para presenciar la entrada del Freya en el Canal Interior, y, en parte, a rumores llegados a sus oficinas de los numerosos aficionados a la radio que gustan de escuchar las conversaciones marítimas radiadas.

Poco después de las once menudearon las llamadas a las habitaciones de Harry Wennerstrom; pero éste no se encontraba allí, y sus secretarias no sabían nada. Otros llamaron a Control del Mosa, donde les dijeron que lo hiciesen a La Haya. En la capital holandesa, los telefonistas pasaban las llamadas al Secretario de Prensa del primer ministro, por orden expresa del señor Grayling, y el atribulado joven salía del paso lo mejor que podía.

Esta falta de información sólo sirvió para intrigar aún más al cuerpo de la Prensa, y fue el motivo de que los periodistas informaran a sus directores de que algo grave le ocurría al Freya. Los directores enviaron a otros reporteros, que se fueron acumulando durante la mañana alrededor del edificio de Control del Mosa, donde fueron enérgicamente mantenidos más allá de la férrea barrera que rodeaba el edificio. Otros se dirigieron a La Haya, para incordiar en los diferentes Ministerios y, sobre todo, en las oficinas del primer ministro.

El director de Die Telegraaf recibió información de un radioaficionado, en el sentido de que había terroristas a bordo del Freya y de que expondrían sus condiciones al mediodía. Inmediatamente ordenó que se conectase un aparato de radio con el Canal Veinte y se grabase el mensaje en cinta magnetofónica.

Jan Grayling telefoneó personalmente al embajador de Alemania Federal, Konrad Voss, y le explicó confidencialmente lo que pasaba. Voss llamó inmediatamente a Bonn y, al cabo de media hora, respondió al primer ministro holandés que, desde luego, le acompañaría al Anzuelo a las doce, tal como exigían los terroristas. El Gobierno federal alemán, aseguró al holandés, haría todo lo posible por ayudarle.

El ministro holandés de Asuntos Exteriores, como deber de cortesía, informó a los embajadores de todas las naciones que podían hallarse indirectamente interesadas: Suecia, cuyo pabellón ondeaba en el Freya y que tenía a bordo marineros de su nacionalidad; Noruega, Finlandia y Dinamarca, que tenían también tripulantes a bordo; Estados Unidos, porque cuatro de aquellos tripulantes eran escandinavos americanos y tenían pasaporte de los Estados Unidos y doble nacionalidad; Gran Bretaña, como nación costera y cuya institución, el «Lloyd’s», era aseguradora del buque y del cargamento, y Bélgica, Francia y Alemania Federal, todas ellas naciones costeras.

En nueve capitales europeas sonaron frenéticamente los teléfonos entre Ministerios y departamentos, entre cabinas públicas y redacciones de periódicos, en compañías de seguros, agencias navieras y casas particulares. Para muchos hombres del Gobierno, de la Banca, de las empresas navieras o de seguros, de las Fuerzas Armadas y de la Prensa, la perspectiva de un tranquilo fin de semana se extinguió aquella mañana del viernes en el liso mar azul, donde una bomba de un millón de toneladas, llamada Freya, permanecía silenciosa e inmóvil bajo el cálido sol primaveral.

Harry Wennerstrom estaba a medio camino de Rotterdam al Anzuelo cuando se le ocurrió una idea. Su automóvil pasaba junto a Schiedam, por la autovía de Vlaardingen, cuando recordó que su reactor particular estaba en el aeropuerto municipal de Schiedam. Cogió el teléfono y llamó a su secretaria particular, que seguía tratando de eludir las llamadas de la Prensa en la suite del «Hilton». Cuando consiguió comunicar con ella, al tercer intento, le dio una serie de órdenes para su piloto.

—Por último —dijo—, quiero el nombre y el número de teléfono del jefe de Policía de Alesund. Sí, Alesund, de Noruega. En cuanto los tenga, llámele y dígale que no se mueva de donde está hasta que yo le telefonee.

La unidad de información de «Lloyd’s» había sido informada poco después de las diez. Un buque mercante inglés, que transportaba cereales, se disponía a entrar en el estuario del Mosa para ir a Rotterdam, cuando el Freya había hecho su llamada de las 09.00 a Control del Mosa. El radiotelegrafista había oído toda la conversación, la había anotado al pie de la letra en taquigrafía y había dado cuenta de ella a su capitán. Seguidamente, éste la había dictado al agente de su barco en Rotterdam, el cual la había transmitido a su oficina principal de Londres. La oficina había llamado a Colchester, Essex, y repetido la noticia a «Lloyd’s». Este había informado a los presidentes de las veinticinco empresas de seguros afectadas. El consorcio que había concertado el seguro de 170 millones de dólares sobre el Freya era muy grande, y también lo era el grupo de empresas que había cubierto el riesgo del cargamento de un millón de toneladas para Clint Blake, de Texas. Pero, a pesar de la importancia del Freya y de su cargamento, la póliza individual más importante era la del seguro de «Protection and Indemnity». Esta póliza sería la que costaría mas dinero si era volado el Freya.

Poco antes del mediodía, el presidente de «Lloyd’s», en su oficina de la City, contempló fijamente los breves cálculos que había anotado en su bloc.

—Si ocurre lo peor —dijo a su secretario particular—, nos enfrentaremos con una pérdida de unos mil millones de dólares. ¿Quién diablos es esa gente?

El jefe de «esa gente» estaba sentado en el epicentro del creciente temporal, frente al barbudo capitán noruego, en el camarote de día, debajo del ala de estribor del puente del Freya. Las cortinas estaban descorridas, dando paso a los cálidos rayos del sol. A través de las ventanas se divisaba una vista panorámica de la cubierta silenciosa, con su extensión de cuatrocientos metros hasta el castillo de proa.

Una diminuta figura de hombre permanecía sentada en lo alto de la proa mirando a su alrededor, sobre el resplandeciente mar azul. A ambos lados del buque, el mismo mar azul estaba llano y en calma, sólo rizada su superficie por un ligero céfiro. Durante la mañana, aquella brisa se había llevado delicadamente las nubes invisibles de inertes gases venenosos que habían salido de los depósitos al levantarse las escotillas de inspección. Ahora se podía andar sin peligro por cubierta; en otro caso, el hombre del castillo de proa no habría podido estar allí.

La temperatura del camarote permanecía estable, al ser sustituida la calefacción central por el acondicionador de aire cuando el sol empezó a dejarse sentir a través de los dobles cristales de las ventanas.

Thor Larsen seguía sentado donde había estado toda la mañana, a un extremo de la mesa grande, mientras Andrew Drake ocupaba el otro.

Desde la conversación que habían sostenido entre la llamada de las nueve y las diez, habían permanecido callados la mayor parte del tiempo. La tensión de la espera empezaba a dejarse sentir. Ambos sabían que al otro lado de las aguas, en ambas direcciones, se estaban haciendo frenéticos preparativos; en primer lugar para tratar de calcular exactamente lo que había ocurrido a bordo del Freya durante la noche; en segundo término, para saber si podía hacerse algo para remediarlo.

Larsen sabía que nadie haría nada, que nadie tomaría ninguna iniciativa hasta que se radiasen las condiciones al mediodía. Esto demostraba que el enérgico joven sentado ante él no tenía nada de estúpido. Había resuelto mantener a las autoridades en la incertidumbre. Al obligar a Larsen a radiar el mensaje, no había dado ninguna clave que pudiese revelar su identidad o su origen. Incluso sus móviles eran desconocidos fuera del camarote en el que estaban sentados. Y las autoridades querrían saber más, analizar las grabaciones de los mensajes radiados, identificar las formas de lenguaje y el origen étnico del locutor, antes de emprender cualquier acción.

El hombre que se hacía llamar Svoboda les negaba esta información, minando la confianza de aquellos a quienes estaba desafiando.

También daba a la Prensa tiempo sobrado para enterarse del desastre, pero no de las condiciones; dejando que calculasen la magnitud de la catástrofe si el Freya era volado, y, de este modo, fuesen acumulando energía y preparándose para ejercer presión sobre las autoridades, antes de conocer las exigencias de los secuestradores. Cuando éstas fuesen formuladas, parecerían poca cosa en comparación con la alternativa, y las autoridades se verían sometidas a la presión de la Prensa, antes de haber considerado las condiciones.

Larsen, que sabía cuáles eran tales condiciones, no podía concebir que las autoridades se negasen. La alternativa era demasiado espantosa para todos. Si Svoboda se hubiese limitado a secuestrar a un político, como había secuestrado la banda Baader-Meinhof a Hans-Martin Schleyer, o las Brigadas Rojas a Aldo Moro, podrían haberle negado la puesta en libertad de sus amigos. Pero había preferido amenazar con destruir cinco costas, un mar, treinta vidas y mil millones de dólares.

—¿Por qué son tan importantes para usted esos dos hombres? —preguntó de pronto Larsen.

El joven le miró.

—Son amigos —respondió.

—No —replicó Larsen—. Recuerdo haber leído, en enero pasado, que eran dos judíos de Lvov a los que se había negado el permiso para emigrar y que, por esta razón, secuestraron un avión de pasajeros ruso y le obligaron a aterrizar en Berlín Oeste. ¿Cómo puede eso producir un levantamiento popular?

—Dejemos eso —interrumpió su aprehensor—. Son las doce menos cinco. Volvamos al puente.

Nada había cambiado en el puente, salvo que había en el un terrorista más, acurrucado y dormido en un rincón, pero sin soltar su arma. Iba enmascarado, igual que el que vigilaba las pantallas del radar y del sonar. Svoboda preguntó algo a aquel hombre, en la lengua que ahora sabía Larsen que era ucraniana.

El hombre negó con la cabeza y respondió en el mismo idioma. A indicación de Svoboda, el enmascarado apuntó a Larsen con su pistola.

Svoboda se dirigió a los aparatos y leyó sus indicaciones. Había un círculo periférico de mar despejado alrededor del Freya, al menos hasta cinco millas al Oeste, al Norte y al Sur. Hacia el Este, el mar estaba vacío hasta la costa holandesa. Cruzó la puerta que conducía al ala del puente, se volvió y gritó algo hacia lo alto. Larsen oyó, que desde arriba, le respondía el hombre situado en lo alto de la chimenea. Svoboda volvió a entrar en el puente.

—Vamos —ordenó a Larsen—, sus oyentes están esperando. Recuerde que, si intenta cualquier truco, mataré a uno de sus marineros.

Larsen cogió el micrófono y pulsó el botón de transmisión.

—Control del Mosa, Control del Mosa. Aquí el Freya.

Aunque él no podía saberlo, más de cincuenta oficinas diferentes recibieron la llamada. Cinco importantes servicios de información estaban a la escucha, captando el Canal Veinte en el éter con sus perfeccionados aparatos. Las palabras eran oídas y transmitidas simultáneamente a la Agencia de Seguridad Nacional de Washington, al SIS, al SDECE francés, a la BND de Alemania Federal, a la Unión Soviética y a los diversos servicios de Holanda, Bélgica y Suecia.

También había radiotelegrafistas navales a la escucha, y radioaficionados y periodistas. Una voz respondió desde el Anzuelo de Holanda:

Freya, aquí Control del Mosa. Hable, por favor. Thor Larsen leyó lo escrito en una hoja de papel.

—Soy el capitán Thor Larsen. Deseo hablar personalmente con el primer ministro de los Países Bajos.

Otra voz, hablando también inglés, llegó al barco desde el Anzuelo:

—Capitán Larsen, aquí Jan Grayling. Soy el primer ministro del reino de los Países Bajos. ¿Se encuentran bien?

En el Freya, Svoboda tapó el micro con la mano.

—Nada de preguntas —advirtió a Larsen—. Limítese a preguntar si está presente el embajador alemán, y que le den su nombre.

—Por favor, no haga preguntas, señor primer ministro. Me han prohibido contestarlas. ¿Está ahí el embajador de Alemania Federal?

En el Control del Mosa, pasaron el micrófono a Konrad Voss.

—Habla el embajador de la República Federal Alemana —dijo—. Me llamo Konrad Voss.

En el puente del Freya, Svoboda asintió con la cabeza a Larsen.

—Correcto —dijo—. Adelante; lea el mensaje.

Los siete hombres reunidos alrededor de la consola de Control del Mosa escucharon en silencio. Eran un primer ministro, un embajador, un psiquiatra, un ingeniero de radio —por si fallaba la transmisión—, Van Gelder, de la Junta del Puerto, y el oficial de guardia. Las comunicaciones con los otros barcos se habían pasado a un canal suplementario. Los dos magnetófonos giraban sin ruido. Se aumentó el volumen de la radio; la voz de Thor tronó en la habitación.

—Repito lo que dije a las nueve de esta mañana. El Freya está en poder de unos guerrilleros. Han sido colocados ingenios explosivos que, si estallan, destrozarán el buque. Las cargas explotarían con sólo tocar un botón. Repito: con sólo tocar un botón. Por consiguiente, deben renunciar a todo intento de acercarse al barco, abordarlo o atacarlo en cualquier forma. Si lo hicieran, el botón detonador sería pulsado inmediatamente. El hombre responsable me ha convencido de que están dispuestos a morir antes que ceder.

»Prosigo: el mero hecho de que alguien se aproxime al buque, por mar o por aire, provocará la ejecución de uno de mis marineros o el derramamiento de veinte mil toneladas de crudo, o ambas cosas a la vez, Y ahora, he aquí las exigencias de los guerrilleros:

»Los dos prisioneros de conciencia David Lazareff y Ley Mishkin, que se encuentran actualmente en la cárcel de Tegel, en Berlín Oeste, deben ser puestos en libertad. Tienen que ser transportados desde Berlín Oeste hasta Israel en un reactor civil de Alemania Federal. Previamente a esto, el primer ministro del Estado de Israel debe prometer públicamente que no serán repatriados a la Unión Soviética, ni devueltos a Alemania Occidental, ni encarcelados en Israel.

»La excarcelación debe efectuarse mañana al amanecer. La garantía israelí de seguridad y libertad debe prestarse hoy, a medianoche. Si estas condiciones no son aceptadas, la responsabilidad de lo que ocurra recaerá sobre Alemania Federal y sobre Israel. Esto es todo. No volveremos a establecer contacto hasta que se hayan cumplido estas exigencias.

El radioteléfono dio un chasquido y enmudeció. Reinó el silencio en el edificio de control. Jan Grayling miró a Konrad Voss.

El representante de Alemania Federal se encogió de hombros.

—Tengo que hablar urgentemente con Bonn —dijo.

—Puedo asegurarles que el capitán Larsen sufre una fuerte tensión intervino el psiquiatra.

—Muchas gracias —dijo Grayling—. A mí me ocurre lo mismo. Caballeros, lo que acabamos de oír será del dominio público dentro de una hora. Propongo que volvamos a nuestras oficinas. Yo prepararé una declaración para el noticiario de la una. Señor embajador, temo que la presión empezará ahora a desplazarse hacia Bonn.

—Así es —admitió Voss—. Tengo que estar lo antes posible en la Embajada.

—Entonces, acompáñeme a la Haya —pidió Grayling—. Nos escoltará la Policía y podremos hablar en el coche.

Los ayudantes trajeron las dos grabaciones y el grupo salió para La Haya, a tres cuartos de hora costa arriba. Cuando se hubieron marchado, Dirk van Gelder subió al terrado donde Harry Wennerstrom tenía que haber ofrecido su lunch, con el beneplácito de Gelder, y los invitados habrían contemplado ansiosamente el mar, comiendo bocadillos de salmón y bebiendo champaña, en espera de ver aparecer al leviatán.

Ahora, tal vez no llegaría nunca, pensó Van Gelder, mirando fijamente las azules aguas. También él había sido capitán de la Marina Mercante holandesa, hasta que le prometieron su empleo en la costa, con la promesa de una vida reposada con su mujer y sus hijos. Como marino, pensaba en la tripulación del Freya, presa en la lejanía, esperando impotente, el rescate o la muerte. Pero, como marine, no sería él quien se encargase de las negociaciones. La cosa ya no dependía de él. Otros hombres más sutiles, calculadores, en términos más políticos que humanos, enpuñarían las riendas.

Pensó en el corpulento capitán noruego, al que conocía por fotografía, pero no personalmente, enfrentándose ahora con unos locos armados de pistolas y dinamita, y se preguntó cómo habría reaccionado él en una situación parecida. Más de una vez había dicho que esto podía ocurrir, que los superpetroleros estaban poco protegidos y eran demasiado peligrosos. Pero la voz del dinero había sido más fuerte que la suya; el argumento más poderoso había sido el coste adicional de la instalación de los aparatos necesarios para convertir los petroleros en algo parecido a los Bancos o los polvorines, a los que, en cierto modo, se parecían bastante. Pero no le habían escuchado, ni nunca lo harían. La gente se preocupaba de los aviones, porque podían estrellarse contra las casas; pero no de los petroleros, que estaban fuera de su campo visual. Los políticos no habían insistido, y la Marina Mercante no había hecho nada. Ahora, dado que los superpetroleros eran tan vulnerables como una hucha, un capitán y su tripulación de veintinueve hombres podían morir como ratas en un torbellino de agua y petróleo.

Aplastó el cigarrillo con el tacón, sobre el suelo alquitranado del terrado, y miró de nuevo el horizonte vacío.

—¡Pobres bastardos! —exclamó. ¡Pobres e infelices bastardos! ¡Si al menos ellos escuchasen!