Exactamente después de dar las diez de la mañana de aquel lluvioso primero de agosto, un viejo pero cómodo reactor «VC10» de cuatro motores, del comando de choque de la Royal Air Force, despegó de la base de Lyneham, en Wiltshire, y puso rumbo a Occidente, hacia Irlanda y el Atlántico. Llevaba muy pocos pasajeros: un mariscal del aire que había sido informado la noche anterior de que precisamente aquel día era el mejor para hacer una visita al Pentágono, en Washington, para discutir las próximas maniobras de bombardeos tácticos de la USAF y la RAF, y un paisano envuelto en un raído gabán.
El mariscal del aire se había presentado al inesperado paisano y se había enterado, a cambio, de que su compañero era míster Barrett, del Foreign Office, que tenía que resolver unos asuntos en la Embajada británica de Massachusetts Avenue y le habían recomendado que aprovechase el vuelo del «VC10» para ahorrar a los contribuyentes el coste de un pasaje aéreo de ida y vuelta. El oficial de las Fuerzas Aéreas no supo nunca que el objeto del vuelo del avión de la RAF era, en realidad, todo lo contrario.
En otra pista, más al Sur, un «Boeing Jumbo» de la «British Airways» despegó de Heathrow rumbo a Nueva York. Entre sus más de trescientos pasajeros llevaba a Azamat Krim, alias Arthur Crimrnins, ciudadano canadiense, que se dirigía al Oeste con una bolsa llena de dinero y con la misión de efectuar ciertas compras.
Ocho horas más tarde, el «VC10» aterrizó sin novedad en la base Andrew de la Air Force, en Maryland, dieciséis kilómetros al sudeste de Washington. Cuando apagó sus motores en la pista, un coche oficial del Pentágono se detuvo al pie de la escalerilla, y bajó de él un general de dos estrellas de la USAF. Dos policías de la Air Force se cuadraron al bajar el mariscal la escalerilla y acercarse al comité de recepción. A los cinco minutos, todo había terminado; el automóvil del Pentágono arrancó en dirección a Washington; los «anémonas» de la Policía se alejaron, y los ociosos y curiosos de la base aérea volvieron a sus quehaceres.
Nadie se fijó en el sedán barato y sin placas oficiales que se acercó después al «VC10» aparcado; es decir, no hubo nadie cuyas dotes de observación le hiciesen fijarse en la anticuada antena del techo que delataba un coche de la CIA. Nadie reparó en el ajado paisano que bajaba la escalerilla dando saltitos y se metía en el coche inmediatamente, ni en el automóvil al salir éste de la base aérea.
El hombre de la Compañía en la Embajada de los Estados Unidos, en Grosvenor Square, Londres, había sido avisado la noche anterior y había enviado un mensaje cifrado a Langley, para que enviasen aquel automóvil. El conductor iba de paisano y era un miembro del personal de poca categoría; en cambio, el hombre que iba detrás y dio la bienvenida al invitado de Londres era el jefe de la sección de Europa Occidental, uno de los subordinados regionales del subdirector de Operaciones. Le habían elegido para recibir al inglés porque, habiendo dirigido antaño la operación de la CIA en Londres, conocía bien a aquél. A nadie le gustan las sustituciones.
—Me alegro de volver a verle, Nigel —dijo, después de asegurarse de que el recién llegado era, efectivamente, el hombre al que esperaban.
—Y usted ha sido muy amable al venir a recibirme —respondió sir Nigel Irvine, aunque sabía que no era un acto de amabilidad, sino el cumplimiento de un deber.
Durante el trayecto, hablaron de Londres, de la familia, del tiempo. Nada de «¿qué le trae por aquí?». El coche rodó por el Capital Beltway hacia el Woodrow Wilson Memorial Bridge, sobre el Potomac, y se dirigió al Oeste, penetrando en Virginia.
En las afueras de Alexandria, el conductor giró a la derecha y entró en el George Washington Memorial Parkway, que flanquea toda la orilla occidental del río. Al pasar por delante del aeropuerto Nacional y del cementerio de Arlington, sir Nigel Irvine miró hacia la derecha y contempló la silueta de Washington recortándose en el horizonte; allí había estado hacía años, como enlace del SIS con la CIA, en la Embajada británica. Habían sido unos tiempos duros, después del caso Philby, cuando incluso el parte meteorológico era considerado información secreta en lo tocante a los ingleses. Pensó en lo que llevaba en su cartera de mano y se permitió una ligera sonrisa.
Después de treinta minutos de viaje salieron de la carretera principal, volvieron a cruzarla por encima y se adentraron en el bosque. Recordó el pequeño rótulo que decía simplemente: BPRCIA, y se extrañó una vez más de que anunciasen el lugar. O uno sabía dónde estaba, o no lo sabía, y, si no lo sabía, jamás sería invitado a visitarlo.
Se detuvieron ante la puerta vigilada de la sólida valla de más de dos metros de altura que rodea Langley, y Lance exhibió su pase. Después siguieron adelante, torcieron a la izquierda y pasaron frente al horrible pabellón de conferencias al que llaman el Iglú por su semejanza con un iglú.
El Cuartel General de la Compañía se compone de cinco cuerpos: uno en el centro, y uno en cada una de sus cuatro esquinas, a la manera de un tosca cruz de San Andrés. El Iglú está pegado al cuerpo más próximo a la puerta principal. Al pasar por delante del retirado bloque central, sir Nigel observó la imponente puerta de entrada y el gran escudo de los Estados Unidos plantado en el suelo delante de ella. Pero sabía que esta entrada principal era sólo para los congresistas, senadores y otros indeseables. El coche siguió adelante, dejó atrás el complejo y, después, giró a la derecha y se dirigió a la parte trasera del edificio.
Aquí hay una corta rampa, protegida por un rastrillo de acero y que desciende al primer sótano. Al fondo hay un aparcamiento reservado, donde no caben más de diez coches. El sedán negro se detuvo allí, y el hombre llamado Lance entregó a sir Nigel a su superior, Charles «Chip» Allen, subdirector de Operaciones, éste y sir Nigel eran también viejos conocido.
En el fondo del aparcamiento hay un pequeño ascensor, guardado por puertas de acero y dos hombres armados. Chip Allen identificó a su invitado, firmó por él y empleó una tarjeta de plástico para abrir las puertas del ascensor. Este subió sin ruido siete pisos y se detuvo en el correspondiente a las habitaciones del director. Otra tarjeta de plástico magnetizada les permitió salir del ascensor, y se encontraron en un vestíbulo con tres puertas. Chip Allen llamó a la del centro, y el propio Bob Benson, avisado desde abajo, la abrió e invitó a entrar a su visitante inglés.
Benson, eludiendo la enorme mesa, le condujo al lugar de descanso de la gran habitación, delante de la chimenea de mármol castaño claro. En invierno, Benson gustaba del crepitante fuego que se encendía en ella, pero Washington, en el mes de agosto, no es un buen sitio para fogatas, sino que requiere un continuo acondicionamiento de aire. Benson corrió la mampara de papel de China que separaba este sector del resto del despacho y se sentó frente a su invitado. Pidió café y, cuando se quedaron solos, preguntó al fin:
—¿Qué le trae a usted a Langley, Nigel?
Sir Nigel sorbió el café y se retrepó en su sillón.
—Hemos conseguido —respondió, con naturalidad— los servicios de un nuevo agente.
Llevaba casi diez minutos hablando cuando le interrumpió el director de la CIA.
¿Dentro del Politburó? —preguntó—. ¿Quiere decir, dentro de él?
—Digamos que tiene acceso a las actas de las sesiones —puntualizó sir Nigel.
—¿Le importa que llame a Chip Allen y a Ben Kahn, para que oigan esto?
—En absoluto, Bob. De todos modos, lo sabrían dentro de una hora. Esto le evitará tener que repetirlo.
Bob Benson se levantó, se dirigió a un teléfono colocado sobre una mesita y llamó a su secretario particular. Cuando hubo terminado de hablar, se quedó mirando el gran bosque verde a través de la ventana.
—¡Cielo santo! —murmuró.
A sir Nigel Irvine no le molestaba que sus dos antiguos contactos en la CIA estuviesen presentes en aquella sesión. Todas las agencias de pura información, a diferencia de las fuerzas de Policía secreta como la KGB, tienen dos ramas principales. Una de ellas es Operaciones, encargada de obtener información real; la otra es Investigación, dedicada a comprobar, cotejar, interpretar y analizar la enorme masa de información en bruto que llega a la Agencia.
Ambos servicios tienen que ser buenos. Si la información es defectuosa, los mejores análisis del mundo sólo obtendrán resultados sin sentido; si el análisis es inadecuado, todos los esfuerzos de los informadores serán tiempo perdido. Los estadistas necesitan saber lo que están haciendo y, si es posible, lo que pretenden hacer las otras naciones, sean amigas o posibles enemigas.
En la actualidad, casi siempre es posible observar lo que hacen, pero no lo que piensan hacer. Por eso, todas las cámaras del mundo son incapaces de sustituir a un brillante analista que trabaje con material procedente de las sesiones secretas de otra nación.
En la CIA, los dos hombres que gobiernan la Agencia, presididos por el director —que puede ser un cargo político—, son el subdirector de Operaciones y el subdirector de Investigación. La sección de Operaciones es la que inspira a los autores de novelas de espionaje; la de Investigación realiza un trabajo reservado, tedioso, lento, metódico, con frecuencia aburrido, pero siempre de un inestimable valor.
Como Treedledum y Tweedledee[1], el SDO y el SDI tienen que trabajar de pleno acuerdo y tenerse absoluta confianza. Benson, como hombre de designación política, había tenido suerte. Su SDO era Chip Allen, WASP[2] y ex jugador de rugby; su SDI era Ben Kahn, ex maestro de ajedrez judío. Ambos se adaptaban a la perfección.
Al cabo de cinco minutos, ambos estaban sentados con Benson e Irvine ante la chimenea. Se olvidó el café.
El jefe del espionaje británico habló durante casi una hora. Nadie le interrumpió. Después, los tres americanos leyeron la transcripción del Ruiseñor y observaron la cinta magnetofónica en su bolsa de politeno, casi con expresión hambrienta. Cuando Irvine hubo terminado, hubo un breve silencio. Chip Allen lo rompió.
—Un nuevo Penkovsky —dijo.
—Supongo que querrán comprobarlo todo —dijo sir Nigel, con naturalidad. Y nadie se opuso. Una cosa es la amistad, y otra…
A nosotros nos llevó diez, pero nada puede haber fallado. Las voces grabadas son auténticas. Hemos confirmado el revuelo que se ha armado en el Ministerio de Agricultura soviético. Y, desde luego, están sus fotografías de los «Cóndor». ¡Ah! Hay algo más…
Sacó de su maletín una bolsita de politeno en la que había un tallo de trigo joven.
—Uno de nuestros amigos arrancó esto de un campo de las cercanías de Leningrado.
—Haré que nuestro Departamento de Agricultura compruebe también esto —dijo Benson—. ¿Algo más, Nigel?
—Bueno, no en realidad —respondió sir Nigel—. Tal vez un par de cositas…
—Escupa.
Sir Nigel suspiró.
—Las actividades rusas en Afganistán. Pensamos que pueden estar preparando un movimiento hacia Pakistán y la India a través de los pasos. Eso nos incumbe a nosotros. Pero si pudiesen ustedes pedir a «Cóndor» que echase un vistazo…
—Concedido —aceptó Benson, sin vacilar.
—Y, además —continuó sir Nigel—, aquel desertor soviético que sacaron ustedes de Ginebra hace dos semanas. Parece saber mucho acerca de los agentes soviéticos en nuestro movimiento sindical obrero.
—Les enviamos copias de esto —se apresuró a decir Allen.
—Nos gustaría tener un contacto directo —dijo sir Nigel. Allen miró a Kahn, y Kahn se encogió de hombros.
—Bien —replicó Benson—. ¿Podemos nosotros tener contacto con Ruiseñor?
—Lo siento, pero no —respondió sir Nigel—. Esto es diferente. La situación de Ruiseñor es demasiado delicada; corre un riesgo terrible. Y no queremos alarmarle, para que no cambie de idea. Tendrán ustedes copia de todo lo que obtengamos y en cuanto lo obtengamos. Pero no deben intervenir. Estoy tratando de aumentar rápidamente el volumen de las informaciones; pero esto requiere tiempo y muchísimo cuidado.
—¿Para cuándo está prevista la próxima entrega? —preguntó Allen.
—Para dentro de una semana. Al menos, hay una cita en pie. Y espero que obtengamos algo.
Sir Nigel Irvine pasó la noche en la fortaleza de la CIA en tierras de Virginia, y, al día siguiente, míster Barren regresó a Londres con el mariscal del Aire.
Tres días más tarde, Azamat Krim salió del muelle 49 del puerto de Nueva York, a bordo del viejo Queen Elizabeth con destino a Southampton. Había resuelto viajar en barco y no en avión, porque pensaba que de este modo era más probable que su equipaje saliese bien librado del examen por rayos X.
Había hecho sus compras. Una de las piezas de su equipaje era un estuche de aluminio de los que emplean los fotógrafos profesionales para proteger sus cámaras y lentes. Como no podía ser examinado con rayos X, tendría que serlo a mano. La esponja de plástico interior, moldeada al objeto de que las cámaras y lentes no chocasen, entre sí, estaba pegada al fondo del estuche; pero este fondo era falso, y entre él y el verdadero había un hueco de cinco centímetros. En esta cavidad iban dos pistolas con sus municiones.
Otro objeto, colocado en el fondo de una maleta llena de ropa, era un tubo de aluminio con tapa enroscada, que contenía lo que parecía una lente de cámara, larga y cilíndrica, de unos diez centímetros de diámetro. Calculaba que, si era examinada por un aduanero que no fuese extraordinariamente receloso, pasaría por una de esas lentes que se emplean para la fotografía a muy larga distancia; una colección de libros de fotografía y dibujos de aves, dentro de la maleta y junto al cilindro, serviría para confirmarlo.
En realidad, la lente era un intensificador de imágenes que podía comprarse sin licencia en los Estados Unidos, pero no en Inglaterra.
El domingo, 8 de agosto, hacía un calor sofocante en Moscú, y los que no podían ir a las playas llenaban las numerosas piscinas de la ciudad y, en particular, las que habían sido construidas para la Olimpíada de 1980. Pero el personal de la Embajada británica, lo mismo que el de otra docena de legaciones, estaba en la playa del río Moscova, más arriba del puente de Uspenskoye. Adam Munro estaba entre ellos.
Trataba de mostrarse tan despreocupado como los demás, pero no le resultaba fácil, Miró su reloj demasiadas veces y, por último, se vistió.
—¡Oh, Adam! No irá a marcharse tan pronto, ¿verdad? Todavía quedan muchas horas de luz —le gritó una de las secretarias.
El se esforzó en sonreír.
—El deber me reclama —le respondió— o, mejor dicho, los planes para la visita de la Cámara de Comercio de Manchester.
Echó a andar entre los árboles y se dirigió a su coche; dejó en él sus ropas de baño, miró disimuladamente a su alrededor, para asegurarse de que nadie le observaba, y cerró con llave la portezuela. Había por allí demasiados hombres en sandalias, calzón corto y camisa abierta, para que uno más llamase la atención, y Munro se alegró de que los de la KGB no se quitasen nunca la chaqueta. No vio a nadie que pareciese tener algo que ver con la Oposición. Caminó por el bosque en dirección Norte.
Valentina le estaba esperando a la sombra de los árboles. A pesar de lo mucho que le complacía verla, Munro sintió un nudo en el estómago. Ella carecía de experiencia, y podían haberla seguido sin que lo advirtiese. Si era así, lo peor que podía ocurrirle a él era que le expulsasen del país; pero las repercusiones serían enormes. Sin embargo, no era esto lo que más le preocupaba, sino lo que le pudiera pasar a ella si la sorprendían. Fuesen cuales fueren sus motivos, lo que estaba haciendo sería calificado de alta traición.
El la tomó en sus brazos y la besó. Ella le besó también, y tembló entre sus brazos.
—¿Estás asustada? —preguntó él.
—Un poco —confesó ella—. ¿Escuchaste la grabación?
—Sí. Antes de entregar la cinta. Supongo que no hubiese debido hacerlo, pero lo hice.
—Entonces, sabes que estamos amenazados por el hambre. Cuando yo era pequeña, Adam, presencié el hambre en este país, inmediatamente después de la guerra. Era mala cosa, pero había sido causada por los alemanes. Podríamos resistirlo. Teníamos a nuestros jefes de nuestra parte, y ellos cuidarían de arreglar las cosas.
—Quizá puedan también arreglarlas ahora —dijo Munro, sin gran convicción.
Valentina sacudió furiosamente la cabeza.
—Ni siquiera lo intentan —exclamó—. Yo estoy sentada allí, escuchando sus voces, pasando a máquina sus grabaciones. No hacen más que disputar, tratando cada cual de salvar su pellejo.
—¿Y tu tío, el mariscal Kerensky? —preguntó él, afectuosamente.
—Es tan malo como los otros. Cuando me casé, el tío Nikolai estuvo en la boda. Entonces me pareció un hombre alegre, simpático. Pero aquello correspondía a su vida privada. Ahora le escucho en su vida pública; es, como todos ellos, implacable y cínico. Sólo luchan para aventajarse los unos a los otros, por el poder…, ¡y que el pueblo se vaya al diablo! Supongo que yo debería ser como ellos, pero no puedo. No puedo serlo ahora, ni podré serlo jamás.
Munro miró al otro lado del claro, pero sólo vio los olivos y oyó a un mozo de uniforme que cantaba: Tú no eres mi dueña. Era extraño, pensó, que los regímenes establecidos fuesen a veces demasiado lejos y, a pesar de su poder, perdiesen el control de sus súbditos por culpa de sus excesos. No siempre, no a menudo; pero sí algunas veces.
—Yo podría sacarte de aquí, Valentina —dijo—. Tendría que renunciar al Cuerpo diplomático, pero no sería el primero. Sasha es lo bastante joven para criarse en otra parte.
—No, Adam, no; la idea es tentadora, pero no puedo hacerlo. Pase lo que pase, yo pertenezco a Rusia y tengo que quedarme. Tal vez un día… No sé.
Estuvieron un rato sentados en silencio, asidos de las manos. Ella fue la primera en hablar:
—Vuestro Servicio de Información… ¿envió la cinta a Londres?
—Creo que sí. Yo la di al hombre que creo que representa al Servicio Secreto en la Embajada. Me preguntó si habría más.
Ella asintió con la cabeza y señaló su bolso.
—Sólo es una copia a máquina. Ahora ya no puedo hacerme con las cintas. Las guardan en una caja fuerte después de las transcripciones, y no tengo la llave. Los papeles que traigo son de la siguiente reunión del Politburó.
—¿Cómo los consigues, Valentina? —preguntó él.
—Después de las sesiones —explicó ella—, las cintas y las notas taquigráficas son llevadas, bajo custodia, al edificio del Comité Central. Allí hay un departamento cerrado, donde trabajo yo con otras cinco mujeres. A las órdenes de un hombre. Cuando terminamos las transcripciones, se guardan las cintas en lugar seguro.
—¿Cómo obtuviste la primera?
Ella se encogió de hombros.
—Desde el mes pasado tenemos un nuevo jefe. El anterior era más descuidado. En la habitación contigua hay un estudio de grabación donde se copian las cintas antes de encerrarlas en la caja fuerte. El mes pasado, yo estuve sola allí el tiempo suficiente para apoderarme de la segunda cinta y sustituirla por otra, falsa.
—¿Una cinta falsa? —exclamó Munro—. Descubrirán la sustitución, si vuelven a escucharlas alguna vez.
—Es muy improbable —dijo ella—. Las transcripciones constituyen los archivos, una vez cotejadas con las cintas para mayor exactitud. Tuve suerte aquella vez; saqué la cinta en una bolsa de la compra, debajo de los comestibles que había comprado en la comisaría del Comité Central.
—¿No os registran?
—Casi nunca. Confían en nosotros, Adam, porque somos la élite de la nueva Rusia. Los papeles son más fáciles de sacar. Cuando trabajo, llevo un viejo cinturón. Al transcribir a máquina la última sesión del mes de junio, puse una copia de más y, después, reduje en una unidad la cifra de control. E introduje la copia de más dentro de mi cinturón. No se advertía el bulto.
Munro sintió que se le encogía el estómago al pensar en el riesgo que corría ella.
—¿De qué hablaron en esa reunión? —preguntó, señalando el bolso.
—De consecuencias —respondió ella—. De lo que pasará cuando se produzca el hambre. De lo que hará el pueblo de Rusia. Pero, Adam…, hubo otra reunión después de ésta. A primeros de julio. No pude copiarla, porque estaba de vacaciones. No podía renunciar a éstas; habría resultado sospechoso. Pero cuando volví, hablé con una de las chicas que habían hecho la transcripción. Estaba muy pálida y no quiso decirme nada.
—¿Puedes conseguirla? —preguntó Munro.
—Puedo intentarlo. Pero tendré que esperar a que la oficina esté vacía y emplear la máquina copiadora. Después, puedo arreglar ésta, de modo que no se note que ha sido usada. Pero no puedo hacerlo hasta el próximo mes, en que me corresponderá el último turno y podré trabajar a solas.
—No debemos encontrarnos de nuevo aquí —le dijo Munro—. Las repeticiones son peligrosas.
Empleó una hora en explicarle las cosas del edificio que había de saber, si seguían encontrándose. Por último, le dio un fajo de hojas de papel, escritas a máquina a un solo espacio, y que llevaba sujetas con el cinturón, debajo de su holgada camisa.
—Aquí está todo, querida. Apréndetelo de memoria y quémalo. Y echa las cenizas en el sumidero.
Cinco minutos después, ella sacó del bolso unas hojas de papel muy fino, escritas a máquina en caracteres cirílicos; se las dio, y se alejó entre los árboles del bosque, en busca de su coche, aparcado en un camino arenoso a medio kilómetro de distancia.
Munro se amparó en la sombra proyectada por el arco de la puerta lateral de la capilla. Sacó un rollo de cinta adhesiva del bolsillo, se bajó los pantalones hasta las rodillas y sujetó las hojas de papel a uno de sus muslos. Subidos de nuevo los pantalones y ceñido el cinturón, sintió el contacto del papel sobre su muslo al caminar; pero las hojas quedaban perfectamente disimuladas bajo la holgada pernera de confección rusa.
A medianoche había leído doce veces los papeles, en el silencio de su piso. El miércoles siguiente salieron para Londres en la cartera sujeta a la muñeca del mensajero, dentro de un grueso sobre sellado y dirigido, en clave, al enlace del SIS en el Foreign Office.
Las puertas cristaleras que daban a la rosaleda estaban herméticamente cerradas, y sólo el zumbido del acondicionador de aire turbaba el silencio del Salón Oval de la Casa Blanca. Los templados días de junio habían quedado muy atrás, y el asfixiante calor de agosto en Washington prohibía que se abriesen las puertas y las ventanas.
Delante del edificio, en la fachada de Pennsylvania Avenue, los turistas, acalorados y sudorosos, admiraban la imagen familiar de la entrada principal de la Casa Blanca, con sus columnas, su bandera y su curva avenida, o hacían cola para la visita con guía del sanctasanctórum de Norteámerica. Pero ninguno de ellos entraría en el pequeño edificio del ala occidental, donde el presidente Matthews se hallaba reunido en cónclave con sus consejeros.
Ante su mesa estaban Stanislav Poklevski y Robert Benson. Se había unido a ellos el secretario de Estado, David Lawrence, abogado de Boston y pilar del establishment en la costa oriental.
El presidente Matthews cerró el legajo que tenía delante. Hacía tiempo que había devorado la primera transcripción del Politburó, traducida al inglés; lo que ahora acababa de leer era la valoración de ésta por sus expertos.
—Bob, su cálculo de un déficit de treinta millones de toneladas se acercó bastante a la verdad —dijo—. Ahora resulta que el próximo otoño les faltarán de cincuenta a cincuenta y cinco millones de toneladas. ¿Están seguros de que esta transcripción viene efectivamente de dentro del Politburó?
—Señor presidente, lo hemos comprobado todo. Las voces son auténticas; los rastros de una cantidad excesiva de «Lindane» en la raíz del trigo son reales; la guerra en el seno del Ministerio de Agricultura soviético es un hecho. No creemos que exista ningún motivo para dudar seriamente de que la grabación corresponde a una sesión del Politburó.
—Tenemos que andarnos con mucho cuidado —murmuró el presidente—. Esta vez no podemos permitirnos el menor error de cálculo. Nunca tuvimos una oportunidad como ésta.
—Señor presidente —dijo Poklevsky—, esto significa que los soviets no se enfrentan con una grave escasez, como pensamos que sufrían cuando invocó usted, el mes pasado, la ley Shannon. Ahora se enfrentan con el hambre.
Sin saberlo, repetía las palabras de Petrov en el Kremlin, dos meses antes, y que no habían sido grabadas, porque las había dicho en privado a Ivanenko. El presidente Matthews asintió lentamente con la cabeza.
—Estamos de acuerdo en esto, Stan. La cuestión es: ¿qué vamos a hacer?
—Dejar que pechen ellos con el hambre —contestó Poklevski—. Este es el mayor error que han cometido desde que Stalin se negó a creer las advertencias de los occidentales sobre los preparativos nazis en su frontera, en la primavera de 1941. Sólo que esta vez el enemigo está dentro de casa. Dejemos que lo resuelvan a su manera.
—¿David? —inquirió el presidente a su secretario de Estado.
El secretario, Lawrence, movió la cabeza. Las diferencias de opinión entre el halcón Poklevski y el precavido bostoniano eran legendarias.
—Discrepo, señor presidente —respondió al fin—. En primer lugar, no creo que hayamos examinado bastante a fondo las posibles alternativas que pueden producirse si la Unión Soviética se ve sumida en el caos la próxima primavera. A mi modo de ver, no es sólo cuestión de dejar que los soviets se asen en su propio jugo. Un fenómeno como éste puede tener enormes implicaciones en el ámbito mundial.
—¿Bob? —inquirió el presidente Matthews.
El director de la CIA estaba sumido en profunda reflexión.
—Tenemos tiempo, señor presidente —contestó—. Ellos saben que usted invocó la ley Shannon el mes pasado. Saben que, si necesitan trigo, tendrán que acudir a usted. Como dice el secretario Lawrence, deberíamos estudiar a fondo las posibles consecuencias del hambre en la Unión Soviética. Tarde o temprano, el Kremlin tendrá que iniciar el juego. Cuando lo haga, nosotros tendremos todos los triunfos. Sabemos lo mala que es su situación, y ellos no saben que lo sabemos. Tenemos el trigo, tenemos los «Cóndor», tenemos el Ruiseñor y tenemos el tiempo de nuestra parte. Esta vez tenemos los cuatro ases. No hace falta que decidamos desde ahora la manera de jugarlos.
Lawrence asintió con la cabeza y miró a Benson con nuevo respeto. Poklevski se encogió de hombros. El presidente Matthews tomó su resolución.
—Stan, de momento quiero que forme un grupo adecuado dentro del Consejo de Seguridad Nacional. Un grupo pequeño y absolutamente secreto. Usted, Bob y David, aquí presentes; el presidente del Estado Mayor conjunto, y los secretarios de Defensa, del Tesoro y de Agricultura. Quiero saber lo que pasará, a nivel mundial, si la Unión Soviética se muere de hambre. Necesito saberlo, y pronto.
Sonó uno de los teléfonos de su mesa. Era el correspondiente a la línea directa con el Departamento de Estado. El presidente Matthews dirigió una mirada interrogadora a David Lawrence.
—¿Me llama usted, David? —preguntó, sonriendo.
El secretario de Estado se levantó y cogió el auricular. Escuchó durante unos minutos, y colgó.
—Señor presidente, las cosas se aceleran. Hace dos horas, el ministro de Asuntos Exteriores, Rykov, llamó al embajador Donaldson a su Ministerio. En nombre del Gobierno soviético, ha propuesto la compra a los Estados Unidos de cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales varios, en la próxima primavera.
Durante unos momentos, sólo se oyó en el Salón Oval el tictac del reloj de bronce dorado de encima de la chimenea de mármol.
—¿Qué ha respondido el embajador Donaldson? —preguntó el presidente.
—Desde luego, que transmitiría su petición a Washington para su estudio —contestó Lawrence— y que estaba seguro de que la respuesta no se haría esperar.
—Caballeros —dijo el presidente—, necesito saber lo que les he dicho, a la mayor brevedad posible. Puedo demorar cuatro semanas mi respuesta, pero, el 15 de septiembre, lo más tardar, tendré que contestar. Cuando lo haga quiero saber con qué nos enfrentamos. Todas las posibilidades.
—Señor presidente, dentro de pocos días recibiremos tal vez más información de el Ruiseñor. Esto podría darnos algún indicio de cómo enfoca el Kremlin el problema.
El presidente Matthews asintió con la cabeza.
—Si llega tal información, Bob, quiero que se traduzca al inglés y me la traigan inmediatamente.
Cuando se levantó la sesión presidencial, en el atardecer de Washington, hacía rato que era noche cerrada en Inglaterra. Los archivos de la Policía mostraron, más tarde, que, en la noche del 11 al 12 de agosto, se habían producido docenas de robos y atracos; pero lo que más preocupó a la Policía fue el robo perpetrado en una tienda de armas de fuego deportivas de la agradable población rural de Taunton.
Indudablemente, los ladrones habían visitado la tienda en hora diurna de la víspera o de pocos días antes, porque el cable de la alarma había sido descubierto y limpiamente cortado por alguien. Una vez inutilizado el sistema de alarma, los ladrones habían empleado unos fuertes alicates para cortar la reja de la ventana que daba a un callejón tras la tienda.
Esta no había sido saqueada, ni se habían robado, como de costumbre, escopetas que se utilizaban después para atracar los Bancos. El propietario declaró que sólo faltaba un rifle de caza, un bello «Sako Hornet 22», de origen finlandés, arma de suma precisión, y dos cajas de municiones «Remington», de punta plana y hueca, que alcanzaban gran velocidad y penetración, y se deformaban mucho al chocar con el blanco.
En su piso de Bayswater, Andrew Drake se hallaba en compañía de Miroslav Kaminsky y de Azamat Krim, contemplando el botín colocado sobre la mesa del cuarto de estar: dos pistolas, con dos cargadores completos para cada una; un rifle, con dos cajas de municiones, y el intensificador de imagen.
Existen dos tipos fundamentales de aparatos de visión nocturna: el infrarrojo y el intensificador. Los que disparan de noche suelen preferir el último, y Krim, con su historial de cazador en el oeste del Canadá y sus tres años con los paracaidistas canadienses, había elegido bien.
El visor infrarrojo se basa en el principio de que, si se envía un rayo infrarrojo a lo largo de la línea de fuego para iluminar el blanco, éste aparece ante el punto de mira como una silueta verdosa. Pero como emite luz, aunque esta sea imperceptible a simple vista, el visor infrarrojo necesita una fuente de energía. El intensificador de imagen funciona a base del principio de recoger todos los pequeños elementos de luz presentes en un medio «oscuro», y concentrarlos, de la misma manera que la retina gigantesca de un búho puede concentrar las menores cantidades de luz y ver moverse un ratón en lugares donde el ojo humano no percibiría nada. No necesita fuente de energía.
Inventado en principio con fines militares, los pequeños intensificadores de imagen manuales habían interesado, a finales de los años setenta, a la industria de seguridad norteamericana, y eran empleados por vigilantes de fábricas y otros guardianes. Pronto pudieron comprarse libremente en el comercio y, a principios de los años ochenta, los ejemplares más grandes, susceptibles de ser montados en el cañón de un rifle, pudieron adquirirse en América con sólo pagar su precio en la tienda. Azamat Krim había comprado uno de éstos.
El rifle tenía ranuras en la parte superior del cañón, para poder adaptarle una mira telescópica en las prácticas de tiro. Con una lima y un tornillo de carpintero sujeto al borde de la mesa de la cocina, Krim empezó a retocar las grapas del intensificador de imagen, para adaptarlas a aquellas ranuras.
Mientras Krim trabajaba, Barry Ferndale hizo una visita a la Embajada de los Estados Unidos, en Grosvenor Square. Su objeto era entrevistarse, según habían convenido previamente, con el jefe de operaciones de la CIA en Londres, aparentemente agregado de la Embajada de su país.
La entrevista fue breve y cordial. Ferndale sacó de su cartera de mano un fajo de papeles y lo entregó al otro hombre.
—Recién salidos de la prensa, amigo mío —dijo al americano—. Un buen fajo, ¿eh? Esos rusos son muy parlanchines. En todo caso, le deseo suerte.
Aquellos papeles correspondían a la segunda entrega de el Ruiseñor y estaban ya traducidos al inglés. El americano sabía que tendría que cifrarlos y enviarlos personalmente. Nadie más debía verlos. Dio las gracias a Ferndale y se dispuso a trabajar de firme durante toda la noche.
Pero no fue el único que durmió poco aquella noche. Muy lejos de allí, en la ciudad de Ternopol (Ucrania), un agente de paisano de la KGB salió del club de suboficiales, contiguo a los cuarteles de la KGB, y emprendió a pie el camino de su casa. Su rango no le permitía usar un coche oficial, y su vehículo particular estaba aparcado cerca de su casa. Pero no le importaba; la noche era cálida y agradable, y había pasado una velada muy amena en el club con sus colegas.
Probablemente por esto no advirtió la presencia de dos figuras en un portal, al otro lado de la calle, que parecían vigilar la entrada del club y que se hicieron una seña con la cabeza.
Era más de medianoche, y Ternopol, incluso en las cálidas noches de agosto, estaba como muerta. Para ir a su casa, el policía se apartó de las calles principales y se adentró en el parque de Shevchenko, donde los frondosos árboles casi ocultaban los estrechos senderos. Fue el atajo menos corto que jamás había tomado. En mitad del parque oyó unas pisadas furtivas detrás de él; se volvió a medias, recibió en la sien el porrazo dirigido a su occipucio, y se derrumbó.
Casi había amanecido cuando recobró el conocimiento. Le habían arrastrado a una espesura de arbustos y le habían quitado la cartera, el dinero, las llaves, la cartilla de racionamiento y el documento de identidad. La Policía y la KGB investigaron durante varias semanas esta desacostumbrada agresión, pero no pudieron descubrir a los culpables. En realidad, ambos habían tomado el primer tren que salía de Ternopol y estaban de regreso en sus hogares de Lvov.
El presidente Matthews presidió personalmente la reunión del comité que estudió la segunda información de el Ruiseñor. Era una reunión secreta.
—Mis analistas han previsto ya algunas posibilidades derivadas del hambre en la Unión Soviética los próximos invierno y primavera —informó Benson a los ocho hombres reunidos en el Salón Oval—, pero no creo que ninguno de ellos se atreviera a ir tan lejos como el propio Politburó al predecir un quebrantamiento de la ley y el orden en todo el país. Es algo inaudito en la Unión Soviética.
—Lo mismo digo de mis hombres —confesó David Lawrence, del Departamento de Estado—. Aquí se dice que la KGB sería incapaz de mantener el orden. Creo que nosotros no habríamos llegado a este pronóstico.
—Entonces, ¿qué debo contestar a Maxim Rudin, sobre su petición de compra de cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales? —preguntó el presidente.
—Señor presidente, responda con un «No» —le aconsejó Poklevski—. Ahora tenemos una oportunidad que nunca se nos había presentado y que quizá no volveremos a tener jamás. Tiene usted a Maxim Rudin y a todo el Politburó en la palma de la mano. Durante dos decenios seguidos, las administraciones de los Estados Unidos han sacado las castañas del fuego a los soviets cada vez que han tenido problemas económicos.
»Y ellos se han mostrado cada vez más agresivos. Cada vez nos han correspondido incrementando su intervención en África, en Asia, en la América Latina. Cada vez han hecho creer al Tercer Mundo que los soviets se han recobrado de la crisis por su propio esfuerzo, que el sistema económico marxista funciona.
»Pero ahora el mundo podrá ver, sin la menor sombra de duda, que el sistema económico marxista no funciona y nunca funcionará. Ahora, aconsejo que le apriete los tornillos. Puede pedirles una concesión por cada tonelada de trigo. Puede exigirles que se alejen de Asia, de África y de América. Y, si no lo hacen, puede derribar a Rudin.
El presidente Matthews golpeó con el dedo los informes del Ruiseñor que tenía delante.
—¿Podríamos derribar a Rudin… con esto?
Le respondió David Lawrence, y nadie discrepó.
—Si le ocurriese a la Unión Soviética lo que dicen aquí los propios miembros del Politburó, sí; Rudin caería en desgracia como cayó Kruschev —respondió.
—Entonces, emplee su fuerza —apremió Poklevski—. Haga uso de ella. Rudin no tiene alternativa. Deberá aceptar sus condiciones. Y si no lo hace, derríbele.
—Pero su sucesor… —empezó a decir el presidente.
—Su sucesor verá lo que le ha pasado a Rudin y se aplicará el cuento. Tendrá que aceptar las condiciones que le pongamos.
El presidente Matthews pidió su opinión al resto del grupo. Todos, menos Lawrence y Benson, se mostraron de acuerdo con Poklevski. El presidente Matthews tomó su decisión: los halcones habían triunfado.
El Ministerio soviético de Asuntos Exteriores se encuentra en uno de siete edificios casi idénticos, del estilo arquitectónico «pastel de boda» tan apreciado por Stalin; diríase una construcción neogótica hecha por un pastelero loco con piedra arenisca parda, y se levanta en el bulevar Smolensky, esquina Arbat.
El día penúltimo del mes, el «Cadillac Fleetwood Brougham» del embajador americano en Moscú se deslizó en la zona de aparcamiento delantero de la puerta principal, y mister Myron Donaldson fue acompañado al cuarto piso, donde se hallaba el despacho de Dmitri Rykov, el veterano ministro soviético de Asuntos Exteriores. Los dos hombres se conocían bien; antes de venir a Moscú, el embajador Donaldson había pasado una temporada en las Naciones Unidas, donde Dmitri Rykov era un personaje muy conocido. Con frecuencia había brindado allí amigablemente, y lo propio habían hecho en Moscú. Pero la entrevista de hoy era oficial. Donaldson iba acompañado por el jefe de su Cancillería, y Rykov, por cinco altos funcionarios.
Donaldson leyó cuidadosamente su mensaje en inglés. Rykov entendía y hablaba bien el inglés, pero un ayudante le fue traduciendo el mensaje oído.
La comunicación del presidente Matthews no aludía para nada a su conocimiento del desastre de la cosecha soviética de trigo, pero tampoco expresaba sorpresa por la petición soviética, formulada a primeros de mes, de comprar la asombrosa cantidad de cincuenta y cinco millones de toneladas de grano. En términos muy medidos, lamentaba que los Estados Unidos de América no estuviesen en condiciones de vender a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas la cantidad de trigo requerida.
Casi sin hacer la menor pausa, el embajador Donaldson empezó a leer la segunda parte del mensaje. Esta, aparentemente sin relación con la primera, pero siguiéndola sin interrupción, lamentaba el poco éxito de las conversaciones sobre limitación de armas estratégicas, conocidas por SALT 3, terminadas en el invierno de 1980 y encaminadas a relajar la tensión mundial, y expresaba la esperanza de que las SALT 4, cuya discusión preliminar estaba prevista para el otoño y el invierno próximos, fuesen más fructíferas y permitiesen al mundo un auténtico avance en el camino de una paz justa y duradera. Esto era todo.
El embajador Donaldson dejó el texto del mensaje sobre la mesa de Rykov, escuchó las palabras de reconocimiento, oficiales y graves, del canoso y serio ministro soviético de Asuntos Exteriores, y se marchó.
Andrew Drake pasó la mayor parte del día consultando unos libros. Sabía que Azamat Krim estaba en algún lugar de los montes de Gales, probando el rifle de caza con su nueva mira montada sobre el cañón. Miroslav Kaminsky seguía estudiando inglés, con gran aprovechamiento. En cuanto a Drake, sus problemas se centraban en el puerto ucraniano de Odessa.
Su primera obra de referencia fue la Lloyds Loading List, de rojas cubiertas, que era una guía semanal de los barcos que cargaban en puertos europeos, con destino a todas las partes del mundo. Por ella se enteró de que no había servicio regular entre el norte de Europa y Odessa, sino tan sólo un pequeño servicio transmediterráneo independiente que recalaba en varios puertos del mar Negro. Se denominaba «Salonika Line» y tenía dos barcos.
Después pasó al Lloyds Shipping Index, de cubiertas azules, y resiguió sus columnas hasta encontrar los dos barcos en cuestión. Los presuntos armadores de los mismos eran dos compañías, cada una de ellas propietaria de uno solo de los barcos, registradas en Panamá; lo cual quería decir, casi con toda seguridad, que, en ambos casos, la «Compañía» armadora no era más que una placa de metal colgada de la pared de un bufete de abogado de la ciudad de Panamá.
La tercera obra de referencia, un libro de cubiertas pardas titulado Greek Owner’s Directory, le informó de que el agente de aquellos barcos era una empresa griega con sede en el Pireo, que es el puerto de Atenas. Drake sabía lo que esto significaba. En el noventa y nueve por ciento de los casos, el agente griego de un buque de pabellón panameño es, en realidad, el propietario del mismo. Si se disfraza de «agente», es para aprovechar la circunstancia de que los agentes no son legalmente responsables de las faltas de sus principales. Estas faltas pueden ser unas pagas y condiciones inferiores a las legales para la tripulación; unos barcos defectuosos y con bajo nivel de seguridad, pero con valoraciones altas para el seguro de «pérdida toral», y, en ocasiones, un acentuado descuido en la pérdida de crudos.
Debido a todo esto Drake empezó a mirar con simpatía la «Salonika Line». Un barco registrado como griego sólo podía emplear oficiales griegos, pero podía admitir tripulantes cosmopolitas sin más requisito que estar provistos de pasaporte. Y los barcos de «Salonika Line» visitaban regularmente Odessa.
Maxim Rudin se inclinó hacia delante, dejó sobre la mesa de café la traducción del mensaje negativo del presidente Matthews cursado por el embajador Donaldson, y observó a sus tres visitantes. Había oscurecido, y le gustaba tener bajas las luces en su despacho particular del extremo norte del edificio del Arsenal, en el Kremlin.
—Chantaje —escupió, furioso, Petrov—. Un sucio chantaje.
—Desde luego —admitió Rudin—. ¿Qué esperaba usted? ¿Conmiseración?
—Ese maldito Poklevski está detrás de esto —dijo Rykov—. Pero ésta no puede ser la última respuesta de Matthews. Sus propios «Cóndor» y nuestra oferta de comprar cincuenta y cinco millones de toneladas de trigo deben de haberles revelado la posición en que nos hallamos.
—¿Hablarán en definitiva? ¿Negociarán a fin de cuentas? —preguntó Ivanenko.
—¡Oh, sí! Acabarán por hacerlo —respondió Rykov—. Pero lo demorarán lo más posible, darán largas al asunto, hasta que empecemos a sentir el hambre. Entonces ofrecerán el grano, a cambio de concesiones humillantes.
—Espero que no lo sean demasiado —murmuró Ivanenko—. Sólo tenemos una mayoría de siete contra seis en el Politburó, y, por mi parte, quisiera conservarla.
—Este es precisamente mi problema —gruñó Rudin—. Tarde o temprano, tendré que enviar a Dmitri Rykov a la sala de negociaciones, para que luche por nosotros, y no puedo darle ningún arma.
El último día del mes, Andrew Drake voló de Londres a Atenas, para empezar a buscar un barco que se dirigiese a Odessa.
El mismo día, una camioneta, convertida en casa móvil de dos literas, como las que suelen emplear los estudiantes en sus excursiones de vacaciones por Europa, salió de Londres en dirección a Dover, en la costa del Canal, y de allí a Francia, y a Atenas por carretera. Ocultos bajo el suelo del vehículo, iban las armas, las municiones y el intensificador de imagen. Afortunadamente, la mayor parte de los cargamentos de drogas viajaban en sentido contrario, desde los Balcanes hacia Francia y Gran Bretaña. Las comprobaciones de los aduaneros, en Dover y Calais, fueron de puro trámite.
Conducía Azamat Krim, provisto de pasaporte canadiense y de permiso internacional de conducción. A su lado, con nueva aunque no muy legítima documentación británica, viajaba Miroslav Kaminsky.