El bimotor a reacción de las Líneas Aéreas Polacas inclinó un ala sobre la amplia curva del río Dniéper y se dispuso a aterrizar en el aeropuerto de Borispil, en las afueras de Kiev, capital de Ucrania. Desde su asiento junto a la ventanilla, Andrew Drake contempló ávidamente la ciudad que se extendía debajo de él. Le embargaba la emoción.
Al igual que los otros ciento y pico de turistas procedentes de Londres, que habían hecho escala en Varsovia a una hora más temprana de aquel mismo día, tuvo que hacer casi una hora de cola en la aduana y control de pasaportes. En el control de inmigración, deslizó su pasaporte por debajo del cristal de la ventanilla y esperó. El hombre de la cabina llevaba el uniforme de la guardia de fronteras, con la cinta verde alrededor de su gorra y el emblema de la espada y el escudo de la KGB sobre la visera. Observó la fotografía del pasaporte y, después, miró fijamente a Drake.
—¿An… drev… Drak? —preguntó.
Drake sonrió e inclinó la cabeza.
Andrew Drake corrigió, amablemente.
El oficial de inmigración le miró con ceño. Examinó el visado, extendido en Londres, arrancó la mitad correspondiente a la entrada y prendió el visado de salida en el pasaporte. Después, devolvió éste. Drake había entrado.
En el coche de Inturist, que le llevaría del aeropuerto al «Hotel Lybid», de diecisiete pisos, estudió de nuevo a sus compañeros de viaje. Aproximadamente la mitad de ellos eran de origen ucraniano y visitaban la tierra de sus padres, excitada e ingenuamente. La otra mitad era de origen británico y estaba formada sólo por turistas curiosos. Todos parecían tener pasaporte británico. Drake, debido a su nombre inglés, pertenecía al segundo grupo. No había dado muestras de hablar correctamente el ucraniano y muy bien el ruso.
Durante el trayecto en autocar, conocieron a Ludmila, su guía del Inturist en aquel viaje. Era rusa, y hablaba en ruso con el conductor, el cual, aunque ucraniano, le respondía también en ruso. Al salir el autocar del aeropuerto, Ludmila sonrió con simpatía y empezó a explicar, en aceptable inglés, el programa de la excursión.
Drake observó su itinerario: dos días en Kiev, con visita a la catedral de Santa Sofía («maravillosa muestra de arquitectura rusokievana, donde está enterrado el príncipe Yaroslaf el Sabio», declamó Ludmila desde el asiento delantero); la Puerta de Oro del siglo X y la Colina de Vladimir, y, desde luego, la Universidad del Estado, la Academia de Ciencias y el Jardín Botánico. Naturalmente —pensó Drake—, no hablarían del incendio de 1964 de la biblioteca de la Academia, donde habían sido destruidos inestimables manuscritos, libros y archivos referentes a la literatura nacional ucraniana, y obras poéticas y culturales; tampoco dirían que los bomberos habían tardado tres horas en llegar, y también se callarían que el incendio había sido provocado por la propia KGB, como reacción a los escritos nacionalistas de los hombres de los Sesenta.
Después de Kiev habría una excursión de un día a Kaniv, en barco con aletas; luego, un día en Ternopol, donde seguramente no se hablaría para nada de un hombre llamado Miroslav Kaminsky, y, por fin, se trasladarían a Lvov. Como había esperado, sólo oyó hablar en ruso en las calles de la rusificada ciudad de Kiev. Sólo cuando llegaron a Kaniv y Ternopol, oyó hablar, a la mayoría de gente, en ucraniano. Su corazón se llenó de gozo al oírlo hablar tan extensamente y por tantas personas, y lo único que lamentó fue tener que decir continuamente: «Perdón, ¿habla usted inglés?» Pero tenía que esperar, hasta que pudiese presentarse en las dos direcciones que se había aprendido de memoria y tan bien que podía deletrearlas al revés.
A cinco mil millas de distancia de allí, el presidente de los Estados Unidos estaba reunido en cónclave con su consejero de seguridad, Poklevski; Robert Benson, de la CIA, y un tercer hombre, Myron Fletcher, primer experto en asuntos cerealistas de los soviets, del Departamento de Agricultura.
—Bob, ¿está usted seguro, sin género de duda razonable, de que los «Cóndor» de reconocimiento del general Taylor y sus propios informes desde tierra confirman estas cifras? —preguntó, repasando de nuevo las columnas de números que tenía delante.
El informe que le había presentado cinco días antes su jefe de información, a través de Stanislav Poklevski, se había hecho a base de descomponer toda la Unión Soviética en cien zonas productoras de cereales. De cada zona se había tomado una muestra de quince por quince kilómetros, en primer plano, analizándose sus problemas de producción de grano. Y, partiendo de las cien fotografías, sus especialistas habían calculado las perspectivas de producción de cereales en toda la nación.
—Si nos equivocamos, señor presidente, será por exceso de cautela, al conceder a los soviets una cosecha de grano mejor de lo que ellos pueden esperar —respondió Benson.
El presidente miró al hombre de Agricultura.
—Doctor Fletcher, ¿podría explicar esto en términos vulgares?
—Sí, señor presidente. En primer lugar, hay que deducir un mínimo del diez por ciento de la cosecha en bruto para obtener la cantidad de grano utilizable. Algunos dirían que hay que deducir el veinte por ciento. Esta modesta cifra del diez por ciento comprende el contenido en humedad, las materias extrañas, como piedras y arena, polvo y tierra, y lo que se pierde en el transporte y a causa de un almacenaje deficiente, que, según sabemos, afecta gravemente a los rusos.
»Después de esto, hay que deducir las toneladas que los soviets tienen que guardar en el propio campo, antes de establecer los programas oficiales para alimentar a las masas de los centros industriales. La tabla correspondiente a esto la encontrará usted en la segunda página de mi informe separado.
El presidente Matthews hojeó los papeles que tenía delante y examinó la tabla. Decía así:
—Debo observar, señor presidente —siguió diciendo Fletcher—, que estas cifras no son absolutas. Son el mínimo absoluto requerido, antes de que empiecen a alimentar a las ciudades. Si reducen las raciones humanas, los campesinos se comerán simplemente el ganado, con o sin autorización. Si recortan el racionamiento de los animales, habrá una enorme mortandad de ganado; en invierno escaseará la carne, y después, el pueblo padecerá hambre de carne durante tres o cuatro años.
—Muy bien, doctor; le creo. Pero, ¿qué me dice de sus reservas?
—Calculamos que tienen una reserva nacional de treinta millones de toneladas. Sería inaudito que la gastasen toda, pero, si lo hiciesen, esto supondría que tendrían treinta millones de toneladas más. Y como, de la cosecha de este año, debería quedarles veinte millones de toneladas para las ciudades, esto daría, en cifras redondas, un total de cincuenta millones para las ciudades.
El presidente se volvió de nuevo hacia Benson.
—¿Qué necesitaría el Estado para alimentar a sus millones de habitantes urbanos, Bob?
—Señor presidente, 1977 fue para ellos el peor año desde hacía mucho tiempo, el año en que nos dieron «la Punzada». Su cosecha total fue de 194 millones de toneladas. Compraron 68 millones a sus propias explotaciones agrícolas. Y todavía tuvieron que comprarnos veinte millones a nosotros, como subterfugio. Incluso en 1975, su peor año en una década y media, necesitaron setenta millones de toneladas para las ciudades. Y tuvieron que ahorrar. En la actualidad, con una población mayor que entonces, no pasarían con menos de 85 millones de toneladas, a comprar por el Estado.
—Entonces —concluyó el presidente—, según sus cifras, aunque empleasen toda su reserva nacional, necesitarían treinta o treinta y cinco millones de toneladas de grano extranjero.
—Así es, señor presidente —terció Poklevski—. Tal vez incluso más. Y nosotros y los canadienses seremos los únicos que las tendremos. ¿No es verdad, doctor Fletcher?
El hombre de Agricultura asintió con la cabeza.
—Al parecer, América del Norte tendrá una cosecha espléndida este año. Quizá cincuenta millones de toneladas de excedente sobre el consumo doméstico, si consideramos conjuntamente los Estados Unidos y el Canadá.
Minutos más tarde, el doctor Fletcher fue acompañado a la puerta. Y continuó el debate. Poklevski insistió en su punto de vista.
—Señor presidente, esta vez tenemos que actuar. Hay que aprovechar la circunstancia.
—¿Coacción? —preguntó, receloso, el presidente—. Sé lo que piensa sobre esto, Stan. Pero la última vez no funcionó, sino que empeoró las cosas. No quiero que vuelva a ocurrir lo de la enmienda Jackson.
Los tres hombres recordaron con desagrado lo ocurrido con aquella pieza de legislación. A finales de 1974, los americanos habían aprobado la enmienda Jackson, la cual establecía que, a menos que los soviets se mostrasen más dúctiles en la cuestión a la emigración de los judíos rusos a Israel, los Estados Unidos no les concederían créditos comerciales para la compra de tecnología y de artículos industriales. El Politburó, dominado por Breznev, había rechazado despectivamente la presión, celebrando una serie de juicios espectaculares contra judíos y comprando lo que necesitaban, con créditos comerciales, a Gran Bretaña, Alemania y Japón.
«Lo importante, para hacer un poco de chantaje —había dicho sir Nigel Irvine, que estaba en Washington en 1975, a Bob Benson— es que hay que estar seguro de que la víctima no puede pasar sin algo que uno tiene, y no puede adquirirlo en otra parte.»
Poklevski conocía esta frase, por habérsela dicho Benson, y la repitió al presidente Matthews, pero evitando el empleo de la palabra chantaje.
—Señor presidente, esta vez no pueden comprar el trigo en otra parte. Nuestros excedentes han dejado de ser un asunto puramente comercial. Son un arma estratégica. Esta vale más que diez escuadrillas de bombarderos nucleares, porque no podemos vender tecnología nuclear a Moscú, por dinero. Le aconsejo que aplique la ley Shannon.
Después de «la Punzada» de 1977, la Administración de los Estados Unidos había aprobado al fin, y con retraso, en 1980, la ley Shannon. Esta decía, simplemente, que, en todo momento, el Gobierno federal tenía derecho a comprar los excedentes de trigo al precio de mercado en el momento en que Washington anunciase su deseo de ejercitar la opción.
A los especuladores en cereales no les había hecho ninguna gracia, pero los agricultores la habían aceptado. La ley amortiguaba en parte las violentas fluctuaciones de los precios en el mercado mundial del trigo. En años de abundancia, los agricultores obtenían un precio demasiado bajo por su grano; en años de escasez, los precios eran excesivamente altos. La ley Shannon garantizaba que, si se aplicaba, los agricultores obtendrían precios justos, aunque los especuladores se quedarían al margen. La ley daba también a la Administración una nueva y poderosísima arma en sus tratos con los países compradores, tanto los agresivos como los humildes y los pobres.
—Está bien —dijo el presidente Matthews—. Aplicaré la ley Shannon. Autorizaré el empleo de fondos federales para comprar anticipadamente el previsto excedente de cincuenta millones de toneladas de grano.
Poklevski estaba rebosante de gozo.
—No se arrepentirá, señor presidente. Esta vez, los soviets tendrán que tratar directamente con la presidencia, no con intermediarios. Los tenemos sobre un barril de pólvora. No pueden hacer nada más.
Yefrem Vishnayev no pensaba igual. Al abrirse la sesión del Politburó, pidió la palabra y se la concedieron.
—Camaradas, ninguno de los presentes niega que es inaceptable el hambre que nos amenaza. Nadie niega que el exceso de comida está en el decadente mundo occidental. Se ha sugerido que lo único que podemos hacer es humillarnos y, posiblemente, hacer concesiones en mengua de nuestro poderío militar y, por ende, del avance marxistaleninista, con el fin de adquirir aquellos excedentes para salir del apuro.
»Yo no estoy de acuerdo con esto, camaradas, y les pido que se unan a mí para rechazar la idea de someternos al chantaje y de traicionar a nuestro gran inspirador, Lenin. Hay otro camino, un camino que será aceptado por todo el pueblo soviético y que consistirá en un rígido racionamiento al mínimo nivel, en un resurgimiento nacional de patriotismo y sacrificio, en la imposición de una disciplina sin la cual no podríamos soportar el hambre que se avecina.
»De esta manera, podremos emplear la escasa cosecha de trigo que recojamos en otoño, estirar la reserva nacional hasta la primavera próxima, consumir la carne de nuestros rebaños en vez de cereales y, entonces, cuando se haya gastado todo, volveremos hacia la Europa Occidental, donde están los lagos de la leche, las montañas de carne y de mantequilla, y las reservas nacionales de diez ricos Estados.
—¿Y comprárselo todo? —preguntó irónicamente Rykov, ministro de Asuntos Exteriores.
—No, camarada —respondió suavemente Vishnayev—. Quitárselo. Cedo la palabra al camarada mariscal Kerensky. Ha traído un legajo que desea que sea examinado por cada uno de nosotros.
Se repartieron doce ejemplares del grueso legajo. Kerensky se reservó uno y empezó a leerlo. Rudin no abrió el que tenía delante y siguió fumando continuamente. Ivanenko dejó también el suyo sobre la mesa y miró a Kerensky. Tanto él como Rudin sabían, desde hacía cuatro días, lo que decían aquellos papeles. Kerensky, de acuerdo con Vishnayev, había sacado de la caja fuerte del Estado Mayor Central el legajo del Plan Boris, nombre inspirado en el de Boris Gudonov, el gran conquistador ruso. Ahora había sido puesto al día.
Era algo imponente, y Kerensky empleó dos horas en leerlo. Durante el mes de mayo próximo, las acostumbradas maniobras de primavera del Ejército rojo en Alemania Oriental serían mayores que nunca, pero con una diferencia. No serían tales maniobras, sino una acción real. Al darse la orden, 30 000 tanques y vehículos blindados de transporté de tropas, cañones móviles y carros anfibios, girarían hacia el Oeste, cruzarían el Elba e invadirían Alemania Occidental dirigiéndose hacia Francia y hacia los puertos del Canal de la Mancha. Delante de ellos, 50 000 paracaidistas serían lanzados sobre cincuenta lugares y se apoderarían de los principales aeródromos nucleares tácticos de los franceses, en Francia, y de los americanos e ingleses, en suelo alemán. Otros cien mil caerían sobre los cuatro países escandinavos y ocuparían las capitales y las arterias principales, apoyados masivamente por la Armada desde cerca de las costas.
La acción militar no alcanzaría a las penínsulas Itálica e Ibérica, cuyos Gobiernos, dominados por los eurocomunistas, serían advertidos por los embajadores soviéticos de que debían permanecer al margen de la lucha o perecer si no lo hacían. De todos modos, no tardarían más de un lustro en caer como frutos maduros. Lo propio ocurriría con Grecia, Turquía y Yugoslavia. Suiza sería respetada, y Austria, empleada sólo como lugar de paso. Ambas serían más tarde como islotes en un mar soviético, y no durarían mucho.
La primera zona de ataque y ocupación sería la formada por los tres países del Benelux, Francia y Alemania Occidental. De momento, Gran Bretaña se vería afectada por las huelgas y confusa por la extrema izquierda, que, siguiendo instrucciones de Moscú, lanzaría inmediatamente una campaña en pro de la no intervención. Londres sería informada de que, si la fuerza de choque nuclear era empleada al este del Elba, Gran Bretaña sería borrada de la faz del mundo.
Durante toda la operación, la Unión Soviética exigiría a gritos un inmediato alto el fuego en todas las capitales del mundo y en las Naciones Unidas, sosteniendo que las hostilidades sólo afectaban a Alemania Occidental, que eran temporales e iban exclusivamente encaminadas a evitar una marcha de los alemanes occidentales sobre Berlín, alegato que sería creído y apoyado por la mayoría de la izquierda europea no alemana.
—¿Y qué harán, entretanto, los Estados Unidos? —le interrumpió Petrov.
Kerensky le miró, enojado por ver interrumpido su discurso después de noventa minutos.
—El empleo de armas nucleares tácticas en suelo alemán no puede excluirse —siguió diciendo Kerensky—, pero con ellas se destruiría Alemania Occidental, Alemania Oriental y Polonia, con lo que, desde luego, nada perdería la Unión Soviética. Gracias a la debilidad de Washington, no habría despliegue de misiles desde el mar, ni de bombas de neutrones. Las bajas militares soviéticas se calculan entre cien mil y doscientas mil, como máximo. Pero, como intervendrían dos millones de hombres en los tres servicios, el porcentaje sería aceptable.
—¿Duración? —preguntó Ivanenko.
—Las unidades de vanguardia de los Ejércitos mecanizados entrarían en los puertos del Canal de la Mancha cien horas después de cruzar el Elba. Entonces, podría negociarse el alto el fuego, durante el cual se practicarían las operaciones de limpieza.
—¿Es esto factible, en el tiempo indicado? —preguntó Petryanov.
Esta vez, intervino Rudin.
—¡Oh, sí! Es factible —asintió mansamente, y Vishnayev le lanzó una recelosa mirada.
—Todavía no se ha contestado a mi pregunta —observó Petrov—. ¿Qué hay de los Estados Unidos? ¿Qué hay de sus fuerzas nucleares de choque? No me refiero a las armas tácticas, sino a las estratégicas. Las bombas de hidrógeno de las cabezas nucleares de sus misiles balísticos intercontinentales, de sus bombarderos y sus submarinos.
Las miradas de los que estaban en la mesa se fijaron en Vishnayev. Este se levantó de nuevo.
—El presidente americano deberá recibir, en el primer momento, seguridades formuladas de modo solemne y verosímil —dijo—. Primera: que la URSS no será nunca la primera en emplear armas termonucleares. Segunda: que si los 300 000 soldados americanos destacados en la Europa Occidental intervienen en la lucha, tendrán que enfrentarse con los nuestros en una guerra convencional o de táctica nuclear. Tercera: que si los Estados Unidos recurren a misiles balísticos contra la Unión Soviética, las cien ciudades principales de los Estados Unidos dejarán de existir.
»El presidente Matthews, camaradas, no sacrificará Nueva York para salvar París, ni Los Angeles para salvar Francfort. No habrá reacción termonuclear americana.
Se hizo un pesado silencio, mientras los reunidos iban asimilando las perspectivas. El enorme almacén de comida, incluido el trigo, de bienes de consumo y de tecnología, que era la Europa Occidental. La caída, como frutas maduras, de Italia, España, Portugal, Austria, Grecia y Yugoslavia, dentro de pocos años. El rico filón de oro oculto bajo las calles de Suiza. El total aislamiento de Gran Bretaña y de Irlanda frente a la nueva costa soviética. El dominio, sin disparar un tiro, sobre el mundo árabe y el Tercer Mundo. Todo esto, junto, era extraordinario.
—Es un panorama muy hermoso —afirmó, al fin, Rudin—. Pero todo parece fundarse en una presunción: que los Estados Unidos no harán llover proyectiles nucleares sobre la Unión Soviética, si les prometemos que no lanzaremos los nuestros contra ellos. Me gustaría saber si el camarada Vishnayev tiene algo que confirme su confiada declaración. En una palabra, ¿es un hecho demostrable, o una esperanza acariciada por él?
—Es más que una esperanza —saltó Vishnayev—. Es un cálculo fundado en la realidad. Como capitalistas y nacionalistas burgueses que son, los americanos pensarán siempre primero en ellos mismos. Son tigres de papel, débiles e indecisos. Y, sobre todo, cuando se enfrentan con la perspectiva de perder vidas propias, son cobardes.
—¿De veras lo son? —murmuró Rudin—. Bueno, camaradas, intentaré resumir. El panorama descrito por el camarada Vishnayev es atrayente en todos los sentidos; pero se apoya en la esperanza…, perdón, en sus cálculos, de que los americanos no replicarán con sus potentes armas termonucleares. Si lo hubiésemos creído así antes de ahora, sin duda habríamos terminado ya el proceso de liberación de las masas oprimidas de la Europa Occidental, arrancándolas al fascismocapitalismo y trayéndolas al marxismoleninismo. Por mi parte, no veo ningún elemento nuevo que justifique el cálculo del camarada Vishnayev.
»En todo caso, ni él ni el camarada mariscal han tenido nunca tratos con los americanos, y ni siquiera han estado en Occidente.
»Yo he estado, personalmente, y discrepo de ellos. Oigamos lo que tiene que decir el camarada Rykov.
El viejo y veterano ministro de Asuntos Exteriores estaba pálido como la cera.
—Todo esto huele a kruschevismo, como en el caso de Cuba. Llevo treinta años en Asuntos Exteriores. Los embajadores en todo el mundo me informan a mí, no al camarada Vishnayev. Y ninguno de ellos, ni uno solo, y ningún técnico de mi Departamento, ni yo mismo, tenemos la menor duda de que el presidente de los Estados Unidos reaccionaría con su fuerza termonuclear contra la Unión Soviética. No se trata simplemente de un intercambio de ciudades. También él puede ver que la consecuencia de una guerra semejante sería el dominio de casi todo el mundo por la Unión Soviética. Sería el final de América como superpotencia, como potencia, como cualquier cosa por encima de una nulidad total. Arrasarían la Unión Soviética, antes que entregarnos la Europa Occidental y, por ende, el mundo.
—Por mi parte, debo señalar —intervino Rudin— que, si lo hiciesen, no estaríamos aún en condiciones de impedírselo. Nuestros rayos láser de partículas de alta energía, lanzados desde los satélites espaciales, no son aún totalmente eficaces. Sin duda llegará un día en que podremos desintegrar los cohetes en el espacio interior antes de que puedan alcanzarnos. Pero no ahora… Los últimos cálculos de nuestros expertos…, de nuestros expertos, camarada Vishnayev, no de nuestros optimistas…, indican que un ataque termonuclear masivo de los angloamericanos nos costaría cien millones de ciudadanos, en su mayoría grandes rusos, y devastaría el sesenta por ciento de la Unión desde Polonia a los Urales. Pero sigamos. Camarada Ivanenko, usted conoce Occidente. ¿Qué tiene que decir?
—A diferencia de los camaradas Vishnayev y Kerensky —declaró Ivanenko—, yo tengo el control de centenares de agentes en todo el Occidente capitalista. Sus informes son invariables. Tampoco yo tengo la menor duda de que los americanos replicarían.
—Entonces, permítanme resumir —dijo bruscamente Rudin, considerando terminados los momentos de tanteo—. Si negociamos con los americanos para conseguir trigo, quizá tendremos que aceptar exigencias que supondrían un retroceso de cinco años para nosotros. Si soportamos el hambre, el retroceso será probablemente de diez años. Si provocamos una guerra europea, es posible que seamos barridos del mapa o, en otro caso, suframos un retraso seguro de veinte o cuarenta años.
»Yo no soy un teórico como lo es, indudablemente, el camarada Vishnayev. Pero creo recordar que las enseñanzas de Marx y de Lenin insisten mucho en un punto: si bien hay que buscar la implantación mundial del régimen marxista en todo momento y por todos los medios, no hay que poner en peligro el progreso corriendo riesgos estúpidos. Entiendo que este plan significa un riesgo disparatado. Por consiguiente, propongo que…
—Yo propongo que se someta a votación —interrumpió suavemente Vishnayev.
Conque así estaba la cosa. No un voto de confianza, pensó Rudin; esto vendría más tarde, si perdía el primer asalto. La facción belicista se había quitado la careta. Desde hacía años, no había tenido una impresión tan clara de estar luchando por su vida. Si perdía, no podría gozar de un cómodo retiro, ni retener las villas y los privilegios, como había hecho Mikoyan. Sería la ruina, el exilio o, quizás, el balazo en la nuca. Pero conservó su compostura. Presentó primero su propia moción. Sucesivamente, se levantaron varias manos.
Rykov, Ivanenko y Petrov, votaron a favor de él y de su política negociadora. Hubo cierta vacilación en la mesa. ¿A quiénes había conquistado Vishnayev? ¿Y qué les había prometido?
Stepanov y Shushkin levantaron la mano. Por último, muy despacio, lo hizo Chavadze, el georgiano. Entonces, Rudin puso a votación la contrapropuesta, o sea, la guerra en primavera. Naturalmente, Vishnayev y Kerensky votaron a favor. El ministro de Agricultura, Komarov, se unió a ellos. «Bastardo —pensó Rudin—, ha sido tu maldito Ministerio quien nos ha metido en este lío.» Vishnayev debió persuadirle de que Rudin le iba a arruinar en todo caso, y por esto pensó que no tenía nada que perder. «Te equivocas, amigo mío —pensó Rudin, aunque su rostro permaneció impasible—; te sacaré las tripas por esto.» Petryanov levantó la mano. «Te han prometido la presidencia del Gobierno», pensó Rudin. Vitautas, el báltico, y Mujamed, el tadjik, se mostraron también partidarios de la guerra. El tadjik debía pensar que, si estallaba una guerra nuclear, los orientales reinarían sobre las ruinas. El lituano había sido comprado.
—Seis votos a favor de cada propuesta —comentó Rudin, pausadamente—. Yo voto en pro de las negociaciones.
Pequeño margen, pensó; demasiado pequeño.
El sol se hundía en el ocaso cuando se levantó la sesión. Pero todos sabían que la lucha entre facciones continuaría hasta el fin; nadie podía retroceder ahora; nadie podía permanecer neutral.
Hasta el quinto día de viaje no llegó el grupo a Lvov y se alojó en el «Hotel Inturist». Hasta ahora, Drake había seguido exactamente las visitas programadas, pero esta vez alegó un dolor de cabeza y dijo que prefería quedarse en su habitación. Cuando el grupo hubo salido en autocar, en dirección a la iglesia de San Nicolás, se puso unas ropas más corrientes y salió del hotel.
Kaminsky le había informado sobre el indumento que debía ponerse para no llamar la atención: sandalias y calcetines, pantalón ligero, no demasiado elegante, y camisa de cuello abierto y del género más barato. Orientándose con un plano de la ciudad, echó a andar por el sucio y pobre suburbio obrero de Levandivka. Estaba seguro de que, cuando los encontrase, los dos hombres a los que buscaba le recibirían con el mayor recelo. Lo cual no sería de extrañar, teniendo en cuenta los antecedentes familiares y las circunstancias que concurrían en ellos. Recordó lo que le había contado Miroslav Kaminsky en su cama del hospital turco.
El 29 de septiembre de 1966, cerca de Kiev, en la garganta de Babi Yar, donde más de 50 000 judíos habían sido asesinados en 1941-1942, por la SS de los nazis que ocupaban Ucrania, el primer poeta ucraniano de la época, Iván Dzyuba, había pronunciado un discurso tanto más notable cuanto que se trataba de un católico ucraniano que hablaba enérgicamente en contra del antisemitismo.
El antisemitismo floreció siempre en Ucrania, y sus sucesivos gobernantes —los zares, los estanilistas, los nazis, nuevamente los estalinistas y sus sucesores— fomentaron siempre vigorosamente aquel florecimiento.
El largo discurso de Dzyuba empezó con lo que parecía un alegato en pro del recuerdo de los judíos asesinados en Babi Yar y una rotunda condena del nazismo y el fascismo. Pero al desarrollar el tema, éste empezó a abarcar todos los despotismos que, aparte sus triunfos tecnológicos, atropellan el espíritu humano y tratan de persuadir, incluso a los atropellados, de que esto es lo normal.
«Por consiguiente —dijo—, debemos juzgar las sociedades, no por sus logros técnicos externos, sino por la posición y el significado que dan al hombre, por el valor que otorgan a la dignidad y a la conciencia humanas.»
Cuando llegó a este punto, los chequistas que se habían infiltrado entre la silenciosa multitud se dieron cuenta de que el poeta no se refería ya a la Alemania de Hitler, sino que hablaba del Politburó de la Unión Soviética. Poco después del discurso, fue detenido.
En los sótanos del cuartel de la KGB local, el primer inquisidor, que tenía a su servicio a los dos brutos colocados en los rincones de la estancia y que blandían pesados tubos de caucho de un metro de longitud, era un aventajado y joven coronel del segundo directorio, enviado de Moscú. Se llamaba Yuri Ivanenko.
Pero durante el discurso de Babi Yar, dos chiquillos de diez años habían estado en primera fila, de pie al lado de sus padres. Entonces no se conocían, y tardarían seis años en encontrarse y hacerse buenos amigos en unas obras de construcción. Uno de ellos se llamaba Lev Mishkin; el otro era David Lazareff.
La presencia de los padres de Mishkin y Lazareff en el mitin había sido también observada, y, cuando años más tarde pidieron autorización para emigrar a Israel, ambos fueron acusados de actividades antisoviéticas y condenados a un largo período de trabajos forzados.
Sus familias habían perdido sus apartamentos, y sus hijos, toda esperanza de ingresar en la Universidad. Aunque muy inteligentes, fueron destinados a trabajos de pico y pala. Los dos tenían ahora veintiséis años y eran los jóvenes a quienes Drake buscaba en los cálidos y polvorientos callejones de Levandivka.
En la segunda dirección encontró a David Lazareff, el cual, después de las presentaciones, le trató con extremado recelo.
Pero accedió a convocar a su amigo Mishkin a una reunión, ya que, a fin de cuentas, Drake conocía los nombres de los dos.
Aquella noche conoció a Lev Mishkin, y los dos hombres le miraron casi con hostilidad. El les refirió la historia de la fuga y el salvamento de Miroslav Kaminsky, y sus propios antecedentes. La única prueba que podía mostrarles era una fotografía de él y Kaminsky, juntos, tomada en la habitación del hospital de Trebisonda por un enfermero, con una cámara «Polaroid». Ambos sostenían el periódico turco local de aquella fecha. Drake traía también este mismo periódico, empleado para forrar interiormente su maleta, y se lo mostró como prueba de su historia.
—Escuchen —dijo, por último—; si Miroslav hubiese sido detenido por la KGB e interrogado en territorio soviético; si hubiese cantado y revelado sus nombres, y si yo fuese de la KGB, sería incomprensible que les pidiese ayuda.
Los dos obreros judíos se avinieron a considerar su petición aquella noche. Aunque Drake no lo sabía, Mishkin y Lazareff compartían desde hacía tiempo un ideal muy parecido al suyo: descargar un único y poderoso golpe de venganza contra el corazón de la jerarquía del Kremlin. Pero estaban a punto de renunciar a ello, en vista de la imposibilidad de hacer algo sin ayuda exterior.
Impulsados por su deseo de tener un aliado fuera de las fronteras de la URSS, ambos se estrecharon la mano al amanecer y convinieron en depositar su confianza en el angloucraníano. La segunda reunión se celebró por la tarde, después de eludir Drake otra visita en compañía de la guía. Para mayor seguridad, pasearon por las anchas vías sin empedrar de las afueras de la ciudad, hablando en voz baja o en ucraniano. Los dos jóvenes dijeron a Drake que también ellos deseaban propinar a Moscú un golpe mortal.
—La cuestión es: ¿cuál? —inquirió Drake.
Lazareff, que era el menos locuaz pero el más dominante de los dos, intervino ahora.
—Ivanenko —dijo—. El hombre más odiado en Ucrania.
—¿Qué habría que hacerle? preguntó Drake.
—Matarle.
Drake se detuvo en seco y miro fijamente al moreno y resuelto joven.
—Nunca podrían acercarse a él —dijo al fin.
—El año pasado —repuso Lazareff— estuve haciendo un trabajo aquí, en Lvov. Soy pintor de paredes, ¿sabe? Redecorábamos el apartamento de un jefazo del partido, y había en la casa una ancianita de Kiev. Cuando ésta se marchó, la esposa del hombre del partido dijo quién era. Más tarde vi en el buzón una carta con el matasellos de Kiev. La cogí, y era de la vieja. Su dirección estaba en el sobre.
—Pero, ¿quién era? —preguntó Drake.
—Su madre.
Drake consideró la información.
—Parece que las personas como él no deberían tener madre —dijo—. Pero quizá tendrían ustedes que vigilar su piso mucho tiempo, antes de que a él se le ocurriese visitarla.
Lazareff movió la cabeza.
—Ella es el cebo —observó, y esbozó su idea.
Drake reflexionó sobre su enormidad.
Antes de venir a Ucrania había hecho muchos proyectos sobre el golpe que soñaba en descargar contra el poder del Kremlin, pero jamás se le había ocurrido una cosa así. Asesinar al jefe de la KGB sería bello ir al Politburó en su mismo centro y resquebrajar toda la estructura del poder.
—Podría dar resultado —concedió.
Si lo daba, pensó, se alzaría un muro de silencio alrededor del suceso. Pero si llegaba a saberse la noticia, el efecto sobre la opinión popular, especialmente en Ucrania, sería traumático.
—Podría provocar el mayor levantamiento que jamás se haya producido aquí —dijo.
Lazareff asintió con la cabeza. Saltaba a la vista que, aun sin contar con ayuda exterior, él Mishkin le habían dado muchas vueltas al proyecto.
—Cierto —asintió.
—¿Qué equipo necesitarían? —preguntó Drake.
Lazareff se lo dijo. Drake asintió con la cabeza.
—Todo eso puede adquirirse en Occidente —dijo—. Pero, ¿cómo introducirlo aquí?
—Vía Odessa —contestó Mishkin—. Yo trabajé una temporada en los muelles. Es un lugar absolutamente corrompido. El mercado negro está en pleno auge. En todos los barcos occidentales llegan marineros que trafican intensamente con los truhanes locales, en chaquetas de cuero, abrigos de ante y pantalones vaqueros. Nosotros le esperaríamos allí. Y está dentro de Ucrania; no necesitaríamos pasaporte para ir de un Estado a otro.
Cuando se despidieron habían trazado el plan. Drake compraría el quipo y lo traería a Odessa por mar. Avisaría a Mishkin y a Lazareff por carta, echada al correo en la propia Unión Soviética, con mucha anticipación a su llegada. El texto sería inocente. El lugar de la cita en Odessa sería un café que conocía Mishkin de cuando, siendo adolescente, había trabajado allí.
—Dos cosas más —añadió Drake—. Cuando se haya realizado la acción, la publicidad, el anuncio a todo el mundo de la hazaña, será de vital importancia; casi tan importante como la misma acción. Esto quiere decir que ustedes, personalmente, tendrán que decirlo al mundo, Porque sólo ustedes conocerán los detalles que convencerán al mundo de la verdad de lo acaecido. Lo cual significa, a su vez, que tendrán que escapar de aquí y pasar a Occidente.
—Eso es evidente —murmuró Lazareff—. Ambos somos refuseniks. Tratamos de emigrar a Israel, como lo intentaron antes nuestros padres, y nos negaron el permiso. Esta vez iremos, con o sin autorización. Cuando esto haya terminado, tendremos qué ir a Israel. Es el único lugar donde podremos estar seguros para siempre. Una vez allí, diremos al mundo lo que hemos hecho y desacreditaremos a esos bastardos del Kremlin y de la KGB a los ojos de su propio pueblo.
—El otro punto es consecuencia del primero —observó Drake—. Cuando la cosa se haya realizado, deben decírmelo por medio de una carta o de una postal en clave. Para el caso de que no lograsen escapar. De este modo, podría contribuir a que el mundo supiese la noticia.
Convinieron en enviar una postal, aparentemente inofensiva, desde Lvov a una lista de Correos de Londres. Después de grabar en su memoria los últimos detalles, se despidieron y Drake fue a reunirse con su grupo.
Dos días después, Drake estaba de regreso en Londres. Lo primero que hizo fue comprar el libro más completo del mundo sobre armas cortas. Lo segundo, enviar un telegrama a un amigo del Canadá, uno de los mejores de la selecta lista de emigrados que había redactado en el curso de los años y que pensaban como él en descargar su odio contra su enemigo. Lo tercero, empezar los preparativos para llevar a cabo un plan largo tiempo demorado para conseguir los fondos necesarios, mediante el robo de un Banco.
El conductor que, partiendo del extremo de la Kutuzovsky Prospekt, en las afueras sudorientales de Moscú, tuerza a la derecha del gran bulevar por la carretera de Rublevo, llegará, al cabo de veinte kilómetros, a la pequeña aldea de Uspenskoye, en el corazón de un sector lleno de villas destinadas a los fines de semana. En los grandes bosques de pinos y de abedules que rodean Uspenskoye, se encuentran caseríos tales como Usovo y Zhukovka, donde se levantan las casas de campo de la élite soviética. Inmediatamente después del puente de Uspenskoye sobre el río Moscova, hay una playa donde acuden en verano los moscovitas menos privilegiados, pero acomodados (tienen coche propio), para bañarse junto a la arena.
Los diplomáticos occidentales vienen también aquí, y es uno de los pocos sitios donde un occidental puede codearse con familias moscovitas corrientes. Incluso el obligado seguimiento de los diplomáticos occidentales por la KGB parece descuidarse en las tardes de los domingos de verano.
El domingo, 11 de julio de 1982, por la tarde, Adam Munro vino aquí con un grupo de funcionarios de la Embajada británica. Algunos estaban casados e iban con sus mujeres; otros eran solteros y más jóvenes que él. Poco antes de las tres, todos los del grupo dejaron sus toallas y las cestas de la merienda entre los árboles, y bajaron corriendo a la arenosa playa para nadar. Al volver, Munro cogió su enrollada toalla y empezó a secarse. Algo cayó de ella.
Se agachó para recogerlo. Era una pequeña cartulina, del tamaño de media postal, blanca por ambos lados. En uno de éstos habían escrito, en ruso, estas palabras: «A tres kilómetros al norte de aquí hay una capilla abandonada en el bosque. Te espero allí dentro de media hora. Por favor. Es urgente.»
Munro sonrió al acercarse una de las secretarias de la Embajada, a pedirle, riendo, un cigarrillo. Pero, mientras se lo encendía, no paraba de pensar en lo que podía significar aquello. ¿Un disidente que quería hacer pasar literatura clandestina? Esto podría traer complicaciones. ¿Un grupo religioso que deseaba refugiarse en la Embajada? Los americanos habían pasado por esto en 1978, y les había causado grandes problemas. ¿Una trampa montada por la KGB, para identificar al hombre del SIS en la Embajada? Era posible. Ningún secretario comercial corriente aceptaría semejante invitación deslizada en la toalla enrollada por alguien que, evidentemente, tenía que haberle seguido y observado desde el bosque circundante. Sin embargo, era un procedimiento demasiado tosco para la KGB. Esta habría instalado más bien un presunto desertor en el centro de Moscú, con información para transmitir, y tomado fotografías en secreto, en el momento de la entrega. ¿Quién podía ser el secreto autor del mensaje?
Se vistió rápidamente, todavía indeciso.
Por último, se puso los zapatos y tomó su resolución. Si era una trampa, diría que no había recibido ningún mensaje y que sólo estaba dando un paseo por el bosque. Para disgusto de su esperanzada secretaria, echó a andar a solas. Al cabo de unos cien metros se detuvo, sacó el encendedor y quemó la cartulina, pisoteando las cenizas entre las hojas secas de los pinos.
El sol y su reloj le indicaron dónde estaba el Norte, en dirección contraria a la orilla del río, que miraba al Sur. Al cabo de diez minutos salió a una vertiente y vio la cúpula, en forma de cebolla, de una capilla, a unos dos kilómetros, al otro lado del valle. Segundos más tarde, volvía a estar entre los árboles.
En los bosques que rodean Moscú existen docenas de estas capillitas, antaño lugares de culto de los campesinos y hoy edificios arruinados, cerrados, desiertos. Aquella a la que se acercaba se hallaba en un claro entre los árboles. Al llegar al borde del claro, Munro se detuvo y contempló la pequeña iglesia. No vio a nadie. Avanzó cautelosamente. Estaba a pocos metros de la cerrada entrada cuando vio una figura erguida en la profunda sombra de un arco. Se detuvo, y ambos se miraron un buen rato.
El no supo qué decir; por esto se limitó a pronunciar un nombre:
—Valentina. —Ella salió de la sombra y respondió:
—Adam.
Veintiún años, pensó él, maravillado. Debe de haber cumplido los cuarenta. Parecía tener treinta, con sus cabellos negros, hermosa e inefablemente triste.
Se sentaron sobre una de las losas sepulcrales y hablaron en voz baja de los viejos tiempos. Ella le dijo que había regresado de Berlín a Moscú a los pocos meses de su separación y que había seguido trabajando de mecanógrafa en la maquinaria del partido. A los veintitrés años se había casado con un joven oficial del Ejército con buenas perspectivas. Después de siete años, habían tenido un hijo, y los tres habían sido felices. Su marido había prosperado en su carrera, porque un tío suyo pesaba mucho en el Ejército rojo, y el nepotismo es igual en la Unión Soviética que en cualquier otra parte. El niño tenía ahora diez años.
Hacía cinco que su marido, que había alcanzado el grado de coronel en plena juventud, había muerto al estrellarse el helicóptero desde el que observaba los despliegues de las tropas rojas chinas a lo largo del río Ussuri, en el Lejano Oriente. Para mitigar su dolor, ella había vuelto al trabajo. El tío de su esposo había usado su influencia para conseguirle un buen empleo, con los consiguientes privilegios de comida especial, restaurantes especiales, mejores apartamentos y un coche particular…, todo lo inherente al alto rango en la maquinaria del partido.
Por último, hacía dos años, después de una instrucción especial, le habían ofrecido un puesto en el pequeño y cerrado grupo de taquígrafos y mecanógrafos de una subsección del secretariado general del Comité Central, llamado secretariado del Politburó.
Munro respiró profundamente. Era un puesto muy alto, muy alto, y de mucha confianza.
—¿Quién es el tío de tu difunto esposo? —preguntó.
—Kerensky —murmuró ella.
—¿El mariscal Kerensky? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza. Munro exhaló el aliento muy despacio. Kerensky, el halcón. Volvió a mirar la cara de Valentina y vio que tenía húmedos los ojos. Pestañeaba rápidamente, a punto de llorar. Cediendo a un impulso, le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí. Olió sus cabellos; el mismo olor suave que tanto le atraía dos decenios atrás, cuando era joven.
—¿Qué te pasa? —le preguntó, cariñosamente.
—¡Oh, Adam! Soy muy desgraciada.
—Por el amor de Dios, ¿por qué? En tu sociedad lo tienes todo.
Ella sacudió la cabeza, despaciosamente, y se separó de él. Evitó su mirada y fijó la suya en los árboles, a través del claro.
—Toda mi vida, Adam, desde que era pequeña, había creído. Había creído de verdad. Incluso cuando nos amábamos, creía en la bondad y en la justicia del socialismo. Incluso en los tiempos duros, en los tiempos de privación en mi país, cuando Occidente tenía todos los bienes de consumo y nosotros no teníamos ninguno, creía en la justicia del ideal comunista que nosotros, los rusos, ofreceríamos un día a todo el mundo. Era un ideal que nos libraría a todos del fascismo, de la ambición de dinero, de la explotación, de la guerra.
»Me lo habían enseñado, y lo creía realmente. Era más importante que tú, que nuestro amor, que mi marido y mi hijo. Y tanto, al menos, como este país, Rusia, que es parte de mi alma.
Munro conocía el patriotismo de los rusos, el ardiente amor a su país, que les hacía soportar todos los sufrimientos, todas las privaciones, todos los sacrificios, y que, si se manipulaba bien, hacía que obedeciesen sin chistar las órdenes de los amos supremos del Kremlin.
—¿Y qué pasó? —preguntó en voz baja.
—Que los han traicionado. Los están traicionando. A mi ideal, a mi pueblo y a mi país.
—¿Ellos? —preguntó Munro.
Ella se estrujó los dedos hasta parecer que iba a arrancárselos de las manos.
—Los jefes del partido —exclamó furiosamente, y escupió el término ruso equivalente a «los peces gordos»—: Los Nachalstvo.
Munro había sido dos veces testigo de una retractación. Sabía que, cuando un verdadero creyente pierde la fe, su fanatismo invertido alcanza raros extremos.
—Yo les adoraba, Adam. Les respetaba. Les veneraba. Ahora, hace años que vivo cerca de ellos. He vivido a su sombra, aceptado sus regalos, recibido sus copiosos privilegios. Les he visto de cerca, en privado; les he oído hablar del pueblo, al que desprecian. Están podridos, Adam, corrompidos, y son crueles. Todo lo que tocan se convierte en cenizas.
Munro pasó una pierna sobre la losa a fin de poder mirar de frente a la mujer, y tomó a ésta en sus brazos. Valentina lloraba en silencio.
—No puedo seguir, Adam, no puedo seguir así —murmuró al hombro de él.
—Bueno, querida, ¿quieres que trate de sacarte de aquí? —Sabía que podía costarle su carrera, pero esta vez no iba a dejar que ella se le escapase. Valdría la pena, todo valdría la pena. Ella se apartó, surcado el rostro por las lágrimas.
—No puedo. No puedo marcharme. Tengo que pensar en Sacha.
El la retuvo un poco más, sin decir palabra. Pensaba furiosamente.
—¿Cómo has sabido que yo estaba en Moscú? —preguntó, cuidadosamente.
Ella no dio la menor señal de extrañeza ante la pregunta. Era natural que él la hiciese.
—El mes pasado —murmuró, entre sollozos—. Un colega de la oficina me llevó al ballet. Estábamos en un palco. Mientras hubo poca luz, pensé que me equivocaba. Pero cuando las luces se encendieron en el entreacto, vi que eras realmente tú. No pude seguir en el teatro. Pretexté dolor de cabeza y salí rápidamente.
Dejó de llorar y se enjugó los ojos.
—Adam —preguntó, al cabo de un rato—, ¿te casaste?
—Sí —respondió él—. Mucho después de Berlín. Pero no salió bien. Nos divorciamos hace años.
Ella forzó una débil sonrisa.
—Me alegro —dijo—. Me alegro de que no haya nadie más. No es muy lógico, ¿verdad?
El sonrió a su vez.
—No —dijo—. No lo es. Pero me alegra oírlo. ¿Podremos seguir viéndonos? En el futuro.
La sonrisa de ella se extinguió, y el miedo se pintó en sus ojos. Sacudió la morena cabeza.
—No, no muy a menudo, Adam —dijo—. Confían en mí, gozo de una situación privilegiada; pero si un extranjero visitase mi apartamento, no tardarían en saberlo. Lo mismo puede aplicarse a tu apartamento. Los diplomáticos son vigilados, ya lo sabes. Y también lo son los hoteles. Aquí no pueden alquilarse pisos, sin llenar ciertas formalidades. Es imposible, Adam, es francamente imposible.
—Tú has querido este encuentro, Valentina. Tú tomaste la iniciativa. ¿Fue sólo en recuerdo de los viejos tiempos? Si no te gusta la vida que llevas aquí, si no te gustan los hombres por los que trabajas… Pero si no puedes huir por causa de Sacha, ¿qué es lo que quieres?
Ella se serenó y reflexionó un momento. Cuando habló, su voz era completamente tranquila.
—Quiero tratar de impedírselo, Adam. Quiero tratar de impedir lo que están haciendo. Creo que hace años que lo pienso, pero, cuando te vi en el «Bolshoi» y recordé la libertad que disfrutamos en Berlín, empecé a pensar en ello más y más. Ahora estoy segura. Si puedes, dime una cosa: ¿hay un agente de información en tu Embajada?
Munro se impresionó. Había tratado anteriormente con dos desertores: uno, en la Embajada soviética de Ciudad de México; el otro, en Viena. Uno de ellos había sido impulsado, como Valentina, por la transformación en odio del respeto que había sentido por el régimen de su país; el otro, por su ira al no haber sido ascendido como creía merecer. El primero había sido el más difícil de manejar.
—Supongo que sí —dijo pausadamente—. Supongo que debe de haber uno.
Valentina hurgó en el bolso que había dejado a sus pies, sobre las hojas secas de los pinos. Por lo visto, había tomado una decisión y estaba resuelta a consumar su traición. Sacó un sobre abultado.
—Quiero que le des esto, Adam. Prométeme que nunca le dirás quién te lo ha dado. Por favor, Adam; me espanta lo que estoy haciendo. No puedo confiar en nadie, salvo en ti.
—Lo prometo —replicó él—. Pero tengo que volver a verte. No puedes desaparecer por la abertura del muro, como la última vez.
—No: tampoco yo podría hacerlo de nuevo. Pero no trates de verme en mi apartamento. Está en un edificio amurallado, para funcionarios antiguos, y con una sola puerta en el muro, vigilada por un policía. Tampoco trates de telefonearme. Los teléfonos están intervenidos. Y no quiero conocer a nadie más de tu Embajada; ni siquiera al jefe de información.
—De acuerdo —dijo Munro—. Pero, ¿cuándo volveremos a vernos?
Ella reflexionó un instante.
—No siempre me resulta fácil escaparme. Sacha ocupa casi todo mi tiempo libre. Pero tengo coche propio y no me siguen. Mañana saldré, y estaré fuera dos semanas; pero podemos encontrarnos aquí dentro de cuatro domingos. —Miró su reloj—. Debo marcharme, Adam. Estoy invitada a una fiesta en una dacha, a pocos kilómetros de aquí.
El la besó; en los labios, como antaño. Y el beso le pareció tan dulce como antes. Ella se levantó y cruzó el claro del bosque. Al llegar al borde de los árboles, él la llamó.
—¿Qué hay aquí, Valentina? —dijo, levantando el paquete. Ella se detuvo y se volvió.
—Mi trabajo —respondió— consiste en transcribir, al pie de la letra, las grabaciones de las reuniones del Politburó, y sacar una copia para cada miembro, así como resúmenes para los candidatos. Las copias se hacen de las cintas magnetofónicas. Eso es una copia de la cinta de la sesión del 10 de junio.
Y desapareció entre los árboles. Munro se sentó sobre la losa y contempló el sobre.
—¡Qué barbaridad! —exclamó.