Mientras los altos y secretos personajes trabajaban con febril actividad en Washington y en Moscú, el viejo Sanadria seguía impasible su rumbo al Nordeste, en dirección a los Dardanelos y Estambul.
El segundo día, Drake vio deslizarse las áridas y pardas colinas de Gallipoli, y las aguas que separan la Turquía europea de la asiática se ensancharon para formar el mar de Mármara. El capitán Thanos, que conocía aquellas aguas como el huerto de su casa de Quío, manejaba personalmente el timón.
Los cruceros soviéticos se cruzaban con el Sanadria, procedentes de Sebastopol y dirigiéndose al Mediterráneo para observar las maniobras de la Sexta Flota de los Estados Unidos. Momentos después de la puesta del sol aparecieron las luces titilantes de Estambul y el puente de Galacia sobre el Bósforo. El Sanadria echó anclas para pasar la noche y entró en el puerto de Estambul a la mañana siguiente.
Mientras descargaban los toros, Andrew Drake pidió su pasaporte al capitán Thanos y bajó a tierra. Encontró a Miroslav Kaminsky en el punto convenido del centro de Estambul y se hizo cargo de un gran fardo de pieles de cordero y abrigos y chaquetas de ante. Cuando volvió al barco, el capitán Thanos arqueó una ceja.
—Quiere que su novia no pase frío, ¿eh? —dijo.
Drake movió la cabeza y sonrió.
—Los de la tripulación me dijeron que la mitad de los marineros llevan cosas de éstas a Odessa —repuso—. Pensé que también yo podía hacerlo.
El capitán griego no se sorprendió. Sabía que media docena de sus hombres traerían a bordo un equipaje parecido y venderían después las chaquetas y los pantalones vaqueros de moda, en el mercado negro de Odessa, por cinco veces su precio de compra.
Treinta horas más tarde, el Sanadria salió del Bósforo, dejando atrás el Cuerno de Oro, y puso rumbo al Norte, a Bulgaria, donde descargaría los tractores.
Al oeste de Dublín está el condado de Kildare, donde se hallan situados Curragh, centro hípico irlandés, y Calbridge, la soñolienta población-mercado. En las afueras de Calbridge se levanta Castletown House, la más grande y hermosa mansión de estilo paladiano del país. Con la conformidad de los embajadores americano y soviético, el Gobierno irlandés había propuesto Castletown como sede de la conferencia del desarme.
Equipos de pintores, estuquistas, electricistas y jardineros habían trabajado día y noche, durante una semana, para dar los toques finales a los dos salones donde se celebrarían las dos conferencias simultáneas, aunque nadie sabía cuál era el objeto de la segunda.
La fachada del edificio principal tiene una longitud de 45 metros, y de sus esquinas parten sendos pasillos con columnas, que conducen a las dependencias laterales. En una de estas alas se encuentran las cocinas y los apartamentos del servicio, y allí se alojarían las fuerzas de seguridad americanas; el otro bloque alberga las caballerizas y, encima de éstas, varios apartamentos, donde se hospedarían los guardaespaldas rusos.
El cuerpo principal de la mansión serviría de centro de las conferencias y de alojamiento de los diplomáticos subalternos, que ocuparían las numerosas habitaciones para invitados del piso alto. Sólo los dos principales negociadores y sus inmediatos ayudantes volverían cada noche a sus respectivas Embajadas, donde dispondrían de todas las facilidades para comunicarse en clave con Washington y Moscú.
Esta vez no habría más secreto que el tema de la segunda conferencia. Envueltos en la aureola de una publicidad mundial, los dos ministros de Asuntos Exteriores, David Lawrence y Dmitri Rykov, llegaron a Dublín y fueron recibidos por el presidente y el primer ministro irlandés. Después de los acostumbrados apretones de manos y frases de salutación, salieron de Dublín y se dirigieron a Castletown en dos comitivas gemelas.
El 8 de octubre, al mediodía, ambos estadistas y sus veinte consejeros entraron en la vasta Long Gallery, de más de 40 metros de longitud y decorada con Wedgwood azul, al estilo pompeyano. La mayor parte del centro del salón estaba ocupada por la resplandeciente mesa georgiana, a ambos lados de la cual se sentaron las delegaciones. Al lado de cada ministro de Asuntos Exteriores estaban los expertos en defensa, armamentos, tecnología nuclear, espacio interior y fuerzas blindadas.
Los dos estadistas sabían que sólo estaban allí, oficialmente, para inaugurar la conferencia. Después de esto y de aprobar el orden del día, ambos volverían a su país respectivo y dejarían las conversaciones en manos de los jefes de delegación, el profesor Iván I. Sokolov, por parte de los soviets y el ex subsecretario de Defensa, Edwin J. Campbell, por la de los norteamericanos.
Las demás habitaciones de aquella planta estaban destinadas a los taquígrafos, mecanógrafos y personal auxiliar.
Debajo de este piso, en la planta baja, los componentes de la segunda conferencia ocuparon discretamente sus sitios en el gran comedor de Castletown, que tenía corridas las cortinas para amortiguar la luz del sol otoñal que caía sobre el lado sudoriental de la mansión. Eran principalmente tecnólogos, expertos en cereales, petróleo, computadoras e instalaciones industriales.
En el piso de arriba, Dmitri Rykov y David Lawrence pronunciaron sendos y breves discursos de bienvenida a la delegación opuesta y expresaron el deseo y la esperanza de que la conferencia lograse mitigar los problemas de un mundo preocupado y atemorizado. Luego interrumpieron la sesión para almorzar.
Después del almuerzo, el profesor Sokolov sostuvo una conversación privada con Rykov, antes de que éste partiese para Moscú.
—Ya conoce nuestra posición, camarada profesor —dijo Rykov—. Francamente, no es muy buena. Los americanos tratarán de conseguir el máximo. La misión de usted es defender palmo a palmo nuestro terreno, a fin de que nuestras concesiones sean mínimas. Pero debemos tener el trigo. En todo caso, cualquier concesión en materia de armamento y de despliegue de fuerzas en el Este de Europa debe ser consultada a Moscú. Y es que el Politburó insiste en intervenir en la aprobación o rechazo de tales concesiones en las materias más delicadas.
Omitió decir que las materias más delicadas eran las que podían impedir un futuro ataque soviético contra el Oeste de Europa, y tampoco dijo que la carrera política de Maxim Rudin pendía de un hilo.
En otro salón, en el lado opuesto de Castletown —estancia que, como la de Rykov, había sido escudriñada por los expertos en electrónica, en busca de posibles «micrófonos ocultos»— David Lawrence conversaba con Edwin Campbell.
—Queda todo en sus manos, Ed. Esto no será como Ginebra. Los problemas soviéticos no permitirán eternas dilaciones, aplazamientos y consultas a Moscú durante interminables semanas. Calculo que tienen que llegar a un acuerdo con nosotros en seis meses como máximo. O eso, o se quedarán sin trigo.
»Por otra parte, Sokolov no retrocederá un centímetro sin lucha. Sabemos que cada concesión sobre armamentos tendrá que ser consultada a Moscú; pero Moscú tendrá que resolver de prisa, para no agotar el tiempo.
»Otra cosa. Sabemos que Maxim Rudin no puede ir demasiado lejos. Si lo hiciese podrían derribarle. Pero también podrían hacerlo, si no consiguiese el trigo. La cuestión será encontrar el punto de equilibrio: conseguir las máximas concesiones, sin provocar una revuelta en el Politburó.
Campbell se quitó las gafas y se pellizcó la nariz. Había pasado cuatro años viajando de Washington a Ginebra, en las hasta entonces fracasadas conversaciones SALT, y no desconocía las dificultades de negociar con los rusos.
—Bueno, David, eso suena muy bien. Pero ya sabe que ellos nunca revelan nada de su situación interna. Sería muy importante saber hasta qué punto podemos apretar y dónde está la línea de stop.
David Lawrence abrió su cartera de mano y sacó un fajo de papeles. Los alargó a Campbell.
—¿Qué son? —preguntó Campbell.
Lawrence eligió cuidadosamente sus palabras.
—Hace once días, en Moscú, el Politburó en pleno autorizó a Rudin y a Dmitri Rykov a iniciar estas conversaciones. Por sólo siete votos contra seis. Hay una facción disidente en el seno del Politburó que desea hacer fracasar las conversaciones y derribar a Rudin. Después de tomado el acuerdo, el Politburó trazó los límites exactos de lo que el profesor Sokolov podía o no podía conceder y de lo que el propio Politburó autorizaría o no autorizaría a otorgar. Si se traspasaran estos límites, Rudin podría ser derribado. Y, si esto sucediese, nos enfrentaríamos con problemas graves, gravísimos.
—¿Qué son estos papeles? —preguntó Campbell, levantando el fajo.
—Llegaron anoche de Londres —respondió Lawrence—. Son la transcripción literal de la reunión del Politburó.
Campbell miró asombrado los papeles.
—¡Jesús! —exclamó—. Podemos dictar las condiciones.
—No exactamente —le corrigió Lawrence—. Podemos pedir el máximo de lo que puede dar la facción moderada del Politburó. Si nos empeñásemos en conseguir más, podríamos perderlo todo.
La visita de la primer ministro británica y de su secretario de Asuntos Exteriores a Washington, dos días más tarde, fue descrita por la Prensa como privada. Ostensiblemente, la Primer Ministro debía pronunciar un discurso en una importante reunión de la Unión de habla inglesa, y aprovecharía la oportunidad para hacer una visita de cortesía al presidente de los Estados Unidos.
Pero el verdadero objeto de ésta era una reunión en el Salón Oval, donde el presidente Bill Matthews, acompañado de su consejero especial de Seguridad, Stanislaw Poklevski, y de su secretario de Estado, David Lawrence, dio a sus visitantes británicos una completa explicación del esperanzador comienzo de la conferencia de Castletown. El orden del día —dijo el presidente Matthews— había sido acordado con desacostumbrada presteza. Al menos tres temas importantes de discusión habían sido establecidos por los dos equipos, sin que casi se advirtiesen las acostumbradas objeciones soviéticas en todas las cuestiones de detalle.
El presidente Matthews expresó su esperanza de que, después de tantos años de fracasos, pudiese surgir de Castletown una limitación sustancial de los niveles de armamentos y de los despliegues de tropas a lo largo del telón de acero, desde el Báltico hasta el Egeo.
La cuestión espinosa surgió al final de la reunión entre los dos jefes de Gobierno.
—Señora, consideramos vital que la información interior que poseemos, y sin la cual podría fracasar la conferencia, siga llegando hasta nosotros en lo sucesivo.
—¿Se refiere a el Ruiseñor? —inquirió vivamente la primer ministro inglesa.
—Sí, señora —respondió Matthews—. Consideramos indispensable que el Ruiseñor siga operando.
—Comprendo su punto de vista, señor presidente —respondió pausadamente ella—. Pero creo que el riesgo de esta operación es muy grande. Yo no le digo a sir Nigel Irvine lo que tiene y lo que no tiene que hacer en la dirección de su Servicio. Respeto demasiado su buen criterio. Pero haré lo que pueda.
Sólo cuando hubo terminado la ceremonia tradicional de acompañar a los visitantes británicos a sus automóviles y sonreír para las cámaras, ante la entrada principal de la Casa Blanca, Stanislav Poklevski pudo dar rienda suelta a sus sentimientos.
—Ningún riesgo que pueda correr un agente ruso tiene importancia, en comparación con el éxito o el fracaso de las conversaciones de Castletown —dijo.
—De acuerdo —admitió Bill Matthews—, pero, según me ha dicho Bob Benson, el mayor riesgo está en que se descubra a el Ruiseñor en este momento. Si esto ocurriese, y ellos le pillasen, el Politburó no tardaría en saber todo lo que nos ha dicho. En tal caso, darían cerrojazo a Castletown. Cierto que habrá que hacer enmudecer a el Ruiseñor, o sacarle de allí; pero no antes de que se haya redactado y firmado un tratado. Y eso puede tardar seis meses.
Aquella misma tarde, mientras el sol brillaba aún en Washington y se ponía sobre el puerto de Odessa, el Sanadria ancló en la bahía. Cuando cesó el ruido del cable del ancla, se hizo en el carguero un silencio, sólo interrumpido por el grave zumbido de los generadores en el cuarto de máquinas y por el silbido del vapor que escapaba sobre la cubierta. Andrew Drake„ se apoyó en la barandilla y contempló cómo se encendían las luces del puerto y de la ciudad.
Al oeste del barco, en el extremo norte del puerto, hallábanse el muelle del petróleo y la refinería, cercados por una verja de hierro. En el Sur, el puerto estaba limitado por el brazo protector del gran malecón. A diez millas de éste, el río Dniéster desembocaba en el mar a través de las marismas donde, cinco meses antes, había robado el bote Miroslav Kaminsky y emprendido su desesperada fuga en busca de la libertad. Ahora, gracias a él, Andrew Drake (Andriy Drach) había llegado al país de sus antepasados. Pero esta vez llegaba armado.
Aquella noche, el capitán Thanos fue informado de que podría entrar y atracar en el puerto a la mañana siguiente. Los funcionarios de la Aduana y de la Sanidad del puerto visitaron el Sanadria, pero pasaron la hora que estuvieron a bordo encerrados con el capitán Thanos en el camarote de éste, sorbiendo el fuerte whisky escocés reservado para tales ocasiones. Al ver alejarse la lancha del costado del buque, Drake se preguntó si Thanos le habría traicionado. La cosa parecía bastante fácil; Drake sería detenido en tierra, y Thanos se largaría con sus cinco mil dólares.
Todo dependía —pensó— de que Thanos hubiese creído su historia de que llevaba el dinero para su novia. Si era así, no tenía motivo para traicionarle, pues la falta era bastante leve; sus marineros introducían artículos de contrabando en Odessa, en todos sus viajes, y los dólares en billetes no eran más que una forma de contrabando. Y si el rifle y las pistolas hubiesen sido descubiertos, lo más fácil habría sido arrojarlos al mar y echar a Drake del barco al llegar al Pireo. Sin embargo, no pudo comer ni dormir aquella noche.
Momentos después de amanecer, el práctico subió a bordo. El Sanadria levó anclas y, con ayuda de un remolcador, pasó despacio entre los rompeolas y llegó a su amarradero. Drake se había enterado de que la maniobra de amarre se demoraba con frecuencia en este puerto de mar, el más congestionado de la Unión Soviética. Por lo visto, necesitaban los «Vacuvators» con urgencia. ¡No sabía él con cuánta urgencia! En fin, cuando las grúas de tierra hubiesen empezado a descargar el barco, los tripulantes libres de servicio podrían bajar a tierra.
Durante el viaje, Drake se había hecho amigo del carpintero del Sanadria, marinero griego de edad madura que había visitado Liverpool y se empeñaba en usar las veinte palabras que sabía de inglés. Las había repetido continuamente, con gran satisfacción, siempre que se había tropezado con Drake durante el viaje, y cada vez había asentido éste con gran entusiasmo. Por su parte, Drake había explicado a Constantino, en inglés y con señas, que tenía una novia en Odessa, a la que llevaba unos regalos. Constantino lo había aprobado. Con una docena de otros tripulantes, bajaron por la pasarela y se encaminaron a la verja del muelle.
Drake llevaba una de sus mejores chaquetas de ante, aunque hacía bastante calor. Constantino llevaba una bolsa colgada del hombro, con varias botellas de whisky escocés de buena calidad.
Toda la zona portuaria de Odessa está aislada de la ciudad y de sus habitantes por una alta valla metálica, coronada de alambre espinoso y de arcos voltaicos. La puerta principal de la verja suele permanecer abierta durante el día, siendo sólo cerrado el paso por un poste de balancín, pintado a rayas blancas y rojas. Es el lugar por donde deben pasar los camiones y otros vehículos de carga, y está custodiado por un funcionario de la Aduana y dos guardias armados.
Junto a la barrera hay un largo y estrecho recinto cubierto, con una puerta que da a la zona portuaria y otra que se abre al exterior. El grupo del Sanadria, precedido por Constantino, cruzó la primera puerta. Había allí un largo mostrador, al cuidado de un aduanero, y un control de pasaportes, donde se hallaban un funcionario de inmigración y un guardia. Los tres parecían algo harapientos y extraordinariamente aburridos. Constantino se acercó al aduanero y puso su bolsa sobre el mostrador. El hombre la abrió y sacó una botella de whisky. Constantino le indicó con un ademán que era un obsequio. El aduanero asintió con la cabeza, amistosamente, y metió la botella debajo de su mesa.
Constantino echó un brazo moreno sobre los hombros de Drake y se señaló con la otra mano.
—Droog —dijo, alegremente.
El aduanero volvió a asentir con la cabeza, dando a entender que comprendía que el recién llegado era amigo del carpintero griego y debía ser tratado como tal. Drake sonrió ampliamente. Se echó hacia atrás y contempló al aduanero, como miraría un sastre a un cliente. Después, avanzó, se quitó la chaqueta de ante y la extendió, indicando que él y el aduanero eran aproximadamente de la misma talla. El funcionario no perdió tiempo en probársela; era una hermosa chaqueta, que costaba al menos el equivalente de un mes de salario. Sonrió, agradeciendo el regalo; puso la chaqueta debajo de la mesa e hizo ademán de que pasase todo el grupo.
El hombre de inmigración y el guardia no se mostraron sorprendidos. La segunda botella de whisky era para ellos. Los tripulantes del Sanadria entregaron sus documentos de identidad, y Drake mostró su pasaporte al funcionario, y recibieron a cambio un pase cada uno para salir del puerto. A los pocos minutos, el grupo del Sanadria salió del cobertizo a plena luz del sol.
El lugar de cita de Drake era un pequeño café del barrio portuario de viejos callejones empedrados, no lejos del monumento a Pushkin, en la cuesta que conduce del puerto a la ciudad propiamente dicha. Se separó de sus compañeros, alegando que tenía que encontrarse con su mítica novia. Constantino no se opuso; tenía que buscar a sus amigos de los bajos fondos, para concertar la entrega de su bolsa llena de pantalones vaqueros. Drake encontró el café después de media hora de rondar por el barrio.
Fue Lew Mishkin quien acudió, justo después del mediodía. Prudente y cauteloso, se sentó solo, sin hacer la menor señal de reconocimiento. Cuando hubo terminado su café, se levantó y salió del establecimiento. Drake le siguió. Sólo cuando llegaron ambos al paseo marítimo del bulevar Primorsky, dejó que Drake se le acercase. Hablaron mientras caminaban.
Drake convino en que aquella noche daría el primer paso, introduciendo las pistolas y el intensificador de imagen; llevaría las primeras metidas debajo de su cinturón, y el último, en su saco, junto con las dos botellas de whisky. Habría muchos tripulantes de barcos occidentales que cruzarían la barrera para pasar la velada en los bares del sector portuario. Llevaría otra chaqueta de ante, para disimular el bulto de las armas, y el fresco del aire nocturno justificaría que la llevase abrochada. Mishkin y su amigo, David Lazareff, esperarían a Drake amparados en la oscuridad, junto al monumento a Pushkin, y se harían cargo de la mercancía.
Poco después de las ocho, Drake pasó con su primer cargamento. Saludó alegremente al aduanero, el cual correspondió a su saludo e hizo una seña a sus colegas del control de pasaportes. El hombre de inmigración le entregó el pase a cambio del pasaporte y, con un movimiento de cabeza, señaló la puerta abierta. Drake la cruzó y se encontró de nuevo en la ciudad de Odessa. Estaba a punto de llegar al pie del monumento a Pushkin, cuya cabeza se recortaba sobre el cielo estrellado, cuando se le acercaron dos figuras, saliendo de la oscuridad, entre los plátanos que llenan los espacios abiertos de Odessa.
—¿Algún problema? —preguntó Lazareff.
—Ninguno —respondió Drake.
—Pásanos la mercancía —dijo Mishkin.
Ambos llevaban sendas carteras de mano, cosa que parece muy corriente en la Unión Soviética. Estas carteras, lejos de contener documentos, son la versión masculina de unos bolsos que llevan las mujeres y son llamados «por si acaso». Este nombre se debe a que siempre existe la esperanza de encontrar algún artículo de consumo que pueda adquirirse antes de que lo vendan a otro o de que se forme una cola. Mishkin tomó el intensificador de imagen y lo metió en su cartera, que era más grande que la de su compañero; Lazareff tomó las dos pistolas, los cargadores suplementarios y la caja de proyectiles de rifle, y los guardó en la suya.
—Zarparemos mañana al anochecer —dijo Drake—. Tendré que traer el rifle por la mañana.
—¡Hum! —exclamó Mishkin—. La luz del día no nos va bien. Tú conoces mejor que yo la zona del puerto, David. ¿Dónde se hará la entrega?
Lazareff reflexionó un momento.
—Hay un callejón —respondió— entre dos talleres de reparación de grúas.
Describió los dos talleres de paredes pardas, no lejos de los muelles.
—El callejón es corto y estrecho. Uno de sus extremos mira al mar, y el otro, a una pared lisa. Entra por el extremo del mar a las once en punto. Yo entraré por el extremo contrario. Si hay alguien más en el callejón, sigue adelante, da la vuelta a la manzana y prueba otra vez. Si el callejón está vacío, tomaremos el paquete.
—¿Cómo lo llevarás? —preguntó Mishkin.
—En un saco de marinero, de unos cuatro palmos de largo —contestó Drake—, y envuelto en chaquetas de ante.
—Larguémonos —intervino Lazareff—. Alguien viene.
Cuando Drake volvió al Sanadria, había otros hombres en la aduana, y le registraron. No llevaba nada. A la mañana siguiente pidió al capitán Thanos que le dejase bajar una vez más a tierra, con el pretexto de que quería pasar el mayor tiempo posible con su prometida. Thanos le excusó de su trabajo en cubierta y le autorizó a bajar. Drake pasó un mal rato en la aduana, cuando le dijeron que mostrase lo que llevaba en los bolsillos. Obedeció, dejando el saco en el suelo y sacando un fajo de cuatro billetes de diez dólares. El aduanero, que parecía estar de mal humor, le amonestó con un dedo y le confiscó los dólares. No miró el saco. Por lo visto, las chaquetas de ante eran un contrabando respetable; no así los dólares.
No había nadie en el callejón, salvo Mishkin y Lazareff, que avanzaban en dirección contraria a Drake. Mishkin miró más allá de Drake, hacia el extremo del callejón; cuando iban a cruzarse, dijo:
—¡Venga!
Y Drake cargó el saco sobre el hombro de Lazareff.
—Suerte —deseó, echando a andar—. Nos veremos en Israel.
Sir Nigel Irvine era miembro de tres clubs en el sector oeste de Londres, pero escogió «Brook’s» para cenar con Barry Ferndale y Adam Munro. Siguiendo la costumbre, dejaron los asuntos serios para después de la cena, cuando, abandonando el comedor, se retiraron al salón, donde se servía el café, el oporto y los cigarros.
Sir Nigel había pedido al jefe de los camareros que le reservase su rincón predilecto cerca de la ventana que daba a St. James Street, y, cuando llegaron, cuatro mullidos sillones de cuero les estaban esperando. Munro pidió coñac y agua; Ferndale y sir Nigel prefirieron una jarra de oporto del club, que fue dejada sobre la mesita. Reinó el silencio mientras encendían los cigarros y sorbían el café. Desde las paredes, les miraban los Diletantes, grupos de hombres de mundo del siglo XVIII.
—Bueno, mi querido Adam, ¿cuál es el problema? —preguntó, al fin, sir Nigel.
Munro miró a la mesa más próxima, donde estaban conversando dos altos funcionarios civiles. Si aguzaban el oído, podían escuchar lo que dijesen ellos. Sir Nigel advirtió su mirada.
—Si no gritamos —dijo, tranquilamente—, nadie nos oirá. Los caballeros no escuchan las conversaciones entre otros caballeros.
Munro pensó un poco.
—Nosotros lo hacemos —repuso simplemente.
—Eso es diferente —negó Ferndale—. Es nuestro oficio.
—Está bien —dijo Munro—. Quiero sacar de allí a el Ruiseñor. Sir Nigel observó la punta de su cigarro.
—¿Ah, sí? —inquirió—. ¿Alguna razón especial?
—En primer lugar, la tensión del agente —explicó Munro—. La grabación original del mes de julio tuvo que ser robada y sustituida por una falsa. Esto puede descubrirse y tiene muy inquieto a el Ruiseñor. En segundo lugar, están las probabilidades de descubrimiento. Cada sustracción de actas del Politburó aumenta estas probabilidades. Sabemos cómo lucha Maxim Rudin por su vida política y por su sucesión. Si el Ruiseñor se descuida o tiene mala suerte, pueden pillarle.
—Ese es uno de los riesgos de su deserción, Adam —dijo Ferndale—. Son gajes del oficio. A Penkovsky le cogieron.
—Esa es precisamente la cuestión —continuó Munro—. Penkovsky había dado casi todo lo que podía dar. La crisis de los misiles cubanos había terminado. Los rusos nada podían hacer ya para reparar el daño que Penkovsky les había causado.
—Yo diría que ésta es una buena razón para que el Ruiseñor siga en su sitio —observó sir Nigel—. Todavía puede hacer muchísimo más por nosotros.
—O al contrario —replicó Munro—. Si el Ruiseñor sale de allí, es posible que el Kremlin no sepa nunca lo que ha pasado. Si le cogen, le harán hablar. Lo que puede revelar ahora es más que suficiente para provocar la caída de Rudin. Y creo que, en este momento, no interesa a Occidente que Rudin sea derribado.
—Cierto —admitió sir Nigel—. Comprendo su punto de vista. Hay que sopesar las probabilidades. Si sacamos de allí a el Ruiseñor, la KGB investigará durante meses. Probablemente, se descubrirá el hurto de la cinta y presumirán que nos entregó otras cosas antes de fugarse. Si le cogen, será aún peor; le arrancarán la lista completa de todo lo que nos ha dado. Como resultado de ello, Rudin caerá. Y aunque, probablemente, Vishnayev saldrá también malparado, fracasarán las conversaciones de Castletown. Tercera posibilidad: mantener a el Ruiseñor en su sitio hasta que hayan terminado las conferencias de Castletown y se haya firmado el acuerdo de limitación de armamentos. Entonces, nada podrá ya hacer la facción belicista del Politburó. Es una alternativa tentadora.
—Yo preferiría sacarle de allí —dijo Munro—. Pero, si no es posible, dejémosle tranquilo; que deje de transmitir.
—Yo preferiría que continuase —dijo Ferndale—, al menos hasta que termine lo de Castletown.
Sir Nigel reflexionó sobre los argumentos alternativos.
—Esta tarde he estado con la Primer Ministro —dijo al fin—. Ella me ha pedido algo, encarecidamente, en su propio interés y en el del presidente de los Estados Unidos. En este momento no puedo rechazar su petición, a menos que se demostrase que el Ruiseñor está a punto de ser descubierto. Los americanos consideran vital, para poder llegar a la conclusión de un tratado satisfactorio en Castletown, que el Ruiseñor les mantenga enterados de la posición que adoptarán los soviets en las negociaciones. Al menos, hasta principios del próximo año.
»Por consiguiente, les diré lo que voy a hacer. Usted, Barry, prepare un plan para el rescate del Ruiseñor; algo que pueda ponerse en práctica al primer aviso. Y, si la situación de el Ruiseñor llega a hacerse terriblemente comprometida, le sacaremos de allí, Adam. Pero, de momento, las conversaciones de Castletown y la frustración de los planes de la camarilla de Vishnayev deben tener prioridad absoluta. Tres o cuatro informaciones más, y deberíamos llegar a las fases finales de las conferencias de Castletown. Los soviets necesitan llegar a algún acuerdo sobre el trigo, a lo más tardar, en febrero o marzo. Después de esto, Adam, el Ruiseñor podrá venir a Occidente, y estoy seguro de que los americanos le mostrarán su gratitud de la manera acostumbrada.
La cena que tuvo lugar en las habitaciones privadas de Maxim Rudin en el sanctasantórum del Kremlin fue mucho más secreta que la celebrada en el club «Brook’s» de Londres. La confianza en la discreción de los caballeros, en lo tocante a las conversaciones de otros caballeros, no ha superado nunca la extremada precaución de los hombres del Kremlin. Cuando Rudin se sentó en su sillón predilecto del estudio y señaló sus asientos a Ivanenko y a Petrov, no había nadie que pudiese oírles, salvo el mudo Misha.
—¿Qué le ha parecido la reunión de hoy? —preguntó Rudin a Petrov, sin el menor preámbulo.
El jefe de las Organizaciones del Partido en la Unión Soviética se encogió de hombros.
—Salimos adelante —respondió—. El informe de Rykov fue magnífico. Pero todavía tendremos que hacer algunas concesiones bastante sustanciales, si queremos hacernos con el trigo. Y Vishnayev no renuncia a su guerra.
Rudin lanzó un gruñido.
—Vishnayev quiere mi sitio —observó rudamente—. Esa es su ambición. Quien quiere la guerra es Kerensky. Quiere emplear sus fuerzas armadas antes de ser demasiado viejo.
—El resultado es el mismo —intervino Ivanenko—. Si Vishnayev le derriba a usted, estará tan atado a Kerensky que no podrá, ni realmente deseará, oponerse a la fórmula de éste para la solución de todos los problemas de la Unión Soviética. Dejará que Kerensky haga su guerra la próxima primavera o a principios de verano. Entre los dos destruirán todo lo que se ha conseguido en el curso de dos generaciones.
—¿Qué tiene que decirme de sus consultas de ayer? —preguntó Rudin.
Sabía que Ivanenko había llamado a dos de sus hombres más importantes en el Tercer Mundo, para que le informasen personalmente. Uno de ellos controlaba todas las operaciones subversivas en África; el otro hacía lo propio en Oriente Medio.
—La impresión es optimista —respondió Ivanenko—. Los capitalistas han forzado tanto su política africana, y durante tanto tiempo, que su posición es prácticamente insostenible. Los liberales siguen dominando en Washington y Londres, al menos en asuntos extranjeros. Pero están tan preocupados por África del Sur, que no parecen darse cuenta de lo que ocurre en Nigeria y en Kenya. Ambas están a punto de caer en poder nuestro. Los franceses resultan más difíciles en Senegal. En cuanto al Oriente Medio, creo que Arabia Saudí caerá dentro de tres años. Está casi cercada.
—¿Tiempo previsto? —preguntó Rudin.
—Dentro de pocos años, digamos alrededor de 1990, tendremos el control efectivo del petróleo y de las rutas marítimas. La campaña de euforia, en Washington y en Londres, aumenta continuamente, y con buen resultado.
Rudin exhaló una bocanada de humo y aplastó la colilla de su cigarrillo en un cenicero que le acercó Misha.
—Yo no lo veré —dijo—, pero sí ustedes dos. Dentro de diez años, Occidente morirá de inanición, y no tendremos que disparar un solo tiro. Mayor razón para pararle los pies a Vishnayev, mientras estamos a tiempo.
A cuatro kilómetros al sudoeste del Kremlin, en un cerrado recodo formado por el río Moscova y no lejos del Estadio Lenin, se levanta el antiguo monasterio de Novodevinhi. Su entrada principal se encuentra frente a los grandes almacenes «Beriozka», donde los ricos y los privilegiados, o los extranjeros, pueden comprar, con divisas fuertes, artículos de lujo inalcanzables para el vulgo.
Dentro de las tierras del monasterio se encuentran tres lagos y un cementerio, este último, accesible a los peatones. El guardia de la puerta raras veces se toma el trabajo de parar a los que llevan ramos de flores.
Adam Munro dejó su coche en el aparcamiento de «Beriozka» entre otros vehículos cuyas matrículas revelaban que pertenecían a los privilegiados.
«¿Dónde esconderían un árbol? —solía preguntar su instructor a los alumnos—. En el bosque. ¿Y dónde esconderían una china? En la playa. Siempre hay que buscar el sitio más natural.»
Munro cruzó la calle, atravesó el cementerio, llevando un ramo de claveles en la mano, y encontró a Valentina esperándole junto a uno de los pequeños lagos. Los últimos días de octubre habían traído los primeros vientos fríos de las estepas del Este, y grises y veloces nubes cruzaban el cielo. La superficie del agua se rizaba y estremecía al soplo del viento.
—Hice mi petición a Londres —dijo cariñosamente él—. Y me dijeron que de momento es demasiado arriesgado. Me respondieron que si te sacásemos ahora de aquí, descubrirían la sustracción de la cinta y, en consecuencia, que hemos sido informados de las reuniones. Creen que, en ese caso, interrumpirían las conversaciones de Irlanda y pondrían en práctica el plan de Vishnayev.
Ella se estremeció ligeramente, aunque no habría podido decir si era por efecto del frío o del miedo que le inspiraban sus amos. El la rodeó con un brazo y la estrechó contra su cuerpo.
—Tal vez tienen razón —aceptó en voz baja Valentina—. Al menos, el Politburó está negociando sobre la comida y sobre la paz, no preparándose para la guerra.
—Rudin y su grupo parecen sinceros esta vez —sugirió él. Ella bufó entre dientes.
—Son tan malos como los otros —replicó—. Sin la presión a que están sometidos, no los tendríais allí.
—Bueno; en todo caso, la presión existe —dijo Munro—. Pueden tener el grano. Y conocen las alternativas. Creo que el mundo tendrá su tratado de paz.
—Si es así, lo que he hecho habrá valido la pena —dijo Valentina—. No quiero que Sasha crezca entre basura, como hice yo, ni que viva con una pistola en la mano. Eso sería lo que le reservarían los del Kremlin.
—No será así —la tranquilizó Munro—. Créeme, querida; él crecerá en libertad, en Occidente, con su madre y conmigo, como padrastro. Mis jefes han accedido a sacarte de aquí en primavera.
Ella le miró con un destello de esperanza en los ojos.
—¿En primavera? ¡Oh, Adam! ¿En qué tiempo de la primavera?
—Las conversaciones no pueden durar demasiado. El Kremlin necesita el trigo en abril, a lo más tardar. Entonces habrán agotado todos sus recursos y reservas. Cuando se acuerde el tratado, quizás incluso antes de su firma, tú y Sasha seréis sacados de aquí. Mientras tanto, quiero que reduzcas el riesgo que corres. Sólo debes informar de las cuestiones más vitales sobre las conversaciones de paz de Castletown.
—Una de ellas está aquí —dijo Valentina, tocando el bolso colgado de su hombro—. Es de hace diez días. La mayor parte de sus términos son tan técnicos, que no puedo comprenderlos. Se refieren a una posible reducción de SS Veintes móviles.
Munro asintió gravemente con la cabeza.
—Son cohetes tácticos con cabezas nucleares, sumamente exactos y sumamente móviles; transportados en vehículos, han sido emplazados en bosques y camuflados en toda la Europa Oriental.
Veinticuatro horas después, el paquete viajaba hacia Londres.
Tres días antes de terminar el mes, una anciana caminaba por la calle de Sverdlov, en el centro de Kiev, en dirección a su casa. Aunque tenía derecho a coche y chófer, había nacido y se había criado en el campo, y era de fuerte raigambre campesina. Por esto prefería caminar a ir en coche, tratándose de distancias cortas. La amiga con quien había pasado la velada vivía a sólo dos manzanas de distancia de su domicilio, y por eso había despedido ella a su chófer para aquella noche. Acababan de dar las diez cuando cruzó la calle en dirección a la puerta de su casa.
El coche iba a tal velocidad que no lo vio. Se encontró en medio de la calle, sola; los otros dos únicos transeúntes estaban a cien metros de distancia, y el vehículo se le echaba encima, con los faros encendidos y chirriando los neumáticos. Se quedó paralizada. El conductor parecía querer embestirla de lleno, pero desvió el coche en el último momento. La aleta del vehículo le dio un golpe en la cadera, haciéndola caer en el arroyo. El coche no se detuvo, sino que se alejó zumbando en dirección al bulevar Kreshchatik, al final de Sverdlov. La mujer oyó vagamente un ruido de pisadas, al correr los transeúntes en su ayuda.
Aquella noche, Edwin J. Campbell, jefe del grupo negociador estadounidense en Castletown, llegó cansado y contrariado a la residencia de la Embajada en Phoenix Park. América había proporcionado a su enviado en Dublín una elegante mansión, totalmente modernizada, con espléndidas habitaciones para los huéspedes; las destinadas a Edwin Campbell eran las mejores que hubiese ocupado jamás. Ahora podría tomarse un buen baño caliente y tumbarse a descansar.
Se había quitado el abrigo y respondido al saludo de su anfitrión, cuando un mensajero de la Embajada le entregó un grueso sobre de papel manila. Esto redujo sus horas de sueño aquella noche, pero valía la pena.
El día siguiente, ocupó su sitio en la Long Gallery de Castletown y miró impasiblemente al profesor Iván 1. Sokolov, sentado al otro lado de la mesa.
«Muy bien, profesor; sé hasta dónde puedes llegar en tus concesiones. Vayamos al grano.»
Fueron necesarias cuarenta y ocho horas para que el delegado soviético accediese a reducir a la mitad el número de cohetes nucleares tácticos del Pacto de Varsovia en la Europa Oriental. Y seis horas más tarde, en el comedor, se acordó un protocolo por el cual los Estados Unidos venderían a la URSS máquinas de sondeo y tecnología de extracción de petróleo por valor de doscientos millones de dólares, a los precios convenidos.
La anciana estaba inconsciente cuando la ambulancia la llevó al hospital general de Kiev, llamado «Hospital de Octubre» y emplazado en el número 39 de la calle de Karl Liebknecht. Y continuó en el mismo estado hasta la mañana siguiente. Cuando pudo decir quién era, las aturrulladas autoridades la sacaron inmediatamente del pabellón general y la trasladaron en una camilla de ruedas a una habitación particular, que en seguida se llenó de flores. Durante el día, el mejor cirujano ortopédico de Kiev la operó y compuso su fémur roto.
En Moscú, Ivanenko recibió una llamada telefónica de su ayudante particular y escuchó atentamente.
—Comprendo —dijo, sin vacilación—. Informe a las autoridades de que iré inmediatamente. ¿Cómo? Bien; entonces, cuando se haya recobrado de la anestesia. ¿Mañana por la noche? Muy bien, cuide de todo.
El frío arreciaba aquella última noche de octubre. Nadie se movía en la calle de Rosa Luxemburgo, a la que da la parte trasera del «Hospital de Octubre». Los dos largos automóviles negros permanecían discretamente aparcados junto al bordillo, delante de la entrada posterior del hospital. El jefe de la KGB había preferido emplear ésta, en vez de la puerta principal.
Toda la zona se encuentra en una pequeña elevación de terreno, rodeado de árboles, y, más abajo y en el lado opuesto de la calle, se estaba construyendo una dependencia aneja al hospital, cuyos pisos superiores y sin terminar sobresalían ligeramente de la fronda. Los vigilantes, entre los fríos sacos de cemento, se frotaban las manos para activar la circulación y contemplaban los dos automóviles parados delante de la puerta, débilmente iluminada por una sola bujía sobre el arco.
Cuando bajó la escalera, el hombre, al que sólo quedaban siete segundos de vida, llevaba un abrigo largo y con cuello de piel, y gruesos guantes, a pesar de que sólo tenía que cruzar la acera para volver al calor del coche que esperaba. Había pasado dos horas con su madre, consolándola y asegurándole que encontrarían a los culpables, como habían encontrado el coche abandonado.
Le precedía un ayudante, que se adelantó corriendo y apagó la luz del portal. La puerta y la acera quedaron sumidas en la oscuridad. Sólo entonces avanzó Ivanenko hasta la puerta, que mantenía abierta uno de sus seis guardaespaldas, y la cruzó. Los cuatro que estaban fuera se separaron al aparecer el abrigado personaje, que era una sombra más entre las sombras.
Cruzó rápidamente la acera en dirección al «Zil», que tenía ya el motor en marcha. Se detuvo un segundo, mientras se abría la portezuela, y murió. La bala del rifle de caza le había atravesado la cabeza, entrando por la frente, rompiendo el parietal y saliendo por el occipucio, para acabar alojándose en el hombro de uno de los ayudantes.
La detonación del rifle, el chasquido de la bala contra el hueso y el primer grito del coronel Yevgeni Kukushkin, jefe de los guardaespaldas, se produjeron en menos de un segundo. Antes de que el hombre se derrumbase sobre la acera, el coronel de paisano le asió por debajo de las axilas y lo arrastró literalmente hasta el asiento trasero del «Zil». Antes de que la portezuela se cerrase, el coronel gritó al aterrorizado conductor:
—¡Arranque! ¡Arranque!
El coronel Kukushkin reclinó la sangrante cabeza de Ivanenko sobre sus rodillas, mientras los neumáticos del «Zil» chirriaban al apartarse del bordillo. Empezó a pensar de prisa. No se trataba solamente de ir a un hospital, sino de elegir el hospital adecuado para un hombre tan importante. Al salir el «Zil» por el final de la calle de Rosa Luxemburgo, el coronel encendió la luz interior del automóvil. Lo que vio, y había visto mucho en su carrera, le bastó para saber que los hospitales estaban fuera de lugar. Su segunda reacción, programada en su mente y fruto de su oficio, fue: nadie debe saberlo. Había sucedido lo increíble y nadie debía saberlo, salvo aquellos a quienes nada debe ocultarse. Debía su promoción y su cargo a su serenidad mental. Al ver que el segundo automóvil, el «Chaika» de los guardaespaldas salía de la calle de Rosa Luxemburgo detrás de ellos, ordenó al conductor que buscase una calle tranquila y oscura, a no menos de tres kilómetros de donde se encontraba, y aparcase en ella.
Dejando el «Zil» inmóvil y con las cortinillas echadas junto al bordillo y protegido por los guardaespaldas desplegados a su alrededor, se quitó el abrigo manchado de sangre y echó a andar. Al cabo de un rato, llamó por teléfono desde un cuartelillo de la guardia, donde su rango y su D.I. le dieron inmediato acceso al despacho y al teléfono del comandante. También le valieron una comunicación directa, aunque tardó quince minutos en obtenerla.
—Debo hablar urgentemente con el camarada secretario general Rudin —dijo a la telefonista del Kremlin.
La mujer sabía que el que llamaba por aquella línea no podía ser un bromista ni un impertinente. Pasó la llamada a un ayudante del Arsenal, el cual retuvo la comunicación y habló con Maxim Rudin por el teléfono interior. Rudin accedió a que le pasasen la llamada.
—Sí —gruño—. Rudin al habla.
El coronel Kukushkin no había hablado nunca con él, aunque le había visto y oído de cerca en muchas ocasiones. Reconoció su voz. Tragó saliva, respiró profundamente y empezó a hablar.
En el otro extremo de la línea, Rudin escuchó, hizo un par de breves preguntas, dictó una serie de órdenes y colgó el teléfono. Se volvió hacia Vassili Petrov, que estaba con él, inclinándose hacia delante con alerta y preocupada expresión.
—Ha muerto —dijo Rudin, como si fuese algo inverosímil—. No de un ataque al corazón. De un tiro. Yuri Ivanenko. Alguien acaba de asesinar al jefe de la KGB.
Al otro lado de las ventanas, en la torre de la Puerta del Salvador, el reloj dio las doce de la noche, y el mundo dormido empezó a deslizarse lentamente hacia la guerra.