CAPÍTULO PRIMERO

Un sol tibio y acariciador brillaba sobre Washington aquella mañana de mediados de mayo, provocando las primeras mangas de camisa en las calles y las primeras rosas rojas en el jardín al que daban los ventanales del Salón Oval de la Casa Blanca. Pero, aunque las ventanas estaban abiertas y el fresco olor de la hierba y de las flores penetraba en el santuario privado del gobernante más poderoso del mundo, los cuatro hombres que se encontraban allí presentes centraban su atención en otras plantas, de un lejano país extranjero.

El presidente William Matthews se había sentado donde siempre lo han hecho los presidentes americanos: de espaldas a la pared sur de la habitación y de cara al Norte, detrás de la antigua mesa y frente a la clásica chimenea de mármol que ocupa la pared opuesta. Su sillón, a diferencia del de la mayoría de sus predecesores, partidarios de los asientos personales y hechos a su medida, era de fabricación en serie, giratorio y de alto respaldo, como los que suelen usar los ejecutivos importantes de cualquier corporación. Pues «Bill» Matthews, como quería que se le llamase en los carteles publicitarios, siempre había hecho gala, en el curso de sus triunfales y sucesivas campañas electorales, de sus gustos corrientes y caseros en el vestir, en la comida y en las comodidades humanas. Por consiguiente, el sillón, que podía ser visto por las docenas de delegados a quienes recibía personalmente en el Salón Oval, no era un mueble de lujo. En cuanto a la hermosa mesa antigua, cuidaba muy mucho de advertir que la había heredado y era parte de la preciosa tradición de la Casa Blanca. Y la gente lo creía.

Pero aquí trazaba Bill Matthews la frontera. Cuando estaba reunido en cónclave con sus principales consejeros, el «Bill» que podía emplear el más humilde de sus votantes para dirigirse a él estaba completamente fuera de lugar. También prescindía del tono bonachón y de la taimada sonrisa obsequiosa con que había embaucado a los votantes, convencidos de que llevaban un chico sencillo a la Casa Blanca. El no era un chico sencillo, y sus consejeros lo sabían; era el hombre en la cima.

Sentados en sendos sillones de recto respaldo, al otro lado de la mesa del presidente, estaban los tres hombres que habían solicitado verle a solas aquella mañana. El más próximo a él, en términos personales, era el presidente del Consejo de Seguridad Nacional, consejero particular de Matthews en asuntos de seguridad y confidente del mismo en asuntos extranjeros. Conocido en los medios del Ala Occidental y de la Oficina Ejecutiva como el Doc o como ese maldito polaco, el enjuto Stanislav Poklevski provocaba a veces antipatía, pero nunca desdén.

Aquellos dos hombres —el rubio y blanco protestante anglosajón del extremo Sur, y el taciturno y devoto católico romano venido de Cracovia siendo niño— formaban una extraña pareja, dada su intimidad. Pero lo que desconocía Matthews sobre la tortuosa psicología de los europeos en general y de los eslavos en particular era compensado por aquella máquina calculadora, educada en los jesuitas, a la que siempre prestaba oído. Otras dos razones contribuían también al aprecio que sentía el presidente por Poklevski: éste era absolutamente fiel, y carecía de ambiciones políticas fuera de la sombra de Bill Matthews. Pero había una salvedad: Matthews tenía siempre que equilibrar la recelosa antipatía del Doctor por los hombres de Moscú con las más corteses actitudes de su bostoniano secretario de Estado.

El secretario no estaba presente aquella mañana en la reunión, solicitada personalmente por Poklevski. Los otros dos hombres sentados frente a la mesa eran Robert Benson, director de la CIA, y Carl Taylor.

Se ha escrito frecuentemente que la Agencia de Seguridad Nacional de América (NSA) es el cuerpo responsable de todo el espionaje electrónico. Es una creencia popular, pero no cierta. La NSA cuida de aquella parte de la vigilancia y del espionaje electrónicos, realizados fuera de los Estados Unidos y en interés de éstos, que se relaciona con la escucha: intervenciones de teléfonos, registros de emisiones radiadas y, sobre todo, captación en el éter de miles de millones de palabras al día, en cientos de idiomas y dialectos, para su grabación, descifrado, traducción y análisis. Pero no tiene nada que ver con los satélites espías. La vigilancia visual del Globo por cámaras montadas en aviones v, más importante aún, en satélites espaciales, ha sido siempre competencia de la Oficina de Reconocimiento Nacional (NRO), órgano conjunto de la «Air Force» y de la CIA. Carl Taylor, general de dos estrellas del servicio de investigación de la «Air Force», era su director.

El presidente recogió el montón de excelentes fotografías que había sobre la mesa y las devolvió a Taylor, que se levantó para cogerlas y las metió de nuevo en su cartera.

—Bueno, caballeros —comenzó pausadamente el presidente—, me han mostrado ustedes que la cosecha de trigo en un pequeño sector de la Unión Soviética, tal vez en sólo los pocos acres que aparecen en esas fotos, está resultando deficiente. ¿Qué demuestra esto?

Poklevski miró a Taylor y afirmó con la cabeza. Taylor carraspeó.

—Señor presidente, me he tomado la libertad de preparar la recepción en pantalla de lo que está transmitiendo precisamente ahora uno de nuestros satélites «Cóndor». ¿Desea verlo?

Matthews asintió y observó a Taylor, mientras éste se dirigía a la serie de aparatos de televisión instalados en la curva pared occidental, debajo de los estantes de los libros, especialmente reducidos para hacer sitio a la consola de aparatos de TV. Cuando acudían delegaciones civiles al salón, la nueva hilera de pantallas de TV era disimulada por unas puertas correderas de madera de teca. Taylor conectó el último aparato de la izquierda y volvió a la mesa del presidente. Levantó uno de los seis teléfonos, marcó un número y ordenó:

—Proyecten.

El presidente Matthews conocía la eficacia de los satélites «Cóndor». Volando a más altura que cualquiera de sus antecesores, provistos de cámaras tan perfeccionadas que podían mostrar en primer plano la uña de un hombre desde trescientos cincuenta kilómetros de distancia, a través de la niebla, la lluvia, el granizo, la nieve, las nubes y la noche, los «Cóndor» eran los últimos y mejores satélites.

En los años setenta, la observación fotográfica había sido buena pero lenta, debido principalmente a que cada carrete de película impresionada tenía que ser lanzado por el satélite en una posición determinada y caer por su propio peso, envuelto en cubiertas protectoras; ser recogido con la ayuda de aparatos detectores; enviado por avión a los laboratorios centrales de la NRO, revelado y proyectado. Sólo cuando el satélite estaba dentro del arco que permitía una línea directa desde él hasta los Estados Unidos o una de las estaciones de seguimiento controladas por los americanos, podían realizarse transmisiones directas de TV. Pero, cuando el satélite pasaba cerca de la Unión Soviética, la curva de la superficie de la tierra impedía la recepción directa y, por ello, los observadores tenían que esperar a su regreso.

Después, en el verano de 1978, los científicos solucionaron el problema con el Juego Parabólico. Sus computadoras trazaron una combinación enormemente complicada de las trayectorias de media docena de cámaras espaciales alrededor del Globo, con este fin: cuando la Casa Blanca quería información de uno cualquiera de los espías celestes, le ordenaba, mediante una señal, que empezase a transmitir lo que veía, proyectando las imágenes en un bajo arco parabólico a otro satélite que no estuviese fuera de su campo visual. El segundo aparato retransmitía la imagen a un tercer satélite, y así sucesivamente, a la manera de los jugadores de rugby que se arrojan la pelota mientras corren. Cuando las imágenes deseadas eran recibidas por un satélite sobre los Estados Unidos, podían ser enviadas al Cuartel General de la NRO y, de allí, al Salón Oval.

Los satélites viajaban a más de 60,000 kilómetros por hora; el Globo giraba con las horas, inclinándose según las estaciones. Las computaciones y permutaciones eran astronómicas, pero las computadoras las resolvieron. En 1980, el presidente de los Estados Unidos podía ver, durante las veinticuatro horas del día, cualquier centímetro cuadrado de la superficie del mundo, con sólo apretar el botón de transmisión simultánea. A veces, esto le turbaba. En cambio, nunca preocupó a Poklevski; éste había sido educado en la idea de la exposición de todos los pensamientos privados y de todas las acciones en el confesionario. Los «Cóndor» eran como confesonarios, y él era como el sacerdote que antaño estuvo a punto de ser.

Al iluminarse la pantalla, el general Taylor extendió un mapa de la Unión Soviética sobre la mesa del presidente y señaló con un dedo.

—Lo que está usted viendo, señor presidente, procede del «Cóndor Cinco», que se encuentra aquí, en el Nordeste, entre Saratov y Perm, cruzando sobre las tierras Vírgenes y la región de la Tierra Negra.

Matthews levantó los ojos y miró la pantalla. Grandes pasajes de tierra desfilaban lentamente por aquella, ocupándola en su totalidad; la extensión abarcada era de unos treinta kilómetros de anchura. El campo parecía pelado, como en otoño después de la recolección. Taylor murmuró unas breves instrucciones por teléfono. Segundos después, la imagen se concentró, mostrando una franja de apenas ocho kilómetros de ancho. Un grupito de chozas campesinas, sin duda isbas de planchas de madera, perdidas en la infinidad de la estepa, se deslizó por la izquierda de la pantalla. La raya de una carretera apareció en el cuadro, ocupó su centro unos instantes y desapareció. Taylor murmuró de nuevo; la imagen se aproximó, revelando un espacio de unos cien metros de anchura. La visión era más clara. Un hombre que conducía un caballo por la vasta estepa apareció y desapareció en seguida.

—Más despacio —ordenó Taylor, por teléfono.

El suelo captado por las cámaras se deslizó con menos rapidez. En el espacio, el satélite «Cóndor» seguía su ruta a la misma altura y a igual velocidad; pero, en los laboratorios de la NRO, las imágenes eran estrechadas y retardadas. El paisaje se acercó y discurrió más lentamente. Junto al tronco de un árbol solitario, un campesino ruso se desabrochó despacio la bragueta. El presidente Matthews no era técnico y, por esto, nunca dejaba de asombrarse. El estaba sentado —pensó— en un cómodo despacho de Washington, una mañana de principios de verano, y podía ver a un hombre que orinaba a la sombra de la cordillera de los Urales. El campesino salió lentamente del campo visual por la parte inferior de la pantalla. La imagen que apareció ahora fue un campo de trigo de cientos de acres de extensión.

—Paren —ordenó Taylor por teléfono.

La imagen dejó poco a poco de moverse, y quedó fija.

—Primer plano —dijo Taylor.

La imagen se acercó más y más, hasta que toda la pantalla, de un metro cuadrado, fue ocupada por veinte tallos separados de trigo joven. Todos ellos parecían quebradizos, endebles, sucios. Matthews los había visto iguales en los cubos de basura del Oeste Medio que había conocido en su infancia, cincuenta años atrás.

—Stan —dijo el presidente.

Poklevski, que había solicitado la reunión y la proyección, escogió cuidadosamente sus palabras:

—Señor presidente, la Unión Soviética tiene prevista este año una producción de cereales de 240 millones de toneladas métricas en total. Ahora bien, este objetivo de producción se descompone en 120 millones de toneladas de trigo, 60 millones de cebada, 14 de maíz, 14 de centeno y, las 20 restantes, entre arroz, mijo, alforfón y granos leguminosos. Los gigantes de la cosecha son el trigo y la cebada.

Se levantó y se acercó al mapa de la Unión Soviética, que seguía extendido sobre la mesa. Taylor apagó la televisión y volvió a su asiento.

—Aproximadamente el cuarenta por ciento de la producción anual de cereales en la Unión Soviética, o sea unos cien millones de toneladas, procede de aquí, de Ucrania y de la zona de Kubán de la República Rusa meridional —siguió diciendo Poklevski, indicando las zonas en el mapa—. Y todo es trigo de invierno. Es decir, se siembra en septiembre o en octubre, y empieza a brotar en noviembre, cuando caen las primeras nieves. La nieve cubre los brotes y los protege de las fuertes heladas de diciembre y enero.

Poklevski se volvió y se apartó de la mesa, en dirección a los grandes ventanales de detrás del sillón presidencial. Tenía la costumbre de pasear mientras hablaba.

Un observador situado en Pennsylvania Avenue no puede ver el Salón Oval, oculto detrás del pequeño edificio del Ala Occidental; pero, dado que las puntas de los altos ventanales, encarados al Sur, pueden observarse desde el monumento a Washington, que se levanta a unos mil metros de distancia, dichos ventanales fueron provistos hace tiempo de verdes cristales de quince centímetros de grueso y a prueba de balas, para el caso de que un francotirador quisiera intentar un disparo a larga distancia desde las proximidades del monumento. Al acercarse Pokleyski a los ventanales, la verdosa luz que cruzaba los cristales acentuó la palidez de su ya blanco semblante.

El hombre dio media vuelta y retrocedió, en el momento en que Matthews se disponía a hacer girar su sillón para no perderle de vista.

—En diciembre último, la totalidad de Ucrania y de Kubán se vio afectada por un caprichoso derretimiento de la nieve en los primeros días del mes. Esto había ocurrido otras veces, pero nunca con tanto calor. Una gran ola de aire cálido del Sur, procedente del mar Negro y del Bósforo, avanzó hacia el Nordeste y barrió Ucrania y Kubán. Duró una semana y derritió la primera capa de nieve, que tenía unos quince centímetros de espesor. El trigo y la cebada jóvenes quedaron al descubierto. Diez días más tarde, como para compensar aquello, el caprichoso tiempo azotó toda la región con unas heladas que llegaron a los quince e incluso a los veinte grados bajo cero.

—Lo cual hizo un mal servicio al trigo —sugirió el presidente.

—Señor presidente —intervino Robert Benson, de la CIA—, nuestros mejores expertos en agricultura calculan que los soviets tendrán suerte si pueden salvar el cincuenta por ciento de la cosecha de Ucrania y de Kubán. El perjuicio fue enorme e irreparable.

—¿Y es esto lo que me han mostrado? —preguntó Matthews.

—No, señor —respondió Poklevski—, y éste es el motivo de esta reunión. El restante sesenta por ciento de la producción soviética, o sea, unos ciento cuarenta millones de toneladas, procede de los grandes campos de las Tierras Vírgenes, roturadas por orden de Kruschev a principios de los años sesenta, y de la región de la Tierra Negra, contigua a los Urales. Una pequeña parte viene de allende las montañas de Siberia. Esto es lo que acabamos de mostrarle.

—¿Qué ocurre allí? —preguntó Matthews.

—Algo muy extraño, señor. Algo muy raro está ocurriendo en la cosecha de cereales de los soviets. Este sesenta por ciento está constituido enteramente por trigo de primavera, que se siembra en marzo o abril, después del deshielo. Ahora debería crecer verde y lozano. Sin embargo, crece débil, claro, esporádico, como atacado por una especie de plaga.

—¿También a causa del tiempo? —preguntó Matthews.

—No. El invierno y la primavera han sido húmedos en toda esta zona, pero no excesivamente. Ahora ha salido el sol; el tiempo es magnífico, cálido y seco.

—¿Está muy extendida esa… plaga?

Benson intervino de nuevo.

—No lo sabemos, señor presidente. Tenemos, quizá, cincuenta fragmentos de película sobre este problema en particular. Naturalmente, nosotros estudiamos sobre todo las concentraciones militares, los movimientos de tropas, las nuevas bases de cohetes, las fábricas de armamento. Pero lo que tenemos parece indicar que está bastante extendida.

—Entonces, ¿qué se proponen ustedes?

—Desearíamos —resumió Poklevski— su autorización para gastar bastante más en este problema, a fin de descubrir la gravedad que tiene para los soviets. Esto significa enviar delegaciones, hombres de negocios. Aprovechar la vigilancia del espacio, en cuanto no entorpezca sus tareas prioritarias. Creemos que es de vital interés para América averiguar exactamente con qué dificultades se enfrentará Moscú a este respecto.

Matthews reflexionó un momento y consultó su reloj. Dentro de diez minutos llegaría un grupo de ecólogos que deseaban saludarle y ofrecerle una nueva placa. Después, vendría el fiscal general, antes de la hora del almuerzo, para hablarle de la nueva legislación laboral. Se levantó.

—Muy bien, caballeros, sea como ustedes quieren. Les doy mi autorización. Debemos estar enterados de este asunto. Pero quiero una respuesta dentro de treinta días.

Diez días más tarde, el general Carl Taylor se sentó en la oficina del séptimo piso de Robert Benson, director de la Central de Investigación, o DCI, y contempló su propio informe, adherido a un grueso fajo de fotografías, sobre la mesita de café que tenía delante.

—Es algo muy curioso, Bob —dijo—. No puedo comprenderlo.

Benson se apartó de los grandes ventanales que ocupan el sitio de toda una pared en el despacho del DCI en Langley y desde las que se perciben, hacia el Nor-Noroeste, magníficas vistas de arboledas en la dirección del invisible río Potomac. Como a sus predecesores, le gustaba aquel panorama, particularmente a finales de la primavera y principios del verano, cuando los bosques eran verdes y tiernos. Se sentó en el bajo canapé, frente a la mesita y delante de Taylor.

—Tampoco lo comprenden mis expertos en cereales, Carl. Y no quiero acudir al departamento de Agricultura. Pase lo que pase en Rusia, no queremos publicidad, y, si hiciese intervenir a gente de fuera, la Prensa hablaría de ello dentro de una semana. Bueno, ¿qué ha averiguado?

—Las fotos muestran que la plaga, o lo que sea, no es epidémica —dijo Taylor—. Ni siquiera es regional. Esto es lo más raro. Si la causa fuese climática, habría algún fenómeno meteorológico que lo explicase. No hay ninguno. Si se tratase de una enfermedad de las mieses, sería al menos regional. Y lo propio cabría decir si fuese producida por parásitos. Pero es algo que parece aleatorio. Junto a las zonas afectadas hay trigales sanos y fructíferos. Las imágenes enviadas por el «Cóndor» están fuera de toda lógica. ¿Qué dice usted?

Benson asintió con la cabeza.

—Es completamente ilógico. He destacado un par de agentes sobre el terreno, pero todavía no me han informado. La Prensa soviética no ha dicho nada. Mis propios agrónomos han estudiado una y otra vez sus fotos. Lo único que deducen es que debe de tratarse de una enfermedad de las semillas o de algo nocivo en el suelo. Pero no pueden explicar el carácter aleatorio del fenómeno. No corresponde a ninguna pauta conocida. Lo peor es que debo presentar al presidente un cálculo de la probable cosecha total de cereales de la Unión Soviética en septiembre y octubre. Y tengo que hacerlo pronto.

—No puedo fotografiar todos y cada uno de los campos de trigo y cebada de la Unión Soviética, ni siquiera con los «Cóndor» —dijo Taylor—. Sería una labor de meses. ¿Puede proporcionármelo usted?

—Ni pensarlo —negó Benson—. Necesito información sobre los movimientos de tropas a lo largo de la frontera china y de los preparativos frente a Turquía y el Irán. Tengo que observar constantemente los despliegues del Ejército rojo en Alemania del Este y los emplazamientos de los nuevos Veinte SS detrás de los Urales.

—Entonces, sólo puedo pergeñar una cifra proporcional, fundada en lo que hemos fotografiado hasta la fecha, y aplicarla a toda la Unión Soviética —dijo Taylor.

—Tiene que hacerse con exactitud —dijo Benson—. No quiero que se repita lo de 1977.

Taylor frunció el ceño al recordarlo, aunque, en aquel entonces, él no era director de la NRO. En 1977, la maquinaria de información americana había sido burlada por un formidable truco de los soviets. Durante el verano, todos los expertos de la CIA y del Departamento de Agricultura habían dicho al presidente que la cosecha cerealista soviética alcanzaría aproximadamente los 215 millones de toneladas métricas. A los delegados de Agricultura que habían visitado Rusia se les habían mostrado campos de trigo sanos y ubérrimos; en realidad, eran las excepciones. Los análisis de las fotos de reconocimiento habían sido defectuosos. En otoño, el entonces presidente soviético, Leónidas Breznev, había anunciado tranquilamente que la cosecha soviética sería solamente de 194 millones de toneladas.

Como resultado de ello, el precio del excedente de trigo de los Estados Unidos había subido, en la certeza de que los rusos, a fin de cuentas, tendrían que comprar unos veinte millones de toneladas. Demasiado tarde. Durante el verano, y actuando a través de Compañías de paja radicadas en Francia, Moscú había comprado por anticipado trigo suficiente para cubrir el déficit… al bajo precio antiguo. Incluso habían fletado aviones de transporte por medio de hombres de paja y, después, llevaron a puertos soviéticos los barcos que se dirigían a la Europa Occidental. El asunto era conocido en Langley como «La Punzada».

Carl Taylor se levantó.

—Muy bien, Bob; seguiré tomando bonitas instantáneas.

—Carl. —La voz del DCI le hizo detenerse en el umbral—. Las bellas fotografías no bastan. Quiero que el primero de julio los «Cóndor» vuelvan a dedicarse por entero a las tareas militares. Déme el mejor cálculo que pueda al terminar el mes. Y…, en todo caso, peque por prudencia. Si sus chicos descubren algo que pueda explicar el fenómeno, haga que vuelvan a fotografiarlo. Tenemos que saber qué diablos le ocurre al trigo soviético.

Los satélites «Cóndor» del presidente Matthews podían verlo casi todo en la Unión Soviética, pero no podían observar a Harold Lessing, uno de los tres primeros secretarios de la sección comercial de la Embajada británica en Moscú, sentado a su mesa la mañana siguiente. Y probablemente era mejor así, porque él habría sido el primero en reconocer que no ofrecía una imagen muy edificante. Estaba pálido como la cera y se sentía muy enfermo.

El edificio principal de la Embajada británica en la capital soviética es una vieja y hermosa mansión de antes de la revolución, que da por el Norte al muelle de Maurice Thorez y tiene enfrente, al otro lado del río Moscova, la fachada Sur de los muros del Kremlin. En los tiempos del zar, había pertenecido a un comerciante de azúcar millonario, y se la apropiaron los ingleses poco después de la revolución. Desde entonces, el Gobierno soviético no ha parado en sus intentos de echar de ella a los británicos. Stalin odiaba aquel lugar; cada mañana, al levantarse, tenía que ver, desde sus aposentos privados, la Unión Jack ondeando al otro lado del río, al soplo de la brisa mañanera, y eso le fastidiaba.

Pero la sección comercial no tiene la suerte de alojarse en esta elegante mansión de crema y oro. Funciona en un triste complejo de casas para oficinas construido a tres kilómetros de aquella, en la Kutuzovsky Prospekt, casi enfrente del «Hotel Ukraina», que parece un pastel de boda. El mismo complejo, cuyo único portal está custodiado por varios vigilantes milicianos, contiene otros vulgares edificios de apartamentos, destinados a vivienda del personal diplomático de veinte o más Embajadas extranjeras, designado colectivamente con el nombre de «Korpus Diplomatik», o Residencia de los Diplomáticos.

El despacho de Harold Lessing estaba en el piso más alto del bloque de oficinas comerciales. Cuando, al fin, se desmayó, a las diez y media de aquella brillante mañana de mayo, el ruido del teléfono al chocar contra el suelo, arrastrado por él en su caída, alarmó a su secretaria en el despacho contiguo. Esta, serena y eficaz, avisó al consejero comercial, el cual envió a dos jóvenes agregados en auxilio de Lessing, que había recobrado a medias el conocimiento. Los dos jóvenes le sacaron de allí, cruzaron con él la zona de aparcamiento y lo subieron a su apartamento del sexto piso del Korpus 6, distante de la oficina unos cien metros.

Simultáneamente, el consejero telefoneó al edificio principal de la Embajada, en el muelle de Maurice Thorez, informó del suceso al jefe de la cancillería y pidió que enviase al médico de la Embajada. A mediodía, después de haber reconocido a Lessing en el lecho de su apartamento, el médico se entrevistó con el consejero comercial. Este, para sorpresa de aquél, le cortó en seco y le propuso que fuesen los dos a consultar al jefe de la cancillería. Sólo más tarde comprendió el doctor —médico internista inglés, destinado por un plazo de tres años a la Embajada, con el rango de primer secretario— la necesidad de aquella maniobra. El jefe de la Cancillería les llevó a una habitación especial de la Embajada donde no había posibilidad de instalar ningún micrófono, cosa que no podía afirmarse de la sección comercial.

—Es una úlcera sangrante —dijo el médico a los dos diplomáticos—. Al parecer, desde hace semanas, e incluso meses, sentía molestias, que atribuía a un exceso de acidez. Pensaba que se debía al exceso de trabajo y lo combatía con enormes cantidades de tabletas alcalinas. En realidad, cometió una tontería; habría tenido que acudir a mí.

—¿Tendrá que ser hospitalizado? —preguntó el jefe de la Cancillería, mirando al techo.

—¡Oh, sí! Desde luego —respondió el médico—. Creo que podré conseguir que lo ingresen en unas pocas horas. Los médicos soviéticos están al día en esta clase de tratamientos.

Hubo un breve silencio, y los dos diplomáticos se miraron. El consejero comercial movió la cabeza. Ambos pensaron lo mismo; por su situación, ambos sabían cuál era la verdadera función de Lessing en la Embajada. El médico lo ignoraba. El consejero cedió la palabra al canciller.

—No será posible —dijo suavemente éste—. No en el caso de Lessing. Tendremos que enviarlo a Helsinki en el vuelo de la tarde. ¿Cree que estará en condiciones?

—Sí, pero… —empezó a decir el médico. Entonces se interrumpió. Acababa de comprender por qué habían tenido que recorrer tres kilómetros para celebrar esta conversación. Lessing debía de ser el jefe del servicio secreto en Moscú—. ¡Oh, sí! Claro. Está conmocionado y probablemente ha perdido medio litro de sangre. Le he dado cien miligramos de «pethidine» como sedante. Y puedo darle otra inyección a las tres de esta tarde. Si le llevan en coche hasta el aeropuerto y alguien le acompaña durante todo el viaje, podrá llegar a Helsinki. Pero, una vez allí tendrá que ingresar inmediatamente en el hospital. En realidad, preferiría acompañarle yo mismo para estar más seguro. Mañana podría estar de regreso.

El jefe de la Cancillería se levantó.

—Magnífico —dijo—. Tómese dos días. A propósito, mi esposa tiene una lista de cosas que se le están acabando, y si fuese usted tan amable de… ¿Sí? Muchísimas gracias. Ahora voy a disponerlo todo desde aquí.

Desde hace muchos años, los periódicos, las revistas y los libros, suelen situar el Cuartel General del Servicio Secreto de Información británico, o SIS, o MI6, en cierto edificio de oficinas del suburbio londinense de Lambeth. Es una costumbre que divierte mucho a los miembros del personal de «la Empresa», pues la dirección en Lambeth no es más que una pantalla cuidadosamente mantenida.

De manera parecida, se mantiene la ficción de que Leconfield House, en Curzon Street, es la sede de la Sección de Contraespionaje, o MI5, para despistar a los curiosos indeseables. En realidad, estos infatigables cazadores de espías no moran cerca del «Playboy Club» desde hace muchos años.

El verdadero hogar del Servicio Secreto más secreto del mundo es un bloque de acero y hormigón de estilo moderno, asignado oficialmente al Departamento del Medio Ambiente, a un tiro de piedra de una de las principales estaciones del ferrocarril Southern Regional, y ocupado desde principios de los años setenta.

Fue en las habitaciones del último piso de este edificio, cuyas ventanas con cristales coloreados miran hacia la torre de Big Ben y el Parlamento, que se yerguen al otro lado del río, donde el director general del SIS recibió la noticia de la enfermedad de Lessing, precisamente cuando acababa de almorzar. La llamada, por uno de los teléfonos interiores, procedía del jefe de personal, que acababa de recibir el mensaje de la sala de descifrado situada en el sótano. Escuchó atentamente.

—¿Cuánto tiempo estará fuera? —preguntó al fin.

—Varios meses, como mínimo —dijo el jefe de personal—. Estará un par de semanas hospitalizado en Helsinki, y un poco más de tiempo en nuestro país. Probablemente, su convalecencia requerirá varias semanas más.

—Es una lástima —murmuró el director general—. Tendremos que sustituirle lo antes posible. —Como tenía buena memoria, recordó que Lessing se había valido de dos agentes rusos, que ocupaban modestas posiciones en el Ejército rojo y el Ministerio soviético de Asuntos Exteriores, respectivamente; no eran nada extraordinario, pero sí útiles. Después, añadió—: Cuando Lessing esté sano y salvo en Helsinki, hágamelo saber. Y déme una lista breve de posibles sustitutos. Esta misma noche, por favor.

Sir Nigel Irvine era el tercer profesional de Información que, de modo sucesivo, había ascendido al puesto de director general del SIS, o de «la Empresa», según la denominación vulgar que se le da en la comunidad de organizaciones de esta índole.

La mucho más desmesurada CIA americana, fundada y llevada a la cima de su poder por Allen Dulles, había sido puesta bajo el control de una persona venida de fuera: el almirante Stanfield Turner, por haber abusado caprichosamente de su fuerza en los años setenta. Era curioso que, precisamente en el mismo período, un Gobierno inglés hubiese hecho todo lo contrario, rompiendo la tradición de poner «la Empresa» bajo el mando de un importante diplomático procedente de Foreign Office y colocando el cargo en manos de un profesional.

La cosa había dado resultado. «La Empresa» había pagado caros los asuntos Burgess, MacLean y Philby, y sir Nigel Irvine estaba resuelto a que el sistema de un profesional al frente de «la Empresa» continuase después de él. Por eso trataba de ser tan severo como uno más de sus inmediatos predecesores en evitar la actuación de cualquier francotirador.

—Esto es un servicio, no una función de circo —solía decir a los novatos de Beaconsfield—. No estamos aquí para cosechar aplausos.

Era casi de noche cuando los tres legajos fueron colocados sobre la mesa de sir Nigel Irvine, pero éste quería terminar la selección y estaba dispuesto a quedarse el tiempo necesario. Pasó una hora examinando los legajos, aunque la selección parecía bastante obvia. Por último, cogió el teléfono y, como el jefe de personal estaba aún en la casa, le pidió que acudiese a su despacho. Su secretaria introdujo al funcionario dos minutos más tarde.

Sir Nigel sirvió amablemente un whisky con soda a su visitante, para que le acompañase. No veía motivo alguno que le impidiese disfrutar de algunas de las cosas agradables de la vida, y tenía bien abastecido su despacho, tal vez para compensar los hedores del combate en 1944 y 1945 y los sucios hoteles de Viena a finales de los años cuarenta, cuando era un joven agente de «la Empresa», dedicado a sobornar a miembros del personal soviético en las zonas de Austria ocupadas por los rusos. Dos de sus reclutas de aquella época, inactivos durante años, estaban todavía a su servicio, y se congratulaba de ello.

Aunque el edificio que albergaba el SIS era moderno, de acero, hormigón y cromo, la oficina de su director general en el último piso estaba decorada según un estilo más antiguo y elegante. El papel de las paredes era de un sedante color de café con leche, y la alfombra, que cubría totalmente el suelo, era de un tono naranja tostado. La mesa, el alto sillón colocado detrás de ella, las dos sillas de recto respaldo que le hacían frente, y el Chesterfield de cuero con botones, eran muebles auténticamente antiguos.

Del almacén de cuadros del Departamento del Medio Ambiente, al que los mandarines del servicio civil británico pueden acudir para decorar las paredes de sus oficinas, sir Nigel se había llevado un Dufy, un Vlaminck y un ligeramente dudoso Breughel. Le había echado el ojo a un pequeño, pero exquisito Fragonard, pero un mañoso personaje del Tesoro se le había anticipado.

A diferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth en cuyas paredes pendían retratos al óleo de antiguos ministros de Asuntos Exteriores, como Canning y Grey, «la Empresa» había rechazado siempre los retratos ancestrales. Y es que, ¿a quién se le ocurriría pensar que unos hombres tan disimulados como los sucesivos jefes del espionaje inglés podían disfrutar con la exposición de sus efigies? Tampoco los retratos de la reina en traje de gala gozaban de gran aceptación, en contraste con la Casa Blanca y Langley, cuyas paredes estaban llenas de fotografías firmadas por el último presidente.

—La entrega al servicio de la reina y del país, en este edificio, no requiere propaganda —le habían dicho una vez a un pasmado visitante de la CIA procedente de Langley—. Quien la necesitase no trabajaría aquí.

Sir Nigel dejó de observar las luces del West End, al otro lado del río, y se apartó de la ventana.

—Munro parece el indicado. ¿Qué dice usted? —preguntó.

—Pienso lo mismo —asintió el jefe de personal.

—¿Cómo es? He leído su ficha y le conozco ligeramente. Déme sus características personales.

—Reservado.

—Bien.

—Un poco dado a la soledad.

—Magnífico.

—Pero lo principal es su dominio del ruso —añadió el jefe de personal—. Los otros dos conocen bien el idioma. Pero Munro podría pasar por un ruso auténtico. En general, no hace uso de su conocimiento. Habla con ellos en un ruso pasable y con fuerte acento. Pero cuando prescinde de éste, parece un ruso de verdad. En fin, para encargarse de Mallard y de Merganser sin pérdida de tiempo, su brillante ruso sería un factor primordial.

Mallard y Merganser (Anadón y Mergo) eran los nombres en clave de los dos agentes reclutados y dirigidos por Lessing. Los rusos que trabajan para «la Empresa» dentro de la Unión Soviética suelen recibir nombre de aves, por orden alfabético, según la fecha de su reclutamiento. Los dos M eran adquisiciones recientes. Sir Nigel gruñó:

—Muy bien. Munro es el hombre. ¿Dónde está ahora?

—Enseñando. En Beaconsfield. Materias del oficio.

—Tráigalo aquí mañana por la tarde. Como no está casado, es probable que pueda salir inmediatamente. No hay tiempo que perder. Por la mañana tendré la conformidad del Foreign Office para su designación como sustituto de Lessing en la sección comercial.

Beaconsfield, en el condado de Buckinghamshire, que es lo mismo que decir a fácil alcance del centro de Londres, era hace años una zona predilecta de los ricos de la capital para instalar sus elegantes casas de campo. A principios de los años setenta la mayor parte de éstas eran ofrecidas como lugar de seminarios, retiros, cursos de dirección y marketing o incluso de observancia religiosa. Una de ellas albergaba la Escuela de Ruso de los Servicios Conjuntos, y tenía sus puertas abiertas a todos; otra, más pequeña, contenía la escuela de adiestramiento del SIS y tenía las puertas completamente cerradas.

El curso de Adam Munro era muy popular, sobre todo porque rompía la enojosa rutina del cifrado y descifrado. Él captaba la atención de la clase y lo sabía.

—Bueno —dijo Munro, aquella mañana de la última semana del mes—. Ahora veremos algunas dificultades y la manera de resolverlas.

Los alumnos guardaron silencio, esperando. Los procedimientos rutinarios eran una cosa, y otra, mucho más interesante, el planteamiento de una dificultad real.

—Uno de ustedes tiene que recibir un objeto de un agente —dijo Munro—. Pero es seguido por el servicio local. Puede ampararse en su estatuto diplomático, en caso de detención; pero su agente no puede hacerlo. Este es un ciudadano corriente y está desamparado. Viene a su encuentro y no hay manera de impedírselo. Sabe que, si se entretiene demasiado, llamará la atención; por consiguiente, esperará diez minutos. ¿Qué hará usted?

—Eludir al que me sigue —sugirió uno, pero Munro negó con la cabeza.

—En primer lugar, se supone que es usted un inocente diplomático, no un Houdini. Si le da esquinazo a su perseguidor, se delatará como agente adiestrado. Además, puede fracasar. Si se trata de la KGB, que emplea hombres de primera clase, no podrá eludirles, salvo que se refugie en la Embajada. Otra solución.

—Renunciar —sugirió otro alumno—. No presentarse. La seguridad del colaborador no protegido es lo más importante.

—Cierto —dijo Munro—. Pero, con esto, su hombre se queda con un objeto que no puede retener eternamente y sin poder concertar un encuentro alternativo. —Hizo una breve pausa—. ¿O acaso puede…?

—Si se ha convenido un segundo procedimiento por si fracasara el primero —sugirió un tercer estudiante.

—Exacto —replicó Munro—. Cuando usted estuvo a solas con él, antes de que empezasen a vigilarle a usted mismo, le indicó una serie de lugares alternativos de encuentro, para el caso de que fracasase el primero. Por consiguiente, el hombre espera diez minutos y, si usted no comparece, se dirige tranquilamente al segundo lugar convenido. ¿Cómo se llama este procedimiento?

—Retirada —respondió el avispado alumno que había querido eludir al perseguidor.

—Primera retirada —le corrigió Munro—. Vamos a hacer esto dentro de dos meses en las calles de Londres; por consiguiente, deben aprenderlo bien. —Los alumnos tomaron nota—. Muy bien. Han convenido un segundo lugar de encuentro en la ciudad, pero usted advierte que todavía le siguen. No se ha ganado nada. ¿Qué ocurre en la primera retirada?

Hubo un silencio general. Munro esperó treinta segundos.

—Tampoco deben encontrarse en este lugar —declaró—. De acuerdo con la maniobra en la que ha instruido usted a su contacto, el segundo lugar debe estar siempre situado de manera que él pueda observarle desde lejos. Cuando usted se ha convencido de que le está observando, por ejemplo, desde la terraza de un café, pero siempre desde una distancia considerable, debe hacerle una señal. Una señal cualquiera: rascarse una oreja, sonarse, dejar caer un periódico y recogerlo. ¿Qué significa esto para el contacto?

—Que uno se dirige al tercer punto de reunión, de acuerdo con lo previamente convenido —contestó el avispado.

—Perfecto. Pero alguien le está siguiendo todavía. ¿Dónde deberá realizarse el encuentro? ¿En qué clase de lugar? Esta vez, nadie respondió.

—En un local, bar, club, restaurante o algo parecido, que tenga cerrada la puerta de entrada, de manera que nadie pueda ver el interior de la planta baja desde la calle y a través de los cristales. Bueno, ¿por qué se ha elegido este lugar para la entrega?

Se oyó una breve llamada en la puerta, y el jefe del programa de estudios asomó la cabeza por ella. Hizo una seña a Munro, el cual se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta. Su superior le hizo salir al pasillo.

—Tengo un recado para usted —dijo, en voz baja—. El amo quiere verle. En su despacho, a las tres. Salga de aquí a la hora del almuerzo. Bailey se encargará de las clases de la tarde.

Munro volvió a su mesa, bastante intrigado. El amo era el apodo, afectuoso y respetuoso a un tiempo, que se daba al director general de «la Empresa».

Uno de los alumnos había preparado una respuesta:

—Se ha elegido aquel lugar para que uno pueda acercarse a la mesa del contacto y recoger el objeto sin ser visto.

Munro movió la cabeza.

—No exactamente. Cuando usted salga del lugar, los que le siguen pueden enviar a un hombre a interrogar a los camareros. Si se ha acercado usted directamente al contacto, alguno de aquéllos puede haber observado la cara de éste y describirla, facilitando su identificación. ¿Alguna otra sugerencia?

—Dejar el objeto en algún sitio, dentro del restaurante —propuso el avispado.

Pero Munro sacudió de nuevo la cabeza.

—No tendrá usted tiempo —repuso—. Los que le siguen entrarán en el lugar pocos segundos después que usted. Además, es posible que el contacto, que según lo convenido habrá llegado antes, no haya encontrado un cubo adecuado en el lavabo. O desocupada la mesa conveniente. Es demasiado aleatorio. No; esta vez emplearemos el roce. Anoten; el asunto se desarrolla así:

»Al recibir su contacto la señal en el lugar de la primera retirada, indicando que alguien le vigilaba a usted, el hombre ha seguido el procedimiento convenido. Ha sincronizado su reloj, al segundo, con un reloj público de confianza o, mejor aún con el del Servicio Telefónico de Hora Exacta. En otro lugar, usted habrá hecho exactamente lo mismo.

»A la hora prevista, él estará ya sentado en el bar o en otro sitio convenido. Usted se acercará a la puerta en el momento exacto. Si va algo adelantado, se entretendrá un poco atándose los cordones de un zapato o deteniéndose en un escaparate. Debe consultar su reloj de manera que nadie pueda verlo.

»En el segundo exacto convenido, entra usted en el bar y la puerta se cierra a su espalda. En el mismo segundo, su contacto se habrá puesto en pie, después de pagar la cuenta, y se dirigirá a la puerta. Como mínimo, pasarán cinco segundos antes de que entren los que le siguen. Usted se cruzará con su contacto a pocos palmos de la puerta, asegurándose de que ésta se haya cerrado para impedir toda visión. Al cruzarse y rozarse con aquél, usted entregará o recogerá el objeto. Inmediatamente, se dirigirá a una mesa desocupada o a un taburete del bar. La oposición entrará unos segundos más tarde. El contacto se cruzará con ellos al salir y desaparecerá. Después, el personal del bar confirmará que usted no habló con nadie. No se detuvo en ninguna mesa ocupada, ni nadie se paró junto a la suya. Con el objeto en un bolsillo interior de su chaqueta, usted apurará su bebida y regresará a la Embajada. La oposición informará sin duda de que no estableció contacto alguno durante su paseo.

»Este es el procedimiento del roce… y ése es el timbre que anuncia la hora del almuerzo. De momento, levantemos la sesión.

A media tarde, Adam Munro se hallaba encerrado en la segura biblioteca del sótano del Cuartel General de «la Empresa», estudiando una serie de legajos con cubiertas de piel. Sólo tenía cinco días para aprenderse de memoria todos los datos que le permitirían ocupar el sitio de Harold Lessing como «residente legal» de «la Empresa» en Moscú.

El 31 de mayo voló de Londres a Moscú, para ocupar su nuevo cargo.

Munro dedicó la primera semana a instalarse en su puesto. Para todo el personal de la Embajada, salvo unos pocos enterados, no era más que un diplomático profesional, enviado a toda prisa para sustituir a Harold Lessing. El embajador, el jefe de la Cancillería, el principal intérprete de claves y el consejero comercial, sabían cuál era su verdadero trabajo. La circunstancia de su relativamente avanzada edad, cuarenta y seis años, para un primer secretario de la sección comercial, quedaba explicada por su tardío ingreso en el cuerpo diplomático.

El consejero comercial cuidó de que los asuntos mercantiles a él encomendados fuesen lo menos molestos posible. Munro sostuvo una breve entrevista oficial con el embajador en el despacho particular de éste, y tomó unas copas, oficiosamente, con el jefe de la Cancillería. Conoció a la mayoría del personal y le llevaron a varias fiestas diplomáticas, donde conoció a otros diplomáticos de las Embajadas occidentales. También sostuvo una conferencia privada de negocios con el hombre que representaba un papel equivalente al suyo en la Embajada americana. Según le confirmó el hombre de la CIA, los «asuntos» discurrían tranquilamente.

Aunque todos los miembros de la Embajada británica en Moscú tenían que hablar ruso para no parecer unos zoquetes, Munro empleó un lenguaje académico y con fuerte acento inglés, tanto delante de sus colegas como al hablar con los funcionarios rusos que le eran presentados. Durante una fiesta, dos miembros del personal del Ministerio de Asuntos Exteriores sostuvieron una breve conversación en ruso rápido y familiar, a pocos pasos de él. Les comprendió perfectamente y, como la conversación le pareció algo interesante, informó seguidamente a Londres.

El décimo día después de su llegada se hallaba sentado en un banco del parque donde se celebraba la Exposición Soviética de Realizaciones Económicas, en el extrarradio al norte de la capital rusa. Esperaba para establecer el primer contacto con el agente del Ejército rojo que había trabajado con Lessing.

Munro había nacido en 1936, hijo de un médico de Edimburgo, y su infancia, durante los años de la guerra, había sido convencional, cómoda y feliz, como correspondía a un niño de la clase media. Había asistido a la escuela local hasta los trece años, y después había pasado cinco en el Fettes College, que era uno de los mejores colegios de Escocia. Durante este período, su profesor de idiomas descubrió que el muchacho tenía un oído extraordinariamente agudo para las lenguas extranjeras.

En 1954, dada la obligatoriedad del servicio nacional, había ingresado en el Ejército y conseguido, después de la instrucción básica, un destino en el antiguo regimiento de su padre, que era el de los First Gordon Highlanders. A finales de aquel verano había sido destinado a Chipre y operado contra los partisanos de la EOKA en los montes Trudos.

Sentado ahora en un parque de Moscú, aún le parecía estar viendo en su imaginación aquella casa de campo. Habían pasado la mitad de la noche arrastrándose entre los brezos que rodeaban el lugar, de acuerdo con el soplo recibido de un chivato. Cuando amaneció, Munro se hallaba apostado, solo, al pie de una escarpa, detrás de la casa que se erguía en la cima. El grueso de su pelotón atacó la casa por delante al despuntar la aurora, subiendo por el declive más suave y con el sol a su espalda.

Munro pudo oír, encima de él, al otro lado de la colina, el tableteo de las «Sten» en el tranquilo amanecer. A la luz de los primeros rayos de sol, vio dos figuras saltando de las ventanas traseras de la casa; de momento no fueron más que dos sombras, hasta que su atropellada carrera escarpa abajo les hizo salir del socaire de la casa. Corrían en derechura hacia donde él estaba, agazapado detrás de un tronco caído de olivo, a la sombra de la arboleda, y sus piernas parecían volar al tratar de conservar el equilibrio sobre las pizarras. Se acercaron más, y uno de ellos llevaba en la diestra algo que parecía un palo corto y negro. Más tarde se dijo Munro que, aunque hubiese gritado, ellos no habrían podido frenar su impulso. Pero entonces no pensó siquiera en esto. Sólo hizo lo que le habían enseñado: se levantó al llegar los dos hombres a quince metros de él y disparó dos breves y mortales ráfagas.

La fuerza de las balas levantó a los dos individuos, detuvo su impulso y los derribó sobre la pizarra, al pie de la pendiente. Mientras un penacho azul de humo brotaba de la boca de su «Sten», Munro se adelantó para mirarles. Pensó que vomitaría o se desmayaría. Pero no ocurrió nada de esto: sólo sintió una curiosidad absurda. Contempló las caras. Eran dos muchachos, más jóvenes que él, y él sólo tenía dieciocho años.

Su sargento llegó corriendo por el olivar.

—Buen trabajo, muchacho —le gritó—. Los has pillado.

Munro miró los cuerpos de aquellos chicos que nunca se casarían ni tendrían hijos, que no volverían a bailar el buzuki, ni a sentir el calor del sol y del vino. Uno de ellos seguía agarrando aquel palito negro: era una salchicha. Un trozo de ésta pendía todavía de su boca. Por lo visto, estaban desayunando. Munro se volvió hacia el sargento.

—¡Usted no manda en mí! —le gritó—. ¡Usted no es mi dueño! ¡Nadie es mi dueño, salvo yo mismo!

El sargento atribuyó este exabrupto al nerviosismo de la primera acción mortal y no dio cuenta de él. Tal vez hizo mal. Pues los superiores no supieron que Adam Munro no era todo lo obediente que hubiese debido ser. Ni lo sería nunca.

Seis meses más tarde, le sugirieron que, teniendo condiciones de oficial, considerase la conveniencia de ampliar su servicio a tres años y graduarse como tal. Cansado de Chipre, aceptó y fue devuelto a Inglaterra, donde ingresó en la Escuela de Cadetes de Eaton Hall. Tres meses después, consiguió sus «galones» de alférez.

Al llenar la instancia para su ingreso en Eaton Hall, había mencionado que hablaba con fluidez el francés y el alemán. Un día le sometieron a una prueba en ambos idiomas, y su declaración resultó correcta. Poco después de recibir el título de alférez, le aconsejaron que se inscribiese en el curso de lengua rusa, que, en aquellos tiempos, se daba en un campamento llamado Pequeña Rusia situado en Bodmin, Cornualles. La alternativa era el servicio de regimiento en los cuarteles de Escocia, en vista de lo cual siguió el consejo. Al cabo de seis meses no sólo hablaba con fluidez el idioma, sino que podía hacerse pasar virtualmente por ruso.

En 1957, a pesar de ser objeto de fuertes presiones para que continuase en su regimiento, abandonó el Ejército, porque había resuelto hacerse corresponsal de algún periódico en el extranjero. Había conocido a algunos corresponsales en Chipre, y pensaba que preferiría este trabajo al de oficina. A los veintiún años ingresó en The Scotsman, en su Edimburgo natal, como aprendiz de reportero, y, dos años después, se trasladó a Londres, donde fue aceptado por «Reuter», la agencia internacional de noticias con sede en el 85 de Fleet Street. En el verano de 1960, su conocimiento de los idiomas volvió a prestarle un buen servicio: a sus veinticuatro años, fue destinado a la oficina de «Reuter» en Berlín Occidental, como brazo derecho de su jefe, el hoy difunto Alfred Kluehs.

Esto ocurría en el verano anterior al levantamiento del Muro, y, tres meses después, había conocido a Valentina, la mujer que —según advertía ahora— había sido el único amor verdadero de su vida.

Un hombre se sentó a su lado y tosió. Munro salió de golpe de su ensoñación. Uno enseña una semana su oficio a los novatos, se dijo, y, quince días después, olvida las reglas básicas. Nunca hay que distraerse antes de un encuentro.

El ruso le miró con indiferencia; pero Munro llevaba la corbata de topos de rigor. Lentamente, el ruso se puso un cigarrillo entre los labios, sin dejar de mirar a Munro. Teatral, pero todavía eficaz, pensó Munro, y, sacando el encendedor, lo alargó acercando la llama a la punta del cigarrillo.

—Ronald se desplomó en su mesa hace dos semanas —dijo a media voz, pausadamente—. Una úlcera, según temo. Yo soy Michael. Me han pedido que ocupe su sitio. Bueno, tal vez pueda usted ayudarme. ¿Es cierto que la torre de TV de Ostankino es la estructura más alta de Moscú?

El oficial ruso, vestido de paisano, exhaló el humo y se tranquilizó. Eran exactamente las palabras establecidas por Lessing, al que sólo conocía por el nombre de Ronald.

—Sí —respondió—. Tiene quinientos cuarenta metros de altura.

Llevaba un periódico doblado en la mano y lo dejó sobre el asiento, entre los dos. El impermeable de Munro, que éste tenía plegado sobre las rodillas, resbaló y cayó al suelo. Munro lo recogió, volvió a doblarlo y lo dejó sobre el periódico. Los dos hombres permanecieron diez minutos sin decirse nada, indiferentes el uno al otro, mientras el ruso fumaba. Por último, éste se levantó y aplastó la colilla en el suelo, inclinándose para hacerlo.

—Dentro de quince días —murmuró Munro—. El lavabo de caballeros del sótano del bloque G del Nuevo Circo del Estado. Durante la representación del payaso Popov. La función empieza a las siete y media.

El ruso se alejó y continuó su paseo como si tal cosa, Munro observó tranquilamente el escenario durante otros diez minutos. Nadie mostraba el menor interés. Cogió su impermeable, con el periódico y el sobre disimulado entre sus hojas, y regresó en el Metro a la Kutuzovsky Prospekt. El sobre contenía la lista puesta al día de las guarniciones del Ejército rojo.