7

Mientras el Chacal se dedicaba a sus compras en Bruselas, Viktor Kowalski en la oficina central de Correos de Roma, luchaba con los problemas que plantean las informaciones telefónicas internacionales.

Como no hablaba italiano, tuvo que recurrir a los empleados del mostrador; uno de ellos dijo que hablaba un poco de francés. Laboriosamente, Kowalski le explicó que deseaba telefonear a un hombre en Marsella, Francia, pero que no conocía su número de teléfono.

Sí, sabía su nombre y su dirección. El nombre era Grzybowski. Esto aturdió al italiano, quien pidió a Kowalski que se lo escribiera. Así lo hizo Kowalski, pero el italiano, negándose a creer que un apellido pudiera empezar con «Grzyb…», lo deletreo al telefonista de las líneas internacionales como «Grib…» suponiendo que la «z» que había escrito Kowalski debía ser una «i». El telefonista francés comunicó al italiano que en el listín telefónico de Marsella no existía ningún Josef Gribowski. El empleado, a su vez, informó a Kowalski de que tal persona no existía.

Por pura casualidad, porque era un hombre servicial, deseoso de complacer a un extranjero, el empleado deletreó el apellido para subrayar que lo había captado perfectamente:

Il n’existe pas, monsieur. Voyons… g, r, i

Non, g, r, z… —le corrigió Kowalski.

El empleado pareció perplejo.

Excusez moi, monsieur. ¿G, r, z y, b?

Oui —insistió Kowalski—. G.R.Z.Y.B.O.W.S.K.Y.

El italiano se encogió de hombros y volvió a recurrir al telefonista.

—Comuníquenme otra vez con información internacional, por favor.

A los diez minutos, Kowalski tenía el número de JoJo, y media hora más tarde comunicaba con él. Al otro extremo del hilo, la voz del exlegionario aparecía desfigurada por las interferencias. Antes de confirmar las malas noticias contenidas en la carta de Kovacs, pareció vacilar un tanto. Sí, celebraba que Kowalski hubiese llamado; llevaba tres meses intentando averiguar su paradero.

Por desgracia, sí era cierto lo de la enfermedad de la pequeña Sylvie. La niña había ido perdiendo el apetito y adelgazando, y, cuando, por fin, un médico había diagnosticado la enfermedad, ya había sido preciso acostarla. La niña estaba en la habitación contigua del piso desde donde JoJo hablaba. No, no era el mismo piso. Se habían trasladado a otro más nuevo y más grande. ¿Cómo? ¿La dirección? JoJo se la dio, muy despacio, mientras Kowalski, sacando la punta de la lengua, la anotaba lentamente.

—¿Cuánto tiempo de vida le dan los matasanos? —rugió por el teléfono.

Logró hacerse comprender de JoJo la cuarta vez que lo intentó. Hubo una larga pausa.

Allô, allô —gritó, ante aquel silencio.

La voz de JoJo volvió a dejarse oír.

—Una semana, tal vez dos o tres —dijo JoJo.

Negándose a creerlo, Kowalski se quedó mirando fijamente el auricular que tenía en la mano. Sin decir palabra, colgó y salió tambaleándose de la cabina. Después de pagar el importe de la conferencia, recogió la correspondencia, la guardó en el estuche de acero encadenado a su muñeca y echó a andar de regreso hacia el hotel. Por primera vez en muchos años, su mente se hallaba confusa, y no podía dirigirse a nadie en petición de órdenes para resolver el problema por medios violentos.

En su piso de Marsella, el mismo donde siempre había vivido, JoJo colgó el aparato cuando comprendió que Kowalski también lo había hecho. Al volverse encontró a los dos agentes del Servicio de Acción en el mismo lugar donde había estado, cada uno empuñando un Colt 45 especial. Uno de ellos apuntaba a JoJo, y el otro a su esposa, que permanecía sentada con la tez cenicienta, en un ángulo del sofá.

—Cerdos —dijo JoJo, con odio—. Cabrones.

—¿Va a venir? —preguntó uno de los dos agentes.

—No lo ha dicho. Ha colgado —contestó el polaco.

Los ojos negros del corso se clavaron en él.

—Debe venir. Éstas son las órdenes.

—Ya me ha oído; he dicho lo que me han ordenado decir. Y ha colgado. No he podido impedírselo.

—Por tu bien, JoJo, mejor que venga —repitió el corso.

—Vendrá —dijo JoJo, con resignación—. Si puede vendrá. Por la niña.

—Bien. Entonces tu papel ha terminado.

—Fuera de aquí, pues —gritó JoJo—. Déjennos en paz.

El corso, sin dejar de empuñar el arma, se levantó. El otro permaneció sentado, mirando fijamente a la mujer.

—Nos iremos —dijo el corso—, pero vosotros vendréis con nosotros. Los dos. No podemos dejarlos sueltos para que vayáis charlando por ahí o llaméis a Roma, ¿comprendes JoJo?

—¿Adónde nos lleváis?

—Unas pequeñas vacaciones. Un simpático hotel de montaña. Mucho sol y aire puro. Te conviene, JoJo.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el polaco, con amargura.

—El que sea necesario.

El polaco lanzó una mirada por la ventana hacia la maraña de callejones y tiendas de pescado que se extienden, agazapados, detrás de la vista de tarjeta postal del Vieux Port.

—Estamos en plena temporada turística. Los trenes van llenos estos días. En agosto ganamos más que en todo el invierno. Esto será nuestra ruina por varios años.

El corso, como si encontrara aquello muy gracioso, se echó a reír.

—Debes considerarlo más como una ganancia que como una pérdida, JoJo. Al fin y al cabo, es por Francia, tu patria adoptiva.

El polaco se volvió en redondo.

—La política me importa un pepino. Me importa un bledo quien ejerce el poder, qué partido tiene la sartén por el mango. Pero conozco a los tipos como vosotros. Serviríais a Hitler, o a Mussolini; o a la OAS, si os conviniera. O a cualquiera. Los regímenes pueden cambiar, pero los cerdos como vosotros no cambiáis jamás…

Mientras vociferaba estas palabras, se acercaba, cojeando, al hombre que seguía apuntándole con su arma sin que la mano le temblara.

JoJo —chilló la mujer, desde el sofá—. JoJo, je t’en prie. Laisse-le.

El polaco se detuvo y miró a su mujer, como si hubiese olvidado su presencia. Luego, dirigió la mirada a su alrededor, a todos los presentes, uno por uno. Todos lo miraban también, su mujer con expresión implorante, y los dos agentes del Servicio Secreto de modo inexpresivo. Estaban acostumbrados a los inútiles reproches de sus víctimas. El jefe de los dos señaló el dormitorio con la cabeza.

—Vamos, preparen el equipaje. Primero tú; luego, tu mujer.

—¿Y Sylvie? A las cuatro volverá de la escuela. No encontrará a nadie —dijo la mujer.

El corso seguía mirando a su marido.

—La recogeremos al pasar. Ya está todo arreglado. Le han dicho a la maestra que la abuela de la niña se está muriendo y que toda la familia ha sido llamada a su lecho de muerte. Todo se hará con discreción. Vamos, muévanse.

JoJo se encogió de hombros, lanzó una última ojeada a su mujer y entró en su dormitorio, seguido del corso, para preparar el equipaje. Su mujer continuó retorciendo un pañuelo entre sus manos. Al cabo de un rato miró al otro agente, situado al extremo del sofá. Era gascón, y más joven que el corso.

—¿Qué…, qué le harán?

—¿A Kowalski?

—A Viktor.

—Unos señores quieren charlar con él. Eso es todo.

Una hora más tarde, toda la familia ocupaba el asiento trasero de un enorme Citröen y los dos agentes, el delantero. El vehículo marchó a toda velocidad hacia un hotel muy discreto de Vercors.

El Chacal pasó el fin de semana en la costa. Se compró un par de bañadores, y el sábado tomó el sol en la playa de Zeebrugge, se bañó varias veces en el mar del Norte y paseó por la pequeña ciudad y por el rompeolas, donde marinos y soldados británicos habían luchado y caído en otro tiempo, en un cenagal de sangre y de balas. Algunos de los bigotudos ancianos que, sentados a lo largo del rompeolas, estaban pescando, habrían recordado lo ocurrido cuarenta y seis años atrás si el Chacal les hubiese interrogado, cosa que no hizo. Los ingleses presentes entonces eran unas pocas familias diseminadas por la playa, que gozaban del sol y miraban cómo sus chiquillos jugueteaban con las olas.

El lunes por la mañana hizo el equipaje y salió en su automóvil, sin prisas, a través de la campiña flamenca y por las estrechas calles de Gante y de Brujas. Devoró los inigualables bifes asados con fuego de leña en el restaurante Siphon, de Damm, y a media tarde emprendió el regreso a Bruselas. Antes de acostarse, encargó que lo llamaran temprano, le sirvieran el desayuno en la cama y le prepararan un almuerzo para llevarse, porque el día siguiente quería ir a las Ardenas a visitar la tumba de su hermano mayor, caído en la batalla de Bulge, entre Bastogne y Malmédy. El empleado se mostró sumamente cortés y solícito y prometió que lo llamarían sin falta para su piadosa peregrinación.

En Roma, Viktor Kowalski pasó un fin de semana mucho menos descansado. Cumplió regularmente sus turnos de guardia, como encargado del mostrador del rellano de la octava planta, o en el tejado por la noche. En los períodos de descanso durmió poco; pasó la mayor parte de su tiempo libre acostado en la cama, fumando y bebiendo el vino tinto comprado a garrafa para los ocho exlegionarios de la guardia. El rosso italiano no podía compararse con el pinard argelino de las cantimploras de los legionarios, pensaba Viktor, pero mejor era aquello que nada.

Generalmente, a Kowalski le resultaba difícil tomar una decisión cuando no podía contar con órdenes superiores que le orientaran. Pero el lunes por la mañana ya estaba totalmente decidido.

No tardaría mucho, tal vez un solo día, o dos, si los aviones no enlazaban correctamente. En todo caso, tenía que hacerlo. Luego se lo explicaría al patrón. Estaba seguro de que el patrón lo comprendería, aunque sin duda se pondría furioso. Pensó en la posibilidad de confiar su problema al coronel y pedirle un permiso de cuarenta y ocho horas. Pero estaba seguro de que el coronel, a pesar de que era un buen oficial que ayudaba a sus hombres cuando se encontraban en un apuro le prohibiría marcharse. No comprendería lo de Sylvie; y Kowalski seguro que no acertaría a explicárselo. Nunca conseguía explicar nada con palabras. El lunes por la mañana, cuando se levantó para acudir a su turno de guardia, exhaló un hondo suspiro. Lo turbaba profundamente la idea de que por primera vez en su vida de legionario iba a convertirse en un desertor.

El Chacal se levantó a la misma hora e hizo minuciosamente sus preparativos. Primero se duchó y afeitó, después devoró el excelente desayuno, servido en una bandeja, junto a su cama. Cogió el estuche que contenía el fusil y envolvió cuidadosamente cada pieza en varias capas de espuma de goma, asegurando los paquetes con bramante. Después lo guardó todo en el fondo de su mochila. Puso encima los botes de pintura y los pinceles, los pantalones de algodón y la camisa a cuadros, los calcetines y las botas. Guardó la bolsa de malla en uno de los bolsillos exteriores de la mochila y la caja de municiones en el otro.

Se puso una de sus camisas a rayas, que estaban de moda en 1963, un traje ligero, color tórtola, muy diferente de los gruesos trajes a cuadros que solía llevar, y un par de borceguíes negros, de fina gamuza. Una corbata de seda negra completaba su atuendo. Cogió con una mano la mochila y bajó a su coche, situado en el aparcamiento del hotel. Guardó la mochila en el portamaletas y volviendo al vestíbulo del hotel recogió su almuerzo preparado, correspondió con un saludo a los buenos deseos del recepcionista, que lo despidió con un bon voyage, y a las nueve salía de Bruselas a toda marcha por la vieja carretera E.40 en dirección a Namur. El paisaje, llano y despejado, se tostaba ya al cálido sol que presagiaba un día tórrido. El mapa de carreteras le dijo que tenía ciento cincuenta kilómetros hasta Bastogne, y el Chacal agregó unos pocos más para encontrar un lugar retirado en las colinas y los bosques situados al sur de la pequeña ciudad. Calculó que a mediodía podía haber recorrido con facilidad los ciento sesenta kilómetros, y lanzó su Simca Aronde por otro largo tramo de carretera a través de la llanura.

Antes de que el sol hubiera alcanzado su punto más alto, había dejado atrás Namur y Marche y se acercaba a Bastogne. Cruzando la pequeña ciudad que había sido arrasada por los cañones de los tanques Tigre de Von Manteuffel, en el invierno de 1944, siguió rumbo al sur, hacia las colinas. Los bosques se hacían cada vez más densos, y la zigzagueante carretera era cada vez más sombreada por los altos olmos y hayas; los rayos de sol apenas lograban atravesar la espesura.

Ocho kilómetros más allá de la ciudad, el Chacal encontró un camino que se adentraba por el bosque. Se metió con su coche por él, y a un kilómetro y medio encontró otro sendero más estrecho. Avanzó unos metros por éste, y ocultó el automóvil detrás de unos espesos zarzales. Esperó un rato en la sombra del bosque, fumando un cigarrillo y escuchando los pequeños ruidos del motor que se iba enfriando, el susurro del viento entre las ramas altas y el zureo distante de un pichón.

Lentamente, se bajó, abrió el portaequipajes y dejó la mochila encima del musgo. Prenda por prenda se cambió de ropa, dejando su impecable traje bien doblado en el asiento trasero del Aronde y embutiéndose los pantalones de algodón. Hacía un tiempo lo bastante caluroso para poder prescindir de la chaqueta, y el Chacal trocó su fina camisa a rayas por la burda camisa a cuadros que llevaba en la mochila. Finalmente, los lujosos borceguíes de ciudad fueron sustituidos por las botas y los calcetines de lana, dentro de los cuales introdujo el extremo inferior de sus pantalones.

Desenvolvió una por una las piezas del fusil, y lo armó. Introdujo el silenciador en uno de los bolsillos de su pantalón y la mira telescópica en el otro. Guardó una veintena de balas corrientes en uno de los bolsillos superiores de la camisa, y la única bala explosiva, envuelta en papel fino, en el otro bolsillo.

Una vez montado el resto del fusil, lo dejó encima del capó del coche, y volviendo al portaequipajes, extrajo del mismo la compra que había hecho la víspera en un puesto del mercado de Bruselas —un melón— antes de volver al hotel, y que durante toda la noche había estado en el portaequipajes. Cerró éste con llave, metió el melón en la mochila vacía, justamente con la pintura, los pinceles y el cuchillo de caza, cerró con llave el coche y se internó por el bosque. Era poco más de mediodía.

Al cabo de diez minutos había encontrado un claro, largo y estrecho, desde uno de cuyos extremos podía ver perfectamente el otro, a unos ciento cincuenta pasos, y buscó entonces otro árbol desde donde fuese visible el lugar donde había dejado el arma. Vació en el suelo el contenido de la mochila, abrió los dos tarros de pintura y se puso a trabajar en el melón. La parte superior y la inferior del fruto fueron pintadas rápidamente de marrón, directamente sobre la verde corteza. La sección central fue coloreada de rosa. Mientras los dos colores estaban todavía frescos, dibujó burdamente con el índice un par de ojos una nariz, un bigote y la boca.

Clavando el cuchillo en el melón para no estropear la pintura con los dedos, el Chacal introdujo el fruto en la bolsa de malla. Ésta era lo bastante clara para dejar bien visible la forma del melón y los rasgos esbozados en su corteza.

Finalmente, el Chacal clavó con fuerza el cuchillo de caza en el tronco del árbol, a unos dos metros del suelo, y colgó de su mango las asas de la bolsa de malla. Sobre el fondo verde de la corteza del árbol, el melón rosado y pardo destacaba como una grotesca cabeza humana separada del tronco. El Chacal retrocedió unos pasos para admirar su obra. A ciento cincuenta metros serviría para sus fines.

Cerró de nuevo los dos botes de pintura y los arrojó lejos, en el bosque, entre la maleza. En cuanto a los pinceles, los hundió en el suelo por el mango, y pisoteó luego las cerdas hasta que resultaron invisibles. Tomando consigo la mochila, volvió al lugar donde se encontraba el fusil.

El silenciador giró correctamente alrededor del cañón hasta que quedó fijado en el mismo. El alza telescópica fue debidamente ajustada encima del cañón. El Chacal abrió el cerrojo y colocó en la recámara la primera bala. Con el ojo en el alza telescópica, buscó en el otro extremo del claro del bosque su blanco colgante. Cuando lo descubrió, le sorprendió verlo tan grande y con tanta claridad. Aparentemente, de haber sido la cabeza de un ser humano no habría estado a más de treinta metros de distancia. Podía distinguir las mallas de la bolsa que contenía el melón, y hasta las huellas de sus dedos en la pintura, en el lugar donde habían trazado los principales rasgos de la cara.

Modificó ligeramente su posición, se apoyó contra un árbol para asegurar la puntería, y volvió a apuntar. Las dos líneas cruzadas del interior de la mira telescópica no aparecían completamente centradas, de modo que tuvo que ajustar los tornillos reguladores hasta que la cruz apareció perfectamente centrada. Satisfecho, apuntó al centro del melón y disparó.

El retroceso fue menos fuerte de lo que esperaba, y el sonido apagado que emitió el silenciador apenas hubiera podido oírse desde el lado opuesto de una calle. Con el arma bajo el brazo, el Chacal recorrió la distancia que lo separaba de su blanco y examinó el melón. Cerca del borde superior, a la derecha, la bala se había abierto paso a través de la corteza del fruto, cortando una hebra de la bolsa de la red y penetrando después en el árbol. Volvió a su sitio y disparó un segundo tiro, sin rectificar en absoluto la regulación del alza telescópica.

El resultado fue el mismo, con un centímetro de diferencia. Hizo en total cuatro disparos sin tocar los tornillos del alza telescópica, hasta que tuvo la convicción de que apuntaba bien, pero el alza telescópica le inducía a desviar el tiro hacia arriba y ligeramente hacia la derecha. Entonces ajustó los tornillos.

El tiro siguiente resultó bajo y a la izquierda. Para asegurarse de ello, anduvo a todo lo largo del claro y examinó el agujero practicado por la bala. Ésta había penetrado por el ángulo inferior izquierdo de la boca de la falsa cabeza. Hizo tres disparos más sin modificar la nueva posición del alza telescópica, y comprobó que las tres balas daban en la misma zona. Entonces volvió a ajustar los tornillos.

El noveno tiro penetró limpiamente en la frente, adonde había apuntado. Por tercera vez se acercó al blanco, y en esta ocasión se sacó un pedazo de tiza del bolsillo y pintó de blanco las zonas tocadas por las balas: arriba y a la derecha, abajo y a la izquierda, y el limpio orificio del centro de la frente.

A partir de aquel momento acertó sucesivamente una vez en cada ojo, en el puente de la nariz, en el labio superior y en el mentón. Colocando el blanco de perfil, introdujo seis balas, sucesivamente, por la sien, la oreja, el cuello, la mejilla, la mandíbula y el cráneo. Sólo uno de los tiros se desvió ligeramente.

Satisfecho del arma, observó la posición de los tornillos reguladores del alza telescópica, y sacando de su bolsillo un tubo de cola de madera de balsa, recubrió con el viscoso líquido las cabezas de los dos tornillos y la superficie de baquelita contigua. Media hora y dos cigarrillos más tarde, la cola se había endurecido y el alza había quedado fijada a la medida de su visión para aquella arma concreta y con un blanco situado a ciento treinta metros.

Del otro bolsillo de su chaqueta extrajo la bala explosiva, la desenvolvió y la introdujo en la recámara. Apuntó con particular cuidado al centro del melón y disparó.

Cuando el último rizo de humo azul salía del extremo del silenciador, el Chacal dejó el fusil apoyado contra el árbol y echó a andar hacia el blanco. La bolsa de malla pendía, inerte y casi vacía de su contenido, contra el requemado tronco del árbol. El melón, que había recibido el impacto de veinte balas de plomo sin desintegrarse, ahora se había deshecho del todo. Fragmentos del mismo habían saltado a través de las mallas de la bolsa y yacían esparcidos por la hierba. El jugo y las pepitas resbalaban por la corteza del árbol. Los restantes fragmentos de la carne del fruto habían quedado en el extremo inferior de la bolsa, que pendía del cuchillo de caza.

El Chacal descolgó la bolsa y la arrojó a unos matorrales próximos. El blanco que había contenido era inidentificable, salvo como una masa de pulpa. El Chacal arrancó el cuchillo del tronco y lo guardó en su vaina. Recogió el fusil y volvió al coche.

Allí desarmó el arma pieza por pieza, y envolvió cuidadosamente cada una de ellas en su protección de espuma de goma. Lo guardó todo en la mochila, junto con las botas, los calcetines, la camisa y los pantalones. Volvió a vestir su atuendo urbano, encerró la mochila en el portaequipajes y devoró apresuradamente los bocadillos que se había traído.

Después de comer, dejó el sendero del bosque, enfiló la carretera principal, pasó por Bastogne, Marche y Namur y llegó a Bruselas. Poco después de las seis estaba de regreso en su hotel. Tras llevarse la mochila a su cuarto, bajó a pagar la cuenta del coche de alquiler. Antes de darse un baño, pasó una hora limpiando con esmero todas las piezas del fusil, que engrasó minuciosamente; luego, lo guardó en su estuche y encerró éste en el armario. Más avanzada la noche, la mochila, el bramante y varias tiras de espuma de goma fueron arrojados a un cubo de desperdicios colectivos, y veintiún cartuchos usados, al fondo del canal municipal.

Por la mañana de aquel mismo lunes, 5 de agosto, Viktor Kowalski se hallaba de nuevo en la oficina central de Correos de Roma buscando la ayuda de alguien que hablara francés. Esta vez, rogó al empleado que telefoneara a Alitalia y se informara del horario de los vuelos entre Roma y Marsella para aquella semana. Así se enteró de que ya había perdido el vuelo del lunes, porque el avión despegaba de Fiumicino dentro de una hora y ya no llegaría a tiempo para tomarlo. El siguiente vuelo directo sería el miércoles. No, no había otras líneas que realizaran vuelos directos a Marsella desde Roma. Los había indirectos, eso sí, ¿podían interesarle al señor? ¿No? ¿El vuelo del miércoles? Sí, salía a las 11,15 de la mañana y llegaba al aeropuerto de Marignane, de Marsella, poco después de las doce. El vuelo de retorno sería al día siguiente. ¿Una plaza? ¿Ida y vuelta? Bien, ¿y el nombre? Kowalski dio el nombre que figuraba en los documentos que llevaba en el bolsillo. Abolidos los pasaportes dentro del Mercado Común, bastaría el carnet de identidad.

Le dijeron que debía estar el miércoles en la recepción de Alitalia en Fiumicino una hora antes de la salida. Cuando el empleado colgó, Kowalski recogió las cartas, las encerró en su estuche y volvió al hotel.

A la mañana siguiente, el Chacal visitó por última vez a Goossens. Lo llamó a la hora del desayuno, y el armero dijo que tenía la satisfacción de poder comunicarle que el trabajo estaba listo. Monsieur Duggan podía pasar a las once de la mañana. Y, por favor, debía llevar consigo las piezas necesarias para el ajuste definitivo.

Llegó también con media hora de antelación, con el estuche dentro de una maleta de fibra que había comprado de segunda mano a primera hora de la mañana. Durante treinta minutos vigiló la calle donde vivía el armero antes de entrar por la puerta principal. Cuando Goossens lo invitó a pasar, entró sin vacilar en el despacho. Goossens se reunió con él después de cerrar con llave la puerta principal y la del despacho.

—¿No han surgido nuevos problemas? —preguntó el inglés.

—No, esta vez creo que ya lo tenemos.

De detrás de su mesa el belga extrajo varios rollos de arpillera y los depositó encima del escritorio. A medida que los desenrollada iba colocando, uno al lado de otro, una serie de finos tubos de acero, tan bruñidos que parecían de aluminio. Cuando el último estuvo encima de la mesa alargó la mano hacia el estuche que contenía las piezas del fusil. El Chacal se lo dio.

Una por una, el armero fue deslizando las piezas del fusil en el interior de los tubos. Encajaban perfectamente.

—¿Cómo fueron las prácticas de tiro? —preguntó sin dejar de trabajar.

—Muy satisfactorias.

Goossens observó que los tornillos de ajuste del alza telescópica habían sido soldados con cola de madera de balsa.

—Siento mucho que los tornillos hayan tenido que ser tan pequeños —dijo—. Pero los originales eran demasiado grandes y tuve que recurrir a éstos. De lo contrario, el alza telescópica no hubiese entrado en el tubo.

Deslizó la mira en el tubo de acero que le estaba destinado, y como las otras piezas, encajó exactamente. Cuando la última de las cinco piezas del fusil hubo desaparecido de la vista, el armero mostró al inglés la minúscula pieza que era el gatillo y las cinco restantes balas explosivas.

—Para esto he tenido que buscar otro alojamiento —explicó.

Tomó la hombrera del rifle, almohadillada en cuero negro, y enseñó a su cliente cómo el cuero había sido rajado con una hoja de afeitar. Hundió el gatillo en el relleno interior, y cerró la hendidura con un trozo de cinta aislante negra. Resultaba muy natural. Del cajón de su escritorio extrajo un cilindro de goma negra, de unos cuatro centímetros de diámetro por cinco de altura.

Del centro de una de sus bases sobresalía un vástago de acero provisto de rosca.

—Esto encaja en el extremo del último de los tubos —dijo.

Alrededor del vástago de acero había cinco agujeros practicados en la goma. El armero insertó cuidadosamente una bala en cada uno de ellos, hasta que sólo fueron visibles las cápsulas de percusión.

—Cuando la pieza está armada, las balas resultan invisibles; y la goma añade un toque de verosimilitud —explicó. El inglés permanecía en silencio—. ¿Qué está pensando? —preguntó el belga, no sin cierta ansiedad.

Sin decir palabra, el inglés tomó los tubos y los examinó uno por uno. Los sacudió, pero no oyó ningún ruido, porque todos ellos habían sido forrados interiormente con dos capas de bayeta gris para eliminar tanto los golpes como los ruidos. El más largo de los tubos medía cincuenta centímetros y contenía el cañón y la recámara del arma; los demás de unos treinta centímetros cada uno, albergaban las dos varillas superior e inferior, de la culata, el silenciador y el alza telescópica. La hombrera, con el gatillo embutido en su relleno, constituía una pieza separada, así como el taco de goma que contenía las balas. Como escopeta de caza, y no digamos ya como fusil de un pistolero se había desvanecido totalmente.

—Perfecto —dijo el Chacal—. Exactamente lo que deseaba.

El belga estaba satisfecho. Como hombre experto en su oficio, apreciaba los elogios como otro cualquiera, y, además, era consciente de que, en su propio campo de actividad el cliente que tenía ante sí era también una primera figura.

El Chacal cogió los tubos de acero, con las piezas del fusil en su interior, y los envolvió cuidadosamente uno por uno, en la arpillera, colocando cada pieza en el interior de la maleta de fibra. Cuando los cinco tubos, la hombrera y el taco de goma estuvieron envueltos y guardados en la maleta, cerró ésta y devolvió el estuche al armero.

—Ya no lo necesitaré. El fusil permanecerá en la maleta hasta que tenga ocasión de utilizarlo.

Sacó del bolsillo interior de la chaqueta las doscientas libras que debía al belga y las depositó encima de la mesa.

—Creo que nuestro trato queda cumplido, monsieur Goossens.

El belga se guardó el dinero en el bolsillo.

—Sí, señor, a menos que desee algo más de mí.

—Una sola cosa —contestó el inglés—. Que no olvide mi pequeña homilía del otro día acerca de las virtudes del silencio.

—No la olvidaré, señor —se apresuró a contestar el belga.

Volvió a sentir miedo ¿Era posible que aquel pistolero de voz amable intentara hacerle enmudecer para siempre? No, probablemente no lo haría. La investigación en torno al asesinato del armero pondría en claro las visitas de aquel inglés alto a aquella casa mucho antes de que el pistolero hubiese tenido ocasión de utilizar el fusil que llevaba en la maleta. Hubiérase dicho que el inglés había leído sus pensamientos. Sonrió fugazmente.

—No tiene por qué preocuparse. No me propongo hacerle ningún daño. Además, me figuro que un hombre inteligente como usted habrá tomado sus precauciones contra la posibilidad de ser asesinado por uno de sus clientes. Tal vez una llamada telefónica esperada dentro de una hora. Un amigo que vendrá a averiguar lo ocurrido si la llamada no se produce. Una carta depositada en manos de un abogado, que éste deberá abrir en caso de defunción. Para mí, matarle me crearía más problemas de los que me resolvería.

Goossens se sintió sobresaltado. Era cierto, en efecto, que tenía una carta depositada permanentemente en manos de un abogado, que debía ser abierta en caso de muerte. En ella se indicaba a la Policía que buscara debajo de una piedra del jardín trasero. Debajo de la piedra había una caja que contenía una lista de las personas cuya visita esperaba cada día. Esta lista era cambiada cada día. Para aquél, la lista contenía la descripción del único cliente que el armero esperaba, un inglés alto, elegante, que se hacía llamar Duggan. Era, simplemente, una forma de seguro.

El inglés lo observaba con calma.

—Me lo figuraba —dijo—. Está usted a salvo. Pero lo mataré si alguna vez menciona mis visitas aquí o la compra que le he hecho a un tercero, sea quien sea. En lo que a usted atañe, en el momento en que salga de esta casa dejaré de existir por completo.

—Está perfectamente claro, señor. Es lo corriente con todos mis clientes. Y, si me permite decirlo, espero la misma discreción de su parte. Por eso el número de serie del arma que se lleva usted fue borrado del cañón mediante el empleo de un ácido corrosivo. También yo debo velar por mi seguridad.

El inglés sonrió de nuevo.

—Entonces, estamos de acuerdo. Buenos días, Monsieur Goossens.

Un minuto más tarde la puerta se cerró detrás de él, y el belga, que tanto sabía acerca de armas y pistoleros, pero tan poco acerca de el Chacal, suspiró aliviado y se retiró a su despacho a contar el dinero.

El Chacal no deseaba ser visto con su maleta de fibra por el personal del hotel, de modo que, aunque se le estaba haciendo tarde para el almuerzo, tomó un taxi hasta la estación central, depositó la maleta en la consigna, y se guardó la contraseña en el compartimiento interior de su fina cartera de piel de lagarto.

Almorzó en el Cygne, bien y sin reparar en gastos, para celebrar el final de su fase de preparación en Francia y Bélgica, y volvió a pie al Amigo para hacer su equipaje y pagar la cuenta. Cuando salió, iba vestido exactamente igual que a su llegada, con un traje a cuadros de excelente corte, sus gafas oscuras y dos maletas Vuitton siguiéndole, en manos del mozo, hasta el taxi que le esperaba. También se había empobrecido en mil seiscientas libras, pero su fusil reposaba en seguridad dentro de una maleta de aspecto vulgar en la consigna de la estación, y tres documentos de identidad maravillosamente falsificados se hallaban en el bolsillo interior de su chaqueta.

Poco después de las cuatro, el avión despegó de Bruselas rumbo a Londres, y aunque hubo un registro rutinario de una de sus maletas en el aeropuerto de la capital inglesa, no había en ella nada irregular. A las siete, se estaba duchando en su propio piso antes de salir a cenar en el West End.