La tercera reunión en el Ministerio del Interior de París empezó poco después de las diez, debido a que, a causa del tráfico, el ministro se demoró en su camino de vuelta de una recepción diplomática. En cuanto ocupó su asiento, indicó que la sesión podía ya empezar.
El primer informe fue el del general Guibaud, del SDECE. Fue breve y preciso. El exasesino nazi, Kassel, había sido localizado por los agentes de la oficina de Madrid del Servicio Secreto. Vivía apaciblemente en un ático de la capital, se había asociado con otro exjefe de un comando de las SS en un próspero negocio en la ciudad, y, según todas las apariencias no tenía ningún contacto con la OAS. En todo caso, antes de que llegara la petición de informes de París, la oficina de Madrid ya tenía formado un dossier sobre el hombre, según el cual éste no tenía ninguna relación con la OAS.
Teniendo en cuenta su edad, los frecuentes ataques de reumatismo que sufría en las piernas, y su grado de alcoholismo bastante avanzado, Kassel, en opinión general, debía ser descartado como posible Chacal.
Cuando el general hubo terminado, todos los ojos se volvieron hacia el comisario Lebel. Su informe fue sombrío. Durante el día habían llegado a manos de la PJ los informes de otros tres países que veinticuatro horas antes habían sugerido los nombres de posibles sospechosos.
De América había llegado la noticia de que Chuck Arnold, el vendedor de armas, se encontraba en Colombia intentando vender al jefe de Estado Mayor, por cuenta de su jefe americano, una partida de fusiles de asalto AR-10, procedente de un excedente del antiguo Ejército de los Estados Unidos. En todo caso, durante su estancia en Bogotá, se hallaba sometido a continua vigilancia por parte de la CIA, y no había el menor indicio de que tuviera otros planes que el de conseguir el contrato, a pesar de la oposición oficial del Gobierno estadounidense.
Sin embargo, el dossier de aquel hombre había sido enviado por télex a París, así como el correspondiente a Vitellino. En este último constaba que el expistolero de Cosa Nostra no había sido localizado, pero el hombre aparecía descrito como un tipo bajo, de un metro sesenta de estatura, muy ancho de espaldas, con el pelo intensamente negro y de piel morena. Ante la absoluta diferencia de su aspecto con el de el Chacal, tal como había sido descrito por el recepcionista de Viena, Lebel consideraba que también había que descartarlo.
Los sudafricanos habían averiguado que Piet Schuyper era actualmente el jefe de un ejército privado de una sociedad de minas de diamantes de un país del África Occidental que pertenecía a la Commonwealth británica. Su misión consistía en patrullar por las fronteras de las vastas concesiones mineras de la sociedad, con el fin de alejar a los ilegales traficantes en diamantes. No se le formulaban preguntas enojosas en cuanto a los métodos que empleaba en el cumplimiento de su misión, y sus superiores estaban muy satisfechos de su forma de actuar. Su presencia era confirmada por sus jefes. No cabía duda alguna de que seguía en su puesto en África Occidental.
La Policía belga había investigado el paradero de su exmercenario. Y había aparecido un informe de una de sus Embajadas en el Caribe según el cual el exempleado de Katanga había muerto en una riña, en un bar de Guatemala, tres meses atrás.
Lebel dio fin a la lectura de sus informes. Cuando levantó la mirada, encontró catorce pares de ojos fijos en él, la mayoría con una expresión glacial y retadora.
—Alors, rien?
La pregunta del coronel Rolland expresó lo que pensaban todos los presentes.
—Nada, me temo —convino Lebel—. Ninguna de las posibilidades sugeridas parece tenerse en pie.
—Parece tenerse en pie —repitió como un eco Saint-Clair, con sarcasmo—. ¿A esto es a lo que hemos llegado con su «pura labor detectivesca»? ¿Nada parece tenerse en pie?
Lanzó una mirada iracunda a los dos detectives, Bouvier y Lebel, plenamente consciente de que el estado de ánimo de los presentes le apoyaba.
—Parece ser, señores —dijo el ministro, sin levantar la voz, y empleando el plural para incluir así a los dos comisarios de Policía—, que volvemos a estar como al principio, ¿no es así?
—Sí, me temo que sí —respondió Lebel.
Bouvier recogió el guante.
—Mi colega está buscando, virtualmente sin una sola pista ni orientación alguna, a uno de los tipos de hombre más escurridizos del mundo. Tales ejemplares no suelen anunciarse en los periódicos.
—Lo sabemos, mi querido comisario —replicó el ministro, fríamente—, pero la cuestión es…
Fue interrumpido por una llamada a la puerta. El ministro frunció el ceño; había dado órdenes de que no les molestaran, salvo en caso excepcional.
—Adelante.
—Mes excuses, Monsieur le Ministre. Una llamada telefónica para el comisario Lebel. De Londres. —Captando la hostilidad de los presentes, el hombre intentó justificarse—. Dicen que es urgente…
Lebel se levantó.
—¿Me permiten, señores?
Volvió a los cinco minutos. La atmósfera seguía tan fría como cuando había salido, y era evidente que en su ausencia había continuado la discusión acerca del nuevo camino a seguir. Cuando entró, interrumpió una severa diatriba formulada por el coronel Saint-Clair, quien guardó silencio mientras Lebel tomaba asiento. El pequeño comisarlo llevaba en la mano un sobre con algo escrito en el dorso.
—Creo, señores, que ya tenemos el nombre del hombre a quien buscamos —empezó.
La reunión finalizó treinta minutos más tarde en un ambiente casi de alivio. Cuando Lebel hubo terminado de dar cuenta del mensaje que acababa de recibir de Londres, los hombres sentados alrededor de la mesa exhalaron un suspiro colectivo, como un tren que llega al andén después de un largo viaje. Por lo menos ahora cada uno de ellos sabía que podía hacer algo. Al cabo de media hora habían convenido en que sin una sola palabra de publicidad sería posible pasar por el tamiz toda Francia en busca de un hombre llamado Charles Calthrop, encontrarle, y, si era necesario, eliminarle.
Los detalles relativos a Calthrop no llegarían hasta la mañana siguiente, serían enviados por télex desde Londres. Pero, entretanto, Informaciones Generales podía repasar sus kilómetros de estantes llenos de tarjetas de desembarco en busca de alguna que hubiese sido cumplimentada por aquel hombre, y en busca de una tarjeta de registro de hotel a su nombre. La Prefectura de Policía podía examinar sus propios archivos para ver si se hallaba instalado en algún hotel de París.
La DST podía poner su nombre y descripción en manos de todos los funcionarios de los puestos fronterizos, puertos y aeropuertos de Francia, con instrucciones de detener inmediatamente a aquel hombre en cuanto pusiera los pies en el país.
Si no había llegado todavía a Francia, no importaba. Se mantendría absoluto silencio hasta que llegara, y, cuando lo hiciera, le echarían el guante.
—Ya tenemos en la red a ese maldito pájaro, a ese Calthrop —dijo el coronel Raoul Saint-Clair de Villauban a su amante, aquella noche, ya acostados.
Cuando Jacqueline logró por fin arrancar un tardío orgasmo del coronel para que se durmiera de una vez, el reloj de la chimenea dio las doce, y empezó el nuevo día, el 14 de agosto.
El superintendente Thomas, después de colgar el teléfono a través del cual acababa de hablar con París, se retrepó en su asiento y miró fijamente a los seis inspectores reunidos a su alrededor. Fuera, en la plácida noche de verano, el Big Ben dio las doce de la noche.
Sus instrucciones duraron una hora entera. Uno de sus hombres se dedicaría a investigar sobre los años de juventud de Calthrop, dónde vivían actualmente sus padres, si los tenía; a qué escuelas había asistido; qué marcas de tiro había logrado, siendo colegial, en el Cuerpo de cadetes de la escuela, si constaban. Características dignas de nota, señales distintivas, etcétera.
Otro recibió el encargo de investigar los años transcurridos desde que salió de la escuela, durante el servicio militar, la ficha de su actuación como soldado, de sus marcas de tiro en el Ejército, el empleo que obtuvo una vez licenciado, hasta la época en que fue despedido, por infidelidad, por la fábrica de armas.
Otros dos detectives intentarían reconstruir sus actividades desde su último empleo conocido, en octubre de 1961. Dónde había estado, a quién había visto, cuáles habían sido sus ingresos, cuál había sido la fuente de éstos; como no existía ficha policial de Calthrop, y, por consiguiente, no poseían sus huellas digitales, Thomas necesitaba cuantas fotografías fuese posible obtener de aquel hombre, desde las más antiguas hasta las más recientes.
Los dos últimos inspectores debían intentar averiguar el paradero actual de Calthrop. Registrar su piso en busca de huellas digitales, descubrir dónde había comprado el coche, buscar en el County Hall, de Londres, la copia de su permiso de conducir, y si no aparecía empezar a buscar en todos los departamentos de todos los Condados. Averiguar la marca del coche, el modelo, el color y su matrícula. Buscar su garaje local para ver si proyectaba realizar un largo viaje en coche, comprobar qué coches habían cruzado el Canal en ferry, efectuar averiguaciones en las compañías de aviación, etcétera.
Los seis hombres tomaron gran cantidad de notas. Sólo cuando Thomas hubo terminado, se levantaron y salieron del despacho. Ya en el pasillo, dos de ellos comentaron:
—Borrón y cuenta nueva —dijo uno de ellos—. Tendremos que escribir la historia de la vida del tipo ese.
—Lo gracioso —observó el otro— es que el viejo aún no nos ha dicho qué se supone que ha hecho el pájaro, o qué se propone hacer.
—De una cosa puedes estar seguro. Para que se haya armado ese jaleo, las órdenes deben de venir de arriba. Cualquiera diría que el tipo se propone asesinar al rey de Siam.
Se tardó algún tiempo en despertar a un magistrado y conseguir de él una orden de registro. A primeras horas de la madrugada, mientras Thomas, exhausto, cabeceaba en el sillón de su despacho, y Claude Lebel, todavía más fatigado, sorbía una taza de café en su oficina, dos agentes de la Sección Especial pasaban por el más fino tamiz todo el piso de Calthrop.
Ambos eran expertos. Empezaron por los cajones, vaciando sistemáticamente cada uno de ellos en una sábana y examinando con detenimiento su contenido. Una vez vacíos todos los cajones, empezaron a examinar el armazón de los muebles en busca de compartimentos secretos. Después de los muebles de madera siguieron las butacas y los sillones tapizados. Cuando hubieron terminado con ellos, el lugar parecía una granja de pollos el día de Navidad. Uno de los agentes operaba en la sala y el otro en el dormitorio. Luego siguieron la cocina y el baño.
Registrados los muebles y todas las prendas contenidas en los armarios, le llegó el turno a los suelos, las paredes y los techos. A las seis de la mañana el piso estaba completamente limpio. La mayoría de los vecinos se hallaban reunidos en el rellano, mirándose con asombro, y atisbando hacia la puerta cerrada del piso y hablando en excitados murmullos, que enmudecieron cuando los dos inspectores salieron de allí.
Uno de ellos llevaba una maleta atiborrada con los papeles personales de Calthrop y sus pertenencias privadas. Bajó a la calle, subió al coche de la Policía, que lo esperaba, y corrió a informar al superintendente Thomas. El otro inició la larga serie de interrogatorios. Empezó por los vecinos, sabiendo que la mayoría de ellos tendría que irse a su trabajo al cabo de una o dos horas. Los comerciantes del barrio podían esperar.
Thomas pasó varios minutos examinando la colección de objetos esparcidos por el suelo de su despacho. De entre el montón, el detective inspector eligió un pequeño libro azul, se acercó a la ventana y empezó a hojearlo a la luz del sol naciente.
—«Super», vea esto. —Su dedo índice señalaba una de las páginas del pasaporte que tenía en la mano—. Vea… «República Dominicana, Aeropuerto Ciudad Trujillo, diciembre 1960. Entrada…». Estuvo allá. Es nuestro hombre.
Thomas quitó el pasaporte de las manos del inspector, le echó una ojeada y luego fijó los ojos hacia la ventana.
—Si, claro que es nuestro hombre, muchacho. Pero, ¿no se da cuenta de que eso que tenemos en las manos es su pasaporte?
—Oh, maldita sea… —exclamó el inspector, cuando comprendió lo que aquello significaba.
—Exactamente —dijo Thomas, cuya esmerada educación sólo muy excepcionalmente le permitía utilizar expresiones fuertes—. Si no está viajando con su pasaporte, ¿con qué estará viajando? Deme el teléfono y póngame con París.
A la misma hora, el Chacal llevaba cincuenta minutos viajando por la carretera. La ciudad de Milán quedaba ya muy atrás. Había descapotado su Alfa, y el sol de la mañana bañaba ya la Autostrada 7 de Milán a Génova. Por la ancha autopista corría a más de ciento veinte por hora, y la aguja del velocímetro casi rozaba el principio de la señal roja. El viento fresco agitaba sus cabellos rubios en torno de la frente, pero sus ojos eran protegidos por las gafas oscuras.
Según el mapa de carreteras, faltaban doscientos diez kilómetros para la frontera francesa de Ventimiglia. Al salir de Milán había calculado que en dos horas llegaría al puesto fronterizo y ya estaba casi en la mitad de su recorrido. En las proximidades de Génova se demoró un tanto a causa de los camiones, pero antes de las 7.15 marchaba de nuevo a toda velocidad por la A.10 hacia San Remo y la frontera.
El tráfico de la carretera era ya muy denso cuando a las ocho menos diez, llegó al más tranquilo de los puestos fronterizos franceses. Se hacía ya sentir el calor.
Después de treinta minutos de espera en la cola, fue llamado a la rampa de estacionamiento para la inspección de Aduanas. El policía que tomó su pasaporte lo examinó detenidamente, murmuró un breve «Un moment, monsieur» y desapareció en el interior del barracón de Aduanas.
A los pocos minutos, salió del barracón en compañía de un hombre en traje de paisano, que llevaba en la mano el pasaporte de el Chacal.
—Bonjour, monsieur.
—Bonjour.
—¿Es su pasaporte?
—Sí.
Hubo una nueva inspección del pasaporte.
—¿Cuál es el motivo de su visita a Francia?
—Turismo. No he visitado nunca la Costa Azul.
—Bien. ¿Es suyo el coche?
—No. Lo he alquilado. Estuve en viaje de negocios en Italia, e, inesperadamente, se me ha presentado una semana sin nada que hacer antes de volver a Milán. Por eso alquilé un coche para hacer un poco de turismo.
—Bien. ¿Tiene usted la documentación del coche?
El Chacal exhibió el permiso internacional de conducir, el contrato de alquiler y los dos certificados de seguros. El hombre de paisano examinó los documentos.
—¿Lleva usted equipaje, señor?
—Sí, tres maletas en el portaequipajes y un maletín de mano.
—Por favor, llévelos a la sala de la Aduana.
Se alejó. El policía ayudó a el Chacal a descargar las tres maletas y el maletín y entre los dos lo llevaron todo a Aduanas.
Antes de salir de Milán había retirado de la maleta el viejo capote militar, los pantalones usados y los zapatos de André Martin, el francés imaginario cuya documentación había cosido debajo del forro de la tercera maleta, con todo lo cual hizo un atado que depositó en el fondo del portaequipajes. Las prendas contenidas en las otras dos maletas las había distribuido entre las tres. En cuanto a las medallas, se las había guardado en el bolsillo.
Dos aduaneros examinaron cada maleta. Mientras, el Chacal llenó el formulario para los turistas que entran en Francia. El contenido de las maletas no suscitó el menor interés en los funcionarios. Hubo un breve momento de ansiedad cuando los aduaneros tomaron en sus manos los frascos que contenían el tinte para los cabellos. El Chacal había tomado la precaución de vaciar los envases originales en unos frascos de loción para después del afeitado, previamente vaciados. En aquella época, la loción para después del afeitado no estaba de moda en Francia; era un producto nuevo en el mercado, y de consumo casi limitado a América. El Chacal advirtió que los dos aduaneros se miraban, perplejos, pero volvieron a depositar los frascos en el maletín de mano.
Por el rabillo del ojo pudo ver por las ventanas que otro hombre examinaba el portaequipajes y el capó del Alfa. Afortunadamente, no miró debajo del coche. Desenrolló el fardo del capote y los pantalones y los miró con cierto asco, pero supuso que el capote estaba destinado a proteger el capó en las noches de invierno, y que los pantalones viejos servirían para el caso de que el conductor se viera obligado a hacer, en ruta, alguna reparación en el coche. Volvió a enrollar las dos prendas y cerró el portaequipajes.
Mientras el Chacal terminaba de llenar su formulario, los dos aduaneros del interior del barracón cerraron las maletas e hicieron una señal al hombre de paisano. Éste tomó la tarjeta de entrada, la examinó, volvió a comprobarla con el pasaporte, y devolvió éste a el Chacal.
—Merci, monsieur. Bon voyage.
Diez minutos más tarde, el Alfa corría por las afueras de Menton. Después de un apacible desayuno en un café que dominaba la vista del viejo puerto y del club náutico, el Chacal siguió viaje por la Corniche hacia Mónaco, Niza y Cannes.
En su despacho de Londres, el superintendente Thomas agitó su taza de café fuerte y se pasó una mano por el mentón sin afeitar. En el otro extremo de la estancia, los dos inspectores a quienes se había confiado la misión de averiguar el paradero de Calthrop se hallaban frente a su jefe. Los tres esperaban la llegada de otros seis hombres, todos ellos sargentos de la Sección Especial, retirados de su servicio ordinario como resultado de una serie de llamadas telefónicas efectuadas por Thomas durante la hora anterior.
Poco después de las nueve, a medida que acudían a sus oficinas y eran informados de su incorporación a las fuerzas de Thomas, los hombres empezaron a llegar. Cuando lo hizo el último de ellos, el superintendente les dio sus instrucciones.
—Bien, estamos buscando a un hombre. No tengo ninguna necesidad de decirles por qué lo buscamos; no es importante que ustedes lo sepan. Lo importante es que lo pesquemos, y cuanto antes. Sabemos, o creemos saber, que en este momento se encuentra en el extranjero. Y tenemos la seguridad de que viaja provisto de un pasaporte falso.
»Aquí tienen —agregó, distribuyendo entre ellos un juego de copias de la fotografía de Calthrop hallada en su solicitud de pasaporte— su retrato. Probablemente se habrá disfrazado y, por consiguiente, no responderá necesariamente a esta descripción. Deberán ustedes acudir a la Oficina de Pasaportes y conseguir una lista completa de todas las solicitudes de pasaporte formuladas recientemente. Para empezar, cubran los últimos cincuenta días. Si no consiguen ningún resultado, retrocedan cincuenta días más. Va a ser una labor ardua.
Siguió ofreciendo una rápida descripción del método más corriente empleado para conseguir un pasaporte falso, que era, en efecto, el método empleado por el Chacal.
—Lo importante —concluyó— es no limitarse a los certificados de nacimiento. Comprueben los certificados de defunción. Por consiguiente, cuando tengan en su poder la lista de la Oficina de Pasaportes será mejor que trasladen su centro de operaciones a Somerset House, se instalen allá, se repartan la lista de nombres entre ustedes y empiecen a buscar los certificados de defunción. Si logran encontrar una solicitud de pasaporte cursada por una persona ya fallecida, el impostor será probablemente nuestro hombre. Pueden retirarse.
Cuando los ocho hombres se hubieron marchado, Thomas llamó por teléfono a la Oficina de Pasaportes, y luego al Registro Civil de Somerset House, para asegurarse de que su equipo encontraría la colaboración necesaria.
Dos horas más tarde, mientras se afeitaba con una maquinilla eléctrica prestada, enchufada en su lámpara de mesa, el más veterano de los dos inspectores, que era el jefe del equipo, llamó a Thomas por teléfono para decirle que en los cien últimos días se habían presentado ocho mil cuarenta y una solicitudes de pasaporte. Estaban en verano, explicó, en plena época de vacaciones. Y en esta época las solicitudes de pasaporte siempre eran más numerosas.
Bryn Thomas colgó y estornudó en su pañuelo.
—¡Maldito verano! —exclamó.
Poco después de las once de aquella mañana el Chacal circulaba en su automóvil por el centro de Cannes. Buscaba uno de los mejores hoteles, y a los pocos minutos de conducir penetró con su coche en el patio exterior del Majestic. Se pasó un peine por los cabellos y entró en el vestíbulo.
Como era ya media mañana, la mayoría de los huéspedes estaban en la calle y el vestíbulo no se veía muy frecuentado. Su elegante traje y el aplomo de sus modales lo retrataban como un caballero inglés, por lo que a nadie sorprendió que preguntara a un botones dónde estaban las cabinas telefónicas. La señora situada detrás del mostrador que separaba la centralita de la entrada a los guardarropas levantó los ojos cuando lo vio acercarse.
—Por favor, comuníqueme con París, Molitor 5901—pidió el Chacal.
Pocos minutos más tarde, la telefonista le indicó una cabina situada junto la centralita y lo vio cerrar tras de sí la puerta a prueba de sonidos.
—Allô, ici Chacal.
—Allô, ici Valmy. Gracias a Dios que ha llamado usted. Llevamos dos días esperando su llamada.
Cualquiera que hubiese mirado a través del cristal de la cabina telefónica hubiese visto cómo el inglés fruncía el ceño y los rasgos de su rostro adquirían una extraña rigidez. Durante la mayor parte de los diez minutos que duró la conversación permaneció silencioso, escuchando. De vez en cuando, sus labios se movían para formular una pregunta breve, tensa. Pero nadie le miraba; la telefonista estaba sumida en la lectura de una novela rosa. Cuando menos pensaba en él lo vio ante sí, mirándola a través de las gafas de sol. La telefonista contó el tiempo que había durado la comunicación y cobró su importe.
El Chacal tomó un café con leche en la terraza que daba a La Croisette y al mar deslumbrante, donde los bañistas tostados por el sol jugueteaban y chillaban alegremente. Sumido en sus reflexiones, aspiró profundamente con fuerza el humo de su cigarrillo.
Lo de Kowalski lo entendía perfectamente. Recordaba al robusto polaco del hotel de Viena. Lo que no comprendía era cómo el guardia de corps situado en el pasillo había llegado a conocer su nombre cifrado o el porqué había sido contratado. Tal vez la Policía francesa lo habría deducido por su propia cuenta. Quizá Kowalski había intuido quién era, puesto que también él era un asesino, aunque burdo y brutal en sus métodos.
El Chacal hizo balance de la situación. Valmy le había aconsejado renunciar y volverse a su país, pero había reconocido que Rodin no le había concedido directamente autoridad para cancelar la operación. Lo ocurrido confirmaba a el Chacal en sus sospechas acerca de los fallos en la seguridad dentro de la OAS. Pero él sabía algo que los demás ignoraban; algo que la Policía francesa no podía saber: que viajaba bajo nombre falso, con un pasaporte legítimo a tal nombre, y tres juegos distintos de documentación falsa, entre los cuales figuraban dos pasaportes extranjeros y los correspondientes disfraces.
En el fondo, ¿qué datos poseía la Policía francesa, el comisario Lebel, aquel hombre a quien Valmy había mencionado? Una descripción muy vaga: alto, rubio, extranjero. En agosto, habría en Francia millares de turistas de estas características. No podían detener a todos.
La segunda ventaja era que la Policía francesa andaba a la caza de un hombre provisto de pasaporte a nombre de Charles Calthrop. Allá ellos, y suerte. Él era Alexander Duggan, y podía demostrarlo.
A partir de aquel momento, muerto Kowalski, nadie, ni siquiera Rodin y sus compinches, sabía quién era él o dónde estaba. Por fin, dependía exclusivamente de sí mismo, y así era como había querido trabajar desde el primer momento.
Sin embargo, los peligros habían aumentado. Descubierto el proyecto de atentado, le tocaría asaltar una fortaleza de seguridad que estaría en guardia. ¿Con su plan, tan minuciosamente estudiado, sería capaz de atravesar aquel cinturón defensivo? Sopesándolo todo, el Chacal así lo creía.
La pregunta seguía en el aire, y había que darle una respuesta. ¿Retroceder o seguir adelante? Retroceder equivaldría a entablar una lucha con Rodin y sus gorilas acerca de la propiedad del cuarto de millón de dólares ingresado en su cuenta de Zurich. Si el Chacal se negaba a devolver la mayor parte del dinero, no vacilarían en seguirle la pista, acosarle, torturarlo para que firmara el documento que les permitiría recuperar el dinero, y después matarle. Mantenerse a distancia de sus enemigos le costaría dinero, mucho dinero, probablemente todo el que poseía.
Seguir adelante significaba correr más y más peligros hasta que la misión hubiese sido cumplida. A medida que se acercara el día señalado, cada vez resultaría más difícil zafarse.
Llegó la cuenta de su consumición; el Chacal le echó una ojeada e hizo una mueca. ¡Santo Dios, qué precios cobraba aquella gente! Para vivir aquella clase de vida un hombre tenía que ser muy rico, tener dólares y más dólares. Dirigió una mirada al mar deslumbrante y a las chiquillas morenas que correteaban por la playa, a los silenciosos Cadillac y los zumbantes Jaguar que se deslizaban por La Croisette, cuyos jóvenes ocupantes conducían con un ojo en la carretera y otro en las aceras, en busca de un buen ligue. Aquello era lo que había deseado durante mucho tiempo, desde los días en que pegaba la nariz a las vidrieras de las agencias de viajes y admiraba los carteles turísticos que le mostraban otro mundo, otra vida, lejos de la gris monotonía del Metro, de los formularios por triplicado, de los clips para sujetar papeles y del té tibio. Durante los últimos tres años casi lo había conseguido, a ratos. Se había acostumbrado a vestir bien, a las comidas caras, a un piso elegante, un coche deportivo, mujeres distinguidas… Retroceder sería renunciar a todo aquello.
El Chacal pagó la cuenta y dejó una generosa propina. Subió al Alfa y, alejándose del Majestic, se dirigió hacia el corazón de Francia.
El comisario Lebel se hallaba sentado a su mesa, con la sensación de que no había dormido en toda su vida y que probablemente no volvería a dormir jamás. En un rincón, Lucien Caron roncaba sonoramente en el lecho de campaña, después de haber dirigido toda la noche la búsqueda en los archivos de Charles Calthrop por algún lugar de Francia. Lebel lo había relevado al amanecer.
Frente a sí tenía ahora un montón creciente de informes de las diversas agencias, cuya tarea consistía en llevar el control de la presencia y actividades de los extranjeros en Francia. Todos los informes contenían el mismo mensaje: ningún hombre de aquel nombre había cruzado legalmente ningún puesto fronterizo desde principios de año, que era la fecha tope examinada. Ningún hotel del país, ni en las provincias o en París, había tenido un huésped de aquel nombre, o, por lo menos, no bajo aquel nombre. No figuraba en ninguna lista de extranjeros indeseables ni había llamado jamás la atención de las autoridades francesas por ningún concepto.
A medida que llegaba cada nuevo informe, Lebel, con voz cansada, ordenaba al informador que siguiera comprobando las fechas anteriores, hasta que fuese posible hallar los rastros de cualquier visita a Francia que Calthrop hubiese realizado en cualquier fecha. A partir de aquel dato acaso sería posible establecer si tenía un lugar habitual de residencia, la casa de un amigo, un hotel favorito, donde tal vez se hallara actualmente también, aunque bajo un nombre falso.
La llamada de aquella mañana del superintendente Thomas había constituido otro golpe contra las esperanzas de una captura inmediata del escurridizo pistolero. Una vez más la frase «volvemos al punto de partida» había sido pronunciada, aunque esta vez, por fortuna, tan sólo entre Caron y él. Los miembros del Consejo nocturno todavía no habían sido informados de que la pista Calthrop probablemente iba a resultar fallida. Esto era lo que debía comunicarles aquella noche, a las diez. Si no podía exhibir otro nombre en sustitución del de Calthrop, le esperaban de nuevo la burla despectiva de Saint-Clair y el silencioso reproche de los demás.
Sólo dos cosas lo consolaban: una, que por lo menos ahora poseían una descripción de Calthrop y una fotografía suya, de cabeza y hombros, de cara a la cámara. Si había sacado un pasaporte falso, probablemente habría cambiado considerablemente de aspecto, pero aun así era mejor que nada. El otro consuelo era que ninguno de los miembros del Consejo podía proponer que se hiciera algo mejor de lo que se estaba haciendo: comprobar, controlarlo todo.
Caron había expresado la idea de que tal vez la Policía británica hubiese sorprendido a Calthrop cuando no estaba en su piso; de compras por la ciudad, por ejemplo. En tal caso, no tendría pasaporte falso; y a esas horas se habría escondido y habría cancelado la operación.
Lebel había suspirado.
—Sería estupendo que así fuese —dijo a su ayudante—, pero no confiemos en ello. La Sección Especial británica informó de que todos sus artículos de higiene personal y de afeitar habían desaparecido de su lavabo, y de que había dicho a un vecino que salía de viaje y de pesca. Si Calthrop dejó en su casa el pasaporte fue porque ya no lo necesitaba. No confiemos en que ese hombre cometa demasiados errores; empiezo a sentir cierto afecto por el Chacal.
El hombre a quien la Policía de dos países estaba buscando había decidido evitar la congestión de tráfico de la Grande Corniche en su tramo entre Cannes y Marsella, y mantenerse alejado de la parte sur de la RN7 cuando ésta, desde Marsella, gira hacia el Norte en dirección a París. Sabía que, en agosto, ambas carreteras constituían una forma refinada de los tormentos infernales.
Sintiéndose seguro bajo su falso nombre de Duggan, debidamente documentado, decidió subir sin prisas desde la costa por los Alpes Marítimos, donde el aire era más fresco gracias a la altitud y por las suaves colinas de Borgoña. Ciertamente, no tenía por qué apresurarse, puesto que el día fijado para el asesinato no estaba cerca, y sabía que había llegado a Francia con un ligero adelanto respecto de lo previsto.
Desde Cannes se dirigió hacia el Norte, tomando la RN85 a través de la pintoresca ciudad de Grasse, y más arriba, hacia Castellane, donde el turbulento río Verdon, apaciguado por la enorme presa pocos kilómetros más arriba, corría, más calmo, desde la Saboya para unirse, en Cadarache, al Durance.
Desde allí siguió hasta Barrême y la pequeña ciudad-balneario de Digne. El agobiante calor de la llanura provenzal había quedado atrás, y el aire de las colinas, incluso con el calor reinante, era suave y fresco. Cuando se detenía, sentía todo el ardor del sol, pero, en marcha, el viento era como una ducha refrescante y olía a los pinos y al humo de leña de las granjas.
Sobrepasado Digne, cruzó el Durance y almorzó en una pequeña y pintoresca hostería junto al río. Ciento sesenta kilómetros más allá, el Durance se convertiría en una serpiente gris y angosta, que se deslizaría, sibilante, entre las piedras de su cauce calcinados por el sol de Cavallon y Plan d’Orgon. Pero allá, en las montañas, era todavía un río como Dios manda, un río de aguas frías y pobladas de peces, con sombras a lo largo de sus orillas y verde hierba alimentada por sus aguas.
Por la tarde siguió el largo tramo de la RN85, que gira hacia el Norte a través del Sisteron, siguiendo todavía el curso superior del Durance por su orilla izquierda, hasta que la carretera se bifurcaba y la RN85 continuaba hacia el Norte. Empezaba a anochecer cuando entró en la pequeña ciudad de Gap. Hubiera podido continuar hacia Grenoble, pero decidió que, puesto que no tenía prisa y que había más probabilidades de encontrar habitación, en agosto, en una ciudad pequeña, sería mejor que buscara allá mismo un hotelito de estilo rural. A la salida de la ciudad encontró un lindo Hôtel du Cerf, que en otro tiempo había sido pabellón de caza de uno de los duques de Saboya y conservaba cierto aire de rústico confort.
Había varias habitaciones libres. El Chacal, renunciando a su ducha habitual, se bañó con calma y se puso el traje gris claro, una camisa de seda y una corbata tejida, mientras la ruborosa camarera, después de recibir varias sonrisas congraciadoras, se comprometía a limpiarle y plancharle el traje a cuadros que había llevado todo el día para que pudiera volver a usarlo a la mañana siguiente.
La cena fue servida en una sala de paredes recubiertas de madera, que daba a la vertiente boscosa, donde la animada charla de las cigarras resonaba entre los pinos. El aire era cálido, pero, mediada la cena, una de las señoras presentes en el comedor, que lucía un vestido sin mangas y muy escotado, dijo al mâitre que sentía un poco de fresco.
El Chacal se volvió cuando le fue preguntado si le importaría que cerraran la ventana junto a la cual estaba sentado, y lanzó una ojeada a la mujer que el mâitre le indicó como la persona que había pedido que cerraran. Cenaba sola. Era una hermosa mujer de cerca de cuarenta años, de brazos mórbidos y pecho opulento. El Chacal dijo al mâitre que podía cerrar y saludó con un leve movimiento de cabeza a la dama situada detrás de él. La dama correspondió con una fría sonrisa.
La cena fue magnífica. El Chacal eligió trucha de río asada a fuego de leña, y tournedós al carbón, con hinojo y tomillo. El vino era un Côtes du Rhône local de alta graduación, servido en una botella sin etiqueta. Era evidente que procedía de una barrica de la bodega, la predilecta personal del propietario para su vin de la maison. La mayoría de los huéspedes lo tomaban, y con razón.
El Chacal estaba terminando su helado cuando oyó la voz grave y autoritaria de la dama situada detrás de él que decía al mâitre que tomaría el café en el salón de los huéspedes; el hombre se inclinó y se dirigió a ella llamándola «madame la Baronne». Pocos minutos más tarde el Chacal también había pedido que le sirvieran el café en el salón y se dirigía hacia allá.
La llamada desde Somerset House llegó al superintendente Thomas a las diez y cuarto. Se hallaba sentado ante la ventana abierta de su despacho, mirando hacia la calle, ahora silenciosa, donde no había restaurantes que atrajeran hacia aquel barrio a clientes rezagados. Las oficinas entre Millbank y Smith Square aparecían silenciosas, a oscuras, cerradas a cal y canto e indiferentes a todo. Sólo en el edificio que albergaba los despachos de la Sección Especial ardían las luces hasta altas horas, como siempre.
A un kilómetro y medio, en el ajetreado Strand, también las luces permanecían encendidas hasta tarde en la sección de Somerset House que contenía los archivos de los certificados de defunción de millones de ciudadanos británicos. Allí, el equipo de Thomas, formado por seis sargentos detectives y dos inspectores, trabajaban en sus montañas de papeles; cada pocos minutos se levantaba alguno de ellos para acompañar a uno de los empleados, que se había quedado de servicio, a lo largo de las hileras de relucientes archivos, con objeto de comprobar otro nombre.
Fue el inspector que dirigía el equipo el que llamó. Su voz sonaba cansada, pero con un toque de optimismo; era la voz del hombre que esperaba que lo que iba a decir les liberaría de la ardua tarea de comprobar centenares de certificados de defunción que no existían, puesto que los titulares de los pasaportes no estaban muertos.
—Alexander James Quentin Duggan —dijo, escuetamente, cuando Thomas hubo contestado.
—¿Qué se sabe de él? —preguntó Thomas.
—Nacido el 3 de abril de 1929 en Sambourne Fishley, parroquia de St. Mark. Solicitó pasaporte por el procedimiento normal, mediante el formulario corriente, el 14 de julio de este año. El pasaporte fue expedido al día siguiente y enviado por Correo el 17 de julio a la dirección que figuraba en la solicitud. Probablemente resultará una dirección eventual, únicamente a fines de recibir el pasaporte.
—¿Por qué? —preguntó Thomas, a quien no gustaba que le hicieran esperar.
—Porque Alexander James Quentin Duggan murió en un accidente de carretera, en su pueblo natal, a la edad de dos años y medio, el 8 de noviembre de 1931.
Thomas reflexionó unos instantes.
—¿Cuántos pasaportes falta comprobar de los que fueron expedidos en los últimos cien días? —preguntó.
—Unos trescientos —dijo la voz por teléfono.
—Deje que los demás sigan comprobando los restantes, por si hubiera algún otro nombre falso en el montón —ordenó Thomas—. Confíe la dirección del equipo a su compañero. Quiero que compruebe usted la dirección a la cual fue enviado el pasaporte. Infórmeme por teléfono en cuanto la haya encontrado. Si es un local ocupado, interrogue a sus ocupantes. Tráigame todos los detalles del falso Duggan, y la copia del archivo de la fotografía que envió con la solicitud. Quiero echar una ojeada a ese Calthrop en su nuevo disfraz.
Poco antes de las once, el inspector volvió a llamar. La dirección en cuestión era la de un pequeño estanco y agencia de publicidad de Paddington, de esos que tienen un mostrador lleno de tarjetas anunciando las direcciones de prostitutas. Su propietario, que vivía encima de la tienda, había sido despertado y había reconocido que a menudo aceptaba recibir el correo para clientes que no tenían dirección fija. Cobraba por sus servicios. No recordaba a ningún cliente regular que se llamara Duggan, pero podía ser que el tal Duggan sólo hubiese acudido a la tienda dos veces, una para concertar con el propietario el envío allí de su correspondencia, y la otra para recoger el único sobre que esperaba. El inspector había enseñado al hombre una fotografía de Calthrop, pero el estanquero no había podido reconocerlo. También le enseñó la fotografía de Duggan que había acompañado a la solicitud, y el hombre dijo que le parecía recordarle, pero no estaba seguro. Añadió que seguramente llevaría gafas de sol. Muchos de los que entraban en su tienda a comprar las revistas eróticas exhibidas detrás del mostrador llevaban gafas oscuras.
—Está bien —dijo Thomas—. Venga usted aquí inmediatamente.
Luego cogió el teléfono y pidió comunicación con París.
Por segunda vez, la llamada interrumpió la conferencia de la noche. El comisario Lebel había explicado que no cabía la menor duda de que Calthrop no estaba en Francia bajo su nombre auténtico, a menos que se hubiese introducido ilegalmente en el país en un bote de pesca o cruzando la frontera por un lugar solitario. Personalmente, no creía que un profesional hiciera tal cosa, puesto que en cualquier puesto de control policial podían pedirle la documentación y detenerlo por no llevar el sello de entrada en el pasaporte.
Tampoco ningún Charles Calthrop habíase registrado en ningún hotel de Francia bajo su nombre.
Estos hechos fueron corroborados por el jefe de la Oficina Central de Archivos, el jefe de la DST y el prefecto de Policía de París; por consiguiente, no fueron discutidos.
Una de las dos alternativas, razonó Lebel, era que el hombre no se hubiese tomado la molestia de procurarse un pasaporte falso creyendo que nadie sospechaba de él. En tal caso, el registro de su casa en Londres le habría cogido desprevenido. Lebel explicó que no creía que fuese así, puesto que los agentes del superintendente Thomas habían encontrado ciertos vacíos en el armario y en la cómoda, así como en los artículos de tocador e higiene, que indicaban que el hombre había dejado su piso de Londres para trasladarse a otro lugar. Esto era corroborado por la versión de una vecina, según la cual éste le había dicho que se iba a Escocia de excursión en automóvil. Ni la Policía británica ni la francesa tenían razón alguna para no aceptar esta versión como cierta.
La segunda alternativa era que Calthrop se hubiese agenciado un pasaporte falso, y esto era lo que la policía británica estaba investigando actualmente. En tal caso, también cabía en lo posible que no estuviera ya en Francia, sino en otro país, completando sus preparativos; aunque también podía haber entrado en Francia sin levantar ninguna sospecha.
En aquel punto varios de los miembros de la conferencia estallaron.
—¿Quiere usted decir que podría estar aquí, en Francia, y hasta en el centro de París? —exclamó Alexandre Sanguinetti.
—Lo malo es —explicó Lebel— que el hombre tiene su plan y su horario, que sólo él conoce. Llevamos setenta y dos horas investigando. No tenemos manera de saber en qué momento del plan de este hombre hemos intervenido. De lo único que podemos estar seguros es de que, aparte de saber que estamos al corriente de la existencia de una conjura para asesinar al Presidente, el asesino no puede saber hasta dónde han llegado nuestras averiguaciones. Por tanto, tenemos algunas probabilidades de sorprender a un hombre no precavido, en cuanto le hayamos identificado bajo su nuevo nombre y localizado bajo el mismo.
Pero los reunidos se negaron a dejarse tranquilizar. La idea de que el asesino podía hallarse a menos de un kilómetro de distancia y de que el atentado contra la vida del Presidente podía estar previsto para el día siguiente, producía en ellos una viva ansiedad.
—Podría ser, desde luego —dijo el coronel Rolland—, que habiéndose enterado por Rodin, a través del agente desconocido Valmy, de que el plan era conocido en principio, Calthrop abandonara su piso para hacer desaparecer todo rastro de pruebas contra él. Su fusil y sus municiones, por ejemplo, pueden estar en estos momentos en el fondo de un lago de Escocia. De esta manera, a su regreso, podría presentarse ante la Policía británica con las manos limpias. En tal caso, sería muy difícil formular una acusación contra él.
Los reunidos reflexionaron acerca de la sugerencia de Rolland, que, en principio, mereció su aprobación.
—Díganos, coronel —dijo el ministro—, si usted hubiese sido contratado para esta misión, y se hubiese enterado de que la conjura había sido descubierta, aun cuando su propia identidad continuara siendo un secreto, ¿sería esto lo que haría usted?
—Ciertamente, señor ministro —respondió Rolland—. Si yo fuera un asesino con experiencia comprendería que forzosamente debo figurar en un archivo u otro, y que, habiendo sido descubierta la conjura, tarde o temprano recibiría la visita de la Policía y mi domicilio sería objeto de un registro. Así, pues, procuraría deshacerme de toda prueba comprometedora, ¿y qué mejor lugar que un solitario lago escocés?
El círculo de sonrisas que lo saludaron desde la mesa indicó hasta qué punto los reunidos aprobaban su razonamiento.
—Sin embargo, esto no quiere decir que debamos dejarle en paz. Sigo pensando que deberíamos… ocuparnos de ese monsieur Calthrop.
Las sonrisas se desvanecieron y se hizo un silencio.
—No lo comprendo a usted, mon colonel —dijo el general Guibaud.
—Quiero decir, simplemente, lo que sigue —explicó Rolland—. Teníamos órdenes de localizar y aniquilar a este hombre. Es posible que por el momento haya abandonado su plan. Pero también cabe en lo posible que no haya destruido su equipo, sino que, simplemente, lo haya ocultado con el fin de poder presentarse con las manos limpias ante la Policía británica. Más tarde, podría reanudar sus actividades en el mismo punto donde las interrumpió, pero con un nuevo plan más difícil aún de descubrir.
—Pero si la Policía británica lo localiza, suponiendo que esté todavía en Inglaterra, sin duda lo detendrán, ¿no? —preguntó alguien.
—No es tan seguro. En realidad, dudo de que lo hicieran. Probablemente no tendrán ninguna prueba, sino tan sólo sospechas. Y nuestros amigos ingleses son notoriamente sensibles en lo que se complacen en llamar «las libertades civiles». Sospecho que pueden encontrarlo, interrogarlo, y luego ponerlo en libertad por falta de pruebas.
—Por supuesto, el coronel tiene razón —intervino Saint-Clair—. La Policía británica ha tropezado con este hombre por pura chiripa. Son increíblemente tontos, lo bastante para dejar en libertad a un hombre peligroso. La sección del coronel Rolland debería ser autorizada a hacer lo necesario para que Calthrop dejara de ser peligroso de una vez por todas.
El ministro observó que durante aquella conversación el comisario Lebel había guardado silencio, sin sonreír.
—Bien, comisario, ¿y usted qué opina? ¿Cree, como el coronel Rolland, que Calthrop está en estos momentos escondiendo o destruyendo sus preparativos y su equipo?
Lebel miró hacia las dos hileras de rostros expectantes que se extendían a sus lados.
—Espero —dijo— que el coronel esté en lo cierto. Pero mucho me temo que no sea así…
—¿Por qué? —preguntó el ministro, incisivamente.
—Porque su teoría —explicó, con calma, Lebel— aunque lógica si Calthrop ha decidido cancelar la operación, se basa, a su vez, en la teoría de que ya ha tomado realmente esta decisión ¿Y si no la ha tomado? ¿Y si no ha recibido el mensaje de Rodin o, aun habiéndolo recibido ha decidido seguir adelante a pesar de todo?
Se oyó un bufido general de consternación e irritación. Sólo Rolland no tomó parte en él. Quedose mirando pensativamente a Lebel al otro extremo de la mesa. Estaba pensando que Lebel era más inteligente de lo que creían los allí presentes. Y reconocía que las ideas de Lebel podían ser tan realistas como las suyas propias.
En aquel momento se produjo la llamada telefónica para Lebel. Esta vez tardó más de veinte minutos en volver. Cuando lo hizo, dirigió la palabra durante diez minutos a una asamblea silenciosa.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó el ministro cuando Lebel hubo terminado.
A su modo apacible, sin prisas aparentes, Lebel dictó sus órdenes como un general desplegando sus tropas, y ninguno de los presentes en la sala, todos ellos de categoría superior a la suya, discutió una sola palabra de lo que dijo.
—Así, pues —concluyó Lebel—, vamos a proceder a una búsqueda discreta, pero implacable, de Duggan, en su nuevo aspecto, por toda la nación, mientras la Policía británica examina los registros de las oficinas de las compañías de aviación, de los ferries, etcétera. Si lo localizan primero, lo detendrán si se encuentra en territorio inglés, o nos informarán si ha salido del país. Si nosotros lo localizamos en suelo francés, lo detendremos. Si lo localizamos en un tercer país, podemos esperar a que entre desprevenido para detenerle en la frontera, o bien… adoptar otros métodos de acción. En aquel momento, sin embargo, creo que mi tarea de encontrar al hombre habrá tocado a su fin. Sin embargo, y hasta entonces, les agradeceré que acepten que las cosas se hagan a mi modo.
La osadía y la arrogancia contenida en sus palabras resultaron tan manifiestas, que nadie dijo esta boca es mía. Todos se limitaron a mover la cabeza afirmativamente. Incluso Saint-Clair guardó silencio.
Hasta que estuvo en su casa, poco después de medianoche, no encontró el público adecuado para oír el torrente de palabrotas que salió de sus labios al pensar que aquel ridículo policía bajito y aburguesado había estado en lo cierto, mientras que los máximos expertos del país se habían equivocado.
Su amante lo escuchó con comprensión y simpatía, haciéndole masaje en la nuca mientras el coronel yacía de bruces en la cama. Hasta muy poco antes del amanecer, cuando el hombre dormía profundamente, no pudo deslizarse hasta el vestíbulo para efectuar una breve llamada telefónica.
El superintendente Thomas examinó las dos solicitudes de pasaporte y las dos fotografías que estaban sobre la carpeta de su escritorio, bajo el círculo de luz de la lámpara de sobremesa.
—Vamos a repasarlo una vez más —ordenó al inspector sentado a su lado—. ¿Dispuesto?
—Cuando guste.
—Calthrop: estatura, metro setenta y ocho.
—Bien.
—Duggan: estatura, metro ochenta.
—Usa tacos altos, señor. Con zapatos especiales se puede crecer hasta cinco centímetros. Muchos artistas lo hacen, por pura vanidad. Además, en el mostrador de pasaportes a nadie le miran los pies.
—Bien —convino Thomas—. Tacones dobles. Calthrop: color de pelo, castaño. Esto no quiere decir gran cosa, porque puede variar desde el castaño claro hasta el castaño oscuro. Yo diría que tenía el pelo castaño oscuro. Duggan también dice castaño. Pero parece rubio claro.
—Cierto, señor. Pero en las fotografías los cabellos suelen aparecer más oscuros. Depende de la luz, claro está. Además, pudo haberse teñido para adoptar la personalidad de Duggan.
—Bien. Es posible. Calthrop: color de los ojos, castaño. Duggan: color de los ojos, gris.
—Lentes de contacto, señor, nada más sencillo.
—OK. La edad de Calthrop es de treinta y siete años. La de Duggan, treinta y cuatro, en abril pasado.
—Tuvo que asumir la edad de treinta y cuatro años —explicó el inspector—, porque el verdadero Duggan, el niño que murió a los dos años y medio, nació en abril de 1929. Esto no se podía cambiar. Pero nadie pondrá dificultades a un hombre de treinta y siete años cuyo pasaporte dice que tiene treinta y cuatro. Todo el mundo dará crédito a su pasaporte.
Thomas examinó las dos fotografías. Calthrop parecía más fuerte, de cara más lleno, más robusto. Pero para posar como Duggan pudo haber cambiado su aspecto. En realidad, probablemente ya había modificado su apariencia exterior antes de acudir al encuentro de los jefes de la OAS, y seguramente había conservado desde entonces su nueva personalidad, incluido el período en que había solicitado el falso pasaporte. Hombres como aquél, evidentemente debían ser capaces de vivir bajo una segunda identidad durante meses seguidos si no querían ser reconocidos. Probablemente gracias a su astucia y a sus precauciones, Calthrop había logrado no estar fichado por ninguna Policía del mundo. De no haber sido por el simple rumor que había circulado en el Caribe hubiera sido imposible encontrarle.
Pero a partir de ahora había pasado a ser Duggan, con el pelo teñido, lentes de contacto de color, tacos altos y figura reducida de peso. Fue la descripción de Duggan, con el número de su pasaporte y la fotografía, lo que entregó a la sala de télex para que lo enviasen a París. Echando una ojeada a su reloj de pulsera, calculó que Lebel lo recibiría todo hacia las dos de la madrugada.
—Y a partir de ahora, es cosa suya —sugirió el inspector.
—Oh, no, muchacho, a partir de ahora tenemos que hacer un montón de cosas —dijo Thomas, maliciosamente—. A primera hora de la mañana empezaremos por examinar los registros de las compañías de aviación, de los ferries, del tren continental… En fin, todo. No basta descubrir quién es ahora, sino dónde está.
En aquel momento llamaron desde Somerset House. Acababan de comprobar el último pasaporte, y todos estaban en regla.
—OK. Dé las gracias a los empleados, y descansen. A las ocho y media en punto en mi despacho. Todos —dijo Thomas.
Un sargento entró con una copia de la declaración del estanquero y agente de publicidad, quien había sido conducido a la comisaría del distrito para ser interrogado. Thomas echó una ojeada a la declaración jurada, que decía poco más de lo que el hombre ya había declarado, en su propio domicilio, ante el inspector de la Sección Especial.
—No hay nada que justifique su detención —dijo Thomas—. Diga a la gente de Paddington que lo suelten y lo dejen volverse a la cama y a sus fotografías pornográficas.
El sargento dijo: «A la orden», y se retiró.
Thomas se retrepó en su butaca, con el propósito de echar una siesta.
Mientras habían estado hablando, el 14 de agosto había cedido el paso al nuevo día 15.