Madame la Baronne de la Chalonnière se detuvo ante la puerta de su habitación y se volvió hacia el joven inglés que la había acompañado hasta allá. En la penumbra del pasillo no distinguía los detalles de su rostro.
Había sido una velada muy agradable, y la dama aún no había decidido si debía terminar en la puerta de su habitación. Durante toda la hora anterior la pregunta había estado constantemente presente en el fondo de su espíritu.
Por una parte, aunque ya anteriormente había tenido amantes, era una respetable mujer casada que se alojaba por una sola noche en un hotel de provincias, y que no tenía por costumbre dejarse seducir por un desconocido. Por otra parte, se sentía en un estado de ánimo especialmente vulnerable, y era lo bastante ingenua para reconocerlo.
Había pasado el día en la Academia de cadetes de Barcelonette, en lo alto de los Alpes, asistiendo a la entrega del título de subteniente de los Cazadores Alpinos a su hijo. Aunque, indudablemente, había sido la madre más atractiva de todas las que habían asistido al desfile, el hecho de ver a su hijo convertido en suboficial del Ejército francés le había hecho comprender bruscamente que le faltaban pocos meses para cumplir los cuarenta años, y que era la madre de un hijo ya mayor.
Aunque podía pasar por una mujer de treinta y cinco años, y a veces se sentía diez años más joven de lo que era, el hecho de saber que su hijo tenía veinte años y probablemente andaba ya con mujeres, que no volvería a su casa para las vacaciones escolares ni andaría de caza por los bosques de los alrededores del château familiar, le indujo a preguntarse qué iba a hacer ella a partir de ahora.
Había aceptado la laboriosa galantería del viejo y herrumbroso coronel que era el comandante de la Academia y las miradas de admiración de los jóvenes compañeros de clase de su propio hijo, y se había sentido de pronto muy sola. Su matrimonio, lo sabía desde hacía ya muchos años, había dejado de existir, salvo de nombre, porque el barón andaba demasiado atareado persiguiendo a las muñequitas dieciochoañeras de París entre el «Bilboquet» y «Castel’s» para hacer acto de presencia en el château en verano y hasta para asistir a la promoción de su hijo.
Mientras conducía el enorme coche familiar desde los altos Alpes para pasar la noche en un hotel rural de las afueras de Gap, se le había ocurrido pensar que era guapa y que estaba sola. Al parecer, sólo podía esperar las galanterías de viejos caballeros, como el coronel de la Academia, o los flirteos frívolos e insatisfactorios con jovencitos. Porque no pensaba dedicarse a la beneficencia, desde luego. Por lo menos, todavía no.
París, por otra parte, le resultaba incómodo y humillante, con Alfred constantemente a la caza de sus menores, y media sociedad burlándose de él y la otra mitad de ella.
Mientras tomaba el café en el salón, no había dejado de interrogarse acerca de su futuro. Y sentía la necesidad urgente de que alguien le dijera que era una mujer, y una mujer hermosa, y no simplemente madame la Baronne. Cuando el inglés se le había acercado para preguntarle si, puesto que eran los únicos ocupantes del salón, podía tomar el café en su compañía, la baronesa había sido tomada por sorpresa y no había sabido negarse a ello.
Durante los primeros segundos se hubiera dado de bofetadas por ello, pero a los diez minutos ya no lamentaba haber aceptado la compañía del inglés, que tendría entre treinta y tres y treinta y cinco años, según sus cálculos, la mejor edad para un hombre. Aunque era inglés, hablaba un francés fluido; era razonablemente guapo y podía mostrarse divertido. La dama había acogido con placer sus hábiles cumplidos, y hasta los había provocado, de modo que era cerca de medianoche cuando se levantó, explicando que a la mañana siguiente tenía que emprender viaje muy temprano.
El inglés la había acompañado por la escalera, y ante la ventana del rellano le había señalado las boscosas laderas de la montaña bañadas por la luna. Habían permanecido unos instantes contemplando el paisaje dormido, hasta que la baronesa, al mirarle, advirtió que los ojos del inglés no se hallaban fijos en el paisaje de más allá de la ventana sino en el profundo surco de sus senos, donde la luz de la luna convertía su tez en blanco alabastro.
El inglés había sonreído al verse sorprendido, murmurado a su oído:
—El claro de luna convierte al hombre más civilizado en un primitivo.
La baronesa se había vuelto y reanudado la ascensión, fingiéndose molesta, pero en su intimidad la descarada admiración del desconocido había desencadenado una oleada de placer.
—Ha sido una velada sumamente agradable, señor.
La baronesa tenía la mano en la empuñadura de la puerta y se preguntaba vagamente si aquel hombre intentaría besarla. En cierto modo, esperaba que lo hiciera. A pesar de la comedida vulgaridad de sus palabras, la dama empezaba a sentir la avidez que se iniciaba en sus entrañas. Tal vez se debiera solamente al vino, o al fuerte Calvados que el inglés había hecho servir con el café, o al paisaje a la luz de la luna, pero la baronesa se daba cuenta de que no era así como había previsto que terminara la velada.
Sin palabras previas, sintió que el brazo del desconocido se deslizaba en torno de su cintura, y sus labios se unieron a los de ella. Eran cálidos y firmes. «Hay que poner fin a esto», dijo una voz en su interior. Un segundo más tarde correspondía al beso con los labios cerrados. El vino enturbiaba su cabeza; debía de ser el vino. Notó que los brazos del inglés apretaban el abrazo, y que eran fuertes y duros.
Su muslo se hallaba apretujado contra él, por debajo del vientre. Por un segundo retiró la pierna; luego, volvió a apretarla. No hubo un momento en que tomara una decisión consciente; sin el menor esfuerzo se dio cuenta de pronto de que lo deseaba terriblemente, entre sus muslos, dentro de sí, toda la noche.
Sintió que la puerta, tras de sí, se abría hacia dentro, se deshizo del abrazo, y entró, de espaldas, en su habitación.
—Viens primitif.
El hombre entró en el cuarto y cerró la puerta.
Durante la noche, todos los archivos del Pantheon fueron escudriñados de nuevo, esta vez en busca del nombre de Duggan, y con más éxito. Fue encontrada una tarjeta según la cual Alexander James Quentin Duggan había llegado a Francia, procedente de Bruselas, en el Brabant Express, el 22 de julio. Una hora más tarde, según otro informe, procedente del mismo puesto fronterizo, de la sección de Aduanas que regularmente viaja en los expresos entre Bruselas y París, realizando su tarea mientras el tren está en marcha fue hallado el nombre de Duggan entre los pasajeros del Étoile du Nord en el trayecto París-Bruselas del 31 de julio.
De la Prefectura de Policía llegó una ficha de hotel llenada a nombre de Duggan, con un número de pasaporte que, según la información recibida de Londres, coincidía con el que llevaba aquél. La tarjeta demostraba que, entre el 22 y el 30 de julio, inclusive, se había hospedado en un pequeño hotel cerca de la Place de la Madeleine.
El inspector Caron era partidario de proceder a un registro a fondo del hotel, pero Lebel prefirió efectuar una pequeña visita a primera hora de la madrugada y sostener una charla con el propietario. Quedó convencido de que el hombre al que buscaba no se hallaba en el hotel aquel 15 de agosto, y el propietario agradeció mucho al comisario que hubiese tenido la discreción de no despertar a todos sus huéspedes.
Lebel encargó a un detective de paisano que, hasta nueva orden, se instalara en el hotel como huésped, sin salir para nada del edificio, por si Duggan volvía a aparecer. El propietario estuvo encantado de poder colaborar.
—Esta visita de julio —dijo Lebel a Caron, cuando volvió a su despacho, a las cuatro y media— fue un viaje de reconocimiento. Entonces lo planeó todo.
Después, mientras se retrepaba en su butaca, con los ojos fijos en el techo, empezó a reflexionar. ¿Por qué se hospedó en un hotel? ¿Por qué no en casa de uno de los simpatizantes de la OAS, como todos los demás agentes de la OAS corrientes? Porque no confía en que los simpatizantes de la OAS sepan guardar silencio. Y con razón. Así que trabaja solo, sin confiar en nadie, planeando su operación a su modo, usando un pasaporte falso, y probablemente comportándose con normalidad, cortésmente, sin levantar sospechas. El propietario del hotel a quien acababa de interrogar se lo había confirmado: «Un verdadero caballero», había dicho. «Un verdadero caballero —pensó Lebel—, y peligroso como una víbora. Para un policía, los caballeros son siempre los peores. Nadie sospecha de ellos».
Echó una ojeada a las dos fotografías, de Calthrop y de Duggan, llegadas de Londres. Con un cambio de estatura, de pelo y de ojos, de edad, y, probablemente, de modo de comportarse, Calthrop se convertía en Duggan. Intentó elaborar una imagen mental del hombre. ¿Cómo debía ser? Arrogante, seguro de su inmunidad. Peligroso, precavido, minucioso, sin dejar nunca nada al azar. Armado, desde luego, pero, ¿con qué? ¿Una pistola automática en el sobaco? ¿Un cuchillo arrojadizo? ¿Un fusil? Pero, ¿cómo podría pasarlo por la Aduana? ¿Cómo podría acercarse al presidente De Gaulle llevando un fusil, si hasta los bolsos de las señoras resultaban sospechosos a treinta metros del Presidente, y los hombres que llevaban paquetes grandes eran alejados sin contemplaciones de cualquier lugar próximo adonde el Presidente debía aparecer en público?
¡Mon Dieu, y aquel coronel del palacio del Elíseo pensaba que no era más que un matón, un pistolero vulgar! Lebel sabía que sólo contaba con una ventaja: él conocía el nombre falso del asesino, y el asesino ignoraba que lo conocía. Era su único triunfo; con esta sola excepción, todo lo demás estaba a favor de el Chacal; y ninguno de los miembros de la conferencia nocturna podía o quería comprenderlo así.
«Si logra enterarse de lo que sé antes de que lo pesquemos, y vuelve a cambiar de identidad, Claude —se dijo—, lo vas a pasar mal».
Y en voz alta dijo:
—Lo vas a pasar mal.
Caron levantó los ojos.
—Tiene razón, jefe. No tiene escapatoria.
Lebel, contra su costumbre, estuvo duro con él. La falta de sueño debía de empezar a obrar sus efectos.
Por poniente, el dedo de luz de la luna, más allá de los cristales de la ventana, fue retirándose lentamente a través del arrugado cubrecama. Iluminó un momento el arrugado vestido de satén tirado en el suelo entre la puerta y los pies de la cama, los sostenes y las medias caídas en la alfombra. Las dos figuras de la cama yacían envueltas en sombras.
Colette yacía de cara al techo, con los ojos abiertos, mientras los dedos de su mano acariciaban lentamente los cabellos rubios de la cabeza que descansaba sobre su vientre. Sus labios se abrían en una semisonrisa mientras pensaba en la noche que acababa de vivir.
El primitivo inglés había estado bien. Duro, pero hábil, lo bastante para ponerla en marcha a ella cinco veces, y él mismo tres. Todavía le parecía sentir el ardiente calor que la había penetrado; y comprendía cuánta falta le había estado haciendo una noche como aquélla.
Echó una ojeada al reloj de viaje colocado en la mesita de noche. Las cinco y cuarto. Agarró con más fuerza los cabellos rubios y dio un tirón.
—Eh —murmuró el inglés, adormilado.
Ambos yacían entre las sábanas desordenadas, pero la calefacción central mantenía confortable la habitación. La cabeza rubia se libró de su mano y se deslizó entre sus muslos.
—No, basta.
El hombre la miró.
—Ya basta. Tengo que levantarme dentro de dos horas, y tú tienes que volver a tu cuarto. Vamos, mi pequeño inglés.
El hombre captó el mensaje y asintió. Saltó de la cama, y empezó a buscar su ropa. La baronesa se deslizó bajo las sábanas, las ordenó como pudo y se cubrió con ellas hasta la barbilla. Cuando el hombre estuvo vestido, con la chaqueta y la corbata dobladas en el brazo, la miró en la penumbra, y la baronesa vio brillar sus dientes cuando le sonrió. Se sentó en el borde de la cama y le acarició la nuca. Su rostro estaba a pocos centímetros del de ella.
—¿Te gustó?
—Mucho. ¿Y a ti?
El hombre volvió a sonreír.
—¿Qué te parece?
La baronesa rió.
—¿Cómo te llamas?
El inglés lo pensó un momento.
—Alex —mintió.
—Bien, Alex. Me gustó mucho. Pero ya es hora de que vuelvas a tu cuarto.
El hombre se agachó y la besó en los labios.
—Siendo así, buenas noches, Colette.
Un segundo más tarde se había retirado, cerrando la puerta tras de sí.
A las siete de la mañana, mientras el sol se levantaba, un gendarme local llegó en bicicleta al Hôtel du Cerf, desmontó y entró en el vestíbulo. El propietario, que ya estaba levantado y atareado detrás del mostrador de recepción organizando las llamadas matinales y el café complet que debía servirse a los huéspedes en sus habitaciones, lo saludó.
—Alors, ¿siempre madrugando?
—Como siempre —dijo el gendarme—. Como hasta aquí hay un buen trecho en bicicleta, dejo al hotel para el final.
—No me diga —sonrió el propietario—. Ya sabe que aquí hacemos el mejor café de la comarca. Marie Louise, tráele al señor una taza de café, que sin duda querrá acompañar con un Calvados.
El agente rural sonrió complacido.
—Aquí tiene las fichas —dijo el propietario, entregándole las pequeñas fichas blancas rellenadas la noche anterior por los nuevos huéspedes—. Anoche sólo hubo tres entradas.
El agente tomó las fichas y las guardó en la cartera de cuero que llevaba sujeta al cinto.
—Casi no valía la pena venir —dijo, sonriendo.
Pero tomó asiento en el sofá del vestíbulo y esperó su café y su Calvados, cambiando unas chanzas más o menos groseras con Marie-Louise cuando ésta acudió con el servicio.
Hasta las ocho no estuvo de vuelta en la gendarmería y comisaría de Gap, con su cartera llena de fichas de registro de los hoteles. El inspector local las tomó y las depositó en su gaveta, de donde serían llevadas más tarde a la comisaría regional de Lyon, y finalmente a los archivos centrales de París. Aunque no le veía la punta a tanto jaleo.
Mientras el inspector depositaba las fichas en la gaveta de la comisaría, madame Colette de la Chalonnière liquidaba su cuenta del hotel, se sentaba detrás del volante de su coche y emprendía viaje hacia el Oeste. En el piso de arriba, el Chacal durmió hasta las nueve de la mañana.
El superintendente Thomas se había dormido en su silla cuando el teléfono situado a su lado produjo un zumbido ahogado. Era el intercom, que comunicaba su despacho con la estancia del pasillo donde los seis sargentos y los dos inspectores habían estado trabajando ante un regimiento de teléfonos desde que habían terminado su labor en el Registro Civil.
Echó una ojeada a su reloj. Las diez. «Maldita sea, ¿cómo habré podido dormirme?». Entonces recordó de cuántas horas de sueño había gozado, o mejor, no había gozado, desde que Dixon lo había llamado el lunes por la tarde. Y estaban a jueves. El intercom volvió a zumbar.
—Diga.
Le contestó la voz del inspector jefe.
—El amigo Duggan —empezó, sin más preliminares—. Salió de Londres en un vuelo normal de la BEA el lunes por la mañana. El pasaje fue reservado el sábado. No cabe duda en cuanto al nombre. Alexander Duggan. Pagó el pasaje en el aeropuerto, en metálico.
—¿Rumbo a dónde? ¿A París?
—No, «super». A Bruselas.
A Thomas se le despejó rápidamente la cabeza.
—Muy bien. Escuche. Puede haberse marchado, pero puede volver. Continúen controlando las reservas en las compañías aéreas por si hay alguna otra a su nombre. Particularmente, vean si hay alguna reserva para un vuelo que todavía no haya salido de Londres. Comprueben las reservas por adelantado. Si vuelve de Bruselas, quiero enterarme. Pero lo dudo. Creo que lo hemos perdido, aunque, desde luego, salió de Londres varias horas antes de que se iniciaran las investigaciones, así que no tenemos ninguna culpa. ¿OK?
—Bien. ¿Y la búsqueda dentro del Reino Unido, en pos del verdadero Calthrop? Está ocupando a un sinnúmero de agentes provinciales, y acaban de llamar del Yard diciendo que hay muchas quejas.
Thomas lo pensó un momento.
—Déjenlo —dijo—. Estoy seguro de que se ha marchado.
Empuñó el teléfono exterior y pidió comunicación con el despacho del comisario Lebel de la Policía Judicial.
El inspector Caron estaba convencido de que antes de que terminara aquel jueves, acabaría en un manicomio. Primero, los ingleses llamaron por teléfono a las diez y cinco. Recibió la llamada él mismo, pero cuando el superintendente Thomas insistió en hablar con Lebel tuvo que acercarse al rincón a despertar al hombre que dormía en la cama de campaña. Lebel parecía llevar una semana cadáver. Pero se puso al aparato. En cuanto se hubo identificado ante Thomas, Caron tuvo que volver a atender el teléfono a causa de la barrera del idioma, y empezar a traducir lo que Thomas decía y las respuestas de Lebel.
—Dígale —le encargó Lebel, cuando hubo digerido la información— que desde aquí nos pondremos en contacto con los belgas. Dígale también que le agradezco mucho su colaboración, y que si localizamos al asesino en el continente le informaré de ello en el acto para que pueda retirar a sus hombres del asunto.
Cuando acabó la conferencia, los dos volvieron a sentarse a sus mesas.
—Póngame con la Sûreté de Bruselas —dijo Lebel.
El Chacal se levantó cuando el sol estaba ya alto por encima de las colinas, prometiendo otro hermoso día de verano. Se duchó y vistió, con el traje a cuadros, que recibió de manos de la doncella, Marie-Louise, la cual volvió a sonrojarse cuando le dio las gracias.
Poco después de las diez y media entró en la ciudad con su Alfa y se dirigió a la oficina de Correos para telefonear a París. Cuando salió, veinte minutos más tarde, parecía llevar mucha prisa. En una ferretería cercana compró un bote de kilo de laca brillante, azul noche, medio kilo de pintura blanca y dos pinceles, uno muy fino, de pelo de camello, y otro en forma de espátula de cinco centímetros de anchura. Compró también un destornillador. Después de guardar sus adquisiciones en la guantera del coche, volvió al Hôtel du Cerf y pidió la nota.
Mientras se la preparaban subió a hacer su equipaje y él mismo bajó sus maletas al coche. Cuando las tres maletas estuvieron en el portaequipajes y el maletín en el asiento del pasajero, al lado del conductor, entró de nuevo en el vestíbulo y pagó la cuenta. El recepcionista de turno diría más tarde que el cliente inglés le había parecido nervioso y como si llevara prisa, y que pagó con un billete de cien francos nuevos.
Lo que no dijo, porque no lo había visto, fue que mientras estaba en el interior de la pequeña oficina buscando cambio, el rubio inglés hojeó las páginas del registro del hotel que el empleado había estado preparando para inscribir a los nuevos clientes del día. En la hoja del día anterior, el inglés había visto la inscripción en que figuraba el nombre de madame la Baronne de la Chalonnière, Haute Chalonnière, Corrèze.
Pocos momentos después de pagada la cuenta se oyó el zumbido del motor del Alfa al ponerse en marcha. El inglés se había ido.
Muy poco antes de mediodía, nuevos mensajes llegaron al despacho de Claude Lebel. La Sûreté de Bruselas llamó para decir que Duggan sólo había pasado cinco horas en la ciudad, el lunes. Había llegado por la BEA, de Londres, pero había salido en el vuelo de la tarde de Alitalia, rumbo a Milán. Había pagado el pasaje en metálico, en el mostrador, pero el pasaje había sido reservado el sábado anterior por teléfono desde Londres.
Lebel pidió comunicación inmediata con la Policía milanesa.
Cuando colgó, el teléfono volvió a sonar. Esta vez era la DST, para decir que se había recibido un informe, por la vía normal, según el cual la víspera por la mañana, entre los pasajeros que habían entrado en Francia desde Italia por Ventimiglia, había cumplimentado la correspondiente tarjeta de entrada un tal Alexander James Quentin Duggan.
Lebel había estallado.
—Cerca de treinta horas —chilló—. Más de un día…
Colgó el receptor con furia. Caron levantó una ceja.
—La tarjeta —explicó Lebel, fatigado— estuvo viajando desde Ventimiglia a París. Actualmente están examinando las tarjetas de entrada de ayer por la mañana en toda Francia. Según dicen, son más de veinticinco mil. En un solo día. Supongo que no debí chillar. Por lo menos sabemos una cosa: está aquí. Con seguridad. En Francia. Si esta noche, en la reunión, no puedo decir algo definitivo, me despellejan. Ah, a propósito, llame al superintendente Thomas y vuelva a darle las gracias. Dígale que el Chacal está en Francia y que nos ocuparemos de él debidamente.
Cuando Caron colgaba el aparato después de haber hablado con Londres, llamaron desde la comisaría regional de la PJ en Lyon. Lebel atendió a la llamada, y mientras escuchaba lanzó una mirada triunfal en dirección a Caron. Cubrió el receptor con una mano.
—Lo tenemos. La pasada víspera se inscribió por dos noches en el Hôtel du Cerf, de Gap.
Apartó la mano del receptor.
—Óigame bien, comisario. No puedo explicar a usted por qué debemos apresar a ese Duggan. Pero acepte mi palabra de que es importante. He aquí lo que deseo que haga…
Habló durante diez minutos, y cuando acababa, sonó el teléfono de la mesa de Caron. Volvía a ser la DST para decir que Duggan había entrado en Francia en un Alfa Romeo deportivo de dos asientos, blanco, de alquiler, matrícula MI-61741.
—¿Pasamos aviso a todas las patrullas de carretera? —preguntó Caron.
Lebel reflexionó un momento.
—No, todavía no. Si está paseando en su coche por la campiña, probablemente lo detendrá un agente rural creyendo que sólo se trata de recuperar un coche robado. El Chacal matará a cualquiera que intente detenerle. El arma debe de estar en el coche, oculta en algún sitio. Lo importante es que se inscribió en el hotel por dos noches. Quiero que haya un ejército alrededor de ese hotel para cuando vuelva. Nadie debe ser herido, si podemos evitarlo. Vamos; si queremos alcanzar ese helicóptero, en marcha ya.
Mientras así hablaba, todas las fuerzas de policía de Gap estaban instalando barreras de acero en todas las salidas de la ciudad y en la zona del hotel, y apostando a sus hombres entre las matas, junto a las barreras. Las órdenes habían llegado de Lyon. En Grenoble y en Lyon, hombres armados con metralletas y fusiles ocupaban ya dos flotas de furgonetas de asalto. En Satory, en las afueras de París, se estaba preparando un helicóptero para que el comisario Lebel pudiera volar a Gap.
Aun a la sombra de los árboles, el calor de primera hora de la tarde resultaba agobiante. Desnudo hasta la cintura para no manchar sus ropas más de lo necesario, el Chacal llevaba dos horas trabajando en el coche.
Al salir de Gap había tomado la dirección Oeste, a través de Veyne y Aspres-sur-Buech. La mayor parte del camino descendía en pendiente; la carretera zigzagueaba entre las montañas como una cinta tirada de cualquier manera. Había llevado el coche al límite máximo de su capacidad de velocidad, haciendo rechinar los neumáticos en las curvas cerradas, y por dos veces estuvo a punto de obligar a dos vehículos que ascendían en dirección contraría a arrojarse a los barrancos que flanqueaban la carretera. Pasado Aspres, enfiló la RN93, que seguía el curso del Drôme hacia el Este para confluir con el Ródano.
A lo largo de treinta kilómetros, la carretera había cruzado una y otra vez el río, salvando sus meandros. Poco después de Luc-en-Diois, el Chacal pensó que había llegado el momento de abandonar la carretera. Había numerosas rutas comarcales que conducían hacia las montañas y los pueblos de las altiplanicies. Había elegido una de ellas al azar, y a los dos kilómetros se había internado por un camino que se introducía directamente en los bosques.
Mediada la tarde dio por terminada su tarea de pintor y retrocedió un paso. El coche era de un azul oscuro muy brillante. La pintura estaba casi completamente seca. Aunque el resultado no podía confundirse en modo alguno con el que hubiese conseguido un pintor profesional, podía pasar, si no se examinaba muy de cerca, sobre todo a media luz. Las dos placas de la matrícula habían sido desatornilladas y reposaban encima de la hierba. Al dorso de cada una de ellas había pintado en blanco un número francés imaginario, cuyas dos últimas cifras eran 75, el indicativo de París. El Chacal sabía que era la matrícula más corriente en las carreteras de Francia.
Por supuesto, los documentos del alquiler, y el seguro del coche no confrontaban con el Alfa azul francés como habían confrontado con el blanco italiano, y si le detenían por la carretera para pedirle la documentación estaba perdido. Lo único que se preguntaba, mientras empapaba un trapo en la gasolina del depósito para quitarse los rastros de pintura de las manos, era si debía seguir viaje inmediatamente y arriesgarse a que la luz del sol pusiera en evidencia su labor de pintor aficionado, o si era preferible esperar que anocheciera.
Suponía que, descubierto su nombre falso, la Policía no tardaría en averiguar por dónde había entrado en Francia, y empezaría la búsqueda del coche. Faltaban días, todavía, para el atentado, y necesitaba encontrar un lugar donde ocultarse hasta que llegara el momento. Esto significaba llegar al departamento de Corrèze, a cuatrocientos kilómetros de allí, y el método más rápido sería utilizar el coche. Corría un riesgo, pero consideraba que merecía la pena. Bien, entonces cuanto antes mejor, antes de que todos los agentes motorizados de Francia anduvieran en busca de un Alfa Romeo con un inglés rubio al volante.
Atornilló las nuevas placas de la patente, tiró lo que quedaba de pintura y los dos pinceles, se puso de nuevo el polo de seda y la chaqueta, y puso en marcha el motor. Cuando entraba en la RN93 consultó su reloj. Eran las 3.41 de la tarde.
Muy alto, en el cielo, vio un helicóptero que se dirigía ruidosamente hacia el Este. Estaba a doce kilómetros del pueblo de Die. El Chacal sabía que, en francés, este nombre no se pronunciaba como en inglés, pero la coincidencia le chocó. Die, en inglés, significaba morir. No era supersticioso, pero sus ojos se entornaron, avizores, mientras se adentraba hacia el centro de la ciudad. En la plaza principal, cerca del monumento a los caídos en la guerra, un corpulento policía motorizado, con su uniforme de cuero negro, se hallaba detenido en el centro de la carretera, haciéndole señal de que parara y se arrimara al bordillo de la acera de su derecha. El Chacal no olvidaba que transportaba el fusil soldado en el chasis de su coche. Y no llevaba arma automática ni cuchillo. Por un segundo, vaciló y estuvo a punto de decidirse por arrollar al policía y seguir adelante, abandonar el coche a veinte kilómetros del lugar, e intentar, sin espejo ni lavabo, transformarse en el pastor Jensen, con tres maletas y un maletín en las manos.
El policía tomó la decisión por él. Ignorándole completamente mientras el Alfa reducía la marcha, el policía se volvió en redondo, mirando hacia el otro extremo de la carretera. El Chacal arrimó el coche al bordillo de la acera, frenó y se quedó esperando.
Del otro extremo del pueblo llegó el ulular de unas sirenas. Ocurriera lo que ocurriera, ya era tarde para reaccionar. Un convoy constituido por cuatro Citröen de la Policía y seis furgonetas entró en el pueblo. Mientras el agente de tráfico saltaba a un lado y levantaba el brazo para saludar, el convoy pasó a toda marcha por el lado del Alfa parado y se alejó en la dirección por donde éste había venido. A través de las ventanillas enrejadas de las furgonetas, el Chacal pudo distinguir las hileras de los policías con casco, con las metralletas cruzadas sobre las rodillas.
Casi tan rápido como había aparecido, el convoy se perdió de vista. El agente de tráfico bajó el brazo y, con un ademán indolente, indicó a el Chacal que podía seguir; luego se dirigió hacia su motocicleta, estacionada junto al monumento a los caídos. Estaba dándole con el pie al arranque cuando el Alfa ya había desaparecido en dirección Oeste.
Eran las 4.50 cuando llegaron al Hôtel du Cerf. Claude Lebel, que había aterrizado a un kilómetro y medio al otro lado de la ciudad y recorrido el resto del trayecto hasta el hotel en un coche de la Policía, se acercó, a pie, a la puerta principal del establecimiento, acompañado por Caron, quien llevaba una metralleta MAT 49 cargada y a punto de disparar debajo de la gabardina doblada sobre el brazo. Su dedo índice se apoyaba en el gatillo. A aquellas alturas, todo el mundo, en la ciudad, sabía que estaba ocurriendo algo, excepto el propietario del hotel, que había pasado cinco horas aislado sin enterarse de nada. Lo único raro que había observado fue que no se había presentado el pescador de truchas que todos los días iba a vender sus piezas al hotel.
Avisado por el recepcionista, el propietario, abandonando sus trabajos de contabilidad del hotel, se presentó ante la Policía. Lebel escuchó sus respuestas a las preguntas de Caron. El hombre aparecía nervioso, y miraba con aprensión el extraño bulto que Caron llevaba bajo el brazo.
Cinco minutos más tarde el hotel era invadido por una multitud de policías de uniforme, que interrogaban al personal, examinaban el dormitorio y registraban los alrededores. Lebel salió, solo a la entrada y fijó la mirada en las colinas de las cercanías. Caron fue a reunirse con él.
—¿Usted cree que se ha marchado, jefe? —le preguntó.
Lebel asintió con la cabeza.
—Sí.
—Pero debía pasar aquí dos noches. ¿Cree usted que el propietario colabora con él?
—No. El propietario y el personal no mienten. El Chacal cambió de idea esta mañana, en un momento determinado. Y se fue. Ahora la cuestión es saber a dónde, y si sospecha que ya sabemos quién es.
—No es posible. No puede saberlo. Tiene que haber sido una coincidencia.
—Mi querido Lucien, esperemos que así sea.
—Ahora ya sólo nos queda la matrícula del coche.
—Sí. Éste fue mi error. Debimos haber dado la alerta contra el coche. Llame a la Policía de tráfico de Lyon desde uno de los coches y que difundan la alerta. Primera prioridad. Alfa Romeo blanco, italiano, matrícula MI-61741. Tomar precauciones, porque su ocupante es peligroso y se cree que va armado. Ya sabe usted, lo de siempre. Pero con un detalle: nadie debe informar a la Prensa. Incluya en el mensaje la instrucción de que el hombre de quien se sospecha probablemente no sabe que se le busca, y que despellejaré a cualquiera que permita que se entere de ello por la Radio o por la Prensa. Voy a hablar con el comisario Gaillard, de Lyon, y luego volveremos a París.
Eran cerca de las seis de la tarde cuando el Alfa azul entraba en la ciudad de Valence, donde el torrente de acero de la RN7, la carretera principal de Lyon a Marsella y la autopista que canaliza la mayor parte del tráfico desde París hasta la Costa Azul, sigue a lo largo de las orillas del Ródano. El Alfa cruzó la gran carretera que corre hacia el Sur y enfiló el puente sobre el río, en dirección a la RN533, hacia St. Peray, en la orilla occidental. Bajo el puente, el ancho río brillaba por el sol de la tarde, e, ignorando los minúsculos insectos de acero que corrían hacia el Sur, descendía, solemne y seguro, hacia el Mediterráneo, que esperaba sus aguas.
Pasado St. Peray, mientras las sombras del atardecer se instalaban en el valle que quedaba atrás el Chacal lanzó el pequeño coche deportivo a toda marcha, carretera arriba, por las montañas del Macizo Central y la Auvernia. Después de Le Puy la cuesta se acentuaba; las montañas eran cada vez más altas y cada ciudad parecía ser un balneario donde el agua de vida que brotaba de las rocas del macizo habían atraído a los que sufrían dolores y eccemas contraídos en las grandes ciudades, haciendo así la fortuna de los astutos campesinos auverneses, que se habían lanzado con todo su ímpetu al negocio de los balnearios.
Pasado Brioude, el valle del río Allier quedaba atrás, y el aire nocturno olía al heno seco de los pastizales de las alturas. El Chacal se detuvo en Issoire a llenar el tanque y luego cruzó la ciudad-casino de Mont Doré y el balneario de la Bourdoule. Era cerca de medianoche cuando rebasó las fuentes del Dordoña, donde éste surge entre las rocas de Auvernia para fluir, a través de media docena de embalses, hacia el Sur y el Oeste y desembocar en el Atlántico en Burdeos.
En La Bourdoule tomó la RN89 hacia Ussel, cabeza de distrito del Departamento de Corrèze.
—Es usted un estúpido, señor comisario, un estúpido. Lo tenía al alcance de su mano y lo dejó escapar.
Saint-Clair casi se había levantado de su asiento para pronunciar estas palabras, mientras, a través de la mesa de caoba, dirigía una mortífera mirada a la cabeza de Lebel. El detective estaba examinando los documentos de su dossier como si Saint-Clair no existiera.
Había decidido que era la única manera de tratar al coronel de Palacio, y Saint-Clair, por su parte, no estaba completamente seguro de si aquella cabeza baja expresaba un lógico bochorno o una insolente indiferencia. Prefería creer que se trataba de lo primero. Cuando hubo terminado y se dejó caer de nuevo en su asiento, Claude Lebel levantó la cabeza.
—Si echa usted una ojeada a la copia del informe que tiene ante usted, mi querido coronel, observará que no lo tuvimos en nuestras manos —observó, con calma—. El informe de Lyon, según el cual un hombre llamado Duggan se había inscrito la noche anterior en un hotel de Gap, no llegó a la PJ hasta las 12.15 de hoy. Ahora sabemos que a las 11.05 el Chacal abandonó bruscamente el hotel. Cualquier medida que hubiésemos tomado habría llevado una hora de retraso.
»Además, no puedo aceptar sus observaciones acerca de la eficacia de las fuerzas de Policía de este país en general. Debo recordarle que el Presidente dispuso que este asunto se llevara de manera rigurosamente secreta. Por consiguiente, no era posible alertar a toda la gendarmería rural para que se lanzara en persecución de un hombre llamado Duggan, porque ello hubiese llamado la atención de la Prensa. La ficha de registro de Duggan en el Hôtel du Cerf fue recogida por la vía normal, a la hora normal, y enviada a su tiempo a la comisaría regional de Lyon. Sólo allá sabían que Duggan era el hombre que buscábamos. Esta demora era inevitable, a menos que, en contra de las órdenes recibidas, deseáramos organizar un escándalo nacional.
»Finalmente, Duggan había reservado su habitación por dos días. Ignoramos qué pudo inducirle a cambiar de idea a las once de la mañana y decidirle a trasladarse a otro lugar.
—Probablemente las correrías de sus policías por allá —replicó Saint-Clair.
—Creo que está perfectamente claro que no hubo correría alguna antes de las 12.15, y el hombre llevaba ya sesenta minutos fuera —dijo Lebel.
—De acuerdo, hemos tenido mala suerte, muy mala suerte —intervino el ministro—. Sin embrago, cabe todavía preguntarse por qué no se ordenó inmediatamente la búsqueda del automóvil. Comisario…
—A la luz de lo sucedido, reconozco, señor ministro, que fue un error. Yo tenía mis razones para creer que el hombre estaba en el hotel y que se proponía pasar en él la noche. De haber recorrido los alrededores en coche y haber sido interceptado por un agente de tráfico por conducir un auto reclamado por la Policía sin duda hubiese matado al desprevenido policía y, ya advertido, hubiese escapado…
—Que es precisamente lo que ha hecho —dijo Saint-Clair.
—Cierto, pero no tenemos pruebas de que haya sido advertido, como hubiese pasado si un agente de tráfico hubiese detenido su coche. Es perfectamente posible que haya decidido abandonar el hotel por cualquier otro motivo. En tal caso, si inscribe su nombre en cualquier otro hotel lo sabremos inmediatamente. Por otra parte, si su coche es visto, también se nos informará.
—¿Cuándo se dio la alerta contra el Alfa blanco? —preguntó el director de la PJ, Max Fernet.
—Yo di las instrucciones a las 5.15 de la tarde, desde el patio del hotel —contestó Lebel—. La orden debe de haber llegado a todas las patrullas de carretera hacia las siete, y la Policía de servicio en las principales ciudades deberá ser informada durante la noche de lo que los agentes puedan descubrir. En vista del peligro que representa este hombre, he dado el coche por robado, con instrucciones de que se informe inmediatamente de su presencia a la comisaría regional, y de que ningún agente, si está solo, intente acercarse a su ocupante. Si los presentes desean variar estas órdenes, debo pedir entonces que asuman toda la responsabilidad de lo que pueda seguir.
Hubo un prolongado silencio.
—Por desgracia, la vida de un agente de Policía no puede interferirse en la salvaguardia del presidente de Francia —murmuró el coronel Rolland.
Alrededor de la mesa surgieron murmullos de asentimiento.
—Completamente cierto —dijo Lebel—. En el supuesto de que un solo agente de Policía pueda detener a ese hombre. Pero la mayoría de los policías de la ciudad y de fuera de la ciudad, los agentes corrientes y los de tráfico, no son tiradores profesionales. El Chacal sí lo es. Si es interceptado, mata a uno o dos policías y escapa, tendremos dos problemas por resolver: uno, un asesino plenamente advertido y que quizá podrá adoptar una nueva identidad de la cual no sabemos nada; la otra, unos titulares sensacionalistas en todos los periódicos del país, que nadie podrá silenciar. Si la verdadera razón de la presencia de el Chacal en Francia sigue manteniéndose secreta a las cuarenta y ocho horas de haberse publicado estos titulares, mi sorpresa será mayúscula. La Prensa sabrá al poco tiempo que el pistolero anda al acecho del Presidente. Si alguno de los presentes desea explicar esto al general, estoy dispuesto a retirarme de la investigación y cederle mi puesto.
Nadie se ofreció voluntario. La sesión se cerró, como de costumbre, hacia medianoche. Al cabo de treinta minutos empezaba el viernes, 16 de agosto.