Desgraciadamente para Kowalski, el miércoles por la mañana no tuvo que hacer ninguna llamada telefónica desde la oficina de Correos; en tal caso, hubiera perdido el avión. Y el correo estaba esperando en la casilla de Monsieur Poitiers. Recogió los cinco sobres, los encerró en el estuche de acero sujeto por la cadena y se dirigió apresuradamente hacia el hotel. A las nueve y media, el coronel Rodin le había librado del estuche, y Kowalski podía volver a su habitación para dormir. Su próximo turno de guardia le correspondía hacerlo en el tejado, y comenzaría a las siete de la tarde.
Se detuvo en su habitación únicamente para recoger el Colt 45 (Rodin jamás le hubiese autorizado a llevarlo por la calle) y se lo guardó en la pistolera, debajo del brazo. De haber lucido una chaqueta de buen corte, el bulto del arma con su funda hubiese resultado visible a cien metros de distancia, pero sus trajes eran de un corte tan deficiente como podría cortarlo el peor de los sastres y, a pesar de su corpulencia, le quedaban sumamente holgados. Tomó el rollo de esparadrapo y la boina que se había comprado la víspera, lo guardó todo en su chaqueta, metióse en el bolsillo el fajo de billetes de liras y francos franceses que representaban sus ahorros de los últimos seis meses, y cerró la puerta tras de sí.
En el mostrador del rellano, el guardián de turno lo miró.
—Me envían a telefonear —dijo Kowalski, señalando con el pulgar hacia la novena planta.
El guardián nada dijo; se limitó a seguirle con la mirada mientras llegaba el ascensor y Kowalski entraba en él. Segundos más tarde estaba en la calle, con sus enormes gafas oscuras.
En el café del otro lado de la calle, el hombre del ejemplar de Oggi bajó la revista un instante, y examinó a Kowalski a través de sus impenetrables gafas de sol, mientras el polaco miraba de un lado a otro en busca de un taxi. Al no ver ninguno, echó a andar hacia la esquina. El hombre de la revista abandonó la terraza de café y se acercó al borde de la acera. Un pequeño Fiat salió de una hilera de coches aparcados un poco más abajo de la calle y se estacionó frente a él. El hombre subió al coche, y el Fiat siguió a Kowalski a paso de peatón.
En la esquina, Kowalski encontró un taxi libre que pasaba y lo llamó.
—A Fiumicino —dijo al taxista.
Ya en el aeropuerto, el hombre del SDECE lo siguió con disimulo cuando se acercó al mostrador de Alitalia, pagó su pasaje en dinero efectivo, declaró a la muchacha del mostrador que no llevaba maletas ni equipaje de mano, y le fue comunicado que los pasajeros para el vuelo de las 11.15 a Marsella serían llamados dentro de una hora y cinco minutos.
Para matar el tiempo, el exlegionario entró en la cafetería, pidió un café en el mostrador y se lo llevó cerca de los ventanales de amplios cristales, desde donde podía divisar el movimiento de los aviones en el aeropuerto. Los aeropuertos le encantaban, aunque no comprendía cómo funcionaban. Durante la mayor parte de su vida, el ruido de los motores de aviación había significado para él Messerschmitts alemanes, Stormoviks rusos, o Fortalezas Volantes americanas. Más tarde, significaron apoyo aéreo con B-26 o Skyraider en Vietnam, Mystère o Fouga en el yebel argelino. Pero en un aeropuerto civil le gustaba verlos aterrizar como enormes pájaros plateados, con los motores apagados, suspendidos del cielo como por hilos invisibles un momento antes de tocar tierra. Aun siendo socialmente un hombre tímido, le gustaba el espectáculo del ajetreo propio de los aeropuertos. Tal vez, meditaba, si su vida hubiese sido distinta, habría trabajado en un aeropuerto. Pero era lo que era, y ya no era posible retroceder.
Sus pensamientos volaron hacia Sylvie, y sus enmarañadas cejas se fruncieron con preocupación. No era justo, se dijo, no era justo que la niña tuviese que morir mientras todos aquellos cerdos de París seguían viviendo. El coronel Rodin le había contado lo que eran, y la forma como habían abandonado a Francia, traicionado al Ejército, destruido la Legión y abandonado al pueblo de Indochina y de Argelia a los terroristas. Y el coronel Rodin siempre tenía razón.
Se llamó a los pasajeros de su vuelo, por lo que Kowalski cruzó las puertas de cristal y salió al ardiente pavimento de cemento blanco para recorrer los cien metros que lo separaban del avión. Desde la terraza de observación, los dos agentes del coronel Rolland lo vieron subir por la escalerilla del aparato. Ahora llevaba la boina negra y lucía un parche de esparadrapo en la mejilla. Uno de los agentes se volvió hacia el otro y enarcó una ceja. Mientras el avión a propulsión a chorro despegaba rumbo a Marsella, los dos hombres se alejaron de la barandilla. Al cruzar el vestíbulo principal se detuvieron en una cabina telefónica pública, donde uno de ellos marcó un número local de Roma. Se identificó ante la persona que atendió la llamada dando su nombre de pila y dijo lentamente:
—Ha partido. Alitalia Cuatro-Cinco-Uno. Aterriza en Marignane a las 12.10. Ciao.
Diez minutos más tarde el mensaje llegaba a París, y otros diez minutos después a Marsella.
El Viscount de Alitalia inició un giro por encima de la bahía, de un azul increíble, y puso proa hacia el aeropuerto de Marignane. La linda azafata romana dio fin a su recorrido del pasillo comprobando, con la sonrisa en los labios, que todos los cinturones habían sido ajustados, y se sentó en su rincón de la parte trasera para ajustarse su propio cinturón. Observó que el pasajero del asiento situado delante del suyo miraba fijamente por la ventana hacia la deslumbrante desolación del delta del Ródano como si lo viera por primera vez.
Era el hombre corpulento que no hablaba italiano y cuyo acento francés lo delataba como oriundo de algún país de la Europa Oriental. Se cubría su encrespado pelo con una boina negra, y llevaba un traje oscuro muy arrugado y unas gafas negras de las que no se despojaba ni un solo momento. Un enorme parche de esparadrapo oscurecía una mitad de su rostro; la azafata pensó que el hombre debía de haberse hecho un corte descomunal.
Tocaron tierra en el momento exacto, muy cerca del edificio terminal, y los pasajeros pasaron al vestíbulo de las Aduanas. Mientras desfilaban a través de las puertas de vidrio, un hombrecito de calva incipiente, situado de pie al lado de uno de los policías que controlaban los pasaportes, le pegó un ligero puntapié en el tobillo.
—El tipo alto, con la boina negra y el parche en la mejilla.
Luego se alejó, sin prisa, y fue a dar el mismo aviso a otros policías. Para pasar por las taquillas, los pasajeros se dividieron en dos filas. Detrás de las rejas, los dos policías estaban sentados uno frente al otro, a tres metros de distancia, mientras los pasajeros pasaban por delante de ellos, entre los dos. Cada pasajero exhibía su pasaporte y su tarjeta de desembarco. Los funcionarios pertenecían a la Policía de Seguridad, la DST, responsable de la seguridad del Estado en el interior de Francia y de controlar las llegadas de extranjeros y los retornos de franceses.
Cuando Kowalski se presentó ante el hombre de la chaqueta azul apostado detrás de la reja, éste apenas le echó una ojeada. Selló debidamente la tarjeta de desembarco, miró un breve instante el documento de identidad exhibido, asintió con la cabeza, e indicó con un ademán al hombre corpulento que podía pasar. Aliviado, Kowalski se dirigió hacia los bancos de Aduanas. Varios de los funcionarios de Aduanas acababan de escuchar en silencio al hombrecito de la calva incipiente antes de que éste desapareciera en la oficina de vidrio situada detrás de ellos. El funcionario principal de Aduanas se dirigió a Kowalski.
—Monsieur, votre bagage.
Y señaló con un ademán hacia el resto de los pasajeros, que estaban esperando junto a la cinta sin fin a que aparecieran sus maletas.
—Je n’ai pas de bagaje —dijo Kowalski.
El funcionario enarcó las cejas.
—Pas de bagage? Eh bien, avez vous quelque chose à declarer?
—Non, rien.
El funcionario sonrió amablemente, con una sonrisa casi tan abierta como su musical acento marsellés.
—Eh bien, passez, monsieur.
E hizo un ademán en dirección a la salida y la hilera de taxis que esperaban. Kowalski saludó con un movimiento de cabeza y salió al sol. No estando acostumbrado a no reparar en gastos, miró a un lado y a otro hasta que divisó el autobús del aeropuerto y subió a él.
Cuando hubo desaparecido de la vista, varios de los demás funcionarios de Aduanas se agruparon en torno a su jefe.
—¿Para que lo querrán? —dijo uno.
—Parecía un tipo fuerte, seguro de sí mismo.
—No lo estará tanto cuando esos cerdos hayan terminado con él —dijo un tercero, señalando con la cabeza hacia las oficinas del fondo.
—Vamos, a trabajar —intervino el de más edad—. Por hoy ya hemos hecho lo nuestro por Francia.
—Por el Gran Charles, querrás decir —replicó el primero, mientras se dispersaban. Y agregó, para sí—: Dios lo confunda.
Era la hora del almuerzo cuando el autobús se detuvo finalmente ante las oficinas de la Air France, en el corazón de la ciudad. Hacía más calor aún que en Roma. En Marsella, el mes de agosto ofrece varios alicientes, pero, desde luego, no inspira deseos de realizar el menor esfuerzo. El calor flota sobre la ciudad como una enfermedad, empapando todas las cosas, minando las fuerzas, las energías y las voluntades, hasta que sólo se sienten deseos de echarse en una habitación fresca, con las persianas bajas y el ventilador en marcha.
Hasta la Canebière, generalmente la arteria más animada de Marsella, de noche un torrente de luz y de agitación, aparecía como muerta. Las pocas personas y automóviles que circulaban por ella parecían avanzar hundidos hasta la cintura en una masa pegajosa. Kowalski tardó media hora en encontrar un taxi; la mayoría de los taxistas habían encontrado un aparcamiento a la sombra donde echar una siesta.
La dirección que JoJo había dado a Kowalski quedaba en la carretera principal, fuera de la ciudad, en dirección a Cassis. En la Avenue de la Libération, Kowalski hizo detener el taxi, con el propósito de recorrer a pie el resto del camino. El «si vous voulez» del taxista indicó a las claras lo que pensaba de los extranjeros que, con aquel calor, preferían andar cuando tenían un vehículo a su disposición.
Kowalski se quedó mirando cómo el taxi daba media vuelta para volver al centro, hasta que lo perdió de vista. Encontró la travesía indicada en el papel preguntando al mozo de una terraza de café instalada en la acera. El bloque de pisos parecía muy nuevo, y Kowalski pensó que los JoJo debían de ganar mucho dinero con su puesto ambulante. Tal vez hubiesen conseguido el puesto fijo que madame JoJo había soñado durante tantos años. En todo caso, ello explicaría su evidente prosperidad. Y para Sylvie sería mucho mejor criarse en aquel barrio que en las proximidades de los muelles. Al pensar en su hija y en la estupidez que acababa de ocurrírsele, Kowalski se detuvo al pie de las escaleras del bloque de apartamentos. ¿Qué había dicho JoJo por teléfono? ¿Una semana? ¿Dos, tal vez? No, no era posible.
Subió corriendo los peldaños de la entrada y se detuvo frente a la doble hilera de buzones situados a un lado de la portería. «Grzybowski», leyó en uno de ellos. «Apartamento 23.» Decidió subir por la escalera, ya que se trataba de la segunda planta.
El apartamento número 23 tenía una puerta como todos los demás. Había en ella un timbre, con una tarjeta al lado, donde aparecía el nombre de Grzybowski escrito a máquina. La puerta se hallaba en el extremo del pasillo, flanqueada por las de los apartamentos 22 y 24. Kowalski pulsó el timbre. La puerta se abrió y por la rendija asomó el mango de un zapapico, dirigido con fuerza contra la frente del visitante.
El golpe rajó la piel, pero el palo rebotó en el hueso con un sonido sordo, apagado. A ambos lados del polaco las puertas del 22 y del 24 se abrieron hacia dentro y por ellas salieron varios hombres. Todo ocurrió en décimas de segundo. Kowalski lo vio todo rojo. Aunque en muchas cosas era tardío en sus reacciones, el polaco conocía a fondo una sola técnica: la lucha.
En los estrechos confines del pasillo su corpulencia y su fuerza le serían de poca utilidad. A causa de su elevada estatura, el mango del pico no había alcanzado toda su fuerza en el momento de darle en la frente. A través de la sangre que le velaba los ojos, divisó dos hombres en la puerta, frente a él, y otros dos a cada lado. Necesitaba espacio para moverse, y por esto cargó hacia el apartamento 23.
El hombre situado frente a él vaciló bajo el impacto; los que estaban detrás se aproximaron, intentando agarrarlo por el cuello de la chaqueta. Ya dentro de la habitación, Kowalski empuñó el Colt, se volvió, y disparó hacia la puerta. Al tiempo que lo hacía recibió otro estacazo en la muñeca, que desvió el tiro hacia el suelo.
La bala destrozó la rodilla de uno de sus atacantes, quien, emitiendo un breve quejido, se desplomó. Luego, el arma cayó de sus dedos, entumecidos por otro golpe en la muñeca. Un segundo después, Kowalski recibía el ataque conjunto de los cinco hombres restantes. La lucha duró tres minutos. Más tarde, un médico calculó que el polaco debió de haber recibido una veintena de porrazos en la cabeza antes de perder el sentido. Una parte de una de sus orejas fue arrancada por uno de los golpes, la nariz estaba rota y la cara convertida en una máscara sangrienta. Había podido luchar casi por un acto reflejo. Por dos veces estuvo a punto de recuperar el arma, hasta que, de un puntapié, alguien la lanzó al otro extremo de la sala. Cuando, por fin, quedó tendido, cara al suelo, sólo tres de sus asaltantes quedaban en pie.
Cuando hubieron terminado su faena y el corpachón quedó insensible en el suelo, sólo el fino reguero de sangre que brotaba del cuero cabelludo arrancado indicaba que seguía con vida. Los tres supervivientes se incorporaron por fin, profiriendo maldiciones y jadeando todavía con fuerza. De los demás, el hombre herido en la pierna estaba enroscado contra la pared, al lado de la puerta, blanco como el papel, sosteniéndose con las manos ensangrentadas la rodilla destrozada, mientras de sus labios grises brotaba un torrente de maldiciones. Otro estaba de rodillas, moviendo la cabeza acompasadamente, y con las manos en sus órganos genitales. El tercero yacía en la alfombra, con un oscuro cardenal en la sien izquierda, donde le había alcanzado uno de los potentes golpes de Kowalski.
El jefe del grupo dio vuelta a Kowalski y le abrió uno de los párpados. Luego se acercó al teléfono, situado cerca de la ventana, marcó un número local y esperó.
Todavía jadeaba. Cuando contestaron al teléfono, dijo a la persona situada al otro extremo del hilo:
—Lo tenemos… ¿Luchado? Claro que ha luchado, como un demonio… Nos soltó una bala, y Guerini tiene la rodilla fastidiada. Capetti encajó un golpe en las partes y Vissart está sin sentido… ¿Cómo? Sí, el polaco está vivo. ¿No eran ésas las órdenes? De otro modo no hubiese causado tantos estragos… Bueno, está herido, eso sí. No, no, inconsciente… Oye, no necesitamos el panier à salade [el coche celular], sino un par de ambulancias. Y cuanto antes.
Colgó con fuerza el receptor y murmuró «Malditos sean» al mundo en general. Por la estancia yacían esparcidos los fragmentos de los muebles como leña para el fuego, que sería para lo único que servirían. Habían calculado que el polaco sería reducido en el mismo rellano. No habían retirado ningún mueble de la sala, y ello les había obstaculizado la acción. Él mismo había recibido en pleno pecho un sillón que el polaco le había arrojado con una sola mano. Y dolía. «¡Maldito polaco! —pensó—. Esos pájaros de la oficina no nos habían dicho qué clase de tipo era».
Quince minutos más tarde, dos ambulancias Citröen se detenían frente al edificio. Un médico subió al piso. Examinó a Kowalski durante cinco minutos. Finalmente, remangó la manga del hombre inconsciente y le administró una inyección. Mientras los dos camilleros, con paso vacilante, se dirigían hacia el ascensor llevando al polaco, el médico se volvió hacia el corso herido, que no había cesado de mirarle, dolorido, desde su charco de sangre, junto a la pared.
El doctor retiró las manos del herido de su rodilla, echó una ojeada y emitió un silbido.
—Bueno. Morfina y al hospital. Voy a administrarle el pinchazo. Aquí no puedo hacer nada más. De todos modos, mon petit, se acabó tu carrera en este oficio.
Guerini contestó al médico con un torrente de insultos, mientras la aguja hipodérmica penetraba en sus carnes.
Vissart estaba sentado, con las manos en la cabeza y una expresión atontada en el rostro. Capetti ya estaba en pie, apoyado en la pared, dando arcadas sin conseguir vomitar. Dos de sus colegas lo agarraron por los sobacos y lo condujeron al pasillo exterior. El jefe del grupo ayudó a Vissart a levantarse, mientras los camilleros de la otra ambulancia se llevaban el cuerpo inerte de Guerini.
Ya en el rellano, el jefe de los seis echó una última mirada a la escena. El doctor estaba a su lado.
—Cómo ha quedado el pisito, ¿verdad? —dijo el médico.
—Que lo limpien los de la oficina local —dijo el jefe—. Al fin y al cabo es suyo.
Y con estas palabras cerró la puerta. Las de los apartamentos 22 y 24 también estaban abiertas, pero los interiores no habían sufrido desperfectos. El jefe cerró las dos puertas.
—¿No hay vecinos? —pregunto el doctor.
—No —dijo el corso—, alquilamos todo el piso.
Precedido por el doctor, ayudó al desmadejado Vissart a bajar hasta los coches que los esperaban.
Doce horas más tarde, después de un rápido viaje a través de Francia, Kowalski yacía en el camastro de una celda, debajo de los barracones de una fortaleza, en las afueras de París. La celda tenía las clásicas paredes encaladas, cubiertas de manchas de humedad y de obscenidades, con alguna que otra jaculatoria piadosa intercalada. Mal ventilada y tórrida, olía a una mezcla de ácido fénico, sudor y orines. El polaco yacía boca arriba en una estrecha litera de hierro cuyas patas estaban empotradas en el suelo de cemento. Aparte del jergón y una manta enrollada debajo de la cabeza, la litera no contenía otras ropas. Dos fuertes correas sujetaban sus tobillos, y otras dos sus muslos y sus muñecas. Una, más ancha, le cruzaba el pecho. Seguía inconsciente, pero respiraba profundamente y de manera irregular.
Le habían lavado la sangre de la cara, y suturado la oreja y el cuero cabelludo. Un apósito enyesado le sostenía la nariz rota, y a través de los labios abiertos se veían las raíces de dos dientes rotos. El resto de la cara aparecía tumefacto.
Debajo de la espesa mata de pelo negro que le cubría el tórax, el vientre y los hombros, apenas se divisaban los cardenales producidos por los puños y las botas de sus asaltantes. La muñeca derecha había sido abundantemente vendada.
El hombre de la bata blanca terminó su examen, se incorporó y guardó el estetoscopio en su maletín. Se volvió e hizo una seña al hombre situado detrás de él, quien llamó a la puerta. Alguien la abrió desde fuera, y los dos salieron de la celda. La puerta volvió a cerrarse, y el carcelero colocó inmediatamente en su sitio las dos enormes barras de acero que la aseguraban.
—¿Con qué le dieron? ¿Con un tren expreso en marcha? —preguntó el doctor, mientras recorrían el pasillo.
—Se necesitaron seis hombres para conseguir este resultado —contestó el coronel Rolland.
—Pues hicieron un trabajo a fondo, ciertamente. Poco faltó para que lo mataran. De no haber sido fuerte como un toro, lo liquidan.
—No hubo otro remedio —contestó el coronel—. Dejó fuera de combate a tres de mis hombres.
—Vaya pelea, ¿no?
—Desde luego. Bueno, ¿cuál es su diagnóstico?
—En términos profanos: posible fractura de la muñeca derecha, pues tenga en cuenta que no he podido hacerle ninguna radiografía; heridas en la oreja izquierda y el cuero cabelludo; y la nariz rota. Múltiples cortes y hematomas, ligera hemorragia interna, que puede empeorar y matarle, o puede solucionarse por sí misma. Este hombre goza de lo que podríamos llamar una salud de hierro; o gozaba de ella, por lo menos. Lo que me preocupa es la cabeza. Hay conmoción, ciertamente, pero no sé si grave o leve. No hay señales de fractura de cráneo, aunque no por culpa de sus hombres. Simplemente, tiene un cráneo duro como el marfil. Pero la conmoción puede empeorar si no se le deja en paz.
—Tengo que formularle ciertas preguntas —observó el coronel, mirando fijamente el extremo encendido de su cigarrillo.
La enfermería de la prisión se hallaba a un lado, y las escaleras que conducían a la planta baja, al otro. Los dos hombres se detuvieron antes de separarse. El doctor miró con disgusto al jefe del Servicio de Acción.
—Esto es una prisión —dijo con calma—. De acuerdo. Destinada a los que atentan contra la seguridad del Estado. Pero yo soy todavía el médico de la prisión. Y en lo que se refiere a la salud de los prisioneros mando yo. Este pasillo… —e indicó con un movimiento de la cabeza el que acababan de abandonar— le está prohibido. Se me ha explicado claramente que lo que ocurre aquí abajo no es cosa mía, y no tengo nada que oponer a ello. Pero quiero advertirle una cosa: si, con sus métodos, empiezan ustedes a «interrogar» a este hombre antes de que se haya repuesto, o morirá o se volverá loco de remate.
El coronel Rolland escuchó la amarga predicción del doctor sin mover un solo músculo.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó.
El doctor se encogió de hombros.
—Imposible decirlo. Puede recobrar el conocimiento mañana, o tardar unos días. Y aunque lo recobre, puede que no esté en condiciones de ser interrogado, quiero decir desde el punto de vista médico, por lo menos durante un par de semanas. Como mínimo. Y eso suponiendo que la conmoción sea leve.
—Hay ciertas drogas… —murmuró el coronel.
—Sí, las hay. Y no tengo intención de recetárselas. Usted puede conseguirlas, probablemente podrá. Pero no por mí. En cualquier caso, nada de lo que este hombre pueda decirles tendrá el menor sentido. Probablemente será un galimatías. Tiene el cerebro embarullado. Puede que se le aclare y puede que no. De todos modos, necesita su tiempo. En este caso, las drogas producirían simplemente un idiota, inútil para ustedes y para todos. Probablemente tardará una semana en mover un solo párpado. Ustedes tendrán que esperar.
Con estas palabras, giró sobre sus talones y entró en la enfermería.
Pero el doctor estaba equivocado. Kowalski abrió los ojos tres días más tarde, el 10 de agosto, y aquel mismo día tuvo su primera y única sesión con sus interrogadores.
El Chacal dedicó los tres días que siguieron a su regreso de Bruselas a dar los últimos toques a sus preparativos para su próxima misión en Francia.
Con su nuevo permiso de conducir a nombre de Alexander James Quentin Duggan en el bolsillo, acudió a Fanum House, sede del Automóvil Club, y adquirió un permiso de conducir internacional al mismo nombre.
Compró un juego de maletas de cuero en la tienda de un ropavejero, especializado en artículos para viaje. En una de ellas guardó las prendas, con las cuales, si era necesario, se disfrazaría de pastor Pen Jensen, de Copenhague. Antes, arrancó las etiquetas del fabricante danés de las tres camisas corrientes que había comprado en Copenhague y las aplicó al traje de clergyman, al alzacuello y a la pechera negra que había comprado en Londres, después de retirar de estas últimas prendas las etiquetas del fabricante inglés. A todo ello añadió los zapatos, los calcetines, la ropa interior y el traje gris que un día podían ayudarlo a encarnar el personaje del pastor Jensen. En la misma maleta guardó las prendas del estudiante americano Marty Schulberg: las chancletas, los calcetines, los pantalones de lona, las camisetas deportivas y el anorak.
Descosió el forro de la maleta e introdujo entre las dos capas de cuero que formaban los rígidos costados de aquélla el pasaporte de los dos extranjeros en quienes un día podía desear transformarse. Finalmente, metió en la maleta el libro danés sobre las catedrales francesas, los dos juegos de gafas, unas para el danés y las otras para el americano, los dos diferentes juegos de lentes de contacto de color, cuidadosamente envueltos en papel fino, y los tintes para el cabello.
En la segunda maleta metió los zapatos, los calcetines, la camisa y los pantalones de confección y estilo franceses que había comprado en el Marché aux Puces de París, juntamente con el capote militar y la boina negra. Debajo del forro de esta maleta guardó los documentos falsos del francés de mediana edad André Martin. Esta maleta quedó vacía en parte, porque pronto debería contener, además, una serie de estrechos tubos de acero que servían de funda a un fusil de caza con sus municiones.
En la tercera maleta, ligeramente más pequeña, guardó los efectos de Alexander Duggan: zapatos, calcetines, ropa interior, camisas, corbatas, pañuelos y tres elegantes trajes. Debajo del forro de esta maleta ocultó varios fajos, poco voluminosos, de billetes de diez libras, hasta un total de mil libras, que había retirado de su cuenta corriente particular a su regreso de Bruselas.
Cada una de las maletas fue cuidadosamente cerrada con llave, y las llaves pasaron a su llavero particular. El traje gris claro fue llevado a la tintorería, y colgado después en el armario de su piso. En el bolsillo superior de la chaqueta guardó el pasaporte, el permiso de conducir, el internacional, y un sobre con cien libras en billetes.
En la última pieza de su equipaje, un cómodo maletín de mano, guardó los trebejos de afeitar, el pijama, la esponja y la toalla, además de sus últimas compras: un ligero arnés de cincha finamente cosida, una bolsa de dos onzas de yeso de París, varios rollos de vendas anchas, media docena de rollos de esparadrapo, tres paquetes de algodón hidrófilo y un par de fuertes tijeras de hojas romas pero poderosas. El maletín viajaría como equipaje de mano, porque sabía por experiencia que en las Aduanas de cualquier aeropuerto una maleta de mano no era generalmente la pieza del equipaje elegida por el funcionario para efectuar un registro más o menos rutinario.
Terminadas sus compras y completado su equipaje, había llegado al fin de sus preparativos. Los disfraces de pastor Jensen y de Marty Schulberg eran, así lo esperaba, meros elementos tácticos de precaución que probablemente no llegaría a utilizar, salvo si las cosas marchaban mal y se veía obligado a prescindir de la identidad de Alexander Duggan. La de André Martin, en cambio, era vital para su plan, y tal vez las otras dos resultaran innecesarias. En tal caso, la maleta completa podía ser abandonada en cualquier depósito de equipajes una vez realizado el trabajo. Aun entonces, pensaba, podía necesitar alguno de los dos disfraces para escapar. André Martin, y el arma también podían ser abandonados una vez cumplida la misión, puesto que no podía volver a utilizarlos. Entraría en Francia con tres maletas y un maletín, y calculaba que saldría de ella con una sola maleta y el maletín.
Terminada esta tarea, se dispuso a esperar los dos documentos que le faltaban para entrar en acción. Uno de ellos era el número de teléfono de París, que podría utilizar para obtener información acerca de los dispositivos de seguridad en torno del presidente francés. El otro era la notificación escrita, de herr Meier, de Zurich, de que doscientos cincuenta mil dólares habían sido ingresados en su cuenta.
Mientras esperaba las dos cartas, se dedicó a ejercitarse, en su propio piso, en imitar la manera de andar de un cojo. A los dos días quedó convencido de que había conseguido una imitación lo bastante correcta para impedir que nadie sospechara que no tenía un tobillo o una pierna rotos.
La primera carta que esperaba llegó la mañana del día 9 de agosto. Era un sobre estampillado en Roma y contenía este mensaje: «Podrá ponerse en contacto con su amigo a través del MOLITOR 5901. Identifíquese con las palabras: “Ici Chacal.” La respuesta será: “Ici Valmy.” Buena suerte».
Hasta la mañana del día 11 no llegó la carta de Zurich. El Chacal exhibió una amplia sonrisa al leer la confirmación de que, ocurriera lo que ocurriera, mientras conservara la vida era ya un hombre rico para el resto de sus días. Si su futura operación triunfaba, sería más rico aún. Y no dudaba de que triunfaría. Nada había dejado al azar.
Pasó el resto de aquella mañana al teléfono sacando pasajes de avión, y fijó su marcha para la mañana siguiente, 12 de agosto.
En el sótano reinaba el silencio, sólo interrumpido por la respiración, fuerte pero regular, de los cinco hombres situados detrás de la mesa, y por el jadeo del hombre atado a la recia silla de roble situada frente a aquélla. Hubiera sido imposible decir cuáles eran las dimensiones del sótano, o cuál el color de sus paredes. No había más que un islote de luz en la estancia, limitado a la silla de roble y al prisionero. La luz procedía de una vulgar lámpara de sobremesa como las que suelen emplearse para leer, pero la bombita era de una potencia y un brillo extraordinarios, que sumaban sus efectos al agobiante calor que reinaba en el sótano. La lámpara había sido aplicada al borde izquierdo de la mesa, y su pantalla móvil enfocada de modo que dirigía toda su luz a la silla, situada a poco menos de dos metros de la mesa.
Parte del círculo de luz alcanzaba la manchada superficie de la mesa, iluminando aquí y allá las puntas de unos dedos, una mano y una muñeca, un cigarrillo que enviaba hacia el techo una fina columna de humo.
Tan fuerte era la luz que, por contraste, el resto del sótano quedaba en tinieblas. Los torsos y los hombros de los cinco hombres sentados en fila detrás de la mesa resultaban invisibles para el prisionero. Para ver a sus interrogadores, hubiese tenido que levantarse de la silla y pasar a un lado, para que el resplandor indirecto de la lámpara dibujara sus siluetas.
Pero eso era algo que no podía hacer. Unas correas forradas sujetaban firmemente sus tobillos contra las patas de la silla. Del extremo de cada una de éstas partía un ángulo de hierro atornillado en el suelo de cemento. La silla tenía brazos, y también las muñecas del prisionero habían sido atadas a éstos con unas correas. Otra correa le rodeaba la cintura, y una tercera su poderoso y velludo torso. El forro de las correas aparecía empapado en sudor.
Aparte de las manos inactivas, la superficie de la mesa aparecía casi desnuda. Su único adorno era una hendidura con bordes de latón y unas cifras grabadas a lo largo de la misma. De la ranura sobresalía un estrecho brazo, también de latón, con mango de baquelita, que podía moverse hacia arriba y hacia abajo a lo largo de la ranura. Al lado de éste había un simple interruptor. La mano derecha del hombre situado al extremo de la mesa descansaba descuidadamente muy cerca de los mandos. Pequeños pelos negros cubrían el dorso de aquella mano.
Dos cables descendían por debajo de la mesa, uno conectado con el interruptor y el otro con el mando de la corriente, en dirección a un pequeño transformador eléctrico puesto en el suelo cerca de los pies del hombre que se hallaba en el extremo de la mesa. Del transformador partía un cable negro, más grueso, con forro de goma, que terminaba en un gran enchufe empotrado en la pared, detrás del grupo.
En el rincón más apartado del sótano, detrás de los interrogadores, se hallaba un hombre solo, sentado ante una mesa de madera, de cara a la pared. Un leve resplandor verde denotaba que el registrador magnetofónico que tenía ante sí estaba funcionando, si bien las dos bobinas permanecían inmóviles.
Aparte de las respiraciones, el silencio del sótano era casi tangible. Todos los presentes estaban en mangas de camisa, remangadas y empapadas en sudor. El olor era acre, una mezcla de sudor, metal, humo frío y vómitos humanos. Aun este último hedor, muy intenso, quedaba ahogado por otro aún más fuerte: el hedor inconfundible del miedo y el dolor.
Por fin, el hombre que se hallaba en el centro habló. Su voz sonó correcta, amable y halagadora.
—Écoute, mon p’tit Viktor. Acabarás por hablar. Tal vez no ahora. Pero sí tarde o temprano. Eres un valiente. Lo sabemos. Y te felicitamos por ello. Pero ni siquiera tú puedes resistir mucho más tiempo. Así, pues, ¿por qué no nos lo cuentas todo? ¿Crees que el coronel Rodin te prohibiría hablar si estuviera presente? Te equivocas. Te ordenaría que nos lo contaras todo. El coronel sabe de estas cosas. Él mismo nos lo contaría todo para ahorrarse más molestias. Tú lo sabes bien: al final, siempre acaban por hablar. N’est-ce pas Viktor? Tú les has visto hablar, hein? No hay nadie que pueda resistir indefinidamente. Así, pues, ¿por qué no hacerlo ahora, hein? Luego, a la cama otra vez. Y dormir, dormir, dormir. Nadie te molestará…
El hombre de la silla levantó el rostro demudado, reluciente de sudor, hacia la luz. Sus ojos aparecían cerrados por efecto de los cardenales causados por los pies de los corsos en Marsella, o porque los cegaba la luz; imposible saberlo. El rostro miró hacia la mesa unos momentos, la boca se abrió e intentó hablar. Un hilillo de vómito emergió de sus labios, y bajando por el velludo pecho fue a unirse al charco que se había formado en su regazo. La cabeza volvió a caer hacia delante, hasta que el mentón tocó el pecho. Al mismo tiempo, a modo de respuesta, la mata de pelo crespo osciló lateralmente.
La voz volvió a sonar desde detrás de la mesa.
—Viktor, écoute-moi. Eres un tipo duro. Todos lo sabemos. Todos lo reconocemos. Ya has batido la marca. Pero ni siquiera tú puedes resistir por más tiempo. Nosotros sí, Viktor, nosotros sí podemos. Si no hay más remedio, podemos mantenerte con vida y consciente durante días y semanas enteras. No confíes en el piadoso olvido de otros tiempos. Actualmente somos técnicos; y hay drogas, tu sais. El tercer grado se acabó, probablemente para siempre. Por consiguiente, ¿por qué no hablar? Nosotros comprendemos, ¿sabes? Sabemos lo que es el dolor. Pero los pequeños «cangrejos» no comprenden nada. Simplemente, no comprenden, Viktor. Y siguen funcionando, funcionando. ¿Quieres hablar, Viktor? ¿Qué están haciendo en el hotel de Roma? ¿Qué están esperando?
Colgando contra el pecho, la cabezota se movió lentamente de un lado a otro. Fue como si los ojos cerrados examinaran, primero una y después la otra las pequeñas pinzas de cobre —los pequeños «cangrejos»— aferradas a los pezones, o la pinza más grande que estrechaba entre sus dientes la punta del pene.
Las manos del hombre que había hablado, delgadas, blancas, llenas de paz, reposaban frente a él en un islote de luz. Esperó unos momentos más. Una de las blancas manos se separó de la otra, el pulgar doblado sobre la palma y los otros cuatro dedos abiertos y extendidos, y se apoyó en la mesa.
En el extremo de la mesa, la mano del hombre situado cerca del interruptor eléctrico movió la palanca de latón por la escala graduada, pasándola del número dos al cuatro; después, entre el pulgar y el índice, cogió el interruptor.
La mano del hombre que se hallaba en el centro de la mesa retiró los dedos extendidos, levantó, una vez, el índice en el aire, y luego apuntó con el mismo hacia abajo, en la señal internacional que indica: «Adelante». El interruptor eléctrico se puso en marcha.
Las pequeñas pinzas metálicas fijadas en el cuerpo del hombre sentado en la silla, y conectadas por medio de cables al interruptor, parecieron cobrar vida con un ligero zumbido. En silencio, el enorme cuerpo sentado en la silla saltó en el aire, como por levitación, propulsado por una mano invisible. Las piernas y las muñecas ejercieron una presión brutal contra las correas, hasta que pareció que, a pesar del forro, el cuero acabaría por penetrar a través de la carne y el hueso. Los ojos, médicamente incapaces de ver a través de la hinchazón que los rodeaban, desafiaron a la Medicina y salieron de sus órbitas para mirar hacia el techo. La boca se abrió, como en expresión de sorpresa, medio segundo antes de que el aullido demoníaco brotara de los pulmones. Un aullido interminable, sin pausas, eterno…
Viktor Kowalski capituló a las 4.10 de la tarde, y el grabador se puso en marcha.
Cuando empezó a hablar, o mejor, a divagar, entre gemidos y quejidos, de manera incoherente, la serena voz del hombre del centro de la mesa intervino repetidamente para imprimir una dirección rectilínea a la confesión.
—Por qué están allá, Viktor… en aquel hotel… Rodin, Montclair y Casson… qué temen… dónde han estado, Viktor…, a quién han visto… por qué no ven a nadie, Viktor… Dilo, Viktor… Por qué Roma… antes de Roma… Por qué Viena, Viktor… dónde, de Viena… en qué hotel… ¿Por qué estaban allá, Viktor?
Kowalski volvió a caer en su silencio al cabo de cincuenta minutos; sus últimas palabras, vagas, inconexas, fueron registradas hasta el fin. La voz, detrás de la mesa, continuó, con más suavidad, durante unos minutos más, hasta que fue evidente que no habría más respuestas. Entonces el hombre que se hallaba en el centro de la mesa dio una orden a sus subordinados, y la sesión tocó a su fin.
La cinta grabada fue retirada y enviada en un coche rápido desde el sótano de la fortaleza de las afueras de París a las oficinas del Servicio de Acción.
La radiante tarde que había caldeado las calles de París durante el día, trocose en un anochecer dorado, y a las nueve se encendieron las farolas públicas. Por la orilla del Sena las parejas paseaban como suelen hacerlo en las noches de verano, tomados de la mano, como sorbiendo el vino de la noche, del amor y la juventud que nunca, por más que lo intentaran, volvería a ser el mismo. Los cafés, a lo largo de la orilla, eran un bullicioso hervidero de conversación y ruido de copas, saludos y protestas burlonas, risas y cumplidos, esa extraña mezcla que constituye la típica conversación francesa y que da su magia al río Sena en un anochecer de agosto. Hasta era casi posible perdonar a los turistas su presencia y los dólares que traían con ellos.
En una pequeña oficina, cerca de la Porte des Lilas no reinaba la misma despreocupación. Tres hombres se hallaban sentados en torno de un magnetófono que funcionaba lentamente sobre una mesa. Trabajaron largas horas en ello. Uno de los tres hombres accionaba los mandos de acuerdo con las instrucciones de otro, que quería volver a oír un fragmento una y otra vez antes de seguir adelante. Este último llevaba puestos unos auriculares y aparecía concentrado en su esfuerzo por descifrar palabras coherentes a través del torbellino de sonidos que llegaba a sus oídos. Con un cigarrillo entre los labios, cuyo humo azulado hacía lagrimear sus ojos, hacía una señal con los dedos al operador cuando deseaba volver a oír un fragmento. A veces, antes de indicar al operador que podía seguir, escuchaba, media docena de veces, un pasaje de unos diez segundos de duración. Luego, dictaba el último pasaje escuchado.
El tercer hombre, un joven secretario rubio, estaba sentado ante una máquina de escribir y esperaba que le dictaran. Las preguntas que habían sido formuladas en el sótano de la fortaleza eran fáciles de entender, y llegaban claras y precisas a través de los auriculares. Las respuestas eran más inconexas. El secretario escribía la transcripción en forma de diálogo o de entrevista: las preguntas empezaban siempre en una línea nueva, después de la inicial P. Las respuestas empezaban en la línea siguiente, después de la inicial R. Estas últimas eran deshilvanadas, y obligaban a utilizar buen número de puntos suspensivos cuando el sentido de las frases se interrumpía bruscamente.
Eran casi las doce de la noche cuando terminaron. A pesar de la ventana abierta, el aire aparecía azulado por el humo de los cigarrillos y olía como un depósito de pólvora.
Los tres hombres se levantaron molidos. Tuvieron que desperezarse y estirar los miembros para librarse del dolor muscular que los atenazaba. Uno de los tres descolgó el teléfono, pidió línea y marcó un número. El hombre de los auriculares se los quitó y volvió a enrollar la cinta en su tambor original. El mecanógrafo retiró de la máquina las últimas hojas, separó las de papel carbónico intercaladas y empezó a disponer en montones separados las hojas de las tres copias de la confesión. El primer juego sería para el coronel Rolland, el segundo para los archivos, y el tercero sería mimeografiado para hacer del mismo otras copias destinadas a los jefes de departamento, para el caso de que Rolland considerara conveniente distribuirlas.
La llamada encontró al coronel Rolland en el restaurante donde había estado cenando con unos amigos. Como de costumbre, el elegante y solterón funcionario se había mostrado ingenioso y galante, y sus cumplidos dirigidos a las damas presentes habían sido altamente apreciados por ellas, si no por sus maridos. Cuando el mozo lo llamó al teléfono, se excusó y salió. El teléfono estaba en el mostrador. El coronel dijo simplemente «Rolland» y esperó, mientras la persona que lo llamaba se identificaba.
Entonces Rolland hizo lo mismo, por el sistema de intercalar en la primera frase de su conversación la consigna previamente convenida. Quien lo hubiese escuchado, habría descubierto que acababan de informar al coronel de que su coche, que estaba en el taller, ya había sido reparado, y que el coronel podía enviar a recogerlo cuando quisiera. Rolland dio las gracias a su informante y volvió a la mesa. Cinco minutos después se excusaba cortésmente, explicando que le esperaba una mañana de mucho trabajo, por lo que no debía acortar, excesivamente, su ración de sueño. Diez minutos más tarde se hallaba solo en su coche, marchando a toda velocidad a través de las concurridas calles de la ciudad hacia el barrio, más tranquilo, de la Porte des Lilas. Llegó a su despacho poco después de la una de la madrugada, se quitó su impoluta chaqueta oscura, encargó café al personal de turno y llamó a su ayudante.
La primera copia de la confesión de Kowalski llegó con el café. La primera vez leyó rápidamente las veintiséis páginas del dossier, intentando captar el sentido general de lo que el legionario, mentalmente desquiciado, había dicho. Algo que leyó hacia la mitad de la confesión le llamó la atención y le hizo fruncir el ceño, pero siguió leyendo hasta el fin sin detenerse.
Su segunda lectura fue más lenta, más cautelosa, dedicando más atención a cada párrafo. La tercera vez empuñó un lápiz marcador de la bandeja situada frente al papel secante, y realizó una nueva lectura, más despacio todavía, tachando con una línea gruesa todas las palabras y pasajes relativos a Sylvie, Leunosequé, Indochina, Argelia, JoJo, Kovacs, Corso, cerdos y la Legión. Todo aquello lo comprendía y no le interesaba.
Buena parte de la confesión se refería a Sylvie, y había algunas alusiones a una mujer llamada Julie, que nada significaba para Rolland. Una vez suprimido todo aquello, la confesión no hubiese ocupado más de seis páginas. Intentó extraer algún sentido de los pasajes restantes. Roma. Los tres jefes estaban en Roma. Bueno, esto ya lo sabía. Pero, ¿por qué? La pregunta había sido formulada ocho veces. La respuesta, aproximadamente, había sido siempre la misma. No querían que los raptaran, como le había ocurrido a Argoud en febrero. Muy natural, penso Rolland. ¿Habría perdido el tiempo con la operación Kowalski? Había una palabra concreta que el legionario había mencionado dos veces, o más bien tartajeado dos veces, en respuesta a aquellas ocho preguntas idénticas. La palabra era «secreto». ¿Como adjetivo? Nada había de secreto acerca de su presencia en Roma. ¿O como sustantivo? ¿Qué secreto?
Rolland leyó hasta el final por décima vez, y luego retrocedió hasta el principio. Los tres hombres de la OAS estaban en Roma. Estaban allí porque no querían que los raptasen. No querían que los raptaran porque estaban en posesión de un secreto.
Rolland sonrió irónicamente. Él había estado en lo cierto, más que el general Guibaud, al suponer que Rodin no se había escondido por miedo.
Así que conocían un secreto. ¿Qué secreto? Todo parecía proceder de algo ocurrido en Viena. La palabra Viena aparecía tres veces, pero al principio Rolland había creído que se trataba de la ciudad de Vienne, situada a treinta y pico de kilómetros al sur de Lyon. Pero tal vez se tratara de la capital austríaca y no de la ciudad francesa provinciana.
Celebraron una reunión en Viena. Después fueron a Roma y se instalaron de forma que no pudieran raptarlos y obligarlos a revelar un secreto. El secreto debió de surgir en Viena.
Pasaban las horas y se sucedían las tazas de café. En el cenicero, crecía la montaña de colillas. Antes de que el cielo empezara a palidecer por encima de los suburbios del este del Boulevard Mortier, el coronel Rolland sabía que estaba sobre una pista.
Faltaban datos. ¿Faltaban realmente, y para siempre, puesto que el mensaje recibido por teléfono a las tres de la madrugada le había informado de que Kowalski no volvería a ser interrogado porque había muerto? ¿O se hallaban ocultos entre el desarticulado texto que había brotado de aquel conturbado cerebro a medida que menguaba su capacidad de resistencia?
Con la mano derecha, Rolland empezó a señalar algunas piezas sueltas del rompecabezas que no parecían encajar en el texto. Kleist, un hombre llamado Kleist. Kowalski, siendo polaco, había pronunciado el nombre correctamente, y Rolland, que no había olvidado las nociones de alemán aprendidas durante la guerra, lo escribió correctamente, a pesar de que el mecanógrafo lo había hecho erróneamente. ¿Se trataba de un hombre? ¿O acaso de un lugar? Llamó a la centralita y ordenó que buscaran una guía telefónica de Viena y vieran si encontraban a una persona o un establecimiento llamado Kleist. La respuesta llegó a los diez minutos. Había, en Viena, dos columnas de Kleist, todos simples particulares, y dos establecimientos que llevaban aquel mismo nombre: la Escuela Primaría Masculina Ewald Kleist y la Pensión Kleist, en la Bruckneralle. Rolland anotó los dos nombres, pero subrayó la Pensión Kleist. Y siguió leyendo.
Había varias alusiones a un extranjero acerca del cual Kowalski parecía albergar sentimientos contradictorios. A veces utilizaba la palabra bon, bueno, para referirse a aquel hombre; otras veces lo llamaba un fâcheur, un tipo molesto, enojoso. Poco después de las cinco de la mañana el coronel Rolland envió a buscar la cinta magnetofónica y el magnetófono y pasó una hora escuchando la confesión. Cuando, finalmente, desconectó el aparato, lanzó para sí una maldición ahogada. Hizo con la pluma varias modificaciones en el texto transcrito.
Kowalski no se había referido al extranjero llamándole bon sino blond, rubio. Y la palabra salida de aquellos labios desgarrados que había sido transcrita como fâcheur había sido en realidad faucher, en su significado de asesino.
A partir de aquel momento la tarea de reconstruir el rompecabezas de Kowalski fue sencilla. La palabra «chacal», que había sido tachada cada vez que se repetía porque Rolland había creído que era un insulto que Kowalski dirigía a los hombres que lo habían detenido y lo estaban torturando, cobraba un nuevo significado. Se convertía en el nombre cifrado del pistolero rubio, extranjero, con quien los tres jefes de la OAS se habían reunido en la Pensión Kleist de Viena pocos días antes de buscar un refugio seguro en Roma.
Ahora Rolland podía adivinar el objetivo de la oleada de atracos a Bancos y joyerías que se habían perpetrado en toda Francia durante las últimas ocho semanas. El rubio, fuese quien fuese, exigía dinero por realizar un trabajo para la OAS. Y sólo había un trabajo en el mundo por el que se pudiera exigir tal cantidad de dinero. El rubio no había sido contratado para liquidar una cuenta entre gángsters.
A las siete de la mañana llamó a la centralita y ordenó al operador del turno de noche que enviara una nota urgente a la oficina del SDECE en Viena, pasando así por encima del protocolo interdepartamental, puesto que Viena se hallaba dentro del feudo de R.3 Europa Occidental. Después reclamó todas las copias de la confesión de Kowalski y las guardó en su caja fuerte. Finalmente, empezó a redactar un informe destinado a un solo recipiendario y con la inscripción inicial «para sus ojos únicamente».
Escribió con cuidado, sin emplear abreviaturas, describiendo brevemente la operación que había montado personalmente, por iniciativa propia, para capturar a Kowalski; explicó el retorno del exlegionario a Marsella, inducido a volver por la falsa creencia de que un ser querido se hallaba enfermo en el hospital, su captura por los agentes del Servicio de Acción, y haciendo una breve alusión a la circunstancia de que el hombre había sido interrogado por hombres del Servicio y había hecho una larga pero confusa confesión. Se sintió obligado a declarar escuetamente que, al resistirse a su detención, el exlegionario había herido a dos agentes, pero se había inferido a sí mismo tales daños en un intento de suicidio, que cuando, por fin, fue dominado, hubo que hospitalizarlo. La confesión la había formulado desde su lecho del hospital.
El resto del informe, que constituía su parte principal y más extensa, se refería a la confesión propiamente dicha y a la interpretación que Rolland le daba. Una vez terminada esta parte, hizo una breve pausa, mirando hacia los tejados dorados por el sol de la mañana. El coronel sabía que tenía fama de no exagerar los problemas ni dar demasiada importancia a los peligros. Redactó el párrafo final con especial esmero.
«En el momento de escribir este informe, todavía se están realizando investigaciones con el fin de conseguir pruebas que corroboren la existencia de esta conjura. Pero en el caso de que tales averiguaciones indiquen que lo dicho es la verdad, la conjura descrita constituye, en mi opinión, el plan más peligroso que los terroristas podían haber imaginado para poner en peligro la vida del presidente de Francia. Si la conjura existe tal como la hemos descrito, y si el pistolero de origen extranjero, conocido solamente por el nombre cifrado de el Chacal, ha sido contratado para atentar contra la vida del Presidente y está trazando sus planes con este fin, tengo el deber de informar a usted que, en mi opinión, nos hallamos ante un caso de emergencia nacional».
Contra su costumbre el coronel Rolland pasó a máquina personalmente la versión definitiva del informe, introdujo la copia en limpio en un sobre con su sello personal, escribió el nombre de su destinatario, y cerró el sobre indicando en él «máximo secreto». Finalmente, quemó las hojas del borrador y se deshizo de las cenizas arrojándolas por el desagüe del pequeño lavabo situado en un gabinete de su propio despacho.
Cuando terminó, se lavó las manos y la cara. Mientras se secaba, echó una ojeada al espejo del lavabo. El rostro que le devolvió la mirada estaba perdiendo su atractivo; a pesar suyo, tuvo que reconocerlo. Los rasgos que en su juventud habían estado tan llenos de vitalidad y en su madurez tan atractivos para las mujeres empezaban a ajarse. Demasiadas experiencias, demasiado conocimiento de las honduras de bestialidad a las cuales puede descender el hombre cuando lucha contra sus hermanos por sobrevivir, demasiados planes y contraplanes, hombres a quienes enviaba a morir o a matar, a aullar en los sótanos o hacer aullar a otros hombres, habían envejecido al jefe del Servicio de Acción hasta hacerle aparentar más edad de los cincuenta y cuatro años que tenía. Había dos surcos que bajaban por los lados de su nariz hasta las comisuras de los labios, que si se alargaban un poco más dejarían de resultar distinguidos. Dos manchas oscuras parecían haberse instalado permanentemente debajo de sus ojos, y el elegante tono gris de sus sienes se estaba volviendo blanco sin pasar por plateadas tonalidades.
«A fin de año —se dijo— voy a zafarme de todo esto». El rostro lo miró con disgusto. ¿Incredulidad o simple resignación? Tal vez la cara estuviera en lo cierto, y no la mente. Al cabo de cierto número de años, ya no había salida. Se era lo que se era para el resto de la vida. De la Resistencia a la Policía de Seguridad, luego al SDECE y, finalmente, al Servicio de Acción. «¿Cuántos hombres y cuánta sangre en todos aquellos años?», preguntó al rostro del espejo. Y todo por Francia. «¿Y qué diablos importa Francia?». Y el rostro le devolvió la mirada desde el espejo sin decir nada. Porque ambos conocían la respuesta.
El coronel Rolland hizo llamar a un motorista del servicio para que acudiera personalmente a su presencia. También encargó huevos fritos, panecillos, y mantequilla, y más café, pero esta vez una taza grande de café con leche, con aspirinas para su jaqueca. Entregó en la mano el sobre sellado y dio las órdenes al agente. Después de comerse los huevos y el pan, tomó su café con leche y fue a bebérselo sentado en el alféizar de la ventana abierta, la que daba hacia París. A través de kilómetros de tejados y terrazas divisaba las torres de Notre-Dame y, más allá, en la bochornosa neblina, suspendida sobre el Sena, de la mañana, la Torre Eiffel.
Eran ya más de las nueve de la mañana del día 11 de agosto, y la ciudad estaba en pleno movimiento, maldiciendo probablemente al agente de chaqueta negra y su sirena que, sorteando el tráfico, se deslizaba con su máquina hacia el distrito VIII.
Rolland no pudo menos de pensar que si la amenaza descrita en el despacho que el motorista llevaba podía ser evitada, de ello dependería que a fin de año tuviera todavía un empleo del cual jubilarse.