18

La mañana del 21 de agosto era tan radiante y clara como lo habían sido las catorce anteriores de aquella fuerte oleada de calor veraniego. Desde las ventanas del château de la Haute Chalonnière, el paisaje de las colinas cubiertas de brezo aparecía tranquilo y apacible, y nada revelaba de la agitación policial que en aquellos mismos instantes se desarrollaba en la ciudad de Egletons, a dieciocho kilómetros.

El Chacal, desnudo bajo su batín, se hallaba de pie ante las ventanas del estudio del barón, efectuando su habitual llamada matinal a París. Había dejado a su amante dormida, arriba, después de otra noche de frenética borrachera de los sentidos.

Cuando logró comunicar, empezó con su fórmula de siempre:

Ici Chacal.

Ici Valmy —dijo la voz apagada, en el otro extremo del hilo—. Las cosas vuelven a moverse. Han encontrado el coche.

El Chacal escuchó durante un par de minutos más, interrumpiendo a su interlocutor con una sola pregunta, breve y tensa. Con un «merci» final, colgó, y buscó en sus bolsillos los cigarrillos y el encendedor. Comprendía que lo que acababa de oír cambiaba sus planes, le gustara o no. Hubiese querido pasar un par de días más en el château, pero ahora tenía que marcharse, y cuanto antes. Había percibido algo más en la llamada telefónica que le preocupaba, algo que no debía haber existido.

De momento no le había prestado gran atención, pero ahora, mientras fumaba, aquel detalle seguía agitándose en su subconsciente. Por fin lo recordó, en el momento en que, habiendo consumido ya el cigarrillo, arrojaba la colilla a la grava del jardín por la ventana del estudio: inmediatamente después de haber descolgado el teléfono, había oído un leve «clic» en la línea. Ello no había ocurrido en los tres días anteriores. En el dormitorio había un teléfono, pero Colette estaba durmiendo profundamente cuando él la había dejado. O eso creía él… Descalzo, subió rápidamente y en silencio la escalera e irrumpió en el dormitorio.

El teléfono volvía a estar en su sitio. El armario estaba abierto y también las tres maletas en el suelo. A un lado estaba su llavero, con las llaves con que habían sido abiertas las maletas. La baronesa, de rodillas en el suelo, levantó los ojos. A su alrededor yacían una serie de delgados tubos de acero, de los cuales habían sido retirados los tapones de tela de saco. De uno de ellos emergía el extremo de un alza telescópica; de otro, la punta del silenciador. La baronesa tenía algo en las manos, algo que estaba mirando con horror cuando el Chacal entró: era el cañón y la recámara de un fusil.

Durante unos segundos ninguno de los dos habló. El Chacal fue el primero en recobrarse.

—Estabas escuchando.

—Quise… quise saber a quién telefoneabas cada mañana.

—Creí que dormías.

—No. Siempre me despierto cuando te levantas. Es… esto… es un fusil, un fusil de asesino.

Lo dijo afirmando y preguntando a la vez, como esperando que el Chacal explicara que era alguna otra cosa, algo completamente inofensivo. El inglés la miró, y por primera vez la baronesa observó que las manchas grises de sus ojos se habían agrandado y velaban toda su expresión, que aquel hombre se había transformado en algo muerto y sin vida, como una máquina, que la miraba fijamente.

La baronesa se puso en pie, dejando caer el cañón del arma, que produjo un fuerte ruido metálico al chocar con las restantes piezas.

—Quieres matarle —susurró—. Eres uno de ellos, uno de la OAS. Quieres utilizar esto para matar a De Gaulle.

La ausencia de réplica por parte de el Chacal le dio la respuesta. La baronesa intentó correr hacia la puerta. El Chacal no tuvo dificultad en atraparla, levantarla en brazos y arrojarla encima de la cama. La baronesa intentó chillar. El revés descargado en el lado del cuello, en la artería carótida, ahogó el chillido antes de que surgiera; luego, con la mano izquierda, el Chacal la agarró por los cabellos y la obligó a asomar la cabeza por el borde de la cama, de cara al suelo. La baronesa captó por última vez una vaga visión de los dibujos de la alfombra antes de que el golpe mortal, asestado con el canto de la mano, cayera sobre su nuca.

El Chacal se acercó a la puerta para escuchar, pero ningún ruido llegaba de abajo. Ernestine estaría preparando el desayuno en la cocina, en la parte trasera de la casa, y Louison no tardaría en irse al mercado. Por fortuna, los dos eran bastante sordos.

El Chacal embaló de nuevo las piezas del fusil dentro de los tubos y guardó éstos en la tercera maleta, junto con el capote militar y las viejas prendas de André Martin, sin olvidarse de palpar el forro para asegurarse de que los documentos no habían sido tocados. Luego cerró con llave la maleta. La segunda que contenía la ropa del pastor danés Per Jensen, había sido abierta, pero no registrada.

El Chacal pasó cinco minutos lavándose y afeitándose en el baño contiguo al dormitorio. Después empuñó las tijeras y pasó otros diez minutos acortando en unos dos centímetros sus rubios cabellos. Luego, con el cepillo, hizo uso del tinte hasta dejar sus cabellos de un tono gris. Finalmente, y aprovechando que el pelo estaba húmedo, lo cepilló, peinándolo al estilo de como lo llevaba el pastor Jensen en la fotografía de su pasaporte, que había colocado, abierto, en el estante del baño. Luego se puso los lentes de contacto de color azul.

Hizo desaparecer todo rastro de tinte del lavabo, recogió sus trebejos de afeitar y volvió al dormitorio. Hizo caso omiso del cadáver desnudo que yacía en el suelo.

Se puso la ropa interior, los calcetines y la camisa que había comprado en Copenhague, fijó la pechera negra en torno de su cuello, y el alzacuello blanco. Finalmente, se puso el traje negro y las botas. Guardó en el bolsillo superior de la chaqueta las gafas con montura de oro, guardó sus artículos de tocador en el maletín, junto con el libro danés sobre las catedrales francesas, y se metió en el bolsillo interior de la chaqueta el pasaporte danés y un fajo de billetes.

Guardó el resto de las prendas inglesas en la maleta de donde habían salido, y la cerró.

Eran cerca de las ocho cuando terminó sus preparativos. Ernestine no tardaría en acudir con el café con leche del desayuno. La baronesa había procurado disimular a los ojos de los criados sus relaciones con el Chacal, porque ambos sirvientes habían conocido al barón desde que era un chiquillo y le eran muy fieles.

Desde la ventana vio cómo Louison se alejaba en su bicicleta hacia las verjas de entrada de la finca, con la cesta de la compra atada en el portaequipajes trasero. En aquel momento Ernestine llamó a la puerta. El Chacal guardó silencio. Ernestine volvió a llamar.

Y a vot’ café, madame —dijo, a través de la puerta cerrada.

Tomando una decisión, el Chacal contestó en francés, fingiéndose medio dormido.

—Déjelo ahí. Lo recogeremos cuando estemos dispuestos.

Fuera de la puerta, los labios de Ernestine formaron una O perfecta. Escandaloso. ¡A dónde habían llegado! ¡Y en el dormitorio del amo! La camarera corrió a la planta baja, deseosa de contárselo a Louison, pero como éste ya se había marchado tuvo que contentarse con soltar un largo sermón a beneficio del fregadero de la cocina sobre la depravación de la gente moderna, tan diferente de como era en los tiempos del viejo barón. Por eso no pudo oír el suave golpe de cuatro maletas, bajadas por la ventana del dormitorio en el extremo de una sábana, cuando cayeron sobre un cantero de flores de la fachada de la casa.

Tampoco oyó cómo se cerraba con llave, por dentro, la puerta del dormitorio. En el interior de éste el cadáver de su ama había sido dispuesto en la cama, en una posición falsamente natural, con las sábanas hasta el mentón. Ni pudo oír cómo se cerraba por fuera la ventana y cómo saltaba limpiamente al suelo el hombre que la había cerrado.

Sí oyó, en cambio, el motor del Renault de madame, que era puesto en marcha en el establo convertido en garaje; y espiando por la ventana de la cocina pudo ver, por un momento, cómo el coche salía por el patio delantero.

—Pero, ¿a dónde va la señora? —murmuró al tiempo que subía corriendo por la escalera.

Frente a la puerta del dormitorio, la bandeja del desayuno estaba todavía tibia e intacta. Después de llamar varias veces, trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. También estaba cerrada con llave la puerta del dormitorio del invitado. Nadie contestó a sus llamadas. Ernestine decidió que estaban ocurriendo cosas muy extrañas como no habían ocurrido desde los tiempos en que los boches se habían instalado en el château, contra la voluntad del viejo señor, y no habían cesado de interrogarle estúpidamente acerca del paradero del joven amo.

Decidió consultar a Louison. Estaría en el mercado, y algún parroquiano del café local sin duda accedería a ir a avisarle. Ernestine no comprendía cómo funcionaba el teléfono, pero creía que bastaba descolgarlo para que alguien contestara y fuese en busca de la persona con quien se deseaba hablar. La cosa no funcionó como ella esperaba. Estuvo diez minutos con el teléfono en la mano sin que nadie le hablara. Ernestine no se había dado cuenta de que el cordón que unía el aparato a la pared había sido limpiamente cortado.

Claude Lebel volvió a París, en el helicóptero, poco después de desayunar. Como dijo más tarde Caron, Valentin, a pesar de las dificultades que ofrecían aquellos malditos campesinos, había llevado a cabo una labor admirable. A la hora del desayuno ya había seguido la pista de el Chacal hasta un café de Egletons, donde el hombre a quien buscaban había desayunado y pedido un taxi. Mientras tanto, había dispuesto que se levantaran barreras de control en un radio de veinte kilómetros alrededor de Egletons. A mediodía estarían colocadas.

Teniendo en cuenta la categoría de Valentin, Lebel le había insinuado algo acerca de la importancia de encontrar a el Chacal, y Valentin había accedido a establecer un cerco alrededor de Egletons, «más estrecho que el culo de un ratón», según sus propias palabras.

Desde Haute Chalonnière, el pequeño Renault se lanzó a través de las montañas hacia el Sur, en dirección a Tulle. El Chacal calculaba que si la Policía había iniciado sus averiguaciones la víspera por la noche, en círculos cada vez más amplios desde el punto donde habían encontrado el Alfa, habrían llegado a Egletons al amanecer. El cafetero hablaría, el taxista hablaría, y llegarían al château por la tarde, a menos que la suerte estuviera de su parte.

Pero aun en el peor de los casos andarían en busca de un inglés rubio, porque había tenido buen cuidado de que nadie le viera en su caracterización de clérigo de pelo gris. Sin embargo, el tiempo apremiaba. Lanzó el pequeño coche a toda velocidad por las sinuosas carreteras de la montaña, hasta que, finalmente, salió a la RN8, a dieciocho kilómetros al sudoeste de Egletons, en dirección a Tulle, que quedaba a otros veinte kilómetros de distancia. Echó una ojeada a su reloj: las diez menos veinte.

Cuando su coche desaparecía detrás de una curva, al extremo de una larga recta, llegó un pequeño convoy procedente de Egletons, formado por un coche de la Policía y dos furgonetas cerradas. El convoy se detuvo en mitad de la recta, y seis policías empezaron a levantar una barrera de control.

—¿Qué quiere usted decir con que no está? —rugió Valentin a la desconsolada mujer del taxista de Egletons—. ¿Adónde ha ido?

—No lo sé, señor. No lo sé. Todas las mañanas espera en la plaza de la estación cuando llega de Ussel el tren de la mañana. Si no encuentra pasajeros vuelve aquí, al garaje, y se dedica a hacer alguna reparación. Si no vuelve, significa que ha encontrado clientes.

Valentin miró sombríamente a su alrededor. Era inútil chillarle a aquella mujer. Se trataba de una empresa de taxis con un solo vehículo, y cuyo chófer se dedicaba al mismo tiempo, en sus ratos libres, a la reparación de automóviles.

—¿Sabe usted si llevó a algún pasajero el viernes por la mañana? —preguntó, en tono más amable.

—Sí, señor. Había regresado de la estación porque allí no había encontrado a nadie, y llamaron del café diciendo que alguien buscaba un taxi. Acababa de desmontar una de las ruedas, y estaba preocupado porque temía que el cliente se impacientara y buscara otro taxi. Así que no dejó de maldecir durante los veinte minutos que tardó en dejar el coche a punto. Luego se fue. Hizo un viaje, pero no me dijo adónde llevó al pasajero. —Se sorbió los mocos—. Nunca me cuenta nada —agregó, a guisa de explicación.

Valentin le dio unas palmadas en el hombro.

—Muy bien, señora. No se preocupe. Esperaremos a que vuelva. —Se volvió hacia uno de los sargentos—. Envíe a un agente a la estación, y otro al café de la plaza. Ya saben el número del taxi. En cuanto aparezca, quiero verle inmediatamente.

Salió del garaje y se dirigió hacia su coche.

—A la comisaría —dijo.

Había trasladado el cuartel general de la búsqueda a la comisaría de Egletons, que en muchos años no había sido testigo de una actividad como aquélla.

A nueve kilómetros de Tulle, el Chacal arrojó en un barranco la maleta que contenía sus ropas inglesas y el pasaporte de Alexander Duggan. Hasta entonces le había sido muy útil, pero ahora le comprometía. La maleta osciló sobre el parapeto del puente y se hundió en los matorrales del fondo.

Después de dar una vuelta por Tulle encontró la estación. Aparcó el coche en un lugar donde no llamara la atención, a tres calles de distancia, y recorrió, con las dos maletas y el maletín, los quinientos metros que lo separaban de la taquilla.

—Quisiera un billete para París, ida solamente, segunda clase, por favor —dijo al empleado—. ¿Cuánto es?

Miró por encima de sus gafas y a través de la ventanilla de la garita donde trabajaba el empleado.

—Noventa y siete francos nuevos, señor.

—¿Y a qué hora pasa el primer tren, por favor?

—A las once cincuenta. Tiene casi una hora de espera. Hay un restaurante en el andén. Andén 1 para París, je vous en prie.

El Chacal recogió su equipaje y se acercó a la entrada del andén. Taladraron su billete, recogió de nuevo las maletas y pasó. Un uniforme azul le cerró el paso.

Vos papiers, s’il vous plaît.

El hombre del CRS era joven, y se esforzaba por mostrar un aspecto más severo de lo que su juventud le permitía. Llevaba una ametralladora colgada del hombro. El Chacal volvió a dejar las maletas en el suelo y exhibió su pasaporte danés. El hombre del CRS lo hojeó, sin entender palabra.

Êtes vous danois?

Pardon?

Vous… Danois.

El agente dio unos golpecitos en la tapa del pasaporte.

El Chacal sonrió y asintió con la cabeza, encantado.

Danske… ja, ja.

El hombre del CRS le devolvió el pasaporte y con un movimiento de cabeza le indicó que podía pasar al andén. Desinteresándose de él, procedió a pedir la documentación a otro viajero que llegaba.

Louison no volvió hasta cerca de la una. Había tomado un vaso o dos. Su disgustada esposa le confió sus cuitas. Louison tomó el asunto en sus manos.

—Voy a trepar por la ventana y echaré un vistazo —dijo.

Para empezar, tuvo sus dificultades con la escalera de mano, que parecía un poco antojadiza. Por fin consiguió apoyarla en el alero de la ventana del dormitorio de la baronesa. Louison trepó por ella, un tanto inseguro sobre sus pies. Cinco minutos más tarde volvió a bajar.

—La baronesa está durmiendo —dijo.

—Nunca duerme hasta tan tarde —protestó Ernestine.

—Pues hoy sí —contestó Louison—. No debemos molestarla.

El tren de París llegó con ligero retraso. La entrada en la estación de Tulle se produjo a la una en punto. Entre los pasajeros que subieron al convoy había un pastor protestante de cabellos grises. Se instaló en un asiento del rincón de un compartimento ocupado tan sólo por dos señoras de mediana edad, se puso unas gafas de montura de oro, sacó de su maletín un grueso volumen sobre iglesias y catedrales y empezó a leer, después de haberse informado de que el tren debía llegar a París aquella noche a las ocho y diez.

Charles Bobet permanecía de pie junto a la carretera, al lado de su taxi inmovilizado; consultó su reloj y soltó una palabrota. La una y media, la hora de comer, y allá estaba, detenido en un trecho solitario de la carretera entre Egletons y la aldea de Lamazière. Con avería. Merde y más merde. Podía dejar el coche y seguir a pie hasta el primer pueblo, tomar el autobús hasta Egletons y volver por la tarde con un camión grúa. Esto solo ya le costaría todas sus ganancias de una semana. Pero, además, las puertas del coche no se cerraban con llave, y el taxi constituía toda su fortuna. Cualquiera lo dejaba indefenso en manos de la chiquillería del pueblo, que sin duda lo saquearían. Sería mejor tener un poco de paciencia y esperar hasta que pasara un camión dispuesto a remolcarlo hasta Egletons. No había comido, pero en la guantera tenía una botella de vino. Bueno, casi vacía ya. Arrastrarse debajo de los taxis es un trabajo que da mucha sed. Se sentó en el asiento trasero, dispuesto a esperar. Hacía muchísimo calor, y no pasaría ningún camión hasta que refrescara un poco. Los campesinos estarían durmiendo la siesta. Se instaló cómodamente y se quedó profundamente dormido.

—¿Cómo es posible que no haya vuelto? ¿Adónde habrá ido este hombre? —rugió el comisario Valentin por teléfono.

Sentado en su despacho de la comisaría de Egletons, había llamado al domicilio del taxista y estaba hablando con uno de sus propios agentes. Éste se excusó. Valentin colgó, con rabia. Durante toda la mañana se habían recibido informes por radio de las patrullas de carretera. Nadie que se pareciera ni remotamente a un inglés alto y rubio había salido del círculo de veinte kilómetros de radio trazado alrededor de Egletons. Ahora, en el calor del verano, la soñolienta ciudad estaba silenciosa, adormecida, como si doscientos policías de Ussel y Clermont-Ferrand no la hubiesen invadido.

Hasta las cuatro de la tarde Ernestine no se salió con la suya.

—Tienes que volver a subir y despertar a madame —apremió a Louison—. No es natural dormir así todo el día.

El viejo Louison, que no hubiese deseado poder hacer otra cosa, y cuya boca sabía a demonios, por la resaca, no estuvo de acuerdo, pero sabía que era inútil discutir con Ernestine cuando ésta había decidido algo. Volvió a trepar por la escalera de mano, esta vez con mayor seguridad, empujó la ventana para abrirla y entró en la habitación. Ernestine esperaba al pie de la escalera A los pocos momentos, el viejo asomó la cabeza por la ventana.

—Ernestine —llamó, con voz ronca—. Creo que madame está muerta.

Estaba a punto de volver a bajar por la escalera cuando Ernestine le gritó que abriera por dentro la puerta del dormitorio. Los dos juntos contemplaron, por encima del borde de la sábana, los dos ojos abiertos y fijos en el techo.

Ernestine fue la primera en reaccionar.

—Louison.

—Sí, dime.

—Corre al pueblo a buscar al doctor Mathieu. Date prisa.

Pocos minutos más tarde, Louison pedaleaba por la carretera con todas las fuerzas de sus viejas piernas. Encontró al doctor Mathieu, que cuidaba de la salud de los habitantes de Haute Chalonnière, desde hacía más de cuarenta años, dormido bajo el albaricoquero del fondo de su jardín. El anciano aceptó ir en seguida. Eran más de las cuatro y media cuando su viejo automóvil llegaba al patio del château, y quince minutos más tarde cuando terminó de examinar el cuerpo y se volvía hacia los dos sirvientes que esperaban en el umbral.

—Madame está muerta. Le han roto la nuca —dijo—. Hay que avisar a la Policía.

El gendarme Caillou era un hombre metódico. Sabía que la profesión de agente del orden era muy seria, y cosa de suma importancia establecer claramente los hechos. Con gran minuciosidad tomó nota de las declaraciones de Ernestine, Louison y el doctor Mathieu, sentados alrededor de la mesa de la cocina.

—No hay duda —dijo, cuando el doctor hubo firmado su declaración— de que se ha cometido un asesinato. El primer sospechoso es, desde luego, el inglés rubio que se había instalado aquí, y que ha desaparecido en el coche de madame. Informaré de todo ello a la comisaría de Egletons.

Y se marchó del château en su bicicleta.

Desde París, Claude Lebel llamó, a las seis y media, al comisario Valentin.

Alors, Valentin?

—Todavía nada —contestó Valentin—. Desde mediodía hemos dispuesto barreras de control en todas las carreteras y caminos de la zona. Debe de estar en alguna parte dentro del círculo, a menos que después de abandonar el coche lograra alejarse mucho. Ese condenado taxista que lo llevó fuera de Egletons el viernes por la mañana todavía no ha aparecido. Mis patrullas recorren esas carreteras buscándolo… Espere un momento, que llega un informe.

Hubo una pausa en la línea, y Lebel pudo oír cómo Valentin dialogaba con alguien que hablaba muy rápido. Luego, la voz de Valentin volvió a dejarse oír por el teléfono.

Nom d’un chien. ¿Qué demonios pasa aquí? Ha habido un asesinato.

—¿Dónde? —preguntó Lebel, inmediatamente interesado.

—En un château de esta vecindad. Acaba de llegar el informe del policía local.

—¿Quién es la víctima?

—La dueña del château. Una mujer. Un momento… La baronesa de La Chalonnière.

Caron pudo ver cómo Lebel palidecía.

—Valentin, óigame. Es él. ¿Ha huido ya del château?

Hubo otro diálogo en la comisaría de Egletons.

—Sí —dijo Valentin—. Se marchó esta mañana en el coche de la baronesa. Un pequeño Renault. El jardinero descubrió el cadáver, pero no hasta esta tarde. Pensó que la baronesa estaba durmiendo. Luego se encaramó por la ventana y la encontró.

—¿Tiene la patente y las características del coche? —preguntó Lebel.

—Sí.

—Pues lance una alerta general. Ya no es preciso guardar la discreción. Ahora se trata de un asesinato. Yo daré la alerta a todo el país, pero usted siga la pista cerca del lugar del crimen, si puede. Vea si logra averiguar en qué dirección se fugó.

—De acuerdo, así lo haré. Tal vez acabemos por dar con él.

Lebel colgó.

—Santo Dios, me estoy volviendo viejo y lento. El nombre de la baronesa de La Chalonnière figuraba en el registro del Hôtel du Cerf la noche en que el Chacal durmió allí.

El coche fue encontrado, a las siete y media, en una calle secundaría de Tulle por un policía de servicio. Eran las 7.45 cuando llegó a la comisaría de Tulle, y las 7.55 cuando Tulle se puso en contacto con Valentin. El comisario de Auvernia llamó a Lebel a las 8.05.

—A unos quinientos metros de la estación del ferrocarril —dijo a Lebel.

—¿Tiene un horario de trenes por ahí?

—Sí, alguno debo de tener.

—¿A qué hora pasa por Tulle el tren para París, y a qué hora tiene la llegada a la Gare d’Austerlitz? Dese prisa, por el amor de Dios, dese prisa.

Hubo una conversación en voz baja en el extremo de la línea de Egletons.

—Sólo hay dos al día —dijo Valentin—. El tren de la mañana pasa a las once cincuenta y tiene su llegada a París a… aquí está, a las ocho y diez…

Lebel dejó el teléfono colgando. Ya estaba fuera de su despacho gritando a Caron que lo siguiera.

El expreso de las ocho y diez entró majestuosamente, y con toda puntualidad, en la Gare d’Austerlitz. Apenas acababa de detenerse cuando las puertas de sus relucientes costados se abrieron de par en par y los pasajeros empezaron a bajar a los andenes, algunos de ellos saludados con alborozo por los parientes que los esperaban, otros para dirigirse con paso rápido hacia las arcadas que conducían a la parada de los taxis. Uno de estos últimos era un personaje de pelo gris, con alzacuello. Fue uno de los primeros en llegar a la parada de los taxis, e inmediatamente cargó sus tres bultos en la trasera de un Mercedes.

El taxista bajó la bandera, y por la pendiente condujo el vehículo hacia la calle. El patio tenía una calzada semicircular, con una verja de entrada y otra de salida. El taxi marchó hacia esta última. Por encima del clamoreo de los viajeros que intentaban llamar la atención de los taxis que llegaban, el conductor y su pasajero oyeron el aullido de una sirena. Cuando el taxi llegaba al nivel de la calle y se detenía antes de entrar en el torrente circulatorio, tres coches de la Policía y dos furgonetas irrumpieron en el patio y se detuvieron frente a las arcadas del vestíbulo de la estación.

—Vaya, esta noche los polis están muy atareados —comentó el taxista—. ¿Adónde, reverendo?

El clérigo le dio la dirección de un pequeño hotel del Quai des Grands Augustins.

A las nueve, Claude Lebel estaba ya de vuelta en su despacho. Encontró en él un mensaje del comisario Valentin rogándole que le telefoneara a la comisaría de Tulle. Logró la comunicación a los cinco minutos. Mientras Valentin hablaba, Lebel iba tomando nota.

—¿Han recogido las huellas dactilares del coche? —preguntó Lebel.

—Desde luego, y de la habitación del château. Centenares de huellas, y todas concuerdan.

—Mándemelas cuanto antes.

—De acuerdo. ¿Quiere que le envíe también al agente del CRS que estaba de servicio en la estación?

—No, gracias, no puede decirnos nada más de lo que ha dicho. Gracias por haberlo intentado, Valentin. Puede dar un descanso a sus muchachos. Ahora está en nuestro distrito. Tenemos que cazarle nosotros mismos.

—¿Está seguro de que es el pastor danés? —preguntó Valentin—. Podría ser una coincidencia.

—No —dijo Lebel—, es él, sin duda alguna. Se ha desprendido de una de sus maletas; probablemente la encontrarán ustedes en algún lugar entre Haute Chalonnière y Tulle. Registren los ríos y los barrancos. Pero las tres maletas restantes concuerdan demasiado. Es él, no lo dude.

Colgó.

—Ahora es un clérigo —dijo amargamente a Caron—, un clérigo danés. Nombre desconocido; el agente del CRS no ha podido recordar el nombre que figuraba en el pasaporte. El elemento humano, siempre el elemento humano. Un taxista se duerme en la cuneta, un jardinero es demasiado asustadizo para atreverse a investigar por qué su dueña duerme seis horas más de la cuenta, y un policía no recuerda un nombre de un pasaporte. Una cosa puedo decirle, Lucien: éste es mi último caso. Me siento demasiado viejo. Viejo y lento. ¿Quiere ordenar que preparen mi coche? Es la hora del asado nocturno.

La sesión en el Ministerio fue tensa, violenta. Durante cuarenta minutos, los presentes escucharon un relato circunstanciado de la pista seguida desde el bosque de Egletons, la ausencia del taxista, el asesinato en el château, el danés alto, de pelo grisáceo, que tomó el expreso de París en Tulle.

—En resumen —dijo Saint-Clair, en tono glacial, cuando el comisario hubo terminado—, que el asesino se encuentra actualmente en París, bajo un nuevo nombre y con un nuevo rostro. Al parecer, ha vuelto usted a fracasar, mi querido comisario.

—Dejemos las recriminaciones para más tarde —intervino el ministro—. ¿Cuántos daneses habrá en París esta noche?

—Probablemente varios centenares, señor ministro.

—¿Podemos identificarlos?

—Sólo por la mañana cuando las hojas registro de los hoteles llegarán a la Prefectura —dijo Lebel.

—Ordenaré que todos los hoteles sean visitados a medianoche, a las dos y a las cuatro —propuso el prefecto de Policía—. En la casilla de la profesión tendrá que poner «clérigo», si no quiere levantar sospechas en el hotel.

Los rostros se animaron.

—Probablemente se pondrá un pañuelo en el cuello para ocultar el alzacuello, o se lo quitará, y se inscribirá como «Señor Tal» —dijo Lebel.

Varios de los presentes lo miraron con odio.

—En el punto en que nos encontramos, señores, sólo cabe hacer una cosa —dijo el ministro—. Pediré otra entrevista con el Presidente y rogaré que cancele todas las apariciones en público hasta que este hombre sea hallado y puesto a buen recaudo. Entretanto, todos los daneses que pasen la noche en París serán identificados personalmente mañana a primera hora. ¿Puedo confiar en ello, comisario? ¿Señor prefecto de Policía?

Lebel y Papon asintieron con la cabeza.

—Entonces, eso es todo, señores.

—Lo que me trae loco —dijo Lebel a Caron, más tarde, en su despacho— es que se empeñan en creer que todo obedece tan sólo a su buena suerte y a nuestra estupidez. Bueno, sí, el hombre ha tenido suerte, pero también ha sido condenadamente inteligente. Y nosotros hemos tenido mala suerte y hemos cometido errores. Yo los he cometido. Pero hay otro elemento en juego. Por dos veces se nos ha escapado por horas. La primera cuando salió de Gap en un coche recién pintado. Ahora, deja el château y tiene tiempo para liquidar a su amante a las pocas horas de haber encontrado nosotros su Alfa Romeo abandonado. Y cada vez ello ocurre a la mañana siguiente, después de haber afirmado yo en el Ministerio que ya lo tenemos como quien dice en el bolsillo y que su detención es cuestión de horas. Lucien, mi querido colega, creo que voy a utilizar mis poderes ilimitados y a organizar un servicio de escucha.

Lebel se hallaba apoyado de codos en el antepecho de la ventana, mirando hacia el Sena, que corría suavemente en dirección al Barrio Latino, donde las luces eran brillantes y flotaban las risas por encima de las aguas iluminadas.

A trescientos metros de distancia, en la noche veraniega, otro hombre se hallaba apoyado de codos en el antepecho de su ventana y miraba, meditabundo, hacia la masa del edificio de la Policía Judicial, a la izquierda de las torres iluminadas de Notre Dame. Vestía pantalones negros y zapatos de calle, con un polo de cuello cerrado que cubría una camisa blanca y una pechera negra. Fumaba un largo cigarrillo inglés, y la juventud de su rostro desmentía el cepillo de cabellos grises lo coronaba.

Mientras los dos hombres, sin saberlo, se miraban por encima de las aguas del Sena, las campanas de todas las iglesias de París proclamaban el nacimiento del nuevo día, 22 de agosto.