12

Pocos minutos antes de las seis de la mañana el comisario Claude Lebel regresó a su despacho donde encontró al inspector Caron en mangas de camisa, sentado detrás de su mesa, con aspecto demacrado.

Tenía ante sí varios borradores llenos de anotaciones hechas a mano. En el despacho habíanse producido algunos cambios. Encima de los archivadores, burbujeaba una cafetera eléctrica, exhalando un delicioso aroma de café recién hecho. A su lado había un montón de tazas de papel, una lata de leche sin azúcar y una bolsita de azúcar. Todo ello había sido servido por la cantina durante la noche.

En el rincón entre las dos mesas habían instalado un catre de campaña, cubierto con una simple manta. La papelera había sido vaciada y situada al lado del sillón, junto a la puerta.

La ventana seguía abierta, y un débil espiral de humo azul de los cigarrillos de Caron salía perezosamente al aire matinal. Más allá de la ventana, las primeras luces del día iluminaban las torres de St. Sulpice.

Lebel se acercó a su escritorio y se dejó caer en su silla. Aunque sólo hacia veinticuatro horas que se había despertado de su último sueño, aparecía cansado, como Caron.

—Nada —dijo—. Lo he buscado todo hasta diez años atrás. El único asesino político extranjero que intentó actuar aquí fue Delgueldre, y está muerto. Además, era miembro de la OAS, y, como tal, lo teníamos fichado. Presumiblemente, Rodin ha elegido, y con razón, a un hombre que no tenga nada que ver con la OAS. En los últimos diez años ha habido sólo cuatro pistoleros a sueldo que lo hayan intentado en Francia, y ejecutamos a tres de ellos. El cuarto está cumpliendo cadena perpetua en un lugar de África. Pero todos ellos eran asesinos pertenecientes a organizaciones criminales típicas, y ninguno del calibre necesario para eliminar a un presidente de Francia.

»Me he puesto en contacto con Bargeron, de Archivos, y están llevando a cabo una comprobación a fondo. Pero sospecho que este hombre no tendrá ficha. Sin duda Rodin insistió en ello antes de contratarlo.

Caron encendió otro Gauloise, exhaló el humo y suspiró.

—Así, pues, ¿vamos a iniciar la investigación en el extranjero?

—Exacto. Un hombre de este tipo forzosamente debe haber tenido un entrenamiento y una experiencia adquirida en alguna parte. No puede ser una primera figura mundial sin poder exhibir un historial de éxitos. Tal vez no se trate de presidentes, pero sí de personajes importantes, más importantes que simples caídes del hampa. Sin duda. Bueno, ¿qué planes tenemos?

Caron tomó una de las hojas de papel que contenía una lista de nombres, y, en una columna a la izquierda, una serie de horas.

—Los siete están citados —dijo—. Empezará usted, a las siete y diez, con el jefe de la Oficina del Contraespionaje Nacional. Será la una y diez de la madrugada, hora de Washington. Lo puse el primero de la lista teniendo en cuenta el cambio horario.

»Luego Bruselas a las siete y media, Amsterdam a las ocho menos cuarto y Bonn a las ocho y diez. Con Johannesburgo a las ocho y media y con Scotland Yard a las nueve. Finalmente, con Roma a las nueve y media.

—¿Con los jefes de Homicidio, en todos los casos? —preguntó Lebel.

—O su equivalente. Con Scotland Yard, será Mr. Anthony Mallinson, de la Criminal. Al parecer, en la Policía metropolitana no tienen Brigada de Homicidios. Aparte de este caso, en los demás, sí, salvo en África del Sur. No pude localizar a Van Ruys, así que hablará usted con Anderson, el delegado.

Lebel lo pensó un momento.

—Estupendo. Prefiero hablar con Anderson. Una vez, trabajamos juntos en un caso. Está el problema del idioma. Tres de ellos hablan inglés. Supongo que sólo el belga hablará francés. En cuanto a los demás, es casi seguro que hablarán también inglés, si es preciso.

—El alemán, Dietrich, habla francés —intervino Caron.

—Bien. Entonces, con los que hablen francés lo haré personalmente. En cuanto a los cinco restantes, usted actuará de intérprete por el suplente. Será mejor que vayamos.

Eran las siete menos diez cuando el coche de la Policía, con los dos detectives, se detuvo frente a la simple puerta verde de la minúscula Rue Paul Valéry, que albergaba en aquella época la sede de la Interpol.

Lebel y Caron pasaron las tres horas siguientes en la sala de comunicaciones del sótano, hablando por teléfono con los jefes superiores de la Policía del mundo entero. Desde el tejado del edificio, erizado de antenas, las señales de alta frecuencia irradiaban a través de tres continentes, atravesaban la estratosfera, chocaban con la capa iónica, y volvían a la tierra, a millares de kilómetros, a otra varilla de aluminio situada en un tejado.

Las longitudes de onda eran imposibles de interceptar. Los detectives hablaban entre sí, mientras el mundo tomaba su café matinal o su última copa de la noche.

En cada llamada, la petición de Lebel era prácticamente la misma.

—No, comisario, no puedo formular esta petición de ayuda a nivel de una investigación oficial entre nuestras dos fuerzas de Policía… Sí, desde luego que actúo oficialmente… Por el momento, ni siquiera estamos seguros de si el propósito de cometer un delito ha sido formulado, o si se encuentra ya en su fase preparatoria. Por ahora es una cuestión de comprobación, puramente rutinaria… Bueno, estamos buscando un hombre de quien sabemos muy poco…, ni siquiera el nombre; sólo una descripción, y muy pobre por cierto…

En cada caso, daba la descripción lo mejor que sabía. La cosa llegaba a su punto más delicado cuando cada uno de sus colegas extranjeros preguntaba por qué era solicitada su ayuda, y qué pistas tenían. En aquel momento, en el otro extremo del hilo se guardaba, por unos instantes, un silencio tenso…

—Simplemente esto: que sea quien sea este hombre, debe poseer una calificación que lo destaque… tiene que ser uno de los más importantes asesinos profesionales del mundo, un asesino político que habrá conseguido más de un éxito. Nos interesaría saber si tienen ustedes a alguien de esta clase en sus ficheros, aunque nunca haya actuado en su país. O si se les ocurre alguien…

Inevitablemente se producía una larga pausa en el otro extremo antes de que la voz prosiguiera. Y entonces sonaba más baja, más llena de preocupación.

Lebel no se hacia ilusiones. Se daba cuenta de que los jefes de los departamentos de Homicidio de las principales fuerzas policiales del mundo occidental no dejarían de comprender lo que intentaba disimular. Sólo había un blanco, en Francia, que pudiera interesar a un asesino político de gran categoría.

Sin excepción, la respuesta era la misma.

—Sí, desde luego, repasaremos los ficheros para usted. Trataré de ponerme al habla con usted hoy mismo. Y buena suerte, Claude.

Cuando colgó por última vez el teléfono, Lebel se preguntó cuánto tardarían los ministros de Asuntos Exteriores y hasta los Primeros Ministros de siete países en enterarse de lo que ocurría. Probablemente no mucho. Un policía no puede menos de informar a los políticos de algo tan importante. Pero estaba seguro de que los ministros guardarían el secreto. Al fin y al cabo, entre los hombres que ejercían el poder en todo el mundo existía un fuerte lazo por encima de todas las divergencias políticas. Todos eran miembros del mismo club, el club de los poderosos. Se unían todos contra sus enemigos comunes. ¿Y qué podía existir de más temible para ellos que las actividades de un asesino político? Lebel sabía, sin embargo, que si la investigación pasaba a ser del dominio público y llegaba a la Prensa, la noticia se divulgaría por todo el mundo, y él estaría perdido.

Los únicos que le preocupaban eran los ingleses. Si todo podía quedar entre policías, podía confiar en Mallinson.

Pero sabía que antes de veinticuatro horas el asunto tendría que llegar a una esfera más elevada. Hacia sólo siete meses que Charles de Gaulle había negado a Gran Bretaña el ingreso en el Mercado Común, y a raíz de la conferencia del general, el 14 de enero, el Foreign Office de Londres —hasta un hombre tan apolítico como Lebel lo había podido advertir— se había mostrado casi lírico en su campaña verbal contra el presidente francés, organizada a través de los corresponsales políticos en el extranjero. ¿Aprovecharían el caso para vengarse del viejo?

Por unos instantes, Lebel quedose mirando fijamente al teléfono, ahora mudo. Caron lo observaba discretamente.

—Vamos —dijo el pequeño comisario, levantándose de la silla y dirigiéndose hacia la puerta—, vamos a desayunar y a ver si dormimos un rato. Por el momento no podemos hacer gran cosa más.

El comisario Anthony Mallinson, con el ceño fruncido, colgó el receptor y salió de la sala de comunicaciones sin corresponder al saludo del joven policía que entraba para iniciar su turno de guardia. Y sin desarrugar la frente subió a su amplio y sobriamente decorado despacho, desde el cual se dominaba el Támesis.

No le cabía la menor duda acerca de la importancia de la investigación de Lebel ni de los motivos a que obedecía. La Policía francesa habría recibido alguna indicación de que un asesino de primera clase estaba al acecho, y ello la había afectado profundamente. Como Lebel había ya previsto, no había que ser muy inteligente para comprender quién podía ser, en Francia y en agosto de 1963, el blanco ideal para un asesino como aquél. Mallinson juzgó la situación personal de Lebel con su experiencia de largos años en las tareas policiales.

—Pobre muchacho —dijo en voz alta, mientras posaba la mirada en las aguas del río que corría al pie de su ventana.

—¿Señor? —preguntó su ayudante personal, que le había seguido al interior del despacho para dejar encima de su mesa de nogal el correo de la mañana.

—Nada.

Mallinson, una vez de nuevo solo en su despacho, continuó mirando por la ventana. Aparte de lo que pudiera sentir por Claude Lebel en su misión de proteger a su Presidente, sin contar con la posibilidad de proceder oficialmente a la caza del hombre, también él, Mallinson, tenía sus superiores. Tarde o temprano habría que informarles de la petición que Lebel le había formulado aquella mañana. Dentro de media hora, a las diez, se celebraba la reunión diaria de los jefes de departamento. ¿Debía mencionar en ella la llamada de Lebel?

Después de sopesarlo, decidió no hacerlo. Bastaría redactar un memorándum formal, pero privado, dirigido al propio comisario jefe, subrayando la naturaleza de la petición de Lebel. La necesidad de ser discretos explicaría más tarde, si era preciso, por qué el asunto no había sido tocado en la reunión de la mañana. Entretanto, a nadie perjudicaría proseguir con la investigación sin revelar por qué se llevaba a cabo.

Tomó asiento detrás de su mesa y pulsó uno de los botones del intercom.

—¿Señor?

La voz de su ayudante llegó hasta él desde el despacho contiguo.

—¿Me hace el favor de venir un minuto, John?

El joven inspector entró con el bloc en la mano.

—John, quiero que vaya a Archivos Generales. Hable personalmente con el superintendente jefe, Markham. Dígale que formulo la petición yo mismo, personalmente, y que por el momento no puedo explicarle por qué. Pídale que busque los antecedentes de todos los asesinos profesionales del país que conocemos…

—¿Asesinos, señor?

Su ayudante le miró como si el comisario le hubiese encargado una investigación rutinaria acerca de todos los marcianos conocidos en el país.

—Sí, asesinos. No vulgares matones de banda capaces de liquidar a jefes y figurones del mundo del crimen. Asesinos políticos, John, capaces de asesinar, por dinero, a un político o a un hombre de Estado bien protegidos.

—Yo diría que se refiere usted a los clientes de la Sección Especial, señor.

—Si, lo sé. Y pienso pasar el asunto a la Sección Especial. Pero sería mejor que antes procediéramos a una comprobación rutinaria. Ah, y quiero una respuesta, en un sentido u otro, para mediodía. ¿OK?

—En seguida, señor. Voy a ocuparme de ello.

Quince minutos más tarde, el comisario Mallinson asistía a la conferencia matinal.

Cuando volvió a su despacho repasó la correspondencia, la apartó a un lado de la mesa y ordenó a su ayudante que le trajera una máquina de escribir. Solo en su despacho, mecanografió un breve informe para el comisario jefe de la Policía metropolitana. En él mencionó brevemente la llamada de aquella madrugada a su casa, la conferencia por las líneas de la Interpol de aquella mañana, y la naturaleza de la petición de Lebel. Dejó en blanco la parte inferior del informe y lo guardó bajo llave en el cajón de su escritorio antes de dedicarse a su trabajo del día.

Poco antes de las doce, su ayudante llamó y entró.

—El superintendente Markham acaba de llegar de la CRO —dijo—. Al parecer, en los ficheros no hay nadie que se ajuste a la descripción señalada. Tienen fichados a diecisiete asesinos profesionales, señor; diez están en la cárcel, y siete andan sueltos. Pero todos ellos trabajan para bandas organizadas, aquí o en otras ciudades importantes. El «super» dice que ninguno de ellos sería adecuado para una faena contra un político de visita en el país. También él sugiere que recurramos a la Sección Especial, señor.

—Bien, John, muchas gracias. Es lo que necesitaba saber.

De nuevo solo en su despacho, tomó el informe inconcluso y lo colocó en la máquina de escribir. Completó el párrafo final en estos términos:

«Archivos Generales manifiestan que no les consta de ninguna persona que cuadre con la descripción aportada por el comisario Lebel. La investigación ha sido confiada al comisario ayudante de la Sección Especial».

Firmó el memorándum y separó las tres primeras copias. El resto fue a parar a la papelera de documentos a destruir.

Dobló una de las copias, la introdujo en un sobre y escribió en el mismo el nombre del comisario jefe. Archivó la segunda copia en el archivo de «Correspondencia Secreta» y lo encerró en la caja fuerte. Dobló la tercera copia y se la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. En su bloc de sobremesa anotó:

«Al: comisario Claude Lebel, delegado director general, Policía Judicial, París.

«Del: comisario Anthony Mallinson, A.C. Crimen, Scotland Yard, Londres.

«Mensaje: de acuerdo con su petición de esta fecha una búsqueda a fondo en los ficheros criminales ha revelado que no tenemos noticia de tal personaje. Stop. Petición transmitida a Sección Especial para posterior comprobación. Stop. Cualquier información útil le será enviada inmediatamente. Stop. Mallinson.

«Hora envío: …12-VIII-63».

Eran las doce y media casi en punto. Mallinson descolgó el teléfono, y cuando le dieron línea preguntó por el comisario Dixon, jefe de la Sección Especial.

—Hola, Alec. Aquí Tony Mallinson. ¿Puede usted dedicarme un minuto?

—…

—Me encantaría, pero no puedo. Tendré que reducir mi almuerzo a un bocadillo, y gracias. Uno de esos días de locura.

—…

—No, sólo quería verle un momento.

—…

—Bien, gracias, voy en el acto.

De paso para el despacho dejó el sobre dirigido al comisario jefe encima de la mesa de su ayudante.

—Voy a ver a Dixon, de la SE. ¿Quiere hacer llegar esto al despacho del jefe superior, John? Personalmente. Y envíe este mensaje a la dirección indicada. Escríbalo usted mismo en el estilo adecuado.

—Sí, señor.

Mallinson esperó, mientras los ojos del inspector recorrían el mensaje. Cuando llegaron al final se dilataron con sorpresa.

—John…

—¿Señor?

—Y ni una palabra a nadie, por favor.

—Sí, señor.

—En serio, John.

—Ni una palabra, señor.

Mallinson le dirigió una breve sonrisa y salió del despacho. Su ayudante leyó por segunda vez el mensaje a Lebel, pensó en las investigaciones que había llevado a cabo personalmente aquella mañana en el Archivo, por encargo de Mallinson, y susurró: «¡Maldita sea!».

Mallinson pasó veinte minutos con Dixon y logró fastidiarle el almuerzo que esperaba disfrutar en el club. Pasó al jefe de la Sección Especial la restante copia del informe al jefe superior. Cuando se levantó para irse, se volvió, ya en la puerta, con una mano en el tirador.

—Lo siento, Alec, pero esto es cosa de su negociado. Aunque si me lo pregunta, le diré que creo que en este país probablemente no hay nadie de este calibre; así que, haga su comprobación, y podrá telegrafiar a Lebel para decirle que no podemos ayudarle. Debo añadir que esta vez no le envidio la papeleta.

El comisario Dixon, cuya misión, entre otras cosas, consistía en mantener bajo control a todos los ingleses lo bastante locos para poder pensar en intentar asesinar a un político que visitara el país, aparte de la multitud de extranjeros amargados y desequilibrados con residencia en el país, era aún más plenamente consciente de las dificultades de la posición de Lebel. Tener que proteger de los fanáticos desequilibrados a los políticos locales y extranjeros en viaje, era ya un mal asunto, pero por lo menos cabía confiar en que aquellos aficionados caerían fácilmente en manos de su propio cuerpo de profesionales veteranos y entrenados.

Tener al propio jefe del Estado por blanco de una organización nacional de exmilitares duros y tenaces era bastante peor. Y, sin embargo, los franceses habían derrotado a la OAS. Como profesional, Dixon los admiraba por ello. Pero la contratación de un profesional extranjero era otro asunto. En favor de éste, sólo una cosa cabía decir, desde el punto de vista de Dixon: que reducía las posibilidades a tan pocos, que estaba seguro de que quedaría demostrado que en los ficheros de la Sección Especial no figuraba ningún inglés de la talla del hombre buscado por Lebel.

Cuando Mallinson hubo salido, Dixon leyó la copia del memorándum y después llamó a su ayudante.

—Por favor, dígale al superintendente Thomas que quisiera verle… —echó una ojeada a su reloj, calculó cuánto tiempo le ocuparía un breve almuerzo y concluyó—… a las dos en punto de la tarde.

El Chacal aterrizó en Bruselas muy poco después de las doce. Dejó sus tres maletas en una consigna automática del edificio principal de la terminal y se llevó solamente el maletín de mano con sus efectos personales, el yeso, el algodón hidrófilo y las vendas. En la estación central despidió el taxi y acudió a la consigna de equipajes.

La maleta de fibra que contenía el fusil estaba todavía en el estante donde había visto que el empleado la depositaba una semana atrás. Presentó la contraseña y se le entregó la maleta.

No lejos de la estación, encontró un pequeño y mísero hotel, de los que suele haber en las proximidades de todas las estaciones centrales del mundo entero, donde no formulan preguntas y donde suelen contarse un montón de mentiras.

Tomó una habitación para la noche, pagó por adelantado en moneda belga que había cambiado en el aeropuerto, y se llevó la maleta a su cuarto. Después de cerrar la puerta con llave, llenó de agua el lavabo, dispuso el yeso y las vendas encima de la cama y empezó a trabajar.

Cuando hubo terminado, el yeso tardó dos horas en secarse. Pasó las dos horas sentado con el pie y la pierna enyesados encima de una silla, fumando cigarrillos con filtro y mirando hacia los tejados, que constituían el paisaje que se dominaba desde su ventana. De vez en cuando probaba con el dedo pulgar la consistencia del yeso, y decidía que era preferible esperar a que se endureciera un poco más.

La maleta que había contenido el fusil estaba vacía. El sobrante de las vendas fue guardado en el maletín de mano, junto con unas onzas de yeso que no había necesitado y que decidió conservar por si se hacía necesario efectuar alguna reparación en el escayolado. Cuando, por fin, estuvo dispuesto, deslizó la maleta de fibra debajo de la cama, comprobó que no dejaba rastros en la habitación, vació el cenicero por la ventana y se dispuso a salir.

Comprobó que con el yeso no tenía más remedio que cojear y de manera harto realista. Al pie de la escalera se alegró de ver que el soñoliento recepcionista se encontraba en el cuarto de estar del mostrador, donde había estado cuando el Chacal había llegado al hotel. Como era la hora de comer, estaba almorzando, pero la puerta de vidrios esmerilados que le daba acceso al mostrador estaba abierta.

Echando una ojeada a la puerta principal para asegurarse de que no entraba nadie, el Chacal estrechó el maletín contra su pecho, se puso a gatas y así cruzó, en silencio y rápidamente, el vestíbulo de entrada. A causa del calor veraniego, la puerta principal estaba abierta, y el Chacal pudo ponerse de pie en lo alto de los tres peldaños que conducían a la calle, fuera ya del alcance de la vista del recepcionista.

Cojeando dolorosamente, bajó los peldaños y siguió calle abajo, hasta la esquina con la avenida principal. Medio minuto después tomó un taxi y se hizo conducir al aeropuerto.

Con el pasaporte en la mano, se presentó ante el mostrador de Alitalia. La muchacha le sonrió.

—Creo que desde hace un par de días tiene usted un pasaje reservado para Milán a nombre de Duggan —dijo el Chacal.

La muchacha comprobó la lista de pasajes para el vuelo de la tarde a Milán. El avión debía despegar dentro de una hora y media.

—En efecto —dijo la empleada, radiante—. Mr. Duggan. El pasaje fue reservado, pero no pagado. ¿Desea pagarlo?

El Chacal pagó en dinero efectivo y recibió el pasaje de manos de la muchacha, la cual le dijo que lo llamarían dentro de una hora. Con la ayuda de un solícito mozo que se compadeció de su pierna enyesada, retiró sus tres maletas de la consigna automática, las entregó en el mostrador de equipajes de Alitalia, pasó por Aduanas, donde, viendo que era un viajero que salía se limitaron a comprobar su pasaporte, y pasó la hora restante gozando de un almuerzo tardío, pero excelente, en el restaurante contiguo a la sala de espera.

Todas las personas del avión se mostraron muy amables y consideradas con él a causa de su pierna. Le ayudaron a apearse del autobús que llevó a los pasajeros hasta el pie del avión, y todos contemplaron compasivamente el doloroso esfuerzo que debía realizar para subir por la escalerilla del aparato. La adorable azafata italiana le obsequió con una sonrisa especial de bienvenida, y lo acomodó confortablemente en uno de los grupos de asientos del centro del avión, situados unos de cara a otros.

—Aquí tendrá más sitio para la pierna —dijo la muchacha.

Los otros pasajeros se tomaron toda clase de molestias para no chocar con la pierna enyesada cuando pasaron a sus asientos, mientras el Chacal permanecía sentado en el suyo y sonreía valerosamente.

A las 4.15 el avión despegaba, y pronto volaba a toda velocidad hacia Milán.

El superintendente Bryn Thomas salió del despacho del comisario un momento antes de las tres. Sentíase profundamente desdichado. No sólo su resfriado veraniego era uno de los peores y más persistentes que le habían atormentado jamás, sino que el nuevo encargo con que acababan de «honrarle» había arruinado definitivamente su jornada.

La mañana había sido un asco; para empezar, le fue comunicada la noticia de que uno de sus hombres había perdido la pista de un delegado comercial soviético a quien se suponía debía seguir constantemente, y hacia media mañana había recibido una queja interdepartamental de MI-5 rogando cortésmente a su departamento que se quitaran de encima a la delegación soviética, sugiriendo así de manera inequívoca que a los ojos de MI-5 sería mejor que todo el asunto les fuese confiado a ellos.

La tarde del mismo lunes parecía aún peor. Hay pocas cosas que a un policía, de la Sección Especial o de otra cualquiera, le diviertan menos que el espectro de un asesino político. Pero en el caso del encargo que acababa de recibir de su superior ni siquiera le habían dado un nombre del cual partir.

—No tenemos el nombre, pero me temo que no por eso podemos dar por perdida la partida —dijo Dixon—. A ver si para mañana dejamos cumplido el encargo.

«Para mañana», rezongó para sí Thomas, mientras volvía a su despacho. Aunque la lista de sospechosos sería muy breve, el trabajo significaba para él y su departamento horas de búsqueda en los archivos, un repaso a fondo de los antecedentes de todos los agitadores políticos, de los convictos y de los meramente inculpados. Habría que comprobarlo todo. Sólo un rayo de luz había en las instrucciones de Dixon: el hombre debía ser un profesional, y no uno de los innumerables agitadores políticos que constituyen la pesadilla de la Sección Especial antes y durante la visita de cualquier hombre de Estado extranjero.

Llamó a su despacho a dos inspectores detectives de quienes sabía que estaban trabajando en asuntos de escasa prioridad, y les ordenó que lo abandonaran todo inmediatamente, como lo había hecho él mismo. Las instrucciones que les dio fueron aún más breves que las de Dixon. Se limitó a decirles qué debían buscar, pero no por qué. Las sospechas de la Policía francesa acerca de que aquel hombre podía disponerse a atentar contra el general De Gaulle no tenían nada que ver con el trabajo de registrar a fondo los archivos y ficheros de la Sección Especial de Scotland Yard.

Los tres despejaron sus mesa de trabajo y emprendieron la nueva tarea.

El avión de el Chacal aterrizó en el aeropuerto Linate, de Milán, poco después de las seis. La amable azafata lo ayudó a bajar por la escalerilla, y otra azafata del aeropuerto lo acompañó hasta la terminal. En la Aduana, sus minuciosos preparativos para evitar tener que llevar el fusil dentro de una maleta y poder transportarlo de manera menos sospechosa dieron el resultado esperado. La comprobación del pasaporte se llevó a cabo de manera rutinaria, pero cuando las maletas llegaron por la cinta sin fin hasta el mostrador de la Aduana, los riesgos empezaron a ser considerables.

El Chacal buscó un mozo, quien puso las tres maletas en fila, una detrás de otra. El Chacal colocó su maletín junto a ellas. Al verle cojear en dirección al mostrador, uno de los funcionarios de la Aduana acudió hacia él.

Signore, ¿es éste todo su equipaje?

—Pues, sí, las tres maletas y el maletín.

—¿Algo que declarar?

—No, nada.

—¿Viaje de negocios, signore?

—No, he venido en plan de vacaciones, pero al mismo tiempo de convalecencia. Pienso ir a los lagos.

El aduanero no pareció impresionado.

—¿Puedo ver su pasaporte, signore?

El Chacal se lo entregó. El italiano lo examinó con detenimiento, y se lo devolvió sin decir palabra.

—Por favor, abra ésta.

Y señaló una de las tres maletas grandes. El Chacal sacó su llavero, eligió una de las llaves y abrió la maleta. El hombre la había colocado plana. Por fortuna era la maleta que contenía el equipaje del falso pastor danés y el del estudiante americano. Hurgando entre las prendas, el aduanero no prestó atención alguna al traje gris oscuro, la ropa interior, la camisa blanca, los pantalones de algodón, los zapatos negros, el anorak y los calcetines. Tampoco el libro en danés atrajo su atención. La cubierta era una reproducción en color de una fotografía de la catedral de Chartres, y el título, aunque en danés, era lo bastante parecido a su equivalente inglés para no ser digno de asombro. No examinó el forro, cuidadosamente recosido, ni descubrió las dos documentaciones falsas. Con un registro a fondo los hubiera hallado, pero el aduanero se limitó a un somero repaso del contenido de la maleta, pues sólo si hubiera encontrado algo sospechoso hubiese procedido a un registro en forma. Las piezas del fusil se hallaban sólo a noventa centímetros de él, al otro lado del mostrador, pero nada sospechó. Cerró la maleta y con un ademán indicó a el Chacal que podía volver a cerrarla. Después, en rápida sucesión, marcó con tiza las tres maletas y el maletín. Terminada su labor, en el rostro del italiano apareció una sonrisa.

Grazie, signore. Felices vacaciones.

El mozo buscó un taxi, recibió una generosa propina, y pronto el Chacal emprendió la marcha a toda velocidad hacia Milán. Las calles de la ciudad, habitualmente ruidosas, atronaban a causa del denso tráfico y los bocinazos de los conductores impacientes. El Chacal se hizo conducir a la Estación Central.

Allí llamó a otro mozo, y siguió al hombre, cojeando, hasta la consigna. En el taxi, había deslizado en uno de sus bolsillos las tijeras que había extraído del maletín. En la consigna depositó el maletín y dos maletas, quedándose con la que contenía el capote militar francés y en la cual quedaba un considerable espacio libre.

Despidió al mozo y entró, cojeando, en un lavabo para hombres. Sólo uno de los lavabos situados en el lado izquierdo estaba ocupado. Dejó la maleta en el suelo, y se lavó las manos, laboriosamente, hasta que el otro ocupante hubo terminado. Cuando el lugar quedó desierto, lo cruzó y se encerró en uno de los retretes.

Con un pie encima del asiento del retrete recortó en silencio, durante diez minutos, el escayolado del pie, hasta que empezó a desprenderse, dejando al descubierto el relleno de algodón hidrófilo que había dado al pie el volumen de un tobillo formalmente fracturado y escayolado.

Cuando el pie quedó libre de los últimos restos de yeso, volvió a ponerse el calcetín de seda y el ligero mocasín que había llevado sujeto con esparadrapo en la parte inferior de la pantorrilla. Recogió los restos de escayola y de algodón y los depositó en la taza. La primera caída del agua no logró arrastrarlo todo, pero con la segunda la taza quedó limpia de todo rastro.

Depositando la maleta encima de la taza, la abrió y fue guardando en ella los tubos de acero que contenían el fusil, uno al lado de otro, entre los pliegues del capote, hasta que la maleta quedó llena. Estrechando las cinchas interiores, el contenido de la maleta quedó firmemente sujeto e inmovilizado. Cerró la maleta y echó una ojeada al urinario. Había dos personas en los lavabos y otras dos en los urinarios. Salió del retrete, giró bruscamente hacia la puerta y, subiendo rápidamente la escalera, emergió en el vestíbulo principal de la estación antes de que nadie hubiese podido fijarse en él, aun suponiendo que lo hubiese deseado.

No podía volver a la consigna como un hombre sano cuando pocos minutos antes se había presentado allá como cojo; así, pues, llamó a un mozo, le explicó que llevaba prisa, porque quería cambiar moneda, y le encargó que fuese a recoger su equipaje y le buscara un taxi cuanto antes. Depositó la contraseña de la consigna en la mano del hombre, junto con un billete de mil liras, y señaló hacia la consigna. Al mismo tiempo, le indicó que le encontraría en el mostrador de cambio, comprando liras.

El italiano asintió, encantado, y fue a recoger el equipaje. El Chacal cambió las últimas veinte libras que le quedaban en moneda italiana, y cuando terminaba la operación volvió el mozo con las tres piezas de su equipaje. Dos minutos después viajaba en un taxi, a una velocidad de vértigo, por la Piazza Duca d’Aosta en dirección al Hotel Continentale.

En el mostrador de recepción del espléndido vestíbulo, dijo al empleado:

—Creo que tengo reservada una habitación, a nombre de Duggan. La reservaron por teléfono desde Londres hace dos días.

Poco antes de las ocho, el Chacal disfrutaba en su habitación del lujo de una ducha y un afeitado. Dos de las maletas estaban cuidadosamente encerradas en el armario, bajo llave. La tercera, que contenía sus ropas, estaba abierta encima de la cama, y el traje para la noche, azul marino, colgaba de la puerta del armario. El traje gris había sido confiado al servicio de limpieza y planchado del hotel. Le esperaban un combinado, la cena, la cama y un sueño reparador, porque el día siguiente, 13 de agosto, sería para él una jornada sumamente atareada.