El Chacal se levantó a su hora de costumbre, las siete y media, tomó el té servido en la mesilla de noche, se lavó, se duchó y se afeitó. Una vez vestido, retiró el fajo de mil libras del interior del forro de su maleta, se lo guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y bajó a tomar el desayuno. A las nueve estaba en la Via Manzoni, en busca de un Banco, el primero de una serie. Durante dos horas fue de uno a otro cambiando las libras inglesas. Doscientas las cambió por liras, y las ochocientas restantes por francos franceses.
A media mañana había terminado su tarea, e hizo una pausa para tomar un «espresso» en la terraza de un café. Luego, inició la segunda parte de su trabajo. Después de informarse debidamente, se encontró en una de las calles de detrás de la Porta Garibaldi, un barrio obrero próximo a la Estación Garibaldi. Allí encontró lo que andaba buscando: una hilera de garajes en alquiler. Alquiló uno de ellos al propietario que regentaba el garaje de la esquina. El alquiler por dos días le costó diez mil liras, mucho más de lo que valía, pero era sólo por breve tiempo.
En una ferretería local compró un mono de mecánico, un par de cizallas, varios metros de fino alambre de acero, un soldador y treinta centímetros de varilla para soldar. Lo guardó todo en una bolsa de lona comprado en la misma tienda, y lo depositó en el garaje. Guardándose la llave en el bolsillo, fue a comer en una trattoria del barrio más elegante de la ciudad.
A primera hora de la tarde, después de haber convenido la cita por teléfono desde la trattoria, llegó en taxi a una pequeña empresa, no demasiado próspera, donde alquilaban coches sin chófer. Alquiló un Alfa Romeo deportivo de dos asientos, modelo 1962, de segunda mano. Explicó que deseaba hacer un viaje por Italia durante las dos semanas siguientes, es decir, durante todas sus vacaciones en Italia, y devolver el coche transcurrida la quincena.
Su pasaporte y los permisos de conducir británico e internacional estaban en regla, y el seguro fue contratado en menos de una hora con una compañía próxima que habitualmente aseguraba los coches de la empresa. El depósito fue crecido, el equivalente a más de un centenar de libras, pero a media tarde el coche era suyo, las llaves puestas en el contacto, y el propietario de la empresa le deseaba felices vacaciones.
Las investigaciones realizadas anteriormente en el Automóvil Club de Londres le habían informado de que, siendo así que Francia e Italia eran, ambas, miembros del Mercado Común, no había formalidades complicadas para quien deseara conducir en Francia un coche de matrícula italiana, con tal de que los permisos de conducir, los documentos de alquiler del coche y los seguros estuvieran en regla.
En el mostrador de recepción del Automóvil Club de Italia, del Corso Venezia, le dieron el nombre de una compañía de seguros, muy respetable, especializada en los seguros para viajar por el extranjero. El Chacal pagó el seguro extra para poder viajar por Francia con dinero en efectivo. La compañía, le afirmaron, estaba en estrecha relación con una importante compañía de seguros francesa, y su seguro sería aceptado sin dificultad alguna.
Desde allí condujo el Alfa hasta el Continentale, dejó el coche en el aparcamiento del hotel, subió a su habitación y retiró la maleta que contenía las piezas del fusil. Poco después de la hora del té volvía a estar en el barrio obrero donde había alquilado el garaje particular.
Con la puerta debidamente cerrada tras de sí, el cable del soldador enchufado en la lámpara del techo, y una lámpara a pilas de gran potencia en el suelo, colocada a su lado, para iluminar la parte de debajo del coche, el Chacal se puso al trabajo. Durante dos horas estuvo soldando los delgados tubos de acero que contenían las piezas del fusil en el reborde interior del chasis del Alfa. Había elegido un Alfa, en parte porque una investigación realizada en las casas de venta de automóviles, en Londres, le había revelado que, de los coches italianos, el Alfa era el que posee un chasis de acero más fuerte, con un profundo reborde en la parte interior.
Envolvió cada uno de los tubos de acero en una funda de fina arpillera. Luego, con el alambre de acero, los ató juntos, al chasis, de modo que quedaran dentro del reborde de la parte interior. Y soldó los puntos donde el alambre estaba en contacto con el chasis.
Cuando acabó, el mono de mecánico estaba manchado de la grasa del suelo del garaje, y las manos le dolían por el esfuerzo realizado al atar el alambre al chasis. Pero el trabajo estaba listo. Los tubos eran casi imposibles de descubrir, salvo un registro a fondo por debajo del coche; y pronto estarían cubiertos de barro y polvo.
Guardó el mono, el soldador y los restos de alambre en la bolsa de lona y la enterró debajo de un montón de viejos trapos que había en un rincón del garaje. Las cizallas pasaron a la guantera del coche.
Volvía a anochecer en la ciudad cuando, finalmente, salió al volante del «Alfa», con la maleta en el portaequipajes. Cerró con llave la puerta del garaje, se guardó la llave en el bolsillo y regresó al hotel.
Veinticuatro horas después de su llegada a Milán se hallaba de nuevo en su habitación, duchándose para recobrarse de los trabajos del día, y sumergiendo sus elegantes manos en agua caliente, antes de vestirse para el combinado y la cena.
Deteniéndose en recepción antes de pasar al bar e ingerir su habitual Campari con soda, pidió la cuenta para pagarla después de cenar, y encargó que le llamaran y le sirvieran una taza de té a las cinco y media de la mañana siguiente.
Después de una segunda y excelente cena pagó la cuenta del hotel con las liras que le quedaban, y poco después de las once dormía profundamente en su cama.
Sir Jasper Quigley se hallaba de pie, de espaldas a su despacho, con las manos juntas en la espalda, y fijando la mirada desde las ventanas del Foreign Office, a la inmaculada extensión de la Horse Guards Parade. Una columna de Caballería, en orden impecable, trotaba por la gravilla hacia el Annexe y el Mall para seguir en dirección a Buckingham Palace.
Era una escena deliciosa e impresionante. Muchas mañanas, desde la ventana del Ministerio, Sir Jasper había contemplado aquel espectáculo, el más inglés de entre los ingleses. A menudo le parecía que el solo hecho de hallarse de pie junto a aquella ventana y ver pasar a los Azules a caballo, bajo el sol radiante, mientras los turistas miraban boquiabiertos y de oír en la plaza el campanilleo de los arneses y de los bocados, el relincho apagado de un caballo y las exclamaciones de admiración de los badulaques, le pagaba con creces todos los años pasados en Embajadas en otros países menos afortunados que el suyo. Ante aquel espectáculo, sentía que sus hombros se cuadraban un poco más, que su estómago se encogía bajo los pantalones de corte, y que un impulso de orgullo le levantaba la barbilla para hacer desaparecer las arrugas de su cuello. A veces, al oír las pisadas de los cascos en la gravilla, se levantaba de su mesa sólo para situarse junto a la ventana neogótica y verlos pasar antes de volver a sus papeles o a los asuntos del Estado. Y a veces, pensando en todos los que, desde el otro lado del mar, habían querido borrar aquella escena y sustituirla por las pisadas de los borceguíes de París o de las botas de Berlín, sentía un ligero escozor en los ojos y se apresuraba a volver a sus papeles.
Pero no esta mañana. Esta mañana estaba enfurecido, y se mordía los labios con tal fuerza que ni siquiera eran visibles. Sir Jasper Quigley estaba furioso. Y no lo disimulaba. Claro que estaba solo en su despacho.
Era el jefe de Francia, no en el sentido literal de poseer ninguna especie de jurisdicción sobre el país del otro lado del Canal, hacia el cual tanta amistad había manifestado de boquilla y tan poco afecto había sentido toda su vida, sino jefe de la oficina del Foreign Office cuya misión consistía en estudiar los asuntos, ambiciones, actividades, y, a menudo, conspiraciones de aquel maldito país e informar luego de todo ello al subsecretario permanente, y, en última instancia, al Secretario de Estado de Asuntos Exteriores de Su Majestad.
Sir Jasper poseía —pues de lo contrario no hubiese conseguido el cargo— todas las condiciones necesarias: una larga y distinguida hoja de servicios en la diplomacia de varios países, excepto Francia, un historial excepcional en sus juicios políticos que, aunque a menudo equivocados, se hallaban inevitablemente de acuerdo con los de sus superiores del momento; un curriculum vitae, en fin, del cual podía sentirse ciertamente orgulloso. Nunca había sido atrapado en error, públicamente; nunca había tenido demasiada razón hasta llegar a la inconveniencia; jamás había expresado una opinión que no estuviera dentro de la línea de las que prevalecían en las altas esferas del Cuerpo.
Su matrimonio con la poca agraciada hija del jefe de la Cancillería en Berlín, quien más tarde había ascendido a subsecretario delegado ayudante de Estado, no le había, ciertamente, perjudicado. Le había permitido enviar en 1937 un infortunado memorándum desde Berlín manifestando su opinión de que el rearme alemán no tendría, en términos políticos, efectos reales en el futuro de la Europa Occidental.
Durante la guerra, de vuelta en Londres, pasó una temporada en la Oficina para los Balcanes, y había aconsejado encarecidamente que Inglaterra apoyara al guerrillero yugoslavo Mijailovich y a sus cetniks. Cuando el Primer Ministro de entonces, inexplicablemente, había preferido hacer caso de los consejos de un oscuro joven capitán llamado Fitzroy MacLean, que se había lanzado en paracaídas en aquella zona y aconsejaba que se apoyara a un despreciable comunista llamado Tito, el joven Quigley había sido trasladado a la Oficina para Francia.
En ella se distinguió como principal defensor del apoyo británico al general Giraud en Argelia. Era, o hubiese sido, una excelente política, de no haber sido anulada por aquel otro general francés, menos veterano, que había vivido en Londres y no había cesado de luchar para poner en pie una fuerza llamada Franceses Libres. Por qué razón Winston no hizo ningún caso a aquel hombre, era algo que los profesionales nunca alcanzaron a comprender.
Por supuesto, nada de lo que hiciera referencia a Francia podía resultar muy útil. Nadie pudo decir nunca que a Sir Jasper (nombrado caballero en 1961 por sus servicios a la diplomacia) le faltara la calificación esencial para ser un buen jefe para Francia. Sentía una antipatía congénita por Francia y por todo lo francés. Tales sentimientos habían quedado reducidos a la nada en comparación con los que profesaba hacia la persona del presidente francés a partir de la conferencia de Prensa del general De Gaulle del 14 de enero de 1963, en la que cerró las puertas del Mercado Común a Inglaterra, y que obligó a Sir Jasper a pasar los veinte peores minutos de su vida con el ministro.
Alguien llamó a la puerta de su despacho. Sir Jasper se retiró de la ventana y tomó una hoja de papel fino, de color azul, como si hubiese estado leyéndola cuando habían llamado.
—Adelante.
El joven entró en el despacho, cerró la puerta tras de sí y se acercó a la mesa.
Sir Jasper lo miró por encima de los lentes bifocales.
—Ah, Lloyd. Precisamente estaba echando una ojeada a este informe que ha preparado usted durante la noche. Interesante, muy interesante. Una consulta extraoficial formulada por un alto funcionario de la Policía francesa a un alto funcionario de la Policía británica. Pasada a un alto superintendente de la Sección Especial, quien consideraba adecuado consultar, extraoficialmente, desde luego, a un joven miembro del Intelligence Service.
—Sí, Sir Jasper.
Lloyd fijó los ojos en la figura del diplomático, de pie junto a la ventana, quien estaba examinando su informe como si lo viera por primera vez. Nada le costó adivinar que Sir Jasper conocía perfectamente su contenido y que su estudiada indiferencia era probablemente una pose.
—Y este joven funcionario considera adecuado, por decisión propia y sin consultar a ninguna autoridad superior, ayudar al funcionario de la Sección Especial brindándole una sugerencia. Una sugerencia, además, que, sin un asomo de prueba, pretende indicar que un ciudadano británico tenido por comerciante podría ser en realidad un asesino a sangre fría.
¿Adónde quiere ir a parar el viejo?, pensó Lloyd.
No tardó en averiguarlo.
—Lo que me intriga, mi querido Lloyd, es que aunque esta consulta, extraoficial desde luego, se formuló ayer por la mañana, hasta veinticuatro horas más tarde no recibe información de la misma el jefe del departamento del Ministerio más directamente afectado por todo cuanto ocurre en Francia. Curiosa situación, ¿no le parece?
Lloyd captó la onda. Puntillo interdepartamental. Pero sabía igualmente que Sir Jasper era un hombre poderoso, versado, por una larga experiencia, en las luchas intestinas dentro de la jerarquía, en las cuales se suele poner más ahínco que en los asuntos del Estado.
—Con el máximo respeto, Sir Jasper, la consulta del superintendente Thomas, extraoficial, como usted dice, no me fue formulada hasta las nueve de la noche de ayer. El informe fue redactado a medianoche.
—Cierto, cierto. Pero observo que su consulta fue también evacuada antes de medianoche. ¿Puede usted decirme por qué?
—Consideré que la petición de orientación, o de una posible orientación de cara a enfocar la tarea investigadora, entraba en el ámbito de la colaboración normal entre departamentos —contestó Lloyd.
—¿De veras? ¿De veras? —Sir Jasper había abandonado la pose de suave interrogatorio, y dejaba traslucir parte de su puntillo—. Pero no, por lo visto, dentro de la colaboración interdepartamental entre su Servicio y la Oficina para Francia.
—Tiene usted mi informe en sus manos, Sir Jasper.
—Un poco tarde señor. Un poco tarde.
Lloyd decidió replicar. Sabía que si había cometido algún error al consultar a una autoridad superior antes de ayudar a Thomas, debió haberse asesorado con su propio jefe y no con Sir Jasper Quigley. Y el jefe del SIS era adorado por su personal y odiado por los mandarines del FO por su negativa a permitir que nadie más que él mismo amonestara a sus subordinados.
—¿Demasiado tarde para qué, Sir Jasper?
Sir Jasper le lanzó una astuta y mortífera mirada. No iba a caer en la trampa de reconocer que era demasiado tarde para impedir que la colaboración con la consulta de Thomas se realizara.
—Usted se da cuenta, desde luego, de que se trata aquí del nombre de un ciudadano británico. Un hombre contra el cual no existe el menor indicio, y menos aún, la menor prueba. ¿No le parece a usted un proceder incorrecto pregonar el nombre de una persona, y, vista la índole de la consulta, dañar su reputación de esta manera?
—No creo que informar del nombre de una persona a un superintendente de la Sección Especial, simplemente como un posible cauce de investigación, pueda ser considerado como pregonarlo por ahí, Sir Jasper.
El diplomático se dio cuenta de que se estaba mordiendo los labios como para dominar su ira. Impertinente mocoso, pero astuto al mismo tiempo. Habría que vigilarle de cerca. Sir Jasper intentó sobreponerse a su enojo.
—Comprendo, Lloyd, comprendo. En vista de su evidente deseo de ayudar a la Sección Especial, deseo sumamente digno de elogio, por supuesto, ¿le parece que sería pedir demasiado esperar de usted que hiciera alguna consulta antes de arrojarse de cabeza al asunto?
—¿Quiere usted decir, Sir Jasper, por qué no se lo consulté a usted?
Sir Jasper lo vio todo rojo.
—Esto es, señor, exactamente. Esto es lo que le estoy preguntando.
—Sir Jasper, con la mayor deferencia por su categoría, creo que debo llamarle la atención acerca del hecho de que formo parte del personal del Servicio. Si no está usted de acuerdo con mi forma de llevar el asunto, creo que sería más correcto que su queja se dirigiera a mi oficial superior y no directamente a mí.
¿Correcto? ¿Correcto? ¿Acaso aquel mocoso pretendía enseñarle al jefe de la Oficina para Francia lo que era correcto y lo que no lo era?
—Y así lo haré, señor —replicó Sir Jasper—, así lo haré. Y en los términos más severos.
Sin pedir permiso, Lloyd se volvió y salió del despacho. No le cabía la menor duda de que le esperaba un buen sermón por parte del Viejo, y lo único que podía decir como atenuante en su favor era que la consulta de Bryn Thomas le había parecido urgente, y que había atribuido la mayor importancia al factor tiempo. Si el Viejo decidía que hubiese debido utilizar los canales adecuados, aceptaría la regañina. Pero los aceptaría del OM y no de Quigley. ¡Oh, maldito Thomas!
Sin embargo, Sir Jasper Quigley no estaba completamente decidido acerca de la conveniencia de presentar una queja. Técnicamente, la razón estaba de su parte; la información acerca de Calthrop, aunque completamente enterrada en unos archivos arrumbados desde hacía mucho tiempo, debió haber sido desenterrada con la autorización de una autorización superior, aunque no necesariamente la suya. Como jefe de la Oficina para Francia, era uno de los clientes de los informes del SIS, no uno de sus directores. Podía formular una queja ante aquel genio quisquilloso (no eran palabras suyas) que dirigía el SIS, y probablemente conseguiría una buena reprensión para Lloyd y hasta, posiblemente, perjudicarle en su carrera. Pero también podía recibir una dosis de amargo brebaje por parte de la corrosiva lengua del jefe del SIS por haber reprendido a un funcionario del Servicio de Inteligencia sin haberle pedido permiso a él; y la perspectiva no lo divertía. Además, el jefe del SIS tenía fama de relacionarse estrechamente con los hombres situados en la Misma Cumbre. Jugaba a las cartas con ellos en Blades; cazaba en su compañía en el Yorkshire. Y el Glorioso Doce se hallaba a sólo un mes de distancia. Sir Jasper todavía estaba luchando por conseguir que lo invitaran a alguna de esas fiestas. Sería mejor dejar el asunto.
«En todo caso, el mal ya está hecho», se dijo, con la mirada perdida en Horse Guards Parade.
—En todo caso, el mal ya está hecho —dijo, en el club, a su invitado del almuerzo, cuando apenas acababa de dar la una de la tarde—. Supongo que seguirán adelante y colaborarán con los franceses. Espero que no lo hagan con demasiada eficacia, ¿eh?
Era un buen chiste, y él fue el primero en celebrarlo. Desgraciadamente para él, no había valorado exactamente a la persona que almorzaba con él, quien también tenía estrecha relación con los hombres de la Misma Cumbre.
Casi simultáneamente, un informe personal del comisario jefe de la Policía metropolitana y el bon mot de Sir Jasper llegaron a los ojos y oídos del Primer Ministro un momento antes de las cuatro, cuando llegó al número 10 de Downing Street después de una sesión del Parlamento.
A las cuatro y diez, sonó el teléfono del despacho del superintendente Thomas.
Thomas había pasado la mañana y la mayor parte de la tarde intentando hallar la pista de un hombre de quien sólo conocía el nombre. Como de costumbre cuando se trataba de un hombre de quien se sabía con seguridad que había estado en el extranjero, el punto de partida había sido la Oficina de Pasaportes de Petty France.
Una visita personal allí, a las nueve de la mañana, la hora en que abrían, les había arrancado las fotocopias de las solicitudes de pasaportes formuladas por seis diferentes Charles Calthrop. Por desgracia, todos ellos tenían otro apellido intercalado, diferentes los seis. También logró las fotografías de los seis, con la promesa de sacar una fotocopia de las mismas y devolverlas a los archivos de la Oficina de Pasaportes.
Uno de los pasaportes había sido solicitado en enero de 1961, pero esto no significaba necesariamente nada, aunque sí era significativo el hecho de que no existiera constancia de ninguna solicitud anterior formulada por aquel mismo Charles Calthrop antes de la que estaba en manos de Thomas. De haber utilizado otro nombre en la República Dominicana, los rumores que lo relacionaban con el atentado contra Trujillo no lo hubieran mencionado como Calthrop. Thomas se sentía inclinado a descartar al individuo en cuestión a causa de la fecha tardía de su solicitud.
De los cinco restantes, uno parecía demasiado viejo; en agosto de 1963 tenía setenta y cinco años. Los otros cuatro eran otras tantas posibilidades. No importaba que se ajustaran o no a la descripción de Lebel de un tipo alto y rubio, porque la tarea de Thomas era meramente eliminatoria. Si era posible descartar a los seis de toda sospecha de ser el Chacal, tanto mejor. Entonces podría aconsejar a Lebel con la conciencia tranquila.
Cada solicitud de pasaporte llevaba la dirección del solicitante; dos de ellos vivían en Londres; los otros dos en la provincia. No era posible llamar por teléfono, pedir por Mr. Charles Calthrop y preguntarle si en 1961 había estado en la República Dominicana. Aunque hubiese estado, nada le impedía negarlo si así lo deseaba.
Por otra parte, ninguno de los cuatro constaba como «comerciante» u «hombre de negocios» en la casilla relativa a su profesión. Tampoco esto era decisivo. En el informe de Lloyd figuraba como «negociante», pero el rumor que había circulado en 1961 pudo estar equivocado.
Durante la mañana, la Policía local, previa petición telefónica de Thomas, había logrado localizar a los dos Calthrop provincias. Uno de ellos estaba en su puesto de trabajo, y esperaba marcharse de vacaciones con su familia aquel fin de semana. Fue acompañado a su casa a la hora del almuerzo, y examinado su pasaporte. No contenía ningún visado de entrada ni de salida ni sello alguno de la República Dominicana de 1960 o 1961. Sólo había sido utilizado dos veces, una para Mallorca y otra para la Costa Brava. Además, las averiguaciones llevadas a cabo en la empresa donde trabajaba aquel Charles Calthrop revelaron que durante el mes de enero de 1961 el hombre no había abandonado el departamento de contabilidad de la fábrica de sopas, y que llevaba diez años en la empresa.
El otro Calthrop provinciano fue hallado en un hotel de Blackpool. Como no llevaba consigo el pasaporte, se lo convenció de que autorizara a la Policía de su ciudad de residencia para que pidiera prestada la llave que le guardaban los vecinos. En el cajón superior de la cómoda encontraron el pasaporte, que tampoco ostentaba sello alguno de la República Dominicana. Por otra parte, se comprobó que era mecánico de máquinas de escribir, y que en 1961 no había abandonado su trabajo, salvo para el período de sus vacaciones veraniegas. Las tarjetas de los abonados a la limpieza de las máquinas corroboraron este hecho.
De los dos Charles Calthrop de Londres, uno resultó ser un verdulero de Catford que estaba despachando en su tienda cuando entraron dos hombres muy corteses y discretos que deseaban hablar con él. Como vivía encima de la tienda, a los pocos minutos pudo mostrarles su pasaporte. Como los anteriores, no indicaba que su titular hubiese estado jamás en la República Dominicana. Cuando se lo preguntaron, el verdulero convenció a los detectives de que ni siquiera sabía dónde estaba la isla.
El cuarto y último Calthrop estaba resultando un poco más difícil de localizar. Se fue a la dirección que figuraba en su solicitud de pasaporte de cuatro años atrás, la cual resultó ser un bloque de pisos de Highgate. Los administradores de la finca, tras buscar en sus archivos, manifestaron que el hombre había dejado el departamento en diciembre de 1960. No había dado cuenta de sus nuevas señas.
Pero por lo menos Thomas conocía su primer apellido. Una búsqueda en la guía telefónica resultó infructuosa, pero haciendo uso de la autoridad de la Sección Especial, Thomas averiguó por la Oficina General de Correos que había un C. H. Calthrop que tenía un número de teléfono que no constaba en la guía, en la zona Oeste de Londres. Las iniciales correspondían con los apellidos del Calthrop en cuestión: Charles Harold. Partiendo de aquella base, Thomas se puso en contacto con la oficina municipal del barrio correspondiente.
Sí, la oficina municipal le informó de que un tal Charles Harold Calthrop ocupaba, efectivamente, el piso de aquella dirección y figuraba en las listas electorales como elector de aquel distrito.
Se hizo una visita al piso. Estaba cerrado con llave y nadie contestó al timbre. En el bloque, nadie parecía conocer el paradero de Calthrop. Cuando el coche de la Policía volvió a Scotland Yard, el superintendente Thomas intentó un nuevo camino. Se rogó a la Oficina Central de Impuestos que informara acerca de los impuestos pagados por un tal Charles Harold Calthrop, cuya dirección se adjuntaba. Interesaba particularmente saber dónde trabajaba, y dónde había trabajado durante los últimos tres años.
En aquel punto fue cuando sonó el teléfono. Thomas lo descolgó, se identificó, y escuchó durante unos segundos. Enarcó las cejas.
—¿A mí? —preguntó—. ¿Personalmente? Sí, desde luego, voy inmediatamente. Cinco minutos. Estupendo. Hasta luego.
Salió del edificio y cruzó Parliament Square, sonándose ruidosamente para despejar sus conductos nasales. A pesar del espléndido día de verano, su resfriado, lejos de mejorar, parecía empeorar.
Desde Parliament Square pasó por Whitehall y dobló a la izquierda, por Downing Street. Como de costumbre, el lugar era sombrío y húmedo, puesto que el sol nunca penetra en el vulgar callejón sin salida donde está la residencia del Primer Ministro británico. Había un pequeño grupo frente a la puerta del número 10, que dos policías mantenían en la acera de enfrente; seguramente no eran más que curiosos que esperaban ver llegar a personajes importantes, o confiaban en divisar el rostro del Primer Ministro por la ventana.
Thomas cruzó un pequeño patio que le condujo a la puerta trasera del número l0, donde oprimió el timbre. La puerta fue abierta inmediatamente por un corpulento y uniformado sargento de la Policía, quien lo reconoció inmediatamente y lo saludó.
—Buenas tardes, señor. Mr. Harrowby me ha dicho que lo acompañe directamente a su despacho.
James Harrowby, el hombre que pocos minutos antes había telefoneado a Thomas a su despacho era el jefe de la seguridad personal del Primer Ministro, un hombre apuesto que no aparentaba sus cuarenta y un años. Lucía una corbata de universitario, y había hecho una brillante carrera en la Policía antes de ser destinado a Downing Street. Como Thomas, tenía el grado de superintendente. Cuando Thomas entró, Harrowby se levantó de su mesa.
—Adelante, Bryn. Me alegro de verlo. —Se dirigió al sargento—. Gracias, Chalmers.
El sargento se retiró, cerrando la puerta tras de sí.
—¿De qué se trata? —preguntó Thomas.
Harrowby lo miró con sorpresa.
—Confiaba en que me lo contaría usted. Yo sólo sé que llamó hace quince minutos, mencionó su nombre, y dijo que quería verle personalmente y en seguida. ¿Está usted trabajando en algún caso importante?
Thomas sabía que así era, pero le sorprendió que la noticia ya hubiese llegado tan arriba en tan poco tiempo. Sin embargo, si el PM no había querido confiar el secreto a su propio jefe de seguridad, no era él quién para hacerlo.
—No, que yo sepa —dijo.
Harrowby descolgó el teléfono de su mesa y pidió comunicación con el despacho particular del Primer Ministro. Una voz dijo:
—Diga.
—Aquí Harrowby, señor Primer Ministro. Ha llegado el superintendente Thomas… Sí, señor. Inmediatamente.
Y colgó.
—En seguida. Y corriendo. Debe de tratarse de algo muy serio. Hay dos ministros esperando. Vamos, de prisa.
Harrowby abrió la marcha por el pasillo, hacia una puerta del extremo más alejado, tapizada en bayeta verde. Al verlos, un secretario que salía por la misma la mantuvo abierta y se hizo a un lado. Harrowby anunció a Thomas:
—El superintendente Thomas, señor Primer Ministro —enunció claramente.
Y, retirándose, invitó a pasar a su colega, y cerró después la puerta desde el pasillo, dejándole solo con el Primer Ministro.
Thomas tuvo la sensación de que se encontraba en una sala silenciosa, de techo alto y elegante mobiliario, llena de libros y de papeles, de olor a tabaco de pipa y a madera noble, una sala que más parecía el estudio de una autoridad universitaria que el de un Primer Ministro.
La figura situada junto a la ventana se volvió.
—Buenas tardes, superintendente. Siéntese, por favor.
—Buenas tardes, señor.
Thomas eligió una silla de respaldo recto, frente al escritorio, y se sentó en el borde de la misma. Nunca había tenido ocasión de ver al Primer Ministro tan de cerca, ni siquiera en privado. Tuvo la impresión de un par de ojos tristes, casi derrotados, con los párpados caídos, como un sabueso que ha hecho una larga carrera sin gran placer por su parte.
Se hizo un silencio en el recinto mientras el ministro se acercaba a su mesa y se sentaba detrás de ella. Thomas había oído los rumores que circulaban por Whitehall, según los cuales la salud del Primer Ministro no era demasiado satisfactoria, y ésta había sido sometida a una dura prueba con la tarea de salvar al Gobierno del naufragio a través del desdichado asunto Keeler-Ward, que todavía constituía la comidilla del país entero. Aun así, le sorprendió el aspecto exhausto y triste del hombre que se hallaba sentado frente a él.
—Superintendente Thomas, he tenido noticia de que está usted dirigiendo una investigación basada en una petición de ayuda recibida por teléfono desde París ayer por la mañana, y formulada por un alto funcionario de la Policía Judicial francesa.
—Sí señor… Primer Ministro.
—Tengo entendido que esta petición obedece a que las autoridades francesas temen que pueda estar al acecho un… un asesino profesional, contratado, seguramente, por la OAS, para llevar a cabo una determinada misión en Francia en un próximo futuro.
—En realidad no nos dijeron tal cosa, señor Primer Ministro. Sólo nos pidieron que aportáramos alguna sugerencia en cuanto a la posible identidad de un asesino profesional de esta clase, cuyo nombre tal vez nosotros conociéramos. No hubo ninguna explicación acerca de por qué deseaban nuestras sugerencias.
—Sin embargo, ¿qué deduce usted del hecho de que les fuese formulada tal petición?
Thomas se encogió ligeramente de hombros.
—Lo mismo que usted, señor.
—Exactamente. No es preciso ser un genio para deducir la única razón posible para que las autoridades francesas deseen identificar a tal… ejemplar. ¿Y cuál considera usted que debe de ser el blanco de las actividades de ese personaje, si, como parece ser, un hombre de esta clase ha logrado llamar la atención de la Policía francesa?
—Bueno, señor Primer Ministro, yo supongo que temen que haya sido contratado para atentar contra la vida del Presidente.
—Exacto. No sería la primera vez que se intentara, ¿verdad?
—No, señor. Se han realizado ya seis intentos.
El Primer Ministro se quedó mirando fijamente los documentos que tenía frente a sí, como si éstos pudieran darle la clave de lo que le había ocurrido al mundo en los últimos meses de su mandato.
—Sin duda usted no ignora, superintendente, que, por lo visto, existen algunas personas en nuestro país, personas que ocupan cargos importantes, a las cuales no disgustaría que sus investigaciones fuesen lo menos enérgicas posible.
Thomas se sintió sinceramente sorprendido.
—Lo ignoraba, señor.
¿De dónde habría sacado aquello el Primer Ministro?
—¿Le importaría hacerme un resumen del estado de sus investigaciones hasta el momento?
Thomas empezó explicando, clara y concisamente, la pista que había conducido desde los Archivos Criminales a la Sección Especial, la conversación con Lloyd, la mención de un hombre llamado Calthrop, y las investigaciones que se habían llevado a cabo hasta aquel momento.
Cuando hubo terminado, el Primer Ministro se levantó y se acercó a la ventana, que daba al patio soleado y cubierto de verde césped. Durante largos instantes estuvo mirando fijamente hacia el patio, con los hombros caídos. Thomas se preguntó qué estaría pensando.
Tal vez estuviera pensando en una playa argelina donde en otro tiempo sostuvo una conversación con el altivo francés que ahora ocupaba otro despacho, a más de cuatrocientos kilómetros de allí, gobernando los asuntos de su propio país. En aquel entonces, los dos eran veinte años más jóvenes, y no habían ocurrido todavía muchas cosas que, posteriormente, debían interponerse entre los dos.
Tal vez estuviera pensando en el mismo francés, sentado en el salón dorado del Palacio del Elíseo, ocho meses atrás, destruyendo con frases medidas y sonoras las esperanzas del Premier británico de coronar su carrera política con el ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Europea, antes de retirarse con la satisfacción del hombre que ha visto realizados sus sueños.
O posiblemente estuviera pensando en los últimos y angustiosos meses en que las revelaciones de un alcahuete y una cortesana casi habían derribado al gobierno de Gran Bretaña. Era un anciano que había nacido y se había criado en un mundo que tenía sus principios, para bien o para mal, y había creído en aquellos principios y los había seguido. Ahora el mundo había cambiado, estaba lleno de gente con ideas nuevas; y él pertenecía al pasado. ¿Comprendía siquiera que había ahora otros principios, que apenas alcanzaba a entender y que, en todo caso, no eran de su agrado?
Probablemente, mientras contemplaba el soleado césped, sabía lo que se preparaba. La operación quirúrgica no podía ser aplazada, y con ella su retirada de la jefatura. Muy pronto el mundo pasaría a otras manos. Así había ocurrido en gran parte del mismo. ¿Pero debía pasar también a las manos de los alcahuetes y las cortesanas, de los espías y de los… asesinos?
Thomas vio que el anciano alzaba los hombros, antes de volverse hacia él.
—Superintendente Thomas quiero que usted sepa que el general De Gaulle es mi amigo. Si existe el menor peligro que pueda amenazar a su persona, y si este peligro puede proceder de un ciudadano de estas islas, es preciso impedirlo. A partir de ahora dirigirá usted sus investigaciones con toda energía. Antes de una hora sus superiores habrán sido autorizados para concederle a usted todas las facilidades que esté en sus manos otorgarle. Tendrá usted autoridad para incorporar a su equipo a cualquier persona cuya ayuda considere necesaria, y tendrá acceso a la documentación oficial de cualquier departamento del país que pueda resultar útil para sus futuras investigaciones. Por orden personal mía colaborará usted sin la menor reserva con las autoridades francesas en este asunto. Sólo cuando esté usted absolutamente convencido de que, sea quien sea este hombre a quien los franceses están buscando, no es súbdito británico, y no actúa con base en nuestro país, podrá usted desistir de sus investigaciones. En tal momento, deberá usted informarme a mí personalmente de los resultados conseguidos.
»En el caso de que ese Calthrop, o cualquier otro hombre en posesión de un pasaporte británico, pueda ser razonablemente considerado como el hombre buscado por los franceses, usted deberá detenerle. Sea quien sea, hay que pararle los pies. ¿Está claro?
No podía estar más claro. Thomas estaba seguro de que a los oídos del PM había llegado alguna información que había dado pie a las instrucciones que acababa de recibir de sus labios. Thomas sospechaba que ello tenía que ver con la alusión a ciertas personas que deseaban que sus investigaciones no progresaran. Pero no podía estar seguro de ello.
—Si, señor —dijo.
El Primer Ministro inclinó la cabeza para indicar que la entrevista había terminado. Thomas se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Eh… señor Primer Ministro.
—Diga.
—Una cosa, señor. No estoy seguro de si desea usted que ponga al corriente a los franceses de las investigaciones en curso en torno del rumor sobre ese Calthrop y sus actividades en la República Dominicana dos años atrás.
—¿Tiene usted fundadas razones para creer, ya desde este momento, que las pasadas actividades de este hombre justifican su identificación como el que los franceses buscan?
—No, señor. Nada tenemos contra ningún Charles Calthrop, salvo unos rumores que circularon hace un par de años. Ni siquiera sabemos todavía si el Calthrop que estamos buscando esta tarde es el mismo que estuvo en el Caribe en enero de 1961. Si no lo es, volveremos a encontrarnos en el punto de partida.
El Primer Ministro reflexionó unos instantes.
—No quisiera que hiciera usted perder el tiempo a su colega francés con sugerencias basadas en simples rumores de dos años y medio de antigüedad. Observe la expresión: «simples rumores», superintendente. Le ruego que prosiga sus investigaciones con la mayor energía. En el momento en que considere que posee la información suficiente acerca de este o de otro Charles Calthrop, susceptible de afianzar el rumor de que estuvo complicado en el atentado contra el general Trujillo, informe inmediatamente a los franceses, y al mismo tiempo intente localizar al hombre, se encuentre donde se encuentre.
—Sí, señor.
—Y, por favor, ruegue a Mr. Harrowby que venga. Voy a dar inmediatamente las órdenes para que se concedan a usted los poderes que necesita.
Aquella misma tarde, en el despacho de Thomas, las cosas experimentaron un cambio notable. En torno al superintendente se agrupó una sección compuesta de seis de los mejores inspectores detectives de la Sección Especial. Uno de ellos estaba de licencia y fue reclamada su presencia; dos fueron retirados de su servicio de vigilancia de la casa de un hombre de quien se sospechaba que facilitaba información secreta de la Royal Ordnance Factory, donde trabajaba, a un agregado militar de la Europa Oriental. Otros dos eran los mismos que le habían ayudado la víspera a buscar en los archivos de la Sección Especial los rastros del pistolero sin nombre. El último tenía su día de descanso semanal y estaba trabajando en su jardín cuando recibió la orden de presentarse inmediatamente en la sede de la Sección.
Thomas les instruyó exhaustivamente, les ordenó la máxima discreción y contestó a una ininterrumpida oleada de llamadas telefónicas. Poco después de las seis de la tarde, la Oficina de Impuestos había encontrado las anotaciones correspondientes a Charles Harold Calthrop. Uno de los detectives fue enviado a recoger el dossier completo. Los demás se dedicaron a efectuar llamadas telefónicas o a atenderlas, excepto uno que fue enviado a la dirección de Calthrop para ver si a través de algún vecino o algún comerciante de la zona conseguía información acerca del actual paradero del hombre. En el laboratorio fotográfico se sacaron copias de la fotografía presentada por Calthrop con su solicitud de pasaporte, y cada uno de los seis inspectores se guardó una en el bolsillo.
Los archivos de la Oficina de Impuestos revelaron que durante el pasado año Calthrop no había tenido ningún empleo, y que anteriormente había pasado un año en el extranjero. Pero durante la mayor parte del año financiero 1960-1961 había trabajado para una empresa que Thomas identificó como propiedad de uno de los principales fabricantes y exportadores británicos de armas. Al cabo de una hora poseía el nombre del gerente de la empresa y localizó a su hombre en su casa de campo del cinturón de Surrey. Por teléfono, Thomas concertó con él una cita para verle inmediatamente, y cuando las sombras del anochecer descendían sobre el Támesis, su Jaguar de la Policía cruzaba, rugiendo, el río en dirección al pueblo de Virginia Water.
Patrick Monson no tenía, ciertamente, el aspecto de un hombre que trata en armas mortíferas, pero, pensó Thomas, eso era lo normal. Por Monson, Thomas averiguó que la empresa había tenido empleado a Calthrop menos de un año. Y lo que era más importante: durante los meses de diciembre de 1960 y enero de 1961 la empresa lo había enviado a Ciudad Trujillo para que intentara vender al jefe de Policía de Trujillo un buen lote de metralletas, excedente del Ejército británico.
Thomas miró a Monson con aversión.
«Y que después hagan con ellas lo que quieran, ¿verdad, muchacho?», pensó. Pero no se tomó la molestia de expresar en voz alta su desagrado. ¿Por qué Calthrop había salido de la República Dominicana con tantas prisas?
Monson pareció sorprendido por la pregunta. Bueno, pues porque Trujillo había sido asesinado. En pocas horas el régimen se derrumbó. ¿Qué podía esperar del nuevo régimen un hombre que había llegado a la isla con el propósito de vender armas y municiones al antiguo? Lógicamente, tuvo que liar el petate.
Thomas reflexionó. Desde luego, la explicación era razonable. Monson dijo que Calthrop explicó más tarde que se encontraba precisamente en el despacho del Jefe de Policía del dictador, discutiendo las condiciones de la venta, cuando llegó la noticia de que el general había sido asesinado en una emboscada en las afueras de la ciudad. El jefe de Policía se había puesto pálido como el papel y había salido inmediatamente en dirección a su finca particular, donde un avión y su piloto lo esperaban de manera permanente. A las pocas horas, la multitud enardecida recorría las calles buscando a los partidarios del viejo régimen. Calthrop tuvo que sobornar a un pescador para poder abandonar la isla en una embarcación.
Thomas preguntó por qué Calthrop había abandonado la empresa. La respuesta fue la siguiente: fue despedido. ¿Por qué? Monson reflexionó profundamente unos instantes. Finalmente, dijo:
—Superintendente, el negocio de la venta de armas de segunda mano es sumamente competitivo. La competencia es feroz, podríamos decir. Saber qué género ofrecen los competidores, y a qué precio, puede ser vital para quien desea hacerse con el contrato en su favor. Digamos, simplemente, que no nos satisfizo del todo la lealtad de Calthrop a la empresa.
En el coche, durante el trayecto de vuelta a su oficina, Thomas pensó en lo que Monson le había contado. La explicación que a la sazón había dado Calthrop del motivo por el cual había salido tan precipitadamente de la República Dominica era lógica. Lejos de corroborarlo, tendía a desmentir el rumor posteriormente recogido por el agente del SIS residente en el Caribe acerca de su intervención personal en el atentado.
Por otra parte, según Monson, Calthrop era un hombre moralmente capaz de jugar un doble juego. Podía haber llegado al país como representante acreditado de una empresa fabricante de armas que deseaba realizar una venta, y al mismo tiempo estar a sueldo de los revolucionarios.
Monson había dicho otra cosa que desorientaba a Thomas: que cuando Calthrop ingresó en la empresa no entendía gran cosa de fusiles. Sin duda un buen tirador debía ser un experto. Claro que pudo haber aprendido después de haber ingresado en la empresa. Pero si era un novato en el uso de los fusiles, ¿por qué los guerrilleros antitrujillistas lo habrían contratado para que detuviera el coche del general, lanzado a toda velocidad, de un solo tiro? ¿O no lo contrataron? ¿Acaso la versión de Calthrop era la única cierta?
Thomas se encogió de hombros. Lo que había averiguado nada demostraba, ni en favor ni en contra de Calthrop. Volvía a encontrarse en el punto de partida.
Pero en la oficina le esperaban ciertas noticias que cambiaron por completo el panorama. El inspector que había ido a informarse en la vecindad del domicilio de Calthrop había regresado. Había encontrado a la vecina de la puerta de al lado, que había estado en su lugar de trabajo todo el día. La mujer dijo que Mr. Calthrop se había marchado hacia pocos días. Dijo que se iba de excursión a Escocia. En la trasera del coche estacionado en la calle la mujer había visto lo que le había parecido un juego de cañas de pescar.
¿Cañas de pescar? A pesar del calor que reinaba en el despacho, el superintendente Thomas sintió un escalofrío. Cuando el detective acabó de leer su informe, entró uno de los otros.
—¿«Súper»?
—Diga.
—Se me acaba de ocurrir una cosa.
—Veamos.
—¿Usted habla francés?
—No. ¿Y usted?
—Sí, mi madre era francesa. El pistolero tras el cual anda la Policía Judicial es conocido por el nombre cifrado de Chacal, ¿no es verdad?
—Si, ¿y qué?
—Pues que Chacal, en francés, se escribe precisamente así, y no Jackal, como en inglés. C-H-A-C-A-L. ¿Se da cuenta? Puede ser una simple coincidencia. Tiene que ser muy tonto para haber elegido un nombre cifrado, aunque sea en francés, compuesto por las tres primeras letras de su nombre de pila y las tres primeras letras de…
—¡Válgame San Jorge y todos los santos! —exclamó Thomas, soltando un violento estornudo.
Inmediatamente después tomó el teléfono.