CAPÍTULO XI

De 03.00 a 09.00

El jefe de los siete terroristas enmascarados hizo que sus hombres pusiesen manos a la obra con metódica precisión, revelando que habían ensayado mentalmente la operación durante muchas horas. Dictó una rápida serie de órdenes en una lengua que ni el capitán Larsen, ni sus oficiales ni el joven marinero, podían entender.

Cinco de los enmascarados llevaron a los dos oficiales y al marinero a la parte trasera del puente, lejos del tablero de instrumentos, y los rodearon. El jefe apuntó con su pistola al capitán Larsen y le dijo, en inglés:

—Su camarote, capitán. Por favor.

Los tres hombres bajaron el tramo de escaleras que conducía del puente a la planta «D»; iban en fila india, Larsen en primer lugar, seguido del jefe de los terroristas y con el acompañante de éste, armado con una metralleta, cerrando la marcha. En mitad de la escalera, en el recodo de ésta, Larsen se volvió a mirar a sus dos apresadores, midiendo la distancia y calculando si podría dominarlos a los dos.

—No lo intente —dijo la voz del enmascarado, detrás de él—. Nadie que esté en su sano juicio puede enfrentarse con una metralleta a tres metros de distancia.

Larsen siguió bajando la escalera. En la planta «A» estaban las habitaciones de los oficiales. Como de costumbre, las del capitán estaban en el rincón del extremo de estribor de la gran superestructura. A continuación, girando hacia babor, estaba el pequeño cuarto de los mapas, lleno de archivos que contenían cartas marinas de primera calidad, con las que se podían surcar todos los mares y llegar a todas las bahías y ancladeros del mundo. Eran copias de las cartas originales del Almirantazgo británico, consideradas como las mejores del Globo.

Después estaba la sala de conferencias, espacioso camarote donde el capitán o el propietario del buque podían recibir, si lo deseaban, a buen número de visitantes al mismo tiempo. A continuación estaban los camarotes del propietario, cerrados y vacíos, y a disposición de éste por si quería viajar alguna vez en su barco. En el costado de babor había otra serie de camarotes idénticos a aquéllos, pero situados a la inversa. Allí residía el primer maquinista.

A popa de los camarotes del capitán estaba la pequeña suite del primer oficial, y a popa de las dependencias del primer maquinista se hallaban las del jefe de servicios. Todo aquel complejo formaba un cuadrado cuyo centro hueco estaba ocupado por la escalera, que giraba una y otra vez y descendía hasta la planta «A», tres pisos más abajo.

Thor Larsen condujo a sus aprehensores a sus habitaciones y entró en el camarote de día. El jefe terrorista le siguió y revisó rápidamente las otras habitaciones, el dormitorio y el cuarto de baño. Allí no había nadie más.

—Siéntese, capitán —ordenó, con voz ligeramente apagada por la máscara—. Permanecerá usted aquí hasta que yo regrese. Por favor, no se mueva. Coloque las manos sobre la mesa y manténgalas así, con las palmas hacia abajo.

Dictó otra serie de órdenes en lengua extranjera, y el de la metralleta se retiró al fondo del camarote, de cara a Thor Larsen, a seis metros de él y apuntando al cuello enrollado de su suéter blanco. El jefe comprobó que todas las cortinas estuviesen bien corridas y, después, salió y cerró la puerta. Los otros dos moradores de la planta dormían en sus respectivos camarotes y no oyeron nada. A los pocos minutos, el jefe volvía a estar en el puente.

—Usted —ordenó, apuntando con su pistola al joven marinero—. Venga conmigo.

El muchacho dirigió una mirada suplicante al primer oficial, Stig Lundquist.

—Si le hace el menor daño a ese chico, yo mismo le ahorcaré y lo pondré a secar sobre cubierta —amenazó Tom Keller, con su acento americano.

Dos metralletas se movieron ligeramente en las manos de los hombres que le rodeaban.

—Su caballerosidad es admirable, pero su sentido práctico es deplorable —dijo la voz del jefe, detrás de la máscara—. Nadie sufrirá ningún daño, a menos que haga alguna tontería. Pero si la hace, correrá mucha sangre y todos emprenderán su último viaje.

Lundquist hizo una seña con la cabeza al marinero.

—Vaya con él —dijo— y haga lo que le diga.

El marinero empezó a bajar la escalera, escoltado por el terrorista. Este le detuvo al llegar a la planta «D».

—Aparte el capitán, ¿quiénes ocupan esta planta? —le preguntó.

—El primer maquinista, allá abajo —respondió el marinero—. Y el primer oficial, pero ahora está en el puente. Y el jefe de servicio, allí.

No se oía nada detrás de las puertas cerradas.

—¿Dónde se guarda la pintura? —preguntó el terrorista.

Sin decir palabra, el marinero se volvió y siguió bajando la escalera. Cruzaron las plantas «C» y «B». En un momento dado, oyeron un murmullo de voces detrás de la puerta del comedor de los marineros, donde cuatro hombres que, sin duda, no podían dormir, estaban, por lo visto, jugando a las cartas y tomando café.

En la planta «A» llegaron al nivel de la base de la superestructura. El marinero abrió una puerta exterior y salió a cubierta. El terrorista le siguió. El frío aire nocturno, después del calor interior, les hizo estremecerse. Estaban a popa de la superestructura. A un lado de la puerta por la que habían salido, la enorme chimenea se elevaba treinta metros apuntando a las estrellas.

El marinero avanzó hacia la popa, donde se levantaba una pequeña estructura de acero. Tenía un metro ochenta de lado, y aproximadamente la misma altura. En uno de los lados había una puerta de acero, cerrada con dos grandes clavos de rosca, con tuercas de palomilla en el exterior.

—Ahí abajo —señaló el marinero.

—Bajemos —ordenó el terrorista.

El muchacho hizo girar las tuercas y sacó los clavos. Después asió el tirador de la puerta y la abrió. Había luz en el interior, y se veía una pequeña plataforma y una escalera de acero que se hundía en las entrañas del Freya. A un movimiento de la pistola, el marinero entró en la caseta y empezó a bajar, seguido del terrorista.

Después de bajar más de veinte metros, dejando atrás varias galerías cerradas con puertas de acero, llegaron al fondo, muy por debajo de la línea de flotación y sólo separados de la quilla por el suelo plano que pisaban. Se hallaron en un recinto en el que había cuatro puertas. El terrorista señaló con la cabeza la que tenía delante.

—¿Adónde conduce ésa?

—A las transmisiones del timón.

—Echemos un vistazo.

Cuando se abrió la puerta, se hallaron ante un gran recinto abovedado, todo de metal y pintado de verde pálido. Estaba bien iluminado. La mayor parte del espacio central estaba ocupada por una montaña de máquinas encajadas que, al recibir las órdenes de las computadoras del puente, movían el timón. Las paredes de la cavidad seguían la curvatura de la parte inferior del casco del buque. Detrás de la cámara, más allá de la pared de acero del fondo, el gran timón del Freya debía de pender inerte en las negras aguas del mar del Norte.

El terrorista ordenó al marinero que cerrase de nuevo la puerta.

A babor y estribor de la cámara de transmisiones del timón estaban, respectivamente, el depósito de productos químicos y el depósito de pintura. El terrorista descartó el primero; no iba a dejar que sus prisioneros se entretuviesen jugando con ácidos. El cuarto de la pintura era más conveniente. Era muy espacioso, aireado, bien ventilado, y su pared exterior estaba formada por el casco del buque.

—¿Adónde da la cuarta puerta? —preguntó el terrorista. La cuarta puerta era la única que no tenía tirador.

—Conduce a la parte de atrás de la sala de máquinas —respondió el marinero—. Está cerrada por el otro lado.

El terrorista empujó la puerta de acero. Era muy sólida. El hombre pareció satisfecho.

—¿Cuántos hombres hay en el barco? —preguntó—. O mujeres. Y nada de trucos. Si hay uno más de los que tú me digas, los mataremos a todos.

El muchacho se humedeció los resecos labios.

—No hay mujeres —contestó—. Tal vez las haya en el próximo viaje, pero no en el inaugural. Hay treinta hombres, incluido el capitán Larsen.

Enterado de lo que quería saber, el terrorista empujó al asustado joven dentro del cuarto de la pintura, cerró la puerta e hizo girar la tuerca de uno de los dos tornillos de cierre. Después volvió a la escalera. Al salir a la cubierta de popa, en vez de subir por la escalera interior, prefirió hacerlo por las exteriores que llevaban al puente.

Hizo una seña con la cabeza a sus cinco compañeros, que seguían apuntando con sus armas a los dos oficiales, y prorrumpió en una nueva retahíla de órdenes. Minutos después, los dos oficiales, así como el primer maquinista y el jefe de servicios, que habían sido levantados de sus camas en la planta «D», debajo del puente, fueron llevados al cuarto de la pintura. La mayoría de los tripulantes dormían en la planta «B», donde se hallaban los camarotes en general, mucho más pequeños que las habitaciones de los oficiales en las cubiertas «C» y «D».

Hubo protestas, exclamaciones y palabras soeces, cuando les sacaron de allí y les llevaron abajo. Pero, en cada caso, el jefe de los terroristas, que era el único que hablaba, les dijo en inglés que su capitán estaba recluido en su propio camarote y moriría si oponían la menor resistencia. Los oficiales y los marineros obedecieron sus órdenes.

Cuando estuvieron todos en el cuarto de la pintura, se hizo el recuento de la tripulación: veintinueve. El primer cocinero y dos de los cuatro camareros fueron autorizados a volver a la cocina, en la cubierta «A», y traer bollos y panecillos, así como botellas de limonada y latas de cerveza. Además, se instalaron dos cubos a modo de retretes.

—Pónganse cómodos —dijo el jefe de los terroristas a los veintinueve hombres, que le miraban furiosos—. No estarán mucho tiempo aquí. Treinta horas como máximo. Una última cuestión: su capitán necesita al bombero. ¿Quién es?

Un sueco llamado Martinsson dio un paso al frente.

—Yo soy el bombero —dijo.

—Venga conmigo.

Eran las cuatro y media.

La cubierta «A», planta baja de la superestructura, estaba enteramente dedicada a dependencias de los servicios de aquel gigante de los mares. Allí estaban la gran cocina, la cámara frigorífica, otra cámara a temperatura menos baja, varias despensas, la bodega de los licores, el ropero, la lavandería automática, el cuarto de control de la carga, incluido el control de gas inerte, y el cuarto del servicio contra incendios, llamado también cuarto de espuma.

Encima de ella estaba la cubierta «B», con todas las dependencias de los no oficiales, cine, biblioteca, cuatro salones de recreo y tres bares.

La cubierta «C» contenía los camarotes de los oficiales, aparte los cuatro de la planta superior, y, además, el comedor, el salón de fumar de los oficiales y el club de la tripulación, con galería, piscina, sauna y gimnasio.

El cuarto de control de la carga, en la cubierta «A», era lo que interesaba al terrorista el cual ordenó al bombero que le condujese allí. La habitación no tenía ventanas, disponía de calefacción central y aire acondicionado, no había ruidos en ella y estaba bien iluminada. Desde detrás de su máscara, los ojos del jefe terrorista inspeccionaron los aparatos y se fijaron en la mampara del fondo. Allí, detrás de la consola de control, ante la que se sentaba ahora el bombero, ocupaba la pared un tablero de casi tres metros de ancho por más de uno de largo. En él se veía, en forma de plano, la distribución de los depósitos de crudo donde se transportaba la carga del Freya.

—Si trata de engañarme —advirtió al bombero—, puede costarle la vida a uno de mis hombres; pero lo descubriré. Y en este caso, amigo mío, no le mataré a usted, sino al capitán Larsen. Ahora, dígame cuáles son los depósitos de lastre y cuáles los de la carga.

Martinsson no iba a discutir, hallándose en juego la vida de su capitán. Tenía unos veintiocho años, y Thor Larsen le aventajaba en una generación. Había navegado dos veces con Larsen antes de ahora, incluido su primer viaje como bombero, y, como todos los otros tripulantes, sentía gran respeto y aprecio por el corpulento noruego, que tenía fama de tratar bien a sus tripulantes y de ser el mejor marino de la flota del «Nordia». Señaló el diagrama que tenía delante.

Los sesenta depósitos estaban dispuestos en series de a tres a lo largo del Freya; en veinte filas.

—Ahí delante —señaló Martinsson— los tanques de babor y de estribor están llenos de crudo. El del centro es el depósito de desperdicios, ahora vacío como una boya, porque hacemos nuestro primer viaje y todavía no hemos descargado nada. Por eso no hemos tenido que limpiar los depósitos de carga y verter en él las impurezas. En la segunda fila, los tres depósitos son de lastre; estuvieron llenos de agua de mar desde el Japón hasta el Golfo, y ahora están llenos de aire.

—Abra las válvulas entre los tres depósitos de lastre y el de desperdicios —ordenó el terrorista. Martinsson vaciló—. Vamos, obedezca.

Martinsson apretó tres botones cuadrados de plástico de la consola que tenía delante. Detrás de ésta se oyó un grave zumbido.

A cuatrocientos metros delante de ellos, muy por debajo de la cubierta de acero, se abrieron grandes válvulas del tamaño de puertas de garaje, formando una sola unidad con los cuatro depósitos, capaz, cada uno de ellos, de contener 20 000 toneladas de líquido. Si ahora entraba no solamente aire, sino cualquier líquido, en uno de los tanques, pasaría libremente a los otros tres.

—¿Dónde están los otros depósitos de lastre? —preguntó el terrorista.

Martinsson señaló con el índice hacia la mitad del buque.

—Allí, en la mitad del barco. Están uno al lado del otro, en una fila de a tres —respondió.

—Dejémoslos en paz —dijo el terrorista—. ¿Dónde están los otros?

—En total hay nueve depósitos de lastre —contestó Martinsson—. Los tres últimos están allí, también en fila como de costumbre, cerca de la superestructura.

—Abra las válvulas, de manera que se comuniquen unos con otros.

Martinsson cumplió la orden.

—Muy bien —dijo el terrorista—. Y ahora, ¿pueden comunicarse los depósitos de lastre con los de la carga?

—No —respondió Martinsson—, no es posible. Los depósitos de lastre sólo son para eso, es decir, para agua de mar o para aire, pero nunca para petróleo. Los tanques de carga son todo lo contrario. Los dos sistemas no se comunican.

—Bien —dijo el enmascarado—, no podemos cambiarlo. Pero haremos otra cosa. Abra todas las válvulas entre todos los depósitos de carga, lateral y longitudinalmente, de manera que los cincuenta se comuniquen entre sí.

El hombre sólo necesitó quince segundos para pulsar los necesarios botones de control. Y allá abajo, en la grasienta oscuridad de los depósitos de crudo, se abrieron docenas de válvulas gigantescas, formando una sola y enorme cuba que contenía un millón de toneladas de petróleo. Martinsson contempló su obra con espanto.

—Si el barco se hundiese y se rompiese un solo depósito, todo el millón de toneladas se derramaría en el mar —murmuró.

—Otra cosa —prosiguió el terrorista—. ¿Qué pasaría si abriésemos las cincuenta escotillas de inspección de los depósitos de carga?

Martinsson sintió la tentación, la fuerte tentación, de dejar que lo Intentasen. Entonces pensó en el capitán Larsen, sentado allí arriba, delante de una metralleta que le estaba apuntando. Tragó saliva.

—Morirían —contestó—, a menos que tuviesen un aparato para respirar.

Explicó al enmascarado que, cuando se llenan los depósitos de un petrolero, el crudo no llega nunca hasta el techo de la cuba. En el hueco que queda entre la oleosa superficie del petróleo, y el techo del depósito se forman gases, expelidos por aquél. Son gases volátiles, sumamente explosivos. Si no fuesen extraídos, convertirían al buque en una bomba.

Años antes, los depósitos se purgaban por medio de tuberías provistas de válvulas a presión, de modo que los gases escapaban sobre la cubierta y, dada su ligereza, ascendían directamente y se diluían en la atmósfera. Recientemente se había inventado un sistema mucho más seguro; los gases inertes del tubo de escape del motor principal eran llevados a los depósitos para expeler el oxígeno y cubrir la superficie del petróleo crudo; estos gases inertes se componían, principalmente, de monóxido de carbono.

Al crear una atmósfera completamente desprovista de oxígeno, se evitaba todo riesgo de fuego o de chispas, que no pueden producirse sin aquél. Pero cada depósito tenía una escotilla circular de inspección, de un metro de diámetro, en la cubierta principal; si una de ellas era abierta por un visitante imprudente, éste se vería inmediatamente envuelto en una capa de gas inerte hasta más arriba de su cabeza. Moriría asfixiado, en una atmósfera carente de oxígeno.

—Gracias —dijo el terrorista—. ¿Quién cuida del aparato de respiración?

—El primer oficial —respondió Martinsson—. Pero todos sabemos manejarlo.

Dos minutos más tarde volvía a estar en el depósito de la pintura, con el resto de la tripulación. Eran las cinco de la mañana.

Mientras el jefe de los enmascarados estaba en el cuarto de control del cargamento con Martinsson, y otro custodiaba a Larsen en su propio camarote, los cinco restantes habían descargado la lancha. Las diez maletas de explosivos estaban sobre la cubierta, junto a la escalera, esperando las instrucciones del jefe sobre su colocación. Este dio las órdenes con precisión tajante. En la cubierta de proa se abrieron las escotillas de inspección de los depósitos de lastre de babor y de estribor, descubriendo una escalerilla de acero que bajaba hasta veinticinco metros, en una rancia atmósfera.

Azamat Krim se quitó la máscara, se la metió en el bolsillo, empuñó la linterna y bajó el primero. Dos maletas bajaron detrás de él, sostenidas por largas cuerdas. Trabajando en el fondo del depósito, a la luz de la linterna, colocó una de las maletas junto a la pared del casco del Freya y la sujetó a una de las cuadernas verticales. Abrió la otra maleta y extrajo su contenido en dos mitades. Una de ellas fue colocada junto a la mampara delantera, detrás de la cual había 20 000 toneladas de petróleo; la otra mitad fue colocada contra la mampara de atrás, detrás del cual había otras 20 000 toneladas de crudo. Alrededor de las cargas puso sacos de arena, también traídos de la lancha, a fin de concentrar la explosión. Cuando estuvo seguro de que los detonadores estaban en su sitio y conectados con el disparador, subió de nuevo a la cubierta, bajo la luz de las estrellas.

La misma operación se repitió al otro lado del Freya y también en los depósitos de lastre de babor y de estribor, cerca de la superestructura. El hombre había empleado ocho maletas en cuatro depósitos de lastre. Colocó la novena en el depósito central de lastre, en mitad del barco, más que para abrir un agujero, para ayudar a romper la espina dorsal del buque.

La décima fue bajada al cuarto de máquinas. Se colocó y cebó en la curva del casco del Freya, pegada a la mampara correspondiente al depósito de la pintura. Su potencia era suficiente para abrir las dos cosas simultáneamente. Si estallaba, los hombres que estaban en el depósito de la pintura, detrás de una plancha de acero de media pulgada, y que sobreviviesen a la explosión, se ahogarían cuando entrase el agua del mar, bajo la enorme presión existente a veinticinco metros debajo de la superficie. Cuando el hombre fue a informar a Andrew Drake, eran las seis y cuarto y empezaba a amanecer sobre las silenciosas cubiertas del Freya.

—Las cargas están colocadas y preparadas, Andriy —comunicó—. Quiera Dios que no tengamos que hacerlas explotar.

—No hará falta —dijo Drake—. Pero tengo que convencer al capitán Larsen. Sólo si él lo ve y lo cree, podrá convencer, a su vez, a las autoridades. Entonces, éstas tendrán que aceptar nuestras condiciones. No tendrán alternativa.

Dos tripulantes fueron sacados del depósito de la pintura; se les ordenó ponerse ropas protectoras y máscaras y botellas de oxígeno, y fueron conducidos desde el castillo de proa hasta los tanques y obligados a abrir las escotillas de inspección de los depósitos de crudo. Cuando lo hubieron hecho, fueron devueltos al cuarto de la pintura. Se cerró la puerta y se fijaron los tornillos por la parte exterior; no volvería a abrirse hasta que los dos presos estuviesen sanos y salvos en Israel.

A las seis y media, Andrew Drake, todavía enmascarado, volvió al camarote del capitán. Se sentó, fatigosamente, de cara a Thor Larsen, y le contó todo lo que habían hecho. El noruego le contemplaba impasible, bajo la amenaza de la metralleta que seguía apuntándole desde un rincón del camarote.

Cuando hubo terminado, Drake sacó un negro instrumento de plástico y lo mostró a Larsen. No era mayor que dos paquetes de cigarrillos largos. Tenía un solo botón rojo en la parte delantera, y una antena de acero de diez centímetros sobresalía de la punta.

—¿Sabe lo que es esto, capitán? —preguntó el enmascarado Drake.

Larsen se encogió de hombros. Sabía lo bastante sobre radio para reconocer un pequeño transmisor transistorizado.

—Es un oscilador —explicó Drake—. Si se aprieta este botón rojo, emite una sola nota VHF, que crece gradualmente de tono y de frecuencia y escapa a la percepción del oído humano. Pero, sujeto a cada una de las cargas explosivas que hemos colocado en el barco, hay un receptor que puede captar y captará el sonido. Al elevarse la frecuencia, ésta será registrada por un disco graduado de los receptores, cuya aguja empezará a moverse hasta llegar al tope. Cuando esto ocurra, saltarán los fusibles de los aparatos y se cortará la corriente. Este corte de corriente en cada receptor transmitirá un mensaje a los detonadores, y éstos funcionarán. ¿Sabe lo que significaría eso?

Thor Larsen contempló aquel rostro enmascarado al otro lado de la mesa. Su barco, su amada Freya, había sido secuestrado, y él nada podía hacer por remediarlo. Sus tripulantes estaban encerrados en un ataúd de acero, separados por una mampara de acero de una carga depositada a pocos centímetros y que, si estallaba, los aplastaría a todos y los cubriría en pocos segundos de helada agua del mar.

Los ojos de su mente evocaron un cuadro infernal. Si explotaban las cargas, se abrirían grandes agujeros en los lados de babor y de estribor de cuatro depósitos de lastre. Masas enormes de agua penetrarían por ellos, llenando en pocos minutos las cubas del exterior y del centro. Como es más pesada que el petróleo crudo el agua de mar ejercería mayor presión; a través de los otros agujeros de las cubas, pasaría a los depósitos contiguos de carga, empujando el crudo hacia arriba y escupiéndolo por las escotillas de inspección, de modo que otras seis cubas se llenarían de agua. Esto ocurriría en la parte delantera de la carga, precisamente bajo los pies del capitán. En pocos minutos, la sala de máquinas se llenaría de decenas de miles de toneladas de agua verde. La popa y la proa descenderían al menos tres metros, pero el sector flotante de en medio permanecería elevado, al quedar intactos sus depósitos de lastre. Y Freya, la más hermosa de las diosas nórdicas, arquearía la espalda, en un espasmo de dolor, y se partiría por la mitad. Los dos trozos se hundirían a plomo ocho metros, sin oscilar siquiera, y descansarían sobre el fondo del mar, con las cincuenta escotillas de las cubas abiertas hacia arriba. Un millón de toneladas de crudo subirían a la superficie del mar del Norte.

La poderosa diosa tardaría tal vez una hora en hundirse por completo, pero el proceso sería irreversible. Como las aguas eran poco profundas, una parte del puente podría sobresalir de las ondas, pero el barco no podría ponerse nunca a flote. Quizá pasarían tres días antes de que las últimas gotas de crudo llegasen a la superficie; pero ningún submarinista podría trabajar entre cincuenta columnas de petróleo ascendente. Nadie podría cerrar las escotillas. El escape del petróleo, como la destrucción del barco, sería irreversible.

Larsen contempló el rostro enmascarado, pero no respondió. Sentía una ira profunda, lacerante, que crecía en su interior a cada minuto que pasaba; pero no la manifestaba.

—¿Qué es lo que quiere? —gruñó.

El terrorista miró el reloj de la pared. Marcaba las siete menos cuarto.

—Vayamos al cuarto de la radio —ordenó—. Hablaremos con Rotterdam. Mejor dicho, usted hablará con Rotterdam.

Veintiséis millas al Este, el sol naciente había hecho palidecer las grandes llamas amarillas que surgen día y noche de las refinerías de petróleo de Europort. Durante toda la noche, los que estaban en el puente del Freya habían podido ver aquellas llamas recortándose en el oscuro cielo sobre «Chevron», «Shell», «BP», y, más allá, el frío reflejo azul de la iluminación de las calles de Rotterdam. Las refinerías y la laberíntica complejidad de Europort, la mayor terminal de petróleo del mundo, se encuentran en la orilla sur del estuario del Mosa. En la costa norte está el Anzuelo de Holanda, con su terminal del transbordador y el edificio del Control del Mosa, agazapado debajo de sus antenas giratorias de radar.

Aquí, a las seis cuarenta y cinco de la mañana del primero de abril, el oficial de guardia, Bernhard Dijkstra, bostezó y se estiró. Dentro de quince minutos se marcharía a su casa para un bien ganado desayuno. Más tarde, después de dormir un poco, aprovecharía el tiempo libre para volver de su casa de Gravenzande y ver cómo cruzaba el estuario el nuevo superpetrolero gigante. Sería algo memorable. Como respondiendo a sus pensamientos, el altavoz que tenía delante despertó.

—Control del Mosa, Control del Mosa. Habla el Freya.

El superpetrolero llamaba por el Canal Veinte, que era el que solían emplear los petroleros desde el mar para comunicar por radioteléfono con el Control del Mosa. Dijkstra se inclinó hacia delante y pulsó un interruptor.

—Freya, aquí Control del Mosa. Hablen.

—Control del Mosa, aquí el Freya. Habla el capitán Thor Larsen. ¿Dónde está la lancha que trae los marineros para el amarre?

Dijkstra consulto unas notas a la izquierda de su consola.

—Freya, aquí Control del Mosa. Salieron del Anzuelo hace más de una hora. Estarán con ustedes dentro de veinte minutos. Lo que siguió hizo que Dijkstra se incorporase de un salto en su silla.

—Freya a Control del Mosa… Llame inmediatamente a la lancha y dígales que regresen a puerto. No podemos recibirles a bordo. Díganles a los prácticos del Mosa que no salgan; repito, que no salgan. No podrían subir a bordo. Tenemos una emergencia; repito, tenemos una emergencia.

Dijkstra tapó el micro con la mano y le gritó a su compañero de guardia que conectase el magnetófono. Cuando empezó a girar la cinta para grabar la conversación, Dijkstra quitó la mano del micrófono y dijo, deletreando bien sus palabras:

—Freya, aquí Control del Mosa. He entendido que no quiere que salgan los prácticos. Por favor, confírmelo.

—Control del Mosa, aquí el Freya. Confirmado. Confirmado.

—Por favor, dé detalles de su emergencia.

Hubo una pausa de diez segundos, como si el capitán consultase con alguien sobre el puente del Freya anclado en alta mar. Después, la voz de Larsen tronó de nuevo en la sala de control:

—Control del Mosa, aquí el Freya. No puedo explicar la naturaleza de la emergencia. Pero si alguien intenta acercarse al Freya, morirá gente. Por favor, manténganse alejados. No traten de comunicar de nuevo con el Freya por radio o por teléfono. El Freya volverá a llamarles a las cero nueve cero cero horas en punto. Cuide de que el presidente de la Junta del Puerto de Rotterdam se encuentre en la sala de control. Eso es todo.

Calló la voz y se oyó un fuerte chasquido. Dijkstra trató dos o tres veces de restablecer la comunicación. Después, se volvió hacia su colega.

—¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó.

El oficial Schipper se encogió de hombros.

—No me ha gustado nada lo que he oído —dijo—. Parecía como si el capitán Larsen estuviese en peligro.

—Declaró que podía morir alguien —dijo Dijkstir—. Pero ¿cómo? ¿Habrá estallado un motín? ¿Se haba vuelto alguien loco a bordo?

—Será mejor que hagamos lo que ha dicho, mientras se pone en claro la cosa —sugirió Schipper.

—Sí —admitió Dijkstra—. Busca tú al presidente, yo llamaré a la lancha y a los dos prácticos en Schipol.

La lancha que llevaba a los marineros avanzaba a una velocidad regular de diez nudos sobre el mar en calma en dirección al Freya, del que le separaban tres millas. Se anunciaba una hermosa mañana de primavera, muy templada para aquella época del año. Aunque había tres millas de distancia, la mole del gigantesco superpetrolero se veía ya perfectamente, y los holandeses que habían de ayudar en la maniobra de amarre, pero que nunca habían visto aquel buque, estiraban el cuello a medida que se iban acercando a él.

Nadie sospechó nada cuando sonó la radio colocada al lado del timonel y que servía para comunicar con tierra. El hombre descolgó el auricular y lo aplicó a su oído. Frunciendo el ceño, puso el motor en punto muerto y pidió que repitiesen el mensaje. Cuando lo hubieron hecho, dio un brusco giro a estribor, obligando a la lancha a describir una semicircunferencia.

—Volvemos atrás —anunció a los hombres, que le miraban intrigados—. Algo anda mal. El capitán Larsen no puede recibirnos todavía.

Detrás de ellos, mientras volvían al puerto, el Freya se empequeñeció en el horizonte.

En el aeropuerto de Schipol, al sur de Amsterdam, los dos prácticos del estuario se dirigían al helicóptero de la Junta del Puerto, que había de llevarles a la cubierta del petrolero. Era el procedimiento acostumbrado, siempre iban por el aire hasta los buques que esperaban.

El primer práctico, curtido veterano con veinte años en el mar, título de capitán y quince años de práctico en el Mosa, llevaba su «caja parda», instrumento que le permitiría guiar el barco sin errar un metro, si creía necesaria tanta exactitud. Con el Freya a sólo seis metros de los bajíos, y teniendo el Canal Interior una anchura de apenas quince metros más que el propio Freya, pensaba que esta mañana lo necesitaría.

Mientras pasaban agachados por debajo de las aspas giratorias, el piloto se asomó y les hizo señas con un dedo.

—Parece que algo anda mal —gritó, para hacerse oír sobre el rugido del motor—. Tenemos que esperar. Voy a pararlo. Al pararse el motor, se inmovilizaron las aspas.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó el segundo práctico. El piloto del helicóptero se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió—. Acaban de llamarme desde Control del Mosa. El barco no puede recibirles todavía.

En su hermosa casa de campo de las afueras de Vlaardingen, Dirk van Gelder, presidente de la Junta del Puerto, estaba desayunando poco antes de las ocho cuando sonó el teléfono. Su esposa se puso al aparato.

—¡Es para ti! —gritó, y volvió a la cocina, donde estaba preparando el café.

Van Gelder se levantó de la mesa, dejó el periódico sobre la silla y, calzado con zapatillas de lana, se dirigió al vestíbulo.

—Van Gelder al aparato —dijo. Mientras escuchaba, se puso rígido y frunció el ceño.

—¿Qué quiso decir con eso de que alguien moriría? —preguntó.

Otro chorro de palabras llegó hasta su oído.

—Bien —dijo Van Gelder—. No se muevan de ahí. Me reuniré con ustedes dentro de quince minutos.

Colgó el teléfono de golpe, tiró las zapatillas y se puso los zapatos y la chaqueta. Dos minutos después estaba en la puerta de su garaje. Mientras subía a su «Mercedes» y salía en marcha atrás hacia el enarenado paseo, procuró combatir unos pensamientos que se fraguaban en su mente como una terrible pesadilla.

—¡Dios mío, que no sea un secuestro! ¡Por piedad, no un secuestro!

Después de soltar el radioteléfono VHF en el puente del Freya, el capitán Thor Larsen había sido conducido a punta de pistola a dar una vuelta por su barco, y le habían mostrado a la luz de una linterna, los grandes paquetes sujetos en el interior de los depósitos de lastre de proa, muy por debajo de la línea de flotación.

Al volver atrás sobre cubierta había visto la lancha de los marineros que daba la vuelta, a tres millas de distancia, y emprendía el camino de regreso a tierra. Mar adentro, había pasado un pequeño carguero, rumbo al Sur, y había saludado al gigante anclado con un alegre toque de sirena. El saludo no fue correspondido.

Había visto la carga solitaria en el depósito central de lastre que había en medio del barco, así como las demás cargas en los otros depósitos de lastre cercanos a la superestructura. No necesitó ver el armario de la pintura. Sabía dónde se hallaba y podía imaginar lo cerca que estaban colocadas las cargas.

A las ocho y media, mientras Dirk van Gelder recorría el edificio de Control del Mosa, a fin de escuchar la grabación magnetofónica, Thor Larsen fue escoltado de regreso a su camarote. Había advertido que uno de los terroristas, con el rostro tapado para protegerse del frío viento, estaba inclinado en la contrarroda del castillo de proa del Freya, observando el mar que se extendía frente a la embarcación. Otro de ellos estaba en la parte superior de la chimenea, dominando todo el panorama circundante desde una altura de treinta metros. Un tercero estaba en el puente, vigilando las pantallas de radar, capaces, gracias a la tecnología del Freya, de controlar cuarenta y ocho millas de océano a su alrededor, así como, ilimitadamente, las profundidades.

De los cuatro restantes, dos, el jefe y otro, estaban con él. El que quedaba debía de estar en alguna parte bajo cubierta.

El jefe terrorista lo forzó a sentarse a la mesa de su camarote. El hombre tocó el oscilador que tenía sujeto a su cinturón.

—Capitán, por favor, no me obligue a apretar este botón rojo. Y no vaya a creer que no pienso hacerlo si alguien intenta hacerse el héroe en este barco o si mis demandas no son atendidas. Ahora, por favor, lea esto.

Entregó al capitán Larsen tres hojas grandes de papel mecanografiado en inglés. Larsen las leyó rápidamente.

—A las nueve leerá usted por radio este mensaje, dirigido al presidente de la Junta del Puerto de Rotterdam. Esto, y nada más. Sin intercalar nada en holandés o noruego. Sin aclaraciones. Sólo el mensaje. ¿Comprendido?

Larsen asintió, de mal talante. Se abrió la puerta y entró un terrorista enmascarado. Por lo visto, venía de la cocina. Traía una bandeja con huevos fritos, mantequilla, jamón y café. La dejó sobre la mesa.

—El desayuno —dijo el jefe de los terroristas. Señaló la bandeja a Larsen—. Nada perderá con comer un poco.

Larsen movió la cabeza, pero tomó el café. Había estado en vela toda la noche, y la mañana anterior se había levantado a las siete. Veintiséis horas despierto, y le esperaban otras tantas. Necesitaba estar alerta y pensó que el café le ayudaría. Calculó que el terrorista que tenía delante había permanecido despierto tanto tiempo como él.

El terrorista hizo un ademán al otro pistolero para que se largase. Al cerrarse la puerta, se quedó a solas con el capitán, pero la ancha mesa colocada entre los dos ponía al terrorista fuera del alcance de Larsen. Además, el hombre tenía la pistola a pocos centímetros de su mano derecha, y el oscilador, sujeto a su cintura.

—Creo que no tendremos que abusar de su hospitalidad más de treinta horas o, tal vez, de cuarenta —dijo el enmascarado—. Pero si tengo que llevar esta máscara durante todo este tiempo, temo que voy a ahogarme. Usted no me ha visto nunca antes de ahora y nunca volverá a verme.

Con la mano izquierda se arrancó la negra máscara de la cabeza. Larsen contempló a un hombre de poco más de treinta años, de ojos castaños y cabellos de un castaño claro. Se sintió intrigado. Aquel hombre hablaba como un inglés y se comportaba como un inglés. Pero los ingleses no se dedicaban a secuestrar petroleros. ¿Tal vez irlandés? ¿Del IRA? Pero había dicho que tenía amigos presos en Alemania. ¿Sería árabe? Había terroristas del FLP presos en Alemania. Y, cuando hablaba con sus compañeros, lo hacía en una lengua para él desconocida. No parecía árabe, pero había muchos dialectos arábigos, y Larsen sólo había oído hablar a los árabes del Golfo. Tal vez irlandés, volvió a pensar.

—¿Cómo tengo que llamarle? —preguntó al hombre a quien nunca conocería como Andriy Drach o Andrew Drake. El hombre pensó un momento, mientras comía.

—Puede llamarme Svoboda —respondió al fin—. Es un apellido bastante corriente entre los míos. Pero también significa una cosa. Significa libertad.

—No es una palabra árabe —comentó Larsen.

El hombre sonrió por primera vez.

—Claro que no. No somos árabes. Somos ucranianos, luchamos por la libertad y estamos orgullosos de ello.

—¿Y creen que las autoridades pondrán en libertad a sus amigos encarcelados? —preguntó Larsen.

—Tendrán que hacerlo —dijo confiadamente Drake—. No tienen alternativa. Vamos, son casi las nueve.