CAPÍTULO II

Mientras Adam Munro cambiaba de tren en la plaza de la Revolución, poco antes de las once de aquella mañana del 10 de junio, un convoy compuesto por una docena de brillantes y negros automóviles «Zil» cruzaba la puerta de Borovitsky de la muralla del Kremlin, a cien metros sobre su cabeza y a cuatrocientos metros al sudoeste del lugar donde él se hallaba. El Politburó soviético iba a iniciar una sesión que cambiaría el curso de la Historia.

El Kremlin es una construcción triangular cuyo vértice, dominado por la Torre de Sobakin, señala en dirección Norte. Está protegido en todos sus lados por una muralla de quince metros, provista de dieciocho torres y en la que se abren cuatro puertas.

Los dos tercios meridionales de este triángulo constituyen la zona turística, por la que discurren los dóciles grupos de visitantes para admirar las catedrales, los pabellones y los palacios de los antiguos zares. En el sector del medio hay una asfaltada y despejada franja, vigilada por guardias, que constituye una línea divisoria invisible que no puede ser pisada por los turistas. Pero el convoy de coches especiales cruzó aquella mañana el espacio abierto, en dirección a los tres edificios de la parte norte del Kremlin.

El más pequeño de éstos es el «Teatro Kremlin» y está situado al Este. Medio visible y medio oculto detrás del teatro, se levanta el edificio del Consejo de Ministros, aparente sede del Gobierno, dado que es allí donde se reúnen los ministros. Pero el verdadero gobierno de la URSS no está en manos del Gabinete ministerial, sino del Politburó, grupo reducido y exclusivo que constituye el pináculo del Comité Central del partido comunista de la Unión Soviética, o PCUS.

El tercer edificio es el mayor. Se encuentra en la fachada occidental, inmediatamente detrás de las almenas de la muralla, y domina los Jardines Alexandrovsky. Tiene la forma de un rectángulo estrecho y largo que apunta hacia el Norte. Su extremo sur es el viejo Arsenal, museo de armas antiguas. Pero, precisamente detrás del Arsenal, los muros interiores están bloqueados. Para llegar a la sección superior hay que entrar desde fuera y cruzar una alta verja de hierro forjado que cierra el hueco entre el edificio de los ministerios y el Arsenal. Aquella mañana, los automóviles cruzaron la verja de hierro forjado y se detuvieron delante de la entrada superior del edificio secreto.

El Arsenal superior tiene la forma de un rectángulo hueco; en su interior hay un estrecho patio que se extiende de Norte a Sur y divide el conjunto en dos bloques, todavía más estrechos, de apartamentos y oficinas. Tienen cuatro pisos, incluidos los áticos. A media altura del bloque oriental interior, en el tercer piso, con vista únicamente al patio y resguardada de miradas indiscretas, está la habitación donde se reúne el Politburó todos los jueves por la mañana para regir a más de 250 millones de ciudadanos soviéticos y otros muchos millones de personas que gustan de pensar que viven fuera de los límites del Imperio ruso.

Porque es un imperio. Aunque, en teoría, la República Rusa es una de las quince repúblicas que constituyen la Unión Soviética, en realidad la Rusia de los zares, antigua o moderna, gobierna con mano de hierro a las catorce Repúblicas no rusas. Las tres fuerzas que emplea y necesita Rusia para imponer su régimen son: el Ejército rojo, incluidas, como siempre, la Marina y las Fuerzas Aéreas; el Comité de Seguridad del Estado, o KGB, con sus 100 000 agentes, 300 000 soldados y 600 000 informadores, y la sección de Organizaciones del Partido del Secretariado General del Comité Central que controla los cuadros del partido en todos los lugares de trabajo, de instrucción, de residencia, de estudio y de descanso, desde el Ártico hasta los montes de Persia, y desde las cercanías de Brunswick hasta las costas del mar de Japón. Y esto, sólo dentro del Imperio.

La habitación donde se reúne el Politburó, en el edificio del Arsenal del Kremlin, tiene unos quince metros de largo por siete y medio de ancho, una extensión no demasiado grande en comparación con el poder que encierra. Sus adornos son de pesado mármol, de acuerdo con el gusto de los jefazos del partido, y su mueble principal es una larga mesa cubierta con un tapete verde. La mesa tiene forma de T.

Aquella mañana del 10 de junio había ocurrido algo desacostumbrado: los asistentes no habían recibido la orden del día, sino solamente una citación. Y ahora, al colocarse alrededor de la mesa para ocupar sus sitios, comprendieron, con el agudo olfato colectivo que advierte del peligro, que algo muy importante les había traído a este pináculo del poder.

Sentado detrás del centro del brazo de la T, en su sillón acostumbrado, estaba el jefe de todos ellos: Maxim Rudin. Aparentemente, su superioridad residía en su título de presidente de la URSS. Pero nada, salvo el tiempo atmosférico, es en Rusia lo que parece. Su verdadero poder derivaba de su título de secretario general del partido comunista de la Unión Soviética. Como tal, era también presidente del Comité Central y presidente del Politburó.

A sus sesenta y un años era duro, reflexivo y enormemente astuto; de no haber sido por esto último, jamás se habría sentado en el sillón que ocuparon antaño Stalin (que raras veces convocaba reuniones del Politburó), Malenkov, Kruschev y Breznev. A derecha e izquierda de él se sentaban cuatro secretarios de su propia secretaría personal, hombres de una fidelidad a toda prueba. Detrás, en cada rincón de la pared norte de la cámara, había una mesita. A una de ellas se sentaban dos taquígrafos, un hombre y una mujer, que anotaban taquigráficamente cuanto se decía. En la otra, para mayor comprobación, dos hombres se hallaban inclinados sobre los discos lentamente giratorios de un magnetófono. Había otro magnetófono, adicional, para los momentos en que se cambiaban los discos del primero.

El Politburó se componía de trece miembros, y los otros doce se sentaban, seis a cada lado, a lo largo del palo de la T, delante de sendos blocs, botellas de agua y ceniceros. En el extremo de esta parte de la mesa había un sillón aislado. Los hombres del Politburó comprobaron su número, para asegurarse de que no faltaba nadie. Pues el asiento vacío era el «sillón penal», ocupado solamente por el hombre que hacía su última aparición en aquella sala, el hombre que tendría que escuchar las acusaciones de sus ex colegas, abocado a la desgracia y la ruina, y antaño, hacía mucho tiempo, a la muerte junto a la «pared negra» de la Lubianka. Quiere la costumbre que el condenado no se entere de su situación hasta que, al entrar, encuentra ocupados todos los asientos menos aquel sillón. Pero esta mañana permaneció vacío. Y todos los miembros estaban presentes.

Rudin se echó atrás y observó a los doce entre sus párpados entornados, mientras el humo de su eterno cigarrillo flotaba delante de su cara. Todavía usaba los viejos papyross rusos, con tabaco hasta la mitad y formada la otra mitad por un tubito de cartón con dos filtros para purificar el humo. Había ordenado a sus ayudantes que le pasasen un cigarrillo tras otro, y a sus médicos, que callasen.

A su izquierda, en la parte larga de la mesa, estaba Vassili Petrov, de cuarenta y nueve años, protegido de Rudin y muy joven para el puesto que ocupaba; además, era jefe de la sección de Organizaciones del Partido del Secretariado General del Comité Central. Podía contar con él en el problema con que se enfrentaba. Al lado de Petrov estaba el veterano ministro de Asuntos Exteriores, Dmitri Rykov, que seguía allí porque no tenía otro sitio adonde ir. Después de él estaba Yuri Ivanenko, delgado y despiadado a sus cincuenta y tres años, destacando de los otros por su elegante traje a la medida, confeccionado en Londres, como si hiciese gala de su refinamiento ante un grupo de hombres que odiaban todo lo que olía a occidental. Elegido por Rudin como jefe de la KGB, Ivanenko le apoyaría simplemente porque la oposición vendría de sectores que le odiaban a él y que querían destruirle.

Al otro lado de la mesa se sentaba Yefrem Vishnayev, también joven para su puesto, como la mitad del Politburó después de la época de Breznev. A sus cincuenta y cinco años, era el teórico del partido, enjuto, ascético, severo, azote de los disidentes y desviacionistas, guardián de la pureza marxista y consumido por un patológico odio al Occidente capitalista. Rudin sabía que la oposición vendría de aquí. Al lado de Vishnayev estaba el mariscal Nikolai Kerensky, de sesenta y tres años, ministro de Defensa y jefe del Ejército rojo. Se inclinaría del lado marcado por los intereses del Ejército.

Quedaban siete más, entre ellos, Komarov, responsable de la agricultura y que estaba muy pálido, porque sólo él, Rudine Ivanenko, tenían idea de lo que se avecinaba. El jefe de la KGB no revelaba la menor emoción; los otros, no sabían nada.

Todo empezó cuando Rudin ordenó con un ademán a uno de los guardias pretorianos del Kremlin situados junto a la puerta del fondo de la estancia, que hiciese pasar a la persona que, temblando de miedo, esperaba en el exterior.

—Camaradas, permítanme que les presente al profesor Iván Ivanovich Yakolev —gruñó Rudin, mientras el hombre avanzaba temeroso hasta la punta de la mesa y permanecía en pie, esperando y sosteniendo en la mano un informe mojado de sudor—. El profesor es nuestro primer agrónomo y especialista en cereales del Ministerio de Agricultura, además de miembro de la Academia de Ciencia. Tiene que someter un informe a nuestra consideración. Adelante, profesor.

Rudin, que había leído ya el informe varios días antes en la soledad de su despacho, se reclinó en su sillón y miró al techo por encima de la cabeza del hombre. Ivanenko encendió cuidadosamente un cigarrillo occidental con filtro. Komarov se enjugó la frente y observó sus manos. El profesor carraspeó.

—Camaradas… —empezó a decir, en tono vacilante.

Nadie negó que fuesen camaradas. En vista de lo cual, el científico respiró profundamente, contempló sus papeles y empezó a leer su informe.

—En los meses de diciembre y enero próximo pasados, nuestros satélites de previsión meteorológica remota anunciaron un invierno y un principio de primavera desacostumbradamente húmedos. Como consecuencia de ello, y de acuerdo con la práctica científica habitual, el Ministerio de Agricultura decidió que la simiente de cereales para la siembra de primavera fuese protegida con sustancias profilácticas, a fin de impedir las infecciones fungosas que probablemente se habrían producido a causa de la humedad. Esto se había hecho muchas veces en ocasiones anteriores.

»Las sustancias elegidas tenían un doble objeto: impedir el ataque de los hongos contra las semillas en germinación, mediante un compuesto orgánico mercurial, y combatir a los pájaros con un pesticida llamado “Lindane”. El comité científico acordó, dado que la URSS necesitaría producir al menos ciento cuarenta millones de toneladas de trigo de primavera después de los daños causados por las desastrosas heladas de invierno, que habría que sembrar seis millones doscientas cincuenta mil toneladas de simiente.

Ahora, todos le miraban fijamente y permanecían inmóviles. Los miembros del Politburó podían oler el peligro desde un kilómetro de distancia. Sólo Komarov, como responsable de la agricultura, miraba fijamente la mesa, con aire de desconsuelo. Varios pares de ojos se volvieron a él, presintiendo sangre. El profesor tragó saliva y prosiguió:

—A razón de sesenta gramos de sustancia orgánica mercurial por tonelada de grano, se necesitaban trescientas cincuenta toneladas de tal producto. Y sólo había setenta toneladas en almacén. En vista de lo cual, se ordenó inmediatamente a la fábrica de este compuesto en Kuibyshev que iniciase en seguida la producción de las doscientas ochenta toneladas requeridas.

—¿Sólo hay una de esas fábricas? —preguntó Petrov.

—Sí, camarada, el tonelaje requerido no justifica un mayor número de fábricas. La fábrica de Kuibyshev es un complejo importante, que elabora muchos insecticidas, herbicidas, abonos, etc. La producción de doscientas ochenta toneladas de aquella sustancia química podría hacerse en menos de cuarenta horas.

—Continúe —ordenó Rudin.

—Debido a una confusión en las comunicaciones, la fábrica era entonces objeto de las operaciones anuales de reparación y mantenimiento, y el tiempo apremiaba, habida cuenta de que tenía que distribuirse la sustancia a las ciento veintisiete estaciones de preparación de simientes desparramadas en toda la Unión, tratar el grano y devolver éste a las miles de explotaciones agrícolas colectivas y del Estado, en tiempo oportuno para la siembra. Por esto, un enérgico y joven funcionario, que tiene también mando en el partido, fue enviado desde Moscú para acelerar las operaciones. Según parece, éste ordenó a los trabajadores que interrumpiesen lo que estaban haciendo y pusiesen de nuevo la fábrica en condiciones de funcionamiento.

—¿Fracasó en su empeño? —gruñó el mariscal Kerensky.

—No, camarada mariscal. La fábrica empezó a funcionar de nuevo, aunque los encargados del mantenimiento no habían completado su trabajo. Pero algo funcionó mal. Una válvula del depósito. El «Lindane» es un producto químico muy fuerte, y su dosificación, en relación con el compuesto orgánico mercurial, debe ser estrictamente regulada.

»La válvula del depósito de “Lindane”, aunque el panel de control registraba que estaba abierta en un tercio de su capacidad, estaba en realidad abierta totalmente. Esto afectó a las doscientas ochenta toneladas de sustancia.

—¿Qué nos dice del control de calidad? —preguntó uno de los miembros, que había nacido en una granja.

El profesor volvió a tragar saliva y lamentó no poder marcharse sin más al destierro en Siberia, poniendo fin a aquella tortura.

—Hubo una conjunción de coincidencias y errores —confesó el profesor—. El jefe químico analista y de control de calidad estaba de vacaciones en Sochi durante el cierre de la fábrica. Fue llamado por cable. Pero, debido a la niebla en la zona de Kuibyshev, tuvo que alterar la ruta y terminar el viaje en tren. Cuando llegó, la producción había terminado.

—¿No se comprobó el producto? —preguntó Petrov, con incredulidad.

El profesor pareció más atribulado que nunca.

—El químico insistió en hacer las pruebas de control de calidad. El joven funcionario de Moscú quería que toda la producción fuese enviada inmediatamente. Surgió una discusión. En definitiva, llegaron a un compromiso. El químico quería comprobar un fardo de producto de cada diez, o sea, veintiocho en total, El funcionario insistía en que se comprobase sólo uno. Aquí se produjo el tercer error.

»Los nuevos fardos se habían almacenado junto con la reserva de setenta toneladas que quedó el año pasado. En el almacén, uno de los cargadores, al recibir la orden de enviar un solo fardo al laboratorio para su comprobación, eligió uno de los antiguos. Las pruebas demostraron que el producto era perfecto, y se despachó toda la consignación.

Aquí terminó su informe. Nada más tenía que decir. Podría haber tratado de explicar que una coincidencia de tres errores, un mal funcionamiento mecánico, un criterio equivocado de dos hombres acuciados por la prisa, y un descuido de un mozo de almacén, había producido la catástrofe. Pero esto no era cosa suya, y no pretendía presentar torpes excusas en favor de los otros. El silencio que reinó en la sala no podía ser más amenazador.

Vishnayev lo rompió, con helada claridad.

—¿Cuál es el efecto de una dosis excesiva de «Lindane» en el compuesto orgánico mercurial? —preguntó.

—Camarada, produce un efecto tóxico contra la semilla que germina en el suelo, en vez de protegerla. Los brotes, en el caso de que lleguen a salir, crecen mezquinos, claros y con manchas de color castaño. Virtualmente, las espigas afectadas no producen grano alguno.

—¿Y qué cantidad de la siembra de primavera ha resultado afectada? —preguntó fríamente Vishnayev.

—Aproximadamente, las cuatro quintas partes, camaradas. Las sesenta toneladas del producto sobrante del año pasado estaban en perfectas condiciones. Las doscientas ochenta toneladas del nuevo compuesto fueron afectadas por el mal funcionamiento de la válvula.

—¿Y toda la sustancia tóxica fue mezclada con la simiente, y sembrada ésta?

—Sí, camarada.

Dos minutos más tarde, fue despedido el profesor, que habría de retirarse a la vida privada y al olvido. Vishnayev se volvió a Komarov.

—Disculpe mi ignorancia, camarada, pero cualquiera diría que tenía usted cierto conocimiento previo de este asunto. ¿Qué ha sido, pues, del funcionario que armó todo este… follón?

En realidad, empleó una cruda expresión rusa, relativa de un montón de excrementos de perro sobre el pavimento.

Ivanenko intervino:

—Está en nuestras manos —dijo—. Junto con el químico analista que desertó de su trabajo, el hombre del almacén, que sólo se distingue por su casi nula inteligencia, y el equipo de mantenimiento de las máquinas, que sostiene que pidió y recibió instrucciones por escrito de interrumpir su trabajo cuando aún no estaba terminado.

—¿Ha hablado el funcionario? —preguntó Vishnayev. Ivanenko evocó la imagen mental del hombre destrozado en los sótanos de la Lubianka.

—Por los codos —respondió—. ¿Es un saboteador, un agente fascista?

—No —contestó Ivanenko, suspirando—. No es más que un idiota; un ambicioso apparatchik que quiso excederse en el cumplimiento de sus órdenes. Puede usted creerme. Ahora conocemos todos los recovecos de su cráneo.

—Una última pregunta, sólo para que todos sepamos con seguridad las dimensiones de este caso. —Vishnayev se volvió hacia el afligido Komarov—. Ya sabemos que sólo salvaremos cincuenta millones de toneladas de los cien millones previstos para el trigo de invierno. ¿Cuántas obtendremos el próximo octubre del trigo de primavera?

Komarov miró a Rudin, que asintió imperceptiblemente con la cabeza.

—De los ciento cuarenta millones de toneladas fijados como objetivo de producción de trigo sembrado en primavera y de otros granos, sólo podemos esperar, lógicamente, cincuenta millones de toneladas —informó, pausadamente.

Los reunidos se quedaron pasmados de espanto.

—Esto significa que el rendimiento total de ambas cosechas será de cien millones de toneladas —jadeó Petrov—. Un déficit nacional de ciento cuarenta millones de toneladas. Podríamos soportar un déficit de cincuenta, incluso de setenta millones de toneladas. Lo hicimos con anterioridad; soportamos la escasez y compramos lo que pudimos a otros países. Pero esto…

Rudin levantó la sesión.

—Este es el problema más grande con que jamás nos hemos enfrentado, incluido el imperialismo chino y americano. Propongo un aplazamiento y que todos busquemos por separado una solución. Inútil decir que esto no debe salir de los que estamos aquí presentes. La próxima reunión será dentro de una semana.

Al ponerse en pie los trece miembros del Politburó y los cuatro auxiliares de detrás de la cabecera de la mesa, Petrov se volvió hacia el impasible Ivanenko.

—Esto no significa una escasez —murmuró—; esto significa el hambre.

Los miembros del Politburó soviético regresaron a sus automóviles «Zil» conducidos por chóferes, tratando todavía de asimilar la idea de que un vulgar profesor de agronomía acababa de colocar una bomba de espoleta retardada a los pies de una de las dos superpotencias de la Tierra.

Una semana después, Adam Munro, sentado en la platea del «Teatro Bolshoi», en la Karl Marx Prospekt, no pensaba en la guerra, sino en el amor; y no por la entusiasmada secretaria de Embajada que se sentaba a su lado y que le había convencido de que la llevase al ballet.

El no era muy aficionado al ballet, aunque reconocía que le gustaba alguna de su música. En cambio, la gracia de los entrechats y fouettes, o como los llamaba él, las cabriolas, le dejaban frío. Durante el segundo acto de Gisélle, que era lo que representaban aquella noche, sus pensamientos volvieron a Berlín.

Había sido algo maravilloso, el gran amor de su vida. El tenía entonces veinticuatro años, casi veinticinco, y ella, diecinueve, y era morena y adorable. Debido al trabajo de ella, habían tenido que guardar sus amores en secreto, encontrándose furtivamente en calles oscuras, para que él pudiese recogerla en su coche y llevarla a su pisito del extremo occidental de Charlottenburg, sin que nadie les viese. Se habían amado y habían hablado, y ella le había preparado cenas, y se habían amado de nuevo.

Al principio, el carácter clandestino de sus amores, a semejanza de los casados que se esconden del mundo y de los conocidos de uno y otro cónyuge, había añadido sabor y pimienta a sus relaciones. Pero en el verano del 61, cuando los bosques de Berlín resplandecían de hojas y flores, cuando todo el mundo remaba en los lagos y nadaba en las playas, sintieron congoja y frustración. Entonces, él le había propuesto el matrimonio, y ella había estado a punto de acceder. Sin duda lo habría hecho, de no haber surgido el Muro. Este quedó terminado el 14 de agosto de 1961, pero, durante la última semana, se evidenció que subía a toda prisa.

Entonces, ella tomó su decisión, y se amaron por última vez. Ella no podía —le dijo— abandonar a sus padres a su suerte; no podía consentir que fuesen perseguidos, que su padre perdiese su seguro empleo, y su madre, el querido apartamento con el que había soñado durante años, en los tiempos difíciles. No podía destruir las posibilidades de educación y las buenas perspectivas de su hermano pequeño; y, por último, no podía soportar la idea de no volver a ver su amada tierra.

Por consiguiente, se marchó, y él la observó desde la sombra al pasar de nuevo ella al Este por el último sector por terminar del Muro, triste, solitaria y con el corazón hecho pedazos y hermosa, muy hermosa.

No había vuelto a verla, ni había hablado nunca a nadie de ella, conservando su recuerdo con reserva típicamente escocesa. Nunca había revelado que había amado y seguía amando a una muchacha rusa llamada Valentina, que había sido taquimecanógrafa de la Delegación soviética en la Conferencia de las Cuatro Potencias en Berlín. Aquel amor, como sabía muy bien, era contrario a todas las normas.

Después de Valentina, Berlín había perdido todo su atractivo. Un año más tarde, Munro fue trasladado por «Reuter» a París, y dos años después, hallándose de nuevo en Londres, en la oficina central de Fleet Street, un paisano al que había conocido en Berlín, el cual había trabajado en el Cuartel General británico sito en el viejo estadio olímpico de Hitler, le había buscado y mostrado deseos de reanudar su antigua relación. Habían cenado juntos, y un tercer hombre se había reunido con ellos. Entonces, el conocido del estadio se había excusado y se había marchado mientras tomaban el café. El recién llegado se había mostrado amigable y despreocupado. Sólo después de la segunda copa de coñac había ido a lo que le interesaba.

—Algunos de mis asociados en «la Empresa» —dijo, con una timidez que le desarmó— pensaron que tal vez querría hacernos un pequeño favor.

Era la primera vez que oía la expresión «la Empresa». Más tarde aprendería la terminología. Entre los de la alianza angloamericana de servicios de información, una alianza extraña y recelosa, pero en definitiva vital, el SIS era llamado siempre «la Empresa». Para sus agentes los de la rama de contraespionaje, o sea, el MI5, eran «los colegas». La CIA de Langley, Virginia, era «la Compañía», y su personal, «los primos». En el bando contrario, trabajaba «la Oposición», cuyo Cuartel General estaba en el número 2 de la plaza de Dzerzhinsky, en Moscú, llamado así en honor del fundador de la vieja Cheka, Feliks Dzerzhinsky, jefe de la Policía secreta de Lenin. Este edificio sería siempre conocido como «el Centro», y el territorio al este del telón de acero, como «el Bloque».

Aquella reunión en el restaurante londinense había tenido lugar en diciembre de 1964, y la proposición, confirmada más tarde en un pisito de Chelsea, era una «pequeña excursión al Bloque». La hizo en la primavera de 1965, con el pretexto de asistir a la feria de Leipzig, en la Alemania del Este. Una excursión nada agradable.

Salió de Leipzig a la hora debida y se dirigió al lugar de la cita en Dresde, junto al museo Albertinium. El paquete que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta le pesaba como cinco biblias, y tenía la impresión de que todo el mundo le miraba. El oficial del Ejército alemán oriental, que sabia dónde estaban instalando los rusos sus cohetes tácticos, en las laderas sajonas, compareció con media hora de retraso, momento en que sin duda dos policías del pueblo estaban ya observando a Munro. Sin embargo, se realizó sin ningún tropiezo el intercambio de paquetes, en algún lugar resguardado por los arbustos del parque cercano. Entonces volvió a su coche y arrancó en dirección Sudoeste, hacia la encrucijada de Cera y la frontera bávara. En las afueras de Dresde, un conductor local le embistió por la parte delantera izquierda de su automóvil, a pesar de que Munro tenía preferencia. Ni siquiera había tenido tiempo de trasladar el paquete al escondite preparado entre el portaequipajes y el asiento posterior, todavía seguía en el bolsillo del pecho de su chaqueta de verano.

Tuvo que pasar dos angustiosas horas en una comisaría de Policía local, temiendo a cada instante oír la orden: «Vuelva los bolsillos del revés, por favor, Mein Herr». Pero, en definitiva, le dejaron marchar. Entonces se descargó la batería, y cuatro policías del pueblo tuvieron que empujarle.

La rueda delantera izquierda chirriaba, debido a un cojinete roto dentro del cubo, y le sugirieron que pasara una noche allí mientras lo reparaban. Pero él dijo que su visado terminaba a medianoche —lo cual era veradad— y reanudó el viaje. Llegó al puesto fronterizo del río Saale, entre Plauen, en Alemania Oriental, y Hof, en el Oeste, diez minutos antes de medianoche, después de haber rodado a poco mas de treinta kilómetros por hora durante todo el trayecto, rasgando el aire nocturno con el chirrido de una rueda delantera. Cuando pasó entre los guardias bávaros del otro lado, estaba empapado de sudor.

Un año más tarde, abandonó la «Reuter» y siguió el consejo de presentarse a exámenes para el servicio civil, a pesar de su avanzada edad. Tenía veintinueve años.

Estos exámenes son obligatorios para cualquiera que trate de ingresar en el servicio civil. Basándose en los resultados, el Tesoro tiene preferencia para escoger la flor y nata, lo cual permite al Departamento burlar a la economía británica con impecables referencias académicas. El Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth era el segundo en elegir y, como la calificación de Munro había sido excelente, nada le costó a éste ingresar en el servicio exterior, en el que suelen disimularse los agentes de «la Empresa».

En dieciséis años se había especializado en asuntos de espionaje económico y de la Unión Soviética, aunque nunca habla estado en ella. Desempeñó puestos en Turquía, Austria y México. Se había casado en 1967, cuando acababa de cumplir los treinta y un años. Pero después de la luna de miel, había resultado ser una unión cada vez con menos amor, una equivocación, terminada discretamente seis años más tarde Desde entonces había tenido amoríos, desde luego, bien conocidos por «la Empresa», pero había permanecido célibe.

Cierto es que había tenido un solo amor que no había mencionado a «la Empresa» y que, si hubiese llegado a conocerse, así como, su ocultación del mismo, le habría valido la expulsión fulminante. Al ingresar en el servicio había escrito, como cada quisque, un relato completo de su vida, seguido de un examen oral por un oficial antiguo.

Este procedimiento se repite cada cinco años de servicio. Entre las materias de interés están, inevitablemente, las relaciones afectivas o sociales con personas de allende el telón de acero o, en realidad, de cualquier parte.

La primera vez que le preguntaron, algo se rebeló en su interior, como aquella vez en el olivar de Chipre. Él sabía que era fiel, que nunca se dejaría sobornar por causa de Valentina, aunque la Oposición conociese sus antiguas relaciones, lo cual estaba seguro de que ésta ignoraba. Si alguien intentaba hacerle chantaje con ello, lo confesaría y dimitiría, pero nunca lo reconocería por propia iniciativa. No quería que los otros agentes, y menos los empleados de oficina, metiesen las narices en sus más íntimos sentimientos. Sólo él mandaba en sí mismo. Por consiguiente, respondió «no» a la pregunta y quebrantó las normas. Habiendo mentido una vez, tuvo que aferrarse a su mentira. La repitió tres veces en dieciséis años. Y nada había ocurrido por ello, ni ocurriría jamás. Estaba seguro. Su amor era un secreto, muerto y enterrado. Y siempre lo sería.

Si hubiese estado menos absorto en sus recuerdos, y dado que el ballet no le pasmaba como a la chica que tenía al lado, quizás habría observado algo. Desde un palco alto de la izquierda del teatro, alguien le estaba observando. Y antes de que se encendiesen las luces para el entreacto, el observador desapareció.

Los trece hombres reunidos al día siguiente en el Kremlin, alrededor de la mesa del Politburó, estaban mudos y alerta, presintiendo que el informe del profesor de agronomía podía provocar una lucha interna como no se había visto desde la caída de Kruschev.

Como de costumbre, Rudin observaba a todos a través de la espiral de humo de su cigarrillo. Petrov, de las Organizaciones del Partido, ocupaba su habitual sitio a la izquierda del presidente, e Ivanenko, de la KGB, se sentaba a continuación. Rykov, de Asuntos Exteriores, hojeaba sus papeles, y Vishnayev, el teórico, y Kerensky, del Ejército rojo, guardaban un silencio sepulcral. Rudin observó a los otros siete, calculando cómo reaccionarían si se producía una contienda.

Estaban los tres no rusos: Vitautas, báltico de Vilna, Lituania; Chavadze, georgiano, de Tiflis, y Mujamed, tadjiquistaní, oriental y musulmán de nacimiento. Su presencia era una concesión a las minorías, pero, en realidad, cada uno de ellos había pagado por estar allí. Rudin sabía que todos estaban completamente rusificados; el precio había sido alto, más alto que el que cualquier gran ruso tendría que pagar. Todos habían sido primeros secretarios del partido en sus respectivas Repúblicas, y dos lo eran todavía. Todos habían dirigido programas de fuerte represión contra sus paisanos, aplastando a los disidentes, nacionalistas, poetas, escritores, artistas, intelectuales y trabajadores, que se habían mostrado remisos en la total aceptación del dominio de la Gran Rusia sobre ellos. Por esto no podían volver a sus países sin la protección de Moscú y estaban dispuestos, llegado el caso, a alistarse con la facción que les garantizase su supervivencia, es decir, con la que tuviese las de ganar. A Rudin le incomodaba la perspectiva de una lucha de facciones, pero no había dejado de pensar en ella desde el día en que había leído el informe del profesor Yakolev en la intimidad de su despacho.

Quedaban otros cuatro, todos ellos rusos: Komarov, de Agricultura, sumamente inquieto; Stepanov, jefe de los sindicatos; Shushkin, responsable de las relaciones con los partidos comunistas extranjeros de todo el mundo, y Petryanov, a quien incumbían las responsabilidades especiales de la economía y del Plan industrial.

—Camaradas —comenzó Rudin, pausadamente—, todos ustedes han podido estudiar detenidamente el informe Yakolev. Todos han visto también el informe separado del camarada Komarov, en el sentido de que, en septiembre y octubre próximos, nuestra cosecha total de grano será deficitaria en una cifra próxima a los ciento cuarenta millones de toneladas. Consideremos primero lo primero. ¿Puede la Unión Soviética sobrevivir un año, con sólo cien millones de toneladas de cereal?

La discusión duró una hora. Fue áspera y enconada, pero la conclusión fue virtualmente unánime. Tal escasez de grano causaría privaciones como no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial. Si el Estado compraba un mínimo irreductible destinado a hacer pan para las ciudades, el campo se quedaría con poco más que nada. La obligada matanza del ganado, al cubrirse los pastos de nieve invernal y no poder suplirlos con forrajes o cereales, dejaría sin reses a la Unión Soviética. Sería necesaria toda una generación para rehacer los ganados. Y, si se dejaba un mínimo de grano en el campo, las ciudades se morirían de hambre.

Por fin, Rudin interrumpió la discusión.

—Muy bien —dijo—. Si tenemos que aceptar el hambre, de momento por falta de cereales y después, y como consecuencia, por falta de carne, ¿cuál será la consecuencia, en términos de disciplina nacional?

Petrov rompió el silencio que siguió. Admitió que había una ola de inquietud creciente entre las grandes masas del pueblo, evidenciada por una reciente erupción de pequeños disturbios y de dimisiones en las filas del partido, de todo lo cual había sido informado el Comité Central por los millones de resortes de la máquina del partido. Ante una verdadera epidemia de hambre, muchos mandos del partido harían causa común con el proletariado.

Los no rusos asintieron con la cabeza. En sus Repúblicas, el dominio del centro era siempre menor que dentro de la propia Rusia.

—Podríamos estrujar a los seis satélites del Este de Europa —sugirió Petryanov, sin molestarse siquiera en llamar camaradas fraternales a los europeos del Este.

—Polonia y Rumania se rebelarían con violencia desde el primer momento —replicó Shushkin, el hombre enlace con la Europa Oriental—. Y probablemente Hungría haría lo mismo.

—El Ejército rojo podría con ellos —gruñó el mariscal Kerensky.

—No con los tres a un tiempo, en el momento actual —replicó Rudin.

—En todo caso, esto sólo supondría la adquisición de un total de diez millones de toneladas —dijo Komarov—. No sería bastante.

—¿Camarada Stepanov? —inquirió Rudin.

El jefe de los sindicatos controlados por el Estado escogió cuidadosamente sus palabras.

—En el supuesto de una auténtica plaga de hambre en este invierno, que se prolongase en la primavera y el verano —dijo, observando su lápiz—; sería imposible garantizar que no se produjesen desórdenes, tal vez en gran escala.

Ivanenko, sentado en silencio, contemplando el largo cigarrillo occidental con filtro, que sostenía entre los dedos índice y pulgar, olía más que fumaba. Había olido el miedo muchas veces; al proceder a detenciones, durante los interrogatorios, en las incidencias de su oficio. Y lo olía ahora. El y los hombres que le rodeaban eran poderosos, privilegiados, y estaban protegidos. Pero conocía bien a todos; tenía sus fichas. Y él, que no conocía el miedo personalmente, porque las almas muertas no lo conocen, sabía también que todos ellos temían algo más que la propia guerra. Si el proletariado soviético, que sufría desde hacía tiempo y era paciente y gregario frente a las privaciones, enloquecía un día…

Todas las miradas estaban fijas en él. Los «desórdenes» públicos y su represión eran de su incumbencia.

—Yo podría —anunció, serenamente— hacer frente a un Novocherkassk. —Todos los de la mesa contuvieron el aliento—. Podría hacer frente a diez casos como aquél, e incluso a veinte. Pero todos los recursos de la KGB no podrían con cincuenta.

La mención de Novocherkassk hizo brotar un espectro del papel de la pared, tal como él había presumido. El 2 de junio de 1962, hacía casi exactamente veinte años, se habían producido grandes algaradas de los obreros en la ciudad industrial de Novocherkassk. Pero veinte años no habían borrado el recuerdo.

Todo había empezado cuando, por una estúpida coincidencia, un Ministerio había elevado los precios de la carne y de la mantequilla, mientras otro había rebajado en un treinta por ciento los salarios de la gigantesca fábrica de locomotoras NEVZ. En las algaradas resultantes, los enardecidos obreros se adueñaron de la ciudad durante tres días, fenómeno inaudito en la Unión Soviética. Como inaudito fue que abuchearan a los jefes locales del partido, temblorosos y atrincherados en su propio Cuartel General; increpasen a todo un general soviético; cargasen contra las filas de los soldados armados y lanzasen pellas de barro contra los tanques, hasta que las mirillas quedaron obstruidas y los tanques tuvieron que detenerse.

La reacción de Moscú fue contundente. Todas las vías férreas, todas las carreteras, todos los teléfonos, todos los medios de comunicación de Novocherkassk fueron bloqueados. Se hizo un vacío alrededor de la ciudad, para que no se filtrase la menor noticia procedente de ella. Y fueron enviadas dos divisiones de tropas especiales de la KGB para sofocar la rebelión y aplastar a los alborotadores. Ochenta y seis paisanos murieron en las calles, y más de trescientos resultaron heridos. Ninguno de ellos volvió a casa, y nadie fue enterrado públicamente en la localidad. No sólo los heridos, sino todos los miembros de todas las familias en que había habido algún muerto o herido, incluidas las mujeres y los niños, fueron deportados a los campos de Gulag, para que no pudiesen preguntar por sus parientes y mantener vivo el recuerdo de aquella acción. Se borraron todos los rastros, pero dos decenios más tarde el asunto se recordaba todavía muy bien dentro del Kremlin.

Cuando Ivanenko soltó su bomba, volvió a hacerse el silencio alrededor de la mesa. Rudin lo rompió:

—Entonces, la conclusión parece inevitable. Tendremos que comprar en el extranjero, como nunca lo habíamos hecho. Camarada Komarov, ¿cuál es el mínimo que tendríamos que comprar en el extranjero, para evitar el desastre?

—Secretario general, si dejarnos en el campo el mínimo irreducible, y empleamos hasta el último grano de nuestros treinta millones de toneladas de reserva nacional, necesitaremos cincuenta y cinco millones de toneladas de grano del exterior. Esto equivaldría a todo el excedente de los Estados Unidos y el Canadá, en un año de cosecha excepcional —respondió Komarov.

—Jamás nos lo venderían —gritó Kerensky.

—Ellos no son tontos, camarada mariscal —terció Ivanenko, sin levantar la voz—. Sus satélites «Cóndor» les habrán informado ya de que algo anda mal en nuestro trigo de primavera. Pero no pueden saber lo que es, ni la importancia del daño. Todavía no pueden saberlo, pero, en otoño, se habrán formado ya una idea. Y son codiciosos, terriblemente codiciosos cuando se trata de dinero. Yo puedo elevar los niveles de producción de las minas de oro de Siberia y Kolyma, enviar allí más mano de obra de los campos de Mordovia. Podemos conseguir el dinero necesario para la compra.

—Estoy de acuerdo con usted en un punto —dijo Rudin—, pero no en el otro, camarada Ivanenko. Ellos pueden tener el trigo y nosotros podemos tener el oro, pero existe la posibilidad, solamente la posibilidad, de que esta vez exijan concesiones.

Todos se pusieron rígidos al oír la palabra «concesiones».

—¿Qué clase de concesiones? —preguntó, receloso, el mariscal Kerensky.

—Nunca se sabe hasta que se empieza a negociar —respondió Rudin—, pero es una posibilidad que hemos de tener en cuenta. Pueden exigir concesiones en el terreno militar…

—¡Nunca! —gritó Kerensky, poniéndose en pie, con el rostro congestionado.

—Nuestras opciones son bastante limitadas —replicó Rudin—. Creo que estamos de acuerdo en que no puede consentirse que el hambre haga presa en toda la nación. Retrasaría en un decenio, o tal vez más, el progreso de la Unión Soviética y, por ende, la implantación del marxismo-leninismo en todo el mundo. Necesitamos el trigo: no hay alternativa. Si los imperialistas ponen condiciones en el campo militar, tendremos que aceptar un retroceso de dos o tres años; pero sólo para avanzar más de prisa después de nuestra recuperación.

Hubo un murmullo general de asentimiento. Rudin estaba a punto de dominar la situación. Entonces atacó Vishnayev. Se levantó despacio, al menguar el rumor.

—Camaradas —dijo, con melosa moderación—, nos enfrentamos con unos problemas anormales y de incalculables consecuencias. Yo opino que es prematuro establecer una conclusión definitiva. Propongo un aplazamiento de quince días, para que todos podamos reflexionar sobre lo que se ha dicho y sugerido.

Su truco dio resultado. Había ganado tiempo, justificando los secretos temores de Rudin. Los reunidos acordaron, por diez votos contra tres, suspender la sesión sin resolver definitivamente.

Yuri Ivanenko había llegado a la planta baja y estaba a punto de subir al automóvil que le esperaba, cuando sintió que le tocaban en un codo. Un alto comandante de la guardia del Kremlin, con bien cortado uniforme, estaba de pie a su lado.

—El camarada secretario general desearía decirle unas palabras en sus habitaciones particulares, camarada presidente —dijo, sin levantar la voz.

Sin añadir palabra, dio media vuelta y se encaminó al pasillo que conducía al interior del edificio, alejándose de la puerta principal. Ivanenko le siguió. Y mientras seguía al comandante de ajustada guerrera, pantalón castaño claro y relucientes botas, se le ocurrió pensar que, si alguno de los hombres del Politburó tenía que sentarse un día en el «sillón penal», la subsiguiente detención sería realizada por sus propias tropas especiales de la KGB, llamadas guardia de frontera, con sus brillantes charreteras y franjas verdes en las gorras, y la insignia de la espada y el escudo de la KGB en el pico de aquellas.

Pero si era él, Ivanenko, el detenido, la misión no se confiaría a la KGB, como no habían confiado a ésta, casi treinta años atrás, la detención de Lavrenti Beria. Serían esos elegantes y desdeñosos guardianes distinguidos del Kremlin, pretorianos de la sede del poder supremo, quienes harían el trabajo. Quizá sería el arrogante comandante que le precedía ahora, y lo haría sin el menor escrúpulo de conciencia.

Tomaron un ascensor privado, subieron de nuevo al tercer piso, e Ivanenko fue introducido en el apartamento particular de Maxim Rudin.

Stalin había resuelto vivir encerrado en el corazón del Kremlin; pero Malenkov y Kruschev habían rechazado esta costumbre, prefiriendo alojarse, con la mayoría de sus compinches, en lujosos apartamentos de un complejo vulgar (visto desde el exterior) de casas de apartamentos, en el extremo de la Kutuzovsky Prospekt. Pero al morir, hacía dos años, la esposa de Rudin, éste había regresado al Kremlin.

Era un apartamento relativamente modesto para el más poderoso de los hombres: seis habitaciones, destinadas a cocina completa, cuarto de baño jaspeado, despacho particular, salón, comedor y dormitorio. Rudin vivía solo, comía con frugalidad, se privaba de la mayor parte de los lujos y era atendido por una vieja mujer de limpieza y el omnipresente Misha, tosco pero cauteloso ex-soldado, que no hablaba nunca y nunca se encontraba lejos. Cuando Ivanenko entró en el despacho, a un mudo ademán de Misha, se encontró con que Maxim Rudin y Vassili Petrov estaban ya allí. Rudin le indicó un sillón desocupado y dijo, sin preámbulos:

—Les he llamado a los dos porque amenaza tormenta y todos lo sabemos —tronó—. Yo soy viejo y fumo demasiado. Hace dos semanas fui a ver a los matasanos de Kuntsevo. Hicieron algunas pruebas. Y ahora quieren que vuelva.

Petrov lanzó una aguda mirada a Ivanenko. El jefe de la KGB permanecía impasible. Estaba enterado de la visita a la superexclusiva clínica de los bosques del sudoeste de Moscú; uno de sus médicos le informaba de todo.

—La cuestión de la sucesión pende en el aire, y todos lo sabemos —siguió diciendo Rudin—. Y también sabemos, o deberíamos saber, que Vishnayev ambiciona el cargo.

Rudin se volvió a Ivanenko.

—Si lo consigue, Yuri Alexandrovich, y es lo bastante joven para ello, usted habrá terminado. Él no aprobó jamás que un profesional estuviese al frente de la KGB. Pondría a su favorito, Krivoi, en su lugar.

Ivanenko cruzó las manos y miró a Rudin. Tres años antes, Rudin había roto la larga tradición de la Rusia soviética de imponer a un miembro destacado del partido como presidente y jefe de la KGB. Shelepin, Semichastny y Andropov habían sido hombres del partido, colocados al frente de la KGB desde fuera del servicio. Sólo el profesional Iván Serov había estado a punto de llegar a la cima en medio de una oleada de sangre. Entonces, Rudin había elegido a Ivanenko, entre los principales lugartenientes de Andropov, y le había nombrado nuevo jefe.

Y no era esto lo único que rompía la tradición. Ivanenko era joven para el cargo de policía y jefe de espías más poderoso del mundo. A este respecto, había servido como agente en Washington hacía veinte años, circunstancia que siempre provocaba recelos entre los xenófobos del Politburó. En su vida privada, le gustaba la elegancia occidental, y se decía, aunque nadie se atrevía a mencionarlo, que tenía ciertas reservas privadas sobre el dogma. Esto, al menos para Vishnayev, era absolutamente imperdonable.

—Si él ocupa el cargo, ahora o más adelante, también usted se verá en apuros, Vassili Alexeievich —dijo Rudin a Petrov.

Cuando hablaba en privado con sus protegidos, condescendía a llamarles por sus nombres patronímicos; pero nunca lo hacía en sesiones públicas.

Petrov asintió con la cabeza, indicando que había comprendido. Él y Anatoly Krivoi habían trabajado juntos en la sección de Organizaciones del Partido del Secretariado General del Comité Central. Krivoi era más viejo y más antiguo en la sección. Había esperado ocupar la jefatura, pero cuando ésta quedó vacante, Rudin había preferido a Petrov para desempeñar un cargo que, tarde o temprano, llevaba aneja la suprema distinción de un asiento en el Politburó. Krivoi, muy contrariado, había aceptado el ofrecimiento de Vishnayev y asumido el puesto de jefe de personal y brazo derecho del teórico del partido. Pero seguía ambicionando el cargo de Petrov.

Ni Ivanenko ni Petrov habían olvidado que el predecesor de Vishnayev como teórico del partido, Mijail Suslov, había sido quien había forjado la mayoría que derribó a Kruschev en 1963. Rudin dejó que rumiasen sus palabras.

—Yuri —dijo después—, usted sabe muy bien que, dado su historial, no puede ser mi sucesor. —Ivanenko inclinó la cabeza; nunca se había hecho ilusiones a este respecto—. Pero —siguió diciendo Rudin— usted y Vassili, juntos, pueden imprimir un rumbo seguro a este país, si se mantienen firmemente unidos y detrás de mí. El año próximo me marcharé, de un modo u otro. Y, cuando me vaya, quiero que usted, Vassili, ocupe este sillón.

Los dos hombres más jóvenes guardaron un tenso silencio. Ninguno de ellos recordaba a un predecesor de Rudin que hubiese sido tan previsor. Stalin había sufrido un ataque al corazón y había sido rematado por su propio Politburó, cuando se disponía a liquidarlos a todos; Beria había intentado hacerse con el poder, pero había sido detenido y fusilado por sus temerosos colegas; Malenkov había caído en desgracia, lo mismo que Kruschev; Breznev les había tenido a todos en suspenso hasta el último minuto.

Rudin se levantó, en señal de que la reunión estaba a punto de terminar.

—Una última cosa —dijo—. Vishnayev está tramando algo. Tratará de hacer de Suslov, amparándose en esa catástrofe de trigo. Si se sale con la suya, todos habremos terminado, y quizá también Rusia estará acabada. Porque es un extremista; es impecable en la teoría, pero imposible en la práctica. Ahora tengo que saber lo que está haciendo, por dónde nos va a salir y a quién trata de reclutar. Averígüenlo. Descúbranlo en un plazo de catorce días.

El Centro, Cuartel General de la KGB, es un enorme complejo de piedra, de casas de oficinas, que ocupa todo el lado nordeste de la plaza de Dzerzhinsky, en la cima de la Karl Marx Prospekt. En realidad, este complejo es un cuadro vacío por dentro; la fachada y las dos alas están ocupadas por la KGB, y el bloque de atrás es el centro de interrogatorios y prisión de la Lubianka. La proximidad de ambos sectores, únicamente separados por el patio interior, permite a los interrogadores cumplir sin demora su trabajo.

El despacho del presidente está en la tercera planta, a la izquierda de la puerta principal. Pero él entra siempre en automóvil, con su chófer y sus guardaespaldas, por la puerta lateral. El despacho es una habitación muy grande y adornada, con paneles de caoba en las paredes y lujosas alfombras orientales. En una de las paredes pende el obligado retrato de Lenin, y en otra, una fotografía del propio Feliks Dzerzhinsky. A través de los cuatro altos ventanales, con sus cortinas y sus cristales a prueba de balas, que dan a la plaza, el observador puede ver otra imagen del fundador de la Cheka: una estatua de bronce, de seis metros de altura, colocada en el centro de la plaza, y cuyos ojos ciegos miran a lo largo de la Marx Prospekt hacia la plaza de la Revolución.

A Ivanenko le disgustaba la decoración pesada, recargada y copiosa, de los centros oficiales soviéticos, pero poco podía hacer en lo tocante a su despacho. De los muebles heredados de su predecesor, Andropov, sólo apreciaba la mesa. Era enorme y estaba provista de siete teléfonos. El más importante de éstos era el Kremlevka, que le enlazaba directamente con el Kremlin y Rudin. Después estaba el Vertushka, del color verde de la KGB, que le ponía en comunicación con los otros miembros del Politburó y con el Comité Central. Otros le enlazaban, a través de circuitos de alta frecuencia, con los principales representantes de la KGB en toda la Unión Soviética y en los satélites europeos del Este. Y había, en fin, otras líneas directas con el Ministerio de Defensa y su servicio de información, GRU. Todas las líneas tenían conexiones independientes. Aquella tarde, tres días después de terminar el mes de junio, recibió por la última de dichas líneas la llamada que esperaba desde hacía diez días.

El que llamaba era un hombre que se identificó como Arkady. Ivanenko había dado instrucciones al telefonista de que, cuando llamase Arkady, le pusiese inmediatamente en comunicación con él. La conversación fue breve.

—Mejor cara a cara —dijo escuetamente Ivanenko—. No aquí, ni ahora. Esta noche, en mi casa.

Y colgó.

La mayoría de los dirigentes soviéticos importantes no se llevan nunca su trabajo a casa. En realidad, casi todos los rusos tienen dos personalidades distintas; tienen su vida oficial y su vida privada que, mientras sea posible, no deben confundirse. Y, cuanto más se eleva uno, mayor es la divisoria. Como en el caso de los jefazos de la mafia, a quienes se parecen mucho los jefes del Politburó, la esposa y los hijos no deben intervenir, ni siquiera escuchando conversaciones de negocios, en los generalmente poco nobles asuntos que constituyen la vida oficial.

Ivanenko era diferente, y ésta era la razón principal de que los encumbrados apparatchiks del Politburó desconfiasen de él. Por la razón más antigua del mundo, él no tenía esposa ni hijos. Prefería vivir alejado de los otros, a diferencia de la mayoría, que gustaban de hacerlo en vecindad, en los apartamentos del extremo occidental de la Jutuzovsky Prospekt, los días laborables, y en villas agrupadas alrededor de Zhukovka y de Usovo, los fines de semana. Los miembros de la élite soviética no quieren estar nunca muy lejos los unos de los otros.

Poco después de asumir su cargo supremo en la KGB, Yuri Ivanenko había encontrado una hermosa y antigua casa en el Arbat, el antaño lujoso barrio residencial de la ciudad de Moscú, predilecto de los comerciantes antes de la revolución. Equipos de constructores, pintores y decoradores de la KGB la habían restaurado en seis meses…, algo imposible en la Unión Soviética, salvo para un miembro del Politburó.

Después de haber devuelto a la casa su antigua elegancia, aunque con los más modernos sistemas de seguridad y de alarma, nada le había costado a Ivanenko amueblarla con lo que era símbolo definitivo de categoría entre los soviets: muebles occidentales, La cocina era el último grito funcional de California, y había sido toda ella enviada a Moscú por «Sears Roebuck», en grandes embalajes. Las paredes del cuarto de estar y del dormitorio habían sido revestidas de paneles de pino sueco, vía Finlandia, y el cuarto de baño relucía de mármol y azulejos. El propio Ivanenko ocupaba sólo la planta superior, que era una suite completa de habitaciones, entre las que se contaban su cuarto de estudio y música, con un espléndido estéreo «Phillips», y una biblioteca de libros extranjeros y prohibidos, en inglés, francés y alemán, todos ellos idiomas hablados por él. El comedor se hallaba junto al cuarto de estar, y había una sauna contigua al dormitorio, completando la planta del piso superior.

Su personal, compuesto por el chófer, los guardaespaldas y su criado personal, todos ellos hombres de la KGB, se alojaban en la planta baja, que albergaba también el garaje. Tal era la casa a la que volvió después del trabajo y donde esperó al hombre que le había llamado por teléfono.

Y llegó Arkady, hombre robusto, colorado de rostro, vestido de paisano, aunque se habría sentido más a gusto en su uniforme acostumbrado de general de brigada del Estado Mayor del Ejército rojo. Era uno de los agentes de Ivanenko dentro del Ejército. Sentado sobre el borde del sillón en el cuarto de estar de Ivanenko, se inclinó hacia delante mientras hablaba. El enjuto jefe de la KGB permaneció arrellanado tranquilamente en el suyo, haciendo algunas preguntas y tomando de vez en cuando unas notas en su bloc. Cuando hubo terminado el brigadier, le dio las gracias, se levantó y pulsó un timbre instalado en la pared. A los pocos segundos, se abrió la puerta y apareció el criado de Ivanenko, un joven y rubio guardia sumamente guapo, el cual invitó al visitante a salir por una puerta lateral.

Ivanenko reflexionó largo rato sobre las noticias, sintiéndose cada vez más cansado y desanimado. Conque era esto lo que se proponía Vishnayev… Tendría que decírselo a Maxim Rudin por la mañana.

Tomó un largo baño, perfumado con una cara loción londinense, se envolvió en una bata de seda y sorbió una copa de viejo coñac francés. Después, volvió a su dormitorio, apagó las luces, dejando solamente encendida la lamparita de un rincón, y se estiró sobre la blanca colcha. Levantó el teléfono de la mesita de noche y apretó uno de los botones. Le respondieron inmediatamente.

—Valodya —dijo a media voz, empleando el afectuoso diminutivo de Vladimir—, ten la bondad de subir.