Cerca del puente que cruza el río Moscova en Uspenskoye, hay un restaurante llamado «La isba rusa». Está construido según el estilo de las casas de campo de madera donde viven los campesinos rusos y que se llaman isbas. Los lados interior y exterior de las paredes son de troncos de pino cortados y clavados en montantes de madera. El hueco intermedio se llena tradicionalmente con barro del río, a semejanza de las cabañas canadienses.
Estas isbas pueden parecer primitivas y, desde el punto de vista sanitario, lo son a menudo; pero conservan el calor mucho mejor que las estructuras de ladrillo o de hormigón en los gélidos inviernos rusos. El restaurante «La isba» es acogedor y cálido, y está dividido en una docena de pequeños comedores privados, en muchos de los cuales sólo se sirve una cena. A diferencia de los restaurantes del centro de Moscú, se le permite un incentivo de ganancia, relacionado con la paga de personal, y, como resultado de ello, y en contraste con las casas de comidas corrientes en Rusia, sirve platos muy sabrosos y tiene camareros rápidos y serviciales.
Allí había concertado Adam Munro su próximo encuentro con Valentina, fijado para el sábado 4 de septiembre. Ella había conseguido que un amigo la invitase a cenar, y le había persuadido de que la llevase precisamente a aquel restaurante. Munro, por su parte, había invitado a una de las secretarias de la Embajada y había reservado una mesa a nombre de ella, no de él. De esta manera, la lista de reservas no revelaría que Munro y Valentina habían estado allí aquella noche.
Ambos cenaron en habitaciones separadas y, a las nueve en punto, ambos pidieron disculpas y se levantaron de la mesa para ir al lavabo. Se encontraron en el aparcamiento, y, dado que el coche de Munro era demasiado visible, con sus placas del Cuerpo diplomático, Adam siguió a Valentina hasta el «Zhiguli» particular de ésta. Ella estaba como aturdida y chupaba nerviosamente un cigarrillo.
Munro había tenido tratos con dos informadores rusos residentes en el país, y conocía la incesante tensión que se apodera de los nervios después de unas cuantas semanas de disimulo y de secreto.
—Se presentó la ocasión —dijo ella al fin—. Hace tres días. Cuando la reunión de primeros de julio. Estuvieron a punto de pillarme.
Munro se puso rígido. Ella podía pensar que gozaba de plena confianza dentro de la máquina del partido; pero nadie, nadie en absoluto, goza de ella en la política de Moscú. Ella, y también él, estaban pasando por la cuerda floja. La única diferencia estaba en que él contaba con una red, su inmunidad diplomática.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Alguien entró. Un guardia. Yo acababa de apagar la máquina copiadora y había vuelto a mi máquina de escribir. El hombre se mostró muy simpático. Pero se apoyó en la máquina. Todavía estaba caliente. No creo que lo advirtiese. Pero esto me asustó. Y también me asustaron otras cosas. Leí la transcripción cuando llegué a mi casa. No había podido hacerlo antes, porque estaba demasiado ocupada en el manejo de la copiadora. Es horrible, Adam.
Sacó las llaves del coche, abrió el compartimiento de los guantes, sacó un grueso sobre y lo entregó a Munro. El momento de la entrega es generalmente el que esperan los vigilantes para saltar sobre sus presas; entonces se oyen pisadas sobre la gravilla, se abren de golpe las portezuelas y los ocupantes son sacados del coche a viva fuerza. Esta vez no ocurrió nada.
Munro miró su reloj. Habían pasado casi diez minutos. Demasiado tiempo. Guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta.
—Voy a pedir permiso para sacarte de aquí —dijo—. No puedes seguir eternamente así, ni siquiera mucho más tiempo. Ni puedes volver a tu antigua vida, sabiendo lo que sabes. Ni puedo yo continuar, sabiendo que estás sola en la ciudad, y sabiendo que nos amamos. El próximo mes tendré unas vacaciones. Las aprovecharé para pedirlo a Londres.
Esta vez, ella no hizo objeciones, señal de que sus nervios empezaban a flaquear.
—Muy bien —admitió.
Segundos después, se alejó, envuelta en la oscuridad del aparcamiento. El la observó cruzar la mancha de luz de la puerta del restaurante y desaparecer en el interior. Esperó dos minutos y volvió junto a su impaciente acompañante.
Eran las tres de la madrugada cuando Munro acabó de leer el Plan Boris, el proyecto del mariscal Nikolai Kerensky para la conquista de la Europa Occidental. Se sirvió un coñac doble y permaneció sentado, contemplando los papeles sobre la mesa del cuarto de estar. El alegre y amable tío Nikolai, murmuró para sus adentros, ponía toda la carne en el asador. Pasó dos horas estudiando el mapa de Europa, y cuando amaneció estaba tan seguro como el propio Kerensky de que, en términos de guerra convencional, el plan tendría éxito. Pero también estaba seguro de que Rykov tenía razón: estallaría una guerra termonuclear. Y, por último, estaba convencido de que no habría manera de persuadir de esto a los miembros disidentes del Politburó, como no fuese la realidad del holocausto.
Se levantó y se acercó a la ventana. Despuntaba el día en el Este, sobre las torres del Kremlin; empezaba un domingo más para los ciudadanos de Moscú, como empezaría dos horas más tarde para los londinenses y cinco horas más tarde para los neoyorquinos.
Durante toda su vida adulta, la garantía de que los días de verano seguirían siendo sólo esto, días corrientes, había dependido de un equilibrio exacto: una creencia equilibrada en la fuerza y en el afán de poder de la superpotencia adversaria; un equilibrio de credibilidad, un equilibrio de miedo, pero equilibrio a fin de cuentas. Se estremeció, en parte por el frío de la mañana y, sobre todo, al darse cuenta de que los papeles que tenía delante demostraban que, al fin, la vieja pesadilla salía de la sombra y cobraba realidad: el equilibrio se estaba rompiendo.
El amanecer del domingo sorprendió a Andrew Drake de mucho mejor humor, porque la noche del sábado le había traído información de clase muy distinta.
Todos los sectores del conocimiento humano, por pequeños o por arcanos que sean, tienen sus expertos y sus devotos. Y cada grupo de éstos parece tener un lugar donde se reúne para hablar, discutir, cambiar información y difundir los chismes más recientes.
Los movimientos de los barcos en el Mediterráneo Oriental no constituyen ninguna ciencia en la que uno pueda doctorarse, pero son un tema de gran interés para los marineros sin trabajo de la zona, que era lo que Andrew fingía ser. El centro de información sobre estos movimientos es un pequeño hotel, llamado «Cavo d’Oro», situado sobre un muelle de yates en el puerto del Pireo.
Drake había observado ya las oficinas de los consignatarios —y probables propietarios— de la «Salonika Line», pero sabía que lo último que debía hacer era visitarlas.
En vez de esto, se alojó en el hotel «Cavo d’Oro» y pasó las horas muertas en el bar, donde capitanes, pilotos, contramaestres, agentes, charlatanes de los muelles y buscadores de trabajo, se sentaban a beber y a intercambiar noticias. El sábado por la noche, Drake encontró a su hombre, un contramaestre que había trabajado antaño para la «Salonika Line».
Le costó media botella de retsina, pero obtuvo la información que deseaba.
—El barco que va con más frecuencia a Odessa es el M. V. Sanadria —dijo el hombre—. Es una vieja bañera. Su capitán es Nikos Thanos. Creo que el buque está ahora en el puerto.
Efectivamente, estaba en el puerto, y Drake lo encontró a media mañana. Era un carguero mediterráneo de 5000 toneladas, de dos puentes, herrumbroso y no demasiado limpio; pero, con tal de que fuese al mar Negro y a Odessa en su próximo viaje, a Drake no le habría importado que estuviese lleno de agujeros.
Al anochecer había encontrado a su capitán, después de enterarse de que Thanos y todos sus oficiales eran de la isla griega de Quío. La mayor parte de los cargueros griegos son como casas de familia; el capitán y sus subordinados inmediatos suelen ser de la misma isla y, con frecuencia, parientes entre sí. Drake no hablaba griego, pero, afortunadamente, el inglés es la lingua franca de la comunidad marítima internacional, incluso en el Pireo, y, antes de que se pusiese el sol, encontró al capitán Thanos.
Cuando los europeos del Norte terminan el trabajo, se marchan a casa, para reunirse con su esposa y con sus hijos. Los mediterráneos del Este se dirigen al café, para charlar con los amigos. La Meca de la comunidad de cafeteros del Pireo es una calle que discurre junto al mar y se llama Akti Miaouli; en ella casi no hay más que oficinas navieras y cafés.
Cada parroquiano tiene su café predilecto, y éstos están siempre atestados. Cuando el capitán Thanos estaba en tierra, frecuentaba uno llamado «Miki’s», y allí le encontró Drake, sentado ante la inevitable taza de café negro y espeso, un vaso de agua fría y una copita de ouzo. Era bajo, ancho de espalda y moreno, de cabellos negros y crespos, y barba de varios días.
—¿El capitán Thanos? —le preguntó Drake.
El miró con recelo al inglés y asintió con la cabeza.
—¿Nikos Thanos, del Sanadria?
El marino asintió de nuevo. Sus tres compañeros guardaban silencio, observándole. Drake sonrió.
—Me llamo Andrew Drake. ¿Puedo invitarle a una copa?
El capitán Thanos señaló con el dedo índice su propio vaso y el de sus compañeros. Drake, que seguía en pie, llamó a un camarero y pidió una ronda completa para los cinco. Thanos le indicó con la cabeza una silla vacía, invitándole a sentarse. Drake sabía que la cosa sería lenta, que podía llevarle varios días. Pero no iba a apresurarse. Había encontrado su barco.
La reunión que se celebró en el Salón Oval cinco días más tarde fue menos tranquila. Estaban presentes los siete miembros del comité ad hoc del Consejo de Seguridad Nacional, y el presidente Matthews ocupaba la cabecera de la mesa. Todos habían pasado la mitad de la noche leyendo la transcripción de la sesión del Politburó donde el mariscal Kerensky había presentado su plan de guerra y Vishnayev había empezado su lucha por el poder. Los ocho hombres estaban impresionados. El foco de atención era el jefe del Estado Mayor conjunto, general Martin Craig.
—La cuestión es ésta, general —dijo el presidente Matthews—: ¿Es factible?
—En términos de una guerra convencional en los campos de Europa Occidental, desde el telón de acero hasta los puertos del canal de la Mancha, incluso con el uso de bombas y cohetes nucleares tácticos, sí, señor presidente, es factible.
—¿Podría Occidente, antes de la primavera próxima, alimentar sus defensas hasta el punto de hacerlo completamente impracticable?
—Una pregunta difícil de contestar, señor presidente. Es indudable que nosotros, los Estados Unidos, podríamos enviar más hombres y más material a Europa. Pero daría a los soviets un gran pretexto para aumentar sus propios niveles, si necesitasen ampararse en él, cosa que nunca hicieron. En cuanto a nuestros aliados europeos, no tienen las reservas que tenemos nosotros; durante más de una década han reducido sus niveles en hombres, en armas y en preparativos, hasta el punto de que el desequilibrio entre las fuerzas de la OTAN y las del Pacto de Varsovia no podría compensarse en sólo nueve meses. La instrucción que necesitaría el personal, aunque fuese reclutado ahora, y la producción de nuevas armas debidamente perfeccionadas, son cosas que no pueden lograrse en nueve meses.
—Así, pues, vuelven a encontrarse como en 1939 —dijo, tristemente, el secretario del Tesoro.
—¿Qué nos dice de la alternativa nuclear? —preguntó Bill Matthews, sin levantar la voz.
El general Craig encogió los hombros.
—Si los soviets atacan con toda su fuerza, será inevitable. El hombre prevenido puede armarse de antemano; pero, en la actualidad, los programas de armamento y de instrucción requieren demasiado tiempo. Prevenidos como estamos nosotros, podríamos retrasar el avance soviético hacia el Oeste y hacer perder a Kerensky un centenar de horas. En cuanto a detenerle en seco a él y a sus malditos Ejército, Armada y Fuerza Aérea, es harina de otro costal. De todos modos, cuando supiésemos la respuesta, sería probablemente demasiado tarde. Lo cual hace que la alternativa de la fuerza nuclear sea ineludible. A menos, señor, naturalmente, que abandonemos a Europa y a los trescientos mil hombres que tenemos allí.
—¿David? —inquirió el presidente.
El secretario de Estado, David Lawrence, dio una palmada sobre el legajo que tenía delante.
—Casi por primera vez en mi vida, estoy de acuerdo con Dmitri Rykov. No se trata solamente de la Europa Occidental. Si ésta se hunde, el Mediterráneo Oriental, Turquía, Irán y los Estados árabes no podrán resistir. Hace diez años importábamos el cinco por ciento del petróleo que consumíamos; hace cinco, importamos el cincuenta por ciento. Ahora, el índice ha subido al sesenta y dos por ciento, y sigue subiendo. Toda la América continental, incluidos el Norte y el Sur, sólo puede cubrir, llevando la producción al máximo, el cincuenta y cinco por ciento de nuestras necesidades. Necesitamos el petróleo árabe. Sin él, nos hundiríamos como Europa sin que se disparase un tiro.
—¿Alguna sugerencia, caballeros? —preguntó el presidente.
—El Ruiseñor es valioso, pero no indispensable en este momento —dijo Stanislav Poklevski—. ¿Por qué no nos entrevistamos con Rudin y ponemos las cartas sobre la mesa? Conocemos el «Plan Boris», sabemos lo que pretenden. Y tomaremos medidas para abortarlo, para hacerlo impracticable. Cuando él informe de esto a su Politburó, se darán cuenta de que han perdido el factor sorpresa, de que la alternativa de la guerra es inviable. Será el fin de el Ruiseñor, pero será también el fin del «Plan Boris».
Bob Benson, de la CIA, sacudió vigorosamente la cabeza.
—Yo no creo que sea tan sencillo, señor presidente. Si no he comprendido mal, no se trata de convencer a Rudin o a Rykov. Ahora sabemos que hay una lucha enconada entre facciones en el seno del Politburó. Se están jugando la sucesión de Rudin. Y el hambre se cierne sobre ellos.
»Vishnayev y Kerensky han propuesto una guerra limitada, como medio de obtener los excedentes de comida de la Europa Occidental y, al mismo tiempo, de imponer la disciplina de guerra al pueblo soviético. Si decimos a Rudin lo que sabemos, esto no cambiará nada. Incluso podría provocar su caída. Vishnayev y su grupo asumirían el poder, y no saben nada de Occidente, ni de cómo reaccionamos los norteamericanos cuando alguien nos ataca. Aún descartado el factor sorpresa, el hambre inminente podría impulsarles a la guerra.
—Estoy de acuerdo con Bob —intervino David Lawrence—. La posición de los soviets es parecida a la de los japoneses hace cuarenta años. El embargo del petróleo fue causa de la caída de la facción moderada de Konoya. La subida del general Tojo condujo a lo de Pearl Harbor. Si Maxim Rudin fuese derribado, podríamos tener a Yfrem Vishnayev en su lugar. Según estos papeles, éste podría llevar a la guerra.
—En tal caso, Maxim Rudin no debe caer —dijo el presidente Matthews.
—Protesto, señor presidente —intervino acaloradamente Poklevski—. ¿Debo entender que los esfuerzos de los Estados Unidos han de encaminarse a salvar el pellejo de Maxim Rudin? ¿Hemos olvidado lo que hizo para encaramarse a la cima del poder en la Unión Soviética, y la gente que ha sido liquidada bajo su régimen?
—Lo siento, Stan —dijo el presidente Matthews, rotundamente—. El mes pasado autoricé una negativa de los Estados Unidos a suministrar a la Unión Soviética los cereales que ésta necesita para evitar el hambre. Al menos, hasta que supiese las perspectivas que podrían derivarse de esta penuria. Ahora que creo que sabemos lo que entrañan estas perspectivas, no puedo continuar esta política de rechazo.
»Caballeros, esta noche redactaré una carta personal al presidente Rudin, proponiéndole que David Lawrence y Dmitri Rykov se entrevisten en un país neutral para discutir el tema del tratado de limitación de armas SALT 4 y cualquier otro asunto de interés.
Cuando Andrew Drake volvió al «Cavo d’Oro», después de su segundo encuentro con el capitán Thanos, le estaba esperando un mensaje. Era de Azamat Krim, el cual le decía que Kaminsky acababa de llegar al hotel que habían convenido.
Una hora más tarde, Drake estaba con ellos. La camioneta había llegado sin novedad. Durante la noche, las armas y las municiones fueron trasladadas a la habitación de Drake en el «Cavo d’Oro» por Kaminsky y Krim, en visitas separadas. Cuando todo estuvo bien guardado, Drake, llevó a cenar a los otros dos. A la mañana siguiente, Krim regresó en avión a Londres, donde se alojó en el apartamento de Drake, en espera de que éste le llamase por teléfono. Kaminsky se quedó en una pequeña pensión de un callejón del Pireo. No era cómoda, pero en ella pasaría inadvertido.
Mientras ellos cenaban, el secretario de Estado de los Estados Unidos celebraba una conferencia privada con el embajador de Irlanda en Washington.
—Si queremos que mi entrevista con el ministro de Asuntos Exteriores Rykov tenga éxito —dijo David Lawrence—, debemos envolverla en la mayor reserva. La discreción debe ser total. Reykiavik, en Islandia, es demasiado ostensible; nuestra base de Keflavik, allí, es como un territorio de los Estados Unidos. La reunión debe celebrarse en territorio neutral. Ginebra está llena de ojos curiosos, y lo propio cabe decir de Estocolmo y de Viena. Helsinki, como Islandia, sería demasiado evidente. Irlanda está a medio camino entre Moscú y Washington, y ustedes aún practican el culto de la reserva.
Aquella noche circularon mensajes cifrados entre Washington y Dublín. Al cabo de veinticuatro horas, el Gobierno de Dublín había accedido a que su país fuese sede de la conferencia, y propuesto planes de vuelo para ambas partes. A las pocas horas, la carta personal confidencial del presidente Matthews al presidente Maxim Rudin fue enviada al embajador Donaldson, en Moscú.
Andrew Drake, en su tercer intento, consiguió hablar a solas con el capitán Nikos Thanos. Por aquel entonces, el viejo griego estaba ya seguro de que el joven inglés quería algo de él, pero no dio ninguna muestra de curiosidad. Como de costumbre, Drake pagó el café y el ouzo.
—Capitán —dijo Drake—, tengo un problema y pienso que usted puede ayudarme.
Thanos arqueó una ceja y miró fijamente su café.
—A finales de este mes, el Sanadria zarpará del Pireo rumbo a Estambul y el mar Negro. Tengo entendido que recalará en Odessa.
Thanos asintió con la cabeza.
—Zarparemos el día treinta —asintió— y, sí, descargaremos unas mercancías en Odessa.
—Quiero ir a Odessa —dijo Drake—. Tengo que ir allí.
—Usted es inglés —dijo Thanos—. Se organizan viajes de turismo a Odessa. Puede ir en avión. También hay líneas marítimas soviéticas que van a Odessa; puede tomar un barco.
Drake movió la cabeza.
—No es tan fácil —replicó—. No obtendría el visado para Odessa, capitán Thanos. Mi petición sería estudiada en Moscú, y me negarían la entrada.
—¿Y por qué quiere usted ir? —preguntó Thanos, con recelo.
—Tengo una chica en Odessa —respondió Drake—. Es mi prometida. Quiero sacarla de allí.
El capitán Thanos sacudió rotundamente la cabeza. El y sus antepasados de Quío habían hecho contrabando en el Mediterráneo Oriental desde que Homero aprendía a hablar, y sabía que se desarrollaba un activo comercio clandestino en Odessa y que los propios miembros de su tripulación se ganaban un buen sobresueldo introduciendo ciertos artículos de lujo, como medias de nilón, perfumes y chaquetas de cuero, en el mercado negro del puerto ucraniano. Pero pasar gente de contrabando era algo muy distinto, y no quería comprometerse en esto.
—Creo que no me ha entendido —explicó Drake—. No se trata de sacarla a ella en el Sanadria. Deje que se lo explique.
Sacó una fotografía en la que estaban él y una muchacha extraordinariamente hermosa, sentados en la balaustrada de la Escalera Potemkin, que enlaza la ciudad con el puerto. Esto despertó inmediatamente el interés de Thanos, pues la chica era digna de contemplarse.
—Me gradué en estudios rusos en la Universidad de Bradford —dijo Drake—. El año pasado hubo un intercambio de estudiantes por un período de seis meses, y yo los pasé en la Universidad de Odessa. Allí conocí a Larissa. Nos enamoramos. Resolvimos casarnos.
Como la mayoría de los griegos, Nikos Thanos se enorgullecía de su temperamento romántico. Drake hablaba su propia lengua.
—¿Por qué no lo hicieron?
—Las autoridades soviéticas no nos dejaron —dijo Drake—. Naturalmente, yo quería llevarme a Larissa a Inglaterra, casarme con ella y montar allí nuestro hogar. Ella pidió el permiso de salida, y se lo negaron. Yo insistí una y otra vez en nombre de ella, desde Londres. Todo inútil. Entonces, en el pasado mes de julio, hice lo que usted acaba de indicarme: me inscribí en un viaje colectivo a Ucrania, pasando por Kiev, Ternopol y Lvov.
Abrió su pasaporte y mostró a Thanos los sellos con la fecha de llegada al aeropuerto de Kiev.
—Ella fue a Kiev a reunirse conmigo. Nos amamos. Me ha escrito diciéndome que vamos a tener un hijo. Por consiguiente, tengo que casarme con ella, ahora más que nunca.
El capitán Thanos conocía también esta regla. Su sociedad la aplicaba desde el principio de los tiempos. Volvió a mirar la fotografía. El no podía saber que aquella chica era una londinense que había posado en un estudio no lejos de la estación de King’s Cross, ni que el fondo de la Escalera Potemkin era un detalle ampliado de un cartel turístico obtenido en las oficinas de Inturist en Londres.
—Entonces, ¿va usted a sacarla de allí? —preguntó.
—El mes próximo —contestó Drake—, un buque de pasajeros soviético, el Litva, zarpará de Odessa con un numeroso grupo del movimiento juvenil soviético, el Komsomol, para un viaje de instrucción por el Mediterráneo.
Thanos hizo una señal de asentimiento. Conocía bien el Litva.
—Dado que yo armé mucho jaleo con el asunto de Larissa, las autoridades no me dejarían entrar. Normalmente, Larissa tampoco habría recibido autorización para hacer ese viaje. Pero hay un funcionario, en la delegación local del Ministerio del Interior, aficionado a vivir mejor de lo que su sueldo le permite. El cuidará de que Larissa pueda participar en el crucero, con todos sus documentos en orden, y cuando el barco atraque en Venecia, yo la estaré esperando. Pero el funcionario exige diez mil dólares americanos. Yo los tengo, pero he de dárselos a ella.
Todo esto pareció perfectamente lógico al capitán Thanos. Conocía el grado de corrupción burocrática, endémica en la costa meridional de Ucrania, Crimea y Georgia, con comunismo o sin él. Era algo completamente normal que un funcionario «amañase» unos cuantos documentos a cambio de una cantidad de divisas occidentales suficiente para mejorar su nivel de vida.
Una hora más tarde, quedó cerrado el trato. Por cinco mil dólares, Thanos tomaría a Drake como marinero temporal para aquel viaje.
—Zarparemos el treinta —dijo—, y llegaremos a Odessa el nueve o el diez. Esté en el muelle donde está atracado el Sanadria, a las seis de la tarde del día treinta. Espere a que se haya marchado el empleado de la agencia, y suba a bordo antes de que lo hagan los de inmigración.
Cuatro horas después, en el piso de Drake en Londres, Azamat Krim recibió la llamada desde el Pireo que le dio la fecha que necesitaban saber Mishkin y Lazareff.
El día 20 recibió el presidente Matthews la respuesta de Maxim Rudin. Era una carta personal, como la enviada por él al jefe soviético. En ella, Rudin accedía a la reunión secreta entre David Lawrence y Dmitri Rykov, a celebrar en Irlanda el día 24.
El presidente Matthews empujó la carta sobre la mesa, para que la viese Lawrence.
—No pierde tiempo —observó.
—No puede hacerlo —replicó el secretario de Estado—. Todo está siendo preparado. Tengo a dos hombres en Dublín, comprobando las disposiciones oportunas. Nuestro embajador en Dublín se reunirá mañana con el embajador soviético, como resultado de esta carta, y entre los dos ultimarán los detalles.
—Bueno, David, ya sabe lo que tiene que hacer —dijo el presidente norteamericano.
El problema de Azamat Krim era la manera de enviar una carta o una postal a Mishkin, desde el interior de la Unión Soviética, escrita en ruso y con sellos rusos, sin tener que esperar a que el consulado soviético en Londres le otorgase el indispensable visado, lo cual podía requerir cuatro semanas. Con ayuda de Drake, lo había resuelto con relativa sencillez.
Antes de 1980, el principal aeropuerto de Moscú, Sheremetyevo, era pequeño, sucio y destartalado. Pero, a raíz de la Olimpíada, el Gobierno soviético había encargado la construcción de un gran aeropuerto terminal, y Drake había hecho algunas averiguaciones sobre él.
Las condiciones del nuevo terminal —donde se centraban todos los vuelos a larga distancia de Moscú— eran excelentes. En todo el aeropuerto abundaban las placas laudatorias de los logros de la tecnología soviética; en cambio, brillaba por su ausencia toda mención de que Moscú había tenido que encargar la construcción a Alemania Occidental, porque ninguna empresa constructora soviética habría podido alcanzar aquel nivel de perfección, ni terminar la obra en el plazo señalado. Los alemanes occidentales habían sido espléndidamente pagados en divisas fuertes, pero su contrato contenía rigurosas cláusulas penales para el caso de que las obras no estuviesen terminadas antes de empezar la Olimpíada de 1980. Por esta razón, los alemanes habían empleado sólo dos ingredientes rusos: la arena y el agua. Todo lo demás había sido transportado desde Alemania Federal, para mayor seguridad de entrega dentro del plazo.
En el gran salón de tránsito y en los salones de partida habían instalado buzones para los que hubiesen olvidado enviar la última postal desde Moscú, antes de marcharse. La KGB inspecciona todas las cartas, postales, telegramas o llamadas telefónicas, entre la Unión Soviética y el extranjero. Es una ímproba tarea, que se realiza a pesar de todo. Pero los nuevos salones de partida de Sheremetyevo se utilizaban tanto para los vuelos internacionales como para los vuelos a larga distancia dentro de la Unión Soviética.
Por consiguiente, la postal de Krim había sido adquirida en las oficinas de «Aeroflot» en Londres. Los sellos soviéticos modernos, suficientes para franquear una postal con destino al interior, habían sido comprados en el emporio londinense del sello: Stanley Gibbons. En la postal, que mostraba una foto del reactor supersónico para pasajeros «Tupolev 144», se habían escrito estas frases en ruso: «A punto de salir con el grupo del partido de nuestra fábrica para la excursión a Jabarovsk. Muy entusiasmado. Casi me olvidé de escribirte. Muchas felicidades por tu cumpleaños el día diez. Tu primo: Iván.»
Como Jabarovsk está en el extremo oriental de Siberia, junto al mar del Japón, un grupo que saliese por «Aeroflot» con destino a aquella ciudad lo haría desde la misma terminal de los vuelos que saliesen para el Japón. La carta iba dirigida a David Mishkin, en su domicilio de Lvov.
Azamat Krim tomó el avión de «Aeroflot», de Londres a Moscú, donde transbordó a otro avión de «Aeroflot» que hacía el vuelo de Moscú al aeropuerto de Narita, en Tokio. Llevaba billete de ida y vuelta. Y tuvo que esperar dos horas en el salón de tránsito del aeropuerto de Moscú. Allí echó la postal al buzón y siguió viaje hasta Tokio. Allí tomó un avión de «Japan Air Lines» y regresó a Londres.
La postal fue examinada por el agente de la KGB en el aeropuerto de Moscú; éste presumió que era enviada por un ruso a un primo de Ucrania, ambos residentes y trabajando en el interior de la URSS, y le dio curso. La postal llegó a Lvov tres días más tarde.
Mientras el tártaro de Crimea, cansado y harto de aviones, volaba de regreso del Japón, un pequeño reactor de «Braethens-Safe», línea aérea interior noruega, redujo su velocidad sobre la población pesquera de Alesund y empezó a descender en dirección al aeropuerto municipal situado en la llana isla del otro lado de la bahía. A través de una de las ventanillas, Thor Larsen miró hacia abajo y sintió el pequeño escalofrío de emoción que experimentaba siempre que volvía a la pequeña comunidad donde se había criado y que siempre consideraría como su hogar.
Thor había venido al mundo en 1935, en una casa de pescadores del viejo barrio de Buholmen, derruido hacía tiempo para dejar sitio a la nueva carretera general. Antes de la guerra, Bulholmen había sido el barrio de los pescadores, un amasijo de casas de madera pintadas de gris, azul y ocre. La casa de su padre, como las demás que formaban hilera con ella, tenía un patio por el que se bajaba desde la escalera trasera de la casa hasta la ensenada. Aquí estaban los desvencijados embarcaderos de madera donde los pescadores independientes, como su padre, amarraban sus pequeñas embarcaciones al volver del mar a casa; aquí había percibido los olores de su infancia, olores de pintura, de brea, de resina, de sal y de pescado.
Cuando era pequeño, solía sentarse en el embarcadero de su padre, observando los grandes barcos que se dirigían lentamente a atracar en Storneskaia, y había soñado con los lugares que habrían visitado allá a lo lejos, al otro lado del océano. A los siete años sabía llevar su propia barquichuela a varios cientos de metros de la orilla de Buholmen, hasta el sitio donde el viejo monte Sula proyectaba su sombra sobre las brillantes aguas del fiordo.
—Será un marino —decía su padre, observándole con satisfacción desde el embarcadero—. No un pescador, sujeto a estas aguas, sino un marino.
Tenía cinco años cuando llegaron a Alesund los alemanes, hombres corpulentos y vestidos de gris, que pisaban fuerte con sus pesadas botas. Pero hasta que tuvo siete no vio la guerra. Era verano, y su padre había dejado que saliese a pescar con él durante sus vacaciones del colegio de Norvoy. Con el resto de la flota pesquera de Alesund, la barca de su padre estaba en alta mar, bajo la vigilancia de una lancha alemana. Durante la noche se despertó, porque oyó movimiento de hombres. A lo lejos, hacia Occidente, parpadeaban unas luces; eran las de los mástiles de la flota de las Orcadas.
Había un pequeño bote de remos balanceándose junto a la barca de su padre, y los tripulantes de ésta le pasaban cajas de anchoas. Ante los asombrados ojos del muchacho, un joven pálido y exhausto salió de debajo de las cajas y, con ayuda de los otros, saltó al bote de remos. A los pocos minutos se perdió en la oscuridad, para reunirse con los hombres de las Orcadas. Otro operador de radio de la resistencia se dirigía a Inglaterra para ser instruido. Su padre le hizo prometer que nunca mencionaría lo que había visto. Una semana más tarde hubo en Alesund un fuerte tiroteo por la noche, y su madre le dijo que debía rezar más que de costumbre, porque el director del colegio había muerto.
Tenía poco más de diez años, y crecía tan de prisa, que su madre no daba abasto en hacerle ropa a la medida, cuando le tomó también gran afición a la radio, y, en dos años, se construyó un aparato transmisor y receptor. Su padre contempló, maravillado, el aparato; era algo que escapaba a su comprensión. Thor tenía dieciséis años cuando, el día después de Navidad de 1951, captó un SOS de un barco en peligro en mitad del Atlántico. Era el Flying Enterprise. Su cargamento se había deslizado y el barco escoraba fuertemente en un mar alborotado.
Durante dieciséis días, el mundo y este noruego adolescente estuvieron pendientes de las noticias, mientras el capitán americano de origen danés, Kurt Carlsen, se negaba a abandonar el barco que se hundía, guiándole trabajosamente hacia el Este, en medio del temporal, en dirección al sur de Inglaterra. Sentado en el desván de su casa, horas y horas, con los auriculares pegados a los oídos, contemplando a través del ventanuco el océano enfurecido más allá de la entrada del fiordo, Thor Larsen esperaba ardientemente que el viejo carguero pudiese llegar a puerto. Pero el 10 de enero de 1952, el barco se hundió definitivamente, sólo a 57 millas del puerto de Falmouth.
Larsen escuchó el relato, radiado por los remolcadores que escoltaban el barco, del hundimiento de éste y del rescate de su indomable capitán. Entonces se quitó los auriculares y bajó al comedor, donde estaban sus padres.
—Ya he decidido —les dijo— lo que voy a ser. Seré capitán de barco.
Un mes más tarde, ingresó en la Marina Mercante.
El avión aterrizó y se detuvo delante de la pequeña y limpia estación terminal, con su estanque de patos junto al aparcamiento de automóviles. Su esposa Lisa le estaba esperando en el coche; y también su hija Kristina, de dieciséis años, y su hijo Kurt, de catorce. Estos dos charlaron como cotorras durante el breve trayecto a través de la isla hasta el transbordador, y durante la travesía de la ensenada hasta Alesund, y durante todo el camino hasta su casa de estilo campestre, en el apartado suburbio de Bogneset.
Era bueno estar en casa. Iría a pescar con Kurt en el fiordo de Borgund, como había ido su padre con él, cuando era chico; aprovecharían los últimos días de verano y comerían en el pequeño yate o en los verdes y abultados islotes que salpicaban la ensenada. Tenía tres semanas de licencia; después, iría al Japón, y, en febrero, sería capitán del mayor barco que se hubiese visto jamás en el mundo. Había caminado un largo trecho desde su casita de madera de Buholmen, pero Alesund seguía siendo su hogar, y, para este descendiente de los vikingos, no había un sitio en el mundo que pudiese comparársele.
En la noche de 23 de septiembre, un «Grumman Gulfstream» con el distintivo de una conocida corporación comercial despegó de la base de la Air Force en Andrews y puso rumbo al Este, para cruzar el Atlántico en un vuelo de larga distancia y aterrizar en el aeropuerto irlandés de Shannon. En la red de control del tráfico aéreo en Irlanda figuraba como un vuelo charter particular. Cuando aterrizó en Shannon, fue dirigido en la oscuridad hacia el lado del aeropuerto más alejado de la terminal internacional y rodeado por cinco automóviles negros y con cortinas en las ventanillas.
El secretario de Estado, David Lawrence, y sus seis acompañantes, fueron recibidos por el embajador y el jefe de Cancillería de los Estados Unidos, y los cinco coches salieron del recinto del aeropuerto por una puerta lateral. Después, cruzaron los dormidos campos en dirección Nordeste, hacia County Meath.
Aquella misma noche, un reactor «Tupolev 134», de «Aeroflot», repostó en el aeropuerto Schoenefeld, de Berlín Este, y puso rumbo a Occidente, sobre Alemania y los Países Bajos, en dirección a Gran Bretaña e Irlanda. Figuraba registrado como un vuelo especial de «Aeroflot», para una delegación comercial con destino a Dublín. Por consiguiente, los controladores británicos de tráfico aéreo lo pasaron a sus colegas irlandeses, en cuanto el avión dejó atrás la costa de Gales. Los irlandeses dejaron que su red de tráfico aéreo militar se hiciese cargo del aparato, y éste aterrizó dos horas antes del amanecer en la base del «Irish Air Corps» en Baldonnel, en las afueras de Dublín.
Aquí, el «Tupolev» aparcó entre dos hangares, fuera del campo visual de los edificios principales del aeródromo, y fue recibido por el embajador soviético, el subsecretario irlandés de Asuntos Exteriores y seis coches cerrados. El ministro Rykov y sus acompañantes subieron a los coches y, amparados por las cortinillas interiores, salieron de la base aérea.
En County Meath, encumbrado sobre la ribera del río Boyne, en un medio de gran belleza natural y no lejos de la población-mercado de Slane, se levanta Slane Castle, mansión ancestral de la familia Conyngham, condes de Mount Charles. El Gobierno irlandés había pedido reservadamente al joven conde que aceptase una semana de vacaciones en un hotel de lujo del Oeste, en compañía de la bella condesa, y prestase el castillo al Gobierno por unos días. Y él había accedido. El restaurante anexo al castillo había sido cerrado por reparaciones; se había concedido una semana de vacaciones al personal, sustituyéndolo por empleados del Gobierno, y se habían apostado policías irlandeses, vestidos de paisano, alrededor de todo el castillo. Cuando las dos comitivas motorizadas hubieron entrado en la finca, se cerraron las puertas de la verja. Si la población local advirtió algo, fue lo bastante discreta para no decirlo.
Los dos estadistas se reunieron en el comedor privado, de estilo georgiano, y se dispusieron a despachar un sustancioso desayuno delante de la chimenea de mármol, obra de Adam.
—Me alegro de volver a verle, Dmitri —dijo David Lawrence, tendiendo la mano.
Rykov la estrechó calurosamente. Después miró a su alrededor, contemplando los objetos de plata, regalo de Jorge IV, y los retratos de los Conyngham, que pendían de las paredes.
—Así es como viven ustedes, los decadentes burgueses capitalistas —comentó.
Lawrence soltó una carcajada.
—¡Qué más quisiera yo, Dmitri! ¡Qué más quisiera yo!
A las once, los dos hombres, rodeados de sus ayudantes, se sentaron a negociar en la magnífica y redonda biblioteca gótica. Las bromas habían terminado.
—Señor ministro de Asuntos Exteriores —comenzó Lawrence—, parece que nuestros dos países tienen problemas. El nuestro se refiere a la ininterrumpida carrera de armamentos entre las dos naciones, que nada parece ser capaz de detener o, al menos, de aminorar, y que nos preocupa profundamente. El suyo parece ser la próxima cosecha de cereales en la Unión Soviética. Confío en que podamos encontrar la manera de reducir estos mutuos problemas.
—También yo lo espero, señor secretario de Estado —dijo, cautelosamente, Rykov—. ¿Qué ha pensado usted?
Sólo hay un vuelo directo semanal entre Atenas y Estambul, la conexión de «Sabena» de los martes, que sale del aeropuerto de Hellinikon, de Atenas, a las 14, y aterriza en Estambul a las 16,45. El martes 28 de septiembre, Miroslav Kaminsky tomó aquel avión, con el encargo de conseguir un lote de pieles de cordero y de chaquetas a nombre de Andrew Drake, para su venta en Odessa.
Aquella misma tarde el secretario de Estado, Lawrence, informaba al comité ad hoc del Consejo de Seguridad Nacional, en el Salón Oval.
—Señor presidente, caballeros, creo que lo hemos conseguido. Siempre que Maxim Rudin pueda seguir dominando al Politburó y lograr su aprobación.
»El plan es que nosotros y los soviets enviaremos sendos equipos de negociadores a una nueva conferencia de limitación de armas estratégicas. El lugar propuesto para las reuniones es también Irlanda. El Gobierno irlandés ha accedido, dispondrá una sala de conferencias adecuada y cuidará del alojamiento de los delegados, siempre que nosotros y los soviets hagamos constar nuestra conformidad.
»Los equipos de ambas partes se sentarán, frente a frente, a la mesa, para discutir una limitación de armamentos de gran alcance. Esto es lo más importante: conseguí que Dmitri Rykov aceptase que no debían excluirse de la discusión las armas termonucleares, ni las armas estratégicas, ni el espacio interior, ni la inspección internacional, ni las armas nucleares tácticas, ni las armas convencionales y el potencial humano, ni el despliegue de fuerzas a lo largo del telón de acero.
Hubo un murmullo de aprobación y de sorpresa, por parte de los otros siete hombres presentes. Hasta ahora, ninguna conferencia ruso-americana sobre armamentos había abarcado un campo tan amplio. Si los dos bandos mostraban un auténtico deseo de distensión en todas aquellas materias, la cosa podría ser equivalente a un tratado de paz.
—A los ojos del mundo, éstos serán los temas que discutirá la conferencia y sobre los que se emitirán los correspondientes comunicados a la Prensa —continuó el secretario Lawrence—. Pero, aparte la conferencia principal, los técnicos negociarán, en una conferencia secundaria, la venta por los Estados Unidos a la Unión Soviética, a un precio todavía por determinar, pero probablemente más bajo que los del mercado mundial, de hasta cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales, tecnología de productos de consumo, computadoras y tecnología de extracción de petróleo.
»En cada fase de las discusiones, los equipos de negociadores, el aparente y el reservado de cada bando, se informarán sobre los progresos alcanzados. Si ellos nos hacen una concesión en materia de armamentos, nosotros se la haremos en el precio de los artículos a vender.
—¿Para cuándo se han proyectado las reuniones? —preguntó Poklevski.
—Eso es lo más sorprendente —respondió Lawrence—. Normalmente, a los rusos les gusta trabajar muy despacio. Ahora parece que tienen prisa. Quieren empezar dentro de dos semanas.
—¡Dios mío! ¡No podemos prepararnos en quince días! —exclamó el secretario de Defensa, cuyo Departamento era uno de los principales afectados.
—Tendremos que hacerlo —intervino el presidente Matthews—. No se nos volverá a presentar una oportunidad como ésta. Además, nuestro equipo SALT está a punto y bien instruido. Lo está desde hace meses. Hay que poner al corriente a los de Agricultura, Comercio y Tecnología, y hacerlo a toda prisa. Tenemos que montar el equipo que cuide del otro aspecto del trato, lo referente a comercio y tecnología. Caballeros, tengan la bondad de ocuparse de esto. Inmediatamente.
Maxim Rudin no empleó precisamente iguales términos al dirigirse al Politburó el día siguiente.
—Han mordido el anzuelo —dijo, desde su sillón de la cabecera de la mesa—. Cuando ellos nos hagan una concesión sobre trigo o tecnología en una de las salas de conferencias, nosotros les haremos la mínima concesión en la otra sala. Tendremos el trigo, camaradas; alimentaremos a nuestro pueblo, alejaremos el hambre, y lo haremos a un precio ínfimo. A fin de cuentas, los americanos no han sido nunca capaces de vencer a los rusos en la mesa de negociaciones.
Hubo un murmullo general de asentimiento.
—¿Qué concesiones? —saltó Vishnayev—. ¿Qué retraso supondrán estas concesiones para la Unión Soviética y para el triunfo del marxismoleninismo en todo el mundo?
—En cuanto a su primera pregunta —respondió Rykov—, no podemos saberlo hasta que empecemos a negociar. En cuanto a la segunda, la respuesta es: menos de lo que lo retrasaría el hambre.
—Hay que aclarar dos puntos, antes de que decidamos si hemos de conversar o no —dijo Rudin—. Primero: el Politburó será plenamente informado en todas las fases de la conferencia, de modo que, si llega un momento en que el precio sea demasiado alto, este consejo tendrá derecho a dar por terminada la conferencia, y yo aceptaré el plan del camarada Vishnayev sobre la guerra en la primavera próxima. Segundo: ninguna concesión que hagamos para obtener el trigo tiene que durar necesariamente mucho tiempo, después de recibida la mercancía.
Hubo varias sonrisas alrededor de la mesa. Era la política práctica a la que tan acostumbrado estaba el Politburó, según había demostrado al convertir en una farsa el viejo acuerdo de distensión de Helsinki.
—Muy bien —aceptó Vishnayev—, pero creo que deberíamos fijar exactamente los límites a los que deberán ceñirse nuestros equipos negociadores en sus concesiones.
—No tengo ningún inconveniente —admitió Rudin.
Los reunidos siguieron discutiendo la cuestión durante una hora y media. Rudin fue autorizado para seguir adelante, pero por el mismo estrecho margen de siete votos contra seis.
El último día del mes, Andrew Drake estaba de pie a la sombra de una grúa, observando cómo cerraba el Sanadria sus escotillas. Muy visibles, sobre la cubierta, había varios «Vacuvators» con destino a Odessa; eran unas poderosas máquinas aspiradoras, parecidas a las que se emplean para la limpieza doméstica, y que servían para aspirar el trigo de la bodega de un buque y pasarlo directamente a un silo. La Unión Soviética debía estar tratando de mejorar su capacidad de descarga, murmuró Drake, aunque ignoraba la razón de ello. Bajo cubierta había máquinas elevadoras de las llamadas toros, consignadas a Estambul, y maquinaria agrícola para Varna, Bulgaria; parte, todo ello, de un cargamento llegado al Pireo procedente de América.
Vio que un empleado de la agencia bajaba del barco, después de un último apretón de manos al capitán Thanos. Este observó el muelle y distinguió la figura de Drake, que trotaba en su dirección, con la mochila sobre el hombro y una maleta en la otra mano.
En el despacho del capitán, Drake entregó su pasaporte y los certificados de vacunación. Firmó el contrato y se convirtió en miembro de la tripulación de cubierta. Mientras estaba abajo, dejando sus cosas, el capitán Thanos inscribió su nombre en el rol, antes de que subiese a bordo el funcionario griego de inmigración. Los dos hombres tomaron una copa, como de costumbre.
—Hay un tripulante más —dijo Thanos, sin darle importancia.
El funcionario de inmigración repasó la lista y los libros del barco, y echó un vistazo al montón de pasaportes que tenía delante. La mayoría de éstos eran griegos; pero había seis que no lo eran. Entre ellos, sobresalía el pasaporte británico de Drake. El hombre de inmigración lo cogió y lo hojeó. Cayó un billete de cincuenta dólares.
—Es un hombre sin trabajo —comentó Thanos—, que trata de llegar a Turquía y seguir hacia el Este. Pensé que ustedes se alegrarían de librarse de él.
Cinco minutos después, los documentos de identidad de los tripulantes volvían a estar en la bandeja de madera, y los documentos del buque habían sido sellados. Ya podían zarpar. Declinaba el día cuando fueron soltadas las amarras y el Sanadria se apartó del muelle y puso rumbo al Sur, para virar después hacia el Nordeste, en dirección a los Dardanelos.
Bajo cubierta, los tripulantes se reunieron alrededor de la mesa del rancho. Uno de ellos confiaba en que a nadie se le ocurriría mirar debajo de su colchón, donde había guardado el rifle «Sako Hornet». Su blanco estaba en Moscú, disponiéndose a despachar una excelente cena.