CAPÍTULO VIII

Ostensiblemente, la KGB ha respondido siempre ante el Consejo de Ministros soviético. En la práctica es responsable ante el Politburó.

El trabajo cotidiano de la KGB, los nombramientos de sus oficiales, los ascensos y la instrucción de cada miembro de su personal, todos son supervisados por el Politburó a través de la sección de Organizaciones del Partido del Comité Central. Cada hombre de la KGB es vigilado en todas las fases de su carrera, registrándose su actuación en el fichero; ni siquiera los perros guardianes de la Unión Soviética se ven nunca libres de vigilancia. Es por ello muy improbable que esta completa y poderosísima máquina de control quede alguna vez incontrolada.

Después del asesinato de Yuri Ivanenko, Vassili Petrov tomó el mando de la operación encaminada a ocultar el hecho, operación ordenada directa y personalmente por Maxim Rudin.

Rudin había ordenado por teléfono al coronel Kukushkin que trajese los dos coches directamente a Moscú por carretera, sin detenerse para comer, beber o dormir, viajando durante toda la noche y repostando el «Zil» que transportaba el cadáver de Ivanenko, por medio de latas de gasolina que le facilitaría el «Chaika», siempre en lugares donde no pudiesen ser observados por los transeúntes. Al llegar a las afueras de Moscú, los dos automóviles se dirigieron a la clínica privada del Politburó en Kuntsevo, donde el cadáver con la cabeza destrozada fue secretamente enterrado entre los pinos del recinto de la clínica, en una tumba anónima. La comitiva fúnebre de Ivanenko estuvo compuesta por sus propios guardaespaldas, todos ellos bajo arresto domiciliario en una de las villas del Kremlin, en el bosque. La vigilancia de estos hombres se confió no a la KGB, sino a la guardia del palacio del Kremlin.

El coronel Kukushkin fue el único que no quedó incomunicado. Fue llamado al despacho particular de Petrov, en el edificio del Comité Central.

El coronel estaba muy asustado, y no lo estuvo menos cuando salió del despacho de Petrov. Este le había dado una sola oportunidad de salvar su vida y su carrera: le encargó la operación de ocultación de lo ocurrido.

Kukushkin aisló todo un pabellón de la clínica de Kuntsevo y trajo hombres nuevos de la KGB, de la plaza de Dzerzhinsky, para que montasen guardia en él. Dos médicos de la KGB fueron trasladados a Kuntsevo para el cuidado del paciente del pabellón aislado, un paciente que, en realidad, no era más que una cama vacía. Nadie más podía entrar allí, pero los dos médicos, que sólo sabían lo bastante para sentir un miedo espantoso, trasladaron al pabellón cerrado todo el equipo y medicamentos necesarios para el tratamiento de un ataque cardíaco. Al cabo de veinticuatro horas, Yury Ivanenko había dejado de existir, salvo para los del pabellón cerrado de la clínica secreta próxima a la carretera de Moscú a Minsk.

En esta primera fase del caso, sólo a otro hombre se confió el secreto. De los seis ayudantes de Ivanenko, todos ellos con despachos contiguos al suyo en la tercera planta del Cuartel General de la KGB, uno era su sustituto oficial como presidente de esta organización. Petrov llamó al general Konstantin Abrassov a su despacho y le informó de lo ocurrido, información que impresionó al general como nada le había impresionado en su carrera de treinta años en la Policía secreta. Inevitablemente, se avino a continuar la comedia.

En el Hospital de Octubre, de Kiev, la madre del difunto fue rodeada por hombres de la KGB local y siguió recibiendo diariamente mensajes de consuelo por parte de su hijo.

En fin, los tres trabajadores del anexo al Hospital de Octubre, que habían descubierto un rifle de caza y una mira nocturna cuando acudieron al trabajo la mañana siguiente al suceso, fueron trasladados con sus familias a uno de los campamentos de Mordovia, y dos detectives llegaron de Moscú para investigar un acto de gamberrismo. El coronel Kukushkin les acompañó. Se dijo a los dos hombres que se había efectuado un disparo contra el coche en marcha de un funcionario del partido local, y que la bala había atravesado el parabrisas y se había encontrado en la tapicería del coche. En realidad, se había extraído del hombro del guardia de la KGB, y fue mostrada a los detectives. Se ordenó a éstos que investigaran la identidad de los gamberros de un modo absolutamente secreto. Un tanto perplejos y muy desilusionados, iniciaron su trabajo. Se pararon las obras, se cerró el edificio en construcción y se proporcionó a los detectives todo el equipo técnico que pidieron. Lo único que no les dieron fue una explicación de la verdad.

Cuando estuvieron montadas todas las piezas del engañoso rompecabezas, Petrov informó personalmente a Rudin. Al viejo jefe le incumbía la tarea más ardua: informar al Politburó de lo realmente acaecido.

El informe privado presentado dos días más tarde por el doctor Myron Fletcher, del Departamento de Agricultura, al presidente William Matthews, era más de lo que podía desear el comité formado bajo los personales auspicios del presidente. No sólo el buen tiempo había proporcionado a América del Norte una espléndida cosecha de toda clase de cereales, sino que ésta superaría todas las marcas registradas hasta el momento. Incluso contando con las probables exigencias del consumo doméstico, incluso manteniendo las actuales ayudas a los países pobres, el excedente se acercaría a los sesenta millones de toneladas en la cosecha combinada de los Estados Unidos y el Canadá.

—Señor presidente, ya tiene usted lo que quería —anunció Stanislav Poklesvski—. Puede comprar este excedente cuando lo desee, a los precios del mes de julio. Dados los progresos de las conversaciones de Castletown, el Comité de Créditos de la Cámara no le pondrá obstáculos.

—Así lo espero —dijo el presidente—. Si triunfamos en Castletown, la reducción en los gastos de defensa compensará sobradamente las pérdidas comerciales en los cereales. ¿Qué se sabe de la cosecha soviética?

—Estamos trabajando en ello —intervino Bob Benson—. Los «Cóndor» están registrando toda la Unión Soviética y nuestros analistas estudian las cosechas de cereales región por región. Creo que podremos darle un informe dentro de una semana.

Entonces podremos compararlo con los datos obtenidos por nuestros agentes sobre el terreno y obtener una cifra bastante exacta, con un máximo margen de error del cinco por ciento.

—Háganlo lo antes posible —ordenó el presidente Matthews—. Necesito saber la posición exacta de los soviets en cada sector. Eso incluye la reacción del Politburó a su propia cosecha de grano. Tengo que conocer sus puntos fuertes y sus puntos flacos. Averígüelos, Bob, se lo ruego.

Nadie que estuviese en Ucrania aquel invierno olvidará fácilmente las redadas de la KGB y de la guardia contra los sospechosos del menor atisbo de sentimientos nacionalistas.

Mientras los dos detectives interrogaban minuciosamente a los que pasaron por la calle de Sverdlov la noche en que fue atropellada la madre de Ivanenko, desmontaban meticulosamente el coche robado que atropelló a la anciana y se dio a la fuga, estudiaban el rifle y el intensificador de imagen y registraban los alrededores del edificio anexo al hospital el general Abrassov emprendió la caza de nacionalistas.

Centenares de ellos fueron detenidos en Kiev, Ternopol, Lvov, Kanev, Rovno, Zitomir y Vinnitsa. Los KGB locales, ayudados por equipos de Moscú, luchaban aparentemente contra los brotes esporádicos de terrorismo, como el atentado de agosto, en Ternopol, contra un agente de paisano de la KGB. A algunos de los principales interrogadores se les dijo que su investigación debía recaer también sobre el disparo que se había efectuado en Kiev a finales de octubre; pero nada más.

Aquel mes de noviembre, en el mísero barrio obrero de Levandivka, de Lvov, David Lazareff y Lev Mishkin pasearon un día por las nevadas calles, en uno de sus raros encuentros. Dado que los padres de ambos habían sido llevados a los campos de concentración, sabían que también a ellos se les acababa el tiempo. La palabra «Judío» figuraba en sus tarjetas de identidad, como en las del millón de judíos que moraban en la Unión Soviética. Tarde o temprano, la KGB desviaría su atención de los nacionalistas a los judíos. Nada cambia en la Unión Soviética.

—Ayer envié la postal a Andriy Drach, confirmando el cumplimiento del primer objetivo —dijo Mishkin—. Y a ti, ¿cómo te van las cosas?

—Hasta ahora, bien —respondió Lazareff—. Quizá la situación mejorará dentro de poco.

—Esta vez, no lo creo —dijo Mishkin—. Tenemos que largarnos pronto, si querernos hacerlo algún día. No hay que pensar en los puertos. Tendrá que ser por el aire. Nos encontraremos en el mismo sitio la próxima semana. Veré lo que puedo descubrir sobre el aeropuerto.

Muy lejos de ellos, hacia el Norte, un «Jumbo» de la «S.A.S.» zumbaba en su ruta polar de Estocolmo a Tokio. Entre los pasajeros de primera clase iba el capitán Thor Larsen hacia su nuevo destino.

Maxim Rudin informó al Politburó con su voz cascada y sin florituras. Pero ningún actor dramático habría podido mantener tan absorto a su auditorio, ni provocar tan grande reacción de pasmo. Desde que un oficial del Ejército había vaciado el cargador de su pistola contra el automóvil de Leónidas Breznev al cruzar la Puerta de Borovtisky del Kremlin diez años atrás, había persistido el espectro del hombre solitario y armado capaz de atravesar el muro de seguridad montado alrededor de los jerarcas. Y ahora se había hecho real y parecía estar mirándoles desde su propia mesa cubierta con el verde tapete.

Esta vez no había ninguna secretaria en la sala. Ni giraban los magnetófonos en la mesa del rincón. Ayudantes y taquígrafos brillaban por su ausencia. Cuando hubo terminado, Rudin cedió la palabra a Petrov, el cual explicó las complicadas medidas que se habían tomado para disfrazar el suceso y los pasos que se estaban dando en secreto para identificar a los asesinos y eliminarlos cuando hubiesen delatado a todos sus cómplices.

—Pero, ¿todavía no los han encontrado? —saltó Stepanov.

—Sólo han pasado cinco días desde el atentado —dijo serenamente Petrov—. No, todavía no han sido descubiertos. Pero lo serán. Sean quienes fueren, no pueden escapar. Y cuando les detengamos, revelarán los nombres de todos los que les ayudaron. El general Abrassov cuidará de ello. Entonces, toda persona que sepa lo que ocurrió aquella noche en la calle de Rosa Luxemburgo, por mucho que se esconda, será liquidada. Y lo será de modo que no deje el menor rastro.

—¿Y mientras tanto? —preguntó Komarov.

—Mientras tanto —contestó Rudin— debemos sostener, con absoluta unanimidad, que el camarada Yuri Ivanenko ha sufrido un fuerte ataque al corazón y está sometido a cuidados intensivos. Una cosa está clara: la Unión Soviética no puede ni debe tolerar la humillación a que se vería sometida si el mundo se enterase de lo sucedido en la calle de Rosa Luxemburgo. En Rusia no hay Lee Harvey Oswalds, ni nunca los habrá.

Hubo un murmullo de asentimiento. Nadie podía disentir de la declaración de Rudin.

—Con su permiso, camarada secretario general —intervino Petrov—. Aunque no puede menospreciarse la catástrofe que sería el hecho de que estas noticias se filtrasen al extranjero, existe otro aspecto igualmente grave. Y es que empezaran a circular rumores entre nuestra propia población. Dentro de poco serían algo más que rumores. Pueden ustedes imaginarse el efecto que esto produciría en el interior del país.

Todos sabían que el orden público dependía muchísimo de la creencia en la invulnerabilidad de la KGB.

—Si trascendiese la noticia —dijo pausadamente Chavadze, el georgiano—, y más aún si escapasen los delincuentes, el efecto sería tan grave como el del hambre.

—No pueden escapar —dijo vivamente Petrov—. No deben escapar. No escaparán.

—Pero, ¿quiénes son? —gruñó Kerensky.

—Todavía no lo sabemos, camarada mariscal —respondió Petrov—. Pero lo sabremos.

—Pero se empleó un arma occidental —insistió Shushkin—. ¿No podría estar Occidente detrás de esto?

—Creo que es casi imposible —dijo Rykov, de Asuntos Exteriores—. Ningún Gobierno occidental, ni tercermundista, sería lo bastante estúpido como para provocar un atentado como éste, por la misma razón de que nosotros no tuvimos nada que ver con el asesinato de Kennedy. Posiblemente, es cosa de los emigrados. O de fanáticos antisoviéticos. Pero no de Gobiernos.

—Los grupos de emigrados en el extranjero están siendo también investigados —intervino Petrov—. Pero con discreción.

Tenemos espías en casi todos ellos. Hasta ahora no se ha averiguado nada. El rifle, el proyectil y la mira nocturna, son de fabricación occidental. Pueden adquirirse en los comercios de Occidente. Es indudable que fueron introducidos aquí de contrabando. Lo cual quiere decir que los trajeron las personas que los usaron, o que éstas recibieron ayuda del exterior. El general Abrassov está de acuerdo conmigo en que lo más importante es descubrir a los autores materiales del crimen; después, éstos revelarán la identidad de sus proveedores. Y cuando lo sepamos, el departamento V continuará la operación.

Yefrem Vishnayev prestaba el máximo interés, pero no intervenía en la discusión. Fue Kerensky quien expresó el disgusto del grupo disidente. Pero ninguno de los dos quiso poner de nuevo a votación el dilema de las conversaciones de Castletown o la guerra en 1983. Ambos sabían que, en caso de empate, el voto del presidente era decisivo. Rudin había dado un paso más hacia su ruina, pero todavía no estaba acabado.

Los reunidos convinieron en anunciar, pero sólo a la KGB y a los altos dignatarios de la máquina del partido, que Yuri Ivanenko había sufrido un ataque cardíaco y estaba en el hospital. Cuando se hubiese descubierto a los asesinos y eliminado a sus cómplices, Ivanenko expiraría dulcemente, a causa de su enfermedad.

Rudin se disponía a llamar a los auxiliares al salón, para iniciar la sesión ordinaria del Politburó, cuando Stepanov, que inicialmente había votado en favor de Rudin y de las negociaciones con los Estados Unidos, levantó la mano.

—Camaradas, si los asesinos de Yuri Ivanenko lograsen escapar y revelar su acción al mundo, yo lo consideraría como una tremenda derrota de nuestro país. Si esto ocurriese, no podría seguir apoyando la política de negociaciones y de concesiones en materia de armamento a cambio de trigo americano, y apoyaría la propuesta del teórico del partido, Vishnayev.

Se hizo un tenso silencio.

—Yo haría lo mismo —secundó Shushkin.

Ocho contra cuatro, pensó Rudin, contemplando, impasible, a los reunidos. Ocho contra cuatro, si esos dos cerdos cambiasen ahora de bando.

—Tomo nota de esto, camaradas —dijo Rudin, sin pizca de emoción—. Nada se publicará de esta sesión. Nada en absoluto.

Diez minutos más tarde se inició la sesión ordinaria con una unánime expresión de pesar por la súbita enfermedad del camarada Ivanenko. A continuación se discutieron las últimas cifras llegadas al Politburó sobre la cosecha de trigo y otros cereales.

El automóvil «Zil» de Yefrem Vishnayev salió por la puerta de Borovitsky, en la esquina sudoeste del Kremlin, y cruzó la plaza Manege. El policía de guardia en la plaza, avisado por su aparato de radio de que la comitiva del Politburó salía del Kremlin, había detenido todo el tráfico, a los pocos segundos, los largos, negros y lujosos automóviles rodaron a toda velocidad por la calle de Frunze, dejando atrás el Ministerio de Defensa, y se dirigieron a las casas de los privilegiados, en la Kutuzovsky Prospekt.

El mariscal Kerensky había aceptado la invitación de Vishnayev y se sentaba al lado de éste en su coche. El cristal que separaba al conductor de la espaciosa parte posterior del automóvil estaba corrido y era a prueba de sonidos. Las cortinillas impedían que los viajeros fuesen vistos por los transeúntes.

—Está a punto de caer —gruñó Kerensky.

—No —negó Vishnayev—; está un poco más cerca de su caída, y mucho más débil sin Ivanenko, pero no a punto de caer. No menosprecie a Maxim Rudin. Luchará como un oso acorralado en la taigá, antes de marcharse; pero acabará haciéndolo, porque debe ser así.

—No queda mucho tiempo —dijo Kerensky.

—Menos del que usted se imagina —replicó Vishnayev—. La semana pasada hubo algaradas en Vilna a causa de la comida. Nuestro amigo Vitautas, que votó a favor de nuestra proposición en el mes de julio, se está poniendo nervioso. Ha estado a punto de cambiar de bando, a pesar de la espléndida villa que le ofrecí al lado de la mía, en Sochi. Ahora ha vuelto al redil, y Shushkin y Stepanov pueden pasar a nuestro lado.

—Sólo si los asesinos logran escapar, o si se publica la verdad en el extranjero —dijo Kerensky.

—Exacto. Y eso es precisamente lo que debe ocurrir.

Kerensky se volvió en el asiento de atrás, y su rostro encarnado se puso lívido bajo la mata de blancos cabellos.

—¿Revelar la verdad? ¿A todo el mundo? No podemos hacer una cosa así —tronó.

—No, no podemos. Son demasiado pocos los que saben la verdad, y unos simples rumores no lograrían nada. Podrían ser fácilmente desmentidos. Bastaría con encontrar un actor que se pareciese a Ivanenko y mostrarlo al público, después de los, necesarios ensayos. Otros deben hacerlo por nosotros. Con pruebas irrebatibles. Los guardias que estuvieron presentes aquella noche están en manos de la élite del Kremlin. Por tanto, sólo quedan los propios asesinos.

—Pero no los tenemos —dijo Kerensky—, ni es probable que los tengamos. La KGB dará primero con ellos.

—Probablemente; pero debemos intentarlo —repuso Vishnayev—. Seamos francos, Nikolai. Ya no luchamos por el control de la Unión Soviética. Luchamos por nuestra vida, como Rudin y Petrov. Primero, el trigo; ahora Ivanenko. Un escándalo más, Nikolai, uno más, y, sea quien fuere el responsable, Rudin caerá. Debe haber un nuevo escándalo. A nosotros nos corresponde cuidar de que lo haya.

Thor Larsen, vistiendo mono de trabajo y llevando un casco de seguridad, estaba plantado encima de una grúa montada sobre una plataforma, muy por encima del dique seco del centro de los astilleros de Ishikawajima. Harima, y contemplaba el bulto del barco que sería un día el Freya.

Aunque hacía ya tres días que lo había visto por primera vez, su tamaño seguía cortándole el resuello. En sus días de aprendizaje, los petroleros no pasaban nunca de las 30 000 toneladas, y hasta 1956 no se había botado uno que superaba aquel tonelaje. Hubo que inventar una nueva categoría para estos buques, y fueron llamados superpetroleros. Cuando se rebasó el límite de las 50 000 toneladas, surgió otra categoría, la del VLCC o very large crude carrier. Y, al romperse la barrera de las 200 000 toneladas, a finales de los años sesenta, nació el ultralarge crude carrier o ULCC.

Estando ya en el mar, como capitán, Larsen se había cruzado una vez con un leviatán francés de 550 000 toneladas. Sus tripulantes habían subido a cubierta para verlo pasar. El que ahora yacía debajo de él era de un tamaño dos veces mayor. Como había dicho Wennerstrom, el mundo nunca había visto nada igual, ni volvería a verlo.

Tenía 515 metros de eslora, o sea, el equivalente a cinco manzanas urbanas; 90 metros de manga, y una estructura de cinco pisos sobre la cubierta. Sabía, aunque no podía verlo, que, bajo cubierta, la quilla bajaba 36 metros hasta el suelo del dique seco. Cada uno de sus sesenta depósitos era mayor que un cine de barrio. En lo profundo de sus entrañas, debajo de la superestructura, habían sido ya instaladas las cuatro turbinas a vapor capaces de producir un total de 90 000 caballos de fuerza y que accionarían las dos hélices de bronce, de doce metros de diámetro, que brillaban ahora vagamente debajo de la popa.

Todo el barco era un hervidero de figuras que parecían hormigas; eran los trabajadores que se disponían a abandonarlo temporalmente mientras se llenaba el dique. Durante doce meses, casi exactos, habían cortado y soldado, empernado, aserrado, remachado, alisado, martillado y juntado todas las piezas del casco. Grandes módulos de acero de alta resistencia habían sido bajados por las grúas y colocados en su sitio para dar forma al buque. Los hombres quitaron las cuerdas y cadenas y cables que lo envolvían por todas partes y el gigante quedó por fin al descubierto, limpios de estorbos sus costados con sus veinte capas de pintura inoxidable, esperando el contacto con el agua.

Al fin, sólo quedaron los bloques que lo sujetaban. Los hombres que habían construido el mayor dique seco del mundo en Chita, cerca de Nagoya, en la bahía de Tse, no habían pensado nunca que su trabajo serviría para una cosa así. Era el único dique seco capaz de albergar un buque de un millón de toneladas, y éste era el primero y el último que albergaría jamás. Algunos veteranos acudieron para presenciar la ceremonia a través de las vallas.

La ceremonia religiosa duró media hora; el sacerdote shintoísta invocó a las divinidades para que colmasen de bendiciones a los que habían construido el barco, a los que seguirían trabajando en él y a los que habrían de tripularlo un día; para todos ellos pidió trabajo seguro y navegación sin contratiempos. Thor Larsen estaba presente descalzo, con su primer mecánico y su primer oficial, con el ingeniero naval del armador, que había estado allí desde el principio, y con el ingeniero del astillero. Los dos últimos eran los que en realidad habían diseñado y construido el barco.

Poco antes del mediodía se abrieron las compuertas, y las aguas del Pacífico Occidental empezaron a llenar el dique, con un rumor de trueno.

Hubo un almuerzo oficial en las oficinas del presidente; pero, no bien hubo terminado, Thor Larsen volvió al dique. Su primer oficial, Stig Lundquist, y su primer mecánico, Bjorn Erikson, ambos suecos, se reunieron con él.

—Es algo inaudito —comentó Lundquist, mientras el agua subía alrededor del buque.

Poco antes de ponerse el Sol, el Freya gruñó como un gigante que se despertase, se movió un centímetro, volvió a gruñir y, libre de sus soportes subacuáticos, flotó en el líquido elemento. Alrededor del dique, cuatro mil obreros japoneses rompieron su estudiado silencio y aclamaron con entusiasmo. Docenas de cascos blancos volaron por el aire; los seis europeos de Escandinavia participaron en el regocijo general, estrechándose las manos y dándose palmadas en la espalda. Allá abajo, el gigante esperaba pacientemente, como si comprendiese que también llegaría su triunfo, a su debido tiempo.

El día siguiente fue remolcado fuera del dique y llevado al muelle donde, durante tres meses, volvería a albergar a miles de figuritas que trabajarían como demonios para ponerle en condiciones de navegar fuera de la bahía.

Sir Nigel Irvine leyó las últimas líneas de la transcripción de el Ruiseñor, cerró el legajo y se echó atrás en su silla. —Bueno, Barry, ¿qué me dice de esto?

Barry Ferndale había pasado la mayor parte de su vida de trabajo estudiando la Unión Soviética, sus amos y su estructura de poder. Echó una vez más su aliento a las gafas y dio a éstas un restregón final.

—Un golpe más que Maxim Rudín tendrá que soportar —respondió—. Ivanenko era uno de sus más firmes partidarios. Y extraordinariamente astuto. Con él en el hospital, Rudin ha perdido a uno de sus consejeros más capacitados.

—¿Conservará Ivanenko su voto en el Politburó? —preguntó sir Nigel.

—Es posible que pueda votar por poderes, si se produce otra votación —dijo Ferndale—. Pero esto no es lo más importante. Incluso con un empate a seis, en una cuestión política importante, el voto del presidente del Politburó es decisivo. El peligro está en que uno o dos miembros indecisos cambien de bando. Incluso en una situación tan grave, Ivanenko inspiraba mucho miedo. Encerrado en una cámara de oxígeno, es posible que inspire mucho menos.

Sir Nigel acercó el legajo a Ferndale.

—Barry, quiero que vaya a Washington con esto. Sólo en visita de cortesía, desde luego. Pero procure cenar en privado con Ben Kahn y comparar notas con él. Este ejercicio se está complicando demasiado.

—Nosotros pensamos, Ben —dijo Ferndale, dos días más tarde, después de cenar en la casa de Khan, en Georgetown—, que Maxim Rudin se sostiene por un pelo delante de un Politburó que le es hostil en un cincuenta por ciento, y que ese pelo se está volviendo sumamente fino.

El subdirector (de información) de la CIA acercó los pies al fuego de la chimenea de rojos ladrillos y contempló el coñac que oscilaba en su copa.

—No puedo decir que estén equivocados —comentó, cautelosamente.

—También estamos convencidos de que, si Rudin no puede persuadir al Politburó de que siga haciendo concesiones en Castletown, su caída es inminente. Eso provocaría una lucha por la sucesión, que debería resolver el Comité Central en pleno. En el cual, desgraciadamente, Yefrern Vishnayev tiene mucha influencia y muchos amigos.

—Cierto —asintió Khan—. Pero también los tiene Vassili Petrov. Probablemente, más que Vishnayev.

—De acuerdo —admitió Ferndale—, y Petrov conseguiría sin duda la sucesión, si tuviese el apoyo de Rudin, al retirarse éste su debido tiempo y según sus condiciones, y contase con la ayuda de Ivanenko, cuyos esbirros de la KGB podrían contrarrestar la influencia del mariscal Kerensky en el Ejército rojo.

Kahn sonrió taimadamente a su visitante.

—Está usted avanzando muchos peones, Barry. ¿Cuál es su jugada?

—Sólo comparo notas —contestó Ferndale.

—Está bien, comparemos notas. En realidad, nuestra opinión en Langley coincide bastante con la suya. David Lawrence, del Departamento de Estado, también está de acuerdo. Stan Poklevski quiere ponerles las peras a cuarto a los soviets en Castletown. El presidente mantiene una posición intermedia…, como de costumbre.

—Pero Castletown es bastante importante para él, ¿no? —inquirió Ferndale.

—Mucho. El año próximo es el último de su mandato. Dentro de trece meses se elegirá un nuevo presidente. Bill Matthews quisiera marcharse dignamente, dejando tras él un importante tratado de limitación de armas.

—Nosotros pensábamos…

—¡Ah! —exclamó Kahn—. Creo que están pensando en adelantar el caballo.

Ferndale sonrió al advertir la solapada referencia a su «caballo», el director general de su servicio.

—… que Castletown fracasaría ciertamente, si Rudin dejase de tener el control en esta coyuntura. Y que él podría aprovechar las concesiones por parte de ustedes para convencer a los indecisos de su facción de que conseguía algo en Castletown y, por consiguiente, debían apoyarle.

—¿Concesiones? —repitió Kahn—. La semana pasada recibimos el definitivo estudio sobre la cosecha soviética de cereales. Están sobre un barril de pólvora. Al menos, así lo expresó Poklevski.

—Tiene razón —admitió Ferndale—. Pero el barril está a punto de derrumbarse. Y esperando dentro de él, está el querido camarada Vishnayev, con su plan de guerra. Y todos sabernos lo que eso significaría.

—Comprendido —dijo Kahn—. En realidad, mi lectura del legajo de el Ruiseñor me lleva a conclusiones parecidas. Ahora estoy preparando un informe para el presidente. Lo tendrá la próxima semana, cuando él y Benson se reúnan con Lawrence y Poklevski.

—Estas cifras —inquirió el presidente Matthews—, ¿representan el total de la cosecha soviética de cereales, recolectada hace un mes?

Miró a los cuatro hombres sentados al otro lado de su mesa. Al fondo de la estancia, unos leños crepitaban en la chimenea de mármol, dando un toque de color a la ya elevada temperatura producida por la calefacción central. Al otro lado de las ventanas del Sur, con cristales a prueba de bala, los prados aparecían espolvoreados por la primera escarcha matinal de noviembre. Como procedía del Sur, William Matthews apreciaba el calor.

Robert Benson y el doctor Myron Fletcher asintieron con la cabeza. David Lawrence y Stanislav Poklevski estudiaron las cifras.

—Hemos empleado todos los medios a nuestro alcance para fijar estas cifras, señor presidente, y todas las informaciones han sido minuciosamente comprobadas —dijo Benson—. Puede haber un margen de error del cinco por ciento en ambos sentidos, pero no más.

—Y, según el Ruiseñor, incluso el Politburó está de acuerdo con nosotros —dijo el secretario de Estado.

—Cien millones de toneladas, en total —murmuró el presidente—. Les durarán hasta final de marzo, si se aprietan mucho el cinturón.

—Y empezarán a matar el ganado en enero —continuó Poklevski—. Si quieren sobrevivir, el mes próximo tendrán que empezar a hacer concesiones importantes en Castletown.

El presidente dejó el informe sobre los cereales soviéticos sobre la mesa y cogió el documento presidencial preparado por Ben Kahn y presentado por el director de la CIA. Tanto el presidente como sus cuatro acompañantes lo habían leído ya. Benson y Lawrence lo habían aprobado; al doctor Fletcher no le habían preguntado su opinión; el halcón Poklevski discrepaba.

—Nosotros y ellos sabemos que su situación es desesperada —dijo Matthews—. La cuestión es: ¿hasta dónde podemos apretarles?

—Como dijo usted hace unas semanas, señor presidente —intervino Lawrence—, si no los presionamos lo bastante, será en perjuicio de América y del mundo libre. Si apretarnos demasiado, obligaremos a Rudin a interrumpir las conversaciones, para salvarse de sus propios halcones. Es una cuestión de equilibrio. En el momento actual, creo que deberíamos darles una muestra de buena voluntad.

—¿Trigo?

—O piensos para que pueda sobrevivir una parte de su ganado —sugirió Benson.

—¿Doctor Fletcher? —inquirió el presidente.

El hombre de Agricultura se encogió de hombros.

—Disponemos de ellos, señor presidente —respondió—. Y los soviets mantienen a la espera una parte sustancial de su flota mercante o «Sovfracht». Lo sabemos porque, con su sistema de transporte subvencionado, todos sus barcos podrían estar trabajando, y no lo están. Permanecen atracados en los puertos del mar Negro y de la costa soviética del Pacífico. Todos pondrían rumbo a los Estados Unidos, si recibiesen la orden de Moscú.

—¿De qué tiempo disponemos, como máximo, para tomar una decisión? —preguntó el presidente Matthews.

—Hasta el día de Año Nuevo —respondió Benson—. Si ellos saben que van a recibir alguna ayuda, retrasarán la matanza de sus rebaños.

—Yo aconsejo que no les den demasiadas facilidades —intervino Poklevski—. En marzo estarán desesperados.

—¿Lo bastante para hacer concesiones de desarme que aseguren un decenio de paz, o lo bastante para ir a la guerra? —preguntó, retóricamente, Matthews—. Caballeros, sabrán mi decisión el día de Navidad. A diferencia de ustedes, tengo que contar con cinco presidentes de subcomités del Senado: los de Defensa, Agricultura, Asuntos Exteriores, Comercio y Créditos. Y no puedo hablarles de el Ruiseñor, ¿verdad, Bob?

El jefe de la CIA movió la cabeza.

—No, señor presidente. No hay que hablarles de el Ruiseñor. Hay demasiada gente y podrían producirse filtraciones. Los efectos de una filtración de lo que sabemos, en la actual coyuntura, podrían ser desastrosos.

—Está bien. Tendrán mi respuesta el día de Navidad.

El 15 de diciembre, el profesor Iván Sokolov se puso en pie en Castletown y empezó a leer un discurso que llevaba preparado. La Unión Soviética, habló, siempre fiel a su tradición de país dedicado a la búsqueda incansable de la paz mundial, e insistiendo en su reiterada defensa de la coexistencia pacífica…

Edwin J. Campbell, sentado al otro lado de la mesa, miraba a su adversario soviético con cierto sentimiento de compañerismo. En aquellos dos meses de trabajo agotador para los dos, había establecido una relación bastante amistosa con el hombre de Moscú, al menos dentro de lo que permitían sus respectivas posiciones y deberes.

En las pausas entre las conversaciones, cada uno de ellos había visitado con frecuencia al otro, en el salón de descanso de la delegación adversaria. En el salón de los soviets, siempre en presencia de la delegación moscovita y de los inevitables agentes de la KGB, las charlas habían sido agradables, pero formales. En el salón de los americanos, que Sokolov acostumbraba visitar a solas, éste se había mostrado campechano, hasta el punto de enseñar a Campbell fotografías de sus nietos durante las vacaciones en la costa del mar Negro. Como miembro eminente de la Academia de Ciencias, el profesor había sido recompensado por su fidelidad al partido con un coche, chófer, un apartamento en la ciudad, una dacha en el campo, un chalet en la orilla del mar y acceso al almacén de comestibles de la Academia. Campbell no se hacía ilusiones sobre el hecho de que Sokolov cobraba por su lealtad y por poner su talento al servicio de un régimen que enviaba cientos de miles de ciudadanos a los campos de trabajo de Mordovia; en fin, de que era un pez gordo, un nachalstvo. Pero incluso los nachalstvo tienen nietos.

Ahora escuchaba al ruso con creciente sorpresa.

«¡Pobre viejo! —pensó—. ¡Qué duro debe de resultarle esto!»

Cuando terminó el discurso, Edwin Campbell se levantó y, con grave acento, dio las gracias al profesor por su declaración, la cual, dijo, había escuchado con los máximos cuidado y atención, en nombre de los Estados Unidos de América. Después propuso un aplazamiento, para que los Estados Unidos pudiesen estudiar la propuesta. Una hora más tarde se hallaba en la Embajada de su país en Dublín y empezaba a transmitir a David Lawrence el extraordinario discurso de Sokolov.

Unas horas después, en el Departamento de Estado de Washington, David Lawrence descolgó uno de los teléfonos e llamó al presidente Matthews por su línea privada.

—Tengo que decirle, señor presidente, que, hace seis horas, en Irlanda, la Unión Soviética ha accedido a seis de nuestras principales exigencias. Se refieren a los números totales de misiles balísticos intercontinentales con cabezas de bomba de hidrógeno, a los armamentos convencionales y a la retirada de fuerzas a lo largo del río Elba.

—Gracias, David —dijo Matthews—. Es una gran noticia. Tenía usted razón. Creo que debemos darles algo a cambio.

La zona de bosque de abedules y alerces, al sudoeste de Moscú, donde la élite soviética posee sus dachas de campo, tiene poco más de ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Los personajes gustan de estar juntos. Los caminos de esta zona están flanqueados por kilómetros de verjas de acero pintadas de verde, que protegen las fincas particulares de los hombres en la cúspide. Las vallas y las puertas exteriores parecen en su mayoría abandonadas, pero quien tratase de escalar una de aquellas o de cruzar una de éstas, se vería inmediatamente interceptado por guardias salidos de entre los árboles.

Situada más allá del puente de Uspenskoye, la zona tiene su centro en un pueblecito llamado Zhukovka, generalmente conocido como Aldea de Zhukovka. Esto se debe a que hay otras dos urbanizaciones en sus cercanías: Sovmin Zhukovka, donde están las villas de fin de semana de los jerarcas del partido, y Akademik Zhukovka, donde se agrupan los escritores, artistas, músicos y científicos que gozan de los favores del partido.

Pero al otro lado del río se encuentra la última y aún más exclusiva población de Usovo. Cerca de la secretaría general del partido comunista de la Unión Soviética, el presidente del Presidium del Soviet Supremo, o Politburó, dispone de una suntuosa mansión rodeada de cientos de hectáreas de bosque rigurosamente vigilado.

La víspera de Navidad, fiesta que no había reconocido desde hacía cincuenta años, Maxim Rudin se hallaba sentado aquí, en su sillón de cuero predilecto, estirados los pies en dirección a la enorme chimenea de bloques de tosco granito, donde ardían leños de pino de un metro de longitud. Era el mismo hogar donde se habían calentado Nikita Kruschev y, después, Leónidas Breznev.

El brillante resplandor amarillo de las llamas fluctuaba sobre los papeles de las paredes del despacho e iluminaba el rostro de Vassili Petrov, sentado al otro lado de la chimenea. Junto al sillón de Rudin había una mesita con un cenicero y media copita de coñac armenio, que Petrov observaba de reojo. Sabía que su viejo protector no tenía que beber. Además, Rudin sostenía el eterno cigarrillo entre el índice y el pulgar.

—¿Qué noticias hay de la investigación? —preguntó Rudin.

—No muchas —respondió Petrov—. Es indudable que el atentado se realizó sin ayuda del exterior. Sabemos que la mira nocturna fue comprada en Nueva York. También sabemos que el rifle finlandés formaba parte de una partida exportada de Helsinki a Gran Bretaña. No sabemos de qué tienda procedía, pero el permiso de exportación era para rifles deportivos; por consiguiente, se trataba de un pedido comercial, no oficial.

»Las huellas de pisadas en la obra han sido cotejadas con las botas de todos los obreros que trabajaban allí, y hay dos series de huellas que no han podido ser identificadas. Aquella noche había mucha humedad en la atmósfera y mucho polvo de cemento en el lugar, por lo cual las huellas son muy claras. Estamos casi seguros de que fueron dos hombres.

—¿Disidentes? —preguntó Rudin.

—Casi con toda seguridad. Y locos de remate.

—No, Vassili; guarde esto para las reuniones del partido. Los locos disparan a bulto, o se inmolan ellos mismos. Esto fue planeado por alguien durante meses. Alguien de dentro o de fuera de Rusia, a quien hay que cerrar la boca de una vez para siempre, antes de que revele su secreto. ¿A quiénes están investigando ustedes?

—A los ucranianos —respondió Petrov—. Tenemos agentes en todos sus grupos de Alemania, Gran Bretaña y América. Nadie ha oído nada de este complot. Personalmente sigo creyendo que están en Ucrania. Es innegable que la madre de Ivanenko fue empleada como cebo. Ahora bien, ¿quién sabía que ella era la madre de Ivanenko? No cualquier propagandista de Nueva York. No cualquier nacionalista de salón de. Francfort. No cualquier escritorzuelo de Londres. Tuvo que ser alguien de aquí, con contactos en el exterior. Estamos concentrando nuestra atención en Kiev. Varios cientos de antiguos presos, que fueron liberados y volvieron a Kiev, están siendo interrogados.

—Encuentre a los culpables, Vassili; descúbralos y ciérreles el pico.

—Como de costumbre, Maxim Rudin —cambió de tema sin cambiar de tono—. ¿Algo nuevo de Irlanda?

—Los americanos han reanudado las conversaciones, pero no han respondido a nuestra iniciativa —informó Petrov. Rudin gruñó:

—Ese Matthews es un imbécil. ¿Hasta cuándo cree que vamos a aguantar, sin hacer marcha atrás?

—Tiene que enfrentarse con todos esos senadores antisoviéticos —observó Petrov— y con el fascista católico Poklevski. Y, desde luego, no puede saber el peligro que se cierne sobre nosotros en el seno del Politburó.

Rudin volvió a gruñir.

—Si no nos ofrece algo antes de Año Nuevo, no podremos con el Politburó en la primera semana de enero…

Alargó una mano y sorbió un trago de coñac, lanzando un suspiro de satisfacción.

—¿Está seguro de que no le perjudica la bebida? —preguntó Petrov—. Los médicos se la prohibieron hace cinco años.

—¡Al diablo con los médicos! —exclamó Rudin—. En realidad, precisamente por eso le he llamado. Puedo asegurarle que no voy a morir de alcoholismo ni de insuficiencia hepática.

—Me alegro de saberlo —dijo Petrov.

—Hay algo más. El treinta de abril, voy a retirarme, ¿le sorprende?

Petrov permaneció inmóvil, alerta. Había asistido al ocaso de dos jefes supremos. Kruschev había caído de un modo fulminante, despedido y vilipendiado, para sumirse en la nada. Breznev se había marchado por propia iniciativa. En ambas ocasiones, Petrov había estado lo bastante cerca para oír el trueno que anuncia la sustitución del tirano más poderoso del mundo por otro. Pero nunca tan cerca como ahora. Esta vez el manto le correspondía, a menos que alguien pudiese arrancárselo.

—Sí —afirmó, cautelosamente—, me sorprende.

—En abril convocare una reunión del pleno del Comité Central —dijo Rudin—. Para anunciarles mi decisión de dimitir eI treinta del mismo mes. El Primero de Mayo habrá un nuevo caudillo en el centro de la primera fila, en el Lausoleum. Quiero que sea usted. En junio, se celebrará la sesión plenaria del Congreso del Partido. El jefe expondrá la política a seguir en adelante. Quiero que sea usted. Ya se lo dije hace semanas.

Desde aquella reunión en las habitaciones privadas del viejo jefe en el Krernlin, a la que había asistido el hoy difunto Ivanenko, cínico y alerta como siempre, Petrov sabía que era el candidato de Rudin. Pero no pensaba que la cosa fuese tan inminente.

—Pero no conseguiré que el Comité Central acepte su nombramiento, si no les doy algo que necesitan. Trigo. Todos conocen la situación desde hace tiempo. Si fracasan las conversaciones de Castletown, Vishnayev se saldrá con la suya.

—¿Por qué tan pronto? —preguntó Petrov.

Rudin levantó su copa.

El mudo Misha salió de la sombra y vertió coñac en aquella.

—Ayer recibí los resultados de los análisis de Kuntsevo —dijo Rudin—. Han estado trabajando en ellos durante meses. Ahora están seguros. No son los cigarrillos ni el coñac de Armenia. Leucemia. De seis a doce meses. Digamos que no veré otra Navidad después de ésta. Pero tampoco usted la verá, si tenemos una guerra nuclear.

»En los próximos cien días, tenemos que llegar a un acuerdo con los americanos sobre el trigo y cerrar el caso Ivanenko de una vez para siempre. El tiempo se acaba, demasiado aprisa. Las cartas están sobre la mesa, boca arriba, y ya no quedan ases que jugar.

El 28 de diciembre, los Estados Unidos ofrecieron formalmente a la Unión Soviética la venta de diez millones de toneladas de grano para forraje, a base de una entrega inmediata, a los precios corrientes en el mercado, y que se consideraría al margen de lo que se estaba negociando en Castletown.

En la víspera de Año Nuevo, un reactor «Tupolev 134 de Aeroflot» despegó del aeropuerto de Lvov, en un vuelo interior son destino a Minsk. Precisamente cuando volaba a gran altura sobre los pantanos de Pripet, al norte de la frontera entre Ucrania y Rusia Blanca, un joven de aspecto nervioso se levantó de su asiento y se acercó a la azafata, que estaba hablando con un pasajero a varias filas de distancia de la puerta de acero de la cabina de mando.

Como los lavabos estaban al otro extremo del avión, ella se irguió al acercarse al joven. En el mismo momento, él la hizo girar en redondo, le sujetó el cuello con el antebrazo izquierdo, sacó una pistola y la apoyó en las costillas de la muchacha. Esta chilló. Los pasajeros prorrumpieron en un coro de gritos y chillidos.

Cerca de la puerta estaba el teléfono interior que permitía a la azafata hablar con los pilotos, los cuales tenían órdenes de no abrir la puerta en caso de secuestro.

Uno de los pasajeros se levantó de uno de los asientos de en medio del avión. Se agachó en el pasillo, sujetando una pistola con ambas manos y apuntando con ella a la azafata y al secuestrador.

—¡Alto! —gritó—. KGB. ¡No se mueva!

—Dígales que abran la puerta —gritó el secuestrador.

—No lo harán —gritó a su vez el guardia armado de la KGB.

—Si no la abren, mataré a la chica —chilló el hombre que sujetaba a la azafata.

La joven tenía mucho valor. Dio una patada hacia atrás, acertó con el tacón en la espinilla del pistolero, se soltó y corrió hacia el agente de Policía. El secuestrador saltó detrás de ella, cruzando entre tres hileras de asientos. Fue un error. Uno de los pasajeros se levantó de su asiento del pasillo, se volvió y descargó un puñetazo en la nuca del secuestrador. Este cayó de bruces, y, antes de que pudiese moverse, su atacante le arrancó la pistola y le apuntó con ella. El secuestrador se volvió, se sentó en el suelo, miró la pistola, se cubrió la cara con las manos y empezó a gemir en voz baja.

El agente de la KGB vino de atrás, pasando al lado de la azafata y sin dejar de apuntar con su pistola y se acercó al salvador.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Por toda respuesta, el otro se metió una mano en el bolsillo sacó un carnet y lo abrió.

El agente miró el carnet de la KGB.

—No es usted de Lvov —dijo.

—De Ternopol —replicó el otro—. Me dirijo a mi casa en Minsk, de vacaciones, y por eso no llevo pistola. Pero tengo una buena derecha —añadió haciendo un guiño.

El agente de Lvov asintió con la cabeza.

—Gracias, camarada. No le pierda de vista.

Sé dirigió al teléfono y habló rápidamente por él. Explicó lo sucedido y pidió que la Policía les esperase en Minsk.

—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó una voz metálica desde detrás de la puerta.

—¡Claro! —afirmó el agente de la KGB—. Le tenemos bien cogido.

Se oyó un chasquido en la puerta; ésta se abrió, y el mecánico, un poco asustado y bastante curioso, asomó la cabeza.

El agente de Ternopol actuó ahora de un modo muy extraño. Prescindiendo del hombre que yacía en el suelo, se volvió y golpeó la nuca de su colega con la culata de su pistola; le dio un empujón y metió el pie entre la hoja y la jamba de la puerta, antes de que ésta pudiese cerrarse. La cruzó en un segundo y empujó al mecánico dentro de la cabina de mandos. Mientras tanto, el hombre que estaba en el suelo se levantó, agarró la pistola del policía, una «Tokarev» de 9 mm de la KGB, y cruzó también la puerta. Esta se cerró automáticamente.

Dos minutos más tarde, bajo la amenaza de las pistolas de David Lazareff y Lev Mishkin, el «Tupolev» puso rumbo al Oeste, en dirección a Varsovia y Berlín, siendo esta última ciudad el límite que le permitía alcanzar su provisión de carburante. El capitán Rudenko permanecía sentado en su puesto de mando, pálido el semblante de furor; a su lado, el copiloto Vatutin contestaba lentamente a las frenéticas preguntas de la torre de control de Minsk sobre el cambio de rumbo.

Cuando el avión cruzó la frontera y entró en el espacio aéreo de Polonia, la torre de control de Minsk y otros cuatro aviones de pasajeros que radiaban en la misma longitud de onda sabían que el «Tupolev» estaba en poder de unos secuestradores. Y cuando pasó por la zona de control de tráfico aéreo de Varsovia, también lo sabían en Moscú. A cien millas al oeste de Varsovia, una escuadrilla de seis «Mig23» soviéticos, con base en Polonia, apareció a estribor y siguió en formación al «Tupolev». El jefe de la escuadrilla hablaba rápidamente debajo de su máscara.

En su mesa del Ministerio de Defensa, en la calle de Frunze, de Moscú, el mariscal Kerensky recibió una llamada urgente por la línea directa que le conectaba con el Cuartel General de las Fuerzas Aéreas soviéticas.

—¿Dónde? —rugió.

—Volando sobre Poznan —le respondieron—. A trescientos kilómetros de Berlín. Cincuenta minutos de vuelo.

El mariscal reflexionó. Este podía ser el escándalo que quería Vishnayev. Sabía cuál era su deber. El «Tupolev» tenía que ser derribado, con todos sus pasajeros y su tripulación. Después dirían que los secuestradores habían disparado dentro del aparato, alcanzando uno de los grandes depósitos de carburante. Esto había ocurrido ya dos veces en el último decenio.

Dio sus órdenes. A cien metros del ala del avión de pasajeros, el jefe de la escuadrilla de «Mig» escuchó lo que, cinco minutos más tarde, le decía el comandante de su base.

—Lo que usted diga, camarada coronel —respondió.

Veinte minutos después, el avión de pasajeros cruzó sobre la línea Oder-Neisse e inició el descenso hacia Berlín. En el mismo momento, los «Mig» dieron media vuelta y emprendieron el regreso a su base.

—Tengo que avisar nuestra llegada a Berlín —dijo el capitán Rudenko a Mishkin—. Si hubiese un avión en la pista, terminaríamos como una bola de fuego.

Mishkin contempló la capa de grises nubes de invierno. Era la primera vez que viajaba en avión, pero lo que decía el capitán parecía lógico.

—Muy bien —aceptó—. Rompa el silencio y diga a Tempelhof que vamos a aterrizar. No pida permiso; dígalo sencillamente.

El capitán Rudenko se dispuso a jugar su última carta. Se inclinó hacia delante, ajustó el disco de selección del canal y empezó a hablar.

—Tempelhof, Berlín Oeste. Tempelhof, Berlín Oeste. Aquí el vuelo 351 de «Aeroflot»…

Hablaba en inglés, idioma internacional del control de tráfico aéreo. Mishkin y Lazareff sólo sabían de esta lengua lo poco que habían podido captar de las emisiones en ucraniano de Occidente. Mishkin apoyó la pistola en el cuello de Rudenko.

—Nada de trucos —amenazó en ucraniano.

En la torre de control del aeropuerto de Schoenefeld, en Berlín Oriental, los dos controladores se miraron con asombro. Recibían, en su propia frecuencia una llamada dirigida a Tempelhof. A ningún avión de «Aeroflot» se le ocurriría aterrizar en Berlín Occidental, aparte que Tempelhof había dejado de ser aeropuerto civil de Berlín Oeste hacía ya diez años. Tempelhof había pasado a ser base de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, al convertirse Tegel en aeropuerto civil. Uno de los alemanes orientales, más avispado que el otro, agarró el micrófono.

—Tempelhof a «Aeroflot 351». La pista está despejada. Aterrice inmediatamente —respondió.

En el avión, el capitán Rudenko tragó saliva y bajó la aleta y el tren de aterrizaje. El «Tupolev» descendió rápidamente hacia el principal aeropuerto de la Alemania comunista. Salieron de las nubes a trescientos metros del suelo y vieron las luces de la pista de aterrizaje. A ciento cincuenta metros de altura, Mishkin observó con recelo la humeante perspectiva. Había oído hablar de Berlín Occidental, de luces brillantes y calles atestadas, de multitudes discurriendo por la Kurfurstendam, y del aeropuerto de Tempelhof en el centro de todo aquello. Aquí, el aeropuerto estaba fuera de la ciudad.

—Es un truco —gritó a Lazareff—. Estamos en el Este. —Apoyó la pistola en el cuello del capitán Rudenko—. ¡Elévese! —gritó—. ¡Elévese, o disparo!

El capitán ucraniano apretó los dientes y mantuvo el rumbo en los últimos cien metros. Mishkin alargó un brazo por encima del hombro de aquél y trató de echar hacia atrás la palanca de control. Sonaron dos ruidos, tan simultáneos que era imposible saber cuál había sido el primero. Mishkin diría después que el golpe de las ruedas sobre el asfalto había hecho que se disparase la pistola; el copiloto Vatutin sostendría que Mishkin había disparado antes. Todo era demasiado confuso para que pudiese establecerse nunca una versión final y definitiva.

La bala perforó el cuello del capitán Rudenko y le mató instantáneamente. Flotó una nubecilla azul en la cabina, mientras Vatutin movía la palanca hacia atrás y gritaba a su mecánico, pidiendo más fuerza. Los dos motores a reacción hicieron una pizca más de ruido que los viajeros, cuando el «Tupolev», pesado como una hoja mojada, saltaba dos veces más sobre el asfalto y se elevaba, oscilando y pugnando por ganar altura. Vatutin lo mantuvo con el morro levantado, bamboleándose, pidiendo más fuerza a los motores, mientras los suburbios de Berlín Oeste se deslizaban confusos debajo de ellos, seguidos del propio Muro de Berlín.

Cuando el «Tupolev» llegó sobre el perímetro de Tempelhof, salvó por dos metros las casas más próximas.

El joven copiloto, pálido como la cera, dirigió el avión a la pista principal de aterrizaje, sintiendo en su espalda el contacto de la pistola de Lazareff. Mishkin sostenía el cuerpo ensangrentado del capitán Rudenko, para que no se derrumbase sobre la palanca de control. Por último, el «Tupolev» se detuvo a tres cuartos de la pista y quedó inmóvil sobre sus cuatro ruedas.

El sargento Leroy Coker era un patriota. Permanecía acurrucado detrás del volante de su jeep de la Policía del Aire, levantado el cuello de piel de su chaqueta, para protegerse del frío, y pensando con añoranza en el calor de Alabama. Pero estaba de guardia y se tomaba en serio sus deberes.

Cuando el avión de pasajeros que llegaba pasó casi rozando las casas contiguas a la valla del aeropuerto, con los motores roncando y bajado el tren de aterrizaje, lanzó un «¿Qué diablos está haciendo…?» y se irguió de un salto. Nunca había estado en Rusia, ni siquiera en el Este, pero había leído mucho sobre sus moradores. No sabía gran cosa acerca de la guerra fría, pero sí que siempre era de esperar un ataque de los comunistas, a menos que hombres como Leroy Coker se mantuviesen en guardia. También sabía distinguir una estrella roja, y una hoz y un martillo.

Cuando se hubo detenido el avión, descolgó su carabina, apuntó y reventó los neumáticos de la rueda delantera.

Mishkin y Lazareff se rindieron al cabo de tres horas. Su intención había sido retener a los tripulantes, soltar a los pasajeros, hacer subir a tres personajes de Berlín Oeste y volar a Tel-Aviv, Pero allí no podían conseguir una rueda delantera nueva para un «Tupolev», y los rusos no la suministrarían jamás. Además, cuando las autoridades de la base aérea de los Estados Unidos se enteraron de la muerte de Rudenko, se negaron en redondo a proporcionar uno de sus aviones. Tiradores de primera rodearon el «Tupolev»; era imposible que dos hombres, aun a punta de pistola, condujesen a toda aquella gente a otro avión. Los tiradores los derribarían. Después de una hora de conversaciones con el comandante de la base, salieron del avión, brazos en alto.

Aquella misma noche fueron entregados oficialmente a las autoridades de Berlín Oeste, para ser encarcelados y juzgados.