CAPÍTULO X

—Es lo máximo que podemos conseguir, señor presidente —dijo el secretario de Estado, David Lawrence—. Personalmente, creo que Campbell ha hecho un buen trabajo en Castletown.

Reunidos ante la mesa del presidente, en el Salón Oval, estaban los secretarios de Estado, de Defensa y del Tesoro, además de Stanley Poklevski y Robert Benson, de la CIA. Al otro lado de los ventanales, el jardín era azotado por un viento frío. La nieve se había fundido, pero el primero de marzo había amanecido crudo y desagradable.

El presidente Matthews apoyó la mano sobre el grueso legajo que tenía delante y que era el proyecto de acuerdo elaborado en las conversaciones de Castletown.

—Mucho de esto es demasiado técnico para mí —confesó—, pero el informe del departamento de Defensa me ha impresionado. Así es como yo lo veo: si rechazamos esto, después de aceptarlo el Politburó soviético, no se reanudarán las negociaciones. En todo caso, el asunto de las entregas de cereales se convertirá en una cuestión académica en Rusia, dentro de tres meses. Entonces se estarán muriendo de hambre y Rudin caerá. Y Yefrem Vishnayev tendrá su guerra. ¿Estoy en lo cierto?

—La conclusión parece inevitable —asintió David Lawrence.

—¿Y qué hay del otro aspecto del asunto, de las concesiones que hacemos nosotros? —preguntó el presidente.

—El protocolo comercial secreto, en documento aparte —respondió el secretario del Tesoro—, nos obliga a vender cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales diversos a precio de coste, y tecnología petrolera, de computadoras y de industrias de consumo, por valor de casi tres mil millones de dólares; tecnología que está fuertemente subsidiada. El coste total para los Estados Unidos se acercará a los tres mil millones de dólares. Por otra parte, las fuertes reducciones de armamentos nos permitirán compensar esto con los menores gastos para la defensa.

—Si los soviets cumplen sus compromisos —se apresuró a decir el secretario de Defensa.

—Pero si lo hacen, y hemos de creer que lo harán —replicó Lawrence—, no estarán en condiciones de lanzarse a una guerra convencional o nuclear táctica en Europa, al menos en cinco años, según calculan los propios expertos de usted.

El presidente Matthews sabía que su candidatura no figuraría en las elecciones presidenciales del mes de noviembre siguiente. Pero si podía abandonar el cargo en enero dejando asegurada la paz por un lustro, con la interrupción de la terrible carrera de armamentos de los años setenta, ocuparía un lugar entre los grandes presidentes de los Estados Unidos. Y esto era lo que más deseaba en esta primavera de 1983.

—Caballeros —dijo—, tenemos que aprobar este tratado en sus propios términos. David, informe a Moscú de que también nosotros aceptamos las cláusulas y proponemos que los negociadores vuelvan a reunirse en Castletown a fin de redactar el tratado oficial para su firma. Mientras tanto, permitiremos que los cereales sean cargados en los barcos, para que éstos puedan zarpar el mismo día de la firma. Eso es todo.

El 3 de marzo, Azamat Krim y su colaborador americanoucraniano cerraron el trato para la compra de una sólida y poderosa lancha. Era la clase de embarcación predilecta de los entusiastas pescadores de las costas inglesa y continental del mar del Norte: casco de acero, doce metros de eslora, resistente y de segunda mano. Estaba matriculada en Bélgica y la habían encontrado cerca de Ostende.

En la parte delantera tenía un camarote cuyo techo cubría el tercio anterior de la longitud de la lancha. Desde él se bajaba por una escalerilla al angosto lugar de descanso, donde había cuatro iteras, un diminuto lavabo y una cocinita de gas. Detrás de esto, la embarcación quedaba abierta a los elementos, y, debajo de la cubierta, funcionaba un poderoso motor capaz de llevarla a los caladeros del mar del Norte, en viaje de ida y vuelta.

Krim y su compañero la llevaron desde Ostende hasta Bankenberge, remontando la costa belga, la atracaron en el muelle de las embarcaciones de paseo, sin llamar la atención de nadie. En primavera acuden siempre muchos aficionados a la pesca a aquellas costas, con sus lanchas y sus aparejos. El americano decidió quedarse a bordo y trabajar en el motor. Krim volvió a Bruselas, donde se encontró con que Andrew Drake había convertido la mesa de la cocina en banco de trabajo y estaba profundamente absorto en sus propios preparativos.

El Freya cruzó por tercera vez el ecuador en su primer viaje, y el 7 de marzo entró en el canal de Mozambique, navegando rumbo Sur-Sudoeste, en dirección al cabo de Buena Esperanza. Aún seguía su línea de cien brazas, dejando ciento ochenta metros de agua clara debajo de su quilla, rumbo que lo alejaba mar adentro en relación con las principales rutas marítimas. No había avistado tierra desde la salida del golfo de Omán, pero, en la tarde del 7, pasó entre las islas Comores, al norte del canal de Mozambique. Los tripulantes, aprovechando el débil viento y la mar en calma para dar un paseo por la cubierta de proa o para haraganear junto a la piscina de la cubierta «C», pudieron ver la isla Gran Comore, con el pico de su boscosa montaña oculto entre las nubes y el humo de la maleza quemada en sus flancos flotando sobre las verdes aguas. Al anochecer, el cielo se cubrió de nubes grises y sopló un viento de borrasca. Delante del barco esperaba el mar agitado del Cabo y las últimas singladuras hacia el Norte, hacia Europa y el puerto de destino.

El día siguiente, Moscú contestó oficialmente la propuesta del presidente de los Estados Unidos, celebrando su aceptación de los términos del proyecto de tratado y conviniendo en que los principales negociadores de Castletown debían reunirse de nuevo para redactar el tratado definitivo, sin dejar de mantenerse en contacto con sus respectivos Gobiernos.

La mayor parte de la flota mercante soviética «Sovfracht», junto con otros muchos barcos ya fletados por la URSS, habían zarpado ya con rumbo a la costa oriental de América del Norte, para cargar el grano, de acuerdo con la invitación americana.

A Moscú, empezaban a llegar noticias de cantidades excesivas de carne en los mercados campesinos, indicadoras de que se estaba matando ganado en las granjas estatales y colectivas, en contra de las prohibiciones legales. Se agotaban las últimas reservas de alimentos, tanto para los animales como para los seres humanos.

En un mensaje particular al presidente Matthews, Maxim Rudin lamentaba decirle que, por razones de salud, no podría firmar personalmente el tratado en nombre de la Unión Soviética, a menos que la ceremonia se celebrase en Moscú; por consiguiente, le proponía que fuesen los ministros de Asuntos Exteriores quienes lo firmasen en Dublín, el 10 de abril.

En el Cabo soplaba un viento endiablado; el verano sudafricano había terminado, y los ventarrones de otoño subían zumbando del Antártico y se estrellaban contra la Table Mountain. El 12 de marzo, el Freya estaba en el centro de la corriente de Agulhas, avanzando hacia el Oeste sobre el mar verde y montañoso, recibiendo los vientos del Sudoeste sobre su costado.

Hacía un frío terrible en cubierta, pero nadie estaba allí. Detrás de los dobles cristales que resguardaban el puente, se hallaba el capitán Thor Larsen y sus dos oficiales de guardia, con el timonel, el radiotelegrafista y otros dos marinos todos ellos en mangas de camisa. Calientes, seguros, protegidos por el escudo de la insuperable tecnología del barco, contemplaban cómo las olas de doce metros, impulsadas por el vendaval del Sudoeste, se erguían a babor del Freya, permanecían un momento inmóviles y se estrellaban sobre la oscura y gigantesca cubierta y sobre los miles y miles de tubos y de válvulas, en un enorme torbellino de blanca espuma. Cuando estallaban las olas, sólo el castillo de proa era discernible, allá a lo lejos, como algo independiente. Al retirarse la derrotada espuma a través de los imbornales, el Freya se sacudía, y enterraba de nuevo su casco en otra montaña de agua. Treinta metros más abajo de donde se hallaban nuestros hombres, noventa mil caballos de fuerza empujaban un millón de toneladas de crudo unos cuantos metros, en dirección a Rotterdam. En lo alto, los albatros del Cabo giraban y se deslizaban, lanzando chillidos que no podían oírse desde detrás de la pared de plexiglás. Uno de los camareros sirvió el café.

Dos días después, el lunes 14, Adam Munro salió en su coche del patio de la sección comercial de la Embajada británica, torció bruscamente a la derecha, introduciéndose en la Kutuzovsky Prospekt, y se dirigió al centro de la ciudad. Su punto de destino era la sede principal de la Embajada, a la que había sido llamado por el jefe de la Cancillería. La llamada telefónica, desde luego intervenida por la KGB, había sido debida aparentemente a la necesidad de concretar algunos detalles sobre la visita de una delegación comercial que llegaría de Londres. En realidad significaba que le esperaba un mensaje en el cuarto de comunicaciones cifradas.

El cuarto de comunicaciones cifradas está en el sótano del edificio de la Embajada en el muelle de Maurice Thorez, y es una habitación segura, periódicamente «limpiada» por personas que no buscan polvo, sino micrófonos ocultos. Los operarios pertenecen al personal diplomático y son de absoluta confianza. Sin embargo, a veces llegan mensajes con una contraseña que indica que no pueden ni deben ser descifrados por las máquinas normales. La contraseña expresa que el mensaje debe entregarse a un operario particular, a un hombre que tiene derecho a saber, porque ello es necesario. Ocasionalmente, un mensaje para Adam Munro llevaba esta contraseña, y esto era lo que ocurría hoy. El operario en cuestión sabía cuál era el trabajo de Munro, porque necesitaba saberlo, si no por otra razón, por protegerle de los que no lo sabían.

Munro entró en el cuarto de comunicaciones cifradas, y el operario reparó en seguida en él. Se retiraron ambos a una pequeña dependencia contigua, donde el operario, hombre exacto y metódico, que usaba gafas bifocales, se sacó una llave del cinturón para abrir una máquina particular de descifrado. Depositó en ella el mensaje de Londres, y la máquina escupió la traducción. El operario no prestó atención y desvió la mirada al apartarse Munro.

Munro leyó el mensaje y sonrió. Se lo aprendió de memoria en unos segundos y lo introdujo en un aparato, que redujo el fino papel a fragmentos apenas mayores que granos de polvo. Dio las gracias al operario y se marchó, con el corazón rebosante de alegría. Barry Ferndale le había informado de que, estando a punto de firmarse el tratado rusoamericano, el Ruiseñor sería discreta, pero calurosamente recibido, si salía de la costa de Rumania, cerca de Constanza, en la semana del 16 al 23 de abril. Añadía detalles sobre el punto exacto en que sería recogido, y pedía a Munro que consultase con el Ruiseñor y confirmase su aceptación y conformidad.

Después de recibir el mensaje personal de Maxim Rudin, el presidente Matthews había observado a David Lawrence:

—Toda vez que esto es más que un simple acuerdo de limitación de armas, supongo que debemos llamarlo tratado. Y, como parece que se firmará en Dublín, la Historia lo llamará, sin duda, el Tratado de Dublín.

Lawrence había consultado al Gobierno de la República de Irlanda, el cual respondió, con no disimulada satisfacción, que les complacería mucho que la ceremonia oficial de la firma, entre David Lawrence, por los Estados Unidos, y Dmitri Rykov, por la URSS, se celebrase en Saint Patrick’s Hall, Dublin Castle, el día 10 de abril.

Por consiguiente, el 16 de marzo, el presidente Matthews contestó a Maxim Rudin, aceptando aquel lugar y aquella fecha.

En los montes de los alrededores de Ingolstadt (Baviera) hay dos canteras bastante importantes. Durante la noche del 18 de marzo, el vigilante de una de ellas fue atacado y amordazado por cuatro enmascarados al menos uno de los cuales llevaba una pistola, según dijo más tarde el vigilante a la Policía. Aquellos hombres, que parecían saber muy bien lo que buscaban, entraron en el almacén de la dinamita empleando las llaves del vigilante nocturno y se llevaron 250 kilos de TNT y varios detonadores eléctricos. Se habían marchado mucho antes del amanecer, y como el día siguiente era sábado, el atado vigilante no fue descubierto y liberado hasta cerca del mediodía. Subsiguientemente, la Policía realizó intensas investigaciones, y, en vista de que los ladrones conocían bien la cantera, las centró principalmente en los que habían trabajado en ella. Investigaron, sobre todo, a los extremistas de izquierda, y por ello el nombre de Klimchuk, que había trabajado tres años atrás en la cantera, no llamó particularmente la atención, ya que se presumía era de origen polaco. En realidad, Klimchuk es un apellido ucraniano. La noche de aquel mismo sábado, los dos coches que traían los explosivos llegaron de nuevo a Bruselas, después de cruzar la frontera germano-belga por la carretera de Aquisgrán-Lieja. No les detuvieron, porque el tráfico de fin de semana era particularmente denso.

La noche del 20, el Freya había dejado muy atrás la costa del Senegal, habiendo llevado muy buena marcha desde el Cabo, gracias a los vientos del Sudeste y a una corriente favorable. A diferencia del norte de Europa, había ya mucha gente que aprovechaba los días de fiesta para bañarse en las playas de las islas Canarias.

El Freya navegaba muy al oeste de aquellas islas, pero, poco después del amanecer del día 21, los oficiales que estaban en el puente pudieron distinguir el pico volcánico del Teide, en Tenerife, la primera tierra que veían desde que se habían alejado de la abrupta costa de la provincia del Cabo. Al perderse de vista las montañas de Canarias, supieron que, salvo la posibilidad de percibir la cima de Madeira, lo primero que verían serían los faros que les avisarían la necesidad de apartarse de las peligrosas costas de Mayo y Donegal.

Adam Munro había esperado con impaciencia toda una semana para ver a la mujer que amaba, ya que no podía llegar hasta ella antes de su encuentro convenido para el lunes, 21. Se habían citado de nuevo en la Exposición de Logros Económicos, cuyas 238 hectáreas de parques y campos llegaban hasta el gran Jardín Botánico de la Academia de Ciencias de la URSS. Aquí, en una resguardada almáciga al aire libre, ella le estaba esperando, minutos antes del mediodía. Por temor a ser sorprendido por algún transeúnte, se abstuvo de besarla como hubiese deseado.

En cambio, le contó con reprimido entusiasmo, las noticias que había recibido de Londres. Valentina no cabía en sí de gozo.

—Yo también traigo noticias —le dijo—. Durante la primera mitad del mes de abril, una delegación del Comité Central asistirá al Congreso del partido en Rumania, y me han pedido que vaya con ella. Sasha dejará de ir al colegio el 29, y el 5 saldremos para Bucarest. Después de diez días será perfectamente natural que lleve a mi aburrido hijito a la playa durante una semana.

—Entonces lo arreglaré todo para la noche del lunes, 18 de abril. Así dispondrás de varios días para orientarte en Constanza. Debes alquilar o pedir prestado un coche, y comprar una linterna potente. Y ahora, Valentina, amor mío, escucha los detalles, Grábalos bien en tu memoria, porque no puede haber errores.

»Al norte de Constanza está el pueblo veraniego de Mamaia, muy, frecuentado por los turistas occidentales. En la noche del 18 saldrás en coche de Constanza, te dirigirás al Norte y cruzarás Mamaia. A seis millas exactas al norte de Mamaia, un camino conduce directamente de la carretera a la playa. En el promontorio, en la encrucijada, verás una torre baja de piedra, cuya mitad inferior está pintada de blanco. Es un hito costero para los pescadores. Deja el coche lejos de la carretera y bajad el promontorio hasta la playa. A las dos de la madrugada verás brillar una luz en el mar: tres destellos largos, y tres cortos. Coge tu linterna a la que habrás aplicado un tubo de cartón para que no se difunda la luz, y enfócala en dirección a la señal. Repite ésta, pero al revés: tres destellos cortos, y tres largos. Entonces se acercará una lancha rápida, para recogeros a ti y a Sasha.

»Irán en ella dos marinos y un hombre que hablará el ruso. Te identificarás con esta frase: El Ruiseñor canta en Berkeley Square.» ¿Lo has entendido bien?

—Sí. Adam, ¿dónde está Berkeley Square?

—En Londres. Es muy hermosa; como tú. Hay en ella muchos árboles.

—¿Y cantan los ruiseñores?

—Según la letra de la canción había uno que lo hacía. Parece que ya falta poco, querida. Cuatro semanas, a partir de hoy. Cuando lleguemos a Londres, te mostraré Berkeley Square.

—Dime una cosa, Adam, ¿Crees que he traicionado a los míos, al pueblo ruso?

—No —contestó él, en tono rotundo—, no lo has hecho. Fueron vuestros líderes quienes estuvieron a punto de hacerlo. Si no hubiese sido por ti, Vishnayev y tu tío podrían haberse lanzado a la guerra. En tal caso, Rusia habría sido destruida, así como la mayor parte de América, mi país y la Europa Occidental. No; no has traicionado a tu pueblo.

—Pero ellos nunca lo comprenderán, nunca me perdonarán —dijo ella, y había un atisbo de lágrimas en sus ojos negros—. Me llamarán traidora. Seré una exiliada.

—Tal vez un día terminará esta locura. Tal vez un día podrás volver. Escucha, querida, no podemos seguir aquí por más tiempo. Es demasiado peligroso. Pero he de decirte una última cosa. Necesito saber el número de tu teléfono particular. No; ya sé que convinimos en que nunca te llamaría. Pero no volveré a verte hasta que estés sana y salva en Occidente. En el improbable caso de un cambio de plan o de fecha, tendría que hablar urgentemente contigo. En tal supuesto, simularía ser un amigo llamado Gregor y te pediría disculpas por no poder asistir a tu cena. Entonces, tendrías que salir inmediatamente y reunirte conmigo en el aparcamiento del «Hotel Mojarsky», al final de la Kutuzosky Prospekt.

Ella asintió, sumisa, y le dio el número de su teléfono. El la besó en la mejilla.

—Nos veremos en Londres, amor mío —le dijo, y desapareció entre los árboles.

En su fuero interno, sabía que tendría que dimitir y capear el furor helado de sir Nigel Irvine, cuando se supiese que el Ruiseñor no era Anatoly Krivoi, sino una mujer, y que ésta era su prometida. Pero entonces sería demasiado tarde para que incluso el Servicio pudiese hacer algo.

Ludwig Jahn contemplaba con creciente miedo a los dos hombres que ocupaban las sillas disponibles de su pisito de soltero en el distrito obrero de Wedding, de Berlín Oeste. Llevaban el sello de unos tipos a los que había visto una vez hacía muchísimo tiempo y a los que había esperado no volver a ver.

El que hablaba era, sin duda, alemán; estaba seguro de ello. Lo que no sabía era que aquel hombre se llamaba comandante Schulz, de la Policía secreta de Alemania Oriental, la temida Staatssicherheitsdienst, más simplemente conocida por SSD.

Nunca sabría el nombre de aquel individuo, pero adivinaba su oficio.

También sospechaba que la SSD tenía un archivo completo de todos los alemanes orientales que habían desertado para venir al Oeste, caso en el que se encontraba él. Treinta años atrás, cuando tenía dieciocho, Jahn había tomado parte en las algaradas de los obreros de la construcción de Berlín Este, que habían llegado a convertirse en sublevación de Alemania Oriental. Había tenido suerte. Aunque había sido detenido en una de las redadas de la Policía rusa y de sus acólitos comunistas de Alemania del Este, le habían soltado pronto. Pero recordaba el olor de las celdas de detención y el sello de los hombres que las gobernaban. Sus visitantes de este 22 de marzo, tres decenios más tarde, llevaban el mismo sello.

Se había mantenido dócil durante los ocho años siguientes a las algaradas de 1953; después, en 1961, antes de que acabasen de levantar el Muro, había pasado disimuladamente al Oeste. Ahora hacía quince años que tenía un buen empleo en el servicio civil de Berlín Oeste; había empezado como celador del cuerpo de prisiones y le habían ascendido a Oberwachmeister, o sea, primer oficial, del bloque Dos de la cárcel de Tegel.

El otro hombre que estaba aquella noche en su habitación guardaba silencio. Jahn nunca sabría que era un coronel soviético llamado Kukushkin, que actuaba en interés del departamento de «asuntos mojados» de la KGB.

Jahn contempló horrorizado las fotografías que el alemán sacó de un sobre grande y colocó, despacio y una a una, delante de él. Una de ellas era de su madre, viuda, de casi ochenta años, encerrada en una celda, aterrorizada y mirando sumisamente a la cámara, como si ésta fuese su última esperanza de salvación. Las otras eran de sus dos hermanos menores, maniatados, encerrados en celdas diferentes, pero cuyas paredes inconfundibles se veían claramente en las perfectas fotos.

—Además, están su cuñada y sus tres deliciosas sobrinitas. ¡Oh, sí! Sabemos lo de los regalos de Navidad. ¿Cómo le llaman ellas? ¿Tío Ludo? Encantador. Dígame, ¿ha visto alguna vez lugares como éstos?

Había más fotografías, imágenes que hicieron que el rollizo Jahn cerrase los ojos durante varios segundos. Figuras extrañas, parecidas a autómatas, vestidas de harapos, rapadas las cabezas como calaveras, miraban la cámara sin ver. Permanecían arracimados o arrastrando los ateridos pies, envueltos en trapos para protegerlos del frío del Ártico. Eran unos seres macilentos, arrugados, infrahumanos. Eran algunos de los habitantes de los campamentos de trabajos forzados del complejo de Kolyma, en las lejanías orientales del norte siberiano de la península de Kamchatka, donde se extrae el oro de las minas del Círculo Ártico.

—Las condenas a perpetuidad… en estos lugares de veraneo… sólo se aplican a los peores enemigos del Estado, Herr Jahn. Pero mi colega, aquí presente, puede lograr esa condena para todos los miembros de su familia, sí, incluso para su querida y anciana madrecita, con sólo hacer una llamada por teléfono. Ahora, dígame: ¿quiere que haga esta llamada?

Jahn miró los ojos del hombre que no hablaba. Eran tan fríos como los campos de Kolyma.

—No —murmuró—. No, por favor. ¿Qué es lo que quieren? Fue el alemán quien respondió.

—En la prisión de Tegel hay dos secuestradores, Mishkin y Lazareff. ¿Les conoce?

Jahn asintió con la cabeza.

—Sí. Llegaron hace cuatro semanas. El asunto dio mucho que hablar.

—¿Dónde están, exactamente?

—En el bloque número Dos. Piso alto, ala izquierda. Incomunicados, a petición propia. Temen a los otros presos. Al menos, eso dicen. Pero no hay motivo. Podrían tenerlo unos secuestradores de niños; pero no esos dos. Sin embargo, insisten en ello.

—Pero, usted, Herr Jahn, ¿puede visitarlos? ¿Tiene acceso a sus celdas?

Jahn guardó silencio. Empezaba a comprender, con profundo temor, lo que se proponían sus visitantes con los secuestradores. Ellos venían del Este, y los secuestradores habían escapado de allí. No vendrían a traerles regalos de cumpleaños.

—Eche otra mirada a las fotografías, Jahn. Mírelas bien, antes de decidirse a ponernos obstáculos.

—Sí, puedo visitarles. En mis rondas. Pero sólo por la noche. Durante el turno de día hay tres celadores en aquel pasillo. Si yo quisiera visitarles entonces, me acompañarían los otros dos o al menos uno de ellos. Además, durante el día no podría alegar ningún pretexto para visitarles. En el turno de noche, es más normal hacer una inspección.

—¿Está usted ahora en el turno de noche?

—No. En el de día.

—¿Cuál es el horario del turno de noche?

—Desde la medianoche hasta las ocho de la mañana. Las luces se apagan a las diez de la noche. El cambio de turno se hace a las doce. Y el relevo llega a las ocho de la mañana. Durante el turno de noche hago tres rondas por el bloque, siempre acompañado del oficial de guardia de cada piso.

El alemán anónimo pensó durante un rato.

—Mi amigo desea hacerles una visita. ¿Cuándo volverá usted al turno de noche?

—El lunes, cuatro de abril —respondió Jahn.

—Muy bien —dijo el alemán oriental—. Ahora voy a decirle lo que tiene que hacer.

Estas fueron las instrucciones: Jahn tenía que hacerse con el uniforme y la tarjeta de un colega libre de servicio, sacándolos del armario ropero. A las dos de la madrugada del lunes, 4 de abril, descendería a la planta baja y abriría la puerta de servicio al ruso. Acompañaría a éste al piso alto y lo ocultaría en el cuarto del personal de día, previa obtención de una llave duplicada. Enviaría al oficial de guardia del último piso a hacer algún recado y se encargaría de la vigilancia durante su ausencia. Entonces llevaría al ruso al pasillo de las celdas de incomunicación y le daría la llave maestra que abría sus puertas. Cuando el ruso hubiese «visitado» a Mishkin y a Lazareff, volverían a hacer lo mismo, pero a la inversa. El ruso se ocultaría hasta que el oficial de guardia volviese a su puesto. Después, Jahn le acompañaría a la puerta de servicio y el ruso saldría a la calle.

—No dará resultado —murmuro Jahn, aun sabiendo muy bien que podía darlo.

El ruso habló al fin, en alemán.

—Será mejor que lo dé —amenazó—. En otro caso, yo mismo cuidaré de que toda su familia inicie un régimen en Kolyma que hará que el «superseverísimo» régimen seguido allí hasta ahora parezca una luna de miel en el «Hotel Kempinski».

Jahn sintió como si le regasen las tripas con hielo líquido. Ninguno de los duros del pabellón especial podía compararse con aquel hombre. Tragó saliva.

—Lo haré —murmuró.

—Mi amigo volverá aquí a las seis de la tarde del domingo, tres de abril —dijo el alemán oriental—. Nada de comités de recepción de la Policía, por favor. No serviría de nada. Los dos tenemos salvoconducto diplomático, con nombres falsos. Lo negaríamos todo y nos largaríamos tranquilamente. Limítese a tener el uniforme y la tarjeta preparados para él.

Dos minutos más tarde se habían marchado, llevándose las fotografías. No habían dejado el menor rastro. Pero no importaba. Jahn seguiría viendo todos los detalles en sus pesadillas.

El 23 de marzo, más de doscientos cincuenta barcos, primera ola de la flota expectante, estaban atracados en treinta puertos, desde la ensenada del San Lorenzo hasta Carolina, pasando por toda la costa oriental de América del Norte. Aún había hielo en el San Lorenzo, pero los rompehielos lo hacían mil pedazos, mientras los buques de carga avanzaban hacia sus amarraderos próximos a los silos.

Un buen porcentaje de estos barcos pertenecía a la flota rusa «Sovfracht», pero les seguían en número los de pabellón estadounidense, pues una de las condiciones de la venta había sido que se contratarían cargueros americanos para el transporte de importantes cantidades de grano.

Dentro de diez días zarparían hacia el Este y cruzarían el Atlántico, con rumbo a Arjanguel y Murmansk, en el Ártico soviético, a Leningrado, en la punta del Báltico, y a los puertos de aguas templadas de Odessa, Sinferopol y Novorossisk, en el mar Negro. Pabellones de otras diez naciones se mezclaban con ellos, para efectuar el mayor transporte de cereales realizado desde la Segunda Guerra Mundial. Desde Winnipeg hasta Charleston, las bombas extraían de un centenar de silos dorados chorros de trigo, cebada, avena, centeno y maíz, y los vertían en las bodegas de los barcos con el fin de alimentar, dentro de un mes, a millones de rusos hambrientos.

El 26, Andrew Drake terminó su trabajo en la mesa de cocina de un apartamento de los suburbios de Bruselas y declaró que estaba listo.

Los explosivos habían sido guardados en diez maletas de fibra, y las metralletas, enrolladas en toallas y metidas en mochilas. Azamat Krim llevaba los detonadores, envueltos en algodón, en una caja de cigarros de la que nunca se separaba. Cuando oscureció, transportaron la mercancía a la furgoneta de segunda mano del grupo, con matrícula belga, y emprendieron la marcha hacia Blankenburge.

Cuando trasladaron el equipo a la lancha, amparados en la oscuridad, la pequeña población de veraneo a orillas del mar del Norte estaba silenciosa, y su puerto, virtualmente desierto. Era sábado, y, aunque un hombre que había sacado a su perro a dar un paseo por el muelle advirtió su movimiento, eso no le llamó la atención. Los grupos de aficionados a la pesca que preparaban una excursión de fin de semana eran bastante frecuentes, aunque todavía era un poco pronto y aún hacía frío.

El domingo, 27, Miroslav Kaminsky se despidió de ellos y regresó a Bruselas en la furgoneta. Tenía que limpiar el piso sin dejar el menor rastro, abandonarlo y llevar el vehículo a un lugar previamente establecido de los pólders de Holanda. Allí lo dejaría, con la llave de contacto en un sitio convenido, y tomaría el transbordador para volver a Harwich y Londres. Había aprendido bien el itinerario y confiaba en que podría realizar debidamente su parte del plan.

Los siete hombres restantes salieron del puerto y navegaron tranquilamente costa arriba, para perderse entre las islas de Walcheren y Beveland del Norte, justo más allá de la frontera holandesa. Una vez allí, y con sus aparejos de pesca bien visibles, se detuvieron y esperaron. En el camarote, Andrew Drake permanecía acurrucado delante de un poderoso aparato de radio, escuchando, en la longitud de onda del control del estuario de Mosa, las interminables llamadas a los barcos que entraban o salían de Europort y Rotterdam.

—El coronel Kukushkin entrará en la prisión de Tegel para hacer el trabajo en la noche del tres al cuatro de abril —informó Vassili Petrov a Maxim Rudin en el Kremlin, aquel mismo domingo por la mañana—. Hay allí un celador que le franqueará la entrada, le conducirá a las celdas de Mishkin y Lazareff y le hará salir por la puerta de servicio cuando todo haya terminado.

—¿Es digno de confianza el celador? ¿Es uno de los nuestros? —preguntó Rudin.

—No; pero tiene familia en Alemania del Este. Le han convencido de que debe cumplir las órdenes. Kukushkin dice que no acudirá a la Policía. Está demasiado asustado.

—Entonces, sabe para quién trabaja. Es decir, sabe demasiado.

—Kukushkin le hará callar también para siempre, en el momento de salir de la prisión. No quedará ningún rastro —aseguró Petrov.

—Ocho días —dijo Rudin—. ¡Ojalá lo haga bien!

—Lo hará —afirmó Petrov—. También él tiene familia. Dentro de ocho días, Mishkin y Lazareff estarán muertos y se habrán llevado su secreto a la tumba. Los que les ayudaron guardarán silencio, para salvar sus propias vidas. Pero aunque hablasen, nadie les creería. La gente pensaría que eran declaraciones histéricas. No; no les creería nadie.

Cuando salió el sol, la mañana del 29, sus primeros rayos iluminaron la mole del Freya a veinte millas al oeste de Irlanda, rumbo Nornordeste, a once grados de longitud, para rodear las Hébridas Exteriores.

Sus poderosas pantallas de radar habían captado la flota pesquera en la oscuridad hacía una hora, y el oficial de guardia lo había anotado cuidadosamente. Las embarcaciones más próximas estaban al Este, es decir, entre el petrolero y la costa.

El sol brilló sobre las rocas de Donegal, que aparecían como una fina raya en el horizonte del Este a los ojos de los hombres que estaban en el puente, a veinticinco metros sobre el mar. También iluminó los pequeños queches de pesca de la gente de Killybegs, que navegaban hacia el Oeste en busca de caballas, arenques y pescadillas. Y también la mole del propio Freya, parecido a un promontorio móvil, que surgía del Sur y dejaba atrás las barcas y sus oscilantes redes.

Christy O’Byrne estaba en la pequeña cabina del timón de Bernadette, de la que él y su hermano eran propietarios. Pestañeó varias veces, dejó su taza de cacao y subió de la cabina a la cubierta. Su barca era la que estaba más cerca del petrolero que pasaba.

Detrás de él, los pescadores empezaron a tocar las sirenas, y un coro de débiles alaridos turbó el silencio de la aurora. En el puente del Freya, Thor Larsen hizo una seña a su joven oficial; segundos después, el potente rugido de la sirena del Freya contestó al saludo de la flota de Killybegs.

Christy O’Byrne se apoyó en la barandilla y observó cómo llenaba el Freya el horizonte, oyó el fuerte latido de las máquinas debajo del agua y sintió que la Bernadette empezaba a balancearse en la cada vez más ancha estela del superpetrolero.

—¡Virgen santa! —dijo—. ¿Habráse visto algo más grande?

En la costa oriental de Irlanda, los compatriotas de Christy O’Byrne trabajaban aquella mañana en Dublin Castle, que, durante setecientos años había sido sede del poder británico. Cuando era pequeño, Martin Donahue, sentado en el hombro de su padre, había observado desde fuera cómo salían los últimos soldados ingleses del castillo, después de la firma del tratado de paz. Ahora, sesenta y tres años después, y a punto ya de jubilarse de su empleo al servicio del Gobierno, realizaba un trabajo de limpieza, arrastrando una aspiradora «Hoover» sobre la alfombra de color azul eléctrico de Saint Patrick’s Hall.

No había estado presente en ningún acto de toma de posesión de los sucesivos presidentes, bajo el magnífico techo de Vincent Waldré, pintado en 1778; ni lo estaría dentro de doce días, cuando las dos superpotencias firmasen el Tratado de Dublín bajo los inmóviles estandartes de los hacía tiempo desaparecidos caballeros de San Patricio. El les había quitado el polvo durante cuarenta años, en espera de esta ocasión.

Rotterdam se preparaba también, aunque para una ceremonia distinta: Harry Wennerstrom llegó el día 30 y se instaló en la mejor suite del «Hotel Hilton».

Había viajado en su reactor particular, aparcado ahora en el aeropuerto municipal de Schiedam, en las afueras de la ciudad. Durante todo el día, cuatro secretarios rebulleron a su alrededor, preparando el recibimiento de dignatarios escandinavos y holandesa, de grandes personajes del petróleo y de la industria naviera, y de docenas de periodistas que, el primero de abril, asistirían a la recepción del capitán Thor Larsen y sus oficiales.

Un selecto grupo de notables y de hombres de la Prensa serían sus invitados en el terrado del moderno edificio del Control del Mosa, situado en la punta de la costa arenosa del Anzuelo de Holanda. Bien protegidos contra la cortante brisa de la primavera, observarían desde la orilla norte del estuario del Mosa cómo los seis remolcadores arrastraban al Freya en los últimos kilómetros, desde el estuario al Caland Kanal, desde éste al Beer Kanal y, por último, hasta atracar delante de la nueva refinería de petróleo de Clint Blake, en el corazón de Europort.

Mientras el Freya cerraba sus sistemas durante la tarde, el grupo regresaría en sus automóviles al centro de Rotterdam, cuarenta kilómetros río arriba, para una recepción nocturna. Esta iría precedida de una conferencia de Prensa, durante la cual Wennerstrom presentaría a Thor Larsen a la Prensa mundial.

Sabía que los periódicos y la Televisión habían alquilado helicópteros para hacer un reportaje gráfico completo de las últimas millas y del amarre del Freya.

El viejo Harry Wennerstrom estaba satisfecho.

A primeras horas del 30 de marzo, el Freya acabó de cruzar el canal entre las Orcadas y las Shetland y puso rumbo al Sur, dirigiéndose al mar del Norte. En cuanto hubo entrado en las calmadas rutas del mar del Norte, lo comunicó así, poniéndose en contacto con los oficiales de la primera base terrestre de control de tráfico, emplazada en Wick, en la costa de Caithness del extremo norte de Escocia.

Debido a su tamaño y a su calado, era un «buque con restricciones». Había reducido su velocidad a diez nudos y seguía las instrucciones que le daban desde Wick por radioteléfono VHF. A todo su alrededor, los diversos e invisibles centros de control le seguían con sus exactos aparatos de radar, manejados por expertos operarios. Estos centros están equipados con sistemas auxiliares de computadoras, capaces de asimilar rápidamente toda información sobre el tiempo, las corrientes y la densidad del tráfico.

Mientras el Freya seguía la ruta de tráfico hacia el Sur, las embarcaciones más pequeñas que se hallaban delante de él recibían vivas órdenes de apartarse de su trayecto. A medianoche pasó por delante del cabo de Flamborough, en la costa de Yorkshire, y torció más al Este, alejándose de la costa británica en dirección a Holanda. Había seguido continuamente el canal de aguas profundas, con un mínimo de veinte brazas. Sobre el puente, y a pesar de las constantes instrucciones de la costa, los oficiales observaban los datos del sonar, atentos a los bancos y a las barras de arena que elevan el fondo del mar del Norte y que se deslizaban a ambos lados del buque.

Momentos antes de la puesta del sol del 31 de marzo, en un punto situado exactamente a quince millas marinas al este del faro de Gabbard Exterior, y habiendo reducido su velocidad a cinco nudos, el gigante viró suavemente hacia el Este y avanzó hacia el profundo ancladero nocturno, situado a 52 grados Norte. Estaba a veintisiete millas al este del estuario del Mosa, a veintisiete millas de su destino y de su gloria.

En Moscú era medianoche. Adam Munro había decidido volver a pie a su casa, después de la recepción diplomática en la Embajada. Le había llevado en su coche el consejero comercial, y el suyo había quedado aparcado delante de su residencia en la Kutuzovsky Prospekt.

Al llegar a la mitad del puente de Serafimov, se detuvo a contemplar el río Moscova. A su derecha podía ver la iluminada fachada, estucada de blanco y crema, de la Embajada; a su izquierda, las oscuras y rojas murallas del Kremlin se erguían imponentes, y, sobre ellas, la planta superior y la cúpula del Gran Palacio del zar.

Hacía aproximadamente diez meses que había llegado de Londres para hacerse cargo de su nueva función. En este período había dado el golpe más grande en varias décadas dentro del campo del espionaje, «dirigiendo» al único espía que había operado para Occidente en el corazón del Kremlin. Ellos sacudirían por haber quebrantado las normas, por no haberles dicho quién era ella desde el principio, pero no podrían reducir el valor de lo que les había proporcionado.

Tres semanas más, y ella estaría lejos de aquí, sana y salva en Londres. Y él habría salido también y dimitido del servicio, para empezar una nueva vida en cualquier parte, con la única persona del mundo a quien había amado, amaba y amaría siempre.

Se alegraría de dejar Moscú, con su misterio, su ambiente siempre furtivo, su alienadora tristeza. Dentro de diez días, los americanos tendrían su tratado de reducción de armamentos; el Kremlin, sus cereales y su tecnología; el servicio, muestras de gratitud, tanto por parte de Downing Street como de la Casa Blanca. Una semana más, y él tendría a su prometida, y ella, su libertad. Encogió los hombros bajo el abrigo de cuello de piel y siguió cruzando el puente.

Cuando en Moscú es medianoche, en el mar del Norte son las diez. A las 22.00 horas, el Freya se había detenido al fin. Había navegado 7085 millas desde Chita hasta Abu Dhabi, y otras 12 015 desde allí hasta el punto en que ahora se encontraba. Permanecía inmóvil al filo de la corriente; una sola cadena de ancla se hundía desde la proa hasta el fondo del mar, quedando veinte metros de aquella sobre la cubierta. Cada eslabón de la cadena tenía casi un metro de largo, y su acero era más grueso que el muslo de un hombre.

Debido a las condiciones del barco, el capitán Larsen lo había pilotado personalmente desde las Orcadas, auxiliado por dos oficiales y el timonel. Incluso después de anclado, dejó a su primer oficial, Stig Lundquist, a su tercer piloto, Tom Keller, a uno de los daneses-americanos y a un marinero experto, de guardia en el puente durante toda la noche. Los oficiales vigilarían el ancla y el marinero inspeccionaría periódicamente la cubierta.

Aunque los motores del Freya estaban parados, sus turbinas y sus generadores zumbaban rítmicamente, suministrando la energía necesaria para mantener los sistemas en funcionamiento.

Entre éstos se hallaba el de información permanente sobre el tiempo y las corrientes, y era de observar que los últimos datos eran alentadores.

Habría cabido esperar los ventarrones de marzo; en vez de esto, una prematura zona de altas presiones, casi estacionaria sobre el mar del Norte, había traído anticipadamente a las costas un tiempo casi primaveral. El mar estaba en calma, y una corriente de un nudo de velocidad fluía hacia el Nordeste, en dirección a las islas Frisias. El cielo había estado casi despejado durante todo el día y, a pesar de un ligero frío aquella noche, prometía mantenerse igual el día siguiente.

El capitán Larsen dio las buenas noches a sus oficiales, salió del puente y bajó un piso, hasta la cubierta D. Aquí, en el extremo de estribor, tenía sus habitaciones. El espacioso y bien amueblado camarote de día tenía cuatro ventanas que dominaban el barco en toda su longitud y dos que daban a estribor. Detrás del camarote de día estaba su dormitorio y un cuarto de baño anejo al mismo. El camarote-dormitorio tenía también dos ventanas, ambas a estribor. Ninguna de las ventanas podía abrirse, salvo una de las del camarote de día, que tenía cierres de rosca que podían abrirse con la mano.

Fuera de las cerradas ventanas delanteras, la fachada de la superestructura caía verticalmente sobre cubierta; a estribor, las ventanas daban a una plataforma de acero, tres metros más abajo; más allá estaba la barandilla de estribor, y más allá, el mar. Cinco tramos de escalones de acero conducían desde la cubierta «A», que era la más baja, hasta el puente situado cinco pisos más arriba, y, en cada uno de éstos, la escalera daba a un descansillo, también de acero. Tanto la escalera como los descansillos estaban al aire libre, expuestos a los elementos. Se empleaban pocas veces, porque las escaleras interiores tenían buena calefacción.

Thor Larsen retiró la servilleta de encima del plato de pollo con ensalada que le había dejado el primer camarero, miró con añoranza la botella de whisky escocés del mueble bar y resolvió sustituirla por la cafetera. Después de comer, decidió emplear la noche en un estudio final de las cartas del canal para la última maniobra de mañana. Esta no sería fácil, y quería conocer el canal tan bien como los dos prácticos holandeses que llegarían en helicóptero, procedentes del aeropuerto Schiphol, de Amsterdam, a las 7.30, para tomar el mando. También sabía que, antes de esto, llegaría un equipo de diez hombres en lancha, a las 7.00; eran los marineros complementarios que serían necesarios para la operación de amarre.

Al dar la medianoche, se instaló en la ancha mesa de su camarote de día, desplegó las cartas y empezó a estudiarlas.

Diez minutos antes de las tres de la mañana hacía frío en el exterior, pero el cielo estaba despejado. La media luna cabrilleaba en el mar ligeramente rizado. En el puente, Stig Lundquist y Tom Keller tomaban café en amable compañía. El marinero experto examinaba las pantallas de la consola del puente.

—¡Señor —gritó—, se acerca una lancha!

Tom Keller se levantó y se acercó al marinero, que señalaba la pantalla del radar. Había una serie de puntos, estacionarios y otros moviéndose, pero todos muy lejos del Freya. Un puntito parecía acercarse desde el Sudeste.

—Probablemente una barca de pesca que quiere asegurarse de estar en el caladero al amanecer —sugirió Keller.

Lundquist miró por encima de su hombro.

Tocó un resorte para reducir el campo.

—Se está acercando mucho —informó.

En el mar, aquella lancha tenía que ver la mole del Freya. El petrolero tenía encendidas las luces de situación sobre el castillo de proa y en la popa. Además, su cubierta estaba iluminada y también la superestructura, que parecía un árbol de Navidad. Pero la lancha, en vez de virar y alejarse, describió una curva en dirección a la popa del Freya.

—Parece que quiere acercarse al costado del buque —dijo Keller.

—No pueden ser los hombres para la maniobra de amarre —dijo Lundquist—. Dijeron que vendrían a las siete.

—Tal vez no podían dormir y han preferido tomárselo con tiempo —sugirió Keller.

—Baje a la plataforma de la escalera —ordenó Lundquist al marinero— y dígame lo que vea. Cuando llegue allí, póngase los auriculares y conecte conmigo.

La escalera estaba en la mitad del barco. En las grandes embarcaciones, esta escalera es tan pesada que tienen que emplearse gruesos cables de acero, accionados por un motor eléctrico, para bajarla desde la borda hasta el mar o para subirla y dejarla en posición paralela a la borda. En el Freya, a pesar de ir completamente cargado, la borda estaba a nueve metros del mar, haciendo imposible el salto, y la escalera estaba del todo levantada.

Unos segundos más tarde, los dos oficiales vieron al marinero salir de la superestructura y cruzar la cubierta. Cuando llegó a la escalera, subió a la pequeña plataforma que sobresalía del mar y miró hacia abajo. Al propio tiempo, sacó un aparato de radio de un estuche impermeable y se colocó los auriculares. En el puente, Lundquist apretó un botón, encendiendo un potente foco, el cual iluminó al marinero que a lo lejos, contemplaba el negro mar. La lancha había desaparecido de la pantalla del radar; estaba demasiado cerca para poder ser observada.

—¿Qué ve? —preguntó Lundquist a través de un micro. La voz del marinero sonó en el puente:

—Nada, señor.

Mientras tanto, la lancha se había colocado detrás del Freya, precisamente debajo del saliente de la popa. Durante unos segundos se perdió de vista. A ambos lados de la popa, la barandilla de la cubierta «A» era el lugar más próximo al agua; sólo estaba a seis metros sobre el nivel del mar. Dos hombres, puestos en pie sobre el techo de la cabina de la lancha, habían reducido a tres metros aquella altura. Al salir la lancha de la sombra del peto de popa, los dos hombres lanzaron sendos garfios de tres púas, cubiertas éstas con fundas de goma negra.

Los garfios, de los que pendían sendas cuerdas, se elevaron cuatro metros, cayeron sobre la barandilla y quedaron fuertemente sujetos a ella. Al avanzar la lancha, los dos hombres saltaron del techo de la cabina y quedaron colgados de las cuerdas, con los pies rozando el agua. Entonces empezaron a subir rápidamente, a pulso, sin que pareciesen estorbarles las metralletas colgadas a su espalda. Dos segundos después, la lancha salió a la luz y avanzó junto al costado del Freya, en dirección a la escalera.

—Ahora puedo verla —informó el marinero desde lo alto—. Parece una lancha de pesca.

—No baje la escalera hasta que se identifique —ordenó Lundquist desde el puente.

En la lejana popa, los dos intrusos habían saltado la barandilla. Desengancharon los garfios y los arrojaron al mar, donde se hundieron arrastrando las cuerdas. Después, los dos hombres emprendieron una rápida carrera por el lado de estribor, en busca de los escalones de acero; llevaban suelas de goma y subieron sin hacer el menor ruido.

La lancha se detuvo al pie de la escalera. Mediaban ocho metros entre ésta y el techo de la cabina. En el interior de ésta había cuatro hombres agazapados. El timonel levantó la cabeza y miró en silencio al marinero.

—¿Quién es usted? —gritó éste—. Identifíquese.

No hubo respuesta. Allá abajo, iluminado por el foco, el hombre del gorro negro de lana siguió mirando sin decir nada.

—No quiere contestar —dijo el marinero a través del micrófono.

—Siga iluminando con el foco —ordenó Lundquist—. Bajaré a echar un vistazo.

Durante esta conversación, tanto Lundquist como Keller habían centrado su atención en el costado de babor y delante del puente. La puerta de éste que daba al lado de estribor se abrió de pronto, dando paso a una ráfaga de aire helado. Los dos oficiales giraron en redondo. La puerta se cerró. Y se encontraron ante dos hombres con máscaras negras, suéter negro de cuello alto y pantalones negros, y zapatos con suela de goma. Ambos iban armados de metralletas, con las que apuntaban a los oficiales.

—Ordenen a su marinero que baje la escalera —habló uno de ellos, en inglés.

Los dos oficiales le miraron con incredulidad. Aquello era imposible.

El pistolero levantó el arma y fijó la vista en Keller a través de la mira.

—Le doy tres segundos —amenazó a Lundquist—. Si no, le volaré la cabeza a su colega.

Rojo de ira, Lundquist se acercó al micrófono.

—Baje la escalera —ordenó al marinero.

La voz de éste llegó al puente:

—Pero, señor…

—¡Basta, muchacho! —le interrumpió Lundquist—. Haga lo que le digo.

El marinero se encogió de hombros y apretó un botón del pequeño tablero en la parte alta de la escalera. Se oyó un zumbido de motores y la escalera empezó a descender lentamente sobre el mar. Dos minutos más tarde, otros cuatro hombres vestidos de negro conducían al marinero en dirección a la superestructura, mientras el quinto sujetaba la lancha. Otros dos minutos, y los seis entraron en el puente por la puerta de babor. El marinero tenía los ojos desorbitados de espanto. Cuando entró en el puente vio a los otros dos pistoleros que encañonaban a los oficiales.

—¿Qué diablos…? —empezó a decir el marinero.

—Cálmese —le dijo Lundquist, y después, preguntó en inglés al único pistolero que había hablado hasta entonces—. ¿Qué es lo que quieren?

—Queremos hablar con su capitán —respondió el enmascarado—. ¿Dónde está?

Se abrió la puerta de la caseta del timón que daba a la escalera interior y Thor Larsen entró en el puente. Entonces vio a los tres tripulantes, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, y a los siete terroristas vestidos de negro. Fijó sus ojos azules y helados en el hombre que había hecho la pregunta.

—Soy el capitán Thor Larsen, al mando del Freya —dijo, pausadamente—. ¿Quién diablos son ustedes?

—No importa quiénes seamos —respondió el jefe terrorista—. Acabamos de apoderarnos de su barco. A menos que sus oficiales y sus hombres hagan lo que les ordenamos, empezaremos dándoles un escarmiento con ese marinero. ¿Qué responde?

Larsen miró despacio a su alrededor. Tres metralletas apuntaban al mozo de dieciocho años, que estaba pálido como la cera.

—Señor Lundquist —ordenó seriamente—, haga lo que le digan esos hombres. —Y, volviéndose al jefe, preguntó—: ¿Qué quieren exactamente del Freya?

—Es muy fácil —respondió el terrorista, sin vacilar—. No deseamos hacerles ningún daño, pero si no cumplen al pie de la letra nuestras órdenes, no vacilaremos en hacer lo necesario para que sean atendidas.

—¿Y bien? —preguntó Lundquist.

—Dentro de un plazo de treinta horas, el Gobierno de Alemania Federal tiene que poner en libertad a dos amigos nuestros que se encuentran en una cárcel de Berlín Oeste y enviarlos en avión a un lugar seguro. De no hacerlo, volaremos este barco, con ustedes y toda la tripulación, y un millón de toneladas de petróleo se desparramará en el mar del Norte.