CAPÍTULO IX

El embajador soviético en Washington estaba fríamente enojado cuando se enfrentó con David Lawrence el 2 de enero, en el Departamento de Estado.

El secretario americano de Estado le había recibido a petición, aunque sería más adecuado decir a requerimiento de los soviets.

El embajador leyó su protesta oficial con voz inexpresiva y monótona. Cuando hubo terminado, dejó el texto sobre la mesa del americano. Lawrence, que conocía de antemano el motivo de la protesta, tenía a punto la contestación, preparada por sus asesores jurídicos, tres de los cuales estaban ahora detrás de su sillón.

Admitió que Berlín Oeste no era ciertamente un territorio soberano, sino una ciudad ocupada por las cuatro potencias. Sin embargo, los aliados occidentales habían reconocido, desde hacía tiempo, que, en cuestiones judiciales, las autoridades de Berlín Oeste entenderían de todas las cuestiones civiles y penales ajenas a las leyes puramente militares de los aliados occidentales. El secuestro del avión de pasajeros, siguió diciendo, era un delito execrable, pero no había sido cometido por ciudadanos de los Estados Unidos contra ciudadanos de los Estados Unidos, dentro de la base aérea estadounidense de Tempelhof. Por consiguiente era de competencia de los jueces civiles. Por ello, el Gobierno de los Estados Unidos consideraba que no podía retener a súbditos no estadounidenses, ni a testigos materiales no estadounidenses, dentro del territorio de Berlín Oeste, aunque el avión hubiese aterrizado en una base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos.

Por consiguiente, no tenía más remedio que rechazar la protesta soviética.

El embajador le escuchó en sepulcral silencio. Replicó que no podía aceptar la explicación americana y que tenía que rechazarla. Informaría a su Gobierno en ese sentido. Dicho lo cual, se despidió y volvió a su Embajada, para informar a Moscú.

En un pisito de Bayswater, Londres, tres hombres se hallaban sentados aquel mismo día, contemplando un montón de periódicos desparramados en el suelo.

—Un desastre —gruñó Andrew Drake—, un maldito desastre, A estas horas hubiesen tenido que estar en Israel. Dentro de un mes, les habrían soltado y habrían podido dar su conferencia de Prensa. ¿Por qué diablos tuvieron que matar al capitán?

—Si él se negó a volar a Berlín Oeste y quiso aterrizar en Schoenefeld, estaban perdidos de todos modos —observó Azamat Krim.

—Habrían podido aturdirlo de un porrazo —resopló Drake.

—Se dejaron llevar por su acaloramiento —intervino Kaminsky—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Podrán seguir la pista de las armas? —preguntó Drake a Krim.

El pequeño tártaro movió la cabeza.

—Tal vez puedan descubrir la tienda que las vendió —respondió—. Pero no a mí. No tuve que identificarme.

Drake paseaba arriba y abajo, sumido en profunda reflexión.

—No creo que concedan su extradición —dijo al fin—. Los soviets los reclaman por el secuestro, por matar a Rudenko, por agredir al hombre de la KGB en el avión y, naturalmente, al otro a quien robaron el carnet de identidad. Pero el homicidio del capitán es la acusación más grave. A pesar de todo no creo que el Gobierno alemán vaya a entregarles los dos judíos para que los ejecuten. Pero, aun así serán juzgados y condenados. Probablemente a cadena perpetua. ¿Crees que declararán lo de Ivanenko, Miroslav?

El refugiado ucraniano negó con la cabeza.

—No, si tienen un poco de sentido común —contestó—. No en el corazón de Berlín Oeste. A fin de cuentas, los alemanes podrían cambiar de idea y devolverlos a la Unión Soviética. Esto, si les creían, cosa poco probable, ya que Moscú negaría la muerte de Ivanenko y presentaría algún sosias como prueba. Pero Moscú sí que les creería y haría que fuesen liquidados. Porque los alemanes, al no darles crédito, no les protegerían de un modo especial. Y los dos estarían perdidos. Les harían callar para siempre.

—Con lo que nada ganaríamos nosotros —observó Krim—. El único objetivo de la maniobra, de todo lo que hemos hecho, era descargar un abrumador golpe contra todo el aparato estatal soviético. Nosotros no podemos dar la conferencia de Prensa; desconocemos los pequeños detalles que convencerían al mundo. Sólo Mishkin y Lazareff pueden hacerlo.

—Entonces, hay que sacarlos de allí —dijo rotundamente Drake—. Tenemos que montar una segunda operación para llevarles a Tel-Aviv, garantizándoles la vida y la libertad. En otro caso, todo habrá sido en vano.

—¿Qué vamos a hacer? —repitió Kaminsky.

—Pensar —respondió Drake—. Buscar la manera, trazar un plan y ejecutarlo. No van a estar pudriéndose en Berlín, rumiando su secreto. Y tenemos poco tiempo; Moscú no tardará mucho en sacar consecuencias. Ahora tienen una pista; pronto sabrán quién hizo el trabajo de Kiev. Y entonces empezarán a tramar su venganza. Tenemos que anticiparnos.

La fría irritación del embajador soviético en Washington era insignificante en comparación con el furor de su colega en Bonn, cuando, dos días más tarde, se enfrentó el diplomático ruso con el ministro de Asuntos Exteriores de Alemania Federal. La negativa del Gobierno federal alemán a entregar a los dos criminales y asesinos a las autoridades soviéticas o de Alemania del Este representaba una flagrante ruptura de sus hasta ahora amistosas relaciones, y sólo podía considerarse como un acto de franca hostilidad, repitió, una y otra vez.

El ministro de Asuntos Exteriores alemán occidental se sentía terriblemente incómodo. En su fuero interno, lamentaba que el «Tupolev» no se hubiese parado en la pista de Alemania Oriental, pero se abstuvo de señalar que, dado que los rusos habían sostenido siempre que Berlín Oeste no formaba parte de Alemania Occidental, tenían que haberse dirigido al Senado de Berlín Oeste.

El embajador repitió sus argumentos por tercera vez: los criminales eran ciudadanos soviéticos; las víctimas eran ciudadanos soviéticos; el avión era territorio soviético; el secuestro se había cometido en espacio aéreo soviético, y también el asesinato, salvo que se considerase que éste se había perpetrado sobre la pista del principal aeropuerto de Alemania del Este. Por consiguiente, los delitos debían juzgarse según la ley soviética o, al menos, según la de Alemania Oriental.

El ministro de Asuntos Exteriores señaló, con la mayor cortesía de que fue capaz, que todos los precedentes indicaban que los secuestradores podían juzgarse según la ley del país en el que aterrizaban, si este país deseaba ejercitar tal derecho. Eso no quería decir que se dudase de la rectitud del procedimiento judicial soviético…

«¡Y un cuerno!», pensó para sus adentros. Nadie en Alemania Occidental, desde el Gobierno hasta el público, pasando por la Prensa, tenía la menor duda de que la extradición de Mishkin y Lazareff significaría un interrogatorio por la KGB, un juicio sumarísimo y el pelotón de fusilamiento. Y eran judíos; lo que constituía otro problema.

Los primeros días de enero eran de poco trabajo para la Prensa, y por eso la Prensa de Alemania Occidental sacaba mucho jugo a este suceso. Los influyentes periódicos conservadores de Axel Springer insistían en que los dos secuestradores, fuese cual fuese su grado de culpa, debían ser juzgados con imparcialidad, cosa que sólo podía garantizarse en la Alemania Federal. El partido CSU bávaro, del que dependía la coalición gubernamental, sostenía el mismo criterio. Algunos sectores daban a la Prensa montones de información y de fantásticos detalles sobre los últimos atropellos de la KGB en la zona de Lvov, de la que procedían los secuestradores, y sugerían que el hecho de huir del terror era una reacción justificada, aunque el procedimiento fuese deplorable. Además, el reciente descubrimiento de otro agente comunista en las altas esferas oficiales no aumentaría la popularidad de un Gobierno que adoptase actitudes conciliadoras con respecto a Moscú. Y con las elecciones provinciales a la vuelta de la esquina…

El ministro había recibido instrucciones del canciller. Mishkin y Lazareff, dijo al embajador, serían juzgados en Berlín Oeste, y si eran condenados, o mejor dicho, cuando fuesen condenados, tendrían que cumplir graves sentencias.

La reunión del Politburó, aquel fin de semana, fue tormentosa. Tampoco funcionaban esta vez los magnetófonos, ni estaban presentes los taquígrafos.

—Es una humillación —vociferó Vishnayev—. Otro escándalo que rebaja a la Unión Soviética a los ojos del mundo. Nunca debió ocurrir algo así.

Con lo que daba a entender que había ocurrido por la mano blanda de Maxim Rudin.

—No habría ocurrido —replicó Petrov— si los cazas del camarada mariscal hubiesen derribado el avión sobre Polonia, según lo acostumbrado.

—Hubo una interrupción en las comunicaciones entre el control de tierra y el jefe de la escuadrilla de cazas —se defendió Kerensky—. Un caso entre mil.

—¡Qué casualidad! —observó fríamente Rykov.

A través de sus embajadores, sabía que el juicio contra Mishkin y Lazareff sería público y que en él se revelaría cómo habían atacado los secuestradores a un oficial de la KGB en un parque, para robarle sus documentos de identidad, y se habían hecho pasar por él para tomar el avión.

—¿Hay alguna sospecha —preguntó Petryanov, partidario de Vishnayev— de que esos dos hombres puedan ser los que mataron a Ivanenko?

El ambiente se cargó de electricidad.

—Ninguna —respondió Petrov, con firmeza—. Sabemos que esos dos procedían de Lvov, no de Kiev. Son judíos a los que se había negado el permiso para emigrar. Desde luego, seguimos investigando; pero, de momento, no existe ninguna relación.

—Si surgiese esa relación, ¿seríamos informados? —preguntó Vishnayev.

—Inútil decirlo, camarada —gruñó Rudin.

Entonces fueron llamados los taquígrafos y se reanudó la sesión, para discutir los progresos de Castletown y la compra de diez millones de toneladas de grano para piensos. Vishnayev no apretó en esta cuestión. Rykov las pasó moradas para demostrar que la Unión Soviética empezaba a conseguir las cantidades de trigo que necesitaría para aguantar el invierno y la primavera, a cambio de concesiones mínimas en la limitación de armamentos, punto discutido por el mariscal Kerensky. En cambio, Komarov se vio obligado a reconocer que la inminente llegada de diez millones de toneladas de piensos le permitiría disponer inmediatamente de igual cantidad, sacándola de las reservas en almacén, y evitar una matanza de animales. El mínimo margen de ventaja de la facción de Maxim Rudin permaneció intacto.

Después de levantarse la sesión, el viejo jefe soviético se llevó aparte a Vassili Petrov.

—¿Hay alguna relación entre los dos judíos y el asesinato de Ivanenko? —preguntó.

—Es posible —confesó Petrov—. Desde luego, sabemos que atacaron a aquel agente en Ternopol; por consiguiente, estaban dispuestos a salir de Lvov para preparar la huida. Tenemos las huellas dactilares que dejaron en el avión, y coinciden con las tomadas en sus habitaciones de Lvov. No hemos encontrado unos zapatos que coincidan con las huellas del lugar del asesinato en Kiev, pero seguimos buscándolos. Otra cosa: tenemos la huella parcial de una palma de la mano, revelada en el automóvil que derribó a la madre de Ivanenko. Estamos tratando de conseguir en Berlín las huellas completas de las palmas de ambos hombres. Si coincidiesen…

—Prepare un plan, un plan de urgencia y realizable —ordenó Rudin—, para que sean liquidados en su cárcel de Berlín Oeste. Por si acaso. Y otra cosa: si se demuestra que son los asesinos de Ivanenko, dígamelo a mí, no al Politburó. Primero los liquidaremos, y después informaremos a nuestros camaradas.

Petrov tragó saliva. Engañar al Politburó era jugárselo todo en la Rusia Soviética. Un resbalón, y no habría una red que amortiguase su caída. Recordó lo que le había dicho Rudin junto a la chimenea, en Usovo, hacía quince días. Con un empate a seis en el Politburó, muerto Ivanenko y con dos de los suyos a punto de cambiar de bando, no les quedaba ningún as en la mano.

—Muy bien —aceptó.

El canciller de Alemania Federal, Dietrich Busch, recibió al ministro de Justicia en su despacho particular de la Cancillería, contigua al viejo palacio de Schaumberg, justo después de la mitad del mes. El jefe de Gobierno de Alemania Occidental estaba en pie detrás de la moderna ventana, contemplando la nieve congelada. Dentro de la nueva y moderna sede del Gobierno con vistas a la plaza del Canciller Federal, hacía el calor suficiente para estar en mangas de camisa y no sentir el crudo frío de enero que reinaba en la ciudad a la orilla del río.

—¿Cómo va el asunto de Mishkín y Lazareff? —preguntó Busch.

—Es extraño —contestó el ministro de Justicia, Ludwig Fischer—, pero muestran más deseos de colaborar de lo que cabía suponer. Parecen ansiosos de que el juicio sea rápido y se celebre cuanto antes.

—Magnífico —dijo el canciller—. Es precisamente lo que queremos nosotros. Un juicio rápido. Terminar pronto con esto. ¿En qué sentido colaboran ellos?

—Recibieron la oferta de ser defendidos por un eminente abogado del ala derecha. Pagado con los fondos de una suscripción, posiblemente entre alemanes, o posiblemente de la Liga de Defensa Judía americana. Pero ellos la rechazaron. El hombre quería convertir el juicio en un gran espectáculo, con multitud de detalles sobre el terror de la KGB contra los judíos en Ucrania.

—¿Eso quería un abogado derechista?

—Para echar trigo a su molino. Desprestigiar a los rusos, etcétera —explicó Fischer—. En todo caso, Mishkin y Lazareff quieren confesarse culpables y alegar circunstancias atenuantes. Insisten en ello. Si lo hacen y alegan que la pistola se disparó accidentalmente, al tocar el avión la pista de Schoenfeld, tendrán una base de defensa. Su nuevo abogado sostendrá que no se trata de asesinato, sino de homicidio por imprudencia.

—Creo que podría conseguirlo —dijo el canciller—. ¿Qué pena les correspondería?

—Como también son culpables de secuestro del avión, de quince a veinte años. Aunque, desde luego, podrían salir en libertad provisional después de cumplir tres. Son jóvenes: unos veinticinco años. A los treinta, podrían estar en la calle.

—Me está usted hablando de cinco años —gruñó Busch—. A mí me preocupan los próximos cinco meses. Los recuerdos se borran. Dentro de cinco años serán material de archivo.

—Bueno, ellos lo confiesan todo, pero insisten en que la pistola se disparó accidentalmente. Dicen que querían llegar a Israel, y que no tenían otra manera de intentarlo. Se confesarán culpables… de homicidio por imprudencia.

—Que hagan lo que quieran —dijo eI canciller—. A los rusos no les gustará, pero tendrán que aguantarse. Si la condena fuese por asesinato, la pena sería de reclusión perpetua. Aunque en realidad quedaría reducida a veinte años.

—Hay otra cosa. Piden que, después del juicio, se les traslade a una cárcel de Alemania Occidental.

—¿Por qué?

—Parece que temen la venganza de la KGB. Piensan que estarán más seguros en la Alemania Occidental que en Berlín Oeste.

—¡Tonterías! —gruñó Busch—. Serán juzgados y encarcelados en el Berlín Oeste. Los rusos no pueden soñar en ajustar cuentas dentro de una cárcel de Berlín. No se atreverían. Sin embargo, podríamos hacer un traslado interior dentro de un año, más o menos. Pero no ahora. Adelante, Ludwig. Que las cosas se hagan de prisa y bien, si ellos están dispuestos a colaborar. Pero quíteme de encima a la Prensa, antes de las elecciones, y también al embajador ruso.

En Chita, el sol de la mañana resplandecía sobre la cubierta del Freya, inmóvil en el muelle desde hacía dos meses y medio. En aquellos setenta y cinco días había sido transformado. Dócilmente había soportado día y noche a las diminutas criaturas que rebullían en todos sus rincones. Cientos de kilómetros de hilos, cables, tubos y muelles, habían sido instalados a lo largo y a lo ancho del buque. Laberínticas redes eléctricas habían sido conectadas y probadas, y se había instalado y comprobado un sistema de bombas increíblemente complejo.

Todos los instrumentos, regidos por computadora —que llenarían y vaciarían los depósitos, impulsarían o detendrían el buque, mantendrían su rumbo durante semanas, sin que nadie tuviese que empuñar el timón, y observarían las estrellas en lo alto y el lecho del mar en lo profundo— habían sido colocados en su sitio.

Las despensas y los frigoríficos necesarios para el sustento de la tripulación durante meses, estaban completos; y también el mobiliario, los herrajes de las puertas, las bombillas, los lavabos, las cocinas, la calefacción central, el acondicionamiento de aire, el cine, la sauna, los tres bares, los dos comedores, las camas, las literas, las alfombras y los roperos.

La superestructura de cinco pisos había sido transformada de cáscara vacía en lujoso hotel; el puente, el cuarto de la radio y el de las computadoras, se había convertido de pasillos vacíos y resonantes en un zumbador complejo de consolas de datos, máquinas calculadoras y sistemas de control.

Cuando el último obrero recogió sus herramientas y se alejó, el barco quedó allí como exponente máximo de lo que podía conseguir la tecnología humana en cuestiones de tamaño, fuerza, capacidad, lujo y refinamientos técnicos.

El resto de la tripulación de treinta hombres había llegado por aire dos semanas antes, para familiarizarse con todos los rincones del barco. Eran: el capitán Thor Larsen, un primer oficial, un segundo piloto y un tercer piloto; el jefe mecánico, un primer mecánico, un segundo mecánico y un mecánico electricista, con rango de «primero». El operador de radio y el jefe del servicio tenían también categoría de oficiales. Otros veinte completaban la tripulación: el primer cocinero, cuatro camareros, tres operarios del cuarto de máquinas, un encargado de reparaciones, diez marineros expertos y un bombero.

Dos semanas antes del día señalado para zarpar, los remolcadores apartaron el barco del muelle y lo llevaron al centro de la bahía de Ise. Sus grandes hélices gemelas mordieron el agua para empujarlo hacia el Pacífico Occidental, donde se realizarían las pruebas de navegación. Para los oficiales y la tripulación, así como para los doce técnicos japoneses que les acompañaban, serían quince días de trabajo agotador, poniendo a prueba todos los sistemas, a fin de prevenir todas las contingencias sabidas o posibles.

Eran ciento setenta millones de dólares USA los que salieron aquella mañana por la boca de la bahía, y todos los pequeños barcos anclados frente a Nagoya le vieron pasar llenos de pasmo.

A veinte kilómetros de Moscú se encuentra la población turística de Archangelskoye, que cuenta, entre otras cosas, con un museo y un restaurante gastronómico, famoso por sus auténticos filetes de oro. La última semana de aquel gélido mes de enero, Adam Munro había reservado una mesa para él y su acompañante, extraída del cuerpo de secretarias de la Embajada británica.

Adam nunca invitaba cenar a la misma chica, para evitar sospechas, y, si su ilusionada acompañante de aquella tarde se extrañó de que él quisiera ir tan lejos, por carreteras heladas y con una temperatura de quince grados bajo cero, lo cierto es que no hizo comentarios.

En todo caso, el restaurante era cálido y acogedor, y, cuando Adam se excusó para ir en busca de cigarrillos a su coche, la muchacha lo encontró muy natural, Al llegar al aparcamiento, él se estremeció bajo una ráfaga de aire helado y se dirigió apresuradamente al lugar donde dos faros brillaron un instante en la oscuridad.

Subió al coche, se sentó al lado de Valentina, rodeó a ésta con un brazo, la atrajo hacia sí y la besó.

—No me gusta pensar que estás ahí dentro con otra mujer, Adam —murmuró ella, rozando su cuello con los labios, debajo del mentón.

—No tiene importancia —replicó él—, ninguna importancia. No es más que un pretexto para venir a cenar aquí, sin que sospechen nada. Te traigo noticias.

—¿Sobre nosotros? —preguntó ella.

—Sobre nosotros, He preguntado a los míos si te ayudarían a salir de aquí, y me han dicho que sí. Tenernos un plan. ¿Conoces el puerto de Constanza, en la costa rumana?

Ella negó con la cabeza.

—Lo he oído nombrar, pero nunca he estado allí. Siempre paso las vacaciones en la costa soviética del mar Negro.

—¿Podrías tomarte unas vacaciones allí, con Sasha?

—Supongo que sí —afirmó—. Virtualmente, puedo ir de vacaciones a donde quiera, Rumania forma parte del bloque socialista. Nadie se extrañaría.

—¿Cuándo cierran el colegio de Sasha, para las vacaciones de primavera?

—Creo que a finales de marzo. ¿Tiene eso alguna importancia?

—Tendría que ser a mediados de abril —repuso él—. Los mitas piensan que podrían llevarte de la playa a un carguero en alta mar. Por medio de una lancha rápida. ¿Podrías arreglar una vacaciones de primavera con Sasha, a medidos de abril, en Constanza o en la playa cercana de Mamada?

—Lo intentaré —respondió ella—. Lo intentaré. En abril. ¡Oh, Adam! ¡Parece muy pronto!

—Y lo es, querida. Menos de noventa días, Ten un poco mas de paciencia, como yo la he tenido, y lo conseguiremos. Empezaremos una nueva vida.

Cinco minutos más tarde, ella le había dado la transcripción de la sesión del Politburó de primeros de enero y se había perdido en la noche. El introdujo el fajo de papeles en su cinturón, debajo de la chaqueta y la camisa, y volvió al calor del restaurante de Archangelskoye.

Esta vez, se prometió a sí mismo, mientras charlaba amigablemente con su secretaria, que no habría equivocaciones ni retrocesos, no la dejaría marchar como en 1961. Esta vez sería para siempre.

Edwin Campbell se echó atrás, separándose de la mesa georgiana de la Long Gallery de Castletown, y miró al profesor Sokolov. Se había discutido el último punto del orden del día y arrancado la última concesión. Un mensajero de la planta interior había informado de que la segunda conferencia había llegado a un acuerdo sobre la venta de cereales por los Estados Unidos a la Unión Soviética, en correspondencia a las concesiones hechas en la planta superior.

—Creo que eso es todo, Iván, amigo mío —dijo Campbell—. No creo que podarnos hacer más en esta fase.

El ruso levantó la mirada de las hojas de papel que tenía delante, manuscritas en caracteres cirílicos. Durante más de cien días había luchado encarnizadamente para asegurar a su país el tonelaje de cereales que necesitaba para salvarse del desastre, conservando el máximo posible de armamentos, tanto en el espacio interior como en la Europa del Este. Sabia que había tenido que hacer concesiones que habrían sido inauditas cuatro años antes en Ginebra, pero todo lo había hecho lo mejor posible, dentro del tiempo previsto.

—Creo que tiene razón, Edwin —respondió—. Ahora debemos preparar el borrador del tratado de reducción de armamentos, para someterlo a nuestros respectivos Gobiernos.

—Y el protocolo comercial —añadió Campbell—. Supongo que también lo querrán.

Sokolov se permitió una taimada sonrisa.

—Estoy seguro de que sí, y mucho —afirmó.

Durante las dos semanas siguientes, los equipos gemelos de intérpretes y taquígrafos prepararon el tratado y el protocolo comercial. De vez en cuando, los dos negociadores principales tenían que intervenir para aclarar algún punto confuso, pero la mayor parte de la redacción y de las traducciones quedaban en manos de los ayudantes. Cuando, al fin, estuvieron terminados los dos prolijos documentos, por duplicado, los dos jefes negociadores partieron hacia sus respectivas capitales para someterlos a sus amos.

Andrew Drake dejó su revista y se recostó.

—Me pregunto… —dijo.

—¿Qué? —inquirió Krim, entrando en el pequeño cuarto de estar con tres tazas de café.

Drake empujó el periódico en dirección al tártaro.

—Lee el primer artículo —dijo.

Krim leyó en silencio, mientras Drake sorbía su café. Kaminsky les observaba a los dos.

—Estás loco —dijo Krim, rotundamente.

—No —replicó Drake—. Sin un poco de audacia, nos quedaríamos sentados aquí los próximos diez años. Podría dar resultado. Mirad: dentro de una semana empezará el juicio contra Mishkin y Lazareff. El resultado ya se sabe. Nada impide que empecemos ahora a hacer los planes. En todo caso, tendremos que hacerlos, si queremos que un día salgan de la cárcel. Por consiguiente, podemos empezar. Azamat, tú estuviste con los paracaidistas en Canadá, ¿no?

—Sí —afirmó Krim—. Cinco años.

—¿Seguiste algún curso de explosivos?

—Sí. Demolición y sabotaje. Un curso de tres meses con los zapadores.

—Y, hace años, yo era muy aficionado a la electrónica y a la radio —dijo Drake—. Probablemente porque mi papaíto tenía un taller de reparaciones de radio antes de morir. Podríamos hacerlo. Necesitaríamos ayuda, pero podríamos hacerlo.

—¿Cuántos hombres más? —preguntó Krim.

—Necesitaríamos uno en el exterior, para reconocer a Mishkin y a Lazareff cuando saliesen. Este tendrías que ser tú, Miroslav. En cuanto al trabajo en si, nosotros dos, más cinco que montasen guardia.

—Jamás se ha hecho algo así —observó el tártaro, en tono de duda.

—Razón de más para que no lo esperen y no estén preparados.

—Pueden pillarnos al final —observó Krim.

—No necesariamente. Yo cargaría con todo, si no hubiese más remedio. Y, en todo caso, el judío sería la sensación del siglo. Con Mishkin y Lazareff libres en Israel, la mitad del mundo occidental aplaudiría. Todo el problema de una Ucrania libre sería aireado en todos los periódicos y revistas fuera del bloque soviético.

—¿Conoces a cinco más, dispuestos a participar en eso?

—Hace años que estoy recogiendo nombres —contestó Drake—. Hombres que están hartos y cansados de palabras. Si se enteran de lo que hemos hecho ya, sí, puedo tener cinco hombres antes de que termine el mes.

—Muy bien —aceptó Krim—. Ya que estamos metidos en esto, sigamos adelante. ¿A dónde quieres que vaya?

—A Bélgica —respondió Drake—. Necesito un apartamento grande en Bruselas. Llevaremos a los hombres allí y convertiremos el apartamento en base de operaciones del grupo.

Mientras Drake hablaba en estos términos, amanecía sobre China y los astilleros de «IHI», al otro lado del mundo El Freya estaba amarrado al muelle, pero sus máquinas zumbaban.

La noche anterior se había celebrado una larga conferencia en el despacho del presidente de «IHI», a la que habían asistido los primeros superintendentes de la Compañía y de los astilleros, los peritos mercantiles, Harry Wannerstrom y Thor Larsen. Los dos técnicos se habían mostrado de acuerdo en que todos los sistemas del gigantesco petrolero estaban en perfectas condiciones de funcionamiento. Wennerstrom había firmado el documento de entrega definitivo, haciendo constar que el Freya estaba en todo de acuerdo con lo pedido y pagado por él.

En realidad, sólo había pagado el cinco por ciento del precio al firmarse el contrato para la construcción; otro cinco por ciento, cuando la ceremonia de terminación de la quilla; otro cinco por ciento al ser botado al agua el buque, y otro cinco por ciento en el acto de la entrega oficial. El ochenta por ciento restante, más intereses, debía pagarse en ocho anualidades. Pero, oficialmente y a todos los fines, el barco era suyo. La bandera de la Compañía había sido arriada ceremoniosamente, y el casco alado azul y plata de vikingo, emblema de la «Nordia Line», ondeaba a impulsos de la brisa.

En el puente de mando, desde el que se dominaba la vasta extensión de la cubierta, Harry Wennerstrom asió a Thor Larsen del brazo, lo condujo al cuarto de la radio y, cuando hubieron entrado, cerró la puerta. Una vez cerrada, ningún ruido podía filtrarse por las paredes de la habitación.

—Es todo suyo, Thor —dijo—. A propósito: hay un ligero cambio de planes en lo que respecta a su llegada a Europa. No va a anclar fuera de puerto. No en este viaje inaugural. Sólo por esta vez, entrará en el Europort de Rotterdam con toda su carga.

Larsen miró a su patrono con incredulidad. Sabía tan bien como cualquiera que los ULCC nunca entraban completamente cargados en los puertos; permanecían fuera de ellos y se aligeraban descargando la mayor parte de su mercancía en otros petroleros más pequeños, a fin de reducir su calado en aguas poco profundas. O bien atracaban en «islas», instalaciones de tuberías sobre montantes, bastante lejos de la costa, desde las cuales se bombeaba el petróleo hacia tierra. La idea de «una novia en cada puerto» era un chiste malo para los tripulantes de los superpetroleros; con frecuencia no atracaban cerca de una ciudad en todo un año, y sólo salían de su barco por el aire en los períodos de vacaciones. Por eso las dependencias de la tripulación tenían que ser un verdadero hogar fuera del hogar.

—No podrá pasar por el canal de la Mancha —repuso Larsen.

—No va a subir por el canal —dijo Wennerstrom—. Pasará por el oeste de Irlanda y de las Hébridas, por el norte de Pentland Firth, entre las Orcadas y las Shetlands, y bajará hacia el Sur por el mar del Norte, siguiendo la línea de veinte brazas; después, esperará en el ancladero a que los prácticos le conduzcan por el canal principal hacia el estuario del Mosa. Los remolcadores lo arrastrarán desde el Anzuelo de Holanda hasta el Europort.

—Si el Freya va completamente cargado, no podrá pasar por el canal interior, desde la Boya K.I. hasta el Mosa —protestó Larsen.

—Sí que podrá —afirmó tranquilamente Wennerstrom—. En los cuatro últimos años han dragado el canal hasta una profundidad de 115 pies. Y su calado será de 98 pies. Si me pidiesen el nombre de un marino capaz de meter un buque de un millón de toneladas en Europort, daría el de usted sin vacilar, Thor. Será una dura prueba, pero déjeme alcanzar este último triunfo. Quiero que el mundo lo vea, Thor. A mi Freya. Todos estarán allí, esperándole. El Gobierno holandés, la Prensa mundial. Serán mis invitados, y se quedarán pasmados. En otro caso, nadie le vería nunca; se pasaría toda la vida lejos de la tierra.

—Está bien —aceptó pausadamente Larsen—. Pero sólo esta vez. Cuando termine con esto, habré envejecido diez años.

Wennerstrom sonrió como un chiquillo.

—Espere a que ellos lo vean —dijo—. El primero de abril. Le esperaré en Rotterdam, Thor Larsen.

Diez minutos más tarde, se había marchado. Al mediodía, con los obreros japoneses alineados a lo largo del muelle para aclamarle, el poderoso Freya soltó amarras y se dirigió a la boca de la bahía. A las dos de la tarde del 2 de febrero salió al Pacífico y puso rumbo al Sur, en dirección a las Filipinas, Borneo y Sumatra, como iniciación de su primer viaje.

El 10 de febrero, el Politburó se reunió en Moscú para estudiar, aprobar o rechazar, el borrador del tratado y del protocolo comercial anexo, negociados en Castletown. Rudin y sus partidarios sabían que, si conseguían que se aprobasen las cláusulas del tratado en esta reunión, el mismo sería firmado y ratificado en definitiva. Yefrem Vishnayev y su facción de halcones lo sabían igualmente. La sesión fue larga y sumamente polémica.

Con frecuencia se piensa que los estadistas mundiales, incluso en sus reuniones privadas, emplean un lenguaje moderado y se dirigen cortésmente a sus colegas y consejeros. Tal cosa no puede ser aplicada a varios recientes presidentes de los Estados Unidos, y es completamente incierta en lo que atañe a las sesiones secretas del Politburó. Los equivalentes rusos de las palabras de cuatro letras suenan continua y rápidamente. Sólo el melindroso Vishnayev moderaba su lenguaje, aunque su tono era ácido, al combatir con sus aliados todos los párrafos de cada concesión.

El ministro de Asuntos Exteriores, Dmitri Rykov, llevaba la voz cantante en la facción moderada.

—Hemos conseguido —dijo— la venta segura de cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales, a los precios razonables del mes de julio pasado. Sin ellas, nos habríamos enfrentado con un desastre a escala nacional. Además, nos suministrarán tecnología moderna, artículos de consumo, computadoras y material para la extracción de petróleo, por valor de casi tres mil millones de dólares. Con esto podemos hacer frente a problemas que nos han tenido en vilo durante dos decenios y solucionarlos en un plazo de cinco años.

»En contrapartida, hemos tenido que hacer algunas concesiones mínimas en materia de armamentos y de fuerzas preventivas; pero debo hacer hincapié en que eso no entorpecerá ni retrasará nuestra capacidad de dominar el Tercer Mundo y sus recursos en materias primas, dentro de los mismos cinco años. El mes de mayo último nos vimos amenazados por un desastre, pero hemos podido vencer la situación gracias a la inspirada dirección del camarada Maxim Rudin. Rechazar ahora este tratado, sería lo mismo que volver a la situación del mes de mayo, pero aún peor: nuestras últimas reservas de cereales de la cosecha de 1982 se agotarán dentro de sesenta días.

En la votación de los términos del tratado, que era en realidad un voto de confianza a Maxim Rudin, se mantuvo el empate de seis a seis, resuelto por el voto de calidad del presidente.

—Sólo una cosa podría derribarle ahora —dijo Vishnayev al mariscal Kerensky, con sereno aplomo, mientras ambos se dirigían aquella noche a casa en el automóvil del primero—. Que ocurriese algo grave, capaz de hacer que uno o dos miembros de su facción cambiasen de bando antes de ratificarse el tratado. Si no ocurre nada, el Comité Central aprobará el tratado propuesto por el Politburó, y el mismo entrará en vigor. Si al menos pudiese demostrarse que esos dos malditos judíos de Berlín mataron a Ivanenko…

Kerensky se mostraba ahora menos jactancioso que de costumbre. En su fuero interno empezaba a preguntarse si no se habría equivocado al elegir su bando. Tres meses antes, parecía seguro de que Rudin se vería empujado demasiado lejos, y demasiado aprisa, por los americanos, y perdería el apoyo necesario en la mesa del tapete verde. Pero Kerensky estaba comprometido con Vishnayev; ya no se celebrarían las grandes maniobras soviéticas en Alemania Oriental, dentro de dos meses, y tendría que aguantarse.

—Otra cosa —añadió Vishnayev—. Si se hubiese sabido hace seis meses, la lucha por el poder habría terminado. He tenido noticias de un informador que trabaja en la clínica de Kuntsevo. Maxim Rudin se muere.

—¿Se muere? —repitió el ministro de Defensa—. ¿Cuándo? ¿Dónde?

—No tan pronto como convendría —respondió el teórico del partido—. Vivirá lo suficiente para ver aprobado su tratado, amigo mío. El tiempo pasa muy de prisa para nosotros, y nada podemos hacer para evitarlo. A menos que el caso Ivanenko estallase.

Mientras tanto, el Freya navegaba por los estrechos de la Sonda. A babor, estaba la punta de Java, y a estribor, en la lejanía, la enorme masa del volcán Krakatoa recortaba su silueta sobre el cielo nocturno. En el oscurecido puente, una serie de instrumentos débilmente iluminados decían a Thor Larsen, al primer oficial de guardia y al joven ayudante, todo lo que éstos tenían que saber. Tres sistemas separados de navegación transmitían sus descubrimientos a la computadora, instalada en un pequeño cuarto a popa del puente, y tales descubrimientos eran absolutamente exactos. Los datos constantes de la brújula, con un máximo margen de error de medio segundo, eran cotejados con las estrellas de la bóveda celeste, firmes e inmutables. Los astros artificiales construidos por el hombre, los satélites en órbita, eran también seguidos, y los datos transmitidos por los mismos pasaban a la computadora. Aquí, los bancos de memoria habían absorbido mareas, vientos, corrientes submarinas, temperaturas y grados de humedad. Y la computadora enviaba automáticamente sus continuos mensajes al gigantesco timón que, muy por debajo del peto de popa, oscilaba con la sensibilidad de una cola de sardina.

En lo alto, sobre el puente, las dos pantallas de radar giraban incesantemente, captando costas y montañas, barcos y boyas, e informando de ello a la computadora, que analizaba esta información, presta a lanzar su toque de alarma a la primera señal de peligro. Bajo el agua, las sondas de eco trazaban un mapa tridimensional del fondo marino, mientras que, en la sección de proa, el sonar registraba las negras aguas, hacia el frente y hacia abajo, en una extensión de cinco kilómetros. Pues si el Freya, navegando a toda marcha, tenía que pararse, tardaría media hora en hacerlo y recorrería entre tanto de tres a cuatro kilómetros. Todo eso a causa de sus dimensiones.

Antes del amanecer, salió de los estrechos de la Sonda, y la computadora le hizo poner rumbo al Noroeste, a lo largo de la línea de cien brazas, en dirección al sur de Ceilán y al mar de Arabia.

Dos días más tarde, el 12, ocho hombres se reunieron en el apartamento alquilado por Azamat Krim en un suburbio de Bruselas. Los cinco recién llegados habían sido convocados por Drake, que los tenía anotados en su lista desde hacía tiempo, y había hablado con ellos hasta altas horas de la noche, antes de resolver que podían participar en su sueño de descargar un rudo golpe contra Moscú. Dos de los cinco eran ucranianos nacidos en Alemania, retoños de la vasta comunidad ucraniana en la República Federal. Uno era americano, de Nueva York, también hijo de padre ucraniano; y los otros dos eran angloucranianos.

Cuando se enteraron de que Mishkin y Lazareff habían matado al jefe de la KGB, prorrumpieron en excitados comentarios, y cuando Drake les dijo que la operación no podría considerarse terminada hasta que los dos partisanos estuviesen libres y a salvo, todos se mostraron de acuerdo. Hablaron durante toda la noche, y al amanecer habían formado entre ellos cuatro equipos de dos hombres.

Drake y Kaminsky volverían a Inglaterra y comprarían el equipo electrónico que Drake consideraba indispensable. Uno de los alemanes regresaría a Alemania, en compañía de uno de los ingleses, para buscar los explosivos necesarios. El otro alemán, que tenía relaciones en París, iría con el otro inglés a comprar o robar las armas. Azamat y su colega americano cuidarían de buscar la canoa a motor. El americano, que había trabajado en un barco de recreo en el norte del Estado de Nueva York, creía saber lo que necesitaba.

Ocho días más tarde, en la estrechamente custodiada sala de justicia aneja a la prisión Moabit, de Berlín Oeste, empezó el juicio contra Mishkin y Lazareff. Ambos permanecieron callados y sumisos en el banquillo, en medio de unas extraordinarias medidas de seguridad, desde el alambre espinoso montado en lo alto de los muros exteriores, hasta los guardias armados distribuidos en toda la sala, mientras escuchaban el pliego de cargos. La lectura de éste duró diez minutos. Hubo un murmullo audible en los atestados bancos de la Prensa, cuando los dos acusados se declararon culpables de todos los delitos. El fiscal se levantó y presentó al tribunal su versión de los hechos acaecidos la víspera de Año Nuevo. Cuando hubo terminado, los jueces suspendieron la vista para deliberar sobre la sentencia.

El Freya avanzó pausada y tranquilamente por el estrecho de Ormuz y entró en el golfo Pérsico. La brisa había refrescado al declinar el sol, hasta convertirse en el frío viento shamal que soplaba del Nordeste, cargado de arena, y enturbiaba el horizonte. Todos los tripulantes conocían bien este paisaje, pues habían pasado muchas veces por allí, cuando iban a cargar petróleo crudo en el golfo. Todos ellos eran expertos en buques petroleros.

A un lado del Freya, las áridas y desnudas islas Quoin se deslizaron apenas a dos cables de distancia; al otro lado, los oficiales que estaban en el puente pudieron distinguir el paisaje lunar de la península de Musadam, con sus extrañas montañas rocosas. El Freya navegaba a buena altura, y la profundidad del canal no planteaba ningún problema. Cuando regresase, cargado de petróleo, la cosa sería muy distinta. Navegaría sumergido casi hasta el máximo avanzando despacio, pendiente de la sonda y del mapa del fondo marino, que se deslizaría a pocos pies del casco, cuya altura era de casi treinta metros hasta la línea de flotación.

El barco seguía lastrado, como lo había estado desde que zarpó de China. Tenía sesenta tanques o depósitos gigantes, distribuidos en tres hileras de a veinte, de proa a popa. Uno de ellos estaba destinado únicamente a recoger los desperdicios de los cincuenta depósitos de carga. Otros nueve eran tanques de lastre y sólo recibían agua de mar para dar estabilidad al buque cuando viajaba descargado.

Pero los restantes cincuenta depósitos para petróleo eran suficientes. Cada uno de ellos tenía capacidad para 20 000 toneladas de crudo. Con absoluta confianza en su invulnerabilidad al accidente de contaminación por el petróleo, el barco se dirigió a Abu Dhabi, a recoger su primer cargamento.

En la rue Miollin, de París, hay un modesto bar donde suelen reunirse los peces menudos del mundo de los mercenarios y los traficantes de armas, para tomar unas copas juntos. El germanoucraniano y su colega inglés fueron conducidos allí por el amigo francés del primero.

El galo y otro francés amigo suyo estuvieron varias horas negociando en voz baja. Por último, aquél se acercó a los ucranianos.

—Mi amigo dice que puede hacerse —dijo al ucraniano de Alemania—. A quinientos dólares la pieza. Dólares USA, y al contado. Incluido un cargador por unidad.

—Nos lo quedaremos, si añade una pistola con un cargador completo —replicó el alemán.

Tres horas más tarde, en el garaje de una casa particular cerca de Neuilly, seis metralletas y una pistola «MAB» de nueve milímetros fueron envueltas en mantas e introducidas en el portaequipajes del coche de los ucranianos. El dinero cambió de manos. Al cabo de veinticuatro horas, justo antes de la medianoche del 24 de febrero, llegaron a su apartamento de Bruselas y guardaron su equipo en el fondo del armario ropero.

El 25 de febrero, al salir el sol, el Freya volvió a cruzar el estrecho de Ormuz, y los oficiales del puente suspiraron aliviados al ver que la sonda indicaba que el fondo del mar descendía rápidamente delante de ellos, hundiéndose en las profundidades del océano. Las cifras bajaron rápidamente de veinte a cien brazas. Y el Freya cobró gradualmente su velocidad normal de 15 nudos, a plena carga, mientras ponía rumbo al Sudoeste y avanzaba por el golfo de Omán.

Ahora iba completamente cargado, de acuerdo con el objetivo para el que había sido construido: transportar un millón de toneladas de crudo a las sedientas refinerías europeas y a los millones de hogares que habrían de consumirlo. Su calado era el previsto de treinta metros, y los aparatos de alarma sabían lo que tenían que hacer si el fondo marino se acercaba demasiado.

Sus nueve depósitos de lastre estaban ahora vacíos y actuaban como flotadores. En la parte de proa, la primera hilera de tres cubas contenía un depósito lleno de crudo a babor y otro a estribor, con el depósito para desperdicios en el centro. Venía después la primera hilera de tres depósitos de lastre vacíos. La segunda hilera de las tres estaba en mitad del barco, y la tercera, al pie de la superestructura, en el quinto piso de la cual el capitán Thor Larsen cedió el gobierno del Freya a su primer oficial y bajó a su espléndido camarote de día para desayunarse y dormir.

En la mañana del 26 de febrero, después de un aplazamiento de varios días, el presidente del tribunal de Moabit, en Berlín Oeste, empezó a leer la sentencia dictada por él y sus dos colegas. La lectura duró varias horas.

Mishkin y Lazareff escuchaban impasibles desde el aislado banquillo. De vez en cuando bebían un sorbo de agua de los vasos colocados sobre las mesas que tenían delante. Los periodistas que llenaban la galería reservada a la Prensa internacional les observaban atentamente, lo mismo que a los jueces, mientras eran leídos los resultados de la sentencia. Pero un periodista, representante de una revista mensual izquierdista alemana, parecía más interesado en los vasos de agua que en los propios acusados.

El tribunal suspendió la vista para almorzar, y, cuando se reanudó la sesión, el periodista se había ausentado. Estaba telefoneando desde una de las cabinas exteriores. Poco después de las tres, el presidente del tribunal se dispuso a leer el fallo. Los dos acusados se pusieron en pie y escucharon la condena a quince años de prisión.

Después, fueron sacados de la sala y conducidos a la prisión de Tegel, en el sector norte de la ciudad, donde empezarían a cumplir su condena, y, a los pocos minutos, la sala quedó vacía. Las mujeres encargadas de la limpieza pusieron manos a la obra, retirando los cestos de papeles, las botellas y los vasos. Una de estas mujeres de edad madura, se encargó de limpiar el recinto donde habían estado los acusados. Sin que lo advirtiesen sus compañeras, recogió los dos vasos de aquéllos, los envolvió y los metió en su cesta de la compra debajo de los envoltorios vacíos de su comida. Nadie lo advirtió, pues a nadie le importaba.

El último día del mes, Vassili Petrov pidió audiencia a Maxim Rudin y fue recibido privadamente por éste en sus habitaciones del Kremlin.

—Mishkin y Lazareff —anunció, sin preámbulos.

—¿Qué hay de ellos? Les condenaron a quince años. Merecían la muerte.

—Uno de nuestros agentes en Berlín Oeste sustrajo los vasos que habían empleado para beber agua durante el juicio. La huella palmar revelada en uno de ellos coincide con la hallada en el coche causante del atropello de octubre en Kiev.

—Entonces, fueron ellos —dijo Rudin, con voz hosca—. ¡Malditos sean! Liquídelos, Vassili. Lo antes que pueda. Encargue de ello a «asuntos mojados».

La KGB, muy vasta y compleja en su organización y sus funciones, se compone esencialmente de cuatro direcciones principales, seis direcciones independientes y seis departamentos también independientes.

Pero las cuatro direcciones principales constituyen la mayor parte de la KGB. De ellas, la primera se ocupa exclusivamente de actividades clandestinas fuera de la URSS.

En el fondo de esta dirección se halla una sección conocida simplemente como Departamento V (V de Víctor) o Departamento de Acción Ejecutiva. La KGB tiene el máximo interés en que permanezca oculto a todo el mundo, dentro y fuera de la URSS. Porque sus tareas comprenden el sabotaje, la coacción, el secuestro y el asesinato. En la jerga de la propia KGB se le designa también con otro nombre: Departamento de mokrie-dyela o de «asuntos mojados», debido a que sus operaciones producen muchas veces derramamiento de sangre. Maxim Rudin ordenó a Petrov que encargase a este Departamento V de la primera Dirección Principal de la KGB la eliminación de Mishkin y Lazareff.

—Ya había pensado en ello —dijo Petrov—. Pero también pensé que el asunto podría confiarse al coronel Kukushkin, jefe de Seguridad de Ivanenko. Tiene motivos personales para querer realizarlo con éxito: salvar su propia piel, vengar a Ivanenko y lavar la humillación. Hace diez años trabajó en «asuntos mojados». Y forzosamente conoce el secreto de lo acaecido en la calle de Rosa Luxemburgo, ya que se encontraba allí. Además, habla alemán. Sólo debería informar al general Abrassov o a mí.

Rudin asintió, ceñudo.

—Muy bien, que él se encargue del trabajo. Puede elegir su propio equipo. Abrassov le dará todo lo que necesite. La razón aparente será vengar la muerte del capitán aviador Rudenko. Y es necesario que lo consiga al primer intento. Si fracasara, Mishkin y Lazareff podrían soltar la lengua. Después de un atentado frustrado, alguien podría creerles. Indudablemente, Vishnayev les creería, y ya sabe usted lo que eso significaría.

—Lo sé —admitió Petrov, a media voz—. Pero no fracasará. Lo hará él mismo.