17

El Alfa Romeo azul llegó a la Place de la Gare de Ussel muy poco antes de la una de la madrugada. Había un solo café que permanecía abierto al otro lado de la plaza, donde tomaban café unos pocos viajeros rezagados que esperaban el tren. El Chacal se peinó sus rubios cabellos y abriéndose paso entre las sillas y las mesas amontonadas de la terraza entró en el bar. Estaba helado, porque cuando conducía a cien por hora el aire de la montaña era glacial. Estaba molido, con los muslos y los brazos doloridos por el esfuerzo de conducir el Alfa por las innumerables curvas de las carreteras de montaña, y hambriento, porque no había comido desde la cena ingerida veintiocho horas atrás, aparte el panecillo con mantequilla del desayuno.

Encargó en el mostrador dos grandes y delgadas rebanadas de pan con mantequilla, y cuatro huevos duros, así como un buen vaso de café con leche.

Mientras le preparaban las tartines beurrées y el café brotaba a través del filtro, echó una mirada a su alrededor en busca de una cabina telefónica. No la había, pero sí un teléfono en un extremo del mostrador.

—¿Tienen ustedes el listín telefónico local? —preguntó al hombre del bar.

Sin decir palabra, atareado, el barman señaló un montón de guías en un estante de detrás del mostrador.

—Usted mismo —dijo.

El nombre del barón aparecía inscrito así: «Chalonnière, monsieur le Baron de la…», y la dirección era el château en Haute Chalonnière. Esto ya lo sabía el Chacal, pero el pueblecito, no aparecía en su mapa de carreteras. Sin embargo, el número del teléfono correspondía a Egletons, y este pueblo sí constaba en el mapa. Se hallaba a treinta kilómetros de Ussel, por la RN89. El Chacal empezó a dar cuenta de los huevos duros y el pan.

Muy poco antes de las dos de la madrugada rebasó un mojón de piedra, junto a la carretera, que indicaba: «Egletons, 6 km», y decidió abandonar el automóvil en uno de los bosques que bordeaban la carretera. Eran bosques tupidos, probablemente propiedad de algún noble local, donde en otro tiempo los osos habían sido cazados a caballo y con sabuesos. Tal vez lo fuesen todavía, porque ciertas zonas de Corrèze parecen haberse conservado exactamente como en tiempos del Rey Sol.

A un centenar de metros había encontrado un camino que se adentraba en el bosque, separado de la carretera por un poste de madera clavado en el centro del paso y adornado con un letrero que decía «Chasse Privée». Retiró el poste, introdujo el coche en el bosque, y volvió a colocar el letrero.

Luego se internó cerca de un kilómetro por el bosque; los faros iluminaban las formas torturadas de los árboles, que parecían fantasmas que amenazaran con sus ramas al intruso. Finalmente detuvo el coche, apagó las luces, y retiró de la guantera la cizalla y la lámpara de pilas.

Pasó una hora debajo del vehículo, con la espalda empapada por el rocío de la hierba. Por fin los tubos de acero que contenían el fusil quedaron libres del escondrijo, donde habían estado durante las setenta horas precedentes. El Chacal volvió a guardarlos dentro de la maleta, junto con la ropa vieja y el capote militar. Dio un último repaso al coche para asegurarse de que no dejaba en él nada que permitiera adivinar al que lo encontrara quién lo había conducido, y lo empujó hacia el centro de una espesa maraña de rododendros silvestres.

Con ayuda de la cizalla, pasó la hora siguiente cortando tallos de rododendro de las matas cercanas para disimular con ellas el boquete abierto en la espesura por el Alfa, hasta que éste quedó completamente oculto a la vista.

Anudó un extremo de la corbata en el asa de una de las maletas, y el otro extremo en el asa de la otra. Utilizando la corbata al estilo de la cincha de los porteadores, el hombro bajo el peso de las dos maletas, que quedaban colgando una delante y otra detrás de sí, pudo agarrar las dos piezas restantes de su equipaje con las manos libres y empezar la marcha hacia la carretera.

No podía correr mucho. Cada cien metros se detenía, dejaba las maletas en el suelo, y retrocedía sobre sus pasos, barriendo con una rama las ligeras huellas dejadas en el musgo por el paso del Alfa. Tardó otra hora en llegar a la carretera, pasar por debajo del poste, y alejarse un kilómetro de la entrada del bosque.

Su traje a cuadros estaba sucio y arrugado, el polo de seda se pegaba a su espalda con grasienta obstinación, y le parecía que sus músculos ya no dejarían de dolerle el resto de su vida. Colocando las maletas en fila, se sentó a esperar, mientras el cielo cobraba un tono más claro que el de la noche que reinaba a su alrededor. Recordó que los autobuses del pueblo tienden a iniciar su viajes a horas muy tempranas.

En realidad tuvo suerte. A las 5.50 pasó el camión de un granjero, con un remolque cargado de heno, en dirección al mercado de la ciudad.

—¿Avería en el coche? —gritó el chófer, cuando le vio hacer señal de que parara.

—No. He conseguido un permiso para el fin de semana y estoy ardiendo en deseos de encontrarme en casa. Anoche llegué hasta Ussel y decidí seguir hasta Tulle. Allí tengo un tío que me proporcionará una camioneta hasta Burdeos. De momento, he llegado hasta aquí.

Y sonrió al campesino, quien, encogiéndose de hombros, se echó a reír.

—Hay que estar loco para venir andando hasta aquí. Nadie pasa por esta carretera después de anochecer. Suba al remolque. Le llevaré a Egletons, y allí puede probar suerte.

A las siete menos cuarto entraban en la pequeña ciudad. El Chacal dio las gracias al granjero, se escabulló por la esquina de la estación y entró en un café.

—¿Hay taxis en la ciudad? —preguntó al camarero mientras tomaba un café.

El camarero le facilitó un número de teléfono, y el Chacal llamó. Había un solo taxi, que estaría libre dentro de media hora, le dijeron. Mientras esperaba, se lavó la cara y las manos en el baño del café, se cambió de traje y se lavó los dientes, que sentía sucios de tabaco y café.

El taxi, un viejo Renault, llegó a las siete y media.

—¿Conoce usted el pueblo de Haute Chalonnière? —preguntó al chófer.

—Claro.

—¿Está muy lejos?

—Dieciocho kilómetros. —El hombre señaló con el pulgar hacia las montañas—. Cuesta arriba.

—Lléveme allá —dijo el Chacal.

Colocó las maletas en el baúl del coche, menos una, que metió dentro del vehículo, a su lado.

Insistió en que el taxi le dejara frente al Café de la Poste de la plaza del pueblo. No había ninguna necesidad de que el taxista de la ciudad cercana supiera que pensaba ir al château. Cuando el taxi se hubo alejado, entró su equipaje en el café. La plaza era ya un horno; fuera, una pareja de bueyes uncidos a un carro rumiaba apaciblemente su ración de heno, mientras las moscas paseaban alrededor de sus tristes y pacientes ojos.

El interior del café estaba oscuro y fresco. El Chacal oyó, más que vio, a los clientes que se volvían en sus mesas para observar al recién llegado, y hubo un repiqueteo de zuecos sobre la madera del suelo cuando una vieja campesina vestida de negro abandonó a un grupo de trabajadores del campo y pasó detrás del mostrador.

—¿Señor? —graznó.

El Chacal dejó su equipaje en el suelo y se inclinó por encima de la barra. Vio que la gente del lugar bebía vino tinto.

Un gros rouge, s’il vous plaît, madame.

Luego, mientras la mujer le llenaba el vaso, preguntó:

—¿Está muy lejos el château?

La vieja lo miró con sus maliciosos ojillos negros.

—A dos kilómetros, señor.

El Chacal exhaló un suspiro.

—Ese estúpido del taxi se ha empeñado en hacerme creer que aquí no había ningún château y me ha dejado aquí, en la plaza.

—¿Era de Egletons? —preguntó la vieja.

El Chacal afirmó con la cabeza.

—Los de Egletons son tontos —sentenció la mujer.

—Tengo que ir al château —dijo el Chacal.

El corro de campesinos que asistían a la escena desde sus mesas no se movió. Nadie sugirió cómo podía llegar allí. El Chacal sacó un billete de cien francos nuevos.

—¿Cuánto es el vino, madame?

La vieja miró el billete con atención. Detrás, oyose un leve movimiento entre los parroquianos.

—No tengo cambio —dijo la vieja.

El Chacal exhaló un suspiro.

—Si alguien tuviera una camioneta, podría tener cambio —dijo.

Un hombre se levantó y se acercó por detrás.

—En el pueblo hay una camioneta, señor —gruñó una voz.

El Chacal se volvió, fingiendo sorpresa.

—¿Es suya, mon ami?

—No, señor, pero conozco al tipo que la tiene. Puede llevarle allí.

El Chacal asintió, como considerando los méritos de la idea.

—Entretanto, ¿qué quiere usted tomar?

El campesino hizo una seña a la vieja, quien sirvió otro vaso grande de vino tinto.

—¿Y sus amigos? Hace un día muy caluroso. Un día de sed.

El rostro mal afeitado se abrió en una sonrisa. El campesino volvió a hacer una seña a la vieja, que tomó dos botellas y se acercó al grupo sentado alrededor de la mesa grande.

—Benoît, ve a buscar la camioneta —ordenó el campesino.

Y uno de los hombres, apurando de un trago el vaso de vino, salió del café.

«La ventaja de los campesinos de Auvernia —pensaba el Chacal, mientras recorría entre tumbos y saltos los dos kilómetros hasta el château— estriba en que parece que puede confiarse en que mantendrán la boca cerrada… por lo menos para los extraños».

Colette de la Chalonnière, sentada en la cama, tomó un sorbo de café y volvió a leer la carta. La ira que se había adueñado de ella al leerla por primera vez había dado paso a una especie de asco, de fastidio mortal.

Se preguntaba qué podía hacer con el resto de su vida. La tarde anterior, después de un viaje sin prisas desde Gap, había sido recibida en su hogar por la vieja Ernestine, la camarera que había estado al servicio del château desde los tiempos del padre de Alfred, y por el jardinero, Louison, un excampesino que se había casado con Ernestine cuando ésta era todavía ayudante de doncella.

En la actualidad, el viejo matrimonio era virtualmente los conservadores y mayordomos del château, dos terceras partes de cuyas estancias estaban cerradas, con los muebles cubiertos por fundas blancas.

La baronesa se daba cuenta de que era la dueña de un castillo desierto, donde ya no había chiquillos que jugaran en el parque, ni un dueño de la casa que ensillara su caballo en el patio.

Echó una nueva ojeada al recorte de la revista de sociedad de París que su amiga había tenido la «atención» de enviarle, y examinó el rostro de su marido que sonreía estúpidamente bajo el flash, con la mirada perdida entre la cámara que lo enfocaba y los senos turgentes de la starlet por encima de cuyo hombro se asomaba. Una bailarina de cabaret, excamarera de cafetería, de la cual se decía que había declarado que esperaba «algún día» poder casarse con el barón, quien era «su mejor amigo».

Mirando en la fotografía la cara surcada de arrugas y el cuello fláccido del barón, su esposa se preguntaba vagamente qué había sido del apuesto y joven capitán de la Resistencia de quien se había enamorado en 1942 y con quien se había casado un año más tarde, cuando ya esperaba un hijo.

Ella era tan sólo una muchacha de menos de veinte años que transmitía mensajes para la Resistencia cuando lo había conocido en las montañas. El capitán tenía entonces entre treinta y cuarenta años, era conocido por el sobrenombre de Pegasus, y era un oficial enjuto, de cara de halcón, que la había enamorado locamente. Se habían casado en secreto, en un sótano, ante un sacerdote de la Resistencia, y había tenido el hijo en casa de su padre.

Luego, después de la guerra, el capitán había recuperado todas sus tierras y sus fincas. Su padre había fallecido de un ataque cardíaco cuando los ejércitos aliados atravesaban Francia de un extremo a otro, y el capitán había pasado a ser el barón de La Chalonnière, aclamado por los campesinos del lugar cuando trajo a su esposa y a su hijo al château. Pronto el cuidado de las fincas lo hastió; el atractivo de París, el señuelo de las luces de los cabarets y el deseo de resarcirse de los años de juventud perdidos en el mundo clandestino resultaron demasiado poderosos para poder resistirlos.

Ahora tenía cincuenta y siete años y parecía un viejo de setenta.

La baronesa arrojó al suelo el recorte de Prensa y la carta que lo acompañaba. Saltó de la cama y se situó frente al espejo de cuerpo entero de la pared; después, soltó los lazos que mantenían cerrado su salto de cama por delante. Levantose de puntillas para tensar los músculos de sus muslos, como lo habrían hecho unos zapatos de tacón alto.

«No está mal», pensó. Hubiera podido ser mucho peor. Una figura llena, el cuerpo de una mujer madura. Las caderas eran anchas, pero la cintura habíase mantenido proporcionada gracias a las largas horas pasadas a caballo en sus paseos por las montañas vecinas. Sopesó sus senos, uno en cada mano. Demasiado grandes, demasiado pesados para una auténtica beldad, pero lo bastante para excitar a un hombre en la cama.

«Bien, Alfred, podemos ser dos a jugar al mismo juego», pensó. Movió la cabeza, soltando su negra cabellera, que le llegaba hasta los hombros, de modo que unos mechones cayeron sobre su mejilla y uno de sus senos. Retiró las manos y las pasó entre sus muslos pensando en el hombre que los había acariciado sólo veinticuatro horas antes. ¡Qué bien se había comportado! Ahora lamentaba no haberse quedado en Gap. Tal vez hubiesen podido pasar juntos el fin de semana, corriendo en coche por ahí, bajo un nombre supuesto, como una pareja de amantes fugados. ¿Por qué diablos había tenido que volver a su casa?

Se oyó en el patio el estrépito de una vieja camioneta que llegaba. Perezosamente, la baronesa se ciñó de nuevo el salto de cama y se acercó a la ventana que daba al frente de la mansión. Vio estacionada en el patio una camioneta del pueblo, con las puertas traseras abiertas. Dos hombres estaban descargando algo de la camioneta. Louison, desde el prado donde había estado recortando el césped, se acercaba al vehículo para ayudar.

Uno de los hombres ocultos a la vista por la camioneta dio la vuelta por delante de la misma, mientras se guardaba un papel en el bolsillo, sentose detrás del volante y entró, estrepitosamente, la primera marcha. ¿Quién había venido a descargar en el château? Ella no había encargado nada. Cuando la camioneta se puso en marcha, la baronesa tuvo un sobresalto de sorpresa. En el suelo cubierto de grava había tres maletas y un maletín, y un hombre a su lado. La dama reconoció el brillo de sus cabellos rubios y sonrió complacida.

«Tú, animal. Mi hermoso animal primitivo. Me has seguido».

Corrió a encerrarse en el baño para vestirse.

Cuando salió al rellano, captó el sonido de unas voces en el vestíbulo de la planta baja. Ernestine estaba preguntando qué deseaba el señor.

Madame la Baronne, elle est là?

Un segundo después Ernestine subía por la escalera tan de prisa como se lo permitían sus viejas piernas.

—Ha venido un señor, madame.

Aquel viernes, la reunión de la noche en el Ministerio fue más breve de lo habitual. La única noticia era que no había noticia alguna. Durante las últimas veinticuatro horas, la descripción del coche buscado había circulado por toda Francia siguiendo las vías normales, para no suscitar sospechas. El coche no había sido localizado. Igualmente, todas las comisarías regionales de la Policía Judicial habían ordenado a sus subcomisarías de la ciudad y de los pueblos que entregaran al Cuartel General, antes de las ocho de la mañana, todas las fichas del registro de los hoteles. Decenas de millares de ellas fueron examinadas en busca del nombre de Duggan. Nada habían encontrado. Por consiguiente, el hombre no había pasado la noche en ningún hotel, por lo menos bajo el nombre de Duggan.

—Debemos aceptar dos premisas —explicó Lebel a los reunidos, en medio de un silencio general—. O bien el Chacal sigue creyendo que nadie sospecha de él, o sea que, dicho de otro modo, su marcha del Hôtel du Cerf fue una acción impremeditada y una coincidencia, y en este caso no hay razón para que no utilice abiertamente su Alfa Romeo y no se inscriba abiertamente en los hoteles bajo el nombre de Duggan, con lo cual debemos poder localizarlo tarde o temprano; o bien, en el caso contrario, habrá abandonado su coche, ocultándose en algún sitio. En este último supuesto, caben dos posibilidades.

»O bien no posee los medios necesarios para asumir otra falsa personalidad, en cuyo caso no puede ir muy lejos sin registrar su nombre en un hotel o sin intentar pasar la frontera para salir de Francia; o bien posee otra identidad, y la ha adoptado, en cuyo caso sigue siendo extremadamente peligroso.

—¿Qué le induce a usted a pensar que puede poseer otra identidad? —preguntó el coronel Rolland.

—Debemos partir de la base —dijo Lebel— de que este hombre, a quien la OAS ha ofrecido una suma extraordinariamente crecida para llevar a cabo este atentado, debe de ser uno de los asesinos profesionales mejores del mundo. Ello quiere decir que es hombre de experiencia, y que ha cometido otros atentados parecidos. Sin embargo, ha logrado evitar que recayera en él toda sospecha, y ni siquiera ha sido fichado jamás por la Policía. Sólo puede haber conseguido tal cosa utilizando una personalidad falsa en cada caso. Es decir, debe de ser sin duda un experto en disfrazarse.

»Por la comparación de las dos fotografías sabemos que Calthrop logró aumentar su estatura mediante tacones altos, perder varios kilos de peso, cambiar el color de sus ojos mediante lentes de contacto y teñirse el pelo para convertirse en Duggan. Si puede lograr esto una vez, no podemos permitirnos el lujo de dar por sentado que no puede repetir la hazaña.

—Pero no hay razón alguna para suponer que previó la posibilidad de ser descubierto antes de poder acercarse al Presidente —protestó Saint-Clair—. ¿Por qué hubiese debido tomar unas precauciones tan complicadas como la de procurarse una o más falsas identidades?

—Porque —dijo Lebel—, por lo visto, el hombre toma, ciertamente, precauciones complicadas. De lo contrario, a estas alturas ya estaría en nuestras manos.

—En el dossier de Calthrop facilitado por la Policía británica, veo que cumplió su servicio militar, inmediatamente después de la guerra, en un regimiento de paracaidistas. Tal vez esté utilizando su experiencia en sobrevivir a las privaciones ocultándose en las montañas —sugirió Max Fernet.

—Puede ser —dijo Lebel.

—En tal caso, como peligro potencial, podríamos eliminarlo.

Lebel reflexionó unos instantes.

—En lo que se refiere a ese individuo, no dejaré de considerarlo peligroso hasta que esté entre rejas.

—O muerto —dijo Rolland.

—Si no es tonto, intentará salir de Francia mientras esté con vida —dijo Saint-Clair.

Y con estas palabras se dio por terminada la sesión.

—Quisiera poder confiar en esto —dijo Lebel a Caron, de vuelta en su despacho—. Pero lo que yo sé es que está vivo, sano y salvo, libre y armado. Seguiremos buscándole, a él y a su coche. Llevaba tres maletas, por lo que con esa carga, y a pie, no puede llegar muy lejos. Encontremos el coche, y partiremos de ese nuevo dato.

El hombre a quien buscaban yacía encima de una sábana nueva en un château situado en el corazón de Corrèze. Después de haber tomado un baño, tras un suculento ágape a base de pâté y liebre en salsa, regado con un recio vino tinto áspero, café y coñac, se estaba relajando. Tenía la mirada fija en los adornos dorados que cubrían el techo, mientras planeaba sus actividades para los días que faltaban para su cita en París. Dentro de una semana, calculaba tendría que moverse, y salir de allí podía resultar difícil. Pero debería hacerlo. Debía empezar a pensar en una excusa para su marcha.

Abriose la puerta y entró la baronesa. Llevaba la cabellera suelta sobre los hombros y lucía un salto de cama cerrado en lo alto del cuello, pero abierto en todo el resto. Al avanzar, el salto de cama se abrió por sí solo. No llevaba otra prenda, salvo las medias y los zapatos de tacón alto. El Chacal se incorporó, apoyándose en un codo, mientras la dama cerraba la puerta y se acercaba a la cama.

La baronesa bajó los ojos para mirarlo, en silencio. El Chacal alargó los brazos y soltó el lazo que mantenía cerrado el salto de cama en el cuello. La prenda se abrió, revelando los senos. El Chacal tiró de la fina tela, hasta que el salto de cama se deslizó silenciosamente hasta el suelo.

La dama empujó a el Chacal por los hombros para obligarlo a tenderse en la cama; luego, lo agarró de las muñecas y las mantuvo apretadas contra la almohada. El Chacal la miró fijamente mientras ella se arrodillaba sobre él, apretando sus costillas con fuerza entre los muslos. La baronesa le sonrió; dos mechones de su larga cabellera cayeron sobre sus pezones.

Bon, mon primitif, a ver cómo te portas.

Durante tres días la pista pareció totalmente perdida para Lebel, y en cada reunión de la noche la opinión según la cual el Chacal se había largado de Francia en secreto con el rabo entre las piernas era cada vez más extendida. En la reunión del día 19, ya era el único en sostener el criterio de que el asesino seguía encontrándose en Francia, oculto en algún lugar y esperando su momento.

—Esperando, ¿qué? —dijo Saint-Clair aquella noche—. Lo único que puede esperar, si sigue aquí, es una oportunidad para correr hacia la frontera. En el momento en que salga de su escondrijo caerá en nuestras manos. Todas las fuerzas armadas lo acosan, no tiene dónde ir ni cuenta con nadie que pueda protegerlo, si es correcta su suposición de que trabaja en completo aislamiento respecto de la OAS y de sus simpatizantes.

Hubo un murmullo de asentimiento general; la mayoría de los presentes empezaba a afirmarse en su opinión de que la Policía había fracasado y de que el veredicto original de Bouvier, según el cual la localización del asesino era puramente una tarea detectivesca había sido erróneo.

Lebel movió la cabeza con obstinación. Estaba cansado, exhausto por la falta de sueño, la tensión y la preocupación, por tener que defenderse a sí mismo y a su personal de los constantes ataques de unos hombres que debían sus encumbradas posiciones más a la política que a la experiencia. Era lo bastante inteligente para comprender que si se equivocaba estaba perdido. Algunos de los hombres que se sentaban en torno de aquella mesa velarían para que así fuese. ¿Y si estaba en lo cierto? ¿Y si el Chacal seguía al acecho del Presidente? ¿Y si conseguía filtrarse a través de la red y acercarse a su víctima? Sabía que los que se sentaban en torno de aquella mesa buscarían desesperadamente una cabeza de turco. Y sería él. En ambos casos, su larga carrera de policía tocaría a su fin. A menos…, a menos que lograra encontrar al hombre y reducirle. Con la ventaja de que entonces tendrían que reconocer que había tenido razón. Pero no tenía prueba alguna; sólo una extraña fe, que, desde luego, a nadie podría contagiar, en que el hombre a quien buscaba era también un profesional que llevaría a cabo su misión a pesar de todo y contra todos.

En los ocho días transcurridos desde que el asunto le había sido confiado, Lebel había sentido crecer en su ánimo, a pesar suyo, una especie de respeto por el hombre silencioso e imprevisible, el hombre del arma desconocida, que parecía haberlo planeado todo hasta el último detalle, incluidas las previsiones para el caso de que fallaran sus planes originales. En cierto modo, se sentía más cerca de aquel hombre que de los políticos que le rodeaban. Sólo el macizo corpachón de Bouvier, a su lado, con la cabeza hundida entre los hombros y mirando con irritación a los reunidos, le proporcionaba un pequeño consuelo. Por lo menos también él era un detective.

—Ignoro lo que está esperando —contestó Lebel—. Pero está esperando algo, o acaso un día prefijado. Yo no creo, señores, que no volvamos a oír hablar de el Chacal. Sin embargo, no puedo explicar por qué lo presiento.

—¡Presentimientos! —exclamó, en tono burlón, Saint-Clair—. ¡Un día prefijado! Realmente, comisario, creo que ha leído usted demasiadas novelas de misterio. No se trata aquí de una novela, señor mío, sino de la vida real. El hombre se ha marchado, y se acabó la historia.

Y el coronel, con una sonrisa de superioridad se acomodó en su asiento.

—Espero que esté usted en lo cierto —dijo Lebel, con calma—. En tal caso, debo manifestarle a usted, señor ministro, que estoy dispuesto a retirarme de la investigación y a volver a mi sitio.

El ministro lo miró, indeciso.

—¿Usted cree que vale la pena proseguir la investigación, comisario? —preguntó—. ¿Cree usted que subsiste el peligro?

—En cuanto a la segunda pregunta, nada puedo decirle. Respecto de lo primero, creo que deberíamos seguir buscando hasta tener una absoluta seguridad.

—Muy bien. Entonces, señores, es mi deseo que el comisario prosiga su investigación y que continuemos reuniéndonos aquí para escuchar sus informes… por el momento.

El 20 de agosto por la mañana, Marcange Callet, guardabosque, estaba persiguiendo alimañas en las posesiones de su amo, entre Egletons y Ussel, en el Departamento de Corrèze, cuando, persiguiendo a un pichón silvestre herido que había caído en un matorral de rododendros encontró al ave en el centro del matorral, agitando las alas presa de pánico, en el asiento delantero de un coche deportivo descapotable que evidentemente había sido abandonado.

Al principio, mientras le retorcía el pescuezo al pichón, pensó que el coche lo habrían estacionado allá una pareja de enamorados que habrían ido al bosque a celebrar una comida campestre, a pesar del letrero que había clavado en un poste, en la entrada del bosque, a cerca de un kilómetro de aquel punto. Después observó que algunas de las ramas del matorral que ocultaban el coche a la vista no crecían en el suelo, sino que habían sido clavadas en la tierra. Un examen más minucioso le permitió descubrir en otras matas próximas los muñones de donde habían sido cortadas las ramas, debidamente ensuciados con tierra para que su blancura no llamara la atención.

Por la suciedad que los pájaros del bosque habían dejado en los asientos del coche, supuso que éste llevaría varios días abandonado. Con su escopeta y el ave muerta volvió en su bicicleta a su casa, a través del bosque, después de haberse formulado el propósito de hablarle al policía local del coche abandonado cuando, más tarde, fuese al pueblo a comprar unos cuantos cepos para conejos.

Era cerca de mediodía cuando el policía local le daba a la manivela de su viejo teléfono e informaba a la comisaría de Ussel de que en los bosques de las cercanías había sido encontrado un automóvil abandonado. Le preguntaron si era un coche blanco. Consultó su carnet de notas. No, era un coche azul. ¿Era italiano? No, llevaba matricula francesa. Marca desconocida. La voz de Ussel dijo que estaba bien y que durante la tarde les enviarían un camión grúa; convendría que el policía estuviera esperando para guiar a los del camión hasta el lugar, porque había mucho trabajo y todo el mundo andaba corto de personal, ya que estaban buscando como locos un coche deportivo italiano, blanco, al cual los jefazos de París querían echar un vistazo. El policía local prometió estar esperando cuando llegara la grúa.

Ya eran más de las cuatro cuando el cochecito fue trasladado por la grúa al patio del Ayuntamiento, y cerca de las cinco cuando uno de los empleados, al repasar el coche encontrado para proceder a su identificación, se dio cuenta de que estaba muy mal pintado.

Empuñando un destornillador, hizo un rasguño en uno de los guardabarros. Debajo del azul, apareció una faja de pintura blanca. Perplejo, el hombre examinó las placas de las patentes y observó que parecían invertidas. Pocos minutos después, la placa delantera estaba en el suelo del patio, de cara al cielo, exhibiendo la matrícula MI-61741, y el policía cruzaba el patio corriendo hacia la oficina.

Claude Lebel recibió la noticia un poco antes de las seis. La llamada procedía del comisario Valentin, de la Comisaría Regional de la PJ de Clermont-Ferrand, capital de la Auvernia. Al oír lo que le decía Valentin, Lebel se incorporó de un salto en la silla.

—Oiga, escuche, esto es importante. No puedo explicarle por qué es importante, pero puedo decirle que lo es, y muchísimo. Sí, ya sé que esto es irregular, querido colega, ya sé que es usted un comisario con toda la barba, pero si desea obtener confirmación acerca de mis poderes, le paso la comunicación directamente con el director general de la PJ.

»Quiero que envíe inmediatamente un equipo a Ussel. Los mejores hombres que tenga a mano, y cuantos más mejor. Que empiecen sus investigaciones a partir del lugar dónde ha sido hallado el coche. Señale el sitio en el mapa, y prepárense para un registro a fondo. Pregunten en todas las casas de campo, interroguen a todos los granjeros que regularmente circulan por la carretera, realicen indagaciones en todas las tiendas y cafés de los pueblos cercanos, en todos los hoteles y hasta en las cabañas de los leñadores.

»Ustedes deben buscar a un hombre alto y rubio, inglés de nacimiento pero que habla bien el francés. Lleva tres maletas y un maletín de mano. Tiene mucho dinero en efectivo y viste bien, aunque supongo que tendrá aspecto de haber dormido poco y mal.

»Sus hombres deben preguntar dónde ha sido visto, hacia dónde iba, qué ha comprado. Ah, y otra cosa; es preciso que la Prensa no se entere absolutamente de nada. ¡Cómo que es imposible! Bueno, claro que los corresponsales locales preguntarán qué ocurre. Bueno, dígales que ha habido un accidente de automóvil y que se cree que uno de sus ocupantes puede estar vagando en estado semiinconsciente. Eso es, una misión humanitaria. Cualquier cosa, lo importante es desviar sus sospechas. Díganles que es una noticia que no interesará a ningún periódico, y menos en pleno verano, cuando hay quinientos accidentes de carretera cada día. Quítele importancia al asunto. Y, finalmente, otra cosa: si localizan al hombre escondido en algún lugar, no se acerquen a él. Cérquenlo y que no se les escape. Yo iré en cuanto pueda.

Lebel colgó y se volvió a Caron.

—Llame al ministro. Pídale que anticipe la reunión de la noche para las ocho. Ya sé que es la hora de la cena, pero la reunión será breve. Llame luego a Satory, y que tengan a punto el helicóptero otra vez. Para un vuelo nocturno a Ussel, y que nos digan dónde aterrizarán para disponer que me espere un coche. Usted tendrá que quedarse aquí, de guardia.

A la puesta del sol, las furgonetas de la policía de Clermont-Ferrand, reforzadas con otras de Ussel, instalaron su cuartel general en la plazoleta de la pequeña aldea más próxima al lugar donde se había encontrado el coche. Desde la furgoneta de comunicaciones, Valentin daba instrucciones a las docenas de coches de la policía que convergían hacia los demás pueblos de la zona. Había decidido empezar por un radio de ocho kilómetros del punto donde el coche había sido hallado, y trabajar durante la noche. A aquellas horas, había más probabilidades de encontrar a la gente en casa. En contrapartida, en los zigzagueantes valles y laderas de la región era más fácil que sus hombres se perdieran en la oscuridad, o que se les pasara por alto alguna cabaña de leñadores donde el fugitivo podría haberse refugiado.

Había un factor que no hubiese podido explicarlo a París por teléfono, y que temía verse obligado a comunicar a Lebel cara a cara. Sin que él se enterara, algunos de sus hombres tropezaron con otro factor antes de la medianoche. Un grupo de ellos estaba interrogando a un granjero en su propia casa, a tres kilómetros del lugar donde había sido encontrado el coche.

El hombre permanecía en el umbral, con su camión, negándose tercamente a invitar a los agentes a entrar. La lámpara de parafina que sostenía con la mano arrojaba una luz vacilante sobre el grupo.

—Vamos, Gaston, usted va muy a menudo al mercado por esta carretera. ¿Circuló por ella, hacia Egletons, el viernes por la mañana?

El campesino los miraba a través de los párpados entornados.

—Podría ser.

—Bueno, ¿lo hizo usted o no?

—No recuerdo.

—¿Vio usted a un hombre en la carretera?

—Yo me ocupo de lo que me importa, y basta.

—No es eso lo que le preguntamos. ¿Vio usted a un hombre?

—No vi a nadie, no vi nada.

—Un hombre alto, rubio, atlético. Llevaba tres maletas y un maletín…

—No vi nada. J’ai rien vu, tu comprends.

La entrevista duró veinte minutos. Al cabo, los agentes se retiraron; uno de ellos había tomado nota de todo lo dicho. Los perros, atados con cadenas, mordieron a los policías en las piernas, obligándolos a apartarse y a pisar el montón de estiércol. El campesino se quedó mirándolos hasta que los vio llegar a la carretera, subir a su coche y alejarse. Entonces cerró la puerta, apartó de un puntapié a una cabra curiosa y se dejó caer en la cama con su mujer.

—Fue aquel tipo a quien llevaste ¿no? —preguntó la mujer—. ¿Qué quieren de él?

—No lo sé —repuso Gastón—, pero nadie podrá decir jamás que Gastón Grosjean les entregó a una persona.

Se incorporó y escupió en las cenizas de la chimenea.

Sales flics.

Se volvió, apagó de un soplo la luz y se acomodó mejor en la cama, junto a su voluminosa esposa.

—Buena suerte, muchacho, dondequiera que estés.

Lebel miró a los reunidos y dejó sus papeles encima de la mesa.

—En cuanto se levante la sesión, señores, volaré a Ussel para dirigir personalmente la búsqueda.

Hubo un silencio que duró cerca de un minuto.

—¿Qué cree usted, comisario, que cabe deducir de esto?

—Dos cosas, señor ministro. Sabemos que tuvo que comprar pintura para transformar el coche, y sospecho que nuestras investigaciones demostrarán que si el coche viajó de noche, entre el jueves y el viernes, desde Gap hasta Ussel, ya había sido transformado para entonces. En tal caso, y en estos momentos se está procediendo a las averiguaciones pertinentes, resultaría que compró la pintura en Gap. Si fue así, significaría que había recibido un aviso. O alguien le telefoneó o él telefoneó a alguien, de aquí o de Londres, que le comunicó que habíamos descubierto su seudónimo de Duggan. De ello pudo deducir que andaríamos detrás de él antes de mediodía, y que buscaríamos su coche. Así, pues, emprendió la marcha, y deprisa.

Tan tenso era el silencio, que pensó que el elegante techo de la sala de conferencias iba a resquebrajarse.

—¿Sugiere usted en serio —preguntó alguien desde un millón de kilómetros de distancia— que hay un soplón en esta sala?

—No puedo decir tal cosa, señor. Hay telefonistas, operadores de télex, y ejecutivos novatos a través de los cuales han circulado órdenes. Alguno de ellos podría ser un agente clandestino de la OAS. Pero hay una cosa que parece aún más clara. El hombre ha sido informado de que el plan de conjunto para asesinar al presidente de Francia ha sido descubierto, y, sin embargo, ha decidido seguir adelante. También ha sido informado de que su falso nombre de Duggan nos es conocido. Esto significa que tiene un enlace. Sospecho que puede ser el hombre conocido por Valmy, cuyo mensaje a Roma fue interceptado por la DST.

—¡Maldita sea! —exclamo el jefe de la DST—. Debimos pescar al tipo en la central de Correos.

—¿Y cuál es la segunda cosa que podemos deducir, comisario? —preguntó el ministro.

—La segunda cosa es que cuando ha sabido que no podía actuar como Duggan, no ha intentado abandonar Francia. Al contrario, se ha dirigido hacia el centro del país. Dicho de otro modo, sigue decidido a llegar hasta el jefe del Estado. Simplemente, nos desafía a todos.

El ministro se levantó y recogió sus papeles.

—No queremos entretenerle por más tiempo, señor comisario. Encuéntrelo. Encuéntrelo, y esta misma noche. Y elimínelo, si tiene que hacerlo. Éstas son mis órdenes, en nombre del Presidente.

Y con estas palabras abandonó la sala.

Una hora más tarde, el helicóptero de Lebel despegaba en Satory, y se dirigía, a través de la oscuridad nocturna, hacia el Sur.

—Cerdo impertinente. ¡Cómo se atreve! Sugerir que nosotros, los máximos funcionarios de Francia, estábamos equivocados. Desde luego que voy a mencionarlo en mi próximo informe.

Jacqueline dejó caer de sus hombros las breves hombreras de su combinación, hasta que la transparente prenda cayó en pliegues alrededor de sus caderas. Tomó la cabeza de su amante y la apretó contra su pecho.

—Cuéntame, cuéntamelo todo —ronroneó.