Adam Munro se sentó en una habitación cerrada del edificio principal de la Embajada británica, en el muelle de Maurice Thorez, y escuchó las últimas frases de la grabación en el aparato que tenía delante. Aquella habitación estaba a salvo de toda vigilancia electrónica por parte de los rusos, motivo por el cual había pedido al jefe de la cancillería que se la prestase por unas pocas horas.
«… Inútil decir que esto no debe salir de los que estamos aquí presentes. La próxima reunión será dentro de una semana.»
La voz de Maxim Rudin se extinguió, y la cinta susurró en la máquina y se detuvo. Munro apagó el aparato. Se recostó y lanzó un largo y grave silbido.
Si era verdad, esto era más importante que todo lo que había traído Oleg Penkovsky hacía veinte años. La historia de Penkovsky era folklore en el SIS, en la CIA y, sobre todo, en los más amargos recuerdos de la KGB. Aquel hombre era general de brigada de la GRU, con acceso a las informaciones más secretas, y, desengañado de la jerarquía del Kremlin, había ofrecido información a los americanos y, después a los ingleses.
Los americanos le habían rechazado, temiendo una trampa. Los ingleses habían accedido y, durante dos años y medio, le habían tenido a su «servicio», hasta que fue atrapado por la KGB, denunciado, juzgado y fusilado. Durante aquel tiempo había facilitado una rica cosecha de información secreta, sobre todo al producirse la crisis de los misiles cubanos, en octubre de 1962. Aquel mes, el mundo había aplaudido la extraordinaria habilidad del presidente Kennedy al plantar cara a Nikita Kruschev en el asunto de la instalación de misiles soviéticos en Cuba. Pero el mundo no sabía que los americanos conocían ya exactamente los puntos flacos del dirigente ruso, gracias a Penkovsky.
Cuando terminó la amenaza y hubieron sido retirados de Cuba los misiles soviéticos, Kruschev se sintió humillado, Kennedy se convirtió en un héroe, y se empezó a sospechar de Penkovsky. Este fue detenido en noviembre. Un año más tarde, después de un proceso sensacional, el hombre estaba muerto. Y también un año más tarde, Kruschev había caído, zancadilleado por sus propios colegas; ostensiblemente, debido a su fracaso en la política del trigo; en realidad, porque su espíritu aventurero les había puesto los pelos de punta. Y aquel mismo invierno de 1963, Kennedy había muerto también, a los trece meses exactos de su triunfo. El demócrata, el déspota y el espía habían salido del escenario. Pero ni siquiera Penkovsky había podido penetrar en el corazón del Politburó.
Munro sacó la cinta de la máquina y volvió a enrollarla cuidadosamente. Desde luego, no conocía la voz del profesor Yakolev, y en la mayor parte de la grabación subsiguiente intervenían diez, voces, de las que al menos tres eran identificables.
Conocía muy bien el tono grave de Rudin; había oído anteriormente los agudos de Vishnayev, en los discursos televisados de aquel hombre en los congresos del partido, y también había oído los ladridos del mariscal Kerensky en las fiestas del 1° de Mayo, tanto en película como en grabación magnetofónica.
Sabía que debía llevar la grabación a Londres para ser analizada, y su problema era la manera de ocultar la fuente de su información. Sabía que si contaba la cita secreta en el bosque, después de encontrar la nota mecanografiada entre los pliegues de su toalla de baño, le preguntarían: «¿Por qué se dirigió a usted, Munro? ¿De qué le conocía?» Sería imposible evitar esta pregunta, e igualmente imposible contestarla. La única solución era inventar otra fuente, verosímil y no verificable.
Sólo llevaba seis semanas en Moscú cuando su insospechado dominio del ruso, e incluso del ruso vulgar, le había servido de algo. En una recepción diplomática en la Embajada checa, quince días atrás, estaba conversando con un agregado indio cuando oyó a dos rusos que conversaban a media voz detrás de él. Uno de ellos había dicho: «Es un bastardo amargado. Piensa que habrían tenido que darle el primer puesto.»
Había seguido la mirada de los dos interlocutores y visto que estaban observando a —y probablemente hablando— de un ruso que se hallaba al otro lado del salón. La lista de invitados había confirmado más tarde que aquel hombre era Anatoly Krivoi, ayudante y brazo derecho del teórico del partido, Vishnayev. ¿Por qué estaba amargado? Munro buscó en los archivos y se enteró de la historia de Krivoi. Este había trabajado en la sección de Organizaciones del Partido del Comité Central; poco después del nombramiento de Petrov para la jefatura de aquella, Krivoi había aparecido entre el personal de Vishnayev. ¿Había abandonado su puesto porque no le gustaba? ¿Tenía algún conflicto personal con Petrov? ¿Estaba disgustado porque le habían postergado? Todo era posible, y todo era interesante para un jefe de información en una capital extranjera.
—Krivoi, —murmuró. Quizá. Sólo quizá. También él podía tener acceso, al menos, a la copia de la grabación correspondiente a Vishnayev, y tal vez a la cinta original. Y estaba probablemente en Moscú, porque allí estaba su jefe. Vishnayev había estado presente cuando llegó el primer ministro de Alemania del Este, una semana antes.
«Lo siento, Anatoly, pero has cambiado de bando», murmuró para sí mientras metía el abultado sobre en el bolsillo interior de su chaqueta y subía la escalera, para ver al jefe de la Cancillería.
—Siento decirle que tengo que volver a Londres con la valija del miércoles —anunció al diplomático—. Es inevitable, y no puede esperar.
El hombre de la Cancillería no hizo preguntas. Conocía el trabajo de Munro y prometió a éste arreglar lo del viaje. La valija diplomática, que en realidad es una valija o al menos una serie de bolsas de lona, sale todos los miércoles de Moscú para Londres, siempre en el vuelo de «British Airways» y nunca en el de «Aeroflot». Un «mensajero de la reina», miembro de un equipo de hombres que vuelan constantemente desde Londres a todas las partes del mundo, para recoger valijas diplomáticas, protegidos por la insignia de la corona y el galgo, llega de Londres con este objeto. El material muy secreto se lleva en una cartera sólida y sujeta con una cadena a la muñeca izquierda del hombre; el material corriente viaja en bolsas de lona, que el mensajero factura personalmente en el aeropuerto. A partir de allí, está en territorio británico. Pero, tratándose de Moscú, el mensajero es acompañado por algún miembro del personal de la Embajada.
La función de acompañante es muy solicitada, puesto que permite una rápida excursión a Londres, ir de tiendas y pasar una noche divertida, si se presenta la ocasión. El segundo secretario que perdió su puesto aquella semana lo lamentó, pero no hizo preguntas.
El miércoles siguiente, el Airbus 300B de «British Airways» despegó del nuevo aeropuerto de Shermeyevo, construido a raíz de la Olimpíada de 1980, y emprendió su ruta hacia Londres. Al lado de Munro, el mensajero, un ex comandante del Ejército, bajito y vivaracho, se entregó inmediatamente a su gran afición: resolver los crucigramas de un importante periódico.
—Hay que hacer algo para matar el tiempo en estos interminables viajes en avión —confesó a Munro—. Todos tenemos un hobby cuando estamos en el aire.
Munro asintió con un gruñido y miró por encima de la punta del ala del avión, a la ciudad de Moscú, que iba quedando atrás. En algún lugar, allá abajo, en aquellas calles bañadas por el sol, la mujer amada trabajaba y se movía entre personas a las que iba a traicionar. Actuaba por su cuenta, y su peligro era grande.
El país noruego, visto aisladamente de su vecino oriental, Suecia, parece una enorme mano humana, prehistórica, fosilizada, que se alarga desde el Artico hacia Dinamarca y Gran Bretaña. Es una mano derecha, con la palma vuelta sobre el mar y el pulgar corto y grueso señalando al Este y sujeto por el índice. En la grieta entre el pulgar y el índice, está Oslo, la capital.
En el Norte, los huesos fracturados del antebrazo se estiran hacia Tromso y Hammerfest, en el Ártico, y el antebrazo es tan flaco que en algunos sitios sólo tiene setenta kilómetros desde el mar hasta la frontera sueca. En un mapa en relieve, diríase que la mano fue aplastada por un enorme martillo de los dioses, rompiendo los huesos y los nudillos en millares de partículas. Donde se ven mejor estas fracturas es a lo largo de la costa occidental, correspondiente al borde externo de la mano.
Aquí, la tierra está dividida en mil fragmentos, y el mar se ha deslizado entre los pedazos para formar un millón de caletas, canales, bahías y ensenadas, y serpeantes desfiladeros donde los montes caen realmente sobre el agua centelleante. Son los fiordos, de cuyas reconditeces surgió, hace mil quinientos años, una raza de hombres que fueron los mejores marineros que botaron una embarcación o extendieron una vela al viento. Antes de que terminase su Era habían navegado hasta Groenlandia y América, conquistado Irlanda, colonizado Bretaña y Normandía, hecho incursiones en España y Marruecos y surcado los mares desde el Mediterráneo hasta Islandia. Eran los vikingos, y sus descendientes viven todavía y pescan en los fiordos de Noruega.
Uno de éstos era Thor Larsen, capitán de barco, y aquella tarde de mediados de julio pasó por delante del palacio real, en la capital sueca de Estocolmo, dirigiéndose a su hotel, de regreso de la oficina principal de su Compañía. La gente solía apartarse para dejarle paso; medía casi un metro noventa de estatura, sus hombros eran anchos como las losas del barrio viejo de la ciudad, tenía los ojos azules y llevaba barba. Como estaba en tierra, vestía traje de paisano, pero estaba contento; porque tenía razones para creer, después de su visita a la oficina de la «Nordia Line», situada ahora a su espalda, junto al muelle, que pronto tendría un nuevo mando.
Después de seguir, a expensas de la Compañía, un curso de seis meses sobre materias tan complicadas como el radar, la navegación por computadora y la tecnología de los superpetroleros, estaba ansioso por volver de nuevo al mar. En la oficina principal de «Nordia Line», el secretario personal del propietario, presidente y director gerente de la Compañía, le había cursado una invitación para cenar con éste aquella noche. La invitación se extendía a la esposa de Larsen, que había sido avisada por teléfono y había emprendido el vuelo desde Noruega, con un billete de la empresa. El Viejo se excedía un poco, pensó Larsen. Algo se estaría cociendo.
Cogió su automóvil alquilado en el aparcamiento del hotel, cruzó el puente de Nybroviken y recorrió los 37 kilómetros que le separaban del aeropuerto. Cuando llegó Lisa Larsen entre el gentío, cargada con su maletín, él la recibió con la delicadeza de un excitado perro de San Bernardo, levantándola del suelo como a una niña. Era menuda, de ojos negros y brillantes, rizados cabellos castaños y delicada figura, que disimulaba muy bien sus treinta y ocho años. Y él la adoraba. Veinte años atrás, cuando él era un desgarbado segundo piloto de veinticinco, la había conocido en Oslo, un gélido día de invierno. Ella había resbalado sobre el hielo y él la había levantado como a una muñeca y la había puesto en pie.
Ella llevaba un gorro ribeteado de piel que casi le ocultaba la carita de nariz enrojecida, y, cuando le dio las gracias, él sólo pudo ver sus ojos, que le miraban entre una masa de nieve y de pieles que le daban el aspecto de un ratón de las nieves en los bosques invernales. Desde entonces, durante los tres años que duró su noviazgo y los que siguieron a su boda, él la había llamado su «ratoncito de las nieves».
Ahora la condujo al centro de Estocolmo, preguntándole durante todo el trayecto, por su casa de Alesund, en la costa occidental de Noruega, y por los progresos de sus dos hijos adolescentes. Hacia el Sur pasó un Airbus de «British Airways», en su ruta de Moscú a Londres. Thor Larsen no se fijó en él, porque no le importaba.
Por la noche debían cenar en la famosa «Bodega Aurora», instalada en los sótanos de un viejo palacio del barrio medieval de la ciudad. Cuando llegaron Thor y Lisa Larsen y fueron conducidos al sótano por la angosta escalera, el propietario, Leonard, les esperaba al pie de ésta.
—El señor Wennerstrom ha llegado ya —anunció, y les condujo a uno de los saloncitos privados, pequeña e íntima caverna, con arcos de ladrillos de 500 años de antigüedad, casi ocupada enteramente por una mesa de reluciente madera vieja e iluminada por velas en candeleros de hierro forjado.
Cuando entraron, el patrono de Larsen, Harald Wennerstrom, se levantó, abrazó a Lisa y estrechó la mano de Thor.
Harald Herry Wennerstrom se había hecho casi legendario entre la gente de mar de Escandinavia. Ahora tenía setenta y cinco años, y era de rudo aspecto, acentuado por sus hirsutas cejas. Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, al regresar a su Estocolmo natal, había heredado de su padre media docena de pequeños buques de carga. En treinta y cinco años había montado la mayor flota de petroleros de propiedad privada que no estuviese en manos de los griegos o de los chinos de Hong Kong. La «Nordia Line» era su creación; a mediados de los años cincuenta la había diversificado entre barcos de transporte de cereales y petroleros, y, en los sesenta, había empleado su dinero en la construcción de estos últimos, prefiriéndolos a menudo a los primeros.
Mientras cenaban, Wennerstrom habló de cosas sin importancia y se interesó por la familia Larsen. Su propia vida matrimonial de cuarenta años había terminado con la muerte de su esposa, hacía cuatro; y no habían tenido hijos. De haber tenido uno, le habría gustado que hubiese sido como el corpulento noruego que se sentaba ante él, un marino por excelencia. También apreciaba mucho a Lisa.
El salmón, curado con salmuera y eneldo, al estilo escandinavo, estaba delicioso, y el pato tierno de las marismas de Estocolmo, excelente. Sólo cuando estaban terminando el vino —Wennerstrom sorbía, contrariado, un gran vaso de agua: «lo único que los malditos médicos me permiten tomar»— fue Wennerstrom al grano:
—Hace tres años, Thor, en 1979, hice tres predicciones.
Primera: a finales de 1982, la solidaridad de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP, se habría roto. Segunda: la política del presidente americano de reducir el consumo de energía a base del petróleo y los productos derivados, habría fracasado. Tercera: la Unión Soviética se habría convertido de exportadora en importadora de petróleo. Me llamaron loco, pero yo tenía razón.
Thor Larsen asintió con la cabeza. La formación de la OPEP y su multiplicación por cuatro de los precios del petróleo en el invierno de 1973 habían producido una conmoción en todo el mundo que casi había destruido la economía de Occidente. También había producido siete años de decadencia en el negocio de los petroleros, al permanecer vacíos e inútiles los depósitos de millones de toneladas de los mismos, originando grandes pérdidas. Sólo un espíritu audaz pudo prever, con tres años de antelación, los sucesos que se producirían entre 1979 y 1982: la ruptura de la OPEP al dividirse el mundo árabe en facciones rivales, el triunfo de los revolucionarios en Irán, la desintegración de Nigeria, el apresuramiento de las naciones productoras de petróleo a vender éste a cualquier precio, para financiar grandes compras de armas; el aumento, en espiral, del consumo de petróleo en los Estados Unidos, fundado en la convicción de los americanos de su derecho divino a saquear los recursos del Globo para su propia comodidad, y el enorme descenso de la producción petrolífera soviética, debido a su defectuosa tecnología, y que obligaría a Rusia a convertirse de nuevo en importadora de petróleo. Los tres factores habían producido el boom de los petroleros, cuyos efectos empezaban a sentirse ahora, en el verano de 1982.
—Como usted sabe —resumió Wennerstrom—, firmé en septiembre último un contrato para la compra de un nuevo superpetrolero. En el mercado, todos dijeron que estaba loco; la mitad de mi flota estaba inactiva en Stromstad Sund, y yo encargaba un nuevo barco. Pero yo no estaba loco. ¿Conoce la historia de la «East Shore Oil Company»?
Larsen volvió a asentir con la cabeza. Una pequeña compañía petrolífera americana, con sede en Luisiana, había pasado, hacía diez años, a manos del dinámico Clint Blake. En diez años había crecido de tal manera, que estaba a punto de unirse a las Siete Hermanas, mastodontes de los cártels mundiales del petróleo.
—Pues bien, en el verano del año próximo, 1983, Clint Blake va a inundar Europa. Es un mercado duro y con mucha competencia, pero él cree que podrá vencerla. Está montando varios miles de estaciones de servicio a lo largo de las grandes carreteras de Europa, para vender su propia marca de gasolina y de aceite. Para esto, necesitará barcos petroleros. Y yo los tengo. Un contrato de siete años para transportar crudos del Oriente Medio a Europa Occidental. Está ya construyendo su propia refinería en Rotterdam, junto a las de «Esso», «Mobil» y «Chevron». Por esto necesito el superpetrolero. Es grande, ultramoderno y caro, pero dará rendimiento. Hará cinco o seis viajes al año desde el golfo Pérsico a Rotterdam, y en cinco años quedará amortizada mi inversión. Pero no es ésta la principal razón de que lo haga construir. Será el más grande y el mejor; mi buque insignia, mi monumento. Y usted será su capitán.
Thor Larsen guardó silencio. Lisa alargó una mano y la apoyó sobre la de él, apretándola cariñosamente. Larsen sabía que dos años atrás no habría podido, como noruego que era, mandar un barco de pabellón sueco. Pero desde el acuerdo de Goteborg del año anterior, en cuya aprobación había influido Wennerstrom, un armador sueco podía solicitar la ciudadanía honoraria sueca para oficiales excepcionales escandinavos no suecos que tuviese a su servicio, incluso con el cargo de capitán. Wennerstrom la había pedido y obtenido para Larsen.
Les sirvieron el café y lo sorbieron, apreciando su calidad.
—Lo hago construir en los astilleros de Ishikawajima Harima, en Japón —dijo Wennerstrom—. Son los únicos astilleros del mundo con capacidad para él. Y tienen dique seco.
Ambos sabían que habían quedado atrás los tiempos en que los barcos eran construidos en rampas y botados al agua desde ellas. Los factores de peso y tamaño importaban demasiado. Los gigantes de los mares eran ahora construidos en diques secos, y para botarlos bastaba con inundar el dique y dejar flotar el barco dentro de aquél.
—Empezaron a trabajar en él el 4 de noviembre —dijo Wennerstrom—. La quilla quedó terminada el 30 de enero. El barco está ya tomando forma. Será botado el primero de noviembre próximo y, después de tres meses de ajuste en el amarradero y de pruebas en el mar, empezará a navegar el 2 de febrero. Y usted estará en su puente, Thor.
—Gracias —dijo Larsen—. ¿Qué nombre le pondrá?
—¡Ah, sí! También he pensado en esto. ¿Recuerda las Sagas? Pues le pondremos un nombre que complazca a Niorn, el dios del mar —respondió Wennerstrom, pausadamente. Tenía asido su vaso de agua y miraba fijamente la llama de la vela en el candelero de hierro forjado que tenía delante—. Pues Niorn domina el fuego y el agua, los dos grandes enemigos del capitán de un petrolero: la explosión y el propio mar.
El agua del vaso y la llama de la vela se reflejaban en los ojos del viejo, como se habían reflejado antaño en ellos el fuego y el mar, cuando se hallaba sentado, impotente, en un bote salvavidas en medio del Atlántico, en 1942, a cuatro cables de su petrolero en llamas, primero que había mandado, y observando cómo se debatían los tripulantes en el agua, a su alrededor.
Thor Larsen miró fijamente a su patrono, dudando de que el viejo creyese realmente en este mito; Lisa, por ser mujer, sabía que el hombre hablaba en serio. Por fin, Wennerstrom se recostó en su silla, apartó el vaso de agua con impaciente ademán y llenó de vino tinto el otro vaso.
—Por consiguiente, le pondremos el nombre de la hija de Niorn, Freya, la más hermosa de las diosas. Le llamaremos Freya. —Levantó el vaso—. ¡Por Freya!
Todos bebieron.
—Cuando navegue —comentó Wennerstrom, todos se dirán que nunca habían visto algo semejante. Y nunca volverán a verlo, cuando deje de navegar.
Larsen sabía que los dos petroleros más grandes del mundo eran el Ballemaya y el Batillus, de la «Shell» francesa, que superaban en muy poco el medio millón de toneladas.
—¿Cuál será el peso muerto del Freya? —preguntó Larsen—. ¿Cuánto crudo podrá transportar?
—¡Oh, sí! Me había olvidado de esto —contestó, maliciosamente el viejo armador—. Transportará un millón de toneladas de crudo.
Thor Larsen oyó el débil silbido de su mujer al aspirar profundamente.
—Muy grande —dijo al fin—. Grandísimo.
—El más grande que jamás habrá visto el mundo —añadió Wennerstrom.
Dos días más tarde, llegó al aeropuerto londinense de Heathrow un «Jumbo» procedente de Toronto. Entre sus pasajeros estaba un tal Azamat Krim, nacido en Canadá de padre emigrado, y que, a semejanza de Andrew Drake, había dado a su nombre la forma inglesa de Arthur Crimmins. Era uno de los que sabía Drake, desde hacía años, que compartía absolutamente sus ideas.
Cuando hubo pasado la aduana, Drake le estaba esperando, y ambos se dirigieron al piso de éste, en Bayswater Road.
Azamat Krim era un tártaro de Crimea, bajo, moreno y nervudo. Su padre, a diferencia del de Drake, había luchado en el Ejército rojo durante la Segunda Guerra Mundial, no contra él. Su fidelidad a Rusia había prevalecido sobre todo lo demás. Prisioneros de guerra de los alemanes, él y los de su raza habían sido acusados por Stalin de colaboracionismo con aquéllos, acusación evidentemente infundada, pelo que le sirvió para desterrar a toda la nación tártara a las tierras salvajes del Este.
Decenas de millares habían muerto en los vagones de ganado sin calefacción, y otros miles, en los helados eriales de Kazajstán y de Siberia, por falta de comida o de ropa.
En un campo alemán de trabajos forzados, Chingris Krim se había enterado de la muerte de toda su familia. Liberado por los canadienses en 1945, había tenido la suerte de no ser devuelto a Stalin para su ejecución o su envío a los campamentos de esclavos, Le había protegido un oficial canadiense, ex jinete de rodeo de Calgary, que un día, en una hacienda austríaca, había admirado la maestría de aquel soldado tártaro en la monta. El canadiense había obtenido un permiso de emigración al Canadá a favor de Krim, y éste se había casado allí y tenido un hijo. Este hijo era Azamat, que tenía ahora treinta años y, como Drake, odiaba al Kremlin por los sufrimientos infligidos al pueblo de su padre.
En el pisito de Bayswater, Andrew Drake expuso su plan, y el tártaro se avino a colaborar en él. Ambos dieron los toques finales al proyecto de robar un Banco del norte de Inglaterra, para hacerse con los fondos necesarios.
En la oficina principal, Adam Munro se presentó a Barry Ferndale, encargado de la sección soviética en «la Empresa». En los años anteriores, Ferndale había trabajado como agente e intervenido en los agotadores interrogatorios de Oleg Penkovsky, cuando el delator ruso había visitado Gran Bretaña, acompañando a las delegaciones comerciales soviéticas.
Era un hombre bajo y redondo, vivaracho y de mejillas sonrosadas. Tras su afectada animación y su aparente ingenuidad disimulaba su aguda inteligencia y su profundo conocimiento de los asuntos soviéticos.
En su oficina del cuarto piso de la sede de «la Empresa» escuchó la grabación de Moscú desde el principio hasta el fin. Cuando hubo terminado, empezó a limpiar furiosamente sus gafas, brincando de entusiasmo.
—¡Bendito sea Dios, mi querido amigo! ¡Mi querido Adam! ¡Qué asunto tan extraordinario! Esto tiene realmente un valor incalculable.
—Si es verdad —repuso, precavidamente, Munro.
Ferndale dio un respingo, como si sólo se le hubiese ocurrido esta idea.
—¡Ah, sí, claro! Si es verdad. Ahora, sólo debe decirme cómo la consiguió.
Munro contó minuciosamente su historia. Era verdad en todos sus detalles, salvo que dijo que la cinta procedía de Anatoly Krivoi.
—Sí, sí, Krivoi; desde luego, sé quién es —dijo Ferndale—. Bueno, ahora tengo que traducir eso al inglés y mostrárselo al Amo. Puede ser algo muy gordo. Usted no podrá volver mañana a Moscú, ¿sabe? ¿Tiene un lugar donde alojarse? ¿En su club? Excelente. Un sitio de primera clase. Muy bien; ahora váyase a tomar una buena cena y permanezca un par de días en el club.
Ferndale llamó por teléfono a su esposa y le dijo que no iría aquella noche a su modesta casa de Pinner, sino que la pasaría en la ciudad. Ella sabía cuál era su oficio y estaba acostumbrada a estas ausencias.
Solo en su oficina, el hombre pasó la noche trabajando en la traducción de la cinta. Conocía bien el ruso, aunque carecía del finísimo oído de Munro para el tono y el acento, que es lo que caracteriza al bilingüe de verdad. Pero su ruso era bastante bueno. Nada le pasó por alto del informe de Yakolev, ni de la breve pero pasmada reacción que produjo en los trece miembros del Politburó.
A las diez de la mañana siguiente, sin haber dormido, pero después de afeitarse y desayunar, y al parecer, tan fresco y lozano como de costumbre, Ferndale llamó al secretario de sir Nigel Irvine por la línea privada y le pidió una entrevista con éste. Diez minutos más tarde, estaba con el director general.
Sir Nigel Irvine leyó la traducción en silencio, la dejó sobre la mesa y contempló la cinta magnetofónica que Ferndale había puesto ante él.
—¿Es auténtica? —preguntó.
Barry Ferndale había dejado a un lado su campechanía. Conocía a Nigel Irvine desde hacía muchos años, como colega, y, al ser elevado su amigo al puesto supremo y recibido el título de sir, nada había cambiado entre ellos.
—No lo sé —respondió, con aire pensativo—. Habrá que hacer muchas comprobaciones. Es posible que lo sea. Adam me dijo que conoció a Krivoi hace dos semanas, en una recepción en la Embajada checa. Si Krivoi pensaba en venir, habría sido una buena oportunidad. Penkovsky hizo exactamente lo mismo: conocer a un diplomático en un campo neutral y convenir una reunión secreta para más tarde. Desde luego, Penkovsky fue considerado con el mayor recelo hasta que se comprobó su información. Esto es lo que quiero hacer ahora.
—Explícate —pidió sir Nigel.
Ferndale empezó de nuevo a limpiarse las gafas. La velocidad de los movimientos circulares del pañuelo sobre los cristales era, valga la expresión, directamente proporcional al ritmo de su pensamiento, y Ferndale los frotaba furiosamente.
—En primer lugar, Munro —dijo—. Sólo para el caso de que sea una trampa que podría cerrarse en el segundo encuentro, quisiera que se tomase aquí unas vacaciones, hasta que terminemos con la cinta. La Oposición podría, sólo digo podría, tratar de provocar un incidente entre Gobiernos.
—¿Se le deben vacaciones? —preguntó sir Nigel.
—En realidad, sí. Fue enviado a Moscú con tanta prisa, a fin de mayo, que se le quedó a deber una quincena de sus vacaciones de verano.
—Siendo así, que las disfrute ahora. Pero manteniéndose en contacto con nosotros. Y dentro de Inglaterra, Barry. No debe salir al extranjero hasta que esto quede aclarado.
—Después está la propia cinta —continuó Ferndale—. Se divide en dos partes: el informe Yakolev y las voces del Politburó. Que yo sepa, nunca habíamos oído hablar a Yakolev. Por consiguiente, no podemos comprobar su voz. Pero emplea un lenguaje sumamente técnico. Me gustaría comprobarlo con algunos expertos en los sistemas químicos de protección de los cereales. El Ministerio de Agricultura tiene una sección excelente que entiende de estas cosas. Nadie deberá saber el motivo de nuestra curiosidad, pero tengo que convencerme de que el accidente de la válvula de admisión del Lindane es verosímil.
—¿Recuerdas el legajo que nos prestaron los primos hace un mes? —preguntó sir Nigel—. Me refiero a las fotos tornadas por los satélites «Cóndor».
—Desde luego.
—Comprueba los síntomas con la explicación aparente. ¿Qué más?
—La segunda parte de la cinta requiere un análisis de las voces —dijo Ferndale—. Me gustaría cortar esa parte en pedazos, de manera que nadie pueda saber de qué se hablaba. El laboratorio de idiomas de Beaconsfield puede comprobar la fraseología, la sintaxis, las expresiones vernáculas, los dialectos regionales, etc. Pero lo esencial sería la comparación de las grabaciones de voces.
Sir Nigel asintió con la cabeza. Ambos sabían que las voces humanas, descompuestas en una serie de sonidos y pulsaciones electrónicamente registradas, son tan individuales como las huellas dactilares. No hay dos que sean idénticas.
—Muy bien —asintió—. Pero debo insistir en dos cosas, Barry. De momento nadie sabe nada de esto, aparte de nosotros tres. Si es un truco, no interesa que se conciban falsas esperanzas; si no lo es, el caso será tremendamente explosivo. Nadie del sector técnico debe conocer la totalidad del documento. Segundo: no quiero volver a oír el nombre de Anatoly Krivoi. Inventa un nombre falso para él y empléalo en el futuro.
Dos horas más tarde, Barry Ferndale llamó por teléfono a Munro en su club, donde estaba almorzando. Como la línea no era privada, emplearon el lenguaje comercial acostumbrado.
—El director gerente está entusiasmado con el informe sobre las ventas —dijo Ferndale a Munro—. Insiste en que se tome usted quince días de vacaciones, para que podamos estudiarlo a fondo y hacer planes para el futuro. ¿Ha pensado en algún lugar donde pasar sus días de descanso?
Munro no había pensado en ello, pero lo hizo en seguida. No era una pregunta, sino una orden.
—Me gustaría volver unos días a Escocia —respondió—. Siempre tuve ganas de recorrer la costa desde Lochamber hasta Sutherland, en verano.
A Ferndale le pareció estupendo.
—Las Highlands, los vallecitos de la bella Escocia. Magnífico, en esta época del año. Yo no pude nunca soportar el ejercicio físico, pero estoy seguro de que usted lo pasará muy bien. Mantenga el contacto conmigo, digamos, cada dos días. Tiene el número de teléfono de mi casa, ¿no?
Una semana más tarde, Miroslav Kaminsky llegó a Inglaterra con sus documentos de viaje de la Cruz Roja. Había cruzado Europa en tren, y su billete había sido pagado por Drake, que estaba a punto de agotar sus recursos financieros.
Drake presentó a Kaminsky a Krim, y dio órdenes al primero.
—Aprenderás inglés —le dijo—. Por la mañana, por la tarde y por la noche. Emplearás libros y discos de gramófono, y deberás aprender más de prisa de lo que nunca lo hiciste. Mientras tanto, yo te conseguiré documentos decentes. No puedes viajar eternamente con papeles de la Cruz Roja. Hasta que los consiga, y mientras no puedas hacerte entender en inglés, no deberás salir de este piso.
Adam Munro había recorrido durante diez días las tierras altas de Inverness, Ross y Cromarty, y entrado al fin en el condado de Sutherland. Acababa de llegar a la pequeña población de Lochinver, donde las aguas del North Minch se extienden hacia el Oeste, hasta la isla de Lewis, cuando hizo su sexta llamada a la casa de Barry Ferndale, en las afueras de Londres.
—Celebro que me haya llamado —dijo Ferndale, por teléfono—. ¿Podría usted volver a la oficina? El director gerente quiere hablar con usted.
Munro prometió que saldría dentro de una hora y tomaría el tren hasta Inverness. Allí podría seguir en avión hasta Londres.
En su casa de las afueras de Sheffield, la gran ciudad del acero de Yorkshire, Norman Pickering se despidió de su esposa y de su hija con un beso; era una espléndida mañana de finales de julio, y Pickering se dirigió en su coche al Banco del que era director.
Veinte minutos después se detuvo ante la casa una furgoneta que llevaba el nombre de una empresa de artículos de electricidad. Dos hombres, envueltos en sendas batas blancas, se apearon de ella. Uno de ellos llevó una caja grande de cartón hasta la puerta de la casa, precedido por su compañero, que llevaba un bloc en la mano. Mistress Pickering abrió la puerta, y los dos hombres entraron. Ningún vecino se dio cuenta de nada.
Diez minutos más tarde, el hombre del bloc salió y se marchó en la furgoneta. Por lo visto, su compañero se había quedado para instalar y comprobar los artículos servidos.
Media hora después, la furgoneta aparcó a dos manzanas del Banco, y el conductor, sin su bata blanca, luciendo un traje gris oscuro de hombre de negocios y llevando en la mano no un bloc, sino una gran cartera, entró en el Banco. Dio un sobre a una de las empleadas, la cual lo miró y, al ver que iba dirigido personalmente a míster Pickering, fue a entregarlo a su destinatario. El hombre de negocios esperó pacientemente.
Al cabo de dos minutos, el director abrió la puerta de su despacho y miró al exterior. Vio al hombre de negocios que esperaba.
—¿Míster Partington? —inquirió—. Pase, por favor.
Andrew Drake no habló hasta que la puerta se hubo cerrado detrás de él. Cuando lo hizo, su voz no tenía el menor acento de su Yorkshire natal, sino un tono gutural, propio del continente europeo. Sus cabellos tenían un color rojo zanahoria, y unas gafas oscuras y de gruesa montura ocultaban sus ojos hasta cierto punto.
—Deseo abrir una cuenta —dijo— y retirar una cantidad en efectivo.
Esto extrañó a Pickering; su jefe de oficina habría podido cuidar muy bien de esta transacción.
—Es una cuenta importante, un negocio importante —continuó Drake.
Puso un cheque sobre la mesa. Era un talón bancario, de esos que pueden obtenerse en ventanilla. Era de la sucursal del propio Banco Pickering en Holbron, Londres, y había sido extendido por la cifra de 30 000 libras esterlinas.
—Comprendo —repuso Pickering. Tratándose de tanto dinero, el asunto era indiscutiblemente de su competencia—. ¿Qué cantidad de dinero quiere retirar?
—Veinte mil libras.
—¿Veinte mil libras en efectivo? —repitió Pickering, disponiéndose a tomar el teléfono—. Naturalmente, tengo que llamar a la sucursal de Holbron para…
—Creo que no será necesario —interrumpió Drake, empujando un ejemplar del Times de Londres de la mañana sobre la mesa.
Pickering lo miró; pero lo que Drake le mostró a continuación le hizo abrir aún más los ojos. Era una fotografía, tomada con una cámara «Polaroid». En ella reconoció a su esposa, de la que se había despedido hacía una hora y media, sentada en su sillón junto a la chimenea y con los ojos desorbitados por el miedo. También reconoció una parte de su cuarto de estar. Su esposa estrechaba con un brazo a su hija. Sobre sus rodillas, estaba el mismo número del Times de Londres.
—Ha sido tomada hace una hora —dijo Drake.
Pickering sintió un nudo en el estómago. La foto no merecía ningún premio por su calidad, pero la silueta del hombro de un hombre en primer término y la escopeta de cañones recortados con que apuntaba a su familia se veían con mucha claridad.
—Si toca usted la alarma —dijo Drake en voz baja—, la Policía vendrá aquí, no irá a su casa. Y antes de que irrumpan en esta habitación, usted estará muerto. Si dentro de sesenta minutos, exactamente, no he telefoneado diciendo que estoy a salvo con el dinero, ese hombre apretará el gatillo. Por favor, no crea que bromeo; estamos dispuestos a morir, en caso necesario. Pertenecemos al grupo del Ejército Rojo.
Pickering tragó saliva, debajo de la mesa, a un palmo de su rodilla, había un botón conectado con un sistema silencioso de alarma. El hombre volvió a mirar la fotografía y apartó la rodilla.
—Llame al jefe de oficina —dijo Drake— y ordénele que abra la cuenta, ingrese el cheque y déme un talonario para poder retirar las veinte mil libras. Dígale que ha telefoneado a Londres y que todo está en regla. Si se muestra sorprendido, dígale que esta cantidad es para una gran campaña de promoción comercial, en la que los premios se pagarán en metálico. Serénese y pórtese bien.
El jefe de oficina se sorprendió, pero el director parecía tranquilo, quizás un poco abstraído, pero completamente normal. Y el hombre del traje oscuro, sentado delante de aquél, parecía satisfecho y amigable. Incluso había sendas copas de jerez delante de ellos, aunque el hombre de negocios no se había quitado sus finos guantes, lo cual era un poco raro en tiempo tan caluroso. Treinta minutos después, el jefe de oficina sacó el dinero de la caja fuerte, lo dejó sobre la mesa del director y salió.
Drake metió tranquilamente el dinero en la cartera que llevaba.
—Quedan treinta minutos —dijo a Pickering—. Dentro de veinticinco, haré mi llamada telefónica. Mi colega soltará a su esposa y a su hija, sin causarles el menor daño. Pero si da usted la voz de alarma antes de esto, él disparará primero y se entenderá después con la Policía.
Cuando se hubo marchado, míster Pickering permaneció inmóvil durante media hora. En realidad, Drake telefoneó a la casa a los cinco minutos, desde una cabina pública. Kim recibió la llamada, dirigió una breve sonrisa a la mujer que yacía en el suelo, con las manos y los tobillos atados con cinta adhesiva, y se marchó. Ninguno de los dos hombres usó la furgoneta, que había sido robada el día anterior. Krim empleó una moto aparcada en la calle, a cierta distancia. Drake sacó un casco de motorista de la furgoneta, para cubrir sus rojos cabellos, y montó en una segunda moto, aparcada cerca de la furgoneta. Ambos habían salido de Sheffield antes de media hora. Y ambos abandonaron las motos al norte de Londres y se reunieron en el piso de Drake, donde éste lavó el tinte rojo de sus cabellos y rompió sus gafas en mil pedazos.
A la mañana siguiente, Munro desayunó en el avión cuando volaban al sur de Inverness. Después de retirar las bandejas de plástico, la azafata ofreció a los viajeros los periódicos recién llegados de Londres. Como viajaban en la cola del avión, Munro tuvo que privarse del Times y del Telegraph, pero consiguió un ejemplar de Daily Express. Los titulares de la primera página se referían a dos hombres sin identificar, supuestos alemanes del grupo Ejército Rojo, que habían robado 20 000 libras en un Banco de Sheffield.
—¡Malditos bastardos! —exclamó un inglés que trabajaba en los pozos petrolíferos del mar del Norte y ocupaba el asiento contiguo al de Munro, señalando el titular del Express—. ¡Malditos comunistas! ¡Yo los ahorcaría a todos!
Munro convino en que eso del ahorcamiento debía considerarse en el futuro.
En Heathrow tomó un taxi y se hizo llevar a un lugar muy próximo a la oficina, donde le introdujeron inmediatamente en el despacho de Barry Ferndale.
—Adam, amigo mío, parece usted otro hombre.
Hizo sentar a Munro y le ofreció una taza de café.
—Bien, hablemos de la cinta. Debe de estar impaciente por saberlo. Lo cierto, amigo mío, es que es auténtica. No hay la menor duda sobre esto. Todo concuerda. Ha habido un gran follón en el Ministerio de Agricultura soviético. Seis o siete altos funcionarios han sido despedidos, incluido uno que pensamos que debe de ser aquel desgraciado de la Lubianka.
»Esto lo confirma. Pero las voces son auténticas. Sin duda alguna, según los chicos del laboratorio. Y ahora, la gran noticia: uno de nuestros agentes, que trabaja en Leningrado, consiguió dar una vuelta en coche fuera de la ciudad. No se cultiva mucho trigo en el Norte, pero sí un poco. Nuestro hombre detuvo el coche, se apeó para orinar, y arrancó un tallo de trigo enfermo. Este llegó en la valija hace tres días. Anoche recibí el informe del laboratorio. Confirma que hay un exceso de «Lindane» en la raíz de la planta.
»Conque, así estamos. Ha dado usted con lo que nuestros primos americanos llaman, graciosamente, un buen filón. En realidad, es oro de veinticuatro quilates. A propósito, el Amo quiere verle. Tiene usted que regresar esta noche a Moscú.
La entrevista con sir Nigel Irvine fue amigable, pero breve.
—Ha sido un buen trabajo —dijo el Amo—. Tengo entendido que su próximo encuentro será dentro de quince días. Munro asintió con la cabeza.
—Esta podría ser una operación a largo plazo —siguió diciendo sir Nigel—, y sirve de ayuda el hecho de que sea usted nuevo en Moscú. Nadie se extrañará si continúa allí durante un par de años. Pero, por si ese tipo cambiase de idea, quiero que le apremie y le saque todo lo que pueda. ¿Necesita alguna ayuda, algún apoyo?
—No, gracias —dijo Munro—. El hombre, al lanzarse, insistió en que sólo debía hablar conmigo. Creo que no conviene introducir a otras personas en este momento; podría escamarse. Además, no creo que pueda viajar, como hizo Penkovsky. Vishnayev nunca viaja, y por esto, Krivoi no tiene ocasión de hacerlo. Tendré que llevar yo solo este asunto.
Sir Nigel asintió.
—Muy bien, sea como usted dice.
Cuando Munro se hubo marchado, sir Nigel abrió un legajo que estaba sobre su mesa y que contenía el historial de Munro. No las tenía todas consigo. Aquel hombre era un lobo solitario, reacio a trabajar en equipo; un hombre que, para descansar, andaba solo por las montañas de Escocia.
En «la Empresa» tenían un adagio: hay agentes viejos y agentes temerarios, pero no hay viejos agentes temerarios. Sir Nigel era un viejo agente, y apreciaba la cautela. Aquel hombre había llegado de fuera, inesperadamente, sin preparación. Y se movía de prisa. Pero, por otra parte, la cinta era indudablemente auténtica. Como lo era la citación que tenía sobre la mesa, para que fuese a ver aquella misma noche a la Primer Ministro, en Downing Street. Desde luego, había informado al secretario de Asuntos Exteriores de que las pruebas sobre la cinta habían sido positivas; y éste era el resultado.
La negra puerta del número 10 de Downing Street, residencia del Primer Ministro británico, es tal vez una de las puertas más conocidas del mundo. Está a la derecha y a unos dos tercios de un callejón sin salida próximo a Whitehall, embutido entre las imponentes moles del Cabinet Office y el Foreign Office.
Delante de esta puerta, con su número 10 en simples caracteres blancos y su picaporte de bronce, custodiada por un solo guardia desarmado, se reúnen los turistas para hacerse fotografías y observar las entradas y salidas de los mensajeros y de políticos conocidos.
En realidad, son los personajes de relumbrón los que cruzan la puerta principal; los hombres influyentes prefieren emplear la lateral. La casa llamada Número Diez forma ángulo recto con el bloque del Cabinet Office, y las esquinas de atrás casi se tocan, encerrando un reducido espacio cubierto de césped detrás de una negra barandilla. En el punto en que casi se encuentran las esquinas, la abertura da a un pasadizo, que conduce a una pequeña puerta lateral, que fue la que utilizó, aquella última noche del mes de julio el director general del SIS, acompañado de sir Julian Flannery, secretario del Gabinete. Los dos hombres fueron conducidos directamente a la segunda planta, pasaron por delante del salón del Gabinete y entraron en el despacho particular de la Primer Ministro.
La Primer Ministro había leído la traducción de la cinta del Politburó que le había entregado el secretario de Asuntos Exteriores.
—¿Han informado a los norteamericanos sobre este asunto? —preguntó, yendo directamente al grano.
—Todavía no, señora —respondió sir Nigel—. Sólo hace tres días que tuvimos confirmación oficial de su autenticidad.
—Quisiera que lo hiciese usted personalmente —dijo la Primer Ministro, y sir Nigel inclinó la cabeza—. Desde luego, las implicaciones políticas de la inminente penuria de trigo en la Unión Soviética son inconmensurables, y los Estados Unidos, como productores de los mayores excedentes de trigo del mundo, deberían intervenir desde el principio.
—No me gustaría que nuestros primos estableciesen contacto con este informador —dijo sir Nigel—. Su manejo puede ser extraordinariamente delicado. Creo que deberíamos hacerlo nosotros solos.
—¿Tratarían ellos de contactar con él? —preguntó la Primer Ministro.
—Tal vez sí, señora. Tal vez sí. Llevamos juntos el caso de Penkovsky, aunque éramos nosotros quienes le habíamos reclutado. Pero entonces había razones para ello. Ahora, creo que deberíamos actuar a solas.
La Primer Ministro no tardó en darse cuenta de la importancia que tenía, en términos políticos, disponer en exclusiva de un agente que tenía acceso a los documentos del Politburó.
—Si ellos aprietan demasiado —dijo la Primer Ministro— dígamelo y hablaré personalmente con el presidente Matthews. Mientras tanto, quisiera que volase usted a Washington mañana y les mostrase la cinta o, al menos, una copia literal de ella. En todo caso, pienso hablar con el presidente Matthews esta misma noche.
Sir Nigel y sir Julian se levantaron, disponiéndose a salir.
—Sólo una cosa más —añadió la Primer Ministro—. Comprendo perfectamente que no pueda revelarme la identidad de este agente. ¿Le dirá quién es a Robert Benson?
—Claro que no, señora.
No sólo se negaba rotundamente el director general del SIS a informar a la Primer Ministro y al secretario de Asuntos Exteriores de la identidad del ruso, sino que tampoco le diría que era Munro quien estaba en contacto con aquel agente. Los americanos sabrían quién era Munro, pero nunca la persona que le informaba. Ni los primos seguirían a Munro en Moscú; de esto cuidaría también él.
—Bueno, es de presumir que el delator ruso tiene un nombre en clave. ¿Puedo saber cuál es? —preguntó la Primer Ministro.
—Desde luego, señora. El delator es sencillamente conocido en todos los archivos como el Ruiseñor.
Lo cierto era que, como el nombre en clave de todos los agentes soviéticos correspondía a un pájaro cantor, el de Ruiseñor le había correspondido por orden alfabético a este chivato; pero eso no lo sabía la Primer Ministro. Por primera vez en la entrevista, sonrió.
—Muy apropiado —repuso.