10

Una hora más tarde, Claude Lebel salía de la sala de reuniones deslumbrado y confundido. Durante cincuenta minutos había escuchado cómo el ministro del Interior le daba instrucciones acerca de la tarea que le era encomendada.

Al entrar en la sala había sido invitado a tomar asiento en el extremo de la mesa, entre el jefe de la CRS y su propio superior, Bouvier. En medio del silencio de los restantes catorce hombres, había leído el informe de Rolland, consciente de las miradas curiosas que lo asaeteaban desde todos lados.

Cuando dejó el informe encima de la mesa había surgido la preocupación en su interior. ¿Por qué lo habían llamado? Entonces el ministro empezó a hablar. No se trataba de una consulta ni de una petición. Se trataba de una orden, seguida de una serie de instrucciones. Lebel debía organizar su propia oficina; tendría acceso ilimitado a toda la información necesaria; todos los recursos de las organizaciones dirigidas por los hombres sentados alrededor de la mesa estarían a su disposición. No habría límites a sus gastos.

Repetidamente le fue encarecida la necesidad de un secreto absoluto, por imperativo del propio jefe de Estado. Mientras escuchaba, su desánimo iba en aumento. Le estaban pidiendo —mejor, exigiendo— lo imposible. No tenía nada de que partir. No se había perpetrado ningún crimen… todavía. No había pistas. No había testigos, excepto tres hombres con quienes no podía hablar. Sólo un nombre, un nombre cifrado, y el mundo entero para buscarlo.

Claude Lebel era —y lo sabía— un buen policía. Siempre había sido un buen policía, lento, preciso, metódico, concienzudo. Sólo muy de vez en cuando había demostrado el rasgo de inspiración necesario para hacer de un buen policía un notable detective. Pero nunca había perdido de vista el hecho de que en la labor policial el noventa y nueve por ciento del esfuerzo es rutina, investigación desprovista de espectacularidad, comprobación y más comprobación de datos, laboriosa urdimbre de una telaraña de fragmentos, hasta que los fragmentos se convertían en un todo, el todo en una red, y la red, finalmente, cazaba al criminal, con las pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales y no sólo para salir en los titulares de la Prensa.

En la PJ era conocido como un hombre trabajador, metódico, que odiaba la publicidad y que jamás había concedido la clase de conferencias de Prensa sobre las cuales algunos de sus colegas habían levantado el edificio de su reputación. Y, sin embargo, había ido escalando los puestos, resolviendo sus casos y viendo condenados a sus criminales. Cuando, tres años atrás, se había producido una vacante en la jefatura de la División de Homicidios de la Brigada Criminal, hasta los demás aspirantes al cargo habían reconocido que era justo que fuese concedido a Lebel. Había hecho una excelente carrera en Homicidios, y en tres años jamás había dejado de arrestar al delincuente, aunque, en una sola ocasión, el acusado había sido puesto en libertad gracias a un detalle técnico.

Como jefe de Homicidios había estado más cerca de Maurice Bouvier, jefe de la Brigada, y, a su vez, policía del viejo estilo. Por eso, cuando Dupuy había muerto de repente, pocas semanas atrás, Bouvier había pedido que Lebel pasara a ser su delegado. En la PJ había algunos que sospechaban que Bouvier, ocupado generalmente en los detalles administrativos, se había buscado un subordinado discreto, capaz de llevar los grandes casos, aptos para los titulares, de manera apacible y sin hacerle sombra a su superior. Pero tal vez quienes así pensaban no fuesen del todo justos.

Después de la reunión celebrada en el Ministerio, las copias del informe de Rolland fueron recogidas para ser guardadas en la caja fuerte del ministro. Sólo Lebel fue autorizado a quedarse con la copia de Bouvier. Lo único que había pedido había sido que le permitieran solicitar la colaboración confidencial de los jefes de las fuerzas de investigación criminal de los principales países que podían poseer en sus archivos la identidad de un asesino profesional como era el Chacal.

Sanguinetti había preguntado si cabía confiar en que tales hombres guardarían el secreto. Lebel había contestado que conocía personalmente a los hombres con quienes necesitaba ponerse en contacto, que sus investigaciones no serían oficiales, sino que se basarían en el contacto personal que existe entre la mayoría de los jefes de Policía del mundo occidental. Después de pensarlo un rato, el ministro había accedido a su petición.

Y ahora Lebel se hallaba en el vestíbulo esperando a Bouvier, y mirando cómo los jefes de departamento pasaban por su lado, a la salida. Algunos le saludaron simplemente con un movimiento de cabeza y siguieron adelante; otros aventuraron una sonrisa compasiva, al tiempo que le daban las buenas noches. Casi el último en salir, mientras en el interior de la sala de reuniones Bouvier charlaba discretamente con Max Fernet, fue el aristocrático coronel del Estado Mayor del Elíseo. Lebel había captado someramente su nombre, cuando los hombres sentados a la mesa le habían sido presentados, como Saint-Clair de Villauban. El coronel se detuvo frente al pequeño y humilde comisario y lo miró con mal disimulada antipatía.

—Espero, comisario, que triunfará usted en sus investigaciones y, rápidamente —dijo—. En palacio, vigilaremos muy de cerca sus progresos. En el caso de que no consiguiera usted descubrir a ese bandido, puedo asegurarle que habría… repercusiones.

Giró sobre sus talones y empezó a bajar las escalinatas. Lebel no dijo nada, pero parpadeó varias veces.

Uno de los factores personales de Claude Lebel que le habían conducido a sus triunfos en la investigación criminal durante los últimos veinte años, desde que había ingresado en las fuerzas de la Policía de la IV República como joven detective en Normandía, era su capacidad para inspirar a la gente la confianza necesaria para que le hablaran.

Le faltaba la imponente corpulencia de Bouvier, imagen tradicional de la autoridad de la ley. Tampoco poseía la agilidad verbal que caracterizaba a muchos de los jóvenes detectives de la nueva hornada, capaces de confundir a un testigo hasta hacerle llorar. Y no lamentaba esta falta.

Lebel sabía que en cualquier sociedad la mayoría de los delitos se cometen contra gente humilde: el tendero, el viajante de comercio, el cartero o el empleado de Banco, o son presenciados por ellos. A esa clase de gente sabía cómo inducirla a hablar.

En parte, gracias a su estatura: era bajito, y en muchos aspectos parecido a la imagen que un dibujante de historietas presentaría del marido dominado por su esposa; y lo era, aunque en el departamento nadie lo sabía.

Vestía mal, con un traje arrugado, y llevaba impermeable. De modales suaves, casi como si pidiera perdón, cuando solicitaba información a un testigo su tono contrastaba de tal modo con la actitud que el testigo había observado en los policías en su primer contacto con la ley, que tendía a simpatizar con él y a confiársele como a un refugiado contra la rudeza de sus subordinados.

Pero había algo más. Había sido el jefe de la División de Homicidios de la fuerza de policía criminal más poderosa de Europa. Durante diez años había sido detective de la Brigada Criminal de la famosa Policía Judicial de Francia. Detrás de la suavidad de modales y de la aparente sencillez, había una combinación de astucia e inteligencia, y una testaruda negativa a dejarse engañar o intimidar por nadie cuando estaba realizando un trabajo. Había sido amenazado por algunos de los más poderosos jefes de banda de Francia, quienes, ante el rápido parpadeo con que Lebel recibía tales insinuaciones, creían que sus advertencias no habían caído en saco roto. Sólo más tarde, desde una celda de la prisión, habían tenido tiempo de comprender que habían subestimado los suaves ojos pardos y el bigotillo en forma de cepillo de dientes.

Por dos veces habían intentado intimidarle personajes ricos y poderosos; una, cuando un industrial había querido que uno de sus jóvenes empleados fuese acusado de abuso de confianza sobre la base de una rápida ojeada a la declaración del inspector de cuentas, y otra, cuando un tipo de la buena sociedad había querido que cesaran las investigaciones sobre la muerte por envenenamiento de una joven actriz.

En el primer caso, la investigación de los negocios del industrial había dado por resultado el descubrimiento de otras discrepancias, reales y de mucho mayor volumen, que nada tenían que ver con el joven contable, y ante cuyo descubrimiento el industrial deseó haber huido a Suiza cuando todavía estaba a tiempo para ello. En el segundo caso, el distinguido personaje había terminado por pasar un largo período como huésped del Estado, durante el cual tuvo ocasión de arrepentirse de haber tenido el capricho de dirigir una banda de explotación del vicio desde el ático de su casa de la avenue Victor Hugo.

La reacción de Claude Lebel ante las observaciones del coronel Saint-Clair consistió en un parpadeo parecido al de un colegial que es objeto de una reprimenda. No dijo una sola palabra. Pero en nada afectó aquella intervención a su manera de llevar a cabo la misión que le había sido confiada.

Cuando el último hombre salió de la sala de conferencias, Maurice Bouvier se reunió con él. Max Fernet le deseó buena suerte, le estrechó la mano y empezó a bajar la escalinata. Bouvier apoyó una mano como un jamón en el hombro de Lebel.

Eh bien, mon petit Claude. Conque así estamos, hein? Bueno, sí, de acuerdo, fui yo quien sugirió que la PJ debía encargarse de este asunto. Era la única solución. Los demás aún estarían charlando y dándole vueltas al asunto como a una noria. Venga, charlaremos en el coche.

Abrió la marcha por la escalinata y los dos se instalaron en la trasera del Citröen que esperaba en el patio.

Eran más de las nueve, y de los oropeles del día sólo quedaba un jirón violeta sobre Neuilly. El coche de Bouvier bajó por la Avenue de Marigny y pasó por la Place Clemenceau. Lebel contempló, hacia la derecha, el brillante río de los Champs Élysées, cuya magnificencia en una noche veraniega nunca había dejado de sorprenderle y de excitarle, a pesar de que ya llevaba diez años en la capital.

Por fin, Bouvier habló.

—Tendrá usted que abandonar todo lo que está haciendo. Todo. Dejar su mesa limpia. Favier y Malcoste se ocuparán de los casos que tiene entre manos. ¿Desea una nueva oficina, un nuevo despacho para llevar este asunto?

—No, prefiero quedarme en el que tengo actualmente.

—OK. Perfecto, pero a partir de ahora se convierte en el cuartel general de la Operación A-Por-El-Chacal. Nada más. ¿De acuerdo? ¿Quiere que le ayude alguien?

—Sí, Caron —respondió Lebel, refiriéndose a uno de los inspectores más jóvenes que había trabajado con él en Homicidios y que se había traído a su nuevo empleo como ayudante jefe de la Brigada Criminal.

—OK. Tendrá usted a Caron. ¿Alguien más?

—No, gracias. Pero Caron tendrá que enterarse.

Bouvier lo pensó unos instantes.

—Sería lo lógico. No pueden esperar milagros. Es evidente que necesita usted un ayudante. Pero no se lo diga antes de una hora o dos. Cuando llegue a mi despacho llamaré a Frey y le pediré permiso formal. Pero no debe saberlo nadie más. Si lo sospecharan, saldría en la Prensa pasado mañana.

—Nadie más, sólo Caron —dijo Lebel.

Bon. Otra cosa más. Antes de abandonar la reunión, Sanguinetti sugirió que todo el grupo de los presentes esta noche fuese informado a intervalos regulares de los progresos y las novedades. Frey accedió. Fernet y yo intentamos torpedear la iniciativa, pero no lo conseguimos. A partir de ahora, cada noche deberá usted informar al Ministerio. A las diez en punto.

—¡Válgame Dios! —exclamó Lebel.

—En teoría —prosiguió Bouvier, con marcada ironía—, todos estaremos a su disposición para ofrecerle nuestros mejores consejos y sugerencias. No se preocupe, Claude. Fernet y yo estaremos a su lado en el peor caso.

—¿Algo más? —preguntó Lebel.

—No, por el momento. Lo malo es que para esta operación no hay un plazo fijado. Tiene usted que descubrir al pistolero antes de que éste liquide al Gran Charles. Ni siquiera sabemos si el hombre tiene una fecha señalada, y, menos aún, cuál puede ser. El golpe puede ser para mañana, o para dentro de un mes. Tendrá usted que trabajar de firme antes de poder atraparle, o por lo menos identificarle y localizarle. A partir de aquel momento, creo que los muchachos del Servicio de Acción podrán ocuparse del asunto.

—Banda de cerdos —murmuró Lebel.

—Cierto —dijo Bouvier, sin inmutarse—, pero resultan útiles. Vivimos en unos tiempos horripilantes, mi querido Claude. Además de un gran incremento de la delincuencia común, ahora tenemos el delito político. Y hay ciertas cosas que alguien debe hacer. Ellos se encargan de hacerlas. Bueno, usted procure pescar a ese tipo, créame.

El coche se adentró por el Quai des Orfevres y franqueó las verjas de entrada de la PJ. Diez minutos más tarde, Claude Lebel se hallaba de nuevo en su despacho. Se acercó a la ventana, la abrió y se asomó para mirar, a través del río, hacia el Quai des Grands Augustins, en la orilla izquierda. Aunque separado de ellos por una estrecha faja del Sena en el punto donde éste fluía alrededor de la Île de la Cité, estaba lo bastante cerca de los restaurantes que bordean el muelle para ver sus terrazas y oír las risas y el ruido de las copas y las botellas que llegaba hasta él.

De haber sido otra clase de hombre, sin duda se le hubiese ocurrido la idea de que los poderes que le habían sido otorgados en los últimos noventa minutos habían hecho de él, por lo menos por un tiempo, el policía más poderoso de Europa; nadie, salvo el Presidente o el ministro del Interior, podía oponerse a cualquier petición suya; casi podía movilizar el Ejército, con tal que lo hiciera en secreto. También hubiera podido pensar que sus poderes, por más extensos que fueran, dependían del éxito, que con el éxito podría coronar su carrera con honores, pero que un fracaso sería su ruina, como le había insinuado indirectamente Saint-Clair de Villauban.

Pero, siendo la clase de hombre que era, nada de esto pensó. Lo único que en aquel momento le preocupaba era cómo le explicaría por teléfono a Amélie que no volvería a su casa hasta nueva orden. Llamaron a la puerta.

Los inspectores Malcoste y Favier entraron a recoger los dossiers de los cuatro casos en los que Lebel había estado trabajando cuando había sido llamado a la reunión. Lebel pasó media hora informando a Malcoste acerca de los dos casos que le eran asignados y a Favier acerca de los otros dos.

Cuando se hubieron retirado, suspiró profundamente. De nuevo llamaron a la puerta. Era Lucien Caron.

—Acaban de llamarme del despacho del comisario Bouvier —empezó—. Me han dicho que me presente a usted.

—Bien. Hasta nueva orden, he sido relevado de todos mis deberes habituales y me han confiado una tarea especial. Usted será mi ayudante.

No se tomó la molestia de halagar a Caron explicándole que él mismo había solicitado que el joven inspector fuese su mano derecha. Sonó el teléfono de sobremesa; Lebel descolgó el auricular y escuchó brevemente a la persona que le estaba hablando.

—Bien —prosiguió—, era Bouvier, que me ha llamado para decirme que se me autoriza a contárselo a usted todo. Para empezar, será mejor que lea esto.

Mientras Caron, sentado en la silla situada frente a la mesa, leía el informe de Rolland, Lebel retiró de la misma los restantes dossiers y carpetas y los amontonó en los desordenados estantes de la pared. El pequeño despacho no tenía, ciertamente, el aspecto de ser lo que era desde entonces: el centro nervioso de la mayor cacería humana de Francia. Las oficinas policíacas no suelen tener un aspecto muy impresionante. Y el despacho de Lebel no constituía una excepción a esta regla.

No tendría más de tres metros y medio por cuatro, con dos ventanas que daban a la fachada sur, sobre el río, hacia la colmena viviente del Barrio Latino que se apiñaba alrededor del Boulevard St. Michel. Por una de las dos ventanas penetraban los ruidos nocturnos y el aire cálido del verano. En el despacho había dos mesas, una para Lebel, situada de espaldas a la ventana, y otra para su secretario, junto a la pared este. La puerta se hallaba frente a la ventana.

Aparte de las dos mesas y las dos sillas correspondientes, había otra silla de respaldo recto, un sillón junto a la puerta, seis grandes archivos grises que ocupaban casi toda la pared oeste y encima de los cuales había una hilera de libros de consulta y de leyes, y un juego de estantes situado entre las dos ventanas y atiborrados de almanaques y archivadores.

Como detalles domésticos, sólo había la fotografía enmarcada, encima de la mesa de Lebel, de una corpulenta dama de aspecto enérgico, que era madame Amélie Lebel, y dos niños, una niña con gafas de montura de acero y trenzas, y un muchacho con la misma expresión suave y benévola de su padre.

Caron dio fin a su lectura y levantó los ojos.

Merde! —exclamó.

—Como usted dice, une énorme merde —contestó Lebel, quien raramente se permitía usar palabrotas.

La mayoría de los comisarios jefes de la PJ eran conocidos por su personal inmediatamente inferior por apodos como el Patrón o el Viejo, pero Claude Lebel, tal vez porque nunca bebía más que un pequeño aperitivo, no fumaba ni soltaba palabrotas, y recordaba indefectiblemente a los detectives jóvenes uno de sus antiguos maestros de la escuela, siendo conocido en Homicidios, y más tarde en los pasillos de la sección administrativa del jefe de la Brigada, como le Professeur. De no haber sido tan excelente detective, sin duda lo hubiesen ridiculizado fácilmente.

—Sin embargo —prosiguió Lebel—, escúcheme con atención mientras le cuento todos los detalles. Tal vez no vuelva a tener ocasión para hacerlo.

Durante treinta minutos estuvo informando a Caron acerca de los acontecimientos de aquella tarde, desde la visita de Roger Frey al Presidente hasta la reunión en la sala de conferencias del Ministerio, su súbita llamada por consejo de Maurice Bouvier, y, finalmente, la designación del despacho donde se encontraban sentados como cuartel general de la cacería contra el Chacal. Caron le escuchó en silencio.

—¡Maldita sea! —exclamó, al fin, cuando Lebel hubo terminado—. Le han cargado el muerto a usted.

Lo pensó un momento, y luego miró a su jefe con expresión preocupada.

Mon commissaire, ¿se da usted cuenta de que le han confiado esta tarea porque nadie más quiere cargar con ella? ¿Se da cuenta de lo que le harán si no logra atrapar a ese hombre a tiempo?

Lebel asintió con tristeza.

—Sí, Lucien, lo sé. Pero no puedo hacer nada. Me han encargado el asunto. Así que a partir de ahora no tenemos más remedio que lanzarnos a ello.

—Pero, ¿por dónde diablos empezamos?

—Empezaremos por reconocer que poseemos los poderes más amplios que han sido otorgados jamás a un par de policías en Francia —contestó Lebel alegremente—. Así que vamos a usarlos.

»Póngase detrás de esta mesa, tome un bloc y anote lo siguiente. Haga que trasladen a mi secretario habitual o que le concedan vacaciones pagadas hasta nuevo aviso. Nadie más debe participar en el secreto. Usted pasa a ser mi ayudante y mi secretario en una pieza. Haga traer aquí de los almacenes de emergencia un lecho de campaña, sábanas, almohadas y artículos de baño y para afeitar. Consiga una cafetera, leche y azúcar de la cantina. Vamos a necesitar mucho café.

»Hable con la centralita y ordéneles que dejen diez líneas exteriores y un operador permanentemente a disposición de esta oficina. Si rezongan, envíelos a Bouvier personalmente. Para todas las demás peticiones que deba hacer para mí, acuda directamente al jefe del departamento y mencione mi nombre. Por fortuna, esta oficina goza ahora de prioridad por encima de todos los demás servicios. Prepare una circular destinada a todos los jefes de departamento que asistieron a la reunión de esta tarde, que deberá ser firmada por mí, informando de que usted es desde ahora mi único ayudante, con poderes para exigir de ellos todo lo que podría pedirles yo personalmente. ¿Comprendido?

Caron dejó de escribir y levantó la cabeza.

—Comprendido, jefe. Esta noche quedará todo listo. ¿Qué es lo más urgente?

—La centralita. Quiero que pongan al mejor hombre de que dispongan. Hable con el jefe de Administración y cite a Bouvier para que le haga caso.

—Bien. ¿Qué es lo primero que queremos de ellos?

—Quiero, en cuanto sea posible, un enlace directo, personal, con el jefe de la División de Homicidios de la Policía criminal de siete países. Por fortuna, conozco personalmente a la mayoría de ellos, por las reuniones de Interpol. En algunos casos, conozco al delegado jefe. Si no puede hablar con uno, hágalo con el otro.

»Los países son: Estados Unidos, es decir, el Departamento de Contraespionaje Nacional de Washington. Inglaterra, el comisario jefe de Scotland Yard. Bélgica. Holanda. Italia. Alemania Occidental. África del Sur. Búsquelos en su casa o en su oficina.

»Cuando haya hablado con cada uno de ellos, concierte una serie de llamadas telefónicas desde la Sala de Comunicaciones de la Interpol entre ellos y yo, entre las siete y las diez de la mañana a intervalos de veinte minutos. Póngase de acuerdo con Comunicaciones de la Interpol para que el jefe de Homicidios de cada país esté preparado para la llamada a la hora convenida. Las llamadas deben ser directas, de persona a persona, por la frecuencia UHF, y sin escuchas. Haga hincapié cerca de cada uno de los interesados en que lo que debo decirles está destinado exclusivamente a sus oídos, y es de la máxima prioridad no sólo para Francia, sino posiblemente para su propio país. Para las seis de la mañana, prepáreme una lista del programa de las siete llamadas por el orden en que se producirán.

»Entretanto, iré a Homicidios a ver si se ha sospechado alguna vez de algún asesino extranjero que actuara en Francia y que no haya sido capturado. Confieso que no recuerdo que existan antecedentes de este tipo, y calculo que Rodin, al elegir a su hombre, debió de tomar las debidas precauciones en este sentido. Bueno, ¿ya sabe usted lo que debe hacer?

Caron, ligeramente mareado, levantó los ojos del bloc donde acababa de garrapatear sus notas.

—Si, jefe. Bon, será mejor que ponga manos a la obra cuanto antes.

Y descolgó el auricular.

Claude Lebel salió de su despacho en dirección a la escalera. Mientras lo hacía, el reloj de Notre-Dame dio la medianoche, y el mundo asistió al nacimiento del nuevo día, 12 de agosto.